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Trauma, cultura e historia:

Reflexiones interdisciplinarias
para el nuevo milenio
Francisco A. Ortega Martínez
Editor

Universidad Nacional de Colombia


Facultad de Ciencias Humanas
Centro de Estudios Sociales - CES
Grupo Conflicto Social y Violencia
Grupo de prácticas culturales,
imaginarios y representaciones

Lecturas CES
Francisco A. Ortega es doctor
en Estudios Culturales con énfasis en
teoría crítica y filosofía de la historia de
la Universidad de Chicago (2000). Es
profesor asociado del Departamento
de Historia, de la Maestría de Estudios
Culturales de la Universidad Nacional
de Colombia e investigador del Centro
de Estudios Sociales (CES) de la misma
Universidad, del cual fue director entre
el periodo 2005-2008. Entre sus temas
de interés están la cultura y la historia
intelectual de Latinoamérica. Prologuista
y editor de dos antologías: La irrupción
de lo impensado (Pontificia Universidad
Javeriana, 2005), en la que se contemplan
trabajos de Michel de Certeau, y Veena
Das: sujetos de dolor, agentes de dignidad
(Centro de Estudios Sociales, 2007) con
textos sobre antropología del sufrimiento.
En la actualidad disfruta de una comisión
en la Universidad de Helsinki como
investigador postdoctoral en el proyecto
Between Restoration and Revolution,
National Constitutions and Global Law:
an Alternative View on the European
Century 1815-1914, que constituye
un primer paso para la publicación de
un título sobre la historia intelectual
y la cultura política del siglo XIX
latinoamericano.
Trauma, cultura e historia:
Reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio
Colección Lecturas CES

Trauma, cultura e historia:


Reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio

Francisco A. Ortega Martínez


Editor

Grupo Conflicto Social y Violencia


Grupo de prácticas culturales, imaginarios y representaciones
Catalogación en la publicación
Trauma, cultura e historia : reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio / ed.
Francisco A. Ortega Martínez. – Bogotá : Universidad Nacional de
Colombia. Facultad de Ciencias Humanas. Centro de Estudios Sociales, 2011
624 p. – (Lecturas CES)
ISBN : 978-958-719-824-9
1. Interacción social – Aspectos culturales - Historia 2. Cultura y desarrollo
Aspectos sociales 3. Memoria colectiva - Aspectos sociales I. Ortega Martínez,
Francisco Alberto, 1967-
CDD-21 302.01 / 2011

Trauma, cultura e historia:


reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio
© Francisco A. Ortega, varios autores
© Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas,
Centro de Estudios Sociales - CES

ISBN: 978-958-719-824-9
Impreso y hecho en Bogotá, Colombia, mayo de 2011

Centro de Estudios Sociales - CES


Jorge Enrique González
Director

Astrid Verónica Bermúdez Díaz


Coordinadora Editorial

Olga Lucía Riaño


Corrección de estilo e índice analítico

Wilson Martínez Montoya


María Cristina Rueda Traslaviña
Imagen de carátula y realización gráfica

Digiprint S.A.
Impresión

Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular
de los derechos patrimoniales
Pensando en Ana y Sara;
a pesar,
lleno de esperanzas
Tabla de contenido

Parte I.
El trauma social como campo de estudios, 17
Francisco A. Ortega

Parte II. Trauma cultural


Trauma y comunidad, 63
Kai Erikson
Trauma psicológico y trauma cultural, 85
Neil J. Smelser
Trauma cultural e identidad colectiva, 125
Jeffrey C. Alexander
Freud y el trauma, 165
Ruth Leys

Parte III. Representación y verdades


Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad, 195
Ernest van Alphen
Entramamiento histórico y el problema de la verdad, 217
Hayden White
Historia, más allá del principio del placer: reflexiones sobre la
representación del trauma, 241
Eric Santner
Sobre el saber traumático y los estudios literarios, 259
Geoffrey Hartman

9
Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia, 295
Cathy Caruth
El pathos de lo literal: trauma y la crisis de representación, 311
Ruth Leys

Parte IV. Memorias colectivas


El pasado en el presente. Cultura y transmisión de la memoria, 353
Ronald Eyerman
Memoria y contramemoria: hacia una estética social
de los monumentos del Holocausto, 375
James E. Young
Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo:
“Unland, The Orphan’s tunic”, 411
Andreas Huyssen
Recordando el Holocausto: duelo y melancolía, 425
Frank Ankersmit
Trauma histórico y subjetividad masculina, 449
Kaja Silverman

Parte V. Genealogías y usos del trauma


Una perspectiva feminista del trauma, 479
Laura S. Brown
Violencia, cultura y la política del trauma, 497
Arthur Kleinman con Robert Desjarlais
Genealogía de un error categórico:
una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural, 521
Wolf Kansteiner
Epílogo, 557
Carlo Tognato
Bibliografía, 567
Índice temático, 617

10
Reconocimientos y créditos editoriales

N o hubiese sido posible la publicación de los textos que conforman


esta obra sin la generosidad y apoyo de personas e instituciones que
cedieron los derechos de los artículos que relaciono a continuación.
En primer lugar mi reconocimiento y agradecimiento a los autores,
quienes generosamente cedieron todos los derechos y, con frecuencia,
intercedieron ante diversas editoriales y organizaciones para asegurar
precios accesibles o, incluso, sin regalía alguna.
Angel Vu y a la Editorial de la Universidad de California me per-
mitieron traducir al castellano y publicar en esta obra el ensayo de
Neil Smelser, “Psychological Trauma and Cultural Trauma”, del libro
Cultural Trauma and Collective Identity, editado por J. Alexander, R.
Eyerman, B. Giesen, N. Smelser & P. Sztompka (2004). La Universidad
de California también autorizó la traducción e impresión del ensayo
de Arthur Kleinman, “Violence, Culture and the Politics of Trauma”,
de su libro Writing at the Margin. Discourse Between Anthropology and
Medicine (1995).
Agradezco igualmente a Johns Hopkins University Press por auto-
rizar la traducción y publicación de los ensayos “Notes on Trauma and
Community” de Kai Erikson y “Not Outside the Range: One Feminist
Perspective on Psychic Trauma” de Laura Brown, publicados en el libro
editado por Cathy Caruth, Trauma: Explorations in Memory (1995).
También, por permitir la traducción y publicación del texto de Cathy
Caruth, “Unclaimed Experience: Trauma and the Possibility of History

