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Borges y el olvido

11 jun. 2016 - 9:00 p. m.Por: Héctor Abad Faciolince

Tuvo Borges, el gran cuentista, el ironista demoledor y el más original de los


ensayistas, una memoria prodigiosa. En un maravilloso relato filosófico, Borges
evoca y exagera este don, al contar la asombrosa historia de “Funes, el
memorioso” que, después de un accidente, queda tullido, pero empieza a
recordarlo todo. En él el atributo del recuerdo preciso se lleva a tal extremo que
se convierte en una incapacidad de pensar por categorías. Si Funes era capaz de
recordar cada perro y cada hoja de árbol como si fuera una cosa única, distinta, y
si podía darles nombre y de recordar cada uno de esos nombres, la idea general
de hoja o de perro le resultaba tan vaga e imprecisa como sería para una madre
llamar “vástago”, por igual, a cada uno de sus hijos, en lugar de llamarlos por sus
nombres propios. No a pesar, sino a causa de su prodigiosa memoria, Funes no
puede pensar, pues para Borges “pensar es olvidar diferencias, generalizar,
abstraer”.
Al mismo tiempo que juega con la idea de dotar de una memoria ilimitada a una
inteligencia humana (la de Isidoro Funes), a la mente prodigiosa de Borges le
gusta también jugar con la fantasía de esa misma memoria perfecta, pero en la
mente de Dios, o sea de un ser capaz de comprenderlo todo. En este caso, “solo
una cosa no hay, es el olvido”, pues en la mente divina todo está registrado, todo
existe, lo que ya pasó y lo que no ha ocurrido. Allí caben el oro y la escoria, el bien
y el mal, el heroísmo y la cobardía, la benevolencia y la infamia, Hitler y Jesús,
Calígula y Augusto, los teoremas correctos y los fallidos.
Pero la genialidad de Borges se alimenta también de dudas, perplejidades y
contradicciones. De ahí que acaricie también la idea contraria, es decir, la de que
todo fue y será nada: quizá el río de Heráclito “fluya desde el olvido hacia el
olvido”. Si existen Dios Todopoderoso y la eternidad, todo será recordado para
siempre: lo bueno y lo malo. Si no existen, en cambio, la vida y la conciencia no
son más que un breve espejismo, un paréntesis de ser entre dos nadas. Harto de
fama y sufrimiento, Borges acaba por preferir, por implorar, lo segundo. No la
inmortalidad ni la memoria (que es recuerdo de dichas y desdichas), sino la
muerte completa, en cuerpo y alma. Su última aspiración no es a la posteridad,
sino al descanso de lo inerte que nada piensa o siente.
En uno de sus últimos sonetos, devotamente recobrados por unos estudiantes
mendocinos hace 30 años, Borges, al final de su vida, “ya no quiere memoria sino
olvido”. Condenado a muerte por la enfermedad, opta por la desmemoria y el
anonimato como antídotos a las molestias y a la fama. Su consuelo es creer que
su nombre y su obra serán olvidados. Este testamento literario, entregado a
manos oscuras y anónimas, ha sobrevivido, sin embargo, del modo más extraño:
en el bolsillo de un hombre asesinado. Así incluso su última voluntad, ser
olvidado, se vuelve objeto, en mi caso, de más devoción, más amor por su obra y
más memoria. Borges no es el olvido que seremos. Y al paso que va, en este tercio
de siglo desde que murió, no lo será nunca, mientras haya neuronas que lean o
mentes que piensen en sus juegos mentales. Si cultura es, como él dijo, lo que
queda después de haberlo olvidado todo, la obra y el nombre de Borges formarán
para siempre parte de lo inolvidable, es decir, de la cultura

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