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—Nos servirá perfectamente.

Quizá sea mejor que aplace mi


análisis de las acetonas, porque mañana puede que necesitemos
estar en plena forma.
A las once de la mañana del día siguiente nos acercábamos ya a
la antigua capital inglesa. Holmes había permanecido todo el
viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en cuanto
pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso
a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un
cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se
desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy brillante, a pesar
de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la
energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes
colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de
las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
—¡Qué hermoso y lozano se ve todo! —exclamé con el
entusiasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de Baker
Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
—Ya sabe usted, Watson —dijo—, que una de las maldiciones
de una mente como la mía es que tengo que mirarlo todo desde
el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas
dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro,
y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas
que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen
en ellas.

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