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Sistema Penal y

Derechos Humanos
Interpelaciones al Poder

DIRECCIÓN
Patricia Coppola ● Lucas Crisafulli
PRÓLOGO
Alejandro W. Slokar

E. Raúl Zaffaroni ● José I. Cafferata Nores ● Alberto Binder ● Claudia Cesaroni


Patricia Coppola ● Silvina Ramírez ● Jorge Perano ● Lyllan Luque
Lucas Crisafulli ● Sebastián Rey ● Cristián Fatauros ● Pedro A. Barreix
Lucía Y. Lucero ● Matilde L. Ambort ● Agustina Mozzoni
Sistema penal y derechos humanos
Interpelaciones al poder

DIRECTORES
Patricia Coppola y Lucas Crisafulli
PRÓLOGO
Alejandro W. Slokar

E. Raúl Zaffaroni
José I. Cafferata Nores
Alberto Binder
Claudia Cesaroni
Patricia Coppola
Silvina Ramírez
Jorge Perano
Lyllan Luque
Lucas Crisafulli
Sebastián Rey
Cristián Fatauros
Pedro A. Barreix
Lucía Y. Lucero
Matilde L. Ambort
Agustina Mozzoni
Las dos historias de los derechos humanos

E. RAÚL ZAFFARONI

Antes de la Declaración Universal de Derechos Humanos del 10 de di-


ciembre de 1948, el derecho internacional se ocupaba de las relaciones
entre Estados, pero no de lo que éstos podían hacer con sus habitantes.
En las décadas siguientes se fueron poniendo en vigencia tratados –le-
yes internacionales– que configuraron el sistema universal y los tribunales
regionales (europeo, americano, africano). El relato de este proceso es la
historia del derecho internacional de los derechos humanos.
Pero hay otra historia de los derechos humanos, que es la de su gesta-
ción ideológica, que explica cómo se desarrolló la idea de estos derechos,
pues sin una idea previa no hubiesen podido concretarse en leyes.
Por cierto, las dos historias no son independientes, sino que después
de 1948 se siguen entrelazando hasta el presente. Los diversos tratados
internacionales –como cualquier ley– no pasan del deber ser normativo
al ser real en el mundo, es decir, no cobran eficacia plena en forma auto-
mática. Si los tratados de derechos humanos tuviesen plena eficacia en
el plano del ser, viviríamos en sociedades ideales, pero esto dista de ser
realidad. En estos –como en general respecto de todos los derechos– la
eficacia se obtiene por lucha, como decía Jhering en el siglo XIX.
Y en materia de derechos humanos, la lucha continúa porque las pro-
pias disposiciones de los tratados siguen siendo materia de controversias

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interpretativas, distorsiones, tergiversaciones y racionalizaciones, es de-


