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NATURALEZA DE LA VIOLENCIA MASCULINA HACIA LA MUJER

Andrés Montero Gómez

1.

Si usted que está leyendo ahora es mujer, debe de conocer que la Declaración
Universal de los Derechos Humanos le reconoce una serie de cualidades, de
derechos, de posesiones inalienables inherentes a su naturaleza humana de ser.
Algunos de esos derechos se pueden suspender más o menos transitoriamente,
bajo el paraguas imparcial de las garantías legales de las democracias, si usted
infringe la ley, que así mismo se entiende redactada para ampararla y
protegerla también a usted. Aún así, las democracias también difieren en su
valoración de qué derechos pueden revocarse temporalmente en nombre de la
ley y qué otros son totalmente intocables, incluso bajo el dictado de un juez. De
ese modo, por ejemplo, a usted podría privársele legalmente de la vida en
Texas, si hubiera cometido un delito sancionable con esa pena, pero en extraña
paradoja no podrían torturarla. Por otro lado, hasta hace muy poco podía ser
torturada legalmente en Israel, aunque proporcionadamente decía el Supremo
de allá, si fuera una supuesta terrorista y escondiera información vital cuya
posesión por la seguridad hebrea fuera estimada vital para prevenir o evitar
muertes. En España, en cambio, nadie puede o debería poder matarla o
torturarla impunemente según el Estado de Derecho.

Si usted es un lector masculino, un hombre, sabe que no deben de importar su


sexo, ni su condición personal o social, ni su religión para ser titular de los
derechos humanos. Es decir, que hombres y mujeres son seres humanos,
aunque humano acabe en ‘o’, puesto que en inglés, por poner, es un concepto
sin género gramatical (human being). Tienen ambos consciencia, hombre y
mujer, de que no necesitan un pasaporte, carnet alguno, para conservar
inmutable su condición de ser humano y que nadie, ningún poder o institución,
tiene facultad para substraérsela arbitrariamente sin mediar causa legal
suficiente. Quien lo hiciera le está despojando de su naturaleza humana,
violando su ser. Aparentemente, su condición de humano es perceptible, se le
ve en la cara, y eso basta.

Cada año decenas de mujeres en España son asesinadas por hombres que son o
han sido sus parejas, de noviazgo, de hecho o matrimoniales o se han
Naturaleza de la violencia masculina hacia la mujer

relacionado o pretendido relacionarse sentimentalmente con ellas de alguna


manera. Otros millones de ellas que conozcamos, y un porcentaje oculto que no
vemos, son torturadas durante años por esos hombres algunos de los cuales,
con posterioridad y probablemente en el transcurso de una separación,
acabarán por asesinarlas.

Si usted es hombre o mujer reconocerá que son 30 artículos los que contiene la
Declaración Universal de los Derechos Humanos. Bien, pues sepa que la mitad
de ellos son violados directa y sistemáticamente por un agresor que tortura,
física y/o psicológicamente, a una mujer. La mitad, que se dice pronto. Se las
priva de la libertad, de la seguridad y, a veces, de la vida; se las somete a
servidumbre y tratos degradantes; se las desoye, se las priva de intimidad y de
intereses; se las persigue, se las coacciona y se las obliga sexualmente; se las
despoja de pensar y decidir. Los seres humanos siempre han sido esquilmados
por otros seres humanos, esto no es nuevo en la historia. Sin embargo, en
nuestras butacas democráticas siempre hemos atribuido la barbarie a escenarios
de ausencia de derechos y libertades o a épocas donde caudillos iluminados
masacraban en masa a gentes por su ideología o su religión o su etnia. Del
terrorismo de ETA no tenemos duda que ha hecho y hará por asesinar, y así lo
perseguimos. De Hitler el mundo no albergó esperanza de redención, y así
aunó sus voluntades para extirpar su cáncer del corazón de Europa. En cambio,
parece que nos es difícil de asumir que en los propios dominios democráticos se
está representando diaria e indecentemente la tortura contra una parte abultada
de la población.

