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I
A aquella hora la calle Adams era «tierra
de nadie» para los peatones. Situada entre
los distritos comercial y residencial, se
encontraba bastante alejada de las tiendas,
y quienes transitaban por ella sólo lo
hacían empujados por la necesidad de
acercarse a las líneas más próximas de
autobuses o de tranvías.
Perry Mason conducía lentamente su
coche, descansando de la tensión nerviosa
a que le sometiera una batalla sostenida en
la Sala de Justicia. Della Street, que
presentía instintivamente el estado de
ánimo de su jefe, guardaba silencio, tal
como corresponde a una buena secretaria.
Mason siempre se interesaba por la gente
y, cada vez que una interrupción del tráfico
le permitía examinar a los peatones que
discurrían por las aceras, fijaba sus ojos en
ellos.. Aminoró la velocidad y se aproximó
al bordillo derecho de la calzada. El coche
apenas marchaba a quince millas por hora.
–¿Se ha fijado, Della? –preguntó.
–¿En qué?
–En las esquinas.
–¿Qué hay en las esquinas?
–Las morenas.
Della Street rompió a reír.
–¿Animo de fiesta, jefe?
–No, no –repuso Mason–. Mírelas, En
todas las esquinas se ve a una morena
esperando. Todas ellas, vestidas de oscuro,
con una piel al cuello. Vea; en esta esquina
tenemos otra morena. Obsérvela ahora
que pasamos.
Della contempló a una elegante mujer que
parecía esperar un tranvía en aquella calle
donde no se veía ni rastro de rieles.
–No está mal –opinó.
–Le apuesto cinco dólares –dijo Mason– a
que nos tropezamos con otra en el próximo
cruce.
–Parece que hoy escasean los hombres.
En la siguiente esquina se encontraba
efectivamente otra morena, casi idéntica a
la anterior. Llevaba también un vestido
oscuro y una piel de zorro plateado sobre
los hombros.
–¿Cuántas ha visto usted hasta ahora? –
preguntó Della.
–Me avergüenza confesar que no lo sé
con exactitud. He contado unas cinco o
seis. Demos la vuelta y regresemos por el
mismo camino para comprobar su número
exacto.
Mason lanzó una mirada a la calle y giró el
volante, incrementando la velocidad para
recorrer nuevamente el bulevar. Della no
ignoraba que gran parte de los éxitos de su
jefe se debían a su habilidad para hacerse
cargo instantáneamente del carácter de las
personas y a su fina comprensión de la
naturaleza humana. Por ello no le extrañó
nada que Mason interrumpiese su plan de
trabajo para contar las chicas morenas que
aparecían apostadas en las esquinas del
lado sur de la calle Adams.
–Y bien –dijo Mason al cabo de un
momento–, parece que ya no hay más. Yo
conté ocho.
–Exacto –confirmó Della Street sonriendo.
–Y Dios sabe cuántas habría más adelante,
cuando decidimos retroceder. ¿Qué me
dice, Della? ¿Probamos suerte con esa
muchacha, a ver si averiguamos algo?
–Nada nos impide intentarlo.
Mason dio la vuelta nuevamente con el
auto.
–Ahí cerca de la esquina hay un lugar de
estacionamiento –observó Della Street–.
No perdamos semejante oportunidad.
–En modo alguno –admitió Mason,
aproximando el coche al bordillo.
La morena le lanzó una viva mirada de
curiosidad, pero, después, simuló hallarse
profundamente interesada en el tráfico,
desentendiéndose del examen a que se
veía sometida.
–Será mejor que me acompañe, Della –
dijo Mason bajando del automóvil–, a fin
de infundir al trámite un cierto tono de
respetabilidad.
Della Street saltó ágilmente a la acera y
pasó su mano bajo el brazo de Mason. Este
se dirigió a la joven, quitándose el
sombrero.
Inmediatamente la muchacha se volvió
hacia él con una sonrisa radiante.
–¿Es usted el señor Hines? –preguntó.
–Casi me siento tentado a decirle que sí –
respondió Mason.
La muchacha dejó de sonreír y contempló
a los recién llegados con una súbita
expresión de desconfianza.
–No serán ustedes unos de tantos,
¿Verdad? –dijo fríamente.
–Tranquilícese –respondió Della Street
con su gesto más cordial.
De pronto la joven se dirigió a Perry
Mason, diciéndole:
–¿Es esto una broma? Porque creo que le
he visto a usted antes, que le conozco...
¡Ah! ahora caigo. Le vi una vez en los
tribunales. Usted es el abogado Perry
Mason, ¿Verdad?
–Y yo su secretaria –asintió Della Street–.
Al señor Mason le llamó la atención verlas
a todas ustedes paradas en las esquinas.
–¿Todas nosotras?
–En cada esquina de varias manzanas de
esta calle –explicó Mason–, se ve a una
muchacha morena vestida de oscuro con
una piel al cuello.
–¿Cuántas?
–Ocho, por lo menos.
–Ya me había imaginado que habría otras
aspirantes.
–¿Conoce a algunas? –preguntó Mason.
La muchacha sacudió la cabeza y, al cabo
de unos momentos, agregó:
–Sólo a una de ellas, a mi compañera de
cuarto y amiga, Eva Martell. Yo me llamo
Cora Felton.
–Y yo, Della Street –dijo Della que, riendo,
continuó–: Y ahora que ya nos conocemos,
¿Podría usted explicarnos de qué se trata?
El señor Mason no podrá trabajar tranquilo
mientras no haya encontrado la solución a
este misterio.
–¡Pero si para mí también es un misterio!
–exclamó Cora Felton–. ¿Vieron ustedes,
acaso, el anuncio?
Mason negó con la cabeza. Entonces la
muchacha abrió su bolso y sacó un recorte
de periódico que tendió al abogado,
diciéndole:
–El asunto empezó así.
El anuncio aparecía redactado en la forma
siguiente: