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Alba en la ciudad

La mañana enjuaga el vacío del espacio con su melena de sangre; y como un amanecer ni un
atardecer nunca nacen sin rasgar el alma, a su vez pinta la mañana el vacío de los cuerpos,
dejando una estela de frescura en la garganta. Los árboles se desperezan. Ellos sueltan a
trocitos su sustancia para que las casas de fachada aburrida no lo sean tanto y dejen esa gris
jeta regañada que tanto entristece a la ciudad. Uno podría tener la impresión de que esta,
subido en la frente de un cerro, desde antaño estuviese regada de leche. Sucede que el sol es
un buen prestidigitador, maestro de la luz, mago de las apariencias. En este momento lo veo
asomarse tímidamente a mis espaldas. Por ahora, y sólo por ahora, la ciudad es una alegría en
el corazón. Todo el cielo sabe que si me acerco la vaina cambiaría. Grietas que agrietan la vista.
Huecos que tatúan cráteres en la memoria. Carramenta que arrolla la fragilidad del sonido
interno del hombre. Rincones sucios. Escombros. La muerte en cada esquina y una desdicha
que se pega a la testa como una migraña imborrable. De mañana desde aquí, mas es
consabido que la noche no es de espantarse a estas horas y reina en la cercana respiración de
la ciudad.

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