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Derek Walcott

La isla de Crusoe y otros textos

 (Traducción al español de José Luis Rivas)

Nostalgia de la mar

Algo remoto brama en los oídos de esta casa;


cuelga apacible las cortinas, paraliza los espejos
hasta que los reflejos pierden su sustancia.

Algo como el rechino de un molino de viento suena


hasta parar en seco;
una ensordecedora ausencia, un vendaval.

Algo cerca este valle, agobia esta montaña,


aparta el signo, empuja este lápiz
por una espesa nada, ahora,

fleta las alacenas de silencio, dobla la ropa avinagrada


como los trajes del muerto, dejados exactamente
tal como procedió el difunto al lado de la amada,

incrédulos, esperando que alguien los lleve puestos.

La trompeta gloriosa

El rostro del viejo Eddie, arrugado de luces de río,


hacía pensar en el de alguien del Mississippi. Sus ojos,
burlones a la vez que protectores,
se clavaron en mí de un giro. Habían visto
demasiadas parrandas, demasiadas noches de burdel.
Sus dedos, huesudos y ociosos sobre las llaves
de su trompeta acunada en la rodilla, podían acometer
Georgia on My Mind o Jesus Saves
con idéntico arrebato de indiferencia,
si aquel frenesí lo desencadenaba la desesperación.

Entonces, mientras los ojos se estampaban en la carne lívida,


y Eddie, como un diácono que reza,
se erguía inclinando la brillante trompeta, vi venir un relámpago
de gaviotas y palomas desde las dunas de carbón
cerca de la barraca de mi abuela, allá sobre los muelles,
vi los rostros cetrinos de esos hombres
que gemían como si hablaran en sus tumbas
del Negro en América. Era aquel tiempo en que las historietas
dominicales, regadas por el suelo de su casa,
enviadas desde los States, tenían un olor inconfundible;
el seco olor de la moneda mezclado al sudor del hombre.

Pero, si los rasgos de Eddie cifraban nuestro destino,


yo no sabía entonces, bien protegido por la infancia,
que un jesus-ragtime o un gut-bucket blues,
dirigidos a las gachas cabezas de hombres flacos y sumisos
de vuelta de los States en su fúnebre sarga, negros sombreros
de fieltro descolorido y corbatas de flácidos camareros,
lentos acentos melosos y ojos color manteca,
eran el cuerno de carnero de Josué, que, de paciente pesadumbre,
o de amargo asedio, se lamentaba por los judíos.

Ahora, sucedía que, mientras daba la espalda


a nuestro joven grupo que festivo se emborrachaba,
Eddie tocaba a ciegas, con un pie en alto, de cara al mar,
su corno dirigido hacia esas ciudades del Golfo,
Mobile y Galveston, y dulcemente repartía
la cornucopia de ellas con su propio cáliz amargo,
con solitaria dignidad, culpándome
de todos esos a quienes la raza y el exilio han vencido,
de mi propio tío en América,
porque, viviendo allí, yo nunca podría levantar la mirada.

Un mapa de Europa

Como la idea de Leonardo


de que paisajes desembocan en una gota de lluvia
o dragones se ovillan en las manchas,
mi pared con sus venas forma en el aire claro
un mapa de Europa al desconcharse.

Sobre el dibujado antepecho de la ventana


destella el áureo borde de un bote de cerveza
como la tarde en un lago de Canaletto,
o como esa ermita en la roca
donde un Jerónimo demacrado, en su celda de luz,
ruega para que Su Reino llegue
a la ciudad lejana.
La luz crea su propia calma. En su anillo
todo es. Una quebrada taza de café,
una hogaza partida, un ánfora abollada,
llegan a ser ellos mismos, como en Chardin,
o en el brillo color cerveza de Vermeer,
y no objetos que nos muevan a compasión.

En esto no hay lacrimae rerum,


ni arte. Solo el don de ver las cosas
como son, demediadas por una oscuridad
de la que no pueden librarse.

La isla de Crusoe

La esquila de la capilla,
como el yunque de Dios, martillea el océano
hasta forjar un deslumbrante escudo;
incendiadas, las uvas de la playa ceden poco a poco
sus láminas de bronce al calor metálico.

