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COLUMNAS 21/22

1º BACHILLERATO
ÍNDICE

ROSA MONTERO (11) ÁLEX GRIJELMO (1)

- Una pequeña verdad - Conguitos y negritas.


- Seguir bailando
- El mal de dentro ALMUDENA GRANDES (2)
- Invisibilidad y silencio
- Hacer o no hacer - Lecciones del volcán
- Obsoletos huesos de aceitunas - Radical
- Islas de furor
JAVIER CERCAS (2)
- Una aguja en el corazón
- Porque lo permitimos - El Nobel: ni más, ni menos.
- Escoger la palabra - Mujeres al poder.
- Amparar y callar
- La avalancha retrógrada JAVIER MARÍAS (2)

- Tampoco caben Chaplin, ni


Keaton, ni Gila, ni Plauto.
ARTURO PÉREZ REVERTE (3) - Desprecio de la propia lengua.

- Matando al minotauro (o no) MANUEL VICENT (2)


- Fabricando misóginos
- Llamando al lobo como idiotas - Para salvarse
- A la carta
ELVIRA LINDO (4)
LEILA GUERRIERO (3)
- La guerra es la derrota de las
mujeres - ¿Por qué ahora?
- Siempre pagan los inocentes - Disculpas
- Predicar pero no con el ejemplo - Esquirlas.
- Una guía de restaurantes sin
música, por favor DAVID TRUEBA (2)

FÉLIX DE AZÚA (1) -Un mundo distraído


-Aquí es distinto.
- Admirable
ROSA MONTERO

Una pequeña verdad


Escribo en el borde del abismo. Nunca antes me había pesado tanto el

tiempo que media entre el instante en que redacto estas palabras y su publicación:

dos largas semanas. En estos momentos mercuriales, en dos semanas puede pasar

de todo. Convulsos son los días, amenazantes las noches. Y en cualquier instante

pueden salir las Furias a recorrer la Tierra.

Aunque hay algo que parece que no cambia: la utilización de la mentira en

los conflictos bélicos. Las guerras también se ganan con engaños, lo que por otra

parte quiere decir que podemos defendernos de Putin combatiendo esas fake news

de las que él es el rey. Aunque esto es fácil decirlo, pero muy difícil llevarlo a la

práctica. Todos tenemos un sesgo cognitivo que nos hace ver las cosas

deformadas. La realidad es un chicle que estiramos y encogemos

inconscientemente para adaptarlo a nuestros prejuicios y nuestras conveniencias. A

todos nos es facilísimo creer hasta la patraña más evidente si va a favor de nuestras

ideas, pero ni siquiera nos paramos a escuchar (a escuchar de verdad) un

argumento que va a contrapelo de lo que pensamos. Por todos los santos, ¡pero si

somos tan frágiles en nuestros juicios, tan maleables y previsibles que, si alguien

habla bien de nosotros, curiosamente después tendemos a verle de modo más

favorable! A mí me ha pasado: he pensado fríamente que Fulano era bastante tonto,


pero después Fulano ha escrito algo bueno de mis libros, por ejemplo, y resulta que

ya no me parece tan idiota. Y cuanto más angustioso el momento, cuanto más nos

jugamos, más tupidas las anteojeras que nos ponemos. En una guerra o preguerra

como esta todos terminamos medio cegatos.

Por eso son tan importantes algunas iniciativas informativas, como, por

ejemplo, Efe Verifica, un formidable servicio de la agencia Efe que está

desmontando a diestra y siniestra el aluvión de noticias e imágenes falsas, o como

el portal Maldita.es, que se ha unido a una red de más de 100 verificadores

mundiales y han creado entre todos una base de datos que se llama #UkraineFacts.

Asomarse a echar un mero vistazo en ambos sitios resulta desolador: hierve el

mundo de mentiras, unas malintencionadas y rabiosas, otras simplemente

estúpidas, y todas esparcen su veneno y hacen un daño incalculable en este

momento de dolor y de horror (pobres, heroicos ucranios).

Contrastar, reflexionar, abrir los ojos, he aquí algo bueno que podemos

intentar hacer en estos días de luto. Pero, pensando en lo resbaladizo que está el

mundo y en la falta de fiabilidad que tiene todo, también he llegado a otra

conclusión. Ya se sabe que los momentos bélicos son tendentes a las proclamas

pomposas. A hinchar mucho el pecho y llenarse la boca con grandes palabras. ¿Y

cuáles son las más grandes palabras que la humanidad ha hecho ondear desde

hace siglos? La primera, sin duda, libertad. Qué hermosa, desde luego, qué

necesaria la libertad para que una vida pueda de verdad llamarse vida. Y, sin embargo,

¿cuántas veces se ha esclavizado en nombre de la libertad a pueblos enteros? La libertad

de unos puede ser la cárcel, la tortura y la muerte para otros. Lo mismo sucede con otro

gran concepto: la justicia. ¿Quién no está a favor de la justicia? Pero recordemos el sesgo
cognitivo: lo que tú consideras justicia puede ser un atropello para tu vecino. Por no hablar

de la igualdad, otra bonita perla. En nombre de la justicia, de la libertad y de la igualdad

rodaron cabezas en la Revolución Francesa hasta colmar de sangre las alcantarillas. Quiero

decir que todas las grandes y bellas palabras son susceptibles de ser traicionadas y

convertidas en un arma de exterminio. Todas, menos una. La más hermosa palabra que hay

en el mundo es compasión, o tal vez prefieras denominarla empatía (hay un prejuicio contra

compasión que yo no comparto). Es el único de los grandes valores que no puede ser

retorcido y utilizado como herramienta de destrucción del prójimo, porque te obliga a

ponerte en el lugar del otro. He aquí una pequeña verdad a la que agarrarnos en estos

tiempos de tribulación y de mentiras. En un mundo en donde todo parece falso, este

concepto simple y obvio es una nuez de certeza irrebatible. Un rincón de luz en el que

atrincherarnos para intentar desde ahí mejorar las cosas. Yo ya no creo en casi nada, pero

creo en eso.

Seguir bailando
El ave del paraíso de Victoria es un pájaro originario de Australia. Es bastante

vistoso, pero su fama viene del espectacular baile de cortejo que realiza el macho.

Hay un usuario de Instagram, birds_perfection, especializado en colgar fotos de

aves. Ahí acabo de ver un breve vídeo que me ha dejado impresionada: un joven

ejemplar de esta especie se arranca a danzar frente a una hembra. Despliega y

levanta las alas, como quien alza los brazos, y esconde la cabeza detrás de cada

una de ellas alternativamente en un gesto elocuente y melodramático, igual que un

actor shakespeariano en pleno paroxismo interpretativo. Da saltitos de acá para allá,

cimbrea el cuerpo, esponja el pecho hasta convertirlo en una bola de plumas, y su

gesto de enterrar la cara en el ala (como si se llevara el dorso de la mano a la

frente) se va haciendo más vertiginoso. Cuando ya parece imposible que pueda


menearse a más velocidad y es evidente que está en la cúspide de su exhibición, la

hembra, que ha permanecido todo el rato entre nerviosa y displicente, alza el vuelo

y se marcha. Impresiona ver cómo el pobre macho detiene la danza, cómo se queda

con las alas extendidas como un pasmarote (toda esa ofrenda inútil), literalmente

boquiabierto, es decir, picoabierto, contemplando con ojos vidriosos cómo se va la

chica. No consigo olvidar el esfuerzo ímprobo del pobrecito pájaro y su desconsuelo.

Son unas imágenes conmovedoras (merece la pena verlas, ya sea en Instagram o

poniendo en el buscador Female Victoria’s riflebird unimpressed by mating dance).

Hace bastantes años hablé de otro ritual de cortejo extraordinario, el de las

mantarrayas, una criatura marina descomunal que puede alcanzar una envergadura

de ocho metros y un peso de 1.400 kilos. Pues bien, este gentil coloso oceánico es

capaz de impulsar su tonelada de carne fuera del agua a una altura increíble, y volar

haciendo piruetas antes de precipitarse de nuevo sobre el mar y darse un formidable

panzazo entre oleadas de espuma. Hay un vídeo de la BBC que recoge estos saltos

y que debe de estar entre las imágenes más hermosas que he visto en toda mi vida

(googlea More from BBC Earth - Mobula rays of Mexico). Cuando la filmación se

hizo, en 2015, se suponía que eran machos cortejando, pero un importante estudio

publicado en 2018 demostró que eran hembras que, a la hora de buscar pareja, se

ponen a nadar a toda velocidad seguidas por una cola de aspirantes, entre quienes

escogen a los más rápidos y fuertes. Y sus espectaculares brincos son para llamar

la atención y hacer que la concurrencia de machos sea lo más grande posible (me

encantan estas hembras decididas y atléticas).

Todo este esfuerzo de las mantarrayas, y los dolorosos tripazos en el agua,

conducen a un acoplamiento sexual de tan sólo 30 segundos de duración. Y


tampoco creo que las aves del paraíso empleen en su tejemaneje mucho tiempo

más. ¿Por qué será que cada vez encuentro más semejanzas entre el ser humano y

los demás animales? Puedo reconocernos fácilmente en esa excitación

anticipatoria, en el despliegue afanoso de la mejor versión de uno mismo, en el

palpitante frenesí. Y después, demasiado a menudo, en el anticlímax de la realidad.

Desde luego los genes son unos tiranos. Ya lo decía Schopenhauer: el amor es un

engaño de la naturaleza para conseguir la perpetuación de la especie. A las

mantarrayas quizá les baste la emoción sublime de volar y el tranquilizador logro de

aparearse, pero en nuestra especie, con las complicadas cabezas que tenemos,

habiendo disociado sexo y procreación, enajenados de nuestra parte animal y

conscientes de la superpoblación, las cuestiones amorosas nos cortocircuitan la

sesera.

Y no hablo sólo del amor pasional y sexual. Hablo de la básica necesidad de

que te quieran, algo que no sólo nos sucede a nosotros, sino también a muchos

otros animales, como, por ejemplo, los perros. Por eso me ha conmovido tanto ese

macho danzarín desdeñado, con su expresión de despavorida incredulidad y su

entrega hermosa e inútil. Y es que en él veo reflejado ese anhelo esencial que

experimentamos los humanos de ser mirados, apreciados y elegidos. A este

pajarito, y a todos los pájaros del mundo, con plumas o sin ellas, les recomiendo no

desmayar, volver a intentarlo y seguir bailando.


El Mal de dentro
Lo peor de las guerras es que hacen emerger el Mal de dentro. Me refiero a

esa zona oscura que todos llevamos en nuestros corazones, esa nuez de odio y de

furor. Y que conste que no soy una pacifista a ultranza; creo que hay situaciones en

las que no hay más remedio que defenderse. Lo que pasa es que ese recurso final y

a veces inevitable a la violencia siempre pone en marcha un mecanismo autónomo

que puede derivar en una catástrofe. Las guerras son monstruos que nadie controla,

de la misma manera que quien arroja una piedra a una ladera nevada es incapaz de

prever el volumen y destrozo del alud que puede originar. Incluso en el hipotético

caso de que, en un conflicto armado, una de las partes tenga la razón al cien por

cien, eso no evitará que acabe cometiendo alguna atrocidad. Porque el belicismo

hace cristalizar rencores y fanatismos, convierte el mundo en un tablero en blanco y

negro en el que el enemigo deja de ser una persona, saca de nosotros lo peor.

Nuestro corazón envenenado.

Nada de lo humano me es ajeno, decía el romano Terencio, y es verdad.

Todos llevamos dentro la posibilidad de ser heroicos, pero también la de

convertirnos en demonios. El estupendo periodista angloespañol Martin Roberts me

acaba de contar el caso de Dolours Price, antigua terrorista del IRA. Pasó por la

cárcel y al salir se casó con el actor Stephen Rea, el de Juego de lágrimas. Se

divorció dos décadas después, tuvo graves problemas con el alcohol y las drogas y

en 2013 fue encontrada muerta por una sobredosis que se consideró accidental.

Tenía 62 años. Poco antes de fallecer confesó que había secuestrado y asesinado a

una mujer, viuda reciente y madre de 10 niños, a quien el IRA tachaba de delatora.

Una acusación al parecer absurda, según Patrick Radden Keefe, autor del libro No
digas nada, que recoge la historia de Dolours. El secuestro rompió la vida de todos;

varios de los hijos de la víctima fueron toxicómanos y tuvieron problemas

psicológicos. Lo más patético es que, cuando la asesina confesó, seguía insistiendo

en que la madre era una chivata, como si eso, por otra parte, pudiera justificar de

algún modo su asqueroso crimen, un horror que sin duda le estaba comiendo las

entrañas, de ahí el alcoholismo, las drogas y el hecho mismo de contar la historia

cuando nadie se lo estaba pidiendo. Era la culpa, una culpa que se diría que no fue

capaz de asumir y que acabó con ella.

Y es que ¿cómo se puede convivir con el Mal, cuando el Mal eres tú?

Cuando has hecho cosas espantosas cegado por un fanatismo que ya no

compartes. Uno de los trayectos más largos que he recorrido en mi vida, ya me he

referido a ello en alguna ocasión, fue una entrevista que le hice a un integrante de

los GRAPO, una organización marxista radical y terrorista, en el penal de Soria. Fue

a finales de los ochenta; X tenía 30 años y llevaba más de 10 entre rejas. A los 18

se había metido en el grupo armado y en pocos meses asesinó a cuatro personas.

Por fortuna, lo detuvieron y encerraron. En las cárceles, el GRAPO mantenía a sus

presos dentro de células muy ideologizadas, pero, con el paso del tiempo, X acabó

rompiendo con ellos y escribiendo un libro en el que intentaba entender cómo es

posible que un chico de 18 años asesine a un perfecto desconocido y compre cava

barato y pasteles para celebrarlo (es lo que hizo). Yo fui a hablar con él cuando

publicó el texto; fue un viaje hipnotizante al pequeño infierno que llevamos dentro,

de la mano de un guía que había estado allí y había regresado. Si no escribo hoy el

nombre de aquel tipo ni el título del libro es porque creo que X, que cumplió su

condena y salió, tiene derecho a sobrellevar su vida de manera anónima y como

pueda. No creo que le sea fácil, aunque por lo menos él, al contrario que Price, hizo
frente a su responsabilidad sin excusas. Pero lo aterrador es pensar lo cerca que

estuvieron, tanto X como Dolours, de haber sido personas normales. Porque luego

lo fueron, o intentaron serlo. Lo aterrador es saber que cualquiera de nosotros,

suficientemente embrutecido por dogmas y proclamas, puede convertirse en uno de

ellos. Las guerras, no sólo las delirantes guerras terroristas, sino también las

oficiales, potencian por desgracia el Mal de dentro.

Invisibilidad y silencio
Tal vez ahora que está emergiendo al fin el atroz iceberg de los abusos

pedófilos cometidos por miembros de la Iglesia en España, nuestra sociedad

aprenda a mirar a las víctimas de agresiones sexuales con menos prejuicios.

Porque en los casos perpetrados por miembros del clero se da una curiosa inversión

del género de los agredidos: al parecer el 80% son varones, al contrario de lo que

sucede en la pederastia y en la violencia sexual en general, en donde las víctimas

mujeres ganan por goleada. Pues bien, como en este mundo nuestro, tan codificado

aún por las rutinas patriarcales, seguimos dándole más valor y credibilidad a la

palabra de los hombres que a la de las mujeres (¡pero si hasta nos pasa a nosotras!

Tendemos a pensar que lo que dice un hombre es “más serio”), la catarata de casos

espantosos que un montón de varones están relatando, sobre todo a este periódico,

tantos años después de que hayan sucedido, nos enseña que el silencio de las

víctimas forma parte precisamente de su victimización. Que no es una prueba de

que la persona engañe, sino más bien todo lo contrario.


Me refiero a esos listillos que, cada vez que una mujer denuncia abusos

pasados, saltan enseguida con la cansina cantinela de: “¿Y por qué no lo dijo en su

momento?”. El escritor Alejandro Palomas, que ha tenido el coraje de contar

recientemente cómo fue violentado a los ocho años por un hermano de la Salle

(estremecedor: sangró durante días), retoma esa pregunta para darle otro

significado: “Cuando me dicen ¿por qué ahora?, contesto ¿por qué no hasta

ahora?”. Y la respuesta es evidente: por el espantoso nivel de impunidad. Por la

normalización de los abusos. Por la indefensión insuperable de las víctimas. Un

silencio social atronador que es lo más preocupante, lo más repugnante.

Porque todos hemos sabido, desde hace décadas, que estas cosas pasaban

en los colegios religiosos, de la misma manera que se conocían, y admitían, los

abusos femeninos en la sociedad, hasta el punto de que a las mujeres se nos

enseñaba a intentar escapar de las manos pulposas, como si la vida fuera

simplemente así, una selva de depredadores y de gacelas. Ya he contado en más

de una ocasión que, de los 10 a los 17 años, tuve que coger el metro cuatro veces

al día para ir al instituto, y que, sobre todo cuando era más pequeña, pongamos

desde los 10 hasta los 14, probablemente no hubo un solo día en donde no se

frotara algún tío contra mí en los vagones, o me tocara el culo. Y esto era lo normal.

Nadie perseguía al agresor. La realidad era eso. Mala suerte si te había tocado ser

la presa indefensa en la pirámide salvaje de la caza.

La cifra que antes he dado del 80% de víctimas varones viene del tremendo

informe confeccionado por la Comisión Independiente sobre los Abusos de la Iglesia

Católica que se publicó en Francia en 2021, tras casi tres años de investigación. Allí

descubrieron que al menos habían sido agredidos 216.000 niños desde 1950
(330.000 si se incluía entre los pedófilos a catequistas y demás seglares que

trabajan dentro de la Iglesia). Muchos piensan, incluyendo al obispo Luis Argüello,

secretario de la Conferencia Episcopal Española, o al jesuita Hans Zollner, mano

derecha del Papa en su campaña contra los abusos, que la muy necesaria

investigación que debemos realizar en España arrojará resultados semejantes. Eso

supondría entre un 3% y un 4% de los crímenes de pederastia, tanto en Francia

como en España. Me temo que la Iglesia intenta cobijarse en esa cifra, insistiendo,

como hizo el obispo Argüello, en que “representan un porcentaje pequeño en la

relación con la problemática general”. Pues sí, pero el problema no es ese. El

problema es que siempre se supo y siempre se ocultó. Eso es ni más ni menos que

un delito: se llama complicidad con la pedofilia. La Iglesia entera, como institución,

ha sido encubridora de ese horror. Y es que el camino hacia la civilidad y hacia la

madurez del ser humano (si es que eso existe y es alcanzable) pasa por pelar una a

una las pesadas capas de los crímenes cometidos por los diversos poderes,

amparados en la rutina, en el prejuicio, en la inviolabilidad del propio poder. No hay

mayor violencia que aquella que se ejerce cuando esa violencia es invisible. Hay

que abrir los ojos y romper el silencio.

Hacer o no hacer
Una escritora mexicana amiga mía, XXX (la situación es tan peligrosa que no

quiero señalarla más dando su nombre), me mandó un e-mail desconsolado hace

unos días contándome una historia tétrica: en el penal estatal de San Miguel, en

Puebla, había aparecido en la basura el cadáver de un bebé de tres meses con una

incisión en el vientre. La noticia salió de refilón en un diario y nadie pareció hacerle

el menor caso. Mi amiga se espantó: que no se intentara esclarecer cómo había


llegado ese bebé a la prisión, si lo habían matado allí o dónde y por qué, le pareció

que traspasaba un colmo inadmisible del horror y de la impunidad. De manera que

convocó una concentración ante el penal para pedir que se investigara el asunto y

cuando llegó allí descubrió que ella era la única persona que había acudido a

manifestarse. Por fortuna también estaban presentes periodistas de 18 medios que

habían ido a cubrir el acto, ahora reconvertido en protesta individual. El tema salió

abundantemente en prensa (EL PAÍS p


­ ublicó un amplio reportaje) y empezó a rodar.

Las autoridades tuvieron que actuar: detuvieron a 21 personas y destituyeron al

director del penal, pero al parecer la trama aún no ha sido desenmascarada por

completo. Se supo que el bebé había muerto cinco días antes de ser encontrado en

la basura; falleció tras varias operaciones abdominales en un hospital de Ciudad de

México, a 140 kilómetros de Puebla. El niño llevaba un brazalete sanitario con su

nombre; cuando los medios difundieron sus datos, los padres del bebé,

horrorizados, corrieron al cementerio y descubrieron que el cadáver había sido

robado. La dudosa hipótesis oficial es que algunos internos usaron el cuerpo para

crear escándalo y echar a los mandos del penal. La familia se encuentra

amenazada y no quiere seguir haciendo declaraciones. Cuando la ley se tambalea,

triunfa el infierno.

En lo poco que va de año (espero que la cifra no haya aumentado cuando

salga este artículo), cuatro periodistas han sido asesinados en México, un país que,

según Reporteros Sin Fronteras, lleva tres años consecutivos siendo el que más

informadores mata en todo el mundo. Denunciar monstruosidades como la del bebé

en la basura conlleva un riesgo enorme; hace falta tener un coraje cívico, personal y

moral extraordinario. Es mucho más fácil callarse, elegir esa pasividad que

aparentemente no te ensucia: yo no hice nada, alegan los tibios de corazón,


creyendo demostrar con eso su inocencia. Yo no hice nada, dicen, ante un

linchamiento, un abuso, un acoso. Cierto, no lincharon, no abusaron, no acosaron,

pero lo permitieron. El Mal triunfa porque lo consentimos.

Hacer o no hacer. Creo que esta dicotomía es tan esencial como el célebre

“ser o no ser” shakespeariano. Porque Hamlet dudaba entre vivir o suicidarse, pero

optar entre hacer o no hacer nos define de manera radical como personas. No estoy

hablando de que todos estemos obligados a ser héroes: siento un respeto absoluto

ante el miedo insuperable. O sea, comprendo muy bien que haya periodistas

mexicanos que se callen, o que se marchen de su país. Creo que yo no tendría el

valor que muchos de ellos muestran. Pero el ejemplo de su coraje resalta aún más

la miseria de la pasividad humana en tantas otras situaciones que no son

arriesgadas. Y es que la vida nos está planteando todo el tiempo esa pregunta:

¿haces o no haces? ¿Vas a escoger intervenir, o prefieres la cómoda, cobarde y

sucia pasividad?

Como prefirieron la pasividad todas esas personas que pasaron durante

nueve horas al lado del fotógrafo suizo René Robert, de 84 años, que se cayó al

suelo a las nueve de la noche en una transitada calle de París el pasado 19 de

enero. Nadie se acercó. Nadie lo atendió. A las seis de la mañana, un ciudadano

que sí lo hizo, el único, avisó a urgencias. Ya no pudieron reanimarlo. Había muerto

de frío. Hipotermia severa, es el término clínico. Me pregunto cuántas decenas de

personas pasaron a su lado y eligieron no ver y no actuar. Hay gente que, como mi

amiga XXX, arriesga su vida por hacer lo que debe, y hay otros que prefieren no

hacer nada por mera y banal comodidad, para no complicarse la existencia. Y así,

poco a poco, casi inadvertidamente, omisión tras omisión, acabas convertido en un

canalla.
Obsoletos huesos de aceitunas
Madrid te Acompaña es una aplicación para móviles que acaba de crear el

Ayuntamiento de Madrid. Es gratuita y sirve para conectar a la gente mayor con la

red de voluntarios. El abuelo o la abuela en cuestión puede pedir ayuda a través de

la app para que lo acompañen al médico, o a hacer alguna gestión, o simplemente a

dar un paseo o ir al cine. Una amiga mía, que es voluntaria, me dice que el servicio

funciona muy bien. Creo que es una gran idea; incluso han pensado en los animales

de compañía y se ofrecen para sacarlos a pasear o llevarlos al veterinario, cosa muy

de agradecer. Todo perfecto, pues, salvo por un pequeño y maldito detalle: que es

una app, pardiez. Una aplicación electrónica en un servicio destinado a la tercera

edad. Y no quiero ponerme paternalista; yo misma soy viejuna y pese a ello me

encanta la tecnología. Pero no solo hay mucha gente en España mucho mayor que

yo (en 2020 había la friolera de 17.308 centenarios, el doble que en 2010), sino que

también hay otro buen montón de ciudadanos de mi edad y menores que no se

manejan con las nuevas tecnologías. Supongo que la idea de la app se le ha

ocurrido a alguien muy joven. E, insisto, está muy bien; no hablo de quitarla, sino de

complementarla. Hablo, sobre todo, de una gigantesca brecha que se está abriendo

en nuestra sociedad con la gente mayor.

Por esas casualidades de la vida, el folleto explicativo de la app municipal

llegó a mi buzón el mismo día que una mujer de mi familia me telefoneó indignada:

“¡En los bancos ya no te atienden! ¡Ya no hay personas! ¡Hay que hacerlo todo en el

cajero automático y si no sabes tienes que pedir ayuda al señor que está dentro, y si

le da la gana viene y si no, no, y siempre te sientes como una menesterosa, a

merced de que te toque alguien simpático!”. En su caso era un Bankia, que ahora es
de CaixaBank, pero creo que se trata de algo bastante extendido, y no solo en las

agencias bancarias: también en montones de trámites burocráticos, en la sanidad

pública (mi tío nonagenario jamás supo ver los mensajes de SMS que le avisaban

para vacunarse) y en todo, en fin. Este mundo tan hiperconectado está escupiendo

a los que no pueden conectarse como si fueran huesecillos de aceitunas.

No creo que haya habido nunca en toda la historia de la humanidad un

momento como éste en el que los viejos valgan menos y sean más despreciados.

Antes, quienes conseguían llegar a una avanzada edad, además de ser pocos, eran

depositarios del saber colectivo, individuos respetados por sus conocimientos y su

veteranía. Pero la fascinante e imparable revolución científica que estamos viviendo

ha quebrado el devenir cronológico natural; es bastante común que a los mayores

de hoy les falten unos conocimientos técnicos básicos que sus nietos dominan, lo

cual hace que esos ancianos nos parezcan idiotas, como si toda su experiencia no

sirviera de nada, solo porque no saben usar Instagram. Para colmo, ahora los

mayores somos legión y estamos supuestamente sobrecargando las arcas del

Estado. Están servidos los ingredientes de la tormenta perfecta del edadismo, que

es el creciente odio a los mayores, un prejuicio que va devorando nuestras

entendederas como una larva insidiosa.

Según datos del INE de enero de 2021, en España había 9.307.511 personas

mayores de 65 años (un 20% del total). Y envejecemos tan deprisa que, en lo que

va de este siglo, la edad media de la población ha subido cuatro años. Tú que ahora

eres joven y que te crees a salvo, no pienses que te vas a librar: el huracán

tecnológico es de tal calibre que dentro de muy poco las personas conectarán sus

cerebros directamente a los ordenadores cuánticos, por ejemplo, y quizá tú ya no


seas capaz de sumarte a eso. Siempre habrá un momento de descuelgue, el

instante en que te convertirás en huesecillo obsoleto de aceituna. Es urgente que

nos preparemos para eso; que intentemos paliarlo. Y así, se me ocurre que, además

de esta app, se podría poner un servicio telefónico, con una línea especial para

ayudar a resolver los trámites digitales; y desde luego sería importantísimo ir

haciendo pequeños cursos de reciclaje tecnológico para la gente mayor. Clases

regulares, permanentes, prácticas, fáciles. En vez de escupir los huesos de

aceitunas intentemos plantarlos.

Islas de furor
Hace años, cuando los españoles estábamos en medio de nuestra agitada

travesía hacia el enriquecimiento y se democratizaba a toda velocidad la corrupción,

escribí un artículo diciendo que uno no se corrompía de la noche a la mañana; que

no es que fueras un dechado de virtudes y de pronto se te acercara un día un señor

para darte un maletín lleno de millones por firmar, por ejemplo, la recalificación de

unos terrenos. Salvo raras excepciones, no creo que la tentación sea súbita y

enorme. Al contrario; pienso que para lograr que un día te ofrezcan una millonada

has tenido que trabajártelo antes muy bien; primero haciendo la vista gorda en

manejos menudos, luego colaborando en tropelías medianas y así sucesivamente.

Sí, convertirte en un mierda es algo gradual y vas haciendo méritos.

Pues bien, creo que esto mismo es aplicable a otro tipo de corrupción moral.

Lo siento, pero voy a volver a mencionar el caso de Verónica Forqué, porque es una

historia ejemplar que puede tener consecuencias sociales. Por supuesto que, como
han dicho otros antes que yo, MasterChef no es el causante de su muerte; los

suicidios son siempre multifactoriales, son el ojo de un huracán de circunstancias.

Pero por supuesto que MasterChef la maltrató. Todos sabemos que en pantalla se

monta y se expone la narrativa que el programa quiere; todos sabemos que

Verónica daba una imagen excéntrica, por decirlo de una manera suave; todos

sabemos que fue entregada a la audiencia para que la despellejaran. Y la audiencia

lo hizo con júbilo y pasión.

Pero lo peor es que no es sólo Verónica; y no es sólo MasterChef. Este

maltrato público se está convirtiendo en algo habitual, es una forma de

funcionamiento, una manera colectiva de ser miserables. Y como se llega a ello

poco a poco, igual que con la corrupción del maletín, a la gente le es más fácil evitar

la culpa. Por ejemplo, puedo imaginar a los jueces de MasterChef comentando un

día entre ellos, años atrás: “Jo, es que con fulano se han pasado un poco, pobre

tío”, algo incómodos ante un pequeño maltrato a un concursante; pero a fin de

cuentas era algo menor, y, además, ¿quién es el responsable último de tomar estas

decisiones? Y por otra parte, ¿no es bueno dar algo de carnaza por las audiencias?

No sé si ha habido una conversación semejante en el programa, pero son

comportamientos habituales que nos han podido suceder a todos en otro contexto.

Hablo de las progresivas renuncias al Pepito Grillo interior. De ir acorchando la

sensibilidad que hace que aún te turben determinadas cosas. Porque lo peor es

perseverar: hoy quizá escuezan un poco, pero mañana apenas picarán, y a la

tercera vez ya no sentirás remordimientos. Y así se va construyendo un ambiente

malsano en el que tener conciencia resulta hasta ridículo: si todo el mundo lo

aprueba, no voy a ser yo quien diga nada.


Lo mismo sucede con las redes. No hace falta ser trol, es decir, un

energúmeno oficial, para convertirte en un linchador en los comentarios a estos

programas. ¡Pero si parece un juego universalmente admitido! ¿No se han puesto

ahí los concursantes? Sí, se han puesto a concursar, no a que los insultes, pero se

ve que hemos perdido la perspectiva. Además de la vista, porque, ¿cómo se puede

ignorar que Verónica estaba padeciendo una grave crisis psicológica? Cuánto odio

destilan las redes contra la gente más débil: es lo mismo que hacen los

maltratadores en los colegios. El odio es un consuelo fácil ante el propio dolor.

Denigrar a los otros nos hace sentir por un instante más poderosos. Es un odio que

envicia y que degrada, también poco a poco. Cuantos más comentarios malvados

escribamos en las redes, más callosos seremos, más incapaces de ponernos en el

lugar del otro, de los otros. Así se va construyendo una sociedad asocial y

enrabietada. Ciudadanos que son islas de furor.

El suicidio de Verónica ha estallado en mitad de este circo inclemente como

una bengala que nos permite ver los monstruos que se agazapan en las sombras.

Ella era toda verdad en un mundo que es todo mentira y por eso su gesto final ha

removido los cimientos. Ha obligado a ver su sufrimiento a un montón de gente que

se negaba a ello; ojalá les remuerda la conciencia, y no ya para que se sientan

culpables, sino para que vuelvan simplemente a tener conciencia, maldita sea.

Quiero creer, en fin, que la muerte de Forqué no va a ser en vano.


Una aguja en el corazón

Hace unas semanas leí una noticia que me dejó un regusto amargo. Contaba

que la Audiencia Provincial de Ciudad Real había condenado a nueve años a X por

matar a un hombre. Resulta que el padre de X, de edad avanzada y condición física

precaria, tenía un compañero de trabajo, Z, que llevaba tiempo maltratándolo,

burlándose de él, dándole patadas y llamándolo despectivamente gitano. Indignado,

X telefoneó a Z para pedirle explicaciones y quedaron de noche en una rotonda. Z

apareció con su primo, cosa que me parece más bien amenazante, teniendo en

cuenta el carácter bravucón y abusador de ese mal bicho. Ambos se acercaron al

coche de X y éste sacó un cuchillo y se lo clavó al primo de Z, que murió casi en el

acto. Lo cual es una barbaridad, sin duda alguna. Más tarde se entregó a la policía

y, como es insolvente, sus padres se han hecho cargo de darle una indemnización

de 60.000 euros a la viuda y el hijo del fallecido. O sea: ese mismo padre anciano

que ha sufrido insultos y patadas vive ahora la amargura de tener un hijo en la

cárcel y de verse obligado a empeñar las pestañas para intentar compensar lo

incompensable, el asesinato de un hombre. Y todo ese horror y ese dolor lo provocó

un tipejo que ha salido de rositas del asunto. A mí me parece una tragedia griega.