Haciendo una estimación, alrededor del 12 por ciento de las mujeres españolas
están siendo vejadas ahora. Traducido, quiere decir que el 6 por ciento de la
población española está siendo privada de alrededor de la mitad de sus
derechos humanos elementales. Y soy consciente que en nuestras confortables
sociedades democráticas se vulneran muchos derechos, de inmigrantes, de
minorías, incluso garantías constitucionales como el derecho a un hogar o un
trabajo son más una parábola que una realidad. Ahora, discúlpenme, estamos
hablando de mujeres asesinadas y torturadas por hombres.

Si usted, hombre o mujer, camina por la calle de su ciudad un buen día y de


repente es agredido o golpeada con puñetazos y patadas por un desconocido,
su primera reacción, aparte el estupor, será buscar una protección a su

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Naturaleza de la violencia masculina hacia la mujer

alrededor. Es muy humano que la persona agredida se emplace hacia su


entorno reclamando ayuda. Desde luego, inmediatamente pensará en la
protección de la policía, de la ley. Eso cuando es una persona que no
conocemos, con la que no tenemos relación alguna. Ocurre que muchas mujeres
son maltratadas en sus hogares no sólo por un conocido, sino por alguien en
quien había depositado su confianza, sus esperanzas, su bienestar. No nos
equivoquemos. El agresor no tortura en el silencio del hogar porque allí su
violencia sea más íntima, sino porque los límites de la pareja son el vallado en el
interior del cual el agresor ha construido mentalmente su parcela de
dominación, de control, donde ha fabulado una perversa realidad de señorío
feudal esclavizando a un ser humano. Aislamiento, esclavitud, tortura y
asesinato. La realidad democrática de muchas mujeres.

2.

Desde hace algunos años, la violencia machista contra la mujer se ha situado


como destacado problema social en España. La toma de conciencia ciudadana
acerca de la presencia de esa violencia en la ciudadanía así como su
visibilización han sido posibles merced, principalmente, a la acción de
organizaciones de mujeres, adheridas o no al movimiento feminista.

Estos grupos de mujeres, estructurados para articular inicialmente una red de


asistencia social integral a la mujer maltratada, han impulsado toda una serie de
medidas destinadas a romper el techo de silencio, también de encubrimiento,
que hasta hace poco rodeaba a la violencia contra la mujer.

Dos millones y medio de mujeres son maltratadas en España según el Instituto


de la Mujer. Alrededor de setenta mujeres son asesinadas cada año y cerca de
sesenta mil presentan denuncia contra hombres que contra ellas ejercen
violencia. La violencia contra la mujer representa una grave amenaza social
porque más de un diez por ciento de la mitad de la población está siendo objeto
de violencia sostenida. Violencia sistemática e integral.

La violencia hacia la mujer es una violencia masculina, ejercida por hombres


para dominar a mujeres. No existe otra utilidad de la violencia, no la busquen.

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Quien la ejerce, persigue imponer, imponerse él anulando al otro, a la otra. La


violencia, cualquier violencia, es la imposición totalitaria de la desigualdad por
anulación y sometimiento. Aunque en distintos planos, el terrorista de ETA que
asesina en Euskadi busca imponerse totalitariamente sobre nosotros a partir de
nuestra identificación con la víctima; el muchacho que un colegio acosa a otro
alumno o alumna pretende restarle del contexto social interpersonal,
disminuirle en voluntad, en presencia y en influencia; el atracador que utiliza
una navaja para robarle el dinero a un transeúnte quiere congelarle
transitoriamente, despojarle de respuesta y de reacción, anularle su
contribución a la escena; el hombre que ultraja a una mujer busca introducir y
mantener con violencia un esquema de desigualdad interpersonal en donde sea
él quien decida, quien imponga, quien piense, quien maneje, y ella quien
obedezca, se someta, desactive su personalidad y su identidad para que,
únicamente, la identidad del agresor se expanda y sature toda la escena
interpersonal.

Todas las violencias son un instrumento de anulación o cancelación del otro.


También tiene la violencia el componente totalitario del sometimiento. Sin
embargo, en pocas violencias como la masculina hacia la mujer despunta otro
elemento, un ingrediente que la distingue del resto de violencias. La posesión
de la mujer es lo que distingue a la violencia machista de otras agresiones
sistemáticas.

