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Desde que empecé a trabajar sobre estéticas que retratan la crisis ecológica, he notado
que se ha instalado en el imaginario global un discurso escatológico. Me refiero a
narrativas que comprenden desde lo mediático a lo literario, lo cinematográfico o lo
artístico. En cierto modo, ha habido un desplazamiento de la idea de crisis a la idea de
fin: fin de las especies, deforestación, incendios hiperbólicos que exceden algunas de las
fantasías más desorbitadas de la ficción y el cine, glaciares que se desvanecen, un
planeta que se reduce mientras que se puebla de desechos y basura. Desde ríos
contaminados, hasta océanos cuyos corales se han emblanquecido, calles y ciudades
bajo el agua, brutales huracanes que inundan y arrasan autos, postes, edificios, personas.
Se trata de un repositorio de imágenes sin referentes que subiremos a los archivos de la
memoria para recordar cómo fue el mundo previo a toda intervención antropogénica.
Apocalipsis, del griego apokálypsis, significa revelación. Pero así también lo efímero.
Lo que ya no está. El ayer, podría ser. O el antes.
Distancia de rescate (2014; uso la edición de Random House del 2015) de Samanta
Schweblin hace eco de esta problemática, aunque es mucho más que eso. Distancia es
una novela sobre mutaciones y monstruosidades, sobre un imaginario en el que una
discursividad acerca del fin –la muerte prematura, la muerte generalizada, la mutación
de chicos en seres deformes, casi fantasmagóricos– como así también la agonía en
ciernes sobre ese mismo fin, se traduce en la materialidad de la palabra. A su vez,
Distancia aborda la maternidad, la exasperación de perder a un hijo o una hija, sea
metafórica o literalmente y la desesperación, asimismo, de ver a un hijo transformado
en una monstruosidad, un sujeto irreconocible que menoscaba las bases que la crianza
maternal y/o paternal erige a diario como monumento a su propia razón de ser. Según la
autora en una reciente entrevista respecto al próximo rodaje de su novela, Distancia es,
además, una historia sobre la aberración de lo perfecto. Es decir, una indagación sobre
el costo de lo bello y los efectos colaterales que esta búsqueda entraña.
La maternidad se inserta en un juego doble, donde la toxicidad es más bien ubicua. Para
no perder a su hijo, Carla lo lleva a “lo de ‘la mujer de la casa verde’” quien le sugiere
“intentar una migración” que lo salve, dado que la intoxicación que sufre “va a atacarle
el corazón”. Como solución, le mudarían el “espíritu” de David “a otro cuerpo” ya que
“parte de la intoxicación también se iría con él”. Este es, en parte, el relato de Carla.
Amanda, por su lado, reconstruye por medio del diálogo que hilvana la historia, su
propia experiencia con su hija Nina en el pueblo, donde ya aparecen los signos de una
extrañeza, un horror, que la irán marcando: la nena que renguea y parece “un mono”, el
perro al que “le falta una pata trasera” o el pato que se desploma sobre la tierra,
“completamente muerto”, como otros tres más que habían descubierto, “tirados en el
piso”. La distancia de rescate entre Amanda y Nina se rompe cuando ésta última se
empapa con el “rocío” del pasto al sentarse a mirar unos hombres que descargan
bidones cerca de una caballeriza. También Amanda está mojada. Sentadas a la sombra
de los árboles, sobre sus troncos, en un espacio rural donde los “campos de sojas se
abren a los lados”, madre e hija gozan del “verde” que las rodea sin saber que ya sus
cuerpos comienzan a experimentar el veneno del glifosato.
El relato de Amanda es una voz, una toxicidad discursiva, que brota de un cuerpo que se
encuentra recostado, tendido. Es un cuerpo inmovilizado y que no responde. Como el de
los caballos, los patos, el perro, u otros animales de los alrededores, el cuerpo de
Amanda se inserta en un campo rodeado de sembrados, en cuyo pueblo los chicos –
como ella misma, desde el inicio de la narración– se concentran en una salita de espera
en un hospital precario, sin médicos, para recibir atención en un momento en que ya
“[n]o pueden escribir” porque “no controlan bien sus brazos […] su propia cabeza, o
tienen la piel tan fina que, si aprietan demasiado los lápices, terminan sangrándoles los
dedos”. Se trata de una historia de cronologías alteradas, donde pesticidas como
diazinón y malatión, y herbicidas como glifosato, se infiltran a través de todos los
canales vitales para la sobrevivencia humana (el aire a través de las fumigaciones, el
agua en los desagües de químicos en los arroyos, y el pasto que contiene y absorbe los
rocíos diarios), se introducen en los cuerpos (humanos y no humanos por igual),
alterando las fisonomías físicas, el paisaje, y el entorno construido, desnaturalizándolos.
Allí, los “chicos son extraños”, muy pocos nacen sanos, y la mayoría tiene
deformaciones: “no tienen pestañas, ni cejas, la piel es colorada […] y escamosa
también”. Sus cuerpos, como el de David, devienen monstruosidades: una aberración
causada por la máquina implacable e invisible de un biocapitalismo salvaje (al decir de
Kelly Fritsch en “Toxic Pregnancies – Speculative Futures, Disabling Environments,
and Neoliberal Biocapital”) que empuja de manera indiscriminada humanos y no
humanos hacia un abismo de mutaciones y cuerpos poseídos.
Distancia registra, por otra parte, una serie de discapacidades que se traducen en la
inmovilidad de Amanda, quien yace postrada, como así también en la ceguera de los
personajes contaminados (“todo está tan blanco”), en las deformaciones (la “nena de la
cabeza gigante”), o, incluso, en el “dolor de cabeza”, las “náuseas”, las “úlceras de la
piel”, los “vómitos con sangre” y los “abortos espontáneos”. La relación materno-filial
que aparece representada a través de la estructura doble Amanda-Nina y Carla-David, se
inserta en un espacio donde a su vez se redefinen la relación entre el sujeto y su hábitat.
Aquí, los cuerpos receptores de una naturaleza devenida mero “recurso económico”
consisten en metáforas horríficas de la continua explotación –agricultora, minera,
petrolera, floricultora, nuclear, entre otras– de un mundo natural que también se ha ido
reconfigurando. Distancia, además de ser una novela cuya tensión –no solo la materno-
filial sino la que se entabla entre lector-relato– se dilata y se vuelve rígida conforme
avanza la historia, es una ficción cuyos cuerpos exacerban las especulaciones
apocalípticas que la era del Antropoceno nos advierte. Quizá la urgencia que nos
empuja a leerla sea la misma que nos obliga a repensar la idea misma de futuro, a partir
del hoy. Este presente en el que aún es posible vislumbrar la materialidad de la
catástrofe.
Gisela Heffes
Rice University