Sé bien que el ser humano es contradictorio y calamitoso. Soy capaz de

comprender los fallos de los demás porque conozco mis propias debilidades, pero

hay dos cosas que me resultan imperdonables, y son la crueldad y la voluntad de

humillar. Dos maldades máximas que suelen ir unidas.

Pero hoy me voy a centrar en la humillación, que me parece el sentimiento

más destructivo que puede experimentar una persona. De hecho es tan tóxico y
vitriólico que abrasa a su paso, dejando siempre un rastro de cicatrices. La

humillación enferma, mutila y en ocasiones mata. Al parecer, la mayoría de los

adolescentes que han cometido ataques letales con armas en las escuelas de

Estados Unidos han sido niños acosados por sus compañeros; y siempre he

pensado que en el 11-S medió cierta dosis de humillación. Recordarán que entre los

terroristas de las Torres Gemelas hubo un número curiosamente elevado de

ingenieros, vástagos de la oligarquía saudí que habían estudiado en las mejores

universidades del Reino Unido. Pues bien, me es fácil imaginar a esos chicos,

acostumbrados a ser príncipes feudales en su tierra, siendo ninguneados de manera

hiriente por el esnobismo universitario inglés, que es poderoso. Y alimentando en

consecuencia un odio enloquecido e insaciable. La feroz ambición de arrodillar a

quien te ha arrodillado.

Con esto no quiero disculpar a los adolescentes asesinos y aún menos a los

fanáticos saudíes, que además es probable que se hubieran pasado a su vez toda

la vida humillando a cuantos consideraran inferiores. De hecho, creo que esa es la

combinación que genera más torrentes de rabia: el abusador que es abusado.

Deberían aprender de la lección, pero me parece que tienden a enquistarse en su

maldad.

Así que no lo digo como causa que exonera, sino para señalar el terrible

destrozo que provoca. El neurocientífico David Eagleman dice en su libro Incógnito

que el elemento más habitual en el origen de las esquizofrenias es el color del

pasaporte, porque el emigrante que se siente despreciado puede volverse loco. Y

también dice que el rechazo social produce el mismo impacto en el cerebro que el

dolor físico. Humillar a alguien es como clavarle una aguja en el corazón.


Sabiendo como sabemos el tormento que supone que te ninguneen, deberíamos ser

mucho más activos en la erradicación de estas actitudes. Que el hecho de humillar a

una persona se convirtiera en un acto asocial y abominable, un tabú como el de

hacer tus necesidades en público. Pero, claro, ¿cómo vamos a conseguir algo así si

nuestro mundo está construido por medio de una intrincada jerarquía de

menosprecios? Todas nuestras relaciones están impregnadas de humillaciones

sutiles y no tan sutiles; de clases primeras y segundas; de niños acomodados que

pueden comprarse las deportivas de televisión y de niños que se sienten inferiores;

de pequeños y calculados desdenes entre ciudadanos. En ese caldo de cultivo

medran los abusadores sin que nadie haga caso. Pienso en todo esto y siento asco

y miedo.

Porque lo permitimos

Veo en un vídeo de la ONG Educo.org que uno de cada cinco niños y

adolescentes que hay en España sufre acoso escolar o bullying. Si tenemos en

cuenta que la población menor de 18 años escolarizada suma 8.200.000 personas,

significa que ahora mismo, en plena mitad del primer trimestre escolar, hay

1.640.000 chicos y chicas en nuestra sociedad sufriendo un auténtico calvario.

Viviendo en el infierno, en fin, con el agravante de que, en esas edades, uno todavía

no sabe que incluso los infiernos pueden terminar. En la niñez y la adolescencia

todo es para siempre. Imagina vivir encerrado en un tormento así, silencioso y

eterno.

Aunque quizá no lo tengas que imaginar, quizá lo hayas vivido, porque el

acoso infantil ha existido siempre, lo que pasa es que antes no teníamos palabras
para nombrarlo. Y aquello que no sabes denominar es aún más difícil de asumir. Y

de combatir.

Leyendo la primera autobiografía de Nietzsche, De mi vida, escrita a la poco

habitual edad de 14 años, encontré este pasaje: “Ya por aquel entonces empezaba

a revelarse mi carácter [se refiere a sus siete u ocho años]. En el transcurso de mi

corta vida había visto ya mucho dolor y aflicción, y por eso no era tan gracioso y

desenvuelto como suelen ser los niños. Mis compañeros de escuela acostumbraban

a burlarse de mí a causa de mi seriedad. Pero esto no ocurrió sólo entonces, no,

también después, en el instituto, e incluso más tarde, en el Gymnasium”.

Acabáramos: ¡de manera que el pobre Nietzsche fue objeto de bullying durante toda

su infancia y al menos primera adolescencia! Quizá de ahí surgiera, a modo de

defensa y compensación, su megalomanía (escribir a los 14 años que “ya entonces

empezaba a revelarse mi carácter” tiene bemoles) y tal vez fuera un ingrediente

más, entre muchos otros, en el cóctel que le condujo a la locura.

Lo que quiero decir es que el acoso infantil tiene consecuencias. Deja

cicatrices permanentes, a veces mutilaciones, en ocasiones cadáveres. He escrito

varias veces sobre el bullying escolar y esos artículos chorrean sangre. Hablé de

Jokin, de 14 años, que se arrojó desde un acantilado en Hondarribia, en 2004, tras

dos años de tortura sistemática. Y de Carla, también de 14, que en 2013 se tiró por

otro acantilado, esta vez en Gijón, porque dos compañeras la maltrataron hasta la

muerte por su estrabismo. Y de Arancha, de 16 años, con discapacidad intelectual y

motora, que en 2015 se arrojó por el hueco de una escalera de seis pisos, en

Madrid, tras sufrir brutales palizas y chantajes por parte de un compañero (ante

numerosos testigos que nunca hicieron nada). Y de Diego, de 11, que, también en
Madrid y en 2015, saltó por la ventana de una quinta planta. Qué tremenda la

metáfora de sus suicidios: esa mentirosa libertad del vuelo final. Hay muchos

muertos más. Por mencionar tan sólo 2021, podemos citar a Illán (11 años) y Kira

(15).

Los casos fatales son la punta del iceberg. Las víctimas, ya lo he dicho, son

muchísimas más: cientos de miles. Unas pocas quizá consigan sacar algo bueno de

ese horror (Irene Vallejo ha dicho varias veces que sufrió acoso, y creo que su

hermoso libro El infinito en un junco nace en parte de ahí), la mayoría arrastrarán

secuelas de diversa gravedad y algunas simplemente no lograrán superarlo. Toda

esa angustia nos envenena socialmente. Es demasiado dolor.

Lo peor es que el bullying ha aumentado mucho en la última década (con

cierto parón durante la pandemia) y ahora cuenta con el grave añadido del

ciberacoso, que te persigue allá por donde vayas (antes el niño o niña maltratado se

salvaba en vacaciones: ahora no). Cuando mandes a tu hijo o hija al colegio, ten

cuidado e intenta mantenerte al tanto de su vida: puede estar siendo torturado. Pero

también puede ser torturador o cómplice. Porque no creo que los verdugos sean

muchos, pero los cobardes son legión. Con esos abusos escolares estamos

hipotecando el futuro de todos. Lo que hagas y lo que consientas que otros hagan

durante tu infancia, el nivel de humillación, injusticia y violencia que aprendas a

aceptar, será el modelo de tu vida adulta. Ya va siendo hora de tomarnos en serio

esta escuela de depredadores, este sufrimiento. El Mal existe porque lo permitimos.


Escoger la palabra
Leo en EL PAÍS un artículo estremecedor de la escritora nicaragüense

Gioconda Belli. Se titula Despatriada: una memoria personal del exilio y habla de la

terrible situación que se está viviendo en su país bajo la tiranía de Daniel Ortega.

Cuenta Gioconda que la primera vez que se exilió fue con 25 años y en 1975. Ahora

tiene 72 y, tras toda una vida luchando por la libertad, vuelve a estar errante por el

mundo llevando como toda posesión la pequeña maleta con la que vino a España a

ser jurado del Premio de Poesía Loewe. Le ha pasado lo mismo que a Sergio

Ramírez: ya no puede regresar a su casa. Me ha impresionado saber que allá han

quedado sus dos perros; ese desgajamiento forzoso de la manada familiar me

parece el ejemplo más elocuente del traumático robo de su vida.

El artículo de Belli nos habla del alzamiento popular de 2018, ahogado en un

baño de sangre (más de 328 personas fueron asesinadas: por contar eso en su

última novela, Tongolele no sabía bailar, es por lo que Sergio ha sido perseguido), y

de cómo la proximidad de unas elecciones que podrían sacar a Ortega y su mujer

del poder hicieron que ese binomio de sátrapas lanzara una represión descomunal.

Amparados en leyes de chichinabo impuestas a toda prisa en una Asamblea

controlada por ellos, persiguen, detienen, mantienen en la cárcel en condiciones

inhumanas a presos políticos y difaman a los opositores con acusaciones delirantes.

Todo esto es el abecé de los déspotas, un comportamiento por desgracia

demasiado habitual. Como también es habitual que haya aún gente en el mundo

que prefiere vivir con anteojeras, antes que prescindir de un dogma consolador. Me

refiero a todos esos descerebrados que se obstinan en apoyar regímenes

tremendos. Ahí está la larguísima agonía de Cuba, el horror de Venezuela. Que


haya individuos que consideren que eso es deseable y progresista me deja

patidifusa. Cuánto hay que empeñarse en cerrar los ojos y en no ver para seguir

sosteniendo algo semejante.

Pero además el exilio tardío y redundante de Belli y Ramírez nos conecta con

algo más profundo: con la manera en que escogemos vivir nuestras vidas. Toda

existencia tiene sus miedos y sus retos. A veces, el destino te coloca en situaciones

de verdadera heroicidad, como, por ejemplo, durante el III Reich: ¿esconderías de la

Gestapo a tu vecino judío? (muchos nos hemos preguntado si, ante un dilema así,

tendríamos el valor suficiente). Pero el coraje cívico y ético se manifiesta de muchas

otras formas. Qué difícil es seguir escribiendo y seguir denunciando, año tras año, a

un poder cada vez más corrupto y más represor, como han hecho Gioconda y

Sergio. Qué fácil hubiera sido para ellos callarse. Disimular un poco. A fin de

cuentas, ya han rebasado los dos los 70 años, ya han hecho mucho en su vida, ya

podrían decirse que han cumplido. Pero no: prefirieron ser fieles a sí mismos. Lo

explicó muy bien Gioconda en un bellísimo poema que incluyó en su artículo y que

voy a copiar en parte aquí: “No tengo dónde vivir / Escogí las palabras / Allá quedan

mis libros / Mi casa. El jardín, sus colibríes / Las palmeras enormes / (…) No tengo

dónde vivir. / Escogí las palabras. Hablar por los que callan / Entender esas rabias /

Que no tienen remedio / Se cerraron las puertas / Dejé los muebles blancos / La

terraza donde bailan volcanes a lo lejos / El lago con su piel fosforescente / (…) Me

fui con las palabras bajo el brazo / Ellas son mi delito, mi pecado / Ni Dios me haría

tragármelas de nuevo. / Allí quedan mis perros Macondo y Caramelo / Sus perfiles

tan dulces / Su amor desde las patas hasta el pelo. / Mi cama con el mosquitero /

Ese lugar donde cerrar los ojos / E imaginar que el mundo cambia / Y obedece mis

deseos. / No fue así. No fue así. / Mi futuro en la boca es lo que quiero / (…) Queda
mi ropa yerta en el ropero / Mis zapatos, mis paisajes del día y de la noche / El sofá

donde escribo / Las ventanas. / Me fui con mis palabras a la calle / Las abrazo, las

escojo / Soy libre / Aunque no tenga nada”. Hermosa y dura elección. Este artículo

va dedicado a los que siguen hablando. A los que no se callan frente a un dictador o

frente a un jefe injusto que abusa de un empleado. A todos los que eligen la palabra,

mi admiración y mi gratitud.

Amparar y callar
¿Cómo es posible que suceda algo así? Hablo de esa insoportable noticia de

hace unas semanas: una sexagenaria francesa fue drogada durante una década

hasta la inconsciencia por su esposo, que la ofrecía por internet a desconocidos.

Han detenido a 44 hombres entre 24 y 71 años, de todo pelaje y condición:

periodistas, bomberos, enfermeros. El marido tiene 68 años y lleva medio siglo con

su mujer, con la que tuvo varios hijos. Como el monstruo grababa los encuentros,

todo está documentado; los violadores sabían lo que hacían, porque, si la víctima

mostraba la menor señal de ir a despertarse, se marchaban. Al enterarse de lo

sucedido, la vida de la mujer “se ha derrumbado totalmente”. Qué dolor, pobrecita.

Repito, ¿cómo puede suceder algo así durante 10 años? Lo digo despavorida

y atónita, intentando entender el origen de este enorme Mal para poder combatirlo.

Recapitulemos: hay hombres capaces de cometer semejante atrocidad con su mujer

(y qué mala vida le daría cuando estaba despierta, me supongo); luego hay otros

tipejos encantados de participar en unas violaciones repugnantes; y también hay

señores que, cuando salió la noticia, y pese a las clamorosas pruebas de la


inocencia de la víctima, se apresuraron a comentar que seguro que ella lo sabía.

Qué les pasa a algunos hombres en la cabeza. Qué pedazo les falta en el corazón.

Los expertos resaltan que la prevalencia de la violencia sexual en los varones

es tremenda; el neurocientífico Eagleman habla en su libro Incógnito de 442.000

agresiones sexuales anuales cometidas por hombres en EE UU y sólo 10.000 por

mujeres. Por fortuna, la gran mayoría de los varones no son así, pero las cifras son

lo suficientemente elevadas como para comprender que ahí hay un problema. Un

conflicto que engorda por las pautas sociales y el prejuicio sexista.

Daré un ejemplo. En el estupendo libro Literatura y psicoanálisis, de Lola

López Mondéjar, leo este fragmento de la autobiografía Confieso que he vivido, de

Pablo Neruda. El escritor estaba en Ceilán, en un bungaló sin excusado, con un

cubo en el que hacer sus necesidades. Misteriosamente, el cubo aparecía limpio

cada mañana. Un día descubrió el secreto: “Entró por el fondo de la casa, como una

estatua oscura que caminara, la mujer más bella (…) de la raza tamil, de la casta de

los parias (…). Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera

(…) y desapareció con su paso de diosa. Era tan bella que a pesar de su humilde

oficio me dejó preocupado”. Vaya, qué interesante ese uso eufemístico de la palabra

preocupado; suena rara, y más en un hombre tan verboso, cuando en realidad se

está refiriendo a un calentón. A partir de ese día, Neruda la llamó “sin resultado” y le

dejó regalos, “seda o frutas”, que ella siempre ignoraba, porque pasaba “sin oír ni

mirar”.

Derrochando poesía, añade: “Aquel trayecto miserable había sido convertido

por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente”. Qué


pecado desdeñar al gran hombre, qué pícara travesura eso de ser una reina

indiferente (pero no era reina: era paria, lo más bajo de lo más bajo e indefenso).

“Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a

cara (…) se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi

cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus

senos la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue

el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos,

impasibles. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia”.

No sé qué me da más asco, si la tranquilidad con la que admite la violación, o

la insignificante y ornamental alusión a lo despreciable de su acto, o sus florituras

líricas, o el hecho de que esas memorias se hayan leído durante décadas, también

en los colegios por chicos y chicas, sin que nadie señale tal brutalidad. Así se van

creando esas cegueras sociales que lo permiten todo. Cuántas buenas personas,

muchas de ellas varones, se habrán sentido incómodas al leer este texto, pero lo

habrán dejado pasar sin más, porque formaba parte del orden de las cosas. Simone

de Beauvoir tenía razón: el machismo no es un problema de las mujeres. Es un

problema de los hombres con las mujeres. Y de la sociedad que ampara y calla.
La avalancha retrógrada
Aunque, con la que está cayendo, es un mito que cada vez resulta más difícil

de aceptar, todavía hay gente que piensa que la historia humana es una flecha que

siempre camina hacia delante; que hay altibajos momentáneos en el devenir del

mundo y sobre todo diferencias por países, pero que, en conjunto, el progreso existe

y es imparable. E incluso aunque no creas en la inevitabilidad del progreso, resulta

difícil imaginar una involución radical; que la esclavitud volviera a ser legal en la

mayoría de los países, por ejemplo, o que las mujeres perdieran otra vez todos sus

derechos. Pues bien, la mala noticia es que los imperios se hunden, las

civilizaciones se colapsan y el ser humano es capaz de olvidarlo todo. Hasta quién

es o quién fue. Basta con recordar, por ejemplo, el brillo intelectual y cultural de la

Grecia de Pericles, en el siglo V antes de Cristo, y el desbarate retrógrado de la Alta

Edad Media. En el transcurso de mil años, Europa perdió mucho.

Así que, quién sabe, puede que nuestro futuro se parezca a una de esas

tenebrosas distopías tan de moda. Pero lo importante es tener claro que estamos en

guerra. Y no hablo de esa nueva Guerra Fría global que se está articulando contra

Rusia y China, sino de una Guerra Tibia cotidiana. De luchar día tras día en defensa

de unos derechos humanos esenciales que le han costado a Occidente siglos de

sacrificios, sangre y sufrimiento, y que ahora mismo están siendo amenazados por

diversos frentes. Una avalancha retrógrada se nos echa encima; por un lado está el

dogmatismo islámico ultra, en franca expansión, que quiere acabar con la

democracia y degollar a los demócratas, y por el otro están nuestros propios

fanáticos involucionistas, también muy crecidos y feroces.


Pienso en todo esto a raíz de la restrictiva y bárbara ley del aborto que ha

sido aprobada en Texas, una batalla más dentro de la gran guerra. Pero una batalla

muy simbólica, visible y ejemplar. Porque, además de poner el límite en las seis

semanas de embarazo (lo cual se calcula que impedirá entre el 85% y el 90% de las

operaciones que se hacen en el Estado), se decreta, cosa extraordinaria, que el

cumplimiento de la ley no sea ejercido por las autoridades, sino que sean los

mismos ciudadanos, residan o no en Texas, quienes demanden a cualquiera que

“ayude o sea cómplice” de un aborto posterior a las seis semanas de gestación. Si

la demanda triunfa y hay condena, el demandante puede recibir 10.000 dólares de

ayuda del Estado para pagar sus costes legales. Ni que decir tiene que los

acusados no reciben ni un céntimo aunque sean declarados inocentes. Esta ley

insólita y salvaje está hecha así, dicen los expertos, para evitar que los tribunales

federales la revisen por su flagrante inconstitucionalidad. Pero yo creo que lo de

convertir a los ciudadanos en la avanzadilla de la represión, y la sociedad en un

sistema de delaciones bien pagadas, forma parte esencial de la estrategia bélica; es

una consecuencia de lo que he dicho antes: de la Guerra Tibia, cada día más

caliente. Todos los regímenes totalitarios apoyaron su poder en los matones de

barrio; todos los populismos ultras hacen lo mismo. Véase a los amigos de Trump

que asaltaron el Congreso; y a los antiabortistas que se plantan delante de las

puertas de las clínicas a hacer fotos, a insultar y amenazar a las mujeres. Pues bien,

tengamos algo claro: esto no se queda en Texas. Esta es una oscuridad que se

mueve y crece. Por cierto que esos antiabortistas tejanos tan preocupados por

preservar la vida también han aprobado, al mismo tiempo, una norma que autoriza a

los ciudadanos a llevar armas de fuego en público sin necesidad de tener permiso.

Esta es la medida de su hipocresía y de su belicismo.


Yo, que nací en una dictadura carente de derechos, sé lo que es vivir con las

manos atadas. Por ejemplo, hasta mayo de 1975, en España las mujeres casadas

no podían comprar un coche, abrir una cuenta en el banco ni sacarse el pasaporte

sin el permiso del marido; también necesitaban su autorización para trabajar, y el

esposo podía cobrar el sueldo de la mujer. Quiero decir que el ayer está pegado a

nuestros talones y puede convertirse con demasiada facilidad en el mañana.

Vigilancia, orgullo de lo logrado y resistencia.

Arturo Pérez-Reverte

Matando al Minotauro (o no)

Como Teseo, estoy fuera del laberinto y debo entrar. Y luego, salir. Así que

me pongo a ello. Busco en Google el enlace. No se trata de cambiar el sentido de mi

vida, sino de rellenar un documento que me exigen si quiero subir a un avión. En

vez de hacerlo en cinco minutos y en un papel, en el aeropuerto, debo hacerlo de

forma telemática. Para mi comodidad, dicen los hijos de la gran puta. Así que me

pongo a ello con el ordenador que tengo en la mesa. Escarmentado por

experiencias anteriores, a modo de hilo de Ariadna he prevenido a un amigo que

sabe de esto, Leandro –director de la revista literaria Zenda, que por cierto acaba de
publicar novela–, al que previne con antelación, sabiendo con qué Minotauro me

juego el pellejo. Si no he vuelto a tal hora, avisa a mi familia, etcétera.

Tacatacatac, hace el teclado. Voy rápido en nombre y apellidos. Al principio

parece engañosamente fácil, pero recuerdo al capitán Alatriste: hombre prevenido,

medio combatido. Así que no me fío un pelo y avanzo cauto de casilla en casilla,

esperando el sartenazo. Y en efecto: cuando en el requerimiento de nacionalidad

escribo la palabra España, se vuelve roja la casilla y dice que nones. Pruebo con

Spain, y tampoco. Hago la primera llamada a Leandro y le pregunto qué estoy

haciendo mal. Prueba con una pestaña que hay arriba a la derecha, dice. Pruebo y

se despliega una lista enorme de lugares: Bélice, Yakutia, Ruritania. Busca Spain y

pincha, dice mi Ariadno. La busco y pincho. De pronto llego a un apartado que no sé

qué es: PSC, pone. Nueva llamada telefónica. Pregunto qué es PSC y Leandro

responde que no tiene la menor idea. Después, tras pensarlo, acaba diciendo que a

ver si lo que me piden es la clave TT. Te llamo en un rato, concluye. Y cuelga. Me

llama a la media hora –sigo delante del ordenador, mirando la pantalla– y dice que

pruebe a ver si la clave es mi DNI. Lo escribo y la casilla se pone roja. Vete

entonces al planner y pon tu número de teléfono, sugiere. ¿Qué cojones es el

planner?, pregunto. A la izquierda, dice, arriba de la pantalla, tienes un icono. No

tengo ningún icono, digo. Pincha en el retring, aconseja. No sé qué coño es el

retring, respondo. Despliega el panel y busca un icono de color fucsia, sugiere. Abro

panel, veo icono fucsia, pulso icono fucsia. El icono me pide, en efecto, un número.

Escribo el número y llegan a mi teléfono un pitido y un mensaje: Su ZZpaf es

786CW23. Ya tengo el ZetaZetaPaf, le digo a Leandro, orgulloso de ir manejando

jerga técnica. Mételo en la pestaña anterior, propone. Lo meto y se abre otra

pestaña. Ya tengo la pantalla llena de pestañas. Ladran las pestañas, luego


cabalgamos.aAunque mi gozo en un pozo: la pestaña exige ahora que introduzca el

RD, y no tengo ni puñetera idea de qué es un RD. Telefoneo otra vez a Leandro,

quien me informa de que se trata del Runner Code. Un código que el sistema exige

para confirmar que eres tú y no tu prima Ofelia suplantándote. Y para qué, pregunto

yo, iba a querer mi prima Ofelia suplantarme en un avión de Iberia. Pues no sé,

replica, pero el RD está en una aplicación de tu teléfono móvil. Me extrañaría un

huevo, respondo, porque mi móvil es un viejo Nokia sin acceso a Internet. En tal

caso, deduce Leandro, tiene que estar vinculado a tu correo Gmail. Pues eso

también lo veo crudo, señalo, porque mi correo es Yahoo. Entonces, dice, mete la

contraseña de cuando abriste la cuenta. ¿Qué cuenta?, pregunto. La del navegador

que te puso el informático que te dio de alta, responde. El que me dio de alta murió

hace dos años de Covid, replico. Leandro se queda callado cinco segundos. Sal

afuera y reinicia el proceso, concluye.

Obedezco: salgo, reinicio, se borra todo y empiezo de nuevo. A veces me

levanto, doy una carrera por la habitación, grito un par de blasfemias –los perros me

miran asombrados– y vuelvo a sentarme y darle a la tecla. Dos horas y cuarenta y

ocho minutos después, lo que totaliza cuatro horas y media de la mañana de un día

laborable, llego a la guarida del Minotauro y me lo cargo. Después salgo de allí,

exhausto pero triunfal, en posesión de un certificado que asegura que me llamo

Arturo, que soy de nacionalidad española y que viajo a Lisboa. Eso es todo, o sea:

casi lo mismo que pone en mi billete de avión. Le doy a la impresora para llevarlo

encima, pues mi teléfono no sirve para eso; pero suena un pitido y en la pantalla

aparece un mensaje: La impresora está desconfigurada. Entonces salgo al jardín y,

soltando carcajadas como un demente, miro el cielo con avidez, reclamando el

meteorito que termine de una vez con este disparate.


Fabricando misóginos

Se lo cuenta el padre, que es amigo mío. Y me lo cuenta preocupado.

Escríbelo tú que puedes, dice. Porque para estar preocupado no le falta razón. Su

hijo, al que llamaremos Pedro, o Pedrito, tiene doce años. Es un crío vivo y listo,

rápido de cabeza, honrado, buen estudiante. De los que dicen buenos días, gracias

y por favor. Además, le gusta leer libros y ver películas viejas con sus padres. Un

chico, en fin, de ésos que vamos a necesitar mucho como adultos dentro de unos

años: los que levantan la mano en clase, hacen sus propias preguntas y no se dejan

comer el tarro, o no demasiado para los tiempos que corren, por el grupo ni la

tendencia. Un niño como Dios manda. Todo iba bien hasta el curso pasado, dice el

padre. Obediente, educado, buenas notas. Así era Pedrito. Todo iba de perlas hasta

que se cruzó el azar, reforzado por la estupidez humana. Y lo hizo en forma de niña.

El suyo es un colegio mixto, de una ciudad grande: Valencia, para ser exactos. Unos

treinta críos en clase, entre ellos y ellas. Convivencia normal, respeto mutuo,

etcétera. Todo según los cánones actuales. Formado en el respeto a las niñas y la

igualdad, Pedrito era de los que no pasaban por alto un comentario supuestamente

machista, una frase hecha, un lugar común. Valoraba al otro sexo porque había sido

educado para ello por sus padres y profesores. En esa materia era puntilloso,

implacable como un gendarme prusiano. Sin embargo, llegó el día fatal. El incidente.

Ni siquiera fue en el colegio, señala amargo el padre. Fue en la calle, a la salida,

cuando Pedrito y un grupo de niños y niñas charlaban esperando el autobús. Críos

de doce años, repitámoslo. Surgió una discusión sobre los motivos de cada cual

para ser delegado de clase, y en un momento determinado, sin que mediase acto

previo ni provocación especial por parte de Pedrito, una niña –de carácter difícil, que
ya había protagonizado otros incidentes en clase– le dio una bofetada. A ella la

llamaremos Lucía. Al recibir el golpe, la reacción del chico fue automática: devolvió

la bofetada. Todo acabó allí, al menos en esa fase del asunto. Llegó el autobús,

fuéronse todos y no hubo más. Aparente final, de momento.

Pero de final, nada. Sólo era el principio. Al día siguiente, en el colegio,

consejo de guerra: vista disciplinaria sumarísima por parte de los profesores. Los

padres de la niña se habían quejado; y el colegio, sin escuchar a nadie más,

comunicó por teléfono a los de Pedrito que su hijo quedaba suspendido durante dos

semanas por agredir a una compañera. Los padres del chico no se tragaron el

asunto tal cual, le preguntaron a él, hicieron llamadas telefónicas, lo interrogaron,

preguntaron a los otros niños, acudieron al colegio exigiendo igualdad de trato. De

ese modo lograron que se escuchase a los demás testigos y también a Pedrito, que

compareció al fin para dar su versión ante los profesores, con la calma de quien

tiene la conciencia tranquila. No negó en absoluto el hecho, asumió su parte de

responsabilidad, confesó que fue la reacción instintiva a un golpe dado por Lucía, y

con la honrada convicción de quien todavía no ha sido estropeado por la mierda de

sociedad en la que vive y va a vivir, dijo: «Me pegó y le pegué sin pensarlo, es

verdad. Nada más. Castigadme si lo hice mal, pero también ella lo hizo, y además

me pegó primero. Así que castigadla también a ella. ¿No decís que los chicos y las

chicas somos iguales?».

De nada, o de poco, sirvió el argumento. Reunido el consejo escolar, dictó

sentencia final: Pedrito, suspendido una semana y nota negativa en su expediente.

Lucía, absuelta de todo y tan tranquila, segura en adelante de su poder y su

impunidad. Pero lo más grave, cuenta el padre, fue cuando el niño conoció la
sentencia. Lo que dijo referido a sus profesores y también a sus padres: «Es injusto,

me habéis estado engañando con eso de las chicas». No añadió nada más, y desde

entonces no ha vuelto a comentar el asunto, como si quisiera borrarlo de su cabeza.

Pero he notado algo, señala el padre. Y no me gusta. Ahora, cuando estamos

viendo la televisión y hay una escena de reivindicación feminista, alguien defiende

los derechos de la mujer o habla de igualdad o algo parecido, no falla: cada vez,

Pedrito, impasible el rostro, cambia de canal si tiene el mando automático en las

manos. Y si no, se levanta y sale de la habitación con el pretexto de beber un vaso

de agua, hacer pipí, sacar al perro al jardín. Al cabo de un par de minutos regresa,

mira de reojo la tele y se sienta de nuevo, imperturbable, silencioso. Y a su madre y

a mí, dice el padre, nos llevan los diablos.

Llamando al lobo como idiotas

Salieron de la casa por la ventana, con una calma increíble. Serenos, sin

prisa, primero uno y luego otro, alejándose luego a paso lento, incluso cuando

empezaba a oírse en la distancia la sirena de un coche de la policía. El primero

llevaba una bolsa con los objetos robados y el segundo tuvo cuajo para caminar

despacio ante los vecinos que lo miraban con asombro e indignación, arrojar el

cuchillo a un contenedor de basura y alejarse como si estuviera dando —y en

realidad es lo que hacía, dárselo— un tranquilo paseo. Impotente, en la esquina

misma, la dueña de la casa, que había escapado al verlos entrar, los miraba

alejarse. Si teclean en Internet verán la escena, que tuvo lugar en Valencia hace un

par de semanas. Desesperación de los vecinos e impunidad de los delincuentes, lo


que no es novedad. Conscientes los primeros de que, si intervenían, además de

llevarse una puñalada podían meterse en un lío cuando la absurda Justicia española

pidiera cuentas de cualquier daño causado a los del cuchillo, argumentando que tal

vez la actuación no era necesaria, actual ni proporcionada. Y conscientes por su

parte, los malos, de que si la policía les echaba el guante, por muchos antecedentes

que tuvieran, el asunto acabaría con un máximo de setenta y dos horas de calabozo

y la citación de un comprensivo juez para que se presentaran en un juzgado dentro

de un año, o nunca, o vaya usted a buscarme para entonces, señoría.

Todo eso que acabo de contarles ocurre a diario en una España —la que

hemos hecho entre todos, votando a quienes legislan— donde a un ciudadano

honrado le embargan la cuenta bancaria por no pagar una multa o debe seguir

costeando el agua y la luz si lo dejan sin casa los okupas. Donde lo que importa a

los políticos y a los jueces es a qué hora abren o cierran las terrazas. Donde no se

encarcela a quien lo merece porque las prisiones, dicen, están saturadas de

delincuentes nacionales y extranjeros, pero no se deporta a nadie por peligroso que

sea. Donde cuando se habla de castigar las peleas clandestinas de perros ninguna

autoridad sabe ni contesta. Donde a un cabronazo de diecisiete años, malo,

resabiado y grande como un castillo, los medios de comunicación y las redes

sociales se refieren a él como un menor, un chaval, una desvalida criatura. Donde

toda injusticia tiene fundamento legal y todo absurdo encuentra su aplauso. Un país,

en fin, donde, por escribir este artículo, quienes hacen de la demagogia su negocio,

o sea, numerosos sinvergüenzas y también innumerables idiotas, me llamarán

simpatizante de la ultraderecha. Pero miren cómo me tiembla la tecla.