El terrorista busca sumisión, igual que el atracador sometimiento. Algunos


casos de violencia escolar entre jóvenes y adolescentes reflejan un componente
incipiente de posesión. En perspectiva, no obstante, es la violencia machista
hacia la mujer en donde se observa con más claridad la vertiente de acción
posesiva que el hombre agresor busca y despliega para la víctima sobre quien
descarga, paulatina y controladamente, su violencia.

Al contrario de la imposición o de la cadena totalitaria que es inherente a


cualquier violencia, la posesión no deberíamos considerarla adherida
indisolublemente a las agresiones. Es anterior, es previa. En la mayoría de los
agresores de mujeres, la violencia es un instrumento, una herramienta para el
cumplimiento de un deseo, de una intención, de un objetivo finalista, de un
propósito a medio y largo plazo. Ese propósito es lo que distingue a unas

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violencias de otras, además de las tácticas que cada agresor emplea para
traducir operativamente su violencia. Un terrorista disparará un tiro en la nuca
o pondrá una bomba o se inmolará, mientras un agresor de mujeres recurrirá a
las palizas físicas o a violencia psicológica intensiva o a una combinación de
ambas. Tras estas técnicas de empleo de la violencia, reside el contenido mental
que las sustancia, la idea o el propósito que las genera y que las mantiene.
Dilucidar ese propósito es esencial, por ejemplo, a efectos preventivos.

El propósito de la violencia masculina hacia la mujer es anularla y poseerla. El


agresor tipo, el sistemático, quien ejerce violencia sostenida y a largo plazo,
pega o maltrata a una mujer para hacer de ella una propiedad. La considera
suya y utiliza la violencia para mantenerla suya, despojada de libertad y
sometida.

Quienes consideran que la violencia hacia la mujer no tiene relación con el


género de la agresor o el sexo de la víctima están pasando por alto
determinadas vertientes centrales al problema. Por un momento y a efectos
reflexivos vamos a pensar que las estadísticas, que reflejan poderosamente el
retrato de que en la violencia de género los agresores son hombres y las
víctimas son mujeres, están mal elaboradas, son sesgadas e incompletan y no
traducen la realidad de la violencia. De acuerdo. Ahora vamos a plantearnos si
existe desigualdad entre hombres y mujeres. Dediquemos un segundo a
analizar si el mundo, tal como lo conocemos, no ha sido moldeado por varones,
definido por varones y reglado por varones. Recordemos el parecido que tenía
la lucha de las sufragistas con la lucha por el fin de la esclavitud. Traigamos a
colación que hemos avanzado mucho en igualdad pero que, todavía, gran parte
de la población femenina está en situación desigual, que a veces la consecución
de derechos de iure no se corresponde con la realidad de la disparidad en el
ejercicio de la representatividad y derechos sociales y culturales entre hombres
y mujeres. Hagamos un ejercicio de observación y establezcamos si hemos
alcanzado la igualdad entre hombres y mujeres. ¿La respuesta es que sí o que
no?

Si la respuesta es que sí, que somos iguales de hecho y derecho, la violencia


hacia la mujer no es función de la desigualdad. El hombre no agrede a la mujer
para dominarla y poseerla por el hecho de serlo, sino en función de otras

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variables. Por el contrario, si la respuesta es que no, si reconocemos que la


desigualdad entre varones y mujeres todavía es una característica estructural de
nuestras sociedades, nos costará menos aceptar que la violencia tiene alguna
relación con ella.

La violencia es la expresión extrema de la desigualdad. La sociedad es


andocéntrica, menos que ayer y más que mañana, pero desigual. La violencia
hacia la mujer se ejerce por hombres. Los hombres son los garantes del
androcentrismo. Las mujeres su cuestionamiento. La violencia es la herramienta
para la posesión. La posesión domina y anula. El andocentrismo permanece.

