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1.

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El sargento primero de la 2ª brigada perteneciente a la columna Durruti solo oía el llanto
amargo y desgarrado de un bebé que acallaba con sus sollozos las explosiones cercanas de los
obuses y el repiqueteo incesante de los nidos de ametralladoras, que apostados al principio de la
Calle Nueva lindando con el Ovalo y en la entrada del seminario, castraban con su lengua de
fuego el intento de columnistas como él, de extranjeros de la Brigada Lincon y de los toscos
expresidiarios de la columna de Hierro de pretender acceder a los edificios de la comandancia y
el seminario.
Él, que junto a alguno de sus hombres, tras días de asedio, de soportar las intensas
nevadas y los continuos bombardeos atrincherados en el alto de Escandon había logrado
penetrar en la ciudad. Los primeros muertos en el arrabal, después la calle del mercado, los
arcos y por fin protegido tras el cuerpo sin vida de un mulo, lanzando las pocas granadas que le
quedaban, atravesar el muro semiderruido del seminario. Lugar en el que el Coronel Rey D
´hacourt junto al obispo Padre Polanco rumiaba la rendición en un sótano con más de mil civiles
hambrientos y malheridos. Protegido por unas escasas decenas de soldados desmotivados y con
muy poca munición.
Una vez dentro, en soledad, escuchó aquel llanto en mitad de un pasillo largo de tres
habitaciones. El sargento imaginó al bebé en brazos de una mujer que lo mecía, lo cubría bajo
su pecho cada vez que oía una explosión. Y así, con la espalda recostada en la pared, mientras
recargaba apresuradamente su Mauser, la imaginó morena, con el pelo largo y sucio, las mejillas
sonrosadas, el aliento helado y las manos ateridas por el frío.
En ese instante el gemido lastimero del bebé se alejo, como arrastrado por la carreta de
aullidos que envolvía la mortecina estancia. Las ametralladoras comenzaron a susurrar y el
nuevo sonido que escucho el sargento fue el de los aviones que tiempo atrás sobrevolaron
Madrid, las explosiones de las primeras bombas que caían del cielo, la sirena inquisidora que
anunciaba el principio de los bombardeos. Y recordó la oscuridad del refugio, la respiración
contenida de sus ocupantes, las plegarías. Evocó en su memoria la figura de su mujer y de su
hijo Juan corriendo hacia la boca de Metro de la calle Predicadores.
-“...y cinco.” - murmuró el sargento mientras colocaba la última bala en el cargador.
Asomó el cañón del Mauser por la esquina del pasillo y acto seguido se descerrajo el
brutal disparó, uniéndose a sus compañeros de muerte que atronaban la calle con sus martilleos
incesantes. De nuevo el recostar la espalda en la fría pared, jadeando, de cuclillas con el Mauser
entre las piernas.
Apenas dos segundos y de nuevo los llantos del bebe se mezclan con el estruendo de un
nuevo disparo que deja un estigma de yeso en el tabique que parapeta al sargento.
Y otra vez el silencio. Que volvió a ser roto por el plañido lastimoso de la criatura.

Cogió otra bala de las quince que le quedaban en la canana y pensó de nuevo en la
muchacha morena con el niño en brazos, en el refugio, en la sirena conciliadora que anunciaba
el final de los bombardeos, en los escombros sobre los adoquines de las calles de Madrid y en su
mujer corriendo con su hijo en brazos.
1 “¡¿Cómo te llamas!? -gritó el Sargento con la espalda rígida apoyada sobre el gélido muro.
2 “¡José!” - Contestó el soldado desde el extremo final del pasillo.
3 “¿Cuántos años tienes, José!? “
4 “¡Diecinueve!”
5 “¡¿Y cómo coño has llegado hasta aquí?!”
6 “¡Me tocó!”
7 “¡¿Cómo?!” - preguntó de nuevo el suboficial.
8 “¡Que sí, hombre, mi pueblo está en zona nacional y entré en la caja de reclutas.!”
En ese instante el sargento recordó a su hermano Miguel que tenía veinte años, evocó la
trinchera de Brunete y la explosión de aquella granada que le robó el privilegio de la vista para
el resto de su vida. Y presintió a José temblando de frío y de miedo sin tener muy claro que iba
a hacer cuando se agotaran las tres balas con las que aún contaba.
El sargento unió las puntas de sus dedos, se los acercó a la boca y exhaló con fuerza el aliento
sobre ellos.
8 “Jodido frío”
La nieve no había dado ninguna tregua durante aquel mes, las temperaturas eran extremas y
muchos de aquellos hombres no fueron capaces de soportar el invierno más cruel que esa
provincia de contrastes reservaba para los miles de soldados que fueron conducidos hacía aquel
matadero. Una ciudad que a esas alturas de la guerra se había convertido en bastión fundamental
que tomar para unos, evitando así el avance directo de las tropas Franquistas desde el norte
recién conquistado hacía Madrid. Y que defender para otros, puro orgullo de dictador que
obligó a sus tropas a resistir dentro de una ciudad que ya era un cementerio a sabiendas de la
imposibilidad de contrarrestar el empuje de todo el segundo cuerpo del ejercito Republicano
dirigido por Vicente Rojo.
Y aquel sargento con el cuerpo entumecido recordó el sonido de la nieve al crujir bajo sus botas.
Manto blanco que cubría las calles y que por doquier se tornaba rojo en derredor de cuerpos
mutilados de hombres y animales. Rojo de sangre, rojo de tres años de guerra, rojo de familias
rotas, de niños marcados con la señal de la muerte.
De nuevo el llanto, fuerte, roto, desde las entrañas de un bebé en cuya presencia media España
luchaba por matar a la otra media, retornó al Sargento a la realidad que lo rodeaba. Y de nuevo
el silencio.
9 “¡Obús!” - Gritó José-

El Sargento se cubrió la cabeza con las manos en el momento en el que el agudísimo silbido
daba paso a la explosión. Todo tembló. Miró la bombilla oscilante que pendía del techo y vio
como esta parpadeo tres veces antes de convertirse en oscuridad para siempre.
10 “¡Ha caído cerca, ¿eh José?!” - Se asomó por la esquina mientras acababa de pronunciar la
frase y vio como José se desplazaba velozmente por el corredor hacía él. Sorprendido encaró
como pudo el arma y la disparo en el mismo instante en que José giró noventa grados para
entrar en una de las habitaciones. La bala encontró su final en el marco de la puerta
volatilizándolo en docenas de astillas una de las cuales se incrustó en el hombro del joven
soldado que lanzó un alarido de sorpresa y dolor.
El Sargento maldice, está cansado. Cansado de la guerra, de los muertos, del frío y de ese jodido
llanto que no cesa ni un instante.
11 “¡Hijoputa!” -Exclamó el sargento.
Ahora entre José y el tan solo existen dos habitaciones. Una ocupada por el bebé y otra
enterrada de escombros.
Asomó de nuevo la cara para disparar y un fogonazo de pólvora renace ante sus ojos. La bala
pasó a escasos centímetros de su oreja derecha aplastándose contra la pared que tenía a sus
espaldas y durante cuatro días apenas pudo escuchar nada por ese oído.
De nuevo la espalda sobre la pared, un jadeo que quema el pecho por el frío y el Mauser
temblando entre sus manos. Extrajo un cigarro rubio de un paquete que encontró en la guerrera
de un brigadista muerto y lo acerco a sus labios.
-“¿Qué estudiabas, José?”
12 “¡No estudiaba, cuidaba ganao!” “Padre pisó un cepo de zorros y quedó invalido. Desde
entonces apacento yo a las bestias!”.
José vacila unos segundos y pregunta:
13 “¿¡Y usted, de qué vivía!?”
14 “¡Era maestro en un colegio.!”
15 “¿¡Está casado!?”
16 “Sí.” - Contesto el Sargento y casi en un susurro matizó - “Y tengo un hijo que se llama
Juan”.
De nuevo el pasillo se desvanece y la imagen de su mujer y su hijo retornan a su retina
acompasados por el sonido ya monótono del llorar del niño.
17 “¡Yo cuando me licencien vuelvo al pueblo vendo las ovejas y me voy a la capital!.
Aquello no es vida todo el día en el monte. Con los animales ni tiempo de rondar a la hija del
boticario que tengo!”
El sargento apagó el cigarro en la superficie tosca de un ladrillo que hay junto a su bota. Lo
observó ensimismado a la vez que las palabras de José le iban pareciendo más y más lejanas, sin
alma ni cuerpo que las vomite. Sujetó el ladrillo con fuerza entre sus dedos ennegrecidos, lo
sopesó y acabó lanzándolo con rabia contenida hacía el fondo del pasillo.
José que no había dejado de hablar se asusto, asomando el cañon y disparando la penúltima de
las balas.
18 “¡Serás!”- exclama -“¡Mecagon tu padre, cabronazo” gritó mientras calaba su bayoneta en
el extremo del cañon.
19 “¡Obús!” - Gritó el sargento. Y esta vez no se cubrió la cabeza con las manos sino que
asomó el cuerpo y el arma para evitar un nuevo avance de José.
La explosión hizo temblar todo el edificio, una piedra cayó sobre la rodilla del Sargento que
comenzó a disparar una tras otra las cinco balas del Mauser contra el final de un pasillo a
oscuras y cubierto de polvo. Cuando tras tirar hacía si del cerrojo del arma por última vez y
comprobar que no quedaban balas en la recamara lanzó el fusil al suelo y extrajo de la
cartuchera que llevaba colgada del cinturón una pistola de calibre corto.
Con ella sujeta por ambas manos esperó sentado en el suelo a que la opacidad del polvo
desapareciera. El niño había dejado de llorar.
20 “¡José!” - Gritó mientras volvía a refugiarse tras el muro.
21 Silencio-
El sargento se incorporó, comenzó a avanzar cautelosamente por el pasillo. Junto a la segunda
habitación se detuvo pero no miró en su interior no quiso apartar la vista del cuarto en el que se
encontraba José. El niño no se oye. Con el cuerpo unido al muro el hombro lindando con el
marco de la puerta de la tercera habitación el sargento interrogó de nuevo:
-“¡José!”
El bayonetazo le obligó a caminar con bastón el resto de su vida. José se lo hundió con fuerza
en su muslo izquierdo lanzándole hacia el suelo toda vez que disparaba su pistola.
José miró con cara de asombro y mucho miedo al sargento. Cayo de costado, con la bala alojada
en el corazón, extrayendo en su caída la bayoneta de la pierna del Sargento que bramaba de
dolor.
En ese momento el niño reinicio su llanto con más fuerza que nunca.
El sargento consiguió hacerse un torniquete y tras unos segundos con la frente apoyada en el
suelo incorporarse y apoyado en la pared dirigirse hacía la segunda habitación.
Vio al niño en brazos de una mujer morena, muy hermosa. Mamando de uno de sus pechos
inertes que luego dejaría para seguir gimoteando. La mujer lo había cubierto con su abrigo y un
espeso color negro de sangre seca cubría la parte del vestido que tapaba su estomago. Debía
llevar muerta horas. Pero murió apretando con fuerza a su niño.
El Sargento se transporto a Madrid. De nuevo el sonido de la sirena se hizo real y el de los
aviones alejándose. Se vio dentro de un refugio esperando a su mujer y a su hijo que nunca
llegaban. Recordó la salida apresurada. Las carreras por la calle preguntando a los vecinos si los
habían visto. Los incendios, las ruinas y finalmente a su mujer y a su hijo bajo los escombros,
sin vida, uno en brazos del otro. Como una trágica escena de teatro Griego.
El sargento se agachó llorando. Cogió al niño de los brazos de la mujer morena. Lo arropó con
su guerrera y esperó en el suelo meciéndolo y cantándole nanas a que media España acabara de
matar a la otra media.
Juan Pérez llevaba más de una hora caminando por la ciudad. Eran las doce del mediodía de un
soleado domingo de primavera y sus viejas zapatillas de deporte apenas levantaban lo
suficiente del suelo como para no arrastrar consigo colillas, piedras de grava y dar algún que
otro tropezón cada dos o tres pasos.

La noche anterior había cumplido cincuenta y dos años, corría el año mil novecientos
noveinta y estaba soportando una de las peores resacas que pudiera recordar. Caminaba
cabizbajo, despacio. Parecía estar mirandose los pies, ordenandoles que se movieran, que se
lanzaran el uno en pos del otro. Con las manos dentro de los bolsillos caminaba en perfecta
sincronía con el resto de personas que como gigantescas hormigas iban y venian por las aceras
de la gran ciudad buscando una tienda donde comprar, un bar donde reir o un piso pequeño en el
que amar.
Junto a estas gigantescas hormigas, repletas de felicidad, de quehaceres cotidianos, la
ciudad rebosa de otro tipo de fauna de la que pocos se percatan. Son los derrotados, los
olvidados de la felicidad, los solitarios que se masturban cada noche pensando en novias que
nunca tuvieron, las novias y novios abandonados que lloran su derrota sobre una almohada
esperando una llamada de teléfono, el parado, la ama de casa aburrida, cansada de criar hijos y
de admirar la riqueza en las páginas del papel couché. Todas estas almas atormentadas,
cubiertas de desesperación y desidia caminan con el mismo aspecto cabizbajo y taciturno con
que lo hacía Juan ese domingo de primavera.
Juan era camarero, y digo era porque ya esta muerto. Trabajaba en un bar de barrio, uno
de esos bares que inundan las calles con olor de plancha, televisores a gran volumen y
comentarios acerca de la situación del pais: un bar que se llena de albañiles y obreros a las diez
de la mañana y de jubilados por la tarde. No le gustaba el trabajo, puede incluso que lo odiara,
pero era lo único que tenía y con cincuenta y dos años era dificil que pudiera encontrar algo
mejor.
Cuando terminaba de trabajar cambiaba su camisa blanca por una camiseta negra y los
pantalones de pinza por unos vaqueros azules y roidos con la parte de la entrepierna muy
desgastada lo que hacia temer a Juan que en cualquier momento podía quedarse con sus
vergüenzas al aire. “¡Que se jodan las señoras!” exclamaba cada vez que tenía ese
presentimiento.
Con su nuevo autendo salía a la calle cabizbajo y taciturno. Ordenaba al pie izquierdo
que siguiera al derecho. No tenía prisa por llegar a ningun sitio, no tenía hijos a los que ir a
buscar al colegio ni una mujer a la que besar o recoger del trabajo. Solo un pequeño piso de
alquiler en “calle melancolia” como solía canturrear Juan cuando algun funcionario de la
oficina del paro o de hacienda le pedían ese dato.