Tengo cierta experiencia en eso de que te jodan los malos. Dos veces

entraron en mi casa a robar, con una sangre fría que deja de pasta de boniato. Y las

dos veces tuve que dejar que esos hijos de puta se fueran tan panchos, convencido

de que si les soltaba un taponazo iba a comerme más talego que el conde de

Montecristo. Una de las veces, gracias a las cámaras, identifiqué a dos fulanos con

nombre, apellidos y domicilio. Seguro de que por vía judicial nada podía hacer,

llegué a considerar la oferta que me hizo un amigo para hacerles una visita privada;

pero al final no tuve huevos. Imaginaba los titulares, si la cosa trascendía. El fascista

de Reverte se toma la justicia por su mano. Etcétera.

Hay algo de lo que no sé si somos conscientes, y si lo somos me pregunto

por qué nos importa un carajo. Desde hace siglos, la convivencia social se basa en

que el ciudadano confía al Estado su protección y, llegado el caso, su satisfacción o

justicia. Y también la venganza, impulso tan natural en el ser humano como el amor

o la supervivencia. Pero esa palabra tiene mala fama; la sustituyen otras a cuya

sombra se cobija mucha golfería y mucho disparate. Y el resultado es que el

ciudadano se ve indefenso ante la maldad. Ante la impunidad y arrogancia de quien

vulnera las leyes o se aprovecha de ellas porque perjudican al honrado y benefician

a quien delinque. Cuando tal cosa ocurre, hartos, tendemos a volvernos hacia quien

promete —prometer es fácil— garantizar la seguridad, la propiedad y la vida. La

Historia demuestra que eso acaba alumbrando movimientos totalitarios, redentores

siniestros, peligrosos salvapatrias que recortando libertades y derechos conducen a

callejones oscuros, cuando no a cementerios. Por eso temo que la irresponsabilidad

de tantos políticos demagogos, jueces que no se complican la vida, oportunistas sin

escrúpulos y cantamañanas con una estúpida percepción del mundo y la vida,

acabe deparándonos a los españoles gobiernos de ultraderecha para varias


legislaturas. Tengo casi setenta tacos de almanaque y quizá no esté aquí para verlo,

pero ustedes prepárense. Lo van a pasar de miedo.

ELVIRA LINDO

La guerra es la derrota de las mujeres


Guerra cultural. Las palabras se desgastan de tanto usarlas, más bien de

mangonearlas, porque hay algo en esa expresión, guerra cultural, que deriva de una

traducción excesivamente literal del inglés, y que nos lleva a pensar que cuando nos

enzarzamos en guerras culturales estamos lidiando con asuntos menores. Y no.

Guerra cultural. Algo que en España podríamos haber bautizado como la batalla por

nuestros valores, por el tipo de sociedad a la que aspiramos, sin duda un eje crucial.

Puede usted no tener una ideología acusada, pero desde luego todos nos

construimos como personas en base a los principios en los que creemos.

No hay duda de que la admiración que profesa Trump a Putin y viceversa se

basa en la defensa de un mismo credo. Guerra cultural. En Estados Unidos la

extrema derecha lleva escribiendo el catálogo de sus batallas muchos años y la

derecha, antes conservadora y formal, se ha ido contagiando de ese catecismo

gamberro que pretende vaciar a la sociedad democrática de los derechos

conquistados, a saber: retroceso en las leyes del aborto, negación de la violencia de

género, juicio a la homosexualidad como práctica aberrante, regreso a las antiguas


esencias, a los viejos símbolos nacionales, defensa de una única religión, negación

de la diversidad social, retrato de la inmigración como amenaza para los valores

occidentales, demonización del inmigrante, y burla, mucha burla a la conciencia

medioambiental considerada una medallita ramplona en el pecho de la élite urbana

y pija. Pero hay algo que subyace en todos y cada uno de los mandamientos del

reaccionarismo, se trata del espantajo del feminismo, como amenaza al viejo

sistema de vida en el que la mujer sí sabía estar en su sitio.

Trump celebra en Putin el liderazgo del hombre fuerte, que no se arredra ante

nada, ni ante la ley ni ante la posibilidad de una guerra nuclear

El fin de esa paranoia que lideran es retratar a la mujer de las sociedades

occidentales como castradora, instigadora de un proceso de emasculación del

hombre que busca convertirlo en un ser débil y manejable, en marioneta que cede a

unos principios blandos que acaban destruyendo los liderazgos patriarcales. Esta

semana pasada, con la guerra ya en marcha, un comentarista de la ultraderecha

americana, Rod Dreher, decía que se negaba a mandar muchachos de Luisiana o

Alabama al Donbás para salvarlos de transgéneros e inmigrantes. Suena muy loco,

pero es una falacia que llega a los oídos de millones de personas, y de algo servirá

cuando la simpatía por Putin ha aumentado entre los republicanos del diez por

ciento de hace ocho años al treinta y siete de ahora. Este discurso, nutrido en gran

parte de la misoginia, cala como un chirimiri y nos acaba mojando. Solo hay que ver

la ferocidad con la que algunos hombres inteligentes en nuestro país se revuelven

contra un lenguaje inclusivo que jamás se les impone, porque son normas al servicio

del consumidor, y cómo dicen sentirse constreñidos, amenazados, juzgados,


aunque lo expresen sin temor a perder el puesto, viva la paradoja, desde una

tribuna pública.

La misma guerra ejerce una división espantosa entre hombres y mujeres:

ellos han de quedarse para defender la patria, ellas tienen que internarse en terreno

desconocido, amparando a niños, abuelas, enfermos

Trump celebra en Putin el liderazgo del hombre fuerte, que no se arredra ante

nada, ni ante la ley ni ante la posibilidad de una guerra nuclear. Hay una

proliferación en el mundo de machos en el mismo bando cultural, de valores

idénticos. Bien podríamos usar para el momento la mítica frase de Pulp Fiction:

“Tranquilícense, caballeros, aún no ha llegado el momento de comernos las pollas”.

Esperemos que no llegue, porque en el ejercicio de su insensato machirulismo

podemos morir todos, ganando la partida al desastre climático. La misma guerra

ejerce una división espantosa entre hombres y mujeres: ellos han de quedarse para

defender la patria, ellas tienen que internarse en terreno desconocido, amparando a

niños, abuelas, enfermos. La despedida en los andenes es en sí una escenificación

de un mundo que vuelve a antiguas categorías. En los medios de comunicación

vuelve a vibrar la palabra “valentía”. Valiente el que lucha con un arma en la mano,

el guerrero, como si no fuera lucha la de la madre que cruza la frontera en la noche

para resguardar de las bombas a sus hijos.

Naciones Unidas lleva años trabajando para que las mujeres intervengan en

los lugares de conflicto y no sean consideradas meros sujetos pasivos azotados por

la historia. Pero estos líderes de la vieja hombría nos quieren situar en la casilla de

salida. Hemos reblandecido con nuestras bobadas el corazón de Europa y ellos han
decidido despertar la conciencia bélica. No dudo de la necesidad de defenderse,

pero la aceptación de sus valores sobre los nuestros es ya en sí una derrota.

Siempre pagan los inocentes


Qué fácil es presagiar acontecimientos a toro pasado. Qué arrogancia la de

aquel que calificado como experto afirma que todo se veía venir. Hay situaciones en

las que podemos tolerar la vanidad, pero cuando se trata de una guerra es mejor

contenerla, aunque solo sea porque hay una población civil a la que por sistema un

ataque pilla por sorpresa. Un personaje de Las buenas intenciones de Max Aub le

dice a otro en julio de 1936, “Hombre, no, ¿guerra? Imposible, ¡en pleno siglo XX!”.

Cuántas veces habría escuchado el joven Aub esa negación en vísperas de la

Guerra Civil española en las calles de Madrid. Hay otra novela suya, La calle de

Valverde, que nos provoca una profunda conmoción porque, escrita en 1959 desde

el exilio mexicano, retrata la vida de un abanico de personajes en tiempos

primorriveristas, que se cruzan, charlan sin parar en las tertulias de los cafés, tienen

sueños, esperanzas, abrazan ideologías emergentes, viven amores y desengaños,

responden a la incipiente modernidad de 1930 y andan agitados por un mundo

nuevo, esclarecedor, que se sitúa a las puertas de la sacudida que lo cambió todo.

La novela finaliza antes de la guerra, antes de que los personajes puedan

imaginar que esa Gran Vía, tan guapa, que se acaba de estrenar, en la que pasean

ciudadanos que se preguntan a sí mismos si les gusta o no, sea bombardeada y

haya que cruzarla jugándose la vida. El porqué decidió Max Aub zanjar el relato de

la vida de sus personajes justo ahí solo tiene un sentido: narrar la cotidianidad de la
gente antes de la destrucción; mostrarnos el día a día que se impone en nuestra

existencia, ese mecanismo de defensa ante el pesimismo paralizador; observar

cómo somos capaces de negar la realidad inminente y gracias a esa bendita

ceguera levantarnos por las mañanas, concentrarnos en el trabajo, en la crianza de

nuestros hijos, en regar las plantas de la terraza. Algo no funciona en la ficción

española para que La calle Valverde, escrita por alguien que tanto sabía de guiones

cinematográficos, rica en diálogos, en humor y descripciones breves, pero muy

efectivas, jamás haya sido llevada al cine.

Mientras algunos expertos hablan de lo que era sin duda predecible, dado el

creciente desvarío mental y el aislamiento social de Putin, el déspota, la población

ucrania seguía con sus rutinas sanadoras, aunque siempre existiera la inquietud de

un conflicto. Nadie está entrenado para abandonar su casa de un día para otro,

nadie sabe lo que es dormir en una estación de metro hasta que no se ve obligado a

hacerlo, ni a buscar un refugio en el otro lado del país o de la frontera. La vida se

impone de tal manera, y hace bien en imponerse, que lo único que se tiene colgado

en el imán de la nevera es el horario de los extraescolares de los hijos o los nietos.

Cuando en estos días leo o escucho, en esas irritantes sentencias que se cuelgan

en las redes, la denuncia de una humanidad que no aprende, pienso de qué

humanidad están hablando, ¿qué culpa tiene esa humanidad, si es que se puede

hablar en abstracto, de que un sátrapa, imbuido de delirantes razones históricas,

decida destruir los cimientos de la vida de los inocentes? Cuando hablamos de la

humanidad, a qué nos referimos: ¿a una abuela de Kiev, de Mariupol, de Kharkiv?

¿Por qué deberían saber ellas de estrategias geopolíticas si el único derecho que

les debería asistir es vivir en paz? ¿Nos referimos cuando de la humanidad

insensata hablamos a un niño que de pronto ve sacudida su rutina escolar para


esconderse muerto de miedo en un sótano que hace las veces de refugio antiaéreo?

¿Pensamos en la madre que a punto está de parir, en el padre que vive el primer

bombardeo desde una fábrica?

Siempre pagan los inocentes, que si resisten la dureza de la vida es porque

albergan humildes esperanzas. Lo que no cambia ni entonces ni ahora es lo que

hace el poder absoluto con individuos mediocres, que proyectan su personalidad

testosterónica sobre la población sometida, muerta de miedo como para expresar

alguna repulsa. Y sí, señores, no se me incomoden, pero la evidencia es que los

responsables de las guerras son hombres. Y la imagen de una madre que calma el

llanto de sus hijos en un refugio improvisado es el retrato tozudo de todas las

guerras. Hay que tener poca humanidad para acusar a esa humanidad de algo.

Predicar, pero no con el ejemplo


Cuando un niño es manoseado por un adulto con el fin de procurarse placer

sexual, sabe que algo extraño, inusual, prohibido, algo que vulnera como un

hachazo su inocencia le está sucediendo. El niño no va a saber cómo llamarlo, está

tan alarmado que lo mantendrá en silencio. Un niño con un secreto es un ser muy

desgraciado. El depredador de niños conoce instintivamente la psicología infantil,

pero, además, tras años de experiencia, se va a convertir en un verdadero experto.

Tiene olfato de sabueso para identificar a la víctima adecuada. Sabe cómo hacer

para que esa inmundicia que él genera avergüence a la criatura, sabe cómo cargar

al pequeño con el peso de la culpa para que calle. De esta manera, el niño, la niña,

en este cuento de terror siempre construido por el adulto, se convierte en cómplice

cuando no en instigador del abuso.


Si ocurre que el abusador es un cura de la Iglesia católica, la argumentación

del perpetrador es malévolamente perfecta: el niño provoca y el adulto, víctima de

esa provocación, cae en la tentación. El pecado del cura que abusa se esfuma al

ser absuelto y perdonado, mientras que en la mente del niño prevalecerá para

siempre la idea de que hay algo mórbido en su naturaleza que le ha llevado a ser

elegido entre sus compañeros para someterlo a prácticas que lo convierten en un

raro entre los normales.

El daño que se le hace a un niño no prescribe. Un anciano de 70 años puede

ver alterada su vejez por ese recuerdo. La vida cicatriza muchas heridas, pero las

consecuencias de un abuso son rocosas y persisten si el secreto se enquista, si no

se encuentra una sociedad que escuche y comprenda. Cuando los abusadores

pertenecen a una institución con el poder social que ha ostentado la Iglesia católica,

las víctimas tienen derecho a una reparación pública por el daño recibido. La

Conferencia Episcopal Española tendría que sentir el deber moral de asistirles en su

herida enfrentándose al hecho de que protegieron a un buen número de abusadores

que camparon durante décadas a sus anchas.

No basta con las medidas de prevención para el futuro, hay un pasado al que

hay que mirar de frente, porque estamos hablando nada más y nada menos que de

la institución a la que el régimen franquista entregó la educación de los niños

españoles. Si la cúpula española desoye el mandato del Vaticano y se niega a

colaborar con una investigación independiente, es el Estado quien ha de velar por

los ciudadanos, aunque sería deseable que en una democracia hubiera


colaboración por ambas partes, como así ha ocurrido en Bélgica, Irlanda, Francia o

Australia.

¿A qué teme la Iglesia, a que se le vacíen los templos? En mi opinión, no es

la verdad la que distancia a los creyentes, sino ese empecinamiento en la

impunidad, esa manera tan escandalosa de no predicar con el ejemplo. La Biblia lo

expresa con palabras feroces: “Cualquiera que haga tropezar a alguno de estos

pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se colgase al cuello una piedra de

molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar”. Durante todos estos

años nos preguntábamos por qué en un país que estuvo tan sometido a la moral

católica durante la dictadura no se denunciaban los casos de abusos que habían

visto la luz en culturas parecidas a la nuestra. No sabíamos nada, desconocíamos

que había habido víctimas que valerosamente habían denunciado el abuso en la

institución, pero sufrieron la humillación de ser ignoradas o tratadas con

condescendencia. Está claro que los sucesivos gobiernos democráticos han

carecido de la valentía necesaria para quebrar ese poder fáctico e incluso, en

algunos casos, faltando a la transparencia, han engrosado su patrimonio.

El trabajo tozudo de unos cuantos periodistas de este periódico ha sido

fundamental para que los lectores prestemos oído a los testimonios de las víctimas,

los individualicemos, sepamos de su padecer en primera persona. Por otra parte,

siendo tan fundamentales los oscuros relatos de algunos escritores (Alejandro

Palomas o Pérez Zúñiga) a la hora de acelerar el proceso de reparación, el

Gobierno no debe reaccionar solo ante el testimonio de una persona célebre. El

trabajo de campo de EL PAÍS comenzó en 2018 y son muchas las historias que

hemos leído, unidas a otras que sabíamos. No hay nadie, al menos de mi edad, que

ignorara por completo esta historia. Ha llegado la hora de actuar.


Una guía de restaurantes sin música, por favor
Entre la mascarilla, la mampara y el volumen de la música acid house, el

taxista no me entiende cuando le digo la dirección. Elevo el tono de voz para

repetirla, y añado a gritos: “¡Y no me lleve por la Gran Vía!”. Solo me falta eso, la

Gran Vía y su atasco permanente. El hombre baja un poco el volumen y me

pregunta en un tono que advierto amable: “¿No le gusta esta música?”. “¿Quiere

que le sea sincera?”, le digo. “Claro, por eso le pregunto”, responde. “De acuerdo,

seré sincera: la detesto”. Qué alegría poder decírselo al fin a alguien sin temor a

represalias. Sorprendentemente, el tipo comenta: “No se crea que es la primera

clienta que me lo dice. O sea, ¿le parece como música de after?”. La baja un poco

más. “Pues sí —le digo—, y si estuviéramos a las cuatro de la mañana, con una

copa en la mano y en un after, tendría algún sentido. Pero ¿qué hacemos

escuchando acid house a las siete de la tarde en un taxi?”. Como respuesta a mi

pregunta, apaga la música. “Lleva usted razón, no tiene ningún sentido. Si es que a

veces…”. Y hace un gesto elocuente con la cabeza como diciéndose a sí mismo,

parezco tonto. Me provoca ternura.