Disponemos de cálculos que nos informan de que las mujeres maltratadas están
expuestas a una media de entre cinco y siete años de violencia por parte de un
hombre. Durante todo ese tiempo el objetivo estratégico del agresor es dominar
y someter a la mujer, anularla en la ecuación interpersonal. La violencia es la
traumática herramienta instrumental que busca romper a la mujer para alcanzar
ese propósito estratégico e integral. Romper a la mujer estructuralmente,
fracturar su identidad y su personalidad. El repertorio de tácticas de los
agresores es tan variado como execrable. Violencia psicológica, siempre.
Aislamiento progresivo, erosión paulatina de la red de apoyos social de la
mujer, limitación de conductas, de movimientos. Devaluación y
desvalorización, agresiones verbales, negación de las emociones. Después y
durante, agresiones sexuales, agresiones físicas de todo tipo. Coacciones,
manipulación de los hijos. Un 12% de las mujeres agredidas en España en
espacios de familia lo son por un hijo adolescente además de por un hombre
adulto. Es uno de los efectos colaterales de la violencia, la transmisión
intergeneracional del maltrato.

3.

Los juzgados especializados en violencia hacia la mujer han sido constituidos.


Desde diversas opiniones se ha cuestionado no sólo su creación, sino hasta su
propia filosofía. Consideran esas opiniones que no puede juzgarse a un agresor
en función de su sexo. De ese modo desconocen, ignoran, simplemente
desatienden o sesgan su argumentación respecto a la circunstancia de que la

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violencia hacia la mujer es violencia masculina y los agresores de mujeres son


hombres.

Las modificaciones introducidas en el Código Penal, como respuesta a una


política de especificidad en las medidas de erradicación de la violencia hacia la
mujer, no tratan diferencialmente las agresiones, no las desiguala en plano
jurídico a otras, simplemente califica un tipo específico de violencia que
constituye un problema social. Los tipos penales se han agravado y los juzgados
especiales se han articulado sobre lo que, en un porcentaje tremendo de los
casos, representa una violación diaria y sistemática de los derechos humanos de
miles de mujeres españolas. Esa violación se lleva a cabo por hombres.

El argumento que se esgrime por parte de quienes se contrarían ante la creación


de juzgados especializados o la promulgación de legislación específica, que no
especializada, es idéntico a esos que han fabricado quienes arguyen que existe
violencia masculina hacia la mujer porque también existe la que opera en
sentido inverso. El argumento, en sí mismo, es una falacia interesada. La
violencia femenina hacia el hombre no existe. No existe como problema social.
Lo que se registran son casos individuales de mujeres que agreden a hombres.
Por supuesto, punibles como agresiones en su tipología específica de violencia
interpersonal. Desde luego, nada que refleje un problema social de dimensiones
cuantificables, aunque sea tentativamente, un problema que nos retrate
culturalmente como deficitarios en algo que está en la raíz de toda la imposición
totalitaria que involucra a la violencia, esto es, la igualdad. La violencia es la
imposición totalitaria de la desigualdad.

Existen dos tipos de femicidas. Los hay que asesinan a las mujeres en vida,
descuartizan su identidad, descomponen golpe a golpe su fisonomía y dejan
marca indeleble en su memoria. Después las dejan vivir, pero ya han matado
algo de ellas. El otro tipo es el femicida que las asesina hasta la muerte. Como
aquellos primeros, los femicidas masculinos que asesinan hasta la muerte
mantienen a la mujer matándola lentamente bajo tortura. La han aislado, la han
humillado, la han sometido, la han asfixiado tratando de privarlas de
humanidad. Después las asesinan hasta la muerte. Habitualmente aguardan a
que ellas se hayan alejado. El ochenta y cinco por ciento de los asesinatos de
mujeres por esposos, parejas o exparejas heterosexuales tiene lugar en procesos
de separación o divorcio. Otras veces, las asesinan en un espacio de

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indefensión, en la cárcel de tortura que habían construido para ellas,


probablemente, desde la relación de noviazgo.

La violencia masculina hacia la mujer está presente en todos los estratos


socioeconómicos, en todos los tramos de edad, es independiente del nivel de
renta o de estudios, del trabajo del agresor o de su víctima. Hace unos años, una
investigación de la Universidad Autónoma de Madrid reveló que alrededor de
un treinta por ciento de estudiantes universitarios, masculinos, ejercían algún
tipo de violencia hacia mujeres universitarias, en su mismo rango de edad, con
las que mantenían relaciones. Al menos un diecisiete por ciento de los jóvenes
agresores masculinos consideraban que cierto tipo de violencia era admisible,
en determinadas circunstancias, hacia sus novias. Esos hombres jóvenes
entendían que agredir a una mujer estaba justificado. Un siete por ciento de las
mujeres en la muestra estudiada había experimentado una violación
consumada o en grado de tentativa.