cir que son materia de confrontaciones de poder envueltas en diferentes
sistemas de ideas. Los tratados son instrumentos, pero esta rama del
Derecho –como todo el Derecho– siempre fue y sigue siendo lucha y, en
particular, lucha ideológica.
Cuando preguntamos por la historia de la gestación de la idea de los
derechos humanos, se nos suele ofrecer el relato o narración de una pau-
latina toma conciencia de la especie humana que, impulsada por el motor
de la razón, habría atravesado sucesivas etapas de creciente madurez, en
un proceso cuyo origen y delantera la tuvo Europa, que asumió la función
de punta de lanza de este continuo curso progresivo.
Así, nos relatan que las primeras vueltas del motor de la razón se dieron
en Grecia, de allí pasó a Roma y, luego de una etapa más o menos oscura,
retomó su ritmo y desde 1492 se extendió a América. Luego, la revolución
industrial europea perfeccionó la idea de un ser humano consciente de su
libertad, configurándose un Occidente que se expande al mundo, frente a
un Oriente un poco atrasado.
Esta es la historia oficial, eurocéntrica o –más claramente dicho– co-
lonial, que desde la literatura infantil y adolescente nos enseñaron de di-
versas maneras. Creemos que su más fino narrador –no superado hasta
hoy– fue Hegel en sus famosas Vorlesungen o Lecciones sobre la filosofía
de la historia universal.
Según la narración hegeliana, nuestra región no tuvo historia hasta
1492, porque estaba habitada por millones de originarios que se desinte-
graron al soplo del europeo, pues eran débiles, como nuestra geografía,
húmeda, con montañas que, al no correr como las europeas, hacen que
todo se pudra, incluso todo lo que se trae, hasta el mismo europeo se
debilita en ella. También no dice que los africanos subsaharianos –negros–
son peores que nosotros, pues es difícil reconocer en ellos la humanidad,
por lo que se les hizo un favor esclavizándolos, dado que así estarán mejor
que en sus tribus.
Hay algo demasiado contradictorio en esta narración: no es coheren-
te que el soplo de la razón que impulsa lo que Hegel llama el espíritu (el
Geist) que anunciaría lo que hoy llamamos derechos humanos, legitime la
supresión de millones de originarios y la esclavitud de los africanos. ¿Qué
clase de razón es esta, que motoriza un espíritu genocida? ¿Esto es un
espíritu o un espectro?

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Todo indica que debe haber otro relato o narración, pero no porque
el de Hegel sea del todo falso, pues si bien omite datos (los ausenta), en
general los restantes son verdaderos: acabaron con millones de indios,
esclavizaron africanos, todo lo cual es verdad, solo que los interpreta (re-
lata, narra) desde su posición de prusiano del siglo XIX. Es obvio que
debe haber otra narración más coherente de los derechos humanos, que
incorpore los datos ausentados por Hegel y relate de modo diferente los
que este menciona. Si desde el centro que colonizó nuestra región y luego
el resto del planeta se relata esta historia, no pueden faltar las narraciones
de los colonizados y, en efecto, hay narraciones que reconstruyen esa his-
toria desde Oriente y desde África y, por supuesto, también desde nuestra
región.
Esto obedece a que el historiador selecciona hechos del pasado, pero
no todos (no le interesa si a Colón lo picaron los mosquitos), sino solo
los que son significativos desde su presente y en el lugar en que relata
su historia. Desde ese ser-ahí le otorga significación (lo toma en cuenta)
y significado (lo interpreta). Y desde nuestro ser-aquí no podemos dejar
de caer en la cuenta de que la selección e interpretación (significación) de
los hechos del relato eurocéntrico, pretende narrarnos que el colonialismo
gestó la idea de los derechos humanos mientras cometía las peores viola-
ciones de esos mismos derechos.
Si este relato se repite entre nosotros, es porque el poder colonialista
nos condiciona para pensar, valorar y adquirir saberes conforme a su epis-
temología, nos limita como sujetos de conocimiento y valoración. Llama-
mos colonialidad a ese condicionamiento que nos limita el conocimiento,
como el efecto colonizador de nuestro equipo psicológico.
Pero nuestro ser-aquí es golpeado con una vivencia cotidiana dema-
siado brutal que nos expulsa del cómodo dejarnos llevar por el se dice
(on dit, das man) del relato de la colonialidad. No podemos eludir que no
solo estamos aquí, sino que somos en un continente que los europeos
llamaron América y que luego subestimaron agregándole Latina, en so-
ciedades muy estratificadas, con enorme concentración de riqueza (con
los coeficientes de Gini más altos del mundo); con selectiva distribución
de la sanidad y de la educación; donde los más ricos en melanina se
concentran en los estratos pobres, en las cárceles y en los muertos vio-
lentos; con muy marcada discriminación de género y violencia contra mu-
jeres y personas de orientación sexual no binaria; con culturas originarias