En el mismo rellano de su piso, en la puerta contigua a la suya vivía una joven pareja
de yonkis. Juan los saludaba todos los días, alguna vez les dejo dinero o comida y aunque
estuvieran moribundos, aunque seguramente ellos creyeran que erán los seres más desgraciados
de la tierra Juan los envidiaba. Ellos se amaban y se cuidaban el uno al otro, no se despertaban
solos como él. En eso eran afortunados porque siempre verian la cara de alguien cuando el sol
se colara furtivamente entre las cortinas por las mañanas. Sus sonrisas negras y carentes de
dientes darían los buenos días a su otra mitad, tal vez se cojerían de la mano a la vez que
pensaban “hoy si amor mio, hoy es la última vez.” y los dos se lo creerían. A lo mejor sus ojos
vacios de vida se transportarían a un pasado en el que la niñez les protegía de las drogas, del
sindrome de abstinencia, de los atracos. Y quizas, si las drogas todavía no habían afectado en
demasia a sus lividos, acabarian haciendo el amor sin apenas importarles cual de los dos podría
tener el sida, quien de ellos sería el primero en morir y dejar al otro solo, ya sin nada por lo que
luchar, sin un abrazo tras el que refugiarse cuando la necesidad aprieta y el dolor de la
abstinencia se hace insportable. A Juan le gustaba imaginarselo así y en verdad les deseaba que
cada mañana tras el polvo no hubieran más agujas, ni más dosis, ni más monos.
La casa de Juan estaba perfectamente ordenada, porque no había nada que ordenar.
Acaso algunos libros y algunas cajas con fotografias. El vacio reinaba en la estancia, el silencio
era tan llamativo que parecia poderse escuchar, las persianas bajadas condenaban a las
habitaciones a la más triste de las penumbras. “Pobres sombras, siempre mendigando un poco
de luz” leyó en algun sitio Juan. Sin embargo, pese haber elegido él su austera forma de vida,
toda aquella soledad le desesperaba. Las habitaciones vacias, el silencio, todo era aterrador para
él y viejos fantasmas del pasado, muertos en vida dentro de su memoria, se acercaban a él cada
noche recordandole quién fue y que es lo que hizo. Y Juan lloraba queriendose morir y bebia sin
limites con la esperanza de perder el miedo y saltar desde el balcon o pasar la cuchilla de afeitar
por sus antebrazos, desde la muñeca al codo, para que así en caso de ser descubierto nadie
pueda coser sus arterias. Sin embargo no se atrevía a hacerlo. Se agarraba con fuerza a su
desesperación y sabia que debia atravesar esa pena para redimir lo que hizo en su juventud. Y
finalmente con una botella de Whisky del más barato que pudiera conseguir en el supermercado
o en alguna ocasión robar en su trabajo bebía hasta caer dormido, hasta que las habitaciones
parecian menos vacias y la realidad se difuminaba a medida en que él iba dejandose caer en
brazos del sueño o la embriaguez conciliadora que acababan con Juan postrado encima de la
cama unas noches y en el suelo las otras.
Ese domingo de primavera se había despertado en el suelo con la espalda dolorida y un
terrible dolor de cabeza. Ésas eran las consecuencias de su solitaria fiesta de cumpleaños. Iba
por su tercer día de vacaciones y por su tercera borrachera continua sin salir de su casa. Decidió
hacer un alto (en el fondo temía que aquello pudiera matarlo) ducharse y salir a la calle.
Las grandes avenidas de la ciudad rebosaban de gente, el buen tiempo empujaba a las
abejas fuera de sus colmenas invernales. Los gimnasios se sustituian por los parques, las
terrazas se llenaban de gente, en los Kioskos se acinaban lectores avidos de noticias o de
suplementos dominicales pero Juan no hacía ninguna de esas cosas. No practicaba deporte
desde hacia veinte años y tras el ingreso de España en la OTAN dejo de leer periodicos y
preocuparse por la política, tampoco iba a las terrazas ya que se sentía incomodo acompañado
de su soledad.
Y como he dicho Juan estuvo caminando, mejor dicho obligando a sus pies a caminar,
hasta que el dolor de cabeza y las pesadez de las piernas que provoca el alcohol fueron tan
intensos que no tuvo otro remedio que detenerse y extraer del bolsillo de su roido vaquero azul
una aspirina que llevo hasta su boca. Intento tragarla por dos veces pero no lo consiguio. Su
garganta era como un trozo de madera sin barnizar por el que resulta implosible deslizar nada.
Delante de Juan una pareja joven, apenas tenían veinte años, se besaban ante un
escaparate de una conocida boutique de ropa. Sonrió y pensó en lo felíz que había sido él con
veinte años, antes de que la desgracía, el amor y la muerte aparecieran en su vida y acabaran por
transformarlo en el desecho social que cada noche bebía hasta que los remordimientos se
volvían lejanos y podía dormir tranquilo unas horas antes de ducharse, tomar un alkaselse y
volver a un trabajo que odiaba.
Junto a la pareja de novios vió un bar abierto, volvio a meter la mano en el bosillo
izquierdo de su pantalón urgó entre las llaves y el mechero y al final quinientas pesetas en
monedas sueltas relucierón en su palma abierta. Sonriente ante semejante botín dudo entre
volverlas a guardar en su bolsillo o darse un festín con ellas, la sequedad de su garganta le hizo
decidirse por esta última opción por lo que se aventuro a entrar en el bar.
Era un bar elegante con las paredes pintadas de tonos ocres. Las luces suaves le
confinaban un tono de recogimiento, al igual que los cuadros que colgaban de las paredes con
marcos de madera barnizada. Esos pequeños detalles daban a la cafetería una atmosfera de
tranquilidad y un aspecto de antigüedad que invitaba a pasarse las horas allí sentado leyendo un
libro o simplemente viendo a la gente ir y venir.
Juan se sentó junto a una de las grandes ventanas que tenía la cafetería. Hubó un
tiempo en que le gustaba ir a las cafeterías. No lo hacía solo sino con amigos, con muchos
amigos. Iban allí y reían, contaban historias, se miraban, se querían, se sentían jovenes y fuertes.
Estaban viviendo una época dura, una época sin libertad, unos años en los que en las cafeterías
no se podía hablar sobre algunos temas escabrosos para la gente mayor que se sentaba en las
mesas de alrededor. Pero ellos eran jovenes, con ganas de vivir, bebían, fumaban algunos se
enamoraron, otros, como él, hicieron los mejores amigos que nunca pudo encontrar. En
definitiva para él cualquier tiempo pasado si fue mejor.
Ahora estaba solo, llevaba veintidos años solo. Lo había estado desde que toda su
Célula hubiera sido detenida, desde que Luis muriera en comisaria y él huyera hacía su pueblo
natal.
La huida fue la tónica que habia marcado la vida de Juan. Lo hacía ahora en dirección a
los sueños que el alcohol le ofrecía y lo hizo entonces. Salvo que aquella vez fue con una bolsa
de viaje con dos camisas, unos vaqueros, un puñado de libros y unas cuantas fotografías.
Aquella noche corrió bajo una lluvia intensa con un billete de Tren en un bolsillo que lo llevaría
de Barcelona a Zaragoza y luego en autobus hasta un pueblo de Teruel en el que su padre se
estaba haciendo demasiado viejo. Años más tarde volvería a hacer el camino en sentido
contrarío en una nueva huida en la que se reencontraría con la ciudad que lo conoció primero
como un joven estudiante llegado desde un pequeño pueblo, más tarde como un profesor
comprometido con sus ideas y ahora como un viejo alcoholico y derrotado. Volvió a pisar las
calles en las que se enamoro de verdad, vió como su piso de estudiante y más tarde de profesor
de colegio habia sido sustituido por una gestora inmobiliaria. Y tras aquel reencuentro amargo
acabo convertido en lo que es ahora. Porque nunca más volvió a salir de aquella ciudad cuyos
recuerdos le atrapaban y le condenaban a un terrible sufrimiento por todo aquello que perdió
bajo un cielo iluminado en su piso de estudiante junto al Parque Güell una noche de mil
novecientos setenta y uno.
Como ya conocemos, tras aquella noche Juan huyo hacía su lugar de origen. Un
pequeño pueblo de apenas trescientos habitantes en el que la vida iba tan despacio que
acostumbrado como estaba a las calles de Barcelona cada día le parecían dos y las noches se le
hacían infinitas pensando en que había sido de Ana y en la tristeza por la muerte de Luis, su
mejor amigo.
Juan guardaba en su cuerpo los estigmas que una infancia inquieta provoca para que no
puedas olvidarla nunca. Para que cada día, al desnudarse, viera las cicatrices y pudiera recordar
años en los que la tristeza se cuando aquella pareja de Valencianos lo sacaron del horfanato en
el que no habia más que tisis, miseria y golpes a los hijos de los rojos. Años de felicidad en el
pueblo, de tropelías, años en los que la muerte no existía nada más que para las personas
mayores que seguian llorando en silencio a los muertos de una guerra todavía muy reciente.
Para él pese haber nacido en mitad de la contienda aquello le parecía demasiado lejano, solo los
consejos que la gente mayor les daba para que no jugaran en los alrededores del pueblo, por el
miedo a las bombas sin estallar, les hacía recordar que tan solo diez años atras aquellas tierras
habían estado sembradas de cadaveres. A Juan le fascinaba escuchar las historias de soldados y
de batallas que su vecina la “Tía Pilar”, una mujer septagenaria que había perdido la cabeza y a
dos nietos durante el asedio de Teruel, le contaba todas las tardes que Juan pasaba en su casa
mientras su padre estaba trabajando en la cantera. El padre de Juan al regresar cansado se
enfadaba y abroncaba a la “Tía Pilar” por asustar, según él, al niño con historias de viejo. Nada
más lejos de la realidad, Juan no solo no se asustaba sino que comenzó a forjar una conciencía
moral. Su vecina aunque vieja y un poco loca todavía guardaba inteligencía y fuerza suficiente
como para enseñar a Juan las miserias a las que él hombre fue capaz de llegar durante aquella
guerra cruel y como los vencedores no habian tenido piedad con los vencidos, que pese a ser sus
hermanos y sentir el mismo amor que ellos por aquellas tierras de contrastes tuvierón que
abandonarlas para seguir luchando en otras guerras y desde la lejanía ver como una clase social
convertia a España en su coto particular de caza, en su cortijo, mientras el resto pasaba
inviernos duros de frío y hambre con la cabeza agachada bajo el manto hipocrita de una iglesía
de palio y de homenajes a los caídos el día de difuntos.
A Juan le gustaban aquellas historias que escuchaba ensimismado sentado sobre la
gloria que atravesaba todo el suelo de la cocina calentandolo. Pero también le gustaba jugar en
la calle, y lo hacía con los innumerables niños que por aquellos años vivian en el pueblo. Así
Juan se había fracturado el brazo izquierdo por dos sitios al caer de la pared de una paridera
cuando intentaba alcanzar un nido de gorriones y en la espalda llevaba marcada la dentadura
completa de un asno después de la dentellada que esté le propinara cuando con tan solo once
años intentara ganar su primera carrera de burros.
Para Juan aquellas cicatrizes y otras más pequeñas que se escondian por su cuerpo erán
como amarillentas fotografías del pasado que uno, de vez en cuando, desempolva para reir o
llorar recordando a un amigo o una situación vivida. Junto a aquellas marcas sobre la piel
había otras que no eran visibles, marcas que uno lleva en su conciencía o en su memoría: la “Tía
Pilar” boca abajo en medio del cauce del río enganchada entre las ramas de un arbol seco con
su falda y su delantal de luto subido casí hasta la cabeza por el efecto de la corriente mientras la
pareja de la Guardia Civil con el agua por las rodillas sin nisiquiera quitarse los tricornios
intentaban sacarla y en la orilla escrito a lapiz en una teja con letra grande de niño de seis años o
anciana casí analfabeta la siguiente nota "Me boy con mis ijos", o el beso de Ines en el lavadero
mientras su madre tendía al sol unas blancas sábanas.
Juan recordaba un trastero en el que colocaban jamones a secar colgados de palos
sujetos por cuerdas a las bigas. Y en un ricncon junto a una ventana que permanecia todo el
invierno abierta, la existencia de un cofre de madera forrado de terciopelo rojo. Dentro de él
cientos de libreos de todos los tamaños y temáticas. Le conto su padre, que su abuelo aprendio a
leer en Cuba, donde estuvo haciendo la guerra, y que de alli volvio tan loco y tan lleno de
enfermedades que paso el resto de su vida comprando libros y leyendolos postrado en una cama.
Y al final murio casí como Don Quijote rodeado te todos los personajes ficticios que le
acompañaron en su locura. En aquel granero sentado en el suelo junto al baul abierto es donde
Juan pasó más horas, y alli le agradecio a su abuelo haber vuelto loco y con sifilis de Cuba, en
ese granero forjó su imaginación sin limites, sus ganas de vivir y descubrir lugares más alla de
las altas montañas que rodeaban el valle. Con el culo helado sobre la fria piedra del granero
Juan se dió cuenta de que aquel pueblo se habia quedado muy pequeño para alguien que como
él sentía en el corazón la necesidad de conocer nueva gente de dar rienda suelta a sus
inquietudes políticas e intelectuales y de luchar contra un sistema establecido.
Juan estuvo hasta los cuatro años internado en un horfanato, hasta que sus padres
adoptivos fueron a buscarlo. Ellos le contarian despues cuando él ya era mayor.Que conocieron
a su padre, que fue un buen hombre, un maestro de la Republica y que de él habia sacado Juan
su voracidad por la lectura y su inteligencia. Que la madre de Juan habia muerto poco antes de
que él naciera. Despues, su padre, temiendo por su vida, les habia entregado al niño y sus
partidas de nacimiento durante la batalla de Teruel. Tras la evacuación fueron a parar a zona
nacional y alli unas monjas se hicieron cargo del niño. Ellos estuvieron años buscandolo por
casí toda España, ya que a pesar de haber estado con él tan solo veinte días, su madre adoptiva
que era una mujarona grande y de mucho caracter, lo consideraba como a un hijo. Y por fin
dieron con él en Valencia, con los ojos llenos de pupas y la carne pegada a las costillas.
