Está en la página 1de 2

Enano que trabajó como bufón en la corte del príncipe Carlos Baltasar, también padecía problemas mentales,

diagnosticados en aquel tiempo como oligofrenia.

Sentado en un entorno campestre con costa, yace el niño de Vallecas, con un aire de despreocupación, casi
desafiante, entre las manos afirma lo que parece ser un mazo de naipes, figura de su modo de vida. La expresión y
los puntos de interés (cara y manos) están iluminados con maestría sublime.

Las discapacidades que Velázquez era asiduo a pintar, plantean una polémica moral hasta nuestros días, mucho se
ha discutido sobre si el artista busca humanizar y dar dignidad, o por el contrario este tipo de retrato tiene un
desprecio implícito por las personas disminuidas.

Forma parte del conjunto de cuatro lienzos que estuvieron en el palacete de la Torre de la Parada y que constituyen
una de las producciones del pintor más singulares y de mayor calidad y de las que existe una abundante bibliografía.

Se trata de «retratos» de personajes de claras deficiencias físicas y psíquicas —los «enanos»— tratados con
delicadeza exquisita y con una técnica prodigiosa. Sobre ellos se han propuesto algunas identificaciones más o
menos afortunadas, pero que distan mucho de ser absolutamente seguras.

La más antigua de éste, recogida en el inventario de 1794 del Palacio Nuevo en la «Pieza de Trucos» es la del «Niño
de Vallecas» que, sorprendentemente, no se recoge en el primer catálogo del Prado (1819), que lo llama «Una
muchacha boba». Ya el de 1828 dice «Niño de Vallecas» que nadie sabe a qué responde.

Las investigaciones de José Moreno Villa en el Archivo de Palacio hicieron identificarlo con Francisco Lezcano, un
enano del príncipe Baltasar Carlos a cuyo servicio fue admitido en 1634. Le acompañó a Zaragoza en 1644 —donde
algunos piensan que pudo pintarse el lienzo— y murió en 1649. Esa identificación se recoge por vez primera en el
catálogo del Prado de 1942 y ha sido aceptada unánimemente, sin crítica.

Es evidente que el lienzo reproduce una persona concreta, con aspecto claro de idiotismo u oligofrenia, pero no es
seguro que se pueda identificar con Lezcano. No se ha terminado de establecer la significación de estos «enanos»
pintados tan magistralmente por Velázquez y, como ha sugerido Manuela Mena a propósito del llamado «Juan
Calabazas», las identificaciones personales están muy lejos de ser seguras. Es posible que en estos lienzos se esconda
un oculto sentido alegórico o simbólico que se nos escapa.

Gállego, aun aceptando la identificación con Lezcano, intuyó algunos elementos que permitirían una lectura más
cargada de intención conceptuosa que la de simple retrato de un personaje «sabandija de Palacio». El escenario, una
cueva análoga a las de los ermitaños de Ribera, es lugar propicio para la meditación; el objeto que lleva en las manos
—y que ha dado lugar a múltiples interpretaciones— es probablemente una baraja. No sería demasiado imprudente
pensar en algo que conlleve el azar, la meditación y la estupidez humana que confía en el juego. Pero por encima de
las interpretaciones posibles, se impone la presencia de la persona humana que hay frente a nosotros, vista y
«retratada» con un tono de severa melancolía y tierna conmiseración que dulcifica lo que pueda haber de
desagradable en el modelo elegido.

El retratado formaba parte del nutrido grupo de monstruos, enanos y bufones que poblaban la corte española desde

el siglo XVI, y que con sus deformidades físicas y mentales, sus golpes de ingenio y sus desgracias entretenían los ocios de

una sociedad convencida de que cada individuo desempeñaba un papel concreto en el mundo. Eran parte indispensable

del colectivo humano de cualquier palacio real e incluso nobiliario, y muchos de ellos tuvieron una vida relativamente

próspera. Los numerosos retratos que hizo Velázquez de estos personajes plantean problemas de interpretación y han

producido reacciones muy distintas a lo largo del tiempo, según los intereses de cada época. Así, en el siglo XIX abundaron