11
(Freud, Moses and Monotheism)”, de su libro Unclaimed Experience:
Trauma, Narrative and History (1996).
La Editorial de la Universidad de Chicago otorgó el permiso de
traducir y publicar los textos de Ruth Leys “Freud and Trauma” y “The
Pathos of the Literal: Trauma and the Crisis of Representation”, de su
libro Trauma: A Genealogy (2000).
La Agencia Literaria Carmen Balcells de España me concedió el per-
miso para incluir en este volumen los textos de Hayden White “Historical
Emplotment and the Problem of Truth” y el de Eric Santner “History
Beyond the Pleasure Principle. Some Thoughts on the Representation
of Trauma”, ambos publicados originalmente en el libro editado por
Saul Friedlander, Probing the Limits of Representations. Nazism and the
“Final Solution” (1992).
Igualmente, mi gratitud para la Editorial de la Universidad de Oxford
por concederme los derechos de reproducción del artículo “Cultural
Trauma and Collective Identity” de Jeffrey Alexander, de su libro The
Meaning of Social Life (2003).
La Editorial de la Universidad de New England autorizó traducir y
publicar el ensayo de Ernst Van Alphen, “Symptoms of Discursivity:
Experience, Memory, and Trauma”, del libro editado por Mieke Bal,
Jonathan Crewe & Leo Spitzer, Acts of Memory, Cultural Recall in the
Present (1999).
A Sage Publications le agradezco el permiso otorgado para traducir y
publicar la propuesta de Ron Eyerman, “The Past in the Present. Culture
and the Transmission of Memory”, publicada originalmente en la revista
Acta Sociologica, volumen 47, número 2, y a la Universidad de Virginia
que accedió a la reproducción del ensayo de Geoffrey Hartman, “On
Traumatic Knowledge and Literary Studies”, publicado en New Literary
History 26.3 (1995).
Lund Humphries me permitió reproducir el artículo de James
Young, “Memory and Counter-memory: Toward a Social Aesthetic
of Holocaust Memorials”, publicado en el libro editado por Mónica

12
Bohm-Duchen, After Auschwitz: Responses to the Holocaust in Con-
temporary Art (1995).
Así mismo, Phaidon autorizó traducir y publicar el ensayo de Andreas
Huyssen, “Doris Salcedo’s Memory Sculpture: Unland: The Orphan’s
Tunic”, de su libro Present Pasts. Urban Palimpsests and the Politics of
Memory (2003).
A Routledge le agradezco el permiso para la traducción y publicación
del texto de Kaja Silverman “Historical Trauma and Male Subjectivity”,
en el libro editado por Ann E. Kaplan, Psychoanalysis & Cinema (1991).
De igual forma, Metzler consintió la publicación del texto de Wulf
Kansteiner, “Genealogy of a Category Mistake: A Critical Intellectual
History of the Cultural Trauma Metaphor”, publicado originalmente
en Rethinking History, 8 (2), 2004.
De igual modo, agradezco a la Editorial de la Universidad de Stanford
por permitirme la traducción del texto de Frank Ankersmit, “Remembe-
ring the Holocaust: Mourning and Melancholia”, de su libro Historical
Representation. Cultural Memory in the Present (2002)
Finalmente mi gratitud para la División de Investigación de Bogotá
(dib) de la Universidad Nacional de Colombia por el apoyo otorgado
a este trabajo a través del proyecto de investigación “Trauma, historia
y cultura” (2005-2007).

El editor

13
Parte I

El trauma social como


campo de estudios

a
el trauma social como campo de estudios

Francisco Ortega, Ph.D.1

La palabra desastre se ha hecho tangible.


José Emilio Pacheco.
Las ruinas de México (Elegía del retorno, 1986)

El concepto del trauma

A mediados de la década de los años noventa me hallaba preocupado


con el tema de la memoria colectiva y su relación con la historia y la
escritura. Estaba entonces preparando mi tesis de doctorado en un programa
curricular que combinaba, de manera a veces vertiginosa, varias disciplinas
y escuelas teóricas —filosofía de la historia, psicoanálisis, antropología,
historia del arte, estudios culturales, teoría literaria—; todos estos acer-
camientos ligaban, además, un denso lenguaje conceptual con una insis-
tencia en la dimensión política de la crítica cultural. Durante esos años, el
mundo social y académico latinoamericano y latinoamericanista celebraba
la caída de los regímenes totalitarios, particularmente en Centroamérica
y el Cono Sur, y la emergencia de nuevos movimientos sociales. Nuevas

1 Profesor Asociado del Departamento de Historia e investigador del Centro de Estu-


dios Sociales, ces, de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional
de Colombia.

El trauma social como campo de estudios 17


oportunidades políticas se hacían posibles y la historia y la memoria se
convertían en instrumentos para la reconstrucción y reconstitución de
sociedades devastadas por la violencia estatal y paraestatal.
Esta visión de la memoria como instrumento político a partir del cual
se rememoraba y se construían nuevas identidades culturales y políticas fue
apenas el comienzo de una reflexión colectiva mucho más profunda entre
memoria, historia y representación. La década de los noventa constituyó el
momento en que nos dimos cuenta de que el imperativo político de no olvi-
dar, junto con su corolario combatiente “nunca más”, eran, apenas, la parte
inicial de una historia mucho más complicada. Las esperanzas acumuladas
durante años de participación política terminaron derrumbándose con las
transformaciones que ocurrieron durante la década de los años ochenta:
la alteración geopolítica que significaba la caída del muro de Berlín y la
Perestroika, la crisis económica y el llamado consenso de Washington con
su paquete de reformas neoliberales, y la actitud complaciente o impotente
por parte de las autoridades que dejaban sin reparar los crímenes de Estado
e incluso perdonaban o, por lo menos, justificaban los abusos cometidos
por los regímenes dictatoriales y autoritarios y sus aliados.
En efecto, en un contexto de polarización aguda, empobrecimiento
acelerado y seria fragilización institucional, la memoria se convierte en
el lenguaje hablado por todos: aquellos que deseaban recordar, los que
ansiaban escapar del recuerdo herido, y aquellos que imponían su olvido.
Y, precisamente, cuando más parecía que el olvido iba a recubrir con su
manto silencioso la sociedad entera, renacieron con mayor vigor las iden-
tidades ancestrales, se agitaron combativas las movilizaciones populares,
se manifestaron las memorias clandestinas y dieron fe los testimonios
vehementes, todos ellos impugnando las acomodadas versiones oficiales.
El arte y la literatura se poblaron de memorias fragmentadas, irresueltas
y exiliadas, recuerdos obsesivos, impertinentes y perturbadores, que aún
sacuden el sopor colectivo y regresan para recordar incisivamente.
Mi deseo por entender ese peso de la memoria, en este caso vinculada
a eventos de intensidad emocional y gran sufrimiento, me llevó a explorar
un importante, aunque naciente, campo teórico de estudios que giraba
en torno a la noción de trauma cultural. Esa bibliografía ha continuado

18 Parte I. El trauma social como campo de estudios


hasta el presente y la producción intelectual ha llegado a tal punto y es
de tan alta calidad que no es desacertado decir que hoy en día existe un
campo de convergencias que bien podríamos llamar estudios sobre o en
torno al trauma social2. El presente ensayo y la colección de artículos que
le sigue ofrecen una escueta cartografía sobre este campo.
Para algunos lectores, los textos reunidos acá están ‘demasiado marca-
dos’ por el Shoa o genocidio nazi de los judíos durante la Segunda Guerra
Mundial. Aunque he procurado la diversidad de referencias históricas, es
cierto que un número importante de estos estudios intenta comprender la
naturaleza y los efectos devastadores de las políticas de exterminio, inclui-
dos los campos de concentración y las cámaras de gas nazi. Su inclusión en
esta antología se justifica no sólo por el rigor argumentativo y la vigencia
teórica que puedan tener esos trabajos, y por el hecho de que buena parte
de lo que hoy llamamos estudios sobre el trauma social nace precisamente
como resultado de los esfuerzos por entender los legados de esa experien-
cia histórica, sino también por la profunda convicción de que su lectura y
crítica nos puede aportar herramientas y claridad en el afán de enfrentar
nuestras violencias, muy diferentes, pero igualmente demoledoras3.