Tras los terribles acontecimientos que provocaron la muerte de Luis Juan regreso a su
origen, trabajo con su padre ya viudo, visito los viejos rincones polvorientos que su memoria
guardaba. Intento olvidar a Ana y a Luis. Intento negar y enterrar toda su vida anterior,
empalmar el día que cogió un tren con un billete hacía Barcelona con el día en el que regreso a
casa y comió un plato de migas con uvas sin apenas cruzarse una palabra con su anciano padre
porque entre ellos dos el silenció era una conversación en la que se entendian a la perfección. Y
tras aquello se acosto, durmio un día entero porque allí no tenía miedo a una llamada de la
Brigada de lo social en mitad de la noche. Y soño con Ana, con sus labio rojos su pelo castaño y
en aquel sueño él por fin se atrevía a mirarla a los ojos y descubrir el color que ocultaban y los
deseos que se escondian tras aquel iris brillante y despues la besaba despació con besos cortos
por todo el contorno de sus labios y por su cara intentando no dejarse un centimetro de ella sin
recorrer. En aquel sueño Luis no había muerto, ni Ana era la novia de Luis sino la suya y este
seguía siendo su gran amigo. Tras despertar Juan estuvo a punto de llamar a Ana de contarle la
verdad, de decirle porque Luis había muerto en una comisaria con la traque partida por una
patada deun policia, porque el no fue a buscarla como habían acordado. Huyo de esa
responsabilidad como había hecho siempre y decidió dejar caer una losa sobre todo aquello e
intentar olvidarlo asentandose en el lugar en el que había crecido.
Vivió con su padre quince años más. Casí en silencio, los dos sentados junto a la estufa
de leña, el uno tratando de no olvidar a su esposa muerta y el otro luchando por borrar los
recuerdos que le atomentaban. Quince años el uno junto al otro hasta que una tarde lluviosa de
Abril, sin haber demostrado antes signos de enfermedad, decidió irse con su mujer donde esta
quisiera que estuviera. Lo enterraron sin ningún ritual catolico porque siempre se había
declarado agnostico y por su condición de Republicano anticlerical. Al día siguiente Juan
vendió la casa de su padre, llamó a la cantera para decir que no volvería más e hizo las maletas
para marcharse lejos de allí una vez más. Era su forma de olvidarlo todo, quería ser un hombre
sin pasado, sin recuerdos, irse lejos y volver a comenzar de nuevo.
El camarero le pregunto por segunda vez que era lo que deseaba. Juan lo miró
extrañado. no sabía el tiempo que el camarero llevaba de pié junto a él. Se habia transportado al
pasado mientras miraba por la ventana las imagenes de una juventud perdida y borrada de su
memoría. Pidió un cafe largo sin azucar, odiaba el azucar en el cafe. Y siguió con la vista al
camarero que marchaba hacía la barra mientras él extraía de su bolsillo un arrugado paquete de
ducados semivacio. "Esto acabara por matarte" pensó. No sabía que antes de hacerse de noche
estaria muerto.
El camarero giró y allí la pudo ver de nuevo. Era ella, la misma tez blanquecina, el
mismo pelo castaño, su delgadez extrema, sus labios rojos por los que él lo hubiera dado todo, y
de hecho así fué. Y esos ojos, esos ojos que nunca supó de que color erán porque nunca se
atrevió a mirarlos. El corazón dió dos latidos tan fuertes que pensó que iba a caer al suelo
cuando toda aquella sangre llegara a su cabeza, luego siguió latiendo a un ritmo rápido como lo
hizo una noche de un viernes hacía veintidos años cuando la vió por primera vez. Entro
acompañada de Luis en el piso de reuniones de su célula y este la presento como una compañera
de la facultad. La siguió mirando he hizo un esfuerzo por recordar, debía rondar los cuarenta y
siete o cuarenta y ocho años y seguia tan hermosa como cuando la conoció, como cuando todo
su mundo se vino abajo, todo lo que él erá, todo en lo que creía, todos sus ideales, su respeto a
la amistad cayeron bajo el peso del amor que sintió hacía ella. Seguía sin usar maquillaje y pese
al paso de los años no parecia necesitarlo mucho y se dió cuenta de que seguia usando bufanda,
una bufanda larga de color negro. Juan nunca olvido una imagen de ella riendo, sentada en el
suelo con las piernas cruzadas y una larga bufanda que aquel día erá de color marrón enroscada
en su cuello. Recordaba como la miraba sin que ella se diera cuenta, como le hubiera gustado
abrazarla, besar sus labios, decirle que la quería, que todo iría bien, que cuidaría de ella y que
algún día aquel viejo dictador moriría y todos vivirían en paz y sus hijos crecerían en un mundo
en que nádie es despertado en mitad de la noche para ser apaleado en la oscuridad de las
comisarías.
Ella sacó un paquete de Malboro de su bolso y acercó un cigarrillo a sus labios rojos,
Unos labios que él tantas veces había delimitado en su imaginación, que tantas veces había
deseado acariciar. No dejó de fumar pensó él recordando una noche en la que ella medio bebida
y entre risas le confesó que aquel era él último paquete que fumaba.
El hombre que estaba sentado junto a ella le dió fuego y luego le acarició la cara. Ella le
sonrió e inclino un poco su tez para sentir más fuerte el tacto del que él suponia su marido.
"Espero que seas muy feliz, espero que te haya cuidado mucho, que te haya querido tanto como
lo hubiera hecho Luis, o quizas yo" -pensó- En la mesa estabá sentada una niña de unos diez o
doce años con el mismo pelo castaño que ella y la misma extraña belleza que él siempre pensó
que tenía aunque ella le dijera que lo olvidara que no era así que se diera cuenta de que no debía
quererla tanto. Escuchó como la llamaba "mamá" y como esta le daba a probar un poco de su
coca-cola. "Me alegro por ti, me alegro de que seas felíz de que todo te vaya perfectamente,
ojalá nunca hubiera pasado nada de lo que pasó, ojala la muerte de Luis no te dejara el alma rota
escondida bajo esa cara de angel que tienes, ojala vivas muchos años y que tu hija y tu marido
tambíen y te devuelvan los tres la alegría que yo te robé." Juan dejó las quinientas pesetas sobre
la mesa apagó el cigarro y se puso en pie. AL pasar junto a ella la miró y ella volvió la cara
haciá él. "Marrones claros" pensó antes de desviar furtivamente la mirada hacía el suelo y salir
apresuradamente del bar. Creyó oir su nombre tras él, pero no se volvió a comprobarlo. Salió
por la puerta intentando volver a dejar atrás su pasado como en su pueblo, como tras aquella
noche del sesenta y uno, como en todos los sitios en que habia estado y llegó llorando a su
pequeña habitación de pensión.
Allí sentado sobre la cama, sorbiendose el agüilla que brotaba de su nariz por culpa del
llanto extrajo una vieja foto del libro que había encima de la comoda. Erá La desesperación de
Nabokov. En la primera página habia una dedicatória. Para mi buen amigo Juan, mi angel de la
guarda. La firmaba Ana. Miró la foto, en ella estaba Luis, Ana y él abrazados en un sofa.
Delante tenían una mesa con botellas de Whisky vacias y un cenicero con colillas de cigarros y
porros apagados. Una guitarra en el suelo. Luis con el pelo largo y unas patillas profundas,
como aquellos ojos negros que a ella le habian vuelto loca, él con su barba larga sonriendo a la
cámara y Ana en medio, el pelo largo castaño, los labios rojos y perfectos y una larga bufanda
marrón enrrollada al cuello.
Recordó como aquella noche mientras ella le ayudaba a ordenar la casa él le había
dicho cuanto la quería mirando al suelo, nunca se atrevió a mirarla a la cara y como ella
cariñosa le habia sonreido y le había acariciado la cara diciendole que lo olvidara que no
merecia la pena. Él insistió y ella lo miraba con su cara triste para acabar dandole un beso en la
mejilla y susurrandole no lo pienses más amigo mio. Luego Luis entro a la cocina alegre como
siempre fué él, les sonrió a los dos y le dijo a Juan bromeando "no intentaras quitarme a mi
chica". Luego la beso en la boca y los dos se marcharón abrazados mientras Luis desconocedor
de la situación gastaba bromas a Juan y Ana lo miraba entre apenada y complice.
Una vez que todos se marcharon Juan bebió hasta estar muy borracho. Cogió el teléfono
y llamó a la policia. A la persona que le contesto le dió el nombre de Luis y su dirección, les
dijo que allí encontrarian propaganda subersiva y demás material prohibido. Juan colgo sin dar
su nombre, penso que Luis sería detenido y una vez en libertad debería desaparecer un tiempo
sino queria tener problemas.
A la mañana siguiente el telefonó lo desperto, estaba durmiendo en el sofá y la cabeza le
dolia considerablemente. Contestó y escuchó entre sollozos la voz de Ana diciendole que los
grises se habian llevado a Luis depues de haberla dejado a ella en su casa y que en la comisaria
intento escapar pero tropezo golpeandose la cabeza contra una mesa y que había muerto. Ana no
podía dejar de llorar y Juan atónito intentaba comprender la situación. Intento tranquilizarla, y la
citó en un bar cercano.
Colgó el teléfono y se dió cuenta de lo que habia hecho. Apenas era capaz de
reaccionar, quemó todos los papeles que encontro, hizo apresuradamente una maleta y salió de
su casa en dirección a la estación de trenes. No fue a ver a Ana y pasaron veintidos años hasta
que volvió a verla en aquella cafeteriá.
Los miembros de la Célula se fueron escondiendo uno tras otro para evitar ser
detenidos, el no volvió a ver a ninguno de ellos pero tampoco sospecharon nunca de él,
pensaban en algún topo dentro de la facultad pero nunca hubieran imaginado que Luis hubiera
sido delatado por el que consideraba casí como a su hermano.
Allí sobre la cama llorando con la foto agarrada entre sus dedos se quito el cinturon,
paso la punta por la hebilla y lo ató de un gancho que había en el techo. Juan se subió a una silla
se coloco el cinturon en el cuello y se dejo caer. El cuero rozo rapidamente su piel dejandole
una marca de quemadura, Juan cerró los ojos entre estertores "no imaginaba que doliera tanto"
pensó. Su pecho subia y bajaba rapidamente intentado encontrar el oxigeno vital. La vida se
estaba alejando de Juan, con la muerte acariciandole la mejilla vió los ojos marrones de Ana, su
cara blanca, su bufanda marrón. Intento retener esa imagen antes de morir pero unos segundos
antes de exhalar la imagen de Ana se transformó en la de un pasillo medio destruido en el que
dos hombres vestidos de soldados luchaban y él que era un bebe mamaba de los pechos de una
mujer morena de extraordinaria belleza que lo sujetaba entre sus brazos.

2.-
Ramón Márquez miró a Luis con desprecio se acerco a él y le levantó la cabeza
estirando de su pelo hacia detrás.
Me lo vas a decir rojo maricón. Ya veras como antes de que termine esta noche me lo dices
todo.
Una sonora bofetada atraviesa el aire y corta como un mimbre el labio de Luis.
Quejidos y un hilo de sangre que brota de su boca cayendo sobre su pantalón vaquero.
Luis intenta girar las muñecas para aliviar la presión de las esposas que le pellizcan la
carne y observa como su torturador se acerca a la mesa para encender un cigarillo de tabaco
negro.
“¿A que huele esto?” se pregunta Luis. Siente el olor de la sangre, de la desesperación y
la derrota en aquel cuarto oscuro.
De pie fumando junto a él se encuentra Ramón Márquez. Alto, delgado, de unos
cuarenta y siete o cuarenta y ocho años, pómulos marcados, mejillas escurridas, nariz aguileña,
el pelo cortado a navaja, el diminuto flequillo teñido para ocultar las canas del inclemente paso
del tiempo sobre la frente cruzada por tres ondulantes surcos, camisa blanca con las mangas
recogidas sobre los codos, pantalón de pinza con cinturón marrón, cigarro “Celtas” entre los
amarillentos dedos índice y corazón de la mano izquierda y una cicatriz que nacía en la ceja
derecha, atravesaba ese mismo ojo e iba a desembocar en la base de su nariz; delgado, muy
delgado y estirado.
Era el Inspector de policía Ramón Márquez. Falangista de vocación, con mala sangre
desde la cuna, rencoroso, vengativo, tuerto y paticojo desde los quince años cuando una granada
de mortero reventó a su padre y a él lo dejo de esta guisa para mofa y burla de los niños del
barrio.
Ahora de píe junto a Luis, sentía como su mala sangre escapaba de su corazón ascendia
por la artería carótida y latía con más fuerza que nunca en las sienes y en la parte inferior trasera
de su calavérica cabeza.
-Vamos a ver Luis creo que no me entiendes, volvamos a empezar desde el principio. -
El Subinspector se mesa el pelo. - ¿Donde os reuníais?
- No lo sé.
-¿He dicho que donde coño os reuníais, Luis?.
- No se de que me habla.
- ¡No me digas que no sabes de que coño te estoy hablando, rojo mariconazo!.- Y la
mano que sujeta el cigarrillo, ya casi consumido en el que un buen trozo de ceniza sobrevive
todo cuanto puede junto a la brasa encendida vuela por el aire y con la palma abierta descarga
una sonora bofetada sobre la cara de Luis, en el lado más afectado, el del ojo hinchado. Luis cae
de medio lado y lloriquea de rodillas en el suelo.
-Siéntate y no me jodas, que todavía no he empezado. Así que deja de llorar nenaza de
mierda.
Luis se incorpora a duras penas sentándose de nuevo sobre la silla mirando el suelo.
Respira entrecortadamente atemorizado por la situación. Recuerda como percibió los pasos en
las escaleras y pensó que quizá serían José o Ana que regresaban al piso. Desconfiado escuchó
la llamada en la puerta, la voz del policía gritando que abriera y el miedo, la desesperación por
quemar las revistas, las octavillas y luego las patadas sobre el cerrojo y los dos hombres con
corbata negra que se abalanzaron sobre él. Los puñetazos en el estomago, las patadas por
doquier y el codo que golpea la nuca cuando el ya caía sobre el suelo y que vuelca sobre su
cuarto una niebla espesa que se convierte en oscuridad cuando colocan una capucha de tela
negra sobre su cabeza. Siente las voces, pero muy lejanas apenas entiende lo que dicen. En
cambio si oye su respiración. Tose y su saliva golpea contra la tela que ahora esta húmeda. “Es
sangre” piensa. En efecto Luis escupe sangre al toser. Una mano tira fuerte de sus brazos
esposados a la espalda y lo colocan de pie. “Ven con nosotros cabrón a ver si tu partido te saca
de esta”. Se golpea en los tobillos al bajar las escaleras aturdido y a oscuras, el policía tira de él
y Luis tropieza recibiendo una descarga de cachetes en su cabeza. irónicamente viene a su
mente la imagen de Jesucristo cayendo de rodillas con la cruz al hombro. Escucha como un
policía grita a una vecina que vuelva a entrar en casa, el ruido de la puerta, el olor del mar, la
humedad que cruza su aliento y otra mano que le obliga a agachar la cabeza y a entrar en un
coche.