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marginadas y sitiadas por explotaciones agrícolas y mineras que las privan


de sus medios de supervivencia; con sectores poblacionales que carecen
de alimentación adecuada y de proteínas en los primeros años de la vida;
con sistemas represivos de alta letalidad, con desapariciones forzadas,
torturas, etc.
Recibimos este fuerte cachetazo de la visión presente, sabiendo que el
presente es solo una línea que separa el pasado del futuro –recordemos
la aporía agustiniana–, pero que nos exige una explicación que obliga a
dirigir la vista hacia el pasado, del que emerge otra narración diferente,
que muy cerca en el tiempo nos muestra los asesinatos masivos de aldeas
en Centroamérica y las desapariciones forzadas y ejecuciones clandesti-
nas en las dictaduras sudamericanas, productos del neocolonialismo de
seguridad nacional.
Si nuestra vista se aleja más en el tiempo, vemos repúblicas oligárqui-
cas, masacres de campesinos del Farabundo Martí, la guerra del perejil de
Dominicana, la campaña al desierto argentina, la represión de Canudos en
Brasil, la vergonzosa guerra de la Triple Alianza, la esclavitud apenas aboli-
da en 1888, nuestros latifundistas sometiendo la región al neocolonialismo
oligárquico.
Saltando otros muchos crímenes estatales de letalidad masiva, si nos
extendemos hasta el colonialismo originario, nos aparece el desbarata-
miento de los sistemas políticos y económicos originarios, el etnocidio del
Anáhuac y el Tawantisuyo, la muerte por explotación y contaminación de
millones de originarios en servidumbre y el transporte esclavista.
Desde aquí no podemos menos que resignificar estos hechos como
medio milenio de violaciones de derechos humanos, ni tampoco dejar de
observar que el colonialismo originario jerarquizó racialmente nuestras so-
ciedades: en la base los indios y negros, un poco más arriba los mestizos
y mulatos, luego los hijos de los europeos y en la cima estos últimos, sin
contar con la previa subhumanización de media población, debida a la
fortísima misoginia traída por el colonizador. No se explica que Europa
haya gestado la idea de los derechos humanos, cuando su colonialismo
subhumanizó a la mayor parte de la humanidad: el 50% de mujeres más
todos los colonizados del mundo.
Nuestras independencias llevaron a los blancos descendientes de eu-
ropeos a ocupar el lugar de éstos, pero hacia abajo nada cambió. Por eso
pretendieron imponer modelos estatales copiados a los colonizadores, en

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los que no cabían los indios ni los negros y siguieron adelante cometien-
do masacres, porque esos modelos no podían funcionar sin negarlos o
eliminarlos.
Los modelos estatales del norte resultaron de la lucha de las burgue-
sías contra las noblezas, que nada tienen que ver con nuestro aquí, donde
nunca hubo monarca ni nobleza, sino élites racistas de sociedades es-
tructuradas como inmensos campos de trabajo forzado. Por eso, nuestras
luchas no son del todo clasistas, pues las clases capitalistas surgieron
en la etapa que en el norte generó el proletariado, pero que aquí no se
dio, en razón del desarrollo periférico de nuestro capitalismo. Nuestras
sociedades siguen siendo marcadamente racistas, lo que se observa en la
riqueza de melanina en los barrios precarios y las prisiones, en contraste
con las universidades, el funcionariado y los barrios residenciales de nues-
tras urbes.
Todo esto obliga a revisar la usual clasificación de los derechos hu-
manos por generaciones, según la cual los habría de primera generación
(individuales), de segunda (sociales) y de tercera, el principal de los cuales
es el derecho al desarrollo progresivo. Para nosotros, este último es el
primero, porque llevamos medio milenio de subdesarrollo colonial, hasta el
tardocolonialismo financiero actual.
Como consecuencia del subdesarrollo sufrimos un genocidio por go-
teo en acto, con los índices de muertes violentas más altos del mundo en
algunos países, con muertos por deficiencias sanitarias y atención selec-
tiva de la salud, por suicidios, por inseguridad laboral, por falta de infraes-
tructura vial, etc. Si sumásemos todos los cadáveres anuales que produce
el subdesarrollo, veríamos que no es para nada exagerado hablar de un
genocidio por goteo y a veces por canilla libre.
Pero escribiendo desde el fondo del sur, no faltará quien observe que
no todos somos indios, negros, mulatos ni mestizos, lo que es verdad.
¿Pero entonces, quiénes somos? Aunque la colonialidad dificulte asumir-
lo, la verdad es que somos el producto de muchas más subhumanizacio-
nes del colonialismo planetario.
Si ponemos a Hegel de cabeza, veremos que narra desde la superio-
ridad de la burguesía de una Europa poderosa, pero oculta que su conti-
nente, encerrado por turcos y árabes en el siglo XV, se volvió poderoso y
colonizador merced a la colonización y al esclavismo genocidas cometidos
aquí, que lo proveyeron del oro y la plata que generaron sus burguesías y

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su revolución industrial. Desde esa posición, subestima todas las culturas


anteriores a la europea: los orientales por teocráticos, los árabes por sen-
suales, los judíos por sometidos, los latinos europeos por no alcanzar su
nivel de fineza.
Lo que sucede es que la narración del norte es la de todo el colonialis-
mo planetario, de cuyas múltiples subhumanizaciones provenimos todos
los habitantes de nuestra región que no somos indios ni negros, aunque
la jerarquización racista de nuestras sociedades se lo oculte a muchos.
No olvidemos que marginados eran también los propios colonizadores,
provenientes del sur de la península recién reconquistada; lo eran los pró-
fugos traídos por los portugueses; los chinos esclavizados por el Pacífi-
co; los judíos de los progroms europeos; la emigración masiva expulsada
del sur europeo atrasado en la acumulación de capital; los emigrados de
la disolución del Imperio Otomano; los armenios víctimas del genocidio;
todos los que llegaron escapando de las guerras mundiales y, sin duda,
omitimos otros.
Muchos de los descendientes de los que llegaron son víctimas fáciles
del condicionamiento de la colonialidad, porque su pobreza de melanina
les hace creer que están destinados al privilegio en las sociedades racis-
tas. Muy pocos lograrán los privilegios, pero nuestras sociedades no su-
perarán su subdesarrollo mientras no caigan en la cuenta de que nuestra
narración debe ser la otra, la del sur, la de nuestro aquí.
Por último, no podemos dejar de señalar que la narración desde aquí
tiene otro importante efecto sobre nuestra perspectiva de los derechos
humanos, pues nos obliga a reparar una enorme ausencia que oculta la
narración colonial: nuestra idea de estos derechos se gestó y se sigue
gestando en las múltiples tácticas de resistencia y de supervivencia a sus
violaciones.
Nuestra idea de derechos humanos se empezó a gestar con los indios
cimarrones, los palenques y quilombos de esclavos prófugos, las suble-
vaciones de los indios, la revolución de Túpac Amaru, las luchas por la
independencia; se continuó con las resistencias populares, las huelgas y
una larga lista de tácticas de resistencia y supervivencia que llega hasta
las Madres de Plaza de Mayo, sigue hasta el presente y seguirá enrique-
ciéndose en el futuro, como valiosísimo bagaje cultural latinoamericano.
Si extendemos esta historia y la enmarcamos en el mundo, veremos
que merced al oro, plata y materias primas de nuestra región, obtenidas