2 El campo de estudio del trauma cultural ha dado pie a innumerables congresos, tesis
de doctorado y publicaciones, a la creación de institutos de investigación e incluso
a programas de posgrado, como la maestría que ofrece la Universidad de Nueva
York, Trauma and Violence. Transdisciplinary Studies (véase http://tvts.as.nyu.edu/
page/home) o la especialización que ofrece el International Trauma Studies Program
(véase http://itspnyc.org/programs_training0708.html).
3 Agradezco el apoyo y acompañamiento que he tenido durante los últimos cuatro
años por parte del grupo Conflicto Social y Violencia del ces, y en particular a su
directora Myriam Jimeno y a sus extraordinarios investigadores asociados, César
Abadía, Andrés Salcedo, Carlo Tognato, Marco Martínez y Carlos Suárez. Los ex-
celentes coloquios del grupo me han obligado a repensar muchas nociones recibidas
y a exigirme en el rigor argumentativo. Igualmente agradezco las lecturas atentas y
generosas de Maite Yie y Ronald Villamil, así como el apoyo incondicional, crítico
y siempre estimulante de Liliana Obregón. Al ces agradezco el apoyo editorial
recibido y, en particular, a Verónica Bermúdez por su paciente apoyo y asistencia.
Sandra Milena Ramírez, Norma Castillo y Carlos Andrés Barragán prestaron apoyo
logístico al comienzo del proyecto. Finalmente, la dedicación y el apoyo de Nicolás
Alejandro González Quintero fue decisiva en la fase final del proyecto.

El trauma social como campo de estudios 19


El conjunto de artículos aquí recogidos no está diseñado para defender el
concepto de trauma cultural o promover una nueva categoría de análisis
social. De hecho, varios de los textos seleccionados señalan las dificulta-
des y ambivalencias del término o, incluso, su naturaleza equívoca. Ruth
Leys señala las tensiones y límites del concepto de trauma y su artículo
Freud y trauma es un excelente punto de partida para evaluar la vigencia
y los ambivalentes legados del concepto y del psiconalista. Del mismo
mos, Leys polemiza con algunas de las elaboraciones más celebradas del
campo y evidencia el nivel de abstracción y generalidad que, comúnmete,
resulta del abandono de contextos históricos específicos. Por su parte, Wulf
Kanstainer pondera la pertinencia de la idea de trauma cultural y concluye
que su uso propicia un error categórico al confundir las preocupaciones
de los sobrevivientes con preocupaciones filosóficas sobre la “indecibi-
lidad constitutiva de los procesos de comunicación” y la llamada crisis
de la modernidad (gce, pp. 539)4. Para Kansteiner, las teorías de trauma
cultural han perdido ‘autorreflexividad’ y se han convertido en otra gran
narrativa de la academia metropolitana.
Personalmente acepto estas críticas y las creo muy saludables. Y aunque
considero que futuras elaboraciones —a partir, por ejemplo, del trabajo
de Jeffrey Alexander o Dominick LaCapra— puedan ser esclarecedoras,
lo cierto es que esta antología está diseñada para iluminar un espacio de
convergencias de intereses, disciplinas, miradas y preocupaciones teóri-
cas y políticas diversas en torno al impacto de experiencias catastróficas.
Más que una defensa a ultranza del concepto de trauma social, son estos
diálogos cruzados lo que me interesa poner a disposición del lector en
esta ocasión.

4 Para otras críticas, véase, por ejemplo, M. Borch-Jacobsen (1996a); J. Mowitt (2000);
P. Novick (1999).

20 Parte I. El trauma social como campo de estudios


El concepto de trauma, escribe el sociólogo Kai Erikson en el texto
compilado en esta obra, “se usa de formas tan diferentes y se encuentra
en vocabularios tan diversos que es difícil saber cómo convertirlo en un
concepto sociológico útil”5. Sin duda alguna, el concepto es bastante
antiguo y se remonta al griego traumat, que significa herida en el tejido
humano. En el siglo xviii aparece en varios textos médicos franceses e
ingleses para designar una herida en un tejido vivo, causada por un agente
externo. Poco a poco el uso del término se generalizó, con ese sentido
técnico que aún preserva la medicina contemporánea6.
Las investigaciones médicas sobre el sistema nervioso durante el siglo
xix llevaron a estudiar el impacto de las emociones —como el susto, pavor,
temor o terror— en el comportamiento humano. Gradualmente el daño
percibido deja de ser entendido como una ruptura del tejido humano y
se convierte en una herida del tejido nervioso, es decir, una lesión que
no resulta visible y sólo se puede percibir por sus síntomas, conductas
extrañas y memorias involuntarias y disociadas 7. Por esa misma época
aparece el término memoria traumática para referirse a los modos en que
el cuerpo recuerda, involuntariamente, eventos de particular intensidad
y dificultad emocional8.

5 Trauma y comunidad, incluido en esta obra. A partir de este momento, las referen-
cias al tema en el texto principal aparecen señaladas con la sigla tc, seguida por el
número de la página donde se encuentra más información respectiva.
6 M. T. Herrera (1996) señala que en 1693 aparece el lema trauma en los textos mé-
dicos en latín con el sentido de herida física. Véase también J. Corominas (1980).
7 Estudios como los que hizo el célebre cirujano John Erichsen —por ejemplo, On
Railway and other Injuries of the Nervous System (1866)— hicieron posible la trans-
formación del sentido original del concepto. Para el surgimiento durante el siglo
xix de la memoria inconsciente o traumática véase A. Young (1995: 13); también
véanse los ensayos recogidos en M. Micale & P. F. Lerner (2001). En inglés, el
verbo traumatize –infligir daño emocional– aparece por primera vez en el Oxford
Dictionary en 1903. En español, el diccionario de la rae sólo lo recoge, junto con
trauma, en 1956, aunque su uso es frecuente con el sentido actual en textos diversos
de psicoanálisis, psicología, filosofía, literatura, ensayística, &c. Los lemas traumático
y traumatismo aparecen desde 1869.
8 Véanse J. Laplanche (1973); I. Hacking (1996); A. Young (1996).

El trauma social como campo de estudios 21


La idea de trauma sólo logra especificidad con la formulación y des-
cripción del inconsciente, lo que explica la centralidad de Sigmund Freud
y el psicoanálisis para la evolución posterior de la idea del trauma. No voy
a referir una historia que Ruth Leys desarrolla de manera magistral en su
ensayo Freud y el trauma, acá incluido. Sólo quiero señalar de manera muy
rápida algunos hitos fundacionales del concepto que marcan de manera
decisiva su estructura de significación, sus usos, así como el campo de
estudio y los debates sobre lo que podemos llamar trauma cultural.
Críticos y estudiosos concuerdan en que es en el contexto del trabajo
con pacientes calificados como afectados por la histeria que Freud for-
mula algunas de las hipótesis fundamentales para el psicoanálisis y los
estudios del trauma. En primer lugar es necesario señalar que por esta
misma época Freud abandona el tratamiento predominante, la hipnosis
y la sugestión, por el de la libre asociación del paciente. En Estudios sobre
la histeria (Freud & Breuer, 1895) la hipótesis originaria de Freud era
que los síntomas de la histeria están conectados a factores causantes y
que esos síntomas tienden a desaparecer cuando el evento causante es
descrito en detalle por la paciente (generalmente eran mujeres). Es decir,
la elaboración discursiva de una memoria, hasta ese momento deformada
como síntoma, actúa como una suerte de catarsis. Así, un conflicto es una
historia a la que le hacen falta palabras; una historia en la que los síntomas
ocupan el lugar que deberían ocupar las palabras. El análisis no es más
que el intento de poner las palabras en su lugar, dando paso a la historia
que no había podido ocurrir.
Sin embargo, el proceso de elaboración no es simple. Al contrario,
la intensidad emocional y dolorosa asociada a la memoria del evento
precipitante produce resistencias y desplazamientos al intento de elabo-
ración. De ese modo, la memoria traumática opera sin asimilarse, como
un cuerpo extraño en el cuerpo del paciente. Durante esos primeros años
Freud elabora la llamada teoría de la seducción, es decir la hipótesis de que
los síntomas de la histeria se remontan a experiencias de agresión sexual,
ocurridas generalmente durante la niñez y causada aparentemente por el
padre o por una figura paterna. Debido al carácter sexualmente inmadu-
ro de las niñas asaltadas, esas experiencias no se asimilan como avances

22 Parte I. El trauma social como campo de estudios


sexuales sino que se reprimen y posteriormente, en la plenitud sexual del
individuo, se reactivan durante situaciones que evocarán o recordarán de
algún modo la escena primera.
Quedan, entonces, formuladas dos ideas que serán importantes, a pesar
de todas las modificaciones que puedan haber tenido posteriormente. Por
una parte la noción de que la vida psíquica está constituida igualmente
por memorias involuntarias, memorias que recuerdan y olvidan a la vez,
y olvidos hechos de memoria. Esas memorias son precisamente las que
recuerdan los eventos traumáticos. Por otra, se cuestiona radicalmente la
causalidad del evento precipitante. El trauma no se produce como resul-
tado de la agresión detonante, sino como reactivaciones de contenidos
primarios reprimidos; es decir, a partir de la relación entre la memoria de
la temprana agresión sexual, que había permanecido dormida o latente, y
el momento de su reactivación por una segunda experiencia, la cual, a su
vez, se dota de sentido traumático retroactivamente. En suma, el pasado
traumático sólo aparece disponible para el sujeto a través de un nachtra-
glichkeit o acto diferido de interpretación y comprensión que incluye la
historia psíquica del individuo.
Posterior a 1897, Freud abandonó la teoría de la seducción y su aten-
ción se centró en el conflicto interno ocasionado por un ego cargado
libidinalmente desde los primeros momentos de la existencia. En esa
nueva mirada, el evento precipitante queda inscrito dentro de una serie
complementaria que lo subordina en buena medida a las predisposiciones,
es decir, a la historia particular del sujeto y a sus estructuras psíquicas.
El nuevo supuesto interioriza la fuerza (la fantasía y los conflictos psico-
sexuales) que le da eficacia al trauma de tal manera que ésta se convierte
en la base etiológica del trauma.
El terrible escenario de devastación y sufrimiento masivo durante la
Primera Guerra Mundial conduce al psicoanálisis a reexaminar la neuro-
sis traumática a la luz de la experiencia de guerra de los soldados. Será la
época en que Freud publicará textos —Recuerdo, repetición y elaboración
(1914), Lecturas introductorias del psicoanálisis (1915-17), Duelo y me-
lancolía (1917), La fijación al trauma, lo inconsciente (1917) y Lo ominoso
(1919)— que marcarán decisivamente nuestra comprensión de la manera

El trauma social como campo de estudios 23


en que una intensa experiencia conflictiva da pie a modos complejos,
incluso compulsivos, del recuerdo. Estos acelerados desarrollos llevaron
incluso a que Freud publicara en 1919 Psicoanálisis y la neurosis de guerra,
introducción al simposio celebrado durante el v Congreso Internacional
de Psicoanálisis, que contó con la participación de Ernst Jones, Sándor
Ferenczi, Karl Abraham y Ernst Simmel9.
El contexto de guerra llevó a Freud a revaluar la preeminencia de los
conflictos internos, para considerar en cambio el papel determinante del
terror (Schreck), la estimulación excesiva que abruma el funcionamiento
del organismo y suspende el principio del placer. Más allá del principio
del placer (1920) se convirtió en la elaboración más extensa y sostenida de
Freud de la neurosis traumática. En el libro, el autor afirma que el trauma
constituye la respuesta del organismo a una excitación excesiva del mundo
externo que rompe la barrera protectora del ego y que sobreviene de manera
tan repentina que no es completamente asimilada por este. El ego —en un
gesto que contradice la economía mental del principio del placer— se ve
en la necesidad de repetir la experiencia a través de pesadillas, flashlights,
o acciones conscientes o inconscientes con el objeto de conocer y reducir
el evento al dominio de la experiencia. Sin embargo, la repetición de esa
experiencia no logra captar tal conocimiento y termina formándose una
conducta compulsiva precedida por ataques de ansiedad.
De este modo es posible identificar una tensión cardinal en la teorización
de Freud entre un modelo o paradigma mimético y otro antimimético, tal
y como lo hace la historiadora Ruth Leys. Esta tensión estructura todas las
formulaciones sobre el trauma, desde Freud hasta las más contemporáneas,
como las de Caruth y Van Aleph, aquí incluidas. El modelo mimético parte
de la idea de que el trauma se produce cuando la fuerza que asalta al sujeto
desde la exterioridad lo abruma de tal manera que el individuo es presa de
la repetición compulsiva. En tales repeticiones se produce una identifica-
ción con la escena traumática (por eso, el paradigma se llama mimético)
que no permite la distancia entre el sujeto y el evento. Esta identificación
extrema significa, a su vez, que la víctima no tiene conocimiento cabal de

9 Reproducido en K. Abraham & ál. (1921).

24 Parte I. El trauma social como campo de estudios


la experiencia traumática10. El método mimético propone tratamientos
basados en la sugestión (hipnosis), electro shocks o drogas que propician
que el sujeto ‘descargue’ la experiencia traumática. Sin embargo, en el mo-
delo mimético la víctima no es sujeto de su propio enunciado pues éste es
una repetición compulsiva —y no un discurso deliberado—, propiciada
por el comando del analista.
Por lo anterior, todos los conceptos del trauma alternan el modelo
mimético con uno antimimético, en el que se concibe al sujeto herido
como capaz de ser espectador de su propio trauma y de representárselo a
sí mismo, es decir de construirlo como una narrativa de su pasado. Freud,
por ejemplo, identifica en la relación analítica el proceso por medio del
cual el paciente accede a las experiencias infantiles reprimidas en el in-
consciente y las puede rememorar y representar a través de la narración.
El resultado de la coexistencia de los modelos miméticos y antimiméti-
cos es la existencia de un ensamble conceptual inestable y ambivalente,
antagónico y suplementario, productivo y a la vez insuficiente, pues cada
autor privilegia un aspecto de los dos modelos.
Posterior a la guerra, las ideas inicialmente formuladas por Freud y el
psicoanálisis van a ser reelaboradas por otras disciplinas e intereses. Así,
por ejemplo, durante la década de los años cincuenta y sesenta, algunos
psicoanalistas y pensadores de otras tradiciones intelectuales desvincularon
el trauma de la carga sexual, la cual se tornó explicativamente irrelevante

10 Para evitar mayores confusiones es importante diferenciar entre la agresión y el sufri-


miento. Ciertamente, la mayor parte de las víctimas entienden y pueden dar cuenta
de la violencia desatada contra ellas y pueden igualmente establecer una relación
causal entre esa agresión y su sufrimiento. Sin embargo, al señalar que la víctima
no tiene conocimiento cabal de la experiencia traumática, el modelo mimético de
la teoría del trauma intenta dar cuenta del comportamiento misterioso del cuerpo
—las repeticiones impulsivas y las memorias involuntarias— al indicar que allí, en
esas acciones independientes de toda consciencia se halla alojado un saber diferente,
un saber particular sobre esa herida. Ese saber otro puede ser igualmente entendido
como uno al que le falta el sujeto, es decir que no ha sido subjetivado. Es por eso
por lo que se dice que el cuerpo que repite los síntomas no es sujeto de su propio
discurso. Y es precisamente en ese mismo sentido que, como lo afirmo más adelante,
el testimonio —o la subjetivación de ese saber— genera nuevo conocimiento.

El trauma social como campo de estudios 25


a la luz de la experiencia de los hibakusha (sobrevivientes de la bomba de
Hiroshima), de los sobrevivientes de los campos de concentración y, pos-
teriormente, de la guerra de Vietnam y de las experiencias dictatoriales del
Cono Sur11. Hoy en día los tratamientos psicoanalíticos son marginales
en la mayor parte de los escenarios médicos. La neurología, la psiquiatría
y las ciencias psicosociales han ganado mayor prestigio y manejan concep-
ciones del trauma que, aunque en deuda con el trabajo de Freud, exhiben
su propia coherencia conceptual y universo de prácticas e instituciones.

Trauma social
En 1980 los síntomas asociados al trauma son oficialmente reconocidos
por la Asociación Norteamericana de Psiquiatría en la tercera edición
del Manual de diagnósticos y estadísticas de los desordenes mentales (o
dsm iii, por sus iniciales en inglés), con el nombre de Síndrome de Es-
trés Postraumático (sept)12. El dsm iii, la guía médica más influyente
de la profesión en el mundo entero, señalaba que el trauma se produce
cuando las víctimas experimentan una ocurrencia fuera del rango de la
experiencia humana normal y se caracteriza por la experiencia recurrente
del evento y la presencia de por lo menos dos síntomas, entre los que se
encuentran conductas compulsivas, ataques de ansiedad, depresión y falta
de autoestima.
Como se desprende claramente de la definición anterior, se toma como
punto de partida al individuo y su sintomatología privada; esto es lo que
se conoce como trastorno de estrés postraumático (tept). Recientemente,
los investigadores han argumentado que el “actual discurso sobre trauma
sistemáticamente ha marginado la dimensión social del sufrimiento; en
cambio, promueve un enfoque fuertemente individualista que presenta el

11 Textos como los de Primo Levi, Jorge Semprún, Piotr Rawicz y los estudios de R.
J. Lifton (1979; 1967) y Ch. Figley (1985).
12 No es claro si el sept es una enfermedad o simplemente una respuesta normal a
situaciones de gran conflictividad. Para una discusión completa acerca del sept y
de la ept (Enfermedad postraumática), véase la serie de ensayos recogidos en Figley
(1985).

26 Parte I. El trauma social como campo de estudios


trauma como algo que pasa en la mente humana”13. Las consecuencias de
este enfoque cifrado en el individuo como ser autónomo son múltiples.
En el ensayo No por fuera del rango: una perspectiva feminista del trauma,
incluido en esta antología, Laura Brown afirma que la definición médica
del trauma tiene una función que podríamos llamar ideológica: “los traumas
privados, secretos e insidiosos sobre los cuales llama la atención un análisis
feminista suelen ser casi siempre aquellos acontecimientos que expresan y
perpetúan la cultura dominante y sus formas e instituciones” (pp. 483)14.
Pensar que el miedo y la ansiedad son el producto de desórdenes privados
y privilegiar una respuesta médica es ignorar las causas sociales que los
originan. Como dice Arthur Kleinmann, “el problema que tiene localizar
el malestar en la mente del individuo es que esa clase de cartografía tiende
a pasar por alto el hecho de que las causas, el núcleo de las experiencias
y las consecuencias de la violencia colectiva son predominantemente so-
ciales” (vpt en original, 179-180). Los grupos sociales más vulnerables
—niños, mujeres, desplazados, pobres— se ven victimizados una vez más
por instituciones que ‘medicalizan’ los relatos de violencia social.
Aún más, la espectacularidad y sensacionalismo con que las escenas
violentas del Tercer Mundo entran a los espacios de consumo metropoli-
tano —los desplazamientos forzados en Colombia, el conflicto étnico en
Ruanda, el hambre en Etiopía, la guerra en Afganistán— revelan modos
siniestros de apropiación del sufrimiento social y velan el funcionamien-
to de la geopolítica. Esto ocurre de dos maneras. Primero, al ocultar los
modos en que los consumidores del primer mundo están implicados en la
producción del sufrimiento social en otras partes del globo. En segundo
lugar, al distraer la atención de la conflictividad interna, “los relatos de
violencia descontrolada en el Tercer Mundo se usan […] para domesticar
[las] formas de opresión”(vpt, pp.502) propias de los grandes centros

13 Traducción de current discourse on trauma has systematically sidelined this social


dimension of suffering; instead it promotes a strongly individualistic focus, presenting
trauma as something that happens inside individual minds. P. Bracken (1998: 38).
14 Para una elaboración narrativa de esta reflexión, véase el estudio autobiográfico de
S. Brison (2002).