Es una experiencia tan inaudita que no puedo evitar narrarla a los cuatro

vientos. Como un pequeño milagro. Acostumbrada como estoy a pedir que bajen la

música en lugares en los que soy clienta y a que me respondan de manera

desabrida, debo celebrar por escrito lo que en estos días es insólito. Esto me hizo

recordar una historia preciosa que escribió el crítico musical Ben Ratliff en el New

York Times. El cuento, porque bien parece un cuento, es de 2018: llegó a los

buenos oídos de Ratliff que en Kajitsu, un restaurante japonés situado en Murray

Hill, Manhattan, la música de ambiente había sido seleccionada por el célebre


compositor Ryuichi Sakamoto. Al parecer, Sakamoto solía acudir a almorzar a este

exquisito restaurante donde sirven comida tradicional Shojin. El lugar se regía por

los principios de la refinada pobreza: una decoración austera y elegante. Pero la

música era del peor gusto, dicho sea con el permiso de quienes piensan que eso del

buen gusto es algo arcaico y superado. Un día, al músico se le hizo tan imposible

disfrutar del menú con esas armonías invasivas que dejó la comida a medias. Ya en

casa, se armó de valor y escribió un mail al dueño, confesándole que no entendía

cómo en un lugar regido por la elegancia alguien eligiera una música tan

inadecuada. Entonces, se ofreció a solucionarlo creando una playlist en

consonancia con la decoración y la luz, bien nocturna, bien diurna, que contribuyera

a la paz de espíritu. El dueño accedió y, a partir de ese momento, Sakamoto se

convirtió en el disc jockey zen de un encantador restaurante neoyorquino.

El crítico musical Ratliff incluía en su crónica los títulos de la que fuera la

primera lista de muchas más; encuentro en ella el nombre de Caetano Veloso, John

Cage, Mary Lou Williams o Bill Evans. Este final feliz en el que un dueño cede ante

la crítica de un cliente me ha llevado a fantasear con lo que pasaría si yo propusiera

a alguno de los restaurantes que me gustan una música calmada, discreta y ¡más

baja! Estoy convencida de que, cuanto más te gusta la música, más te agrede la

que te impide mantener una conversación. En este presente en el que, olvidados de

lo que fue el coronavirus, nos hemos lanzado a viajar y a los actos públicos,

recorremos España constatando que ni por asomo se considera contaminación la

intrusión acústica, y que sugerir un poco de silencio provoca una agresividad

inmediata o incomodidad indisimulada. Ya puedes estar a una hora tempranera en

un restaurante a solas con tu pareja, que te martillean los oídos con una canción de

bajos resonantes; si pides que se baje la música, la camarera te dirá, encogiéndose

de hombros, que es el manager el que decide el volumen.


Tras el silencio del confinamiento, el ruido aún duele más. Tengo la amarga

sospecha de que en un futuro el silencio costará dinero. Más pronto que tarde habrá

una guía de restaurantes sin música. En cuanto se venda el silencio como un lujo,

igual que se empezó a considerar el tiempo, pagaremos por aquello que ahora

todavía nos da vergüenza exigir.

FÉLIX DE AZÚA

Admirable
El espanto que provoca una guerra tan sucia como la de Putin contribuye a

percatarse de los privilegios que gozamos sin apenas merecerlos. Con la excepción

de algunos grupos excluidos que realmente viven en la pobreza, casi todos

emigrantes de sociedades crueles e insoportables, la mayoría de la población

española quizás tiene problemas para, como se dice, “llegar a fin de mes”, pero en

unas condiciones en absoluto dramáticas. En las democracias capitalistas lo cierto

es que se vive con razonable comodidad, a pesar del odio que suscitan en gente

mal resuelta.

Me tiene admirado el proceso de absorción o asimilación de los dos millones y

medio de ucranios que han huido de Putin. Por una parte, es cierto que ponen en

evidencia cómo segregamos a unos emigrantes de otros, pero, por otra parte, es la

prueba de acero de la capacidad de nuestra sociedad para ayudar a quienes se

encuentran en riesgo de muerte. No son sólo las familias que reciben en sus casas
a una nube de desconocidos, son también algunos grupos de trabajadores (en

Madrid han sido los taxistas) que organizan por su cuenta caravanas capaces de

cruzar miles de kilómetros para llevar alimentos, mantas y medicamentos hasta la

frontera polaca, y traerse de regreso a niños y mujeres en una procesión antagónica

a la de los satánicos tanques rusos.

La tan gastada palabra “solidaridad”, que ya ha perdido todo significado, se

reanima y fortalece gracias a los gestos de gente que actúa libremente para aliviar

el dolor ajeno, sin que ninguna organización o ente del gobierno los anime a ello. Es

conmovedor ver, en los reportajes, cómo corren los niños de acogida a los brazos

de sus acogedores. Por una vez el sentimentalismo no va unido al negocio ni a la

propaganda. Es el fruto perfecto y admirable de la generosidad y por eso brilla con

una luminosidad auroral.

ÁLEX GRIJELMO

Conguitos y negritas
Algunas personas han decidido que las palabras significan lo que a ellas les

ofende. Hubo un tiempo en que surgieron protestas razonables, y por eso mucha

gente huye de las expresiones “le ha engañado como a un chino”, “esto es una

merienda de negros” o “menuda gitanería te hizo”. Y nos cuidamos de usar como

insultos los vocablos “trastornado” o “autista”, entre otros, porque eso denigra a

quienes sufren algún trastorno real.


A partir de estos éxitos, una fracción de sus promotores cogió carrerilla y ha

ido tejiendo una telaraña que corre el riesgo de resultar molesta incluso para otras

personas tan antirracistas como ellos. Así, “tener la negra” se presenta como una

ofensa contra los negros, lo mismo que “dinero negro” o “un negro futuro”,

expresiones que se refieren a la falta de claridad o transparencia, y no al color. Con

ello, el uso racista que una palabra pueda tener en determinados contextos se

extiende a cualquiera de los sentidos posibles de ese mismo término, sin reparar en

las distintas intenciones con que se pronuncia en cada caso. Más o menos como si

el insulto “payaso” proferido contra alguien impidiera mencionar la palabra al salir

del circo. El uso que se puede proscribir es el primero, no el segundo.

Viene esto a cuento de que, en la estela abierta hace un año en change.org

contra los Conguitos españoles, creados en 1961, la firma Nestlé ha retirado en

Chile la marca de galletas Negrita, sustituida por Chokita pese a que la anterior

convivía sin problemas con los chilenos desde hacía también más de 60 años. La

compañía explicó que había tomado esa medida por “las sensibilidades de distintos

grupos sociales” y “la ayor conciencia sobre el uso de estereotipos o

representaciones culturales”.

Si a nuestros hermanos chilenos les ha parecido bien eso, no tengo nada que

oponer. Pero todo esto da mucha prevención por si se nos va de las manos aquí,

tan aficionados como somos a llevar hasta el límite cualquier idea en principio

razonable. Habrá quien proponga que en los periódicos y en las editoriales a la letra

“negrita” la llamemos también “chokita”, y que al chocolate negro le digamos

“oscuro”; y me pregunto si nuestras galletas María estarán incitando a consumir

cannabis y si, por tanto, también deberían cambiar de nombre. Con arreglo a ese
nuevo sesgo igualitario que ve desigualdades donde no las hay, habrá quien sienta

miedo de explicar que alguien se quedó cruzado de brazos ante un conflicto porque

esa frase discrimina a los mancos. Y no se elogiará la destreza de otro si se trata en

realidad de una persona zurda. Tampoco se criticará que un árbitro no dé una a

derechas porque a lo mejor él se ha sentido siempre de izquierdas. En fin, que

podemos acabar perdiendo el norte con esto, pero decir eso discrimina a los que

nacieron en el sur, quienes a lo mejor no tienen ningún problema en sentirse

desnortados.

Lejos de mi voluntad desacreditar la lucha contra la desigualdad real. Sus

promotores no producen ninguna prevención, sino estímulo para secundar la causa.

Hablo de quienes, seguramente con la mejor pretensión, se apoderan de esos

discursos legítimos para distorsionarlos, con lo cual logran infundir el temor y la

inseguridad entre quienes usaban con candidez los mismos vocablos que otros

manejan con odio. Creo que no conviene entregar a los racistas nuestras palabras

bienintencionadas, sino todo lo contrario: usarlas con naturalidad para evitar que se

apropien de ellas y nos las dejen inservibles.


ALMUDENA GRANDES

Lecciones del volcán


La erupción del Cumbre Vieja no sólo ha cambiado para siempre la vida de

los palmeros y las palmeras, por extensión la de todos los canarios. Yo creo que

también ha cambiado la vida de los españoles de cualquier origen.

Hemos pasado semanas enganchados en directo a la perversa belleza de

una destrucción radical, mientras experimentábamos la desolación ajena como

pocas veces. No creo que exista ni un solo español o española que no se haya

preguntado, ¿y qué me llevaría yo en un cuarto de hora? ¿Qué objetos, qué

imágenes, qué documentos escogería para resumir lo que ha sido mi vida? ¿Un

colchón donde poder dormir me parecería más valioso que la foto de mi primer

amor? ¿Las joyas de mi abuela me reconfortarían más que una buena manta para

protegerme del frío de la madrugada? Con el tiempo, todos estos dilemas se han ido

resolviendo, porque en ninguna casa de La Palma, calculo yo, dejarán ya de estar

hechas y preparadas las maletas suficientes, pero la angustia de los primeros días,

de las primeras horas, sobrevivirá para siempre en nuestra memoria.

Angustia, dramatismo, tragedia. Ante una catástrofe natural de semejante

magnitud, es comprensible que estas sean las palabras que más se han repetido,

las que han determinado los enfoques de todas las noticias hasta el punto de
distorsionarlas incluso, en una carrera por el morbo que a mí, al menos, en algún

momento ha llegado a molestarme. Por eso quiero dedicarles este artículo a Juan y

a su esposa.

Los conocí una tarde, en un especial dedicado al volcán. Juan, un señor

bronceado, tranquilo, amabilísimo, tiene 90 años. Su mujer, que estaba con él, sólo

unos pocos menos. Y la noticia era que esta pareja estaba viviendo en su barco. O,

en sus propias palabras, que habían sido tan afortunados que, cuando tuvieron que

abandonar su casa, de la que no sabían nada, si seguía en pie o se había

derrumbado, pudieron instalarse con la mayor parte de sus enseres en el barco que

tenían amarrado en un puerto de la zona segura de la isla. No es un barco grande.

De hecho, los bultos ocupaban la mitad de la cubierta, pero dejaban libre la mesa

con los bancos que se había convertido en el salón de su casa y, naturalmente, el

camarote donde dormían. Aparte de eso, podían dar todos los paseos que quisieran

por el pantalán y más allá, al borde del mar o en el pueblo más cercano, y disfrutar

de la oferta de los bares y restaurantes del puerto deportivo. ¿Qué me impresionó

tanto de su historia?

Juan y su mujer, dos personas ejemplares, no dejaban de recordar en ningún

momento a sus vecinos más desafortunados al insistir en la suerte que habían

tenido. El problema es que los periodistas que dirigían la entrevista desde Madrid no

estaban dispuestos a asumir su punto de vista, como si la serenidad y la alegría de

los ancianos les molestara mucho. Soy consciente de que, en parte, era un

problema de ignorancia. Quien no conoce a personas que tienen un barco, no

pueden imaginar lo que disfrutan los dueños de las embarcaciones viviendo a bordo,

aunque estén amarrados en un puerto. Pero me irritó profundamente el intento

permanente de buscar dramatismo donde no lo había.


Pero Juan, Juan, le decían, ese barco es muy pequeño, tiene que ser una

tortura vivir ahí… El anciano abría mucho los ojos y no contestaba. A ver, Fulanito,

insistía la periodista, a ver si Juan nos puede enseñar cuánto mide su barco… Y

Juan decía, ¿pues qué va a medir?, lo que se ve, esto, pero aquí estamos

estupendamente, hemos salido a navegar muchas veces, hemos pasado muchas

noches en alta mar, disfrutándolas mucho…

Así, lo que en apariencia aspira a ser un servicio público, una fuente objetiva

de información sobre la realidad, puede acabar convirtiéndose en puro

sensacionalismo inmoral. Por esa razón, de todas las lecciones que nos ha dado la

erupción del Cumbre Vieja, me quedo con Juan. Con su solidaridad, con su suerte,

con su alegría. Con la prueba de que siempre, hasta en el hoyo más descarnado,

más profundo, puede brillar la luz de la esperanza para quien la merece, por más

que le moleste a algún que otro carroñero profesional.

Radical

Es una palabra muy desprestigiada, vinculada a pasiones oscuras y

violentas, pero no siempre fue así. En el otro extremo del termómetro de la

corrección política aparece ahora tolerancia, de la que se podría decir lo mismo. Lo

que ha ocurrido, ocurre y ocurrirá en Afganistán, es un buen pretexto para

reflexionar sobre radicalismo y tolerancia. ¿Salvar a las mujeres y a las niñas

afganas? Por supuesto, pero ¿sólo a las de hoy? Durante los años de la

intervención estadounidense nadie pensó mucho en ellas. Ahora que Occidente ha

asumido la victoria de los talibanes, aún se pensará menos en las del futuro. Y
cuando nos asalten noticias terribles, que nos asaltarán, siempre quedará el

consuelo de la civilizada tolerancia con culturas distintas a la nuestra. Una mujer

debe tener su primera menstruación en casa de su marido, dice un proverbio

afgano. Pues bien, frente a eso, que no se puede tolerar de ninguna manera,

reivindico mi radicalismo, una posición condenada al fracaso, lo sé, mientras la

monarquía saudí y los Emiratos Árabes, los derechos de cuyas mujeres ni siquiera

se comentan, sigan siendo los grandes aliados occidentales en la región. Pero entre

las imágenes de la evacuación de Kabul que más me han impactado, recuerdo unas

rodadas aquí mismo, en España, en el piso donde un intérprete de las fuerzas

armadas había sido alojado con su familia. Él hablaba a la cámara. Sus hijos, todos

varones ―¡hombre afortunado!―, se movían a su alrededor, pero al fondo, de

espaldas, una figura femenina completamente cubierta, con velo y manga larga en

pleno agosto, parecía formar parte de la decoración. Inmóvil, ajena, ausente, esa

mujer sin rostro, sin edad, sin voz propia, me pareció la imagen más desalentadora

de un fracaso.
JAVIER CERCAS

El Nobel: ni más ni menos


Poco antes de la concesión del Nobel de Literatura 2021 a Abdulrazak

Gurnah, un periodista brasileño me informó de que en su país hay gente muy

enfadada con la Academia Sueca porque nunca ha premiado a ningún compatriota,

y me preguntó si no pensaba que algún escritor brasileño merecía el Nobel. Mi

respuesta fue más o menos la siguiente: tal vez concedemos demasiada

importancia al Nobel, y estoy seguro de que Guimarães Rosa no tenía ninguna

necesidad de que le dieran ese premio para ser uno de los mayores novelistas del

siglo XX.

Todavía no he cambiado de opinión. El Nobel es un premio magnífico, sin

duda el más prestigioso del mundo. Añado a esta obviedad una segunda: la

literatura no es atletismo; no hay forma humana de precisar sin posibilidad de error

si un escritor es mejor que otro, como sí la hay de precisar si un atleta corre o salta

más que otro. El único jurado literario infalible es el tiempo, que da unas sorpresas

tremendas. Dante, Shakespeare y Cervantes, sin ir más lejos, no eran escritores

muy importantes en su época, y dudo mucho que los académicos suecos se

hubiesen animado a premiarlos (de haberlo hecho, como mínimo se hubiera

organizado un escándalo parecido al que se organizó cuando el galardón recayó en

Bob Dylan): Dante ni siquiera escribió su obra capital en la lengua de prestigio en su


época —el latín—, los dramas de Shakespeare apenas se consideraban literatura

—no pasaban de ser entretenimiento— y Cervantes fue un escritor irrelevante hasta

que arruinó su ya maltrecha reputación cometiendo el error más letal que puede

cometer quien aspira a conquistar la estima de la sociedad literaria: escribir un best

seller —el Quijote—. Esto, sobra decirlo, no significa que el Nobel se equivoque

siempre: sus aciertos están a la vista. Es verdad que Alfred Nobel dejó dicho que su

galardón debía concederse a escritores cuyas obras estuvieran escritas “en una

dirección ideal”, cosa que no se sabe muy bien lo que significa (nada bueno, me

temo). En todo caso, esa alarmante declaración de intenciones explica que penda

sobre el Nobel la sospecha eterna de ser un premio subordinado a razones

extraliterarias, de carácter humanitario —no por nada Nobel inventó la dinamita—, y

que algunos hayan maliciado que el galardón de este año se ha concedido, como

escribe Xavi Ayén, “por la condición de negro, emigrante y africano de Gurnah,

como un tributo a la corrección política”. Lo cual explica a su vez que, interrogado

sobre la posibilidad de que le vayan a conceder el Nobel a él, César Aira contestara:

“No me lo darán porque para ello necesitan una justificación no literaria, nunca se

limitan a decir ‘porque este tipo hace buenos libros”. La respuesta es extraña, sobre

todo viniendo de un hombre tan inteligente como Aira: quiero decir que es extraño

que al escritor argentino no se le haya ocurrido la posibilidad de que, simplemente,

la Academia Sueca no considere sus libros lo bastante buenos como para

distinguirlos con el Nobel… En fin, yo estoy contra los que dan demasiada

importancia al Nobel, pero también contra los que intentan desmerecerlo. Aunque

contra los que estoy sobre todo es contra los que lo rechazan, como hizo Jean-Paul

Sartre, con gran aplauso de sus palmeros de entonces y de los papanatas de

siempre; a mí me parece que hay que aceptar los premios con humildad y alegría,

salvo si los concede el Ku Klux Klan, entre otras razones porque quien rechaza un
premio es porque quiere dos: el que ya le han dado y el que le dan los medios y los

papanatas por rechazarlo.