las expresiones de desagrado ante algunas de estas pinturas, enfatizando la inhumanidad de Velázquez por haberse

recreado en la caracterización de esos personajes. A lo largo del siglo XX, sin embargo, se reelaboró una interpretación

humanista de los retratos, subrayando el sentimiento solidario del pintor ante el sufrimiento ajeno. Es cierto que la mirada
fija y digna, y la ausencia de elementos retóricos y anecdóticos propician este tipo de lecturas. Pero también hay que tener

en cuenta que estas obras fueron realizadas para decorar los palacios reales y no resulta fácil admitir una interpretación

alejada de las expectativas que sobre este tipo de personas pudiera tener un cortesano del siglo XVII. En cualquier caso, se

trata de imágenes que desde hace mucho tiempo han enfrentado a los espectadores con su propio concepto de la

dignidad humana, lo que las convierte en auténticos hitos de la historia de la pintura en lo que este arte tiene de vehículo

para la transmisión y el estímulo de una reflexión sobre el hombre.

Francisco Lezcano era natural de Vizcaya. Se tienen noticias sobre su actividad en la corte de Madrid desde 1634. Allí

estuvo al servicio del príncipe Baltasar Carlos, y entre 1645 y 1648, coincidiendo con la muerte de éste, se alejó de los

medios palaciegos. Murió en 1649. Su apodo el Niño de Vallecas  aparece por vez primera en 1794, y todo indica que no se

le conoció así en vida. Lezcano, además de por su enanismo era apreciado por su enfermedad mental, que ha sido

diagnosticada como cretinismo con oligofrenia.

Velázquez nos enfrenta directamente con la realidad física y psíquica de este personaje, colocándolo en un primerísimo

plano y haciendo que los principales focos de atracción pictórica y lumínica sean también las dos partes más expresivas de

su anatomía: su rostro de expresión ambigua y sus manos, que parecen manejar una baraja. De entre todos los retratos de

bufones de Velázquez, éste ha tenido una mayor fortuna literaria, propiciada por las posibilidades que ofrece su figura

desvalida. Los poetas León Felipe o Vicente Aleixandre, entre otros, reflexionaron sobre él.

El cuadro se cita por vez primera en el pabellón de caza de la Torre de la Parada, en las afueras de Madrid, en 1701. En

1714 fue trasladado al palacio del Pardo y a partir de 1772 está documentado en el Palacio Real de Madrid hasta 1819, en

que ingresó en el Museo del Prado.


|-

El retrato de Francisco Lezcano (El niño de Vallecas), a quien Velázquez pintó en 1643-45 con los rasgos de un retrasado mental
de quince años, es una de las piezas burlescas que decoraban la Torre de la Parada. El enano, vestido de verde, acaricia los
naipes que tiene en la mano. Su rostro hinchado causa una impresión casi monumental, pero en esos rasgos se despliega una
belleza indefinible.

Un personaje aparece sentado al abrigo de una roca, vistiendo tabardo y calzón verde y con unos naipes en las manos.
Tradicionalmente considerado como Francisco Lezcano, apodado “el Niño de Vallecas”, la identificación está basada en la
aparición de un bufón con tal nombre entre los documentos de palacio desde 1634 hasta su muerte en 1649.

Velázquez, con su habitual sensibilidad, nos presenta un personaje lleno de ternura, perfecto compañero y entretenimiento del
príncipe Baltasar Carlos, al que sirvió. Pero más allá de los valores plásticos se trata de un retrato donde el papel de los
elementos iconográficos, como las cartas, o la localización en un exterior, recordando los retratos de anacoretas, sugieren un
nuevo juego metafórico, al que Velázquez era tan aficionado, y que aún hoy no ha sido plenamente identificado.

Para los retratos de los enanos y bufones, Velázquez escogió preferentemente un rectángulo de poca altura, en el que las
figuras aparecen como en un mundo estrecho y limitado; Así sucede también en el de El bufón don Diego de Acedo, el Primo, de
hacia 1645, que se encontraba, asimismo, en la Torre de la Parada.

También podría gustarte