El trauma social como campo de estudios 27


m­etropolitanos. Sin embargo, propongo dejar de lado la noción de trauma
médico o individual, aun cuando las preocupaciones que señalan Brown
y Kleinmann tienden a cuestionar cualquier oposición rigurosa entre la
dimensión social y la privada. Pero, no falta decirlo, los eventos traumá-
ticos no sólo afectan individuos sino que también tienen un impacto
desestructurante sobre los grupos sociales. Uno de los primeros textos
que intenta teorizar esa dimensión propiamente colectiva del trauma es
Moises y la religión monoteísta, una investigación sobre los orígenes del
monoteísmo y del judaísmo publicado por Freud en 1939. En contravía
con la versión bíblica, Freud argumenta que Moisés era un sacerdote egip-
cio —no judío— expulsado de su país por liderar una secta monoteísta.
El pueblo israelita, que lo seguía, lo asesinó después de que él los hubiera
guiado fuera de Egipto hacia la libertad. La culpa posterior que sintió el
pueblo judío hizo que formaran una religión monoteísta, con muchos
de los rasgos de la antigua religión del sacerdote egipcio y consagraran a
Moisés como el salvador de los judíos.
Fantástica, sugerente y provocadora a la vez, la explicación de Freud
generó sonrisa y escepticismo, indignación e indiferencia, pero en pocos
casos se tomó como una propuesta científica para dar cuenta de las expe-
riencias de sufrimiento colectivo15. Hubo que esperar hasta la posguerra
para encontrar una reflexión importante sobre el trauma colectivo. En
1967 los sociólogos alemanes Alexander y Margaret Mitscherlich (1973)
publicaron Fundamentos del comportamiento colectivo: la incapacidad
de sentir duelo. El libro se apropia de los principios generales expuestos
por Freud para discernir las dinámicas sociales y, en particular, examinar
la cultura política alemana de posguerra a la luz de su incapacidad para
elaborar la derrota y reconocer su responsabilidad durante la Segunda
Guerra Mundial, incluido el Holocausto. Esa incapacidad resulta en
una imposibilidad de hacer el duelo por lo que se perdió y reconstruir la
identidad en un nuevo contexto geopolítico.

15 Sin embargo, véase la lectura que hace Cathy Caruth en el ensayo aquí incluido de
Moisés y la religión monoteísta como síntoma del trauma que sufre Freud al verse
obligado a partir de Viena durante la escritura del libro, debido a la llegada del
régimen nazi.

28 Parte I. El trauma social como campo de estudios


Será en las décadas de los años setenta y ochenta cuando las ciencias
sociales y humanas se apropien de la bibliografía ya reseñada para explorar
la experiencia colectiva y social16. Por lo tanto, en lo que sigue no me
ocuparé de la trayectoria contemporánea de las teorías psicoanalíticas,
psiquiátricas o médicas en torno al trauma, ni tan siquiera en aquellos
casos en que la literatura clínica considera o evalúa la pertinencia de
factores culturales o colectivos17. Me interesa, más bien, el esfuerzo,
los modos en que los varios teóricos se apropian y elaboran un lenguaje
para explorar el sufrimiento social, sus significados para los actores, sus
memorias y legados, aun cuando ese proceso se acerque más a un uso
metafórico que literal de los términos.
En el artículo Trauma psicológico y trauma cultural, Neil Smelser
desarrolla las posibilidades de encontrar paralelos y sus límites entre la
dimensión psicológica y la social. Una de las claridades que introduce
Smelser es que, a diferencia del trauma psicológico donde el objeto de
estudio es el individuo, en nuestro caso “la característica definitoria
importante de los traumas sociales es que los campos afectados son las
estructuras sociales” (tpc, pp. 94). Hablar de la dimensión específica
de un trauma colectivo significa entender la representación generaliza-
da de un suceso, señalado como injustificado, que causó la dislocación
masiva de las relaciones, instituciones y funciones sociales de ese grupo
o comunidad.

16 Un factor importante para tal surgimiento es la relectura estructuralista del psicoa-


nálisis lacaniano que entiende el concepto de trauma como la irrupción de lo real en
el orden de lo simbólico. Para Jacques Lacan el trauma es la forma privilegiada del
tyche. En el Seminario xi escribe que el tyche, como forma “de lo real como encuen-
tro – el encuentro en tanto que puede ser fallido, en tanto que es, esencialmente,
el encuentro fallido– se presentó primero en la historia del psicoanálisis bajo una
forma que ya basta por sí sola para despertar la atención –la del trauma–”. (Lacan,
1987: 63).
17 El volumen recientemente editado por Charles Figley (2005) constituye una buena
indicación de la riqueza y diversidad que históricamente han caracterizado las ela-
boraciones que toman como punto de partida un acercamiento psicoterapéutico al
trauma. Véase también M. J. Horowitz (1999).

El trauma social como campo de estudios 29


El sociólogo Jeffrey Alexander indica en el artículo aquí incluido que
el trauma cultural ocurre

[…] cuando los miembros de una colectividad sienten que han sido someti-
dos a un acontecimiento espantoso que deja trazas indelebles en su concien-
cia colectiva, marcado sus recuerdos para siempre y cambiado su identidad
cultural en formas fundamentales e irrevocables (tci, pp. 125).
Apoyándose en trabajo sociológico en zonas devastadas, el profesor Kai
Erikson propuso en 1976 el concepto de trauma social para designar el un
“ethos o cultura grupal que es diferente de la suma de heridas individuales
que lo componen y más que su suma” (tc, pp. 66). Su trabajo pionero
hace hincapié en los modos en que la violencia social trabaja sobre el tejido
comunal, lo descompone y le sustrae herramientas a la comunidad para que
sus miembros habiten en el mundo. Erikson habla de dos modos en que se
puede hablar de comunidades traumatizadas: a través del daño que se pro-
duce en los lazos comunales y por la generación de un clima emocional que
consume los recursos socio-culturales de la comunidad. Para Erikson,
[…] las experiencias traumáticas se abren camino de forma tan profunda
en el entramado de la comunidad afectada que terminan por proveerla de
su estado de ánimo y de su temperamento prevalecientes, por dominar su
imaginario y su sentido del ser, por gobernar la forma en la que sus miem-
bros se relacionan los unos con los otros (tc, pp. 78).
Pero el cambio que sufren las víctimas no sólo es uno de identidad y
de los modos de relacionarse con otro “sino que también es un cambio en
su perspectiva del mundo” (tc, pp. 78).
Para los fines de esta discusión adopto la noción de trauma social para
designar los procesos y los recursos socio-culturales por medio de los cuales
las comunidades encaran la construcción, elaboración y respuesta a las
experiencias de graves fracturas sociales que se perciben como moralmente
injustas y que se elaboran en términos colectivos y no individuales. Estos
acontecimientos presentan dinámicas que rebasan los criterios de previsión
de la comunidad e incluso interrogan no sólo la viabilidad de la comunidad
sino la vida misma: los acontecimientos surgen indudablemente del día
a día, “pero el mundo tal y como era conocido en el día a día es arrasado”