Cuando encontramos violencia masculina hacia la mujer en jóvenes


universitarios inmediatamente nuestras hipótesis apuntan a que existe un factor
cultural alimentando esa violencia. El diecisiete por ciento de esos estudiantes
justificaban su violencia pero, además, un seis por ciento de las mujeres
también entendían que algún tipo de violencia que recibían por parte de sus
agresores tenían alguna razón. La comprendían bajo determinadas
circunstancias. Existen pautas culturales, ligadas a la educación de género, que
se encuentran en la raíz de la violencia masculina.

Los agresores de mujeres no son enfermos. Cuando un asesino repunta,


enseguida los expertos lo catalogan como un drogadicto o un psicópata. Con
independencia del diagnóstico que en algún momento pueda establecerse para
una persona en concreto, los agresores de mujeres no son enfermos. Estudios en
muestras de agresores incursos en procesos judiciales demuestran que el
noventa y cinco por ciento de los agresores de mujeres no sufren padecimiento
o psicopatología que condicione su responsabilidad criminal por su violencia.
En este sentido, cuando se realizan intervenciones terapéuticas, reeducativas o
resocializadoras no se llevan a cabo para curar ninguna enfermedad, sino para
modificar el modelo mental y la conducta que sustentan la violencia en estos
agresores.

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El alcohol o la cocaína no son causa de la violencia masculina hacia la mujer y a


veces se utiliza por los agresores para facilitar el ejercicio de la violencia. A
pesar de que nuestra legislación procesal considera una circunstancia
modificativa de la responsabilidad criminal la ejecución de un acto criminal
bajo los efectos del alcohol o las drogas, muchos agresores utilizan el alcohol o
sustancias psicoactivas como facilitadores de la violencia. Aquí, la propia ley
contempla que la atenuante desaparece, puesto que se ha utilizado la droga
como senda instrumental para cometer el delito. La mecánica se denomina
‘impulsividad planificada’. De esta suerte, el agresor se va situando en el
escenario en el cual sabe que va a “perder el control” de su conducta y va a
descargar una paliza sobre la mujer. Esa pérdida de control es construida, es
premeditada, y se facilita la mayoría de las veces ingiriendo alcohol, que es un
desinhibidor conductual, o cocaína como energizador de la conducta.

Una agresión masculina contra una mujer nunca es un hecho aislado. La


violencia contra la mujer se ejerce en un marco estratégico en donde el agresor
utiliza el maltrato, psicológico en combinación o no con golpes y palizas, para
anular y dominar a otro ser humano. El fin último es la posesión por
sometimiento. Cuando se dan noticias de agresiones o asesinatos, existe
siempre una historia de violencia que los precede y en los que se enmarcan.

A tenor de todos estos elementos que tanto la investigación como la realidad


fenomenológica que se observa en servicios sociales asistenciales, clínicos,
policiales y sedes judiciales sobre la violencia masculina hacia la mujer, resta
poco espacio para la argumentación sobre la necesidad de articular medidas
específicas que la erradiquen. Dentro de estas medidas tienen cada vez más
predicamento las intervenciones sobre la conducta violenta de los hombres
agresores. Estas intervenciones se plantean para agresores que acuden
voluntariamente en busca de ayuda por el reconocimiento de un problema en
su contexto vital, las menos de las veces, y sobre todo a menudo constituyen un
recurso ligado al cumplimiento de una pena por violencia que ha alcanzado,
tras una decisión jurisdiccional, el umbral delictivo.

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Un asunto muy pendiente todavía, que debería haber abordar claramente pero
no ha hecho la ley integral 1/2004, es el relativo a la reinserción de los agresores
sistemáticos de mujeres. Digo reinserción y no rehabilitación o curación. No son
enfermos, sino transgresores de la convivencia y del ordenamiento jurídico,
delincuentes condenados los menos y presuntos los más. La observación
científica rigurosa lo confirma suficientemente. El noventa y cinco por ciento de
los agresores de mujeres no sufren padecimiento o psicopatología que
condicione su responsabilidad criminal por su violencia. De ahí que ciertos y
pretendidos programas de reeducación, alguna vez propuestos y basados en
conferencias temáticas, sean una broma macabra. Una pincelada más de amarga
sorna a añadir a la violencia. Puedo garantizarles que algunos de los agresores
que acuden a esos programas escolares realmente aprenden, pero a continuar
maltratando con mas índices de eficiencia.