De nuevo la calle con su humedad otra carrera y un nuevo tropezón, ahora suben
escaleras y de repente se paran en seco. Una voz despojada de todo rasgo de humanidad le
pregunta casi mecánicamente “¿Nombre?” Luis no ve a su interlocutor, no sabe que se dirige a
él y permanece de pie callado, todavía sofocado por los empujones y la carrera. “¡Responde
joder!” Y un golpe seco, como de madera detrás de las rodillas le obliga a postrarse y le saca del
aturdimiento. “Luis García Moreno” responde. Comienza un repiqueteo de teclas y de matrices
sobre un papel. “Fecha y lugar de nacimiento”. “Teruel, dieciséis de febrero de mil novecientos
cuarenta y dos”. Los golpes sobre las teclas atraviesan el aire su unen a un teléfono y entran en
la oscuridad de la capucha de Luis. Otra vez la fuerte manos que tira de él hacia detrás, más
escaleras y una puerta que se abre. “Buenas noches inspector” las voces de los dos hombres que
le acompañan suenan casi al mismo tiempo. Luis no ve como el otro hombre asiente con la
cabeza. De nuevo la fuerza que lo dirige le hace frenar y ahora empuja de sus hombros para
obligarle a sentarse. Vio la cara del inspector que le sonreía cuando este le quito la capucha. No
sabe porque lo hizo, quizá el instinto o su buena fe, pero el primer impulso que tuvo Luis fue el
de devolverle la sonrisa que se borro cuando el inspector descargó sobre su cara la primera de
las muchas bofetadas que le propinaría aquella noche.
Sobre la mesa papeles esparcidos, una agenda con tapas de cuero negro que pertenece a Luis,
una estilográfica azul y un cenicero rebosante de cigarros consumidos hasta el filtro.
El policía toma la agenda entre sus finas y alargadas manos y la ojea pensativo. No esta
dispuesto a que ese niñato se ria de él, nadie se va a reir nunca más de él: ni Fernández, ni la
puta de su mujer, ni esa niñata consentida y contestona que tiene como hija de la que empieza a
sospechar que frecuenta ambientes como los del cabrón de rojo que tiene delante. Ni ellos ni esa
zorra del barrio chino, que lo vuelve loco con su boca y su lengua, que le saca el dinero y lo
avergüenza llamandole cojo y tuerto pero él se deja insultar porque le pone cachondo y porque
esa guarra le hace cosas que la casta de su mujer solo se guarda para Fernández.
Pasa dos hojas y se detiene, levanta la vista y pregunta:
-¿Quién es Ana, Luis?. Mientras deja la agenda a su derecha y extrae otro cigarrillo del
paquete.
- Deja en paz a Ana. Murmura Luis.
- ¿Qué quién es Ana? Vuelve a preguntar mientras frunce el ceño para encender el
cigarro.
- ¡Te he dicho que dejes en paz a Ana, maldito cabrón!
En un gesto rapido el Subinspector levanta la pierna y la suela de su pulcro mocasin
negro golpea con fuerza la boca del estomago de Luis que se dobla hacia delante y se deja caer
de rodillas en el suelo. Ramon se acerca a él inclinandose, porque no se puede colocar de
cuclillas por su cojera, coge el pelo de Luis le levanta la cabeza y le susurra al oido:
-No me vuelvas a insultar rojo desgraciao, me cago en tu vida maricón, de mi no se rie
nadie, no me vuelvas a insultar porque te matare.
Estira hacía él del pelo largo y negro y levanta Luis del suelo que lanza un alarido,
despues lo deja caer sobre la silla.
A Luis le arde la cara, esta intentando aguantar las lágrimas para no dar la satisfacción a
su interrogador de verlo llorar. Pero el dolor es insoportable además teme seriamente por su
vida. No comprende como han podido detenerlo, siempre fué cuidadoso. Al comenzar el
interrogatorio, cuando el Subinspector no había comenzado todavia a golpearle intentaba pensar
cuales habían sido los factores que habían provocado su detención. Tenía la sospecha de que
alguíen podía haber dado un chivatazo, ¿pero quíen? Alguno de los nuevos, no lo creía posible y
a los veteranos se sentia demasiado unido a ellos como para que pudieran traicionarle,
sinceramente no creía tener un topo dentro de su célula. Pero una vez que las bofetadas
empezaron a llover sobre el cuerpo de Luis, sus pesquisas y dudas desaparecierón. En ese
mismo instante tan solo deseaba que aquello terminara pronto, que el policía se cansara de
interrogarle, que llegará la mañana y con ella el sueño del subinspector, que algun superior
pusiera fin a ese trato. Un diente oscila en su cavidad y la sangre caliente que brota desciende
por la garganta mezclada con la saliva, Luis no consigue soportar el sabor pastoso y dulzón y
vomita.
-¡Seras cerdo, hijoputa! Exclama el Subinspector apartándose del chorro de bílis ácida
que emana de la boca de Luis. - ¡Me has salpicado los zapatos “desgraciao”!. Y de nuevo una
mano ligera se desplega del cuerpo de Ramon para abofetear a Luis.
- Basta por favor -ruega el detenido entre llantos- deje de pegarme, me va a matar.
El policia se acerca a la puerta la entreabre y saca su cabeza por ella.
- ¡Carmen, traete una fregota y un cubo, haz el favor!
Cierra la puerta y se acerca a Luis:
- Voy a por un cafe, mientras tanto ve pensandote que es lo que quieres hacer en lo que
nos queda de noche.
En la puerta se oyen dos golpes: - ¿Permiso? - Dice una voz femenina. - Concedido
Carmen- responde el Subinspector.
Una mujer mayor de pelo rizado de color blanco y pequeña estatura acceede en
la estancía arrastrando un cubo y una fregona. No aparta su vista del suelo en un gesto sumiso,
no mira ni al policia ni a Luis. Ramon sale del cuarto y Carmen comienza a recoger la
maloliente regurgitación del joven, que tose y escupe restos de bilis y sangre con el pecho
apoyado sobre las rodillas.
- Ayudeme por favor. -Súplica Luis. - Por lo que más quiera ayudeme, me va a matar.
La señora sin apartar la mirada del suelo realiza pequeños pero significativos gestos de
negación con la cabeza.
- Escuchemé. -susurra Luis.
Carmen se aproxima al detenido y acerca su oido a la boca de Luis.
- Apunte este número, si algo me ocurriera llame y pregunte por Ana, digale que la
quiero, que sea muy feliz, inventese una historía no le diga que he sufrido ni que me han
golpeado, no serviria de nada denunciarlo.
La señora mira prudente en dirección a la puerta alarga el brazo y recoge la
estilografica de la mesa, con ella escribe el número de teléfono en su mano vuelve a depositar
con pulso tembloroso la pluma en su lugar y continua recogiendo. Se detiene, con la punta del
delantal limpia los restos de vómitos de las comisuras de Luis, le mira, le acaricia el pelo:
- Que Dios te ayude hijo, que Él se apiade de ti.
En esos momentos el Subinspector atraviesa el umbral.
- ¿Todavía no has terminado Carmen?
- Ya me marchaba -replica la casí anciana mujer.
- Cierra la puerta cuando salgas.
Así lo hace pero no sin antes lanzar una última y fugaz mirada sobre Luis.
- Muy bien, Luis. - dice el policia retomando el interrogatorio. - Parece ser que esa tal
Ana te importa mucho. ¿Pero sabes que voy a hacer con ella cuando la encuentre si no contestas
a mis preguntas?
Luis levanta la cara y lo espía con su ojo semicerrado. Un hilo de saliba rojiza descuelga
por su barbilla y pequeñas burbujas de sangre aparecen entre sus labios cada vez que realiza una
respiración.
- La traere aqui, la pondre sobre la mesa le bajare las bragas y me la follare hasta que
me suplique que pare y que la deje en paz. Después golpeare su cabeza contra la esquina de la
mesa y terminare ahorcandola en la celda con una sabana para que todos piensen que se ha
suicidado.
- Luis se incorpora como impulsado por un resorte y se avalanza sobre su interrogador
que lo esquiva provocando la caida del joven en el suelo. Con las manos en la espalda y en
posición fetal abre la boca intentando lanzar un grito que no escapa atrapado por el llanto, de un
labio a otro la pegajosa saliva forma barrotes como los de las rejas de una prisión y finalmente
Luis consigue expresarse:
- ¡No, maldito hijo de la gran puta, tuerto gilipollas, cojitranco inutil, te he dicho que no
te acerques a ella, te matare como la toques, me has oido te matare gris cabron!
El rostro del subinspector se enciende como una tea por la cólera. Arrastrando su pierna
inutil se acerca a Luis y con el dedo indice y pulgar atrapa el apendice nasal apretandolo con
fuerza, las venas aparecen gruesas entre los nudillos y los huesos de la mano del policia y los
musculos de su brazo se estiran y sobresalen en posición de ejercicio máximo.
Luis lanza alaridos de dolor, estira y encoge las piernas intentando zafarse de la dañina
tenaza que lo ha atrapado.
- ¡ He dicho que no me insultes, joder! - Brama el subinspector. - Estoy harto de tus
lloriqueos y tus pataletas. Ahora te vas a sentar y vas a comenzar a darme uno por uno todos los
nombres y todas las direcciones que yo te pida. ¿Entendido?
- ¡Vete a tomar por el culo mamonazo!
El Subinspector libera la presión y un chorro de sangre comienza a brotar de la nariz de
Luis, que no cesa de llorar en el suelo. La sangre es abundante y acaba de teñir de rojo la camisa
y los pantalones del detenido. Que se encuentra de rodillas con la frente apoyada en el suelo.
El Subinspector se desespera, no puede creerlo. Ha visto a muchos estudiantes, putas,
raterillos derrumbarse a la segunda bofetada y este rojo cabron estaba aguantando una de las
mayores palizas que él hubiera propinado en su vida. Y eso que Ramon Marquez sabía como
dar una hostia: su mujer era testigo y victima de ello y la consentida de su hija y otros muchos
de los detenidos que habían pasado por esa sala sabian de lo efectivo que era tanto el dorso
como la palma de la mano de Ramón.
Se acerca renqueante hasta la ventana coge la cinta que hace que la persiana suba o baje
y estira de ella hacía abajo. La luz mortecina de la madrugada invade la habitación junto a la
brisa humeda y fresca que viene
desde el mar que penetra purificando el ambiente y mezclando su olor a salitre con la del sudor
de los dos cuerpos humanos y la de la sangre de uno solo. Consulta su reloj, las seis y media.
Pronto amanecera, si Luis no le empieza a dar nombres la noticia de su detención correra como
la polvora y todos los implicados abandonaran la ciudad en el primer autobús que les sea
posible.
Camina el metro y medio que lo separa de Luis lo sujeta del brazo y con una fuerza que
no se adivina al ver su famélica constitución lo alza y lo arrastra a la silla sobre la que lo deja
sentado.
-¿ Quién es Ana?. Pregunta el policia totalmente fuera de sus casillas.
- No lo se. Contesta Luis que esta completamente despavorido, ni siquiera sabe lo que le
pregunta, solo contesta intuitivamente con la mente en blanco pensando en una posible salida o
en algo que ponga fin a ese dolor.
- ¿Quién captaba a la gente?
- No lo sé. Y la mano huesuda golpea de nuevo la cara.
- ¿Donde os reuniais?
- No lo sé. Y de nuevo la espada de Damocles deja caer su peso sobre su mejilla.
- ¿Donde imprimias los panfletos?
- No lo sé. Nueva bofetada.
- ¿Quién es Ana?
- Dejeme ya por favor.
Cuando el Subinspector levantaba la mano para lanzar otro golpe sobre Luis la puerta se
abre una nueva voz de hombre joven atraviesa el ahora gelido aire de la habitación.
- ¿Ramón?
- Si.
- ¿Puedes venir un momento.?
- Claro, enseguida. La mano desciende, entra en el bolsillo y saca un pañuelo blanco
que seca el sudor de la frente del Subinspector.
- No te muevas todavia no he acabado.
Ramon sale de la habitación y Luis escucha como los dos hombres hablan entre ellos
con un tono de voz muy bajo. Todavia le sangra la nariz, grandes lágrimas descienden por su
deformada cara. Ya no lo puede soportar más, de repente una idea atraviesa su mente. Mira la
ventana abierta y piensa que lanzarse por ella es la mejor solución. Esta helado, muy asustado y
es incapaz de coordinar y encauzar sus ideas. Cuando se dispone a lanzarse sobre la ventana la
puerta se abre de nuevo y reaparece el Subinspector con un paquete de fotos que Luis reconoce.
El policia las deja sobre la mesa y se acerca a la ventana, vuelve a estirar de la cinta y
baja la persiana.
- No tienes cojones muchacho. - masculla.
Regresa a la mesa y se sienta en una silla tras ella. Al otro lado Luis lo observa.
- Han encontrado estas fotos en tu casa Luis. Vamos a jugar un poco, yo te las enseño y
tu me vas diciendo quien son las personas que aparecen en ellas.
Ramon toma la primera foto y se la muestra a Luis que la mira vagamente.
- ¿Quíen es?
- Juan. Responde Luis llorando.
- ¿Juan que?. Muy bien Luis, vamos progresando, Juan ¿qué?
- No me acuerdo. Por favor estoy cansado.
- ¿Tú fumas Luis?. El inspector ve una puerta abierta observa a Luis desmoralizado,
cansado. Si ahora se lo gana conseguira que comience a hablar. Luis asiente. El inspector
enciende un cigarrilo y se lo acerca a Luis.
- Mira Luis, a mi esto no me gusta ¿sabes?.- El tono amenazante del Subinspector ha
variado en uno más suave- Yo solo cumplo con mi trabajo. Tengo tantas ganas de que esto
acabe como tú. Si quieres podemos acabar con esto. Tan solo tienes que decirme sí, Luis.
Contestarme a lo que te pregunte y esta pesadilla acabara y podremos irnos a dormir. ¿Qué
quieres Luis?, ¿Quieres que esto acabe?
Luis asiente con la cabeza.
El inspector sonrie, saca un juego de llaves de su bolsillo y quita las esposas de su reo.
- Muy bien chico has hecho lo correcto.
Luis se aprita las muñecas, le duelen. Coge el cigarrillo, lo saborea, nunca uno le había
sentado tan bien.
- Vamos Luis acabemos con esto.
El inspector se sienta de nuevo con aires renovadores y briosos, coge el mazo de
fotografias en blanco y negro del que retoma la primera.
- ¿Quién es?
- Juan Perez, pero el no tiene nada que ver. Es un compañero de facultad, no tiene
ideales solo desea acabar pronto su carrera y volver de profesor a su pueblo.
- ¿Y este? - Pregunta de nuevo, convencido de la explicación anterior.
- Fernando Olivos. Repartia propaganda en la universidad.
- ¿Donde la imprimiais?
- En una imprenta en una callejuela cercana al Liceo.
El inspector esta satisfecho pasa una nueva foto y su gesto cambia de repente, Luis
descubre asustado un brillo letal en el ojo sano de Ramon mientras este se incorpora
rapidamente lanzando la silla hacia detras.
- ¡Maldita puta consentida!
El inspector se avalanza sobre Luis asestandole un puñetazo en la sien que lo tira al
suelo. Luis intenta incorporarse pero su estomago recibe una sincronizada tanda de patadas
conjuntada con una buena dosis de insultos e improperios. En una de ellas, tal vez motivado por
la colera, quizas el poco equilibrio que la pierta mancada le ofrecía a Ramon o quizas
deliberadamente la punta de su pie golpeo la nuez de Luis. Un crujido como el que hace una
piña de pino en un incendio detiene a Ramon. Luis agoniza en el suelo, un ronquido profundo
mana de su boca junto a un gran vómito de sangre. Alarga el brazo hasta alcanzar la fotografía
que Ramon habia dejado caer al suelo en su ataque de colera. La acerca a su cara y se ve
sentado junto a Ana abrazandola. Sonrie.
- Te quiero cariño. - Balbucea antes de morir.
Más tarde cuando el Subinspector de policia Ramón Marquez, falangista de vocación,
con mala sangre desde la cuna, rencoroso vengativo, tuerto y cojitranco, intentaba conciliar el
sueño en su casa oyo como sonaba el telefono y más tarde a su hija Ana llorar y gritar en la
cocina. Mientras se giraba de costado y el sueño le atrapaba murmuró “maldita puta
consentida”.

3.-
El día que tú naciste, mi niña, me pareciste la cosa más hermosa del mundo. El dolor era
intenso puesto que no quise ser anestesiada. Quería sentirte, quería notar tu cuerpo saliendo de
mis entrañas después de nueve meses llevándote conmigo. Cuando los médicos te dejaron sobre
mis brazos no deje de llorar y besarte, tu llorabas conmigo. Parecías entenderme, parecías decir:
“mama estoy aquí no llores más” como tantas y tantas veces a lo largo de estos diecisiete años
hemos hecho juntas.
Ahora creces y te haces mayor. Te he visto reír de alegría, llorar frotándote una rodilla
malherida en el suelo junto a tu bicicleta azul. Te has enfadado conmigo y otras veces me has
abrazado y tus costillitas se clavaban en mi pecho mientras yo acariciaba tu pelo castaño tan
idéntico al mío.
En cambio cuando yo nací, mi madre se moría desangrada en el hospital, mientras mi
padre se acostaba con una prostituta. Seguramente una de aquellas pobres viudas que huyeron
de la miseria y el hambre de la post-guerra.
Aquel hombre fue una mala bestia durante toda su vida con todo el mundo que le rodeo.
Vivía para el rencor y el odio. Proyectando su incapacidad, su cojera, en golpes y maltratos
sobre los más débiles: mujeres, estudiantes, indigentes. Ninguno podía defenderse y eso le hacia
sentirse fuerte porque el odiaba al resto de personas tanto como se odiaba a si mismo y le
asqueaba su cuerpo y deformidad.
Yo crecí bajo el manto de su rabia y la sumisión de su segunda mujer. Nos golpeaba a
las dos, al igual que hizo con mi madre, lo mismo que hizo con todos los detenidos que pasaron
por sus manos fuera cual fuera el delito. Hasta que una noche uno más borracho y más rabioso
que él le rajo el estomago de arriba abajo y él recogió sus tripas mirando todavía socarrón a su
asesino, burlándose de la muerte a la que tan poco temía por tantas veces haberla llamado.
Para aquel entonces yo ya llevaba cuatro años sin verlo, sin querer saber nada de él y lo más
triste es que llore cuando me lo dijeron. Aquel desgraciado me hizo llorar incluso en el día que
deje de temer por volvérmelo a encontrar, por volver a notar su mano golpeándome la cara o
husmeando debajo de mi falda.
Le odie todo lo que pude hija mía. Quizás por eso te he protegido tanto a ti durante estos años,
no he dejado que te apartes de mi lado ni que conozcas la vida como yo la conocí, la bebí, la
absorbí. Pero ahora es el momento de que escapes, de soñar, de no escuchar a la gente de oír tu
corazón.
Eres bella. Como lo fui yo. Incluso hasta hace muy pocos años el tiempo me respeto y no
envejeció en demasía mi rostro ni cubrió de blanco mi pelo. Ahora el proceso se ha acelerado.
De mis diminutos pechos tan solo me queda uno y un pañuelo cubre mi cabeza para ocultar la
calvicie. Me muero pequeña mía y por eso te cuento estas cosas. No he llegado a los sesenta y
soy una pobre vieja que se muere devorada por un cáncer y que es en ti, la persona en la que he
puesto la esperanza de mi vida, sobre la que hago un examen de conciencia y recuerdo mi
existencia marcada por el miedo a mi padre, la amistad, la lucha para cambiar el sistema y por
un amor que se fue trágicamente.
Desde que murió no volví a hablar más de él. Ni siquiera a tu padre, al que tanto quiero y el que
tanto me ha ayudado y ha amado durante tantos años.
Conocí a Luis en una de las clases de la universidad. En una asignatura de primero. Él era
mayor que yo y esa era una de las pocas asignaturas de la carrera que le quedaban para
terminarla. Se acercó a mi con alguna de sus estúpidas excusas, podías reír con el día y noche, y
sus ojos negros me atraparon me envolvieron y ya no pude apartar los míos de los suyos durante
aquel año. Creo que no los he apartado de mi mente, de la retina desde aquella mañana en la
facultad.
Todavía hoy parece que lo estoy viendo, pobre Luis, su mirada sincera, su voz que atronaba en
mitad de las conversaciones y que concentraba en su fuerza todos los oídos, todos los corazones,
todas las ilusiones estaban puestas en el en sus ganas de vivir.
¿Sorprendida? No lo estés. ¡Claro que he amado a tu padre! Lo he querido y lo querré hasta el
cercano día de mi muerte. Pero el recuerdo de Luis me ha acompañado siempre haya donde he
estado.
En el vi el refugio donde protegerme de mi déspota padre y en las ideas que representaba la
manera de infringirle moralmente el daño que me produjo físicamente con sus palizas y abusos.
Un falangista de cuna con una hija roja. ¡Menuda mierda de ultraconservador!. Los domingos
nos hacía a todos ir a la iglesia, bendecir la mesa todos los días y luego se emborrachaba y se
acostaba con putas todas las noches satisfaciendo sus más oscuras perversiones.
Perdona mi lenguaje, ratita, pero a estas alturas afronto la vida con rabia, de cara y la insulto, no
me modero porque no lo merece. Me trato mal mis primeros años y me quito lo que más quise
en mi juventud y me va a privar de verte crecer y de la tranquilidad junto a vosotros en la
senectud.
No he sido una persona creyente, jamás creí en una fuerza superior creadora del universo. No
entendía que de la nada se pudiera crear ni que un Dios justo y bueno permitiera el mal y el
dolor. Y ahora me pregunto dónde iré. Me aterroriza la muerte, me asusta dar cuenta de mis
actos, ser juzgada por ellos y no tengo nada que ocultar pero me resisto a morir no me ha
derrotado tanto como para esperar la muerte con la misma aquiescencia con que lo hizo mi
padre.
LA RETIRADA

El alto mando envió la orden desde su posición en los altos de Escandón. Vicente Rojo
era implacable en su parte:
Imposibilidad total de romper el cerco. Aranda penetra por
Cedrillas y San Blas. Abandonen inmediatamente la plaza.
José se encontraba recostado sobre los sacos de arena que protegían una ametralladora
“Hopkins” cuando un enlace llego corriendo por la calle San Martín.
-¡Valenciano, Valenciano: que dice Vicente que juntéis todas las maquinas y les metáis
mecha!.
-¡Copón chaval! ¿Qué cuento es ese? - Pregunto José levantándose como un resorte de
su duro asiento.
-Que tenemos que salir esta noche. Dinamita las máquinas y luego lleva a tus hombres
al puesto de mando.
El enlace jadeaba apoyando sus manos en las rodillas. Escupió dejando que un hilo de
gelatinosa saliva colgara de sus labios sin querer alcanzar el suelo.
-¡Vamos muchacho!, ve a decírselo a Menéndez que está en el Ovalo!.
La voz de José sonó hueca, llena de preocupación. El joven lo miró aturdido y tardó en
reaccionar, hasta que el estruendo de una explosión lejana pareció devolverle a la realidad
impulsándole en una carrera por la calle sujetando la cincha del fusil para que no caiga al suelo.
23 Llama al acemilero, Blas. Desmonta la máquina y llévala al centro de la plaza. Yo
voy a por los morteros.
24 ¿Salir por dónde José? Pregunto Blas mientras comenzaba a separar las distintas
piezas de la ametralladora.
25 ¡Yo que coño sé.! Nos lo dirán luego. Igual han hecho bolsa en el Arrabal y quieren
que salgamos por allí.
José se alejo con grandes zancadas, colocándose con su mano izquierda la gorra que
acababa de recoger del suelo y llevando en su mano derecha su fusil “Mauser”, sin volverse a
mirar a su Jefe de Maquinas que todavía se preguntaba el modo en el que iban a salir de aquel
Teruel asediado por todo su perímetro. Al aplastar la gorra contra su cabeza José sintió en la
palma de su mano el tacto de latón de la insignia que lo delataba como mando del ejercito.
26 Puta guerra, estamos todos locos.- Masculló entre dientes a la vez que quitaba la
gorra de su cabeza para acercársela a su boca y arrancar con sus dientes el pequeño
trozo de latón que acabo sobre los escombros de una casa derruida.
Sobre la desvencijada ciudad la noche comenzó extender un manto negro, sobre el que
la luz de las cercanas explosiones bordo alamares dorados y el estruendo de las bombas se
mezclaba en un cocktail de muerte con los gritos de los mandos que iban dando ordenes
inconexas por doquier. Junto a José pasaron corriendo tres soldados y este que hasta ese
momento parecía haber caminado sin rumbo, ausente a todo lo que ocurría a su alrededor
comenzó a correr gritando: “¡Los morteros, llevar los morteros a la plaza!”.

VICENTE

Vicente dejó de hablar unos segundos al escuchar el sonido de la explosión que acababa
de tener lugar en la plaza y que hizo temblar el suelo sobre el que centenares de soldados se
agolpaban en silencio, intentando escuchar las palabras de aquel fornido hombre del que se
contaban innumerables historias, que circulaban mitificando su figura entre los hombres de su
tropa. José lo miraba atento a tan solo cinco o seis metros de él. En el momento del estruendo
su cuerpo se encogió instintivamente, recogiendo el cuello sobre los hombros en un temblor de
reconocida muerte. Al recuperar de nuevo la erguidse miró a Vicente que solicitaba silencio
con ambas manos abiertas desde la capota de un camión sobre la que se había subido para
lanzar su proclama.
27 Nos dividiremos en columnas y cruzaremos lo más separados los unos de los otros.-
Había dicho poco antes de la explosión desde su improvisado púlpito.-
28 Está loco José. Está loco. Cruzar el río. Nos mataran a todos, van a cazarnos como
a ratas.- Le susurro Blas al oído tirando de la manga de su chaqueta de cuero hacía
él.
29 ¡Cállate ostia que no me dejas oír!- Gritó José zafándose de un manotazo de los
dedos que ceñían su brazo.
El silencio volvió al lugar, los rostros cansados de los soldados mostraban la
resignación de aquellos, que como ancianos enfermos, esperan el momento de su muerte
sabiendo que poco es lo que pueden hacer para esquivar el frío aliento, que como esa oscura
vieja del cuadro de Goya, corta el hilo de la vida de aquel que la espera. Vicente con su
profunda Barba cubriendo un rostro moreno curtido por el sol volvió a dirigirse a la tropa.
30 Ellos no han colocado máquinas suficientes debajo de la estación. Y además estas
se encuentran muy dispersas. En el momento en que empecemos a cruzar no sabrán
hacía donde dirigirlas y con el desconcierto, si lo hacemos rápido, podremos ir
saliendo a lo largo del río. Un pelotón por compañía hará cobertura de fuego una
vez que su columna halla cruzado. Después uniros en grupos de más hombres y
avanzar hasta las líneas de Villaespesa donde ya estaréis a salvo. Que tengaís suerte
muchachos.
Alguien gritó un viva a la República que fue coreado por los casi dos mil hombres que
allí se encontraban. Para luego dejar paso a un alubión de murmullos mientras Vicente Rojo se
apeo del camión y se dirigió a una tienda de campaña. Los murmullos eran de aquellos que
pensaron que lo mejor era resistir y esperar que la 28 División de Jover y la 35 División
internacional de Walter rompieran los dos anillos que envolvían la ciudad de las tropas de los
Generales Franquistas Valiño, Múgica, Martín Alonso y el Coronel Muñoz Grandes. Pero ese
contraataque ya había sido ideado por Vicente Rojo desde Cedrillas y las tropas enviadas
habían ido cediendo terreno hasta acabar huyendo a la desbandada. Por tanto lo que muchos allí
no sabían era que la única posibilidad con la que contaban era con el abandono de la plaza
rompiendo el cerco. Los únicos que conocían esa noticia eran los Estados Mayores
Divisionarios y de Brigada que ahora se encontraban en el interior de la tienda de campaña
junto a Vicente González. La decisión de romper el cerco la habían tomado el día anterior 20 de
febrero, cuando los destacamentos de cobertura de la 101 Brigada que luchaban al otro lado del
viaducto tuvieron que cruzarlo para retirarse al interior de la plaza y cuando todas las
comunicaciones de Teruel con el exterior habían sido cortadas al tomar los moros Regulares de
la División 83 la carretera de Valencia en el Km 1. Así pues, Teruel, era una ciudad de nuevo
sitiada y sin posibilidad de reponer víveres, ni alimentos, ni la de evacuar heridos (los últimos
lo hicieron la noche del 20 por un camino rural que llevaba a Villaespesa). Bajo esta apremiante
situación se habían sentado a deliberar los mandos aquel frío día de febrero, en el que el
Teniente Coronel de la 101 brigada y comandante militar de la plaza expuso que era necesario
romper el cerco y abandonar la ciudad cuanto antes si no querían que todos ellos fueran
aniquilados allí dentro, el ya había perdido más de quinientos hombres de los 2000 con los que
contaba en los últimos días. Valentín González, al que todos conocían como El Campesino,
aceptó, como Jefe de la División, está propuesta de Mateo Diez al que únicamente le impuso
una condición. La evacuación no se haría esa noche del 20 de febrero sino al día siguiente con
el fin de idearla y repartir entre la tropa las últimas existencias de intendencia. Además durante
el siguiente día se encargaron de la destrucción de todas las armas y abastecimientos que
pudieran ser de ayuda al Ejercito Nacional.