30 Parte I. El trauma social como campo de estudios


(Das, 2007: 134). Así pues, un acontecimiento traumático no se define
tanto por el final del consenso social ni por la destrucción de la comuni-
dad, sino por la desaparición de criterios. En palabras del filósofo Stanley
Cavell las disputas que ocurren al interior de estas formas de vida durante
un acontecimiento no sólo ocurren en función de la forma sino también
en función de lo que constituye vida (Cavell, 1988: 41-42). Por eso, no
uso ni creo útil el concepto de trauma social para explicar momentos de
crisis, de transformación ni de cambio, mucho menos experiencias a las
que no se les asigna una carga emocionalmente negativa.
Se habrá notado a lo largo de esta discusión que la definición de trau-
ma convoca y se refiere simultáneamente a tres dimensiones diferentes: el
acontecimiento violento, la herida o el daño sufrido, y las consecuencias a
mediano y largo plazo que afectan el sistema18. Esta capacidad de convocar
simultáneamente tres dimensiones diferentes constituye su mayor fortaleza
y debilidad, la razón por la cual el concepto resulta tan evocador y necesario,
tan confuso y abstracto a la vez. Es su mayor fortaleza porque el concepto,
al abordar concurrentemente el hecho, la experiencia y sus consecuencias,
obliga a pensar la plasticidad de la experiencia social más allá de las dicoto-
mías familiares de las ciencias sociales modernas, tales como sujeto-objeto,
evento-estructura, experiencia-acción, interior-exterior, etc. Igualmente, es su
mayor debilidad, porque precisamente se presta con facilidad inmensa para las
mayores libertades y abusos conceptuales que desembocan en abstracciones
teóricas insatisfactorias que se imponen de antemano al análisis y simplifican,
en vez de recoger y valorar, la diversidad de la experiencia social.
En lo que sigue sugiero que las ciencias sociales y humanas pueden y
deben aprender de esa voluntad transgresora sin necesariamente caer en
los abusos mencionados. Por ello digo que más que salvaguardar la cate-
goría de trauma, me interesa ofrecer diversos tipos de análisis que, de una
u otra manera, aprovechan y elaboran esa capacidad de convergencia del
concepto para aproximarse a las experiencias de devastación masiva. Mi

18 Esta misma pluralidad de sentidos es reseñada por los autores del Diccionario de
psicoanálisis en las entradas para “Trauma” y “Neurosis traumática”. Véase J. La-
planche & J.-B. Pontalis (1993).

El trauma social como campo de estudios 31


discusión está organizada en tres apartes: acontecimientos y experiencias,
memorias y legados, y testimonio, arte y política, en un intento por reco-
ger y elaborar esa plasticidad del concepto19. De paso, busco aportar un
pequeño grano de arena a la discusión y, sobre todo, a sus posibles usos en
nuestros países, lugares donde, como dice Samuel Beckett, pesa el olvido/
suavemente sobre los mundos innominados20.

I. Eventos, acontecimientos y experiencias


Algo ocurrió en Auschwitz
Habermas
Como ya vimos, uno de los legados de la elaboración freudiana es la coexis-
tencia de dos modelos etiológicos y sus correspondientes terapéuticas. Por
una parte, el abandono de la teoría de la seducción privilegia la disposición
y la historia psíquica del sujeto; por otra, la idea de neurosis traumática
que Freud elabora principalmente en Más allá del principio del placer nos
presenta el llamado modelo económico por medio del cual un evento
externo que golpea al sujeto propicia, durante un periodo relativamente
breve, un crecimiento de estímulos excesivo. Ambas formulaciones tienen
sus seguidores en las diversas definiciones del trauma social.
Así, un grupo de sociólogos e investigadores de las ciencias sociales —en-
tre los que se encuentran Robert Jay Lifton, Kai Erikson, Charles F­igley,
Saul Friedlander, y Berel Lang— insisten en que hay eventos extremos o
límites cuya experiencia no es fácilmente asimilable por la comunidad
por sus efectos desestructurantes, su capacidad de infligir sufrimiento,
su mismo carácter socialmente inédito
Estos eventos, dice Eric Santner, necesitan ser teorizados bajo el signo
de trauma masivo, lo que quiere decir que “deben ser confrontados y ana-
lizados en su capacidad de poner en peligro y abrumar la composición y

19 Debe tenerse en cuenta en todo momento que estas tres dimensiones no son expe-
riencialmente separables.
20 Agradezco a Maite Yie por regalarme este bello texto de Beckett, tomado de la
edición de Quiebros y poemas, publicada en 1998 por Ardora Ediciones.

32 Parte I. El trauma social como campo de estudios


coherencia de identidades individuales y colectivas” (hpp, pp. 151). La
amenaza, señala el psicoanalista clínico Dori Laub, hace que el trauma sea
un evento que se vive de manera particularmente intensa:

[...] tiene lugar fuera de los parámetros de la realidad “normal”, tales como
la causalidad, la secuencia, el tiempo y el espacio. El trauma es, por tanto, un
evento que no tiene principio ni fin, ni antes, ni durante, ni después. Esta
ausencia de categorías [...] lo deja fuera [...] del ámbito de la comprensión,
del recuento y del dominio21.
Para estos investigadores encarar los eventos traumáticos significa so-
breponerse al golpe que la sociedad sufrió y reparar los daños del tejido
social causados por el evento.
Por otra parte, los sociólogos constructivistas Jeffrey Alexander, Neil
Smelser, Ronald Eyerman y otros critican esa visión y la califican de “fa-
lacia naturalista”. Neil Smelser señala que “ninguna situación o aconteci-
miento histórico discreto cualifica en sí mismo como trauma cultural, y
la variedad de acontecimientos o situaciones que pueden convertirse en
traumas culturales es enorme” (tpc, pp. 35). En efecto, el trauma social
es una dimensión de la experiencia asociada a acontecimientos históricos,
colectivamente percibidos y validados como traumáticos o, como señala
Alexander, “el trauma es una atribución mediada socialmente” (tci, pp.
8). La reflexividad constitutiva del proceso de construcción colectivo
diferencia el trauma social de las patologías individuales.
Así pues, experimentar un trauma se entiende como un proceso me-
diante el cual colectivamente se define el daño doloroso, se determina la
víctima, se atribuye responsabilidad y se asignan las consecuencias morales,
ideológicas y materiales. Si a una experiencia terriblemente amenazante
“no se le puede asignar un afecto negativo, entonces no se puede calificar
como [traumática]” (tci, pp. 40). Para este grupo de sociólogos cuando
“los significados estructurados de una colectividad se ven bruscamente

21 Traducción de [...] place outside the parameters of “normal” reality, such as causality,
sequence, place, and time. The trauma is thus an event that has no beginning, no ending,
no before, no during and no after. This absence of categories puts it outside [...] the range
of comprehension, of recounting and of mastery (Felman & Laub, 1992: 68-69).