En primera instancia, la relación entre desorden psicológico y conducta


agresiva no es ni tan lineal ni tan evidente como pudieran pretender algunos
planteamientos. En consonancia con los datos derivados de los casos analizados
en el ámbito forense (aquellos agresores que son evaluados por psicólogas/os o
psiquiatras en el curso de procesos civiles o penales) son más del 95 por ciento
los agresores de mujeres no diagnosticados de enfermedad mental, entendida
ésta sensu stricto, aunque sí se observen ciertas disfunciones psicológicas.

Es evidente que descartando que el maltratador sistemático sea un enfermo, en


términos generales, no estamos excluyendo que exista algo en su estructura de
personalidad o en sus patrones de comportamiento que desvíe su conducta de
aquello que se considera comportamiento normal pues, caso contrario, no
tendría sentido un eventual tratamiento. Esa desviación atribuible a los
agresores de mujeres suele abarcar, grosso modo, tres áreas de déficit que, a su
vez, constituyen las principales dimensiones de la psicoterapia aplicable, a
saber: pobre control de impulsos, desajustes emocionales e insuficiencia de
habilidades sociales y de solución de problemas. La tríada se complementa
mórbidamente con problemas de abuso de alcohol en la mitad de los agresores,
y un determinado sistema de creencias y actitudes hostiles disfuncionales hacia
la mujer en la práctica totalidad. El conjunto deficitario así descrito, complejo en
su conformación y expresión, no priva al agresor de su contacto con la realidad

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ni, por tanto, de su responsabilidad. Sin embargo, es el sistema de creencias a


través del cual el agresor filtra la interpretación de su conducta el que va a
determinar, significativamente, las probabilidades terapéuticas de modificar su
conducta.

El mecanismo de interpretación que se activa en el agresor sistemático para


comprender su propia conducta -engranado con esquemas mentales de
negación, minimización, racionalización o amnesia selectiva respecto a la
violencia que ejerce- funciona para proteger la dimensión machista de su
identidad, justificar su conducta y, sobre todo, construyendo una realidad
paralela que lo exima de todo sentimiento de culpa, trasladando ésta ya sea a la
víctima ya a circunstancias vitales o a otras personas. El resultado es un agresor
que se considera inocente del trato degradante e inhumano que inflige a la
mujer.

En paralelo, fuera de las agresiones que constituyen una infracción penal (delito
o falta), un porcentaje no especificado de hombres ejercen algún tipo de
violencia contra mujeres con las que mantienen relaciones personales. Esta
violencia, que suele distinguirse mayormente por un repertorio variable de
amenazas y agresiones psicológicas, verbales y emocionales, y ocasionalmente
por conatos de ataques físicos, no llega a caracterizarse jurídicamente como
punible. Sin embargo, ocasiona un deterioro importante en el bienestar de la
mujer. Así mismo, estas violencias son las menos detectadas, porque
habitualmente la víctima no traba contacto con los servicios asistenciales,
públicos o privados. Sobre la conducta de estos agresores también pueden
aplicarse soluciones terapéuticas a fin de modificarla y dirigirla hacia
comportamientos menos disfuncionales y desajustados. El dilema, no obstante,
reside en que, debido a que estos agresores no estarían institucionalizados, su
demanda terapéutica debe partir del previo reconocimiento de un problema a
corregir y de la voluntariedad de contrato terapéutico. La realidad de los casos
de agresores observados contradice este horizonte de alianza terapéutica,
puesto que la máxima porción de hombres violentos no reconoce que maltratar
a una mujer sea un problema sino, incluso, una solución justa que “ellos han
encontrado” para “re-educar” a una mujer que “se les va de las manos”.