José cogió a Blas del Brazo y alzando la voz para que este le pudiera escuchar le gritó
al oído:
31 ¡Lleva a los hombres al final de la calle. Yo me reuniré con vosotros allí en una
hora.!
32 ¿ Qué dices Valenciano?, ¿Dónde vas ahora.? -Interrogó Blas mientras metía en su
zurrón con un churrusco de pan seco, un chorizo y cuatro cargadores que un
encargado de intendencia iba repartiendo a todos los soldados.
33 ¡Tú calla y haz lo que te digo!. Si no estoy yo allí para entonces hazte tu cargo de
todo.
José abrazo a Blas y recogió sus cuatro cargadores para después salir corriendo en
dirección al Arrabal dejando atrás a su compañero que le grito sorprendido algo que José no
pudo escuchar.
Cuando llego jadeando a las primeras casas derruidas José se tiro al suelo junto a unos
hombres de la 46 División que luchaban a brazo partido a distancia de fuego contra los
soldados franquistas que empezaban a dominar las posiciones.
34 ¡¿Qué ha pasado con la máquina del de Campillo?.- gritó José desde el suelo a un
soldado que se parapetaba de la balas apoyándose sobre unos escombros.
35 ¡Sigue al otro lado de la calle! Le acaban de lanzar granadas ahora mismo pero aún
se oye disparar de vez en cuando.! ¿Qué esta pasando mi sargento? El enlace ha
salido hace una hora y todavía no ha vuelto. Los tenemos ya encima y casi no
quedamos efectivos.
36 Aguanta todo cuanto puedas, y luego vete al Ovalo, antes de las diez, corre todo
que puedas porque van a salir por ahí las tropas, muchacho.
José se levantó y cruzó agachado a la carrera la calle en dirección a donde estaba la
máquina del de Campillo. Dónde días antes el mismo había estado destinado. Las balas de los
sorprendidos soldados del Ejercito Nacional silbaron a su alrededor y algunas incluso estallaron
en el suelo a poca distancia de sus pies. Cuando llegó junto a los sacos de arena el espectáculo
que encontró allí era dantesco. Los dos servidores de la ametralladora yacían muertos con el
rostro quemado y algunos miembros amputados desperdigados por doquier. Y Julián el del
Campillo disparaba con la mano izquierda la “Hopkins” mientras que con la derecha se sujetaba
los intestinos que asomaban por un boquete abierto en su guerrera a la altura del estomago del
que manaba grandes borbotones de sangre.
Julián había sido pastor en El Campillo justo antes de la guerra, luchó por colectivizar
las tierras y cuando lo lograron pastoreo con sus ovejas en las cerradas más fértiles del Señor
Montoro, que había sido dueño y señor de todas las tierras desde antes que él naciera. Por eso
cuando el levantamiento huyó al monte saltando por la tapia de detrás de su casa cuando los
Guardia Civiles fueron a su casa para darle el paseo, otros no lo hicieron confiando en la
justicia y en no ser culpables de otro delito que el de querer vivir en libertad y poder trabajar y
fueron encontrados días después pudriéndose junto a las cunetas de la carretera. Allí escondido
en una cueva, que ya había usado como refugio contra los temidos rayos en las frecuentes
tormentas eléctricas que lo sorprendían con su ganado en los calurosos días de verano, recibía
ayuda de su hermana Esther que cada dos días subía de noche al monte para llevarle comida y
contarle como sus amigos y vecinos habían huido o eran encontrado muertos uno a uno con un
tiro de gracia en la cabeza. Hasta que una de esas noches Julián vio llegar a su hermana abatida
con un pañuelo cubriendo su cabeza y llorando le contó como el Señor Montoro había
regresado de Zaragoza se habían las habían llevado a ella y a su madre los Guardias que les
habían rapado el pelo después de insultarlas y golpearlas interrogándolas por el paradero de su
hijo y hermano sin obtener respuesta alguna. “Ahora madre está en casa de Tía, esta muy mal”,
le dijo. “Ya nadie del pueblo no habla ni quiere ayudarnos, ahí mucho miedo Julian, se han
llevado a mucha gente ya, y la gente esta asustada, no les culpes por eso. Además”, dijo entre
sollozos, “Los hijos del Señor entraron el otro día en la “paidera” y pasaron a cuchillo a todas
las ovejas y corderos y luego mataron a pedradas al pobre Tobi que no dejaba de ladrarles
mientras degollaron el ganao”.
Julián le contó a José un día mientras compartían un cigarro como le pidió a su hermana que ya
no subiera a la cueva, que era muy peligroso y como una noche helada con el cielo cubierto de
estrellas bajo hasta el pueblo con el sigilo de un gato montes y cruzando arrastrándose entre las
tumbas del cementerio viejo llego hasta la tapia de la hacienda del Señor Montoro, cubierto de
tierra y con las manos ateridas salto la pared y cayo sobre el corral en el que dormitaban las
gallinas sobre sus palos, levanto la cerraja de la cerca y se interno en la casa del cacique
zambulléndose en la acequia que cruzaba el corral y aguantando la respiración cruzo el sifón de
la helada agua hasta llegar a la pesquera que había junto a una cuadra ya dentro del interior de
la vivienda. Julián le narró como con la ropa chorreando fue abriendo en silencio una por una
las habitaciones de la planta superior, como encontró vacíos los cuartos de los hijos mayores,
que seguramente estaban en la casa de putas, y como vio en una inmensa cama al viudo
Montero durmiendo sobre un mullido colchón de lana por el que los doloridos huesos de Julián
hubieran pagado una fortuna. Con un brillo de venganza en los ojos José le escucho decir a
Julián la forma en la que el señor se retorcía y los gritos ahogados le salían con la sangre a
chorro por la brecha de la garganta cuando se la abrió con el cuchillo montero que había sido de
su padre y que este le regaló antes de morir. Luego con las blancas sabanas cubiertas por el
espeso liquido volvió sobre sus pasos recibiendo un susto de muerte al encontrar a la hija de
Narciso el herrero, que era la sirvienta de la casa, en camisón junto a la puerta. La niña que
apenas tenia 10 años cogió sin decir una sola palabra la mano ensangrentada de Julián y lo
acompaño hasta la despensa donde lleno su morral con un grueso lomo de cerdo y un pesado
queso curado. Para luego en silencio como había aparecido dirigirse a su cuarto y volver a
colarse en la cama. Julián se arrastro de nuevo entre las tumbas con las primeras dulces del
Alba y durante días cruzo montes de sobras conocidos por el hasta llegar a la retaguardia del
Ejercito Republicano donde José lo había conocido.
37 ¡Me cagüen! ¿¿Qué haces Julián? Deja que te lleve. - Le dijo José cogiendo a Julián
de los hombros y tirando hacia él para que dejara de disparar.
38 ¡Quita joder!- Julián lanzó un manotazo ensangrentado sobre el sargento y siguió
disparando.
39 ¡No ves que yo ya estoy muerto! Vete de aquí que estos van a llegar ya José.
José resignado se lanzó sobre el tronco desmembrado de uno de los servidores que
había caído encima de un saco de arena. Lo retiró y levantó unos adoquines del suelo. Bajo
ellos había una caja metálica envuelta en una pernera de un pantalón de lana que José
desenvolvió para sacar de ella unos documentos perfectamente doblados y una foto en peor
estado que parecía tener unos cuantos años más que esos papeles. José guardo la foto sin
mirarla y abrió uno de los documentos para leerlo. Era una copia de una partida de nacimiento
de la zona nacional. En ella se podía leer:
Nombre del padre: Jose Ripolles Vall.
Lugar de Nacimiento: Segorbe (Castellón)
Fecha de Nacimiento: 19 de Septiembre de 1905.
Profesión: Maestro de Escuela.
Nombre de la madre: Maria Pérez Marco.
Lugar de Nacimiento: Madrid.
Fecha de Nacimiento; 7 de marzo de 1904.
Profesión: Enfermera.
Nombre del recién nacido: José Ripolles Pérez.
Lugar de nacimiento: Teruel.
Fecha de nacimiento: 3 de Enero de 1937.
José recordó mientras recogía los documentos la mucha suerte que tuvo de encontrarlos
sin rellenar, esparcidos por el suelo del gobierno civil algunos días después de tomar la ciudad.
Tras el bayonetazo en la pierna José permaneció agazapado con el niño en brazos
durante dos horas hasta que finalmente los edificios sitiados se rindieron. La herida de la pierna
era limpia y debido al intenso frío la circulación sanguínea de José se lentifico y apenas si
perdió un poco de la misma. El bebé estuvo dormido en sus brazos mientras él lo mecía y le
cantaba viejas canciones de niños que aprendió en sus años de maestro. Luego las enfermeras
de campaña le atendieron y cosieron la herida, que ahora unas semanas después tan solo era una
ligera molestia al correr o arrastrarse más propia de la precaución adquirida que del dolor en si.
Ellas se interesaron por el niño, que en ningún momento dejo José de sostener en sus brazos,
pero al salir cojeando del hospital mientras vagaba taciturno, entre hombres bebidos que
festejaban la victoria y cientos de personas que como si de ratones se trataran iban saliendo con
rostros mortecinos y agotados de los sótanos y bodegas que les habían servido de refugio
durante el asedio, un alto mando le grito desde un vehículo.
40 ¡Sargento! ¿Dónde va con ese niño?.
41 No lo sé mi comandante, lo encontré junto a una mujer muerta en el seminario.-
Acertó a decir José.
42 ¡Pues llévelo donde los civiles joder! Y vamos, alegre esa cara como todo el
mundo. Bramo el comandante a la vez que golpeaba el hombro de su chofer para
indicarle que continuara la marcha.
¿“Alegrar la cara”? se preguntó José. Pero si allí nadie era feliz. Por que iban a serlo.
¿Por no haber muerto todavía?, ¿Por haber matado más?, esa guerra nunca alegraría a nadie, ni
a aquellos que venzan, que cargaran siempre en sus espaldas con la pena de haber echado tierra
sobre hermanos suyos para que unos pocos pudieran seguir manteniendo su situación
privilegiada, ni sobre los vencidos que lloraremos el amargo sabor de ver muerta aquella ilusión
nuestra de la Republica, se dijo José. Faltaba aún un año para que la guerra terminara pero José
era ya muy consciente que si la ayuda del exterior no se intensificaba Franco arrasaría el país y
aquellos que no hubieran muerto o caído prisioneros deberían abandonar para siempre su tierra,
sus amigos vencidos y la tierra húmeda que ocupan sus padres.
José camino con dificultad hacía el lugar donde los civiles eran conducidos a la espera
de poder ser evacuados hacia Valencia. Casi dos mil civiles se encontraban en los sótanos del
convento de Santa Clara y del Seminario, que había sido habilitado como hospital, y entre el
gobierno militar y el hospital de Teruel sumaban casi mil almas humanas desarrapadas y
hambrientas que fueron evacuadas en trenes y camiones durante la semana posterior a la
conquista. José llego hasta la estación donde cientos de ellos se esparcían por los terrenos
aledaños cubiertos de mantas ajadas rodeados de soldados y enfermeras que custodiaban unos y
atendían otros. La nieve había sido retirada del suelo horas antes por un batallón para que
enfermos y ancianos pudieran quedarse sentados o tumbados. Algunos hombres, los más
jóvenes, permanecían de pie, compartiendo un cigarro de picadura que seguramente algún
soldado les habría dado o interrogándose los unos a los otros sobre tal familiar o aquel vecino.
Sus rostros indicaban la dureza de aquella gente, las penas que habían sufrido en aquella
terrible batalla que el frío ayudo a magnificar todavía más. No había odio ni rencor, en sus ojos.
Solo resignación, la vetusta resignación de aquellos que han luchado toda su vida contra el
olvido y el abandono, el frío extremo y el trabajo más duro para poder salir adelante junto a sus
familias. Olvidados por todos durante siglos, viviendo en la más absoluta desidia por parte de
todas las autoridades eran ahora centro de atención de medio mundo y en sus tierras antes
ocupadas por solitarios pastores o labradores se concentraban ahora cientos de miles de
hombres dirigidos hacia allí como si de terneros se trataran, dispuestos a dar sus vidas para
alimentar las ansias y el hambre de poder de otros que jamás conocieron el inmenso dolor de
una muerte en su conciencia, ni sintieron las crueles heridas de la metralla.
Entre aquellos hombres creyó reconocer José un rostro de años pasados, sin duda
alguna mucho más felices.
-Pedro, ¿Eres tú?. Dijo acercándose con el niño en brazos .
Un hombre que se encontraba envuelto junto a una mujer y dos niñas en una larga
manta de cuadros como las usadas por los pastores de la zona alzó la mirada con gesto de
interrogación.
-Pedro, ¿Qué no te acuerdas, soy yo el chulaor?.
José vio en las arrugas, en la piel arada por el sufrimiento un rostro de la infancia.
Recordó a Pedro, el sobrino del boticario de Segorbe que venia todos los veranos desde
Concud, donde su padre ejercía de practicante, a casa de su tío que vivía en la casa de al lado a
la de José y que por lo tanto se convirtió en compañero de hazañas y travesuras de aquellos
calurosos veranos, en los que Ramón el boticario los llevo juntos por primera vez a ver el mar
una mañana de domingo en el autobús a Sagunto junto a su mujer y la prima de Vicente, Inés
que había abierto a José las puestas del sexo y el amor en su adolescencia antes de marchar a
Madrid a estudiar y conocer a su mujer Maria.
José recordó que cuando su hermano quedo ciego en Brunete José recibió carta de
Vicente en Madrid, interesándose por él. Narrándole que había sabido del suceso de manos de
su madre cuando regreso a Segorbe, para el entierro de su tío que ya muy mayor había dejado la
botica en manos de Inés. En la carta, casi quince años que no se veían, le contó como se había
casado con una muchacha de Concud, hija de un zapatero que vivía casi con lo puesto y que su
padre que esperaba de él que se fuera a estudiar medicina a Zaragoza había rechazado el
matrimonio y que ahora ambos vivían en casa de una tía de ella en Teruel y él por lo poco que
sabia de medicina trabajaba ejerciendo de capador y ayudando en distintos partos de bestias de
tiro y vacas o cosiendo alguna hernia a los famélicos cerdos por los pueblos de la zona, lo cual
le daba para mal vivir con los dos hijos que ahora tenían. Recordó José la cara de sorpresa de
María apoyada en el banco de la cocina con Miguel sentado junto a ella en el suelo,
preguntándole como habría sabido de su dirección en Madrid. Para entonces Maria y Miguel
aún vivían y a José pese a sus ideas de izquierdas jamás se le había ocurrido alistarse voluntario
en el ejercito popular.
