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CUANDO ME LESIONABA, NUNCA ME

OBSESIONABA CON LO QUE ME


HABÍA PASADO
En el transcurso de 20 temporadas, sufrí mi buena dosis de lesiones graves. Lo
primero
que pensaba en dichas situaciones era: «¿Qué necesito hacer para volver a estar al
cien
por cien?». Esa era mi mentalidad. Nunca dejé que el miedo o la duda penetraran en
mi
psique. Nunca me quejé y nunca protesté. O sea, ¿de qué serviría?
Con cada fractura, con cada pequeña rotura y esguince, me hacía la siguiente
pregunta:
«¿Empeorará si sigo jugando?». Aunque la lesión fuera dolorosa, si no empeoraba con
el
juego, lidiaría con ella el cien por cien de las veces. Ese era mi único
razonamiento.
Me sobrepuse a algunas lesiones —de tobillos, espalda, rodillas, hombros— que me
limitaban en ciertos aspectos. En esos casos, tanto durante el calentamiento como
al
principio de cada partido, dedicaba un tiempo a calibrar lo que podía hacer en la
cancha
y lo que no. Una vez que determinaba cuáles eran mis limitaciones, ajustaba a estas
mi
plan de juego. Ocasiones como aquellas son recordatorios de por qué necesitas tener
un
juego completo, por qué debes ser capaz de hacerlo todo con ambas manos, con
cualquiera de los pies, ya te encuentres a nueve metros de la canasta o en el
poste.
Cuando estaba lesionado era menos atlético. Esto limitaba en parte mis estallidos.
Pero
eso era todo. Seguía siendo yo, todavía era Kobe.

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