Dicho lo anterior, no me resigno a callar una tercera obviedad, la última: el

Nobel es maravilloso, pero el más maravilloso de todos los premios —y desde luego

el único que cuenta— es el que el escritor se concede a sí mismo cuando halla la

palabra que buscaba, cuando escribe una frase o un párrafo o una página

aceptable, cuando el lector —que es el verdadero protagonista de la literatura—

encuentra placer en un libro suyo y lo usa para vivir más, de una manera más rica,

más compleja y más intensa. Para eso está la literatura, y no hay premio en el

mundo capaz de sustituir a ese.

Mujeres al poder
Leo en los Diarios de Iñaki Uriarte: “La política no es más que una lucha

personal por el poder entre ciertos hombres, a hostia limpia”.

Puede ser. Más aún: por poco que uno frecuente los libros de historia, resulta

difícil no albergar la sospecha de que, para muchos hombres, lo que de verdad se

dirime en política es quién la tiene más larga o (como cantaba Laurie Anderson)

quién es más macho. Tal vez por eso me siento casi siempre más tranquilo ante una

política que ante un político. Quizá sea un prejuicio machista, pero lo cierto es que,

cada vez que estrecho la mano de un político, no puedo evitar imaginármelo dando

la orden de invadir Ucrania, cosa que no suele ocurrirme con las políticas. Esta

chaladura quizá no carezca de fundamento: como recuerda Camille Paglia, no hay

ningún Mozart mujer, pero tampoco ningún Jack el Destripador; también lo ha dicho
Gioconda Belli: “La biología femenina equipada para la maternidad, realizada o no,

arma a la mujer de una dotación superlativa de conciencia del otro”, que es la base

de la buena gestión de lo público. Dicho esto, comprenderán ustedes que la

feminización de la política represente para mí, antes que una necesidad social, una

urgencia personal: por algún motivo, que no sé si un psicoanalista acertaría a

explicar, siento que las políticas son, en general, más fiables, menos broncas y

soberbias, más prácticas, prudentes y flexibles que los políticos. Yo no sé si alguna

vez mereceremos en España la sensatez socialdemócrata de Jacinda Ardern, joven

primera ministra de Nueva Zelanda, pero me conformaría con el talante de la vieja

Angela Merkel y su aire perpetuo de matrona responsable, su bonhomía, su eficacia

discreta, su capacidad para aprender de los propios errores y aquella sonrisa

enternecedora con que miraba a Donald Trump cuando éste le negaba el saludo o

se encerraba en uno de sus berrinches de bebé consentido. “Virgen Santísima del

Perpetuo Socorro”, proclamaba ese gesto. “Con menudo botarate me ha tocado

lidiar”. Quizá es un prejuicio, ya digo. Porque está claro que, igual que hay políticos

malos, regulares y buenos, hay políticas buenas, malas y regulares; de hecho, uno

tiene incluso la impresión de que hay políticas macho, políticas que parecen llevar

un político dentro (igual que, según Baudelaire, Emma Bovary llevaba dentro un

hombre). Rosario Murillo, la esposa brutal del brutal Daniel Ortega, es ahora mismo

un ejemplo socorrido; pero no hace falta irse a Nicaragua. A mí me parece que la

disputa entre Nadia Calviño y Yolanda Díaz sobre la reforma laboral ha sido

bastante femenina, pero hay políticas en el Gobierno, como Irene Montero o Ione

Belarra, dotadas de un talante inconfundible de semental, y salta a la vista que en

las políticas de Vox y Junts×Cat habita un brigada ochentero de la Guardia Civil, con

barriguita, tricornio y mostacho, salvo en Rocío Monasterio, que parece recién salida

de una película de Drácula. Manuela Carmena es una política razonablemente


femenina, igual que Meritxell Batet, pero Ada Colau blande casi siempre una

virilidad intimidante. En cuanto a los políticos, estoy seguro de que deben de existir

hombres que llevan dentro una mujer, o al menos están aprendiendo a encontrarla,

pero a mí no me resulta fácil dar con ellos: en España, casi el único que conozco es

Salvador Illa (Mario Draghi también tiene algo femenino, como lo tenía Obama). Lo

habitual todavía es el político macho, por no decir machirulo, categoría en la que en

los últimos años han brillado con luz propia Santiago Abascal (o, mejor aún, Ortega

Smith) y Pablo Iglesias. Con dos cojones.

Como a cualquiera medianamente cuerdo, a mí me gustaría vivir en un lugar

de donde se ha extirpado la política a hostia limpia, la política de hombres dándose

de bofetadas por ver quién la tiene más larga. Y sí: tiendo a asociar con las mujeres

—al menos con las mujeres que no llevan un hombre dentro— esa política más

humilde, menos dogmática y vanidosa. ¿Una arbitrariedad? Podría ser. Pero,

después de miles de años dominados por la política de la testosterona, si quieren

saber qué es lo que me pide el cuerpo, vuelvan al título.


JAVIER MARÍAS

Tampoco caben Chaplin ni Keaton ni Gila ni

Plauto

Con la columna de hace una semana, “Aquí no cabe ningún Marx”, me quedé

sin duda muy corto. Claro que la escribí cuando todavía no se había producido la

cómica y sospechosa votación de la Reforma Laboral en el Congreso, que vale la

pena rememorar: un partido navarro se había comprometido a aprobarla, pero en el

último instante sus dos representantes apelaron a su turbio pensamiento navarro y

desobedecieron a sus mandos navarros. Y, oh casualidad, a continuación, o un poco

antes, un diputado del PP afirmó haberse equivocado cuatro veces y votó a favor,

mientras sus demás compañeros lo hacían en contra. El PSOE afirmó sin pruebas

que a los pensadores navarros los había sobornado el PP, y en cambio nadie ha

sugerido la posibilidad de que el PSOE sobornara al torpe, cuando parece bastante

lógico: ¿se puede ser tan torpe, en verdad, como el diputado llamado Casero? Ese

voto erróneo o comprado fue determinante para que la mencionada Reforma

resultara aprobada, con lo que la Ministra de Trabajo Díaz, en vez de fracasar

estrepitosamente, obtuvo sólo un inapelable fracaso moral. Esta votación no

solamente expulsó de esta época y este país a los Hermanos Marx, sino a Chaplin,

Laurel y Hardy, Buster Keaton, Jerry Lewis, Bob Hope, los Monty Python, los
responsables de Aterriza como puedas y por supuesto a Gila, uno de cuyos gags

telefónicos bien podría haber sido: “¿Se pueden poner las Ministras de Trabajo o de

Igualdad?” “No, en este momento están muy ocupadas votando”. “Ah. ¿La Reforma

Laboral?” “No, hombre, qué dice. La canción del Festival de Benidorm”. Habría

carecido de gracia, por realista.

El momento en que suelo perder todo interés y me lavo las manos

repetidamente, con jabón y con gel, es aquel en el que los aliados se empiezan a

detestar y a pelear entre sí. Es el signo de esta legislatura, gobernada por una

coalición que asegura “gozar de excelente salud” mientras se zahieren y critican

unos a otros, se echan las culpas, se ponen zancadillas y se apuñalan. Los del

actual PSOE, para mayor inri, odian a los del antiguo PSOE, y los de Podemos, de

corta vida, ya se han escindido bien: Más País, las Mareas gallegas, la sección

andaluza, la catalana de Colau…

Y qué decir de los independentistas catalanes: es difícil encontrar interés en

gentes de la Edad de Piedra, cuando también los humanos eran pétreos e

incapaces de razonar, comprender ni aun escuchar. Pero si además los de Esquerra

abominan de Junts × Cat, éstos de la CUP, éstos de los colauitas y éstos del

anexionado PSC, entonces uno les da la espalda sin más.

Apenas había pasado un mes del destierro de todos los cómicos modernos

cuando llegó la gresca del PP para echar también a Aristófanes, Plauto y Terencio.

La dirección acusó de corrupción a su dirigente más celebrada, Díaz Ayuso, la cual,

por su parte, llevaba tiempo lanzándoles dardos y flechas al Presidente del partido,

Casado, y a su lugarteniente Egea. Hay que recordar que a esa mujer la había

nombrado el mismo Casado para optar a la Presidencia de la Comunidad de Madrid,

que ella conquistó sobrada, barriendo, entre otros, a su fatuo contrincante Iglesias,
que —no se olvide— abandonó la Vicepresidencia del Gobierno para arrebatarle

Madrid. También nombró Casado portavoz de su formación a Cayetana Álvarez de

Toledo, para luego expedientarla y sancionarla, mientras lo más amable que ella

dice de su partido se resume así: “Es un vertedero”. Talento y ojo no se le pueden

negar a Casado: es de los que cala a las personas con echarles tan sólo un vistazo.

Con anterioridad Albert Rivera hundió a Ciudadanos y lo dejó inservible para su

sucesora Arrimadas, quien tuvo a su vez sus reyertas con correligionarios.

Si salimos de la política, el panorama no cambia, es de división: unas

feministas están enfrentadas a otras a cuenta de los o las transgénero, que una

nueva ley consagra como mujeres o varones a voluntad de los o las solicitantes. Y

otras feministas andan a la greña a cuenta de la prostitución: unas quieren abolirla y

prohibirla, sin aprender de la Historia que eso jamás ha funcionado, y otras

regularizarla para que las trabajadoras del sector tengan mayor protección e

higiene, atención médica y demás. Esto es, el mayor adversario de las feministas

hoy es… feministas distintas.

La impresión causada es que nadie quiere gobernar ni alcanzar el poder ni

independizarse; nadie aspira a mejorar ni organizar nada en ningún terreno; y que

todos, absolutamente todos, están sólo atentos a su parcelita o sillón ridículos, a sus

insignificantes deseos y a sus discusiones bizantinas; y que, en consecuencia, nadie

trabaja ni imagina ni piensa, al estar todos absortos en lo ya conseguido: en sus

sueldos, en sus cargos, en sus organizaciones minúsculas, en sus ojeadas furtivas y

complacidas al espejo (pese a la tremenda competencia, el ejemplo máximo de

engreimiento es Laura Borràs). No sé cómo pretenden que se los tome en serio. No

sé cómo los rebajados medios de comunicación dedican páginas y horas a esta

patulea de vagos pueriles y jactanciosos, incapacitados para conducir un país. Ni


siquiera Freedonia, aquella nación demente de Sopa de ganso gobernada por

Groucho Marx, podrían éstos conducir.

Desprecio de la propia lengua

Que la lengua española está destrozada por sus periodistas y hablantes salta

a la vista y al oído desde hace ya décadas, y el estropicio va siempre en aumento. A

él se han unido demasiados latinoamericanos: reinó el tópico de afirmar que su

castellano era muy superior, con más vocabulario, más correcto y elocuente que el

de nuestro país. Puede que así fuera en el pasado, ya no. Han abrazado de manera

tan acrítica y con tal fervor los anglicismos de los Estados Unidos, que hoy hablan y

escriben una especie de traslación literal del inglés. Los subtítulos de las películas y

series traducidas por ellos son buena muestra de ese calco perezoso o ignorante.

En España, desde luego, se sigue hablando y escribiendo cada vez peor, y también

aquí los anglicismos nos han colonizado sin oposición. Hay millares de ejemplos,

pero me llama la atención uno reciente y que he visto emplear hasta a escritores de

prestigio: ahora todo “exuda”, en sentido figurado. Una película “exuda brío”, una

novela “exuda ironía”, y así hasta el infinito. No es difícil deducir que ese verbo está

emparentado con “sudar”, y, que yo sepa, lo único de lo que se puede decir que

“exuda” son los cuerpos y los quesos y similares. Han caído en el olvido vocablos

más adecuados y no tan malolientes, como “destilar”, “rezumar”, “rebosar” o

“desprender”, según el caso.

Otro galimatías es el de las frases hechas. Hace poco oí a un periodista de

TVE (gran fábrica de atentados lingüísticos) que el presidente del Barça

“desgranaba la margarita” de si despedir o no al entrenador. Hasta donde alcanza


mi conocimiento, las margaritas no tienen granos, sino hojas o pétalos, y la

expresión siempre ha sido “deshojar la margarita”. Hace no mucho la conocían

hasta los más ignaros del lugar.

Pero, más allá de la destrucción, observo las insistentes tentativas de

expulsar al castellano, y no me refiero a los territorios cuyas autoridades se aplican

con denuedo a ello (Cataluña, País Vasco, las copionas Baleares y Valencia), sino al

resto del país, que en principio no dispone más que de esa lengua. Primero fueron

los carteles de las tiendas y de los anuncios fijos: “vintage”, “bargain” (por “ganga”),

“sold out”, por “vendido” o “agotado” o “no quedan entradas”), y un etcétera

interminable. Esta catetada de recurrir a términos ingleses porque quienes los usan

creen que suenan a cosmopolita y mejor, ha llegado también a lo oral, lo cual ya

tiene el mérito de lo incomprensible. A la mayoría de nuestra población le resulta

muy arduo aprender idiomas (como, por lo demás, a casi todas las poblaciones: la

excepción serían las nórdicas y las balcánicas), así como su pronunciación. Más

dificultad hay aún en entender. Sin embargo, muchos spots televisivos ya no están

en español, sino en inglés. Algunos aparecen absurdamente subtitulados, para

ayudar a la comprensión (¿no sería más lógico que estuvieran directamente en

español?), otros ni siquiera, y otros hay que caen en la horterada máxima, como uno

de desayunos y meriendas que no puede resistirse a terminar con la siguiente

idiotez: “¿Estás ready?” A saber qué les impide decir “¿Estás listo?” La mezcla

resulta pueblerina, si no patética.

Incurren en esta práctica productos extranjeros y nacionales, marcas cutres y

elegantes (casas de moda finolis), de coches y de embutidos, de perfumes

carísimos y de fabadas, se apuntan todas sin distinción. A menudo el espectador no

entenderá qué se le dice ni tal vez qué se le vende. Pero como el objetivo de todo
anunciante es vender más, hay que inferir que acaso la tendencia pedante-cateta

tiene éxito. En tal caso, ¿qué le pasa a nuestro país con su lengua, por qué la ve tan

inferior al inglés de América (nunca es el de Gran Bretaña), qué extraño complejo se

ha instalado en nuestra sociedad? Quizá sea cultural, y, dados los planes de

Educación en la Burricie de los Gobiernos socialistas y populares, es bien posible

que un alto número de españoles desconozcan hoy a Cervantes, Lope, Quevedo,

Clarín, Larra, Baroja, Machado, Pardo Bazán, Valle-Inclán y Lorca, por no

mencionar contemporáneos. Pero yo creo que más bien se trata del deseo

irrefrenable de ser americanos y de vivir como tales (algo que cuesta aceptar visto el

país estúpido en que han convertido el suyo en este siglo). Todo nos lo han

exportado mediante sus películas y series: desde su caricaturesca obsesión con el

mal llamado “género” hasta sus zafias despedidas de soltero y Halloween, desde el

desmedido amor a los perros hasta los discursitos en las bodas y eso de que las

novias lleven “something old, something new, something borrowed, something blue”,

cuya versión española ni siquiera rima. Hace tiempo que no veo partidos de fútbol

en grupo, pero me imagino que muchos futboleros patrios los contemplarán ahora

entre eructos cerveceros (de Budweiser) y enormes conos de palomitas. Para

satisfacer tamaño anhelo, el castellano es un gran incordio. Descuiden: la

publicidad, escuela de lelos y cursis desde 1960, podrá añadirse otra muesca: la de

boicoteadora de la lengua, sin ofrecer para ella recambio ni sustitución.