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por Europa a costa de millones de originarios muertos y africanos esclavi-


zados, Europa se hizo poderosa y extendió sus genocidios neocoloniales
al resto del planeta.
Así, incorporó a India y China al mercado mundial, las subdesarrolló,
ante las catástrofes climáticas dejó morir de hambre y pestes a millones
de campesinos, desarmó sus sistemas de irrigación y previsión ante las
sequías, se repartió en 1885 a África como una pieza de caza, disminuyó
sus poblaciones y en nombre del “espíritu” de Hegel los ingleses, france-
ses, alemanes, belgas y holandeses, italianos y españoles, no ahorraron
crimen contra la humanidad que cometer, hasta que sus luchas entre los
respectivos nacionalcolonialismos los llevaron a enfrentarse en tres déca-
das de brutal guerra en la propia Europa, en dos etapas, en la última de las
cuales uno de los poderes en lucha decidió cometer los mismos crímenes
contra otros europeos pobres en melanina con técnica de producción en
serie, en esta ocasión de cadáveres.
La resistencia a esta criminalidad planetaria, empujada por el colonia-
lismo y el neocolonialismo, es lo que hizo surgir la idea de protección mun-
dial de derechos humanos. No fue por madurez, sino por miedo, cuando
las balas del propio genocidio colonial empezaron a rebotar en los pies de
los propios colonizadores y, para colmo, en el colofón de su suicidio euro-
peo y mundial de 1914 a 1945, descubrieron la forma de revertir la energía
creadora en destrucción con la energía nuclear.
Esta es la verdadera historia no oficial del motor de la gestación y desa-
rrollo de la idea de nuestros derechos humanos, que no termina, porque el
colonialismo sigue su curso, ahora bajo la forma de un tardocolonialismo
financiero que, al igual que en su etapa neocolonial, como los virreyes de
la India a fines del siglo XIX, adora al ídolo del mercado, propugna la ab-
soluta libertad de las corporaciones o personas jurídicas, pero deja morir
de hambre o prefiere someter a dictaduras a las personas físicas o de
existencia real.
La ideología que encubre este colonialismo financiero tardío no es nin-
guna de las clásicas contrarias a la idea de los derechos humanos. Hoy, la
ideología que confronta con los derechos humanos no se debe buscar en
Mein Kampf, en el “darwinismo” o “spencerianismo” ni tampoco en los ale-
gatos de Vychinski en las “purgas” estalinistas, sino en los “evangelistas”
del autodenominado “neoliberalismo”, como Friedrich von Hayek, Ludwig
von Mises o Milton Friedman.

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Las dos historias de los derechos humanos  E. Raúl Zaffaroni

Por eso, si bien tenemos vigentes las normas internacionales, éstas


no tienen plena eficacia, porque el colonialismo genocida no termina, sino
que adopta nuevas formas, hasta usurpando el nombre del viejo liberalis-
mo e incluso pretendiendo pervertir la propia idea de los derechos huma-
nos para degradarla a parte de su discurso de dominación tardocolonial.
Por eso, como indicamos al principio citando a Jhering: el Derecho es
lucha.

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"Porque es el propio terreno del sistema penal formal o institucionalizado
(sin descartar el informal, claro) el que pone al descubierto cuestiones
estructurales que provocan estragos, sobre todo a partir de procesos de
desigualación con motivo del repliegue del Estado social para la expansión
de su contracara, el Estado criminal, que por vía de la demagogia punitiva
derivó en un nuevo “gran encierro” que hoy nos dirige directo al abismo de
una virtual catástrofe".

Del Prólogo de Alejandro W. Slokar

Este libro reúne trece textos que analizan las agencias del sistema penal y
su tensa relación con los derechos humanos. No hay neutralidad en la
escritura. Se comprende el castigo como una manera racionalizada de
administrar el sufrimiento. Osvaldo Bayer nos enseñó que no se puede
interpelar al poder sin comprender la historia de los vencidos, y no hay más
vencidos que aquellos atrapados por el sistema penal.
A más de 70 años de que la Asamblea General de los Derechos Humanos
en Paris efectuara la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
miles de millones de personas aspiran a reconocerse en sus proclamas.

Fotografía de tapa: Maximiliano Javier Ramos <www.pictche.com>

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