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Por supuesto, la reinserción de agresores debe existir. La Constitución de 1978


garantiza que el sistema de justicia penal tenga vocación de reinserción para los
autores de desviaciones normativas que agreden a otro ser humano. Nuestro
sistema penal no es retributivo. Precisamente por su horizonte de reinserción, es
el mejor escenario para la reincorporación de los maltratadotes a la sociedad. La
justicia penal. Dispone de medios de verificación, antes del juicio, para
determinar si un maltratador padece alguna psicopatología que condicione su
responsabilidad criminal. Psiquiatras y psicólogos forenses se encargan de
asesorar a los jueces en ello. Noventa y cinco de cada cien criminales agresores
de mujeres están en condiciones de ser declarados totalmente culpables de sus
delitos. Después, en los supuestos de reclusión, un programa planificado de
reinserción con cargo al presupuesto penitenciario. Programas de reinserción
con componentes de psicoterapia y la adecuada orientación de género
determinados a deconstruir, a desaprender, los esquemas mentales que han
venido sosteniendo, en ese individuo, la dedicación a la violencia y a la
dominación de la mujer. Ése es el camino.

Sin embargo, en el espectro jurídico de la violencia hacia la mujer, determinadas


articulaciones de la pena imputable por la comisión de delitos pueden no
incorporar la especificidad reinsertiva más adecuada para lograr la extinción de
la conducta transgresora o, incluso, la reducción de la probabilidad de
reincidencia. Tal puede ser el supuesto en la aplicación de la suspensión de
penas privativas de libertad en virtud del R. D. 515/2005.

La legislación que canaliza al código penal en la ejecución de penas en beneficio


de la comunidad, en la administración de medidas de seguridad y de
suspensión de la privación de libertad no tiene, está desprovista de la
especificidad que demandan los delitos contra la mujer. Siendo como son
procedimientos penales destinados a favorecer la reinserción, son
completamente ciegos al componente que determina, causalmente, la conducta
que ha originado la trasgresión objeto de corrección legal. En un crimen
sustanciado por un modelo ideológico determinado, como la violencia hacia la
mujer que está impulsada y mantenida, en la mayoría de los casos individuales
de agresores, por creencias de dominación machista, únicamente aquellas
medidas con potencial de desactivación de ese modelo y su conducta adherente
tendrían éxito en la reinserción, entendida como propósito finalista de la pena.

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Así pues, tanto los trabajos en beneficio de la comunidad como la suspensión de


la privación de libertad en agresores de mujeres con sentencia firme deben tener
la especificidad de desactivación de la conducta trasgresora si pretenden un
horizonte rehabilitador. Es de sentido común pensar que, para que un agresor
de mujeres se reconozca a sí mismo que su comportamiento, además de ilegal,
es impropio de la convivencia social, las medidas penales tienen que asegurar,
de algún modo, que existe especificidad entre aquello que se le propone como
ejercicio re-educador y la conducta que supuestamente tiene que re-educar. A
nadie puede escapar que el mantenimiento de jardines públicos, por poner
únicamente un trabajo en beneficio de la comunidad, tiene para un agresor de
mujeres, convencido de que su violencia es necesaria para continuar
dominando a la mujer, un efecto rehabilitador tendente a cero.

Por tanto, en cualquiera de los supuestos, el intento resocializador del sistema


penal en lo que a agresores de mujeres se refiere, no debería obviar la necesidad
de especificidad de los instrumentos que aplica. Terapias o trabajos
comunitarios deberían partir, todos, de una evaluación previa e individualizada
de cada agresor, en el marco de un estudio de viabilidad de la medida.
Después, estructurar programas rehabilitadores con perspectiva de género y un
componente de intervención destinado, cognitiva y no sólo educacionalmente, a
desactivar y anular el modelo mental machista que sustenta la violencia
masculina. En paralelo, ingredientes terapéuticos determinados a modificar la
conducta y las emociones asociadas al modelo mental de dominación, que es el
componente central de la violencia masculina. Reinserción desarrollada por
profesionales cualificadas/os en modificación de mente y conducta, igualmente
con especialización en socialización de género, que garanticen que las medidas
alternativas a la prisión no son un mero sendero nominal desprovisto de
eficacia real.

Andrés Montero Gómez es presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia

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