43 ¿Pedro me escuchas?. El hombre siguió mirándolo sin reconocerlo rodeando ahora
con más fuerza entre sus brazos a su mujer e hijas.
44 Pedro soc jo, “El Chulaor”, el germá de Ramo. ¿No tén arrecordes.?
El hombre apenas muda su expresión, sostiene con su mirada el brillo negro de los ojos
de José y extendió una sucia mano cruzada de surcos y sabañones hacia él, con la palma abierta
hacia arriba.
45 ¿Tens alguna cosa de menjar Jusep? La meua dona i jo portem dos díes en ayunes.
José sonrió lleno de júbilo y esperanza a la vez que rebuscó entre los bolsillos de su
zamarra de cuero, hasta dar con la helada superficie metálica de una lata de sardinas que
colocó en la temblorosa mano de Pedro.
46 Yas, afaga aço.- Dijo José sujetando todavía entra su mano la de su amigo. - ¿qué
vos a pasat, que feu aci?.
Pedro giró con avidez la llave que enrosca la chapa que cubre la lata de sardinas. Detrás
de él dos mujeres detienen su conversación y lo miran con envidia como reparte entre su mujer
e hijas las sardinas y luego vierte el aceite sobre un trozo de pan resequido que devora con
avidez. José evito mirar a las mujeres.
47 La meua dona i jo viviem en Concud. Quan va a comensar látac vindre ací a casa
de les seues ties.
José saco un cigarrillo de su chaqueta que colocó en sus labios. Luego extrajo un
mechero de mecha naranja que coloco en la mano del brazo que rodeaba al niño e hizo girar la
rosca con la palma de su mano libre hasta que la mecha prendió y José le dio unos leves
soplidos para luego acercar la punta del cigarrillo a ella. Al hacer esto sintió al niño remecerse
bajo la manta que lo protegía del hielo.
48 Pedro necesite un favor. Agarreu al Xiquet. Jo no puc portar-lo amb mi.
Pedro lanzó una risotada al aire, despertando al niño que comenzó a llorar
compulsivamente, algunos de los que les rodeaban contemplaban la escena intentando
averiguar que hacía un soldado Republicano con un niño en brazos hablando en Valenciano con
aquel harapiento hombre.
49 Aci no hi ha menjar, Jusep y es un altra boca més. Dijo Pedro señalando con la
mirada a sus hijas.
50 Per compassió. Ruega José.
En ese momento la robusta mujer que acompañaba a Pedro, que hasta el momento
permaneció en silencio alargo los brazos y arrebato al niño de las manos de José que la miro
sorprendido.
51 ¡Trae “pa-ca” burro más que burro!”- aseveró la mujer mirando a su marido que se
encogió dócil bajo la manta.
Asunción que así se llamaba la mujer, supo poco después José, se coloco con decisión
el niño sobre las piernas, rodeándolo con un brazo, el otro lo introdujo por debajo de un grueso
jersey de lana manipulando bajo él hasta que dejo al descubierto un pecho rosado que ella
acerco a la boca del niño, inclinando un poco la espalda y acercando el bebé hacía ella.
52 Mire como me lo tenía este animal.- Dijo la mujer refiriéndose a su pezón que se
encontraba en carne viva.- Malparí un chico hace un mes, el miedo sabe. Y este
animal todas las noches se agarra a él como si fuera un niño. Para matar el hambre
dice.
A José le sorprendió el tono que uso la mujer para referirse al episodio de su hijo
fallecido. Sin pena ni odio, por el miedo a las bombas que le produjeron el aborto. Era como
hubiera querido decir que paso y ya está, como tantas otras cosas que les habían ocurrido. Tanto
se habían hecho aquellos hombres y mujeres a la miseria y la resignación se preguntó José que
apuraba una última calada de su cigarro antes de pasárselo a Pedro. Cogió la mano de la mujer
apretándola con fuerza mientras ella le sonrió cómplice y Pedro fumaba resignado.
53 Muchas gracias, señora.
54 Me llamo Asunción.
55 Gracias Asunción. Pedro, ponerle al chico mi nombre y mi primer apellido y el de
mi mujer María que era Pérez. Cuando acabe todo esto os buscare para llevarlo
conmigo. Solo te pido que lo cuides hasta entonces, tu mujer es fuerte y lo hará, lo
sé. No puede faltar mucho para que acabe esta maldita guerra y cuando lo haga, yo
iré a por el niño. - Dijo José poco convencido de lo último que acababa de expresar.
56 ¿Sabe dónde nos van a llevar? Interrogo un hombre detrás de él.
57 No lo sé. Quizá a Valencia, aunque es probable que solo les alejen del frente y los
dejen en zona Republicana. - Miro de nuevo al niño que mamaba con fuerza del
pezón de la mujer, le acarició la pequeña cabeza y recoloco la mata sobre sus
hombros desnudos. - Cuídate José. - Susurró y se alejo de allí entre los quejidos y
llantos de niños y heridos que iban esparciéndose en el forzoso olvido de su mente,
al que se obligaba siempre para no volverse loco con tanta desgracia, mientras se
alejaba de allí forzando la marcha y a su malherida pierna.
Esa misma tarde José encontró el montón de documentos abandonados por el suelo, del
Gobierno Civil mientras buscaba un rincón apartado donde curarse la herida y descansar. Podía
haber sido evacuado junto al resto de soldados y civiles heridos pero se negó ante su enojado
capitán aludiendo que su herida estaría sana en pocos días. Al descubrir que eran partidas de
nacimiento en blanco cogió una de ellas y se dirigió corriendo todo lo que su dolor le permitía
hacia el puesto de intendencia, donde un conocido suyo, famoso entre la tropa por los favores
de estraperlo que hacía, rellenó el documento con su maquina de escribir. Una vez éste
cumplimentado se encontraba en su poder, José con energía renovada se encaminó hacia la
estación bajando penosamente todos los peldaños de la escalinata (no se si estaba construida ya)
para comprobar después preocupado que el numeroso grupo de civiles se había reducido. Entre
ellos comenzó José a buscar a Pedro y su familia durante horas sin tener éxito, interrogando a
todo el mundo. Hasta que una mujer que dijo ser la tía de Maria explicó que a ellos los habían
sacado en un tren hacia unas horas y que si sabía donde los habían llevado. José contesto que
no y se marcho desconsolado del lugar. Días después mientras ayudaba a Julián el del Campillo
a montar su maquina, decidió enterrar en el suelo los documentos, que eran de zona nacional, a
la espera de mejores acontecimientos.
58 ¡Lárgate que vienen!. ¡Vamos José que se nos echan encima.
José despertó de su aturdimiento y vio a Julián con la espalda apoyada sobre los sacos
de arena sujetándose las tripas con ambas manos ahora. El cañon de la ametralladora humeaba
retorcido y reventado por el incesante trabajo. José se acercó a Julián que inconcebiblemente se
mantenía con vida, como si se negara a dar por cumplida su venganza con el degüello del
Cacique y no quisiera abandonar esta guerra, y lo agarro por la nuca.
59 Ven te llevare - le grito mientras intento colocárselo sobre los hombro, escuchando
a su vez los atronadores disparos de fusil más cerca.
60 ¡No, déjame, no te das cuenta. - Bramo Julián retorciéndose por el dolor. - Déjame
aquí yo voy a morir y tú lo harías también si me llevas.
El gesto de Julián indicaba compasión, no quería marchar, ni siquiera probar la suerte
de una milagrosa salvación. José lo miro apesadumbrado y sacando su pistola del cinturón la
martilló para luego dejarla entre las manos de Julián que la recibió con amargos sollozos de
desconsuelo.
Ese día José corrió como no lo había hecho nunca. Ni siquiera de niño recordaba el
haberlo hecho así, con esa desesperación. Exponiendo su cuerpo a las balas. Pero no se
dirigieron hacia él. José escucho a sus espaldas un disparo de arma corta y tres seguidos de
fusil. Apretó con fuerza los dientes y con el puño del jersey se seco las lágrimas que
enturbiaban su vista mientras corría cada vez más, cada vez más rápido, tropezando con
escombros y cadáveres hasta cruzar el acueducto y subir agotado la cuesta en dirección a la
plaza. Allí su carrera se detuvo en seco.
61 ¡¿Qué haces ahí, muchacho?! - Grito a un acemilero que golpeaba con saña a dos
mulas.
62 Las mulas mi sargento, la voladura de las máquinas las ha asustado y no quieren
moverse. Estaban muy cerca cuando las han dinamitado.- Minutos antes habían
sido dinamitado tres piezas antitanque y los morteros.
El joven de unos veinte años siguió azuzando a las bestias en sus cuartos traseros con
una fina vara de mimbre. Estas, lejos de moverse, se repliegan cada vez más bajo los porches de
la plaza, sobre la que se ciñe una profunda oscuridad.
-¡Vamos acemilero, déjalas ahí que ya no nos sirven de nada. Tenemos que salir de
aquí!.
José corrió de nuevo dejando al muchacho atrás. Todavía en la carrera le pareció
escuchar el sibilante cimbrear del mimbre en el aire y los gritos e insultos del joven que siguió
empeñado en sacar de ahí las bestias. Al final de la calle, ya por completo vacía, vio a Blas
agitando los brazos. Jadeando llego hasta él.
-¡Coño Valenciano! ¿Dónde estabas?. Ya nos íbamos nosotros. Tenemos que llegar
hasta el río, más allá de la estación. Han dividido a los hombres en columnas por batallones.
Primero han cruzado los de la 10 brigada y el mando divisionario. ¡Me oyes Valenciano!
¡Pareces “alelao”, joder! - José si que lo oye. Jadeante se tapa aprieta su muslo con la mano,
sobre el pantalón de pana una mancha roja empieza a crecer, durante la carrera su herida se ha
abierto y los puntos han saltado dejando escapar la sangre con fuerza. - Los de la 10. Los de
Justino, vamos. ¿Te acuerdas, José, como lo imitaba aquel servidor que destripo un Tiznao(No
estoy seguro de que fuera un tanque utilizado en zona republicana) que le pasó por encima.
Todo borracho que iba siempre, ni siquiera sé como narices hacía para no atascar la
ametralladora.
En ese momento José tuvo la impresión de que Blas había perdido el Juicio seguía
parloteando sin parar: que si con la diez ha cruzado el Estado Mayor, no veas como iba el
Campesino, parecía un muerto oye, que si el conductor del tanque tiro para atrás y no vio
Martín, el servidor, que cantaba borracho tumbado en una mantas, ¿Te acuerdas Valenciano?
¿Cómo era eso de los cuatro muleros?.
63 ¡Me cago en tu calavera!, quieres callar de una puta vez. - José zarandeo por las
solapas a Blas que enmudeció un momento mirando al suelo.
64 Nosotros vamos los últimos, José. -Dijo Blas con la cara llena de miedo. Salimos
con los jefes de la 101 Brigada y Pedro Mateo quiere que seamos nosotros los que
les hagamos la cobertura de fuego. Te das cuenta Valenciano, nos van a freír. Esos
cabrones ya saben por donde tienen el agujero y nos van a freír a morterazos.
65 Si así quieren que lo hagamos, así lo haremos. No te vas a echar atrás ahora, Blas.
Que más da que nos maten, igual nos alivian ya de tanto sufrimiento. - José cogió
una de las dos bombas de mano que tiene Blas y la coloco en su cinturón. - ¿Cómo
vas para el naranjero?.
66 Suficiente. - Responde Blas.- ¿Y tú.?
José le enseña cuatro peines con cinco balas de Mauser cada uno y mira con
resignación al hombre bajito y medio calvo que había sido su jefe de maquinas durante tanta
guerra.
-¡Vamos Valenciano, que nos esperan!
Los dos hombres corrieron calle abajo hasta llegar a unos cien metros del río. Al otro
lado, como luciérnagas, brillaban los fogonazos de los disparos de uno y otro lado y los gritos
de hombres perdidos en la oscuridad buscando su batallón. El comandante Pedro Mateo Merino
jefe de la 101 brigada se estaba dirigiendo a sus hombres de Estado Mayor.
- Justino Frutos ha cruzado el río y ha lanzado un ataque entre la Muela y el Turia. Allí
sus líneas son más débiles porque tienen las ametralladoras muy separadas. Aun así están
cubriendo una buena línea dentro del río. En total son unos ochocientos metros, cruzar
separados entre vosotros y con el fusil en alto. Sobre todo no disparéis si no lo hacen primero o
estaréis expuestos. Si llegáis a Villaespesa estaremos salvados. Los de Ripolles se quedaran
haciendo la cobertura junto al río y cuando hallamos cruzado todos irán detrás nuestro.
Blas miro asustado a José, los dos sabían que aquello que el Comandante acababa de
decir suponía prácticamente firmar su sentencia de muerte. Realizar la cobertura y salir los
últimos, cuando los hombres de Franco se hubieran repuesto de la inicial sorpresa ellos no
serian sino pequeños ratones que iban a correr en grupo sobre un campo lleno de gatos. Y aun
así ninguno dijo nada al otro. Simplemente se miraron, y en su mirada reconocieron la amistad
que habían forjado durante aquel tiempo, una amistad cimentada sobre unas ideas comunes de
libertad y sobre aquellos momentos en que ambos sabían que el pasaporte hacía el otro barrio
podía quedar sin expedir dependiendo de la pericia del uno o del otro.
José confío en que aquella pericia los salvara a él y a sus hombres que en ese momento
lo observaban aturdidos y asustados. En ellos pudo ver una juventud desgarrada por la crueldad
de la guerra ojos de niños asustados que cambiaron la yunta por un fusil y se pregunto cuántas
historias había detrás de cada uno de ellos, cuántas familia rotas, separadas con hombres y
mujeres acribillados en las cunetas o escondidos en refugios rezando para que las bombas
cayeran lejos.