MANUEL VICENT

Para salvarse

Cuando se sentía desolado pensaba en aquella vieja casa abandonada que

un día exploró siendo niño. No tenía puertas ni ventanas. La hiedra había

comenzado a apoderarse de todas las estancias. En el espacio que fue la cocina

había quedado un grifo oxidado goteando. En toda la casa solo se oía el sonido

metálico de aquella gota que cada cinco segundos caía sobre el granito del

fregadero. El niño quedó absorto ante aquel sonido que atravesaba el silencio con

una cadencia medida y llegó a incorporarlo a su pensamiento. Con el tiempo la

imagen de aquella gota le servía de ansiolítico. Era una gota perenne y luminosa

que en medio de la ruina contenía todo el universo. Una mañana de abril un joven

excursionista amante de la naturaleza se detuvo en la ladera de un monte a admirar

el paisaje. Soplaba una tenue brisa de primavera que le traía desde el fondo del

valle el aroma de los limoneros. Envuelto en un silencio hermético percibió que la

brisa le vibraba en el lóbulo de la oreja como una nota musical extraída de un arpa y

con ella la naturaleza entera parecía penetrar por su oído hasta el fondo del cerebro.

Llegó a creer que el sonido de aquella brisa era una forma de pensar. Con el tiempo,

cuando se sentía desolado recordaba aquella nota musical que transportaba la brisa

y la usaba como antidepresivo. La lluvia persistente que oyes caer sobre el

cobertizo una noche de invierno desde la cama; la lengua de agua que alcanza tus
pies desnudos en la arena de la playa: el crujido acompasado de las cuadernas del

velero atracado en el muelle junto con el alegre campanilleo de las jarcias; los

latidos de los ocho compases del blues que llegan desde el fondo de la tierra y

suben por el cuerpo hasta el corazón del saxo, esos sonidos son formas que adopta

el pensamiento feliz. En estos tiempos de desolación hay que agarrarse a ellos para

salvarse.

A la carta
No se trata de ser un héroe, pero una persona decente debería prohibirse ciertas

veleidades este nuevo año. Si no se quiere perder la dignidad habría que negarse a

prestar atención a los debates tabernarios del Parlamento. Los insultos y réplicas

procaces que se intercambian algunos diputados van dirigidos con toda intención a

la parte inferior del cuerpo humano donde residen las emociones primarias y los

sentimientos más innobles y no hacen sino degradar moralmente al ciudadano

corriente, de derechas o de izquierdas. Cuando oigas el rebuzno de algún político

exaltado, ponte a salvo, y como antídoto elige, por ejemplo, un poema de Pedro

Salinas, lee en voz alta uno de sus versos al azar y verás que las palabras también

pueden tener una cadencia áurea, un sonido de manantial. No se trata de ser un

héroe, pero este año 2022 una persona decente tampoco debería permitir que la

contaminación le cause lesiones irreparables en el cerebro. Esta contaminación

tóxica no se deriva del CO₂, sino del veneno informativo que algunos medios y las

redes sociales vierten en la atmósfera. Hay que ponerse a salvo de los infames

noticieros, de las opiniones que se solventan a gritos en las tertulias, de los bulos

que se propagan de forma exponencial y se convierten en un postre indigesto en

cualquier sobremesa. Cuando sientas que el aire es irrespirable pon a todo volumen
el Aleluya de Händel, aspira profundamente su música y un raudal de alegría y de

optimismo te llenará los pulmones y por un momento llegarás a pensar que el

mundo, pese a tantos idiotas, sigue siendo maravilloso. Después de todo, lo que

uno oye no es muy distinto de lo que come. Una persona decente no debe permitir

que otros le impongan el menú de su mierda informativa en el plato. Sin necesidad

de ser un héroe uno debe elegir a la carta lo que desea ver, oír, pensar y creer. Feliz

año.

LEILA GUERRIERO

¿Por qué ahora?


Hubo quienes dijeron que la pandemia nos volvería mejores. En diciembre de

2021, este diario publicó una investigación acerca de 251 miembros del clero

español que habían abusado de menores. El trabajo fue entregado al Vaticano, que

ordenó indagar. En enero de 2022, el escritor barcelonés Alejandro Palomas leyó en

un artículo que la orden de La Salle se resistía a investigar esos delitos cometidos

por sus miembros. Uno de ellos había abusado de él entre sus ocho y sus nueve

años. Palomas tiene ahora 54 y decidió dar una entrevista a la Cadena Ser en la

que dijo que, desde febrero de 1975 hasta la Navidad de 1976, “sufrí abusos por

parte del hermano L., del Colegio de La Salle de Premià de Mar”. Narró con

templanza cómo el religioso lo masturbó, cómo intentó violarlo, cómo nadie hizo

nada para detenerlo aunque él dio señales de lo que sucedía. El 22 de febrero, poco

después de conocerse su testimonio, una mujer lo escupió en la calle. Palomas lo


contó en un tuit: “Anteayer me escupieron en la calle. Fue una señora. En Valencia

(…) Se acercó, se bajó la mascarilla y me preguntó con una sonrisa si era Alejandro

Palomas. Asentí. Entonces ella torció el gesto y me escupió a la cara: “Sois unos

mentirosos hijos de p.”. En ese mismo hilo dijo: “Sentí una vergüenza inmensa. (…)

Sin pensarlo, cogí el teléfono y llamé a mi madre. Enseguida entendí que no habría

respuesta. Mi madre murió”. No somos mejores: somos los de siempre. Somos esa

señora de Valencia que escupe a una víctima de abuso, somos esas madres y

padres que les dicen a sus hijos “no habrá sido para tanto”, somos esos vecinos que

acusan a los denunciantes de “buscar fama”. Somos los que preguntamos aún

ahora, cuando se sabe que una persona abusada no habla cuando quiere sino

cuando puede ―y a veces no puede nunca―, “¿Por qué no lo contó antes?”. No lo

cuentan antes porque existen ustedes, señoras de Valencia. Por eso. Entre otras

cosas.

Disculpas
¿Cómo fue que las disculpas se volvieron la criptomoneda con la que los

poderosos pagan sus errores? No es que antes les costara caro, pero ahora les sale

gratis: hacen la pantomima de las disculpas y todo queda olvidado. En abril de 2020,

Sebastián Piñera, entonces presidente de Chile, pidió disculpas después de posar

sonriente para una foto en la plaza Baquedano, de Santiago, principal escenario de

las manifestaciones contra su Gobierno que empezaron en octubre de 2019 y fueron

salvajemente reprimidas. En enero de 2018, el Papa pidió disculpas a las víctimas

de abusos sexuales en Chile porque, durante su visita a ese país, defendió al obispo

Juan Barros, acusado de encubrir a curas abusadores. En junio de 2021, el

presidente argentino, Alberto Fernández, pidió disculpas por haber dicho, durante la

visita de Pedro Sánchez a la Argentina, que “los mexicanos salieron de los indios,
los brasileros salieron de la selva, pero nosotros los argentinos llegamos de los

barcos (…), de Europa”; en agosto volvió a pedirlas por una cena con invitados

realizada en su residencia durante la cuarentena de 2020, cuando las reuniones

sociales estaban prohibidas. Hace poco, Boris Johnson pidió disculpas por fiestas

organizadas en Downing Street durante el confinamiento estricto. ¿Piensa

realmente Piñera que su foto fue ofensiva; piensa el Papa que la Iglesia no debe

encubrir violadores; piensa el presidente argentino que no tiene prerrogativas;

piensa Boris Johnson que esas fiestas fueron un error? No importa. Pedir disculpas

—se piden, pero en verdad se imponen— otorga impunidad y tiene una ventaja:

invisibiliza a los afectados. ¿Los ciudadanos reclaman reparación, necesitan

explicaciones claras? Deben conformarse con lo que hay. Porque, con la buena

prensa que tiene el perdón, ¿qué clase de persona sería quien dijera “no perdono”?

¿Cuánto tiempo pasaría antes de que se la señalara como impiadosa y se le

exigieran disculpas públicas?

Esquirlas
Según la OMS uno de cada cinco menores sufre abuso sexual antes de los

17 años. Eso hace presumir que un profesional de la salud se encontrará alguna

vez, a lo largo de su desempeño profesional, frente a una persona abusada. Una de

las características de estas personas es que —salvo excepciones: la historietista

argentina Gato Fernández que publicó un libro sobre su abuso; el pianista James

Rhodes, que igual— no hablan abiertamente acerca de lo que les sucedió. La

semana pasada una mujer a la que conozco fue a una consulta médica. Solicitó

atenderse con una doctora y no con un doctor. La persona del seguro médico le dijo

que la atendería el profesional que estuviera disponible, que si tenía problemas

pagara una consulta privada. La mujer no tiene recursos para pagar una consulta
privada ni puede explicar claramente los motivos por los cuales requiere ser

atendida por alguien de su género. Le tocó un varón. Que fue correcto, que no hizo

nada inapropiado. Excepto por el hecho de que tenía delante a esta mujer que había

sido abusada en la infancia por un tío y a la que le estaba pidiendo que se quitara la

ropa para auscultarla, palparle el vientre, los ganglios. La mujer toleró la revisión

paralizada y al llegar a su casa hizo lo que hace para aliviarse: se cortó la cara

interna de los muslos. Mucho se habla de la detección del abuso sexual infantil, pero

nada se dice de cómo abordar esas situaciones (consultas médicas, vestuarios:

sitios en los que hay que “poner” el cuerpo) con adultos que fueron abusados. No sé

si es posible capacitar a los médicos para enfrentar una incógnita, pero me pregunto

si esa inquietud —¿estoy ante una persona que fue abusada?— forma parte de su

horizonte. Si saben que las instrucciones para una revisión de rutina —”quítese la

ropa”— pueden hacer que las esquirlas de un pasado lejano se transformen en

balas.
DAVID TRUEBA

Un mundo distraído
Hace mucho tiempo que empezó a confundirse el entretenimiento con la

distracción. Y no son lo mismo. La gozosa invención del entretenimiento se remonta

a las primeras tribus humanas, en las que la comunicación frente al fuego y la

representación gráfica sobre las paredes de la roca pronto derivó desde lo

informativo y aleccionador hacia lo lúdico y anecdótico. No existe certeza sobre la

invención del primer cuento, pero sí se sabe que tuvo un carácter formativo, pues

buscaba una representación narrativa para advertir de una amenaza, para proponer

una ingeniosa solución de caza o autodefensa. Pronto, entretenerse alrededor del

fuego derivó en una industria en la que pese a las enfermedades, las desgracias y

las muertes constantes y tempranas triunfó un lema que hizo fortuna para la

eternidad: el show debe continuar. La ficción desde entonces completaría la

experiencia vital. Pero ha sido en los últimos años, cuando las horas ociosas se

extendieron de manera inusual a lo largo de la jornada y el amor por los niños

implicó no someterlos tanto a las obligaciones y fomentar un espacio de juego y

diversión, cuando apareció la distracción como máxima meta. Papá, me aburro, fue

un grito de guerra. No pensar en nada, relajar las neuronas y evadirse comenzaron

a ser expresiones habituales.

El exceso de distracción ha dado lugar a unas sociedades algo indolentes. Si

los romanos entendieron aquello del pan y circo como una combinación infalible
para el sometimiento del súbdito al poder, los nuestros podrían suscribir aquello de

cotilleo, telenovela y concurso como los tres ejes de la verdadera reforma mental

que propicia la sumisión. Esta semana, tras el disparate de una votación reñida en

el Congreso con traiciones, cálculos insustanciales, mentiras y equilibrios precarios,

fuimos testigos de un resultado causado por el error de un diputado a la hora de

pulsar en el teclado de casa el signo de su votación. Sin escarbar demasiado, y con

el buen ánimo de perdonar el tropezón, deberíamos concluir que tan solo se trató de

un despiste. De una distracción como las que ocurren cada día, algunas incluso al

volante del coche y con resultado mortal. La mayoría de ellas, según se sabe,

suceden por la atención dividida entre aquello que estás haciendo y el teléfono móvil

o cualquier otra pantalla cercana. Es decir, que la distracción resta concentración

por ese empeño nuestro en hacer varias cosas a la vez, una habilidad para la que

hay dudas de que estemos dotados.

Ante un entretenimiento inteligente, absorbente y que obliga a estar alerta, ha

surgido una distracción inane, de planicie neuronal, pueril. Es sobre ella en la que

hemos depositado nuestro tiempo de ocio mayoritario. Después de descubrir que

ser pensantes nos convertía en dominadores, hemos adquirido la costumbre de no

pensar, de comer sobre la marcha, de hablar sin reflexionar, de opinar sin datos, de

querer ganar sin esfuerzo y de tener la razón sin gimnasia dialéctica. No es que

seamos idiotas; es que estamos en pausa. No es que no nos preocupen los grandes

conflictos que acosan a la humanidad; es que estamos distraídos en otra cosa y

preferimos no responsabilizarnos. Ahora voy, ya me pongo, te lo mando en un

minuto, no me calientes la cabeza, relax. Hay espacio para todo, pero entregados a

la distracción es muy normal que acabemos haciendo justo aquello que más nos

perjudica.
Aquí es distinto

Se puede estar de acuerdo con quienes piensan que no necesitamos una Ley

de Memoria Histórica. Se puede estar de acuerdo con quienes piensan que la

memoria de un país no es un relato impuesto y sin fisuras. También con los que

piensan que las experiencias emocionales de cada uno y sus familias no pueden

someterse a los criterios racionales de la historiografía. E incluso se podría estar de

acuerdo con quienes sospechan que las revisiones del pasado siempre se agitan

por intereses coyunturales, por lo cual todo intento de colocar a Franco y el

franquismo en nuestra actualidad es un fracaso colectivo. Y aun se puede estar de

acuerdo con quienes consideran absurdo que una joven generación quiera

enmendarle la plana a aquellos que hicieron la Transición española en unas

condiciones de amenaza hoy insospechables. Puestos a estar de acuerdo se podría

hasta reconocer que la sentimentalización del pasado es a menudo fraudulenta. En

términos generales podría alcanzarse ese acuerdo, hasta que uno se da cuenta de

que la lógica no aplica, porque aquí es distinto.

¿Por qué? Muy sencillo. Porque aún hoy, en el día del aniversario de la

muerte de Franco hay 25 misas en su honor, celebradas con banderas

inconstitucionales, himnos de exaltación violenta y amparadas por el manto de la fe

religiosa. Cualquier ciudadano inocente, incluso un extranjero de paso o el líder de

un partido conservador urgido por la agenda del domingo, cargada de espectáculos

para la galería mediática, podría entrar en una de esas iglesias por despiste y

pensar que este país aún no ha establecido una línea de separación imprescindible

con la dictadura franquista y sus largos años de represión. Todo eso hace necesario

precisar lo que es un delito, no vaya a ser que la exhibición de símbolos no sea tan
solo una inocente nostalgia hasta cierto punto entrañable, sino un modo

contundente de humillar a las víctimas de un periodo histórico triste y doloroso.

Pero todavía es más grave que persistan algunos jueces, desde su

competencia local, en impedir toda decisión que consideran que atenta contra sus

nostalgias particulares. Lo vimos cuando en ayuntamientos que pudiendo cambiar al

puro antojo el nombre de las calles establecían un marco de acción minuciosa, pero

se topaban con alguna autoridad judicial sobrevenida que premiaba a criminales con

pasado golpista en perjuicio de una maestra o un científico. Lo vimos cuando el

traslado de los restos de Franco del Valle de los Caídos intentó ser boicoteado por

dos jueces locales, que se inventaron medidas cautelares para impedir que se

levantara una losa por excesivamente pesada, precisamente en el país que más

obras sin licencia exhibe por doquier. Y lo hemos vuelto a ver cuando se interrumpe

la exhumación de fosas comunes o todo un presidente del Gobierno presumía de

dedicar cero euros a la recuperación de los cadáveres de las cunetas mientras

prohibía que la televisión pública participara en ningún proyecto que aludiera a la

guerra y la posguerra civil por expreso capricho personal. En ese país, por

desgracia, aún son necesarias las leyes de relato histórico, del mismo modo que se

puede entender que una escritora moderna y vitalista como Almudena Grandes

dedicara una gran parte de su carrera a pelear contra la desmemoria interesada.

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