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Los dos reyes y los dos laberintos

C uentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas
de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó construir un laberinto tan perplejo y
sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían.
Esta obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de
los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer
burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido
hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron
queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido,
se lo daría a conocer algún día.
Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan ven-
turosa fortuna que derribó sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima
de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo: “¡Oh, Rey del tiempo y substancia
y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y
muros; ahora el Poderoso a tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas
que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso”.
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó a la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed.
La gloria sea con aquel que no muere.

Jorge Luis Borges, en el Aleph.

01

La bailarina y el deseo

U na historia de origen árabe nos presenta a una encantadora bailarina que sabía bailar la más
voluptuosa de las danzas, la de los cuatro encantos, a la que ningún hombre se resiste.
La cabeza hacia atrás, la boca entreabierta, los brazos extendidos, el cuerpo sabiamente desnudo,
había sentido, ante la mirada de príncipes, todos los escalofríos del amor.
Al final de la danza, empapada en sudor y respirando de forma entrecortada, se fue de la sala y se
desplomó en el jardín, cerca de un estanque donde flotaban rosas, y apoyó su frente caliente contra
el mármol.
Un joven que la había seguido, poseído por el deseo de su cuerpo, se acercó a ella en medio de
la noche, le hizo un comentario acerca de su perfecta danza y le preguntó en voz baja si le gustaba
la voluptuosidad.
—No sé —le contestó ella— lo que significa esta palabra.

Tomado de: El círculo de los mentirosos —Cuentos filosóficos del mundo entero— de Jean Claude Carrière

02
La oveja negra

E n un lejano país existió hace muchos años una Oveja negra.


Fue fusilada.
Un siglo después, el rebaño arrepentido le levantó una estatua ecuestre que quedó muy bien
en el parque.
Así, en lo sucesivo, cada vez que aparecían ovejas negras eran rápidamente pasadas por las
armas para que las futuras generaciones de ovejas comunes y corrientes pudieran ejercitarse tam-
bién en la escultura.

Augusto Monterroso en, La oveja negra y otras fabúlas.

03

Dinosaurio enamorado

H ace millones de años, en plena selva jurásica, un dinosaurio cachondo se acercó a su pareja y le
susurró al oído que estaba muriéndose de amor y de deseo.
—Ahora no se puede —dijo ella—, lo siento mucho, pero es que estoy en mi milenio.

Otto-Raúl González en, Lecturas vertiginosas, antología de cuentos mínimos.

04
La alfombra

E l niño había puesto una gran caja en medio de la habitación y desde hacía unas horas navegaba
así, bogando en el vacío, escrutando el horizonte perdido en el muro, con la alfombra simulando
el océano y la caja un enorme velero.
Como siempre, el padre llegó del trabajo a las seis.
Entró en el salón, tuvo tiempo de desaprobar la idea de su hijo, pisó en ese momento el borde de
la alfombra, dio un paso más y se hundió y murió ahogado.

Jacques Sternberg
Tomado de: El Semanario, suplemento cultural del periódico Novedades, número 54, 27 de abril de 1983.

05

El espejo chino
E l espejo es a menudo accesorio del sueño.
Un campesino chino se fue a la ciudad para vender su arroz. Su mujer le dijo:
—Por favor, tráeme un peine.
En la ciudad, vendió su arroz y bebió con unos compañeros. En el momento de regresar, se
acordó de su mujer. Ella le había pedido algo, pero ¿qué? No podía recordarlo. Compró un espejo en
una tienda para mujeres y regresó al pueblo.
Entregó el espejo a su mujer y salió de la habitación para volver a los campos. Su mujer se miró
en el espejo y se echó a llorar. Su madre, que la vio llorando, le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo diciéndole:
—Mi marido ha traído a otra mujer.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
—No tienes de qué preocuparte, es muy vieja.

Tomado de: El círculo de los mentirosos —Cuentos filosóficos del mundo entero— de Jean Claude Carrière

06
Doctor Frankenstein

H ace unas semanas le envié una carta a un tipo en la que le acusaba de comer niños. Todo me lo
inventé: la ciudad a la que iba dirigida, la calle, el número, el nombre del tipo..., todo excepto el
remitente. Hoy he recibido contestación. Tengo miedo de abrir el sobre. De haber creado un mons-
truo.

Jesús Bernabéu
Tomado de: Babelia, suplemento cultural del periódico El País, número 566, 29 de septiembre de 2002.

07

Una pasión en el desierto

E l extenuado y sediento viajero perdido en el desierto vio que la hermosa mujer del oasis venía
hacia él cargando un ánfora en la que el agua danzaba al ritmo de las caderas.
—¡Por Alá —gritó—, dime que esto no es un espejismo!
—No —respondió la mujer, sonriendo—. El espejismo eres tú.
Y
en un parpadeo de la mujer
el hombre desapareció.

José de la Colina en, Minificción mexicana. UNAM.

08
La sospecha

U n hombre perdió su hacha; y sospechó del hijo de su vecino. Observó la manera de caminar
del muchacho —exactamente como un ladrón—. Observó la expresión del joven —idéntica a
la de un ladrón—. Observó su forma de hablar —igual a la de un ladrón—. En fin, todos sus gestos y
acciones lo denunciaban culpable de hurto.
Más tarde el hombre encontró su hacha en un valle, y cuando volvió a ver al hijo de su vecino
todos los gestos y acciones del muchacho le parecieron muy diferentes a los de un ladrón.

Lie Yukou
Tomado de: La largueza del cuento corto chino, Verdealago

09

Los zorros
W ang iba por el bosque, camino a su casa, cuando vio dos zorros que parados en sus patas traseras, reían
y se pasaban un papel entre las manos. Sobresaltado, Wang preparó su arco y disparó una flecha que
hizo blanco en el ojo del zorro que tenía el papel. Los zorros huyeron dejando el papel abandonado, y Wang lo
reconoció.
Más tarde, en una posada, Wang relató su aventura a los huéspedes. Un hombre que había escuchado con
mucha atención, herido de un ojo, pidió a Wang que mostrara el papel en referencia; pero alguien se fijó que
tenía cola y gritó: “¡Un zorro!” Aquel hombre se transformó en zorro y huyo despavorido.
Wang continuó su viaje. En el camino encontró a su familia. Le dijeron que habían recibido su carta donde
él ordenaba que vendieran todos los bienes familiares. Wang examinó dicha carta y no era más que un papel
en blanco. Decidieron regresar a su pueblo para trabajar y rehacer fortuna.
El hermano menor de Wang, a quien todos habían dado por muerto, volvió un día a casa, y al enterarse
de la desgracia familiar exclamó: “¡El origen de este gran mal está en los zorros!”. Entonces Wang decidió
mostrarle el papel. El hermano lo tomó presuroso y, al tiempo que gritaba: “¡He logrado recobrarlo!”, se
convirtió en zorro y desapareció.

Niu Shiao
(Siglo IX)
Tomado de: La largueza del cuento corto chino, Verdealago
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