Dio la orden y todos con el cuerpo encogido se fueron aproximando al río tantas veces
silencioso y tranquilo y por el que hoy se estancaban atrapados en ramas cuerpos sin vida o
malheridos que se ahogaban sin remedio o morían ateridos de frío sin poder abandonar la orilla
atrapados por una mezcla mortal entre las heridas y el miedo. Separados unos tres o cuatros
metros entre ellos se introdujeron en un agua negra como la noche, cadenciosos como cazadores
a por su presa. José sintió chispazos de dolor caliente en su ya abierta herida de la pierna y
apretando los dientes levanto su fusil en alto para que no se mojara con el agua que le cubría
hasta la cintura. A su derecha Blas realizaba el mismo movimiento mientras instaba a los
hombres a avanzar con enérgicos movimientos de cabeza. Al otro lado lejanos y diseminados
algunos disparos sueltos y algunos gritos de los mandos nacionalistas que intentaban ordenar
sus líneas desbordadas por la huida en tropel de los soldados leales. José creyó ver entre los
chopos y la maleza sombras que se escurrían sigilosamente y dudo entre disparar o quedarse
quieto decantándose por esto último y cuando procedía a chistar a Blas para que este se
detuviera también un repiqueteante estruendo desgarro el silencio y la oscuridad quedo
fraccionada por las líneas que el destello de las balas trazaba. En un segundo, que a José le
pareció que discurría en eternos minutos como un castigo divino del que no puedes liberarte por
mucho que lo desees, vio como Blas se quedaba clavado en el sitio la cara desencajada de terror,
la boca y ojos muy abiertos en una mueca de muerte y con ambas manos enrolladas alrededor de
su cuello por el que se desangraba en cuestión de segundos por un agujero de carne quemada y
desintegrada. Blas cayo hacia detrás ya sin vida y su cuerpo lo arrastro la corriente río abajo. En
un suspiro el aliento se le fue, murió tan lejos de todo, de la razón, de su Rosa y sus hijas, de las
tierras que ahora estarían yermas o en manos de algún cacique, y que por defenderlas, por
defender el pan de los suyos ahora se descomponía atrapado en un remanso de agua, picoteado
por los cuervos y las alimañas, sin un lugar en el que descansar al que Rosa y su hijas pudieran
ir a rezarle y a llevarle manojos de trigo verde que ellas mismas habían sembrado en tierras que
les pertenecían, pensó días después José.
-¡Vamos, vamos, no os paréis.!- Arengo el sargento a sus hombres que sorprendidos se habían
quedado como estatuas de una civilización antigua que en una decrecida de agua el río descubre
de su interior. José a punto de alcanzar la orilla se abalanza sobre la hierba fresca y alta de la
rivera y apunta con su fusil hacía el lugar del que provienen los latigazos de fuego. El resto de
hombres parapetados tras troncos caídos o los recios chopos de la orilla del río hacen lo mismo
que él y una lluvia de balas atraviesa la noche de uno y otro lado. Hombres que corren en la
oscuridad, granadas de mano que iluminan la noche y dejan ver, como fantasmas, los rostros de
aquellos que se encuentran enfrente y entre tanto las ordenes del alto mando que ha comenzado
a cruzar el río, ahora ya sin sigilos a tumba abierta chapoteando, nadando cada uno como puede
hasta llegar a la otra orilla y comenzar una huida sin conexión alguna mientras los pocos
hombres que a José le quedan con vida realizan la cobertura de fuego necesaria para que Teruel
quede completamente evacuada y a merced de aquel hombre altivo que empeño cientos de vidas
en una cuestión de orgullo personal.
José disparó su fusil con tiento, a blanco seguro. Sabía que apenas le quedaban balas y
malgastar suponía una muerte segura. Rodó hasta un tronco carcomido tras el que escondió su
cuerpo y apuntando con el fusil esperaba a que un disparo del enemigo delatara su posición para
devolverle el fuego. Cuando es consciente de que el alto mando ha terminado de pasar el río y
cree que se encuentra a una distancia prudencial, sino muertos o atrapados, ordena con gritos
enérgicos a sus hombres que abandonen el lugar, que corran buscando una ya casi imposible
salvación y cuando el quiso ponerse en pie sintió que las fuerzas se le iban por la herida abierta
en su muslo de la que se le habían desprendido los puntos que una morena enfermera que se
llamaba Pilar y que le dijo que era de un pueblo llamado Fuentes Claras le había cosido con
sumo cuidado días atrás. José cayo con la pierna extendida apoyándose en su fusil y una rodilla
en tierra de nuevo intento levantar su cuerpo pero el esfuerzo fue inútil, el dolor era mucho así
como mucha era la sangre perdida sin que él en el fragor del combate hubiera sido consciente de
nada. Así que resignado se cubre de nuevo con el tronco, la espalda apoyada en él y saca la
pistola de su cartuchera rendido a dejarse atrapar o vender cara su vida. Ni siquiera lo oyó,
quizás sus pasos se mezclaron con los gritos de tantos hombres y los disparos o explosiones que
rompían la noche pero el culatazo en la sien lo tiro al suelo y en estado de semiinconsciencia
entro en un profundo letargo en el que los sonidos se hicieron lejanos, y la negra oscuridad dio
paso a un sueño placido en el que su mujer con belleza de juventud reía junto a él y giraba
acompasada por la música el día en que se casaron.
Los baches que el camión no podía o no quería esquivar lo despertaron. Aturdido se vio
rodeado de un grupo numeroso de soldados cubiertos por mantas, quejumbrosos y malheridos
que se hacinaban en la caja de aquel camión tambaleándose a cada tumbo que este daba en
silencio solo algunas toses y miradas de terror en los rostros de los más jóvenes y de alivio en
aquellos que como él sentían que la muerte era el mal menor para acabar con aquella pesadilla.
Estuvieron dos días encerrados en el corral de una gran casa señorial de un pueblo del
que nunca supo su nombre. Junto a él jóvenes soldados que llegados desde todas partes de
España habían luchado en las heladas tierras de Teruel mezclaban sus distintos acentos con los
de otros hombres venidos aun de más lejos y que se dejaron la esperanza en defender a un país
que no era el suyo. Pobre gente pensó José que ni siquiera iban a poder entender ni una sola
palabra de cariño que alguien les pudiera dar. Junto a los soldados hombres y mujeres vestidos
de paisano se mezclaban con ellos, presos sentenciados por un destino que siempre ha arrojado
el mismo final de miseria, hambre y muerte sobre los desheredados de la tierra.
Al segundo día por la mañana cuando a José ya le extrañaba la demora de su
ajusticiamiento, los dirigieron hacía uno de los cobertizos contiguos al corral. José pensó que
allí terminaba todo, su existencia en la tierra marcada por el sinsabor de la derrota y por ver
como aquello que más amaba desaparecía bajo los escombros de un edificio bombardeado. Sin
embargo ante su sorpresa lo que allí encontró fue un grupo de mujeres que reclutadas por el
ejercito nacional habían sido encargadas de preparar un rancho para los presos. Su primera
comida en dos días. El olor de las patatas y la carne en los grandes calderas hizo que su
estómago trepicara acuciado por el hambre y presto se coloco en la fila, de gentes cabizbajas
que se arrastraba suplicante vigilada por dos soldados armados desde la puerta, detrás de un
gigantesco soldado rubio y de ojos azules que le sonrió de forma limpia y sincera. Al llegar su
turno José reconoció a la mujer que con mirada tímida y esquiva le servia el plato de comida.
Era Asunción la mujer de su amigo Pedro a la que rápidamente interrogo sobre el niño. Ella
otrora fuerte y valiente estaba sumisa ahora por las miradas de los soldados, José volvió a
preguntar por el niño y un manotazo de uno de los soldados que se había acercado hasta allí lo
aparto de la fila tirándole el plato de estofado al suelo e insultándole hasta devolverlo de nuevo
al corral mojado y sucio sobre el que no cesaba de golpear una sempiterna lluvia. José se
acurruco junto a una pared enojado, tragándose su orgullo que sujetando con fuerza las lágrimas
de rabia que se le habían agarrado a la garganta y con el hambre golpeándole el estomago. El
soldado de la Brigada Internacional que estaba tras de él entro en el corral de nuevo y recogió
del suelo el cuenco sucio de paja húmeda que se le había caído a José. Bajo una canalera de una
teja limpió con el agua que emanaba el cuenco sucio y sobre el vertió la mitad de su rancho para
ofrecérselo luego a José a la vez que se sentaba junto a él. Éste sonrió agradecido y comenzó a
devorar ávido las patatas y la carne y cuando termino lió un cigarro que ofreció al extranjero
tras darle dos caladas. Así José inició la última amistad de su vida, juntos estuvieron hablando
durante largas horas. Entre signos y escaso vocabulario José conoció la procedencia Inglesa del
extranjero, su familia en Manchester, sus estudios de medicina y él le hablo de María y de su
hijo como si estos no hubieran muerto como si siguieran esperándolo en un Madrid que todavía
resistía fuerte y creía en una victoria posible. Rieron, se emocionaron y por un momento José se
sintió de nuevo libre, de nuevo vivo. Cuando el atardecer empezaba a cubrir de sombras el
corral un joven vestido de paisano se acerco a ellos y pregunto si él era José. José le respondió
extrañado que sí y éste le dijo que le acompañara que una mujer preguntaba por él. José se
incorporó mirando extrañado al extranjero que de nuevo le sonreía haciendo un gesto de
incógnita con los hombros y siguió al joven hasta una de las tapias del corral que tenia un
pequeño ventanal enrejado que daba a un extenso huerto sobre la parte trasera del caserón.
Cuando José se acerco vio a Asunción con el bebé en brazos tapado con una pequeña manta de
cuadros. Al sargento se le ilumino la vida sonriendo saco una mano por la ventana y los dedos
del niño rodearon uno de los suyo con fuerza, José sonreía y no paraba de dar las gracias a la
mujer mientras acariciaba al niño y le decía “hijo mío, ríe mucho hijo mío”. A José se le
saltaban las lágrimas y la mujer le contó como después de evacuarlos de Teruel los soldados les
abandonaron en una carretera para volver al frente porque necesitaban refuerzos, estuvieron
andando durante una noche un grupo de quince personas hasta llegar a este pueblo que era de
zona nacional y allí a su marido le habían puesto a trabajar reparando una carretera y ella
cuidaba de los enfermos que venían del frente o preparaba las comidas de los presos como había
hecho esa misma tarde. Le contó que habían fusilado a muchos, que intentara escapar y en esto
estaba cuando un tropel de tacones militares irrumpió en el corral y los gritos, sollozos y
suplicas se mezclaron con los empujones, culatazos e insultos. José tuvo tiempo de sacar las
partidas de nacimiento que había falsificado y se las entrego a la mujer que acerco la cabecita
del niño a las rejas para que José pudiera besarla después desapareció entre las cañas de las
judieras y la oscuridad.
El sargento como todos fue empujado a golpe de culatazos en los riñones y puesto en
fila junto a la puerta del corral, la noche había caído ya encima y los hombres se arremolinaban
y estrujaban los unos a los otros temerosos apuntados todos con fusiles cuya bayoneta había
sido calada. Un mando del ejercito nacional, delgado, alto con botas altas de cuero negro se
acercó a ellos y grito pidiendo silencio. Uno a uno los sollozos se fueron apagando, y de nuevo
el sonido de la lluvia lo abarco todo.
Solo una frase. Aquel hombre pronunció una única frase y en ella iba cargada toda la
destrucción y rencor que se ceñía sobre el país. “Señores vamos a darles un paseo”. Dijo con
una pequeña sonrisa asomando a su boca. Un hombre de piel curtida por el sol se adelanto en la
fila y exigió saber adonde los llevaban, era el antiguo alcalde comunista del pueblo y el fue el
primero, ni siquiera subió al camión, es más ni siquiera pudo terminar de pronunciar su arenga
porque el Capitán Franquista le descerrajo a bocajarro un disparo en la sien y este cayó como un
plomo sobre el barro, otra mujer salió gritando de la fila y se abalanzó de rodillas sobre el que
parecía ser su marido los soldados la arrancaron a empujones del cuerpo sin vida del alcalde y
junto a los otros la condujeron hacia uno de los tres camiones que esperaban fuera. Con ellos
recorrieron de noche y con las luces apagadas un vericueto camino que discurría por la ladera de
un monte espeso de coscojas y rebollos unos cinco o seis kilómetros hasta que helados por el
gélido frío de la noche los camiones se detuvieron. El de ellos iba cubierto por una lona verde y
no podían ver lo que ocurría en el exterior. José oyó como los laterales de otro camión se abrían
y de nuevo los gritos y amenazas hicieron que la gente bajara de ellos como si fueran animales.
Pasos ordenes y de nuevo el silenció y tras él aquellas temidas ordenes dadas al batallón de
fusilamientos. Un estruendo descerrajo la noche esparciéndose su eco por los montes de la sierra
y estremeciéndolos a todos de pies a cabeza alguna mujer grito pidiendo clemencia y uno o dos
hombres gritaron insultos desde dentro del camión hasta que nuevos gritos hicieron les hicieron
callar. Luego uno a uno sonaron doce tiros de gracia y con cada uno de ellos José apretaba los
ojos cada vez más fuerte, frente a él reconoció una cara joven que pronto reconoció era el
acemilero que golpeaba con saña las mulas. Que tendrá que ver él con todo esto pensó mientras
lo veía llorar desesperadamente con su cara de niño de pueblo no mayor de dieciocho años.
Esta vez fue la parte trasera de su camión la que se abrió y de él bajaron a estirones y
golpes de fusil a nueve hombres y cuatro mujeres, incluida la mujer del alcalde. se movian
como zombies, como si ya estuvieran muertos, apretandose los unos a los otros, llorando,
extendiendo las manos hacia sus ejecutores, unos gritaban, proferian insultos, suplicas, la mujer
del alcalde permanecia rigida, serena, mirando desafiante al que minutos antes habia
descerrajado un tiro sobre su marido. Se oyo un ruido de cerrojos de fusil, los soldados se
encararon las armas y un temblor recorre a José por todo su cuerpo, antes del trueno mortal el
acemilero se separa del grupo corriendo y se adentra en la maraña de la noche y las coscojas,
dos soldados corren tras de él cuando el estruendo de fuego se bate sobre el grupo.
José cae sobre las piernas de alguién, le quema el pecho y respira con dificultad;
silencio, roto por las voces de los dos soldados que corren por el monte tras el acemilero. Corre
muchacho piensa, salvate de esta España. Uno a uno comienza a oir los disparos de gracia a
pocos metros de él. El pecho le quema, por la garganta reseca le sube un vómito de sangre. En
la lejania oye gritar "¡Lo veo, lo veo, esta subiendo por aquella colina". Una pistola se amartilla
a pocos centimetros de su sien aprieta los ojos con fuerza "no pares, corre todo lo que puedas"
de entre los montes dos disparos atraviesan el aire rasgando de nuevo el silencio,rebotando de
un monte a otro, multiplicandose por dos. José llora, escucha al capitan decir: "mira a este
maricón quema iglesias que pocos cojones tiene ahora" y después las sombras.

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