Rojos techos de láminas de hierro


rugen al sol.
Sobre el horno de barro abierto,
el aire, con costillas de alambre,
se tuerce como una visión infantil
del infierno, aunque está más cerca, más cerca.

Abajo, la escocesa lona a cuadros


para el almuerzo campestre se despliega
ante un cielo azul, perfecto,
mansión de nuestra hedónica filosofía.
El corazón de Bethel y Canaán
se queda abierto como un salmo.
Me afano en el arte que cultivo.
Mi padre, Dios, ha muerto.

Ya pasados los treinta, ahora sé


que amar al yo es el terror
a ser tragado por el azul del cielo
que está sobre nuestras cabezas,
o por ese azul, más encrespado, que está debajo.
Alguna lesión en el cerebro,
debida al alcohol o al arte,
hace que cada día relampaguee ese miedo;
tan desconcertante como para el náufrago
el crecimiento de su sombra.

Sobre este peñasco el barbudo ermitaño


edificó su Edén:
cabras, cosecha de cereales, fortaleza, parasol, huerto,
Biblia para el domingo, todas las alegrías
menos aquella
que le haría aullar por una voz humana.
Desterrada por un sol ardiente,
la nuez podrida, rodada por el oleaje,
tomó el lugar de su propio cerebro, consumido por la culpa
de un paraíso que no incluía a los de su raza;
y, roído por esa calma edénica,
la sombra vertebral de una palmera
carpinteó en su cabeza quilla y borda.

Segundo Adán desde el día de la caída,


su corrupción en germen
guardaba la simiente
de esa congénita herejía por la que los hombres,
de acuerdo con su credo, se desmoronaron.
Artesano y náufrago,
el paraíso entero en su cabeza,
veía rezar a su sombra,
no por amor a Dios, sino por amor a los hombres.

II

Aquí hemos venido para curarnos


del silencio en el centro del caracol de mar,
desde la repentina riña furibunda,
desde cocinas donde la mentebajo
se deshizo, cual pan en agua,
para que un sol salobre puliera
el cerebro de áspero coral,
para bañarnos como piedras al viento,
para ser puros, como la bestia y otros seres naturales.

Esa compasión legendaria, gaje del oficio,


supuestamente heredada con el don
de la poesía, ha nutrido de fe
con la parsimonia de un ratón, transferido
su confianza a los rincones, atesorado
su manía como si fuera pan,
su cerebro una blanca floración nocturna
que en un cuarto borracho, a la luz de la luna,
vio la cabeza de mi hijo
envuelta en sábanas
como una nuez pelada, tendida en la espuma.

¡Oh amor, morimos a solas!


Nací junto a la campana
de espaldas a la infancia,
al chapitel de madera parda,
a la cosecha y la caléndula,
de espaldas a quienes un Dios
justo y cruel reunía
en Su pecho azul, en Su barba
de ondulada nube,
mientras Él se reunía con mi padre.
Orgulloso e indeciso,
yo nunca regresé.

Perdí de vista el infierno,


el cielo, la voluntad humana;
mis destrezas
no son suficientes
y estoy herido por esa campana
hasta la médula.
Enloquecido por un sol torturante,
me yergo en el mediodía de mi vida;
mi sombra se estira
sobre abrasadoras sombras en delirio.

III

El arte es profano y pagano;


lo que las más de las veces revela
es que un tullido Vulcano
tañe el escudo de Aquiles
al lado de esas tumbas azules y cambiantes,
y reanima el soplo
del horno; ojalá la mente
arda hasta que consiga
quebrar su molde de arcilla.

Esta vez la progenie de Viernes,


la prole del esclavo de Crusoe
–niñas negras que lucen crinolinas
de rosado organdí–,
camina en su atmósfera de gloria
junto a la ola que rompe;
bajo sus pies el oleaje sisea
como las panderetas.
Al crepúsculo, cuando regresan
para las vísperas, cada vestido
que el sol roce encenderá
un serafín, un ángel,
y nada puedo conocer, nacido
del arte o de la soledad,
que pueda bendecirlas tal como lo hace
la glorificante lengua de las campanas.

-Derek Walcott
Pleno verano. Poesía selecta
Traducción al español de José Luis Rivas
Vaso roto ediciones

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