El trauma social como campo de estudios 33


desplazados, se asigna una condición traumática a un acontecimiento.
Son los significados los que proporcionan el sentido de estar sufriendo un
shock y de estar atemorizados, y no los acontecimientos en sí” (p. 138).
La crítica de Alexander a la falacia naturalista es ineludible en tanto
reivindica la importancia de los procesos culturales en las transformaciones
sociales, algo que la teoría mecanicista del golpe devastador subordina a la
violencia que viene de afuera. Sin embargo, su propuesta tiende a relegar
el lugar y la naturaleza de la violencia a favor de las instituciones sociales
y los libretos culturales en una formulación que no encuentra resolución
satisfactoria y nos dice muy poco en últimas sobre la naturaleza particular
de esta experiencia: ¿si los eventos son importantes, pero no determinantes,
que distingue a un trauma social de una simple crisis? La tensión entre los
dos modelos (Erikson y Alexander) nos recuerda la relación suplementaria,
sino de oposición, entre el modelo mimético y antimimético que Ruth
Leys encuentra en el corazón de todas las formulaciones del trauma y que
resulta en un concepto constitutivamente inestable y ambivalente. Ahora
bien, si aceptamos la invitación implícita en la lectura deconstruccionista
de Leys, es necesario encontrar una fórmula para ir más allá de la oposición
entre evento abrumador y sujeto abrumado.
La noción de acontecimiento puede ayudarnos en este empeño. Sin
querer hacer una oposición entre evento y acontecimiento, el uso que hago
de los dos términos refleja ciertas convenciones y debates de las ciencias
sociales. La noción de evento aún hoy arrastra la caracterización atomista
que en su momento hicieron François Simiand y Lucien Febvre (Simiand,
1903: 1-22)22. Para estos autores, como para buena parte de la historia
social, el evento corresponde a un nivel epifenómico y superficial de las
lógicas sociales. Según esa mirada, para realmente aprehender las lógicas
sociales debemos dejar de lado los eventos y sus tiempos cortos y ponerle
atención al nivel de las estructuras y su larga duración. Si Ericson piensa

22 Para la posterior caracterización de la idea de evento por parte de Lucien Febvre, véase
la discusión desarrollada por T. Stoianovich (1976: 102-103). Para una discusión
sobre la noción de acontecimiento y su pertinencia para describir las situaciones
conflictivas, véase Ortega Martínez (2008a & 2009).

34 Parte I. El trauma social como campo de estudios


el acaecimiento de la violencia desestructurante como un evento que
destroza el tejido social, Alexander privilegia —como los Annales— la
lógica de las estructuras sociales23.
Por su parte, la noción de acontecimiento surge como un intento por
superar la dicotomía imperante entre evento y estructura. El aconteci-
miento se entiende como un momento de ruptura y transformación en
las coordenadas tiempo-espacio a la vez que nos remite a un entramado
de hechos —más que a un hecho individual— que expresan una lógica
social compleja.
Al respecto existen dos argumentos, y yo me apoyo en ambos. El
primero —quizá mejor representado por el historiador François Furet—
propone que la lógica social de ciertas transformaciones sociales —tipo
revoluciones políticas— se capta mejor enfocando micro-escenarios en
que los significados y las convenciones sociales devienen inciertas y dan
paso a nuevas formaciones sociales. Los acontecimientos, por tanto, trans-
forman relaciones sociales de maneras que no podrían ser anticipadas a
partir de los nexos causales y los cambios graduales que llevaron a ellos.
Furet propone la noción de acontecimiento (en el original en francés
événement) para señalar el conjunto de contingencias que conforman la
singularidad inesperada conocida como la Revolución Francesa: “[…] ocu-
rre que el acontecimiento revolucionario, en el día que estalla, transformó
profundamente la situación anterior e instituye una nueva modalidad de
la acción histórica que no está inscrita en el inventario de esta situación”
(Furet, 1980: 33).
Durante un acontecimiento se desestabilizan categorías socialmente
establecidas y se generan contextos fluidos en los que el reforzamiento de
sentido juega un papel fundamental en la lógica de cambio social, es decir,

23 Deseo matizar esta oposición que formulo de ese modo con la única intención de
lograr mayor claridad y fuerza argumentativa. En todo caso debe quedar claro que
Kai Erikson no desconoce la importancia de las estructuras sociales, tal y como
se hace evidente en su ensayo aquí incluido. Jeffrey Alexander, por su parte, ha
dedicado buena parte de su vida a superar las dicotomías que estoy intentando
señalar. Para una declaración temprana en su carrera, véase J. Alexander (1987) y,
más recientemente, su excelente colección de ensayos (2003).

El trauma social como campo de estudios 35


en los mecanismos que gobiernan la sucesión de un evento por otro. Las
grandes explicaciones mecanicistas y estructuralistas (sean economicistas
o de cualquier otro orden) simplifican el acontecimiento al imponerle
categorías prefabricadas (burguesía, revolución burguesa o proletaria,
oligarquía, nacionalismo o, en el caso que analizamos, simplemente impo-
nerle a una situación el rótulo de traumático como si eso lograra explicar
algo) y producen una «metafísica de la esencia y de la fatalidad» (Furet,
1980: 33).
Ahora, no todos los acontecimientos son traumáticos: ni son simbo-
lizados de la misma manera, ni todas las violencias trabajan sobre el lazo
social del mismo modo. Las posibilidades y los modos de asimilar la agre-
sión son radicalmente diferentes si el sufrimiento es causado por vecinos
y otros miembros de la comunidad o por agentes externos a la misma; si
es el Estado o son individuos asociados a la delincuencia; si la agresión es
inesperada o largamente anticipada y temida; si es sostenida o puntual; si
agrede objetivos entendidos como legítimos o ataca indiscriminadamente
poblaciones vulnerables; etc. La antropóloga Veena Das adopta la noción de
acontecimientos críticos (en inglés critical events) para designar la textura
emocional de aquellos acontecimientos que además desatan un grado de
violencia devastador y son acompañados de una percepción generalizada
de sufrimiento injustificado24.
Un segundo argumento, mejor representado por Michel Foucault y
Gilles Deleuze, propone de manera más radical una estrategia de eventua-
lización para superar, aunque sólo sea provisionalmente, las teleologías
propias de los hechos atomizados y de las grandes estructuras25. En esa
perspectiva, más que un suceso, el acontecimiento se puede definir como
un tipo de trabajo, un modelo dinámico para producir lo social, un deve-

24 Das (1995: 5-6)se apropia de la discusión desarrollada por Furet. Para más sobre el
trabajo de esta importante antropóloga, véase mi ensayo Rehabitar la cotidianidad
(Ortega Martínez, 2008b) y los ensayos recogidos en Veena Das: sujetos del dolor,
agentes de dignidad (Ortega Martínez, 2008c).
25 Para una discusión sobre la estrategia de eventualización, véase el ensayo Violencia
social y acontecimiento (Ortega Martínez, 2009).

36 Parte I. El trauma social como campo de estudios


nir que permite trazar las configuraciones rizomáticas que constituyen la
cotidianidad y permite superar la diferencia entre sujeto y objeto, evento
y estructura, experiencia y lógica social, violencia y sufrimiento, sin ne-
cesariamente llegar a una síntesis totalizadora.
En ambos casos (eventualidad y eventualización), enfocar el nivel del
acontecimiento se convierte en una forma de acceder a las experiencias de
aquellos que sufren, participan y reaccionan a la crisis social. Igualmente
significa abarcarlas de tal modo que el sufrimiento, participación y reac-
ción son necesarios para entender el escenario social. De cierto modo la
misma polisemia del concepto trauma ya había anticipado la necesidad
de proceder de esa manera. Kai Ericson escribe que “el ‘trauma’ se debe
comprender como resultado de una constelación de experiencias vitales,
además de como un acontecimiento discreto; se debe entender como
producto de una condición persistente, además de como un acontecimiento
grave” (tc, pp. 65)26.
Walter Benjamin, filósofo contemporáneo y crítico cultural de Freud
e igualmente fundamental para la elaboración del concepto de trauma
cultural, remarcó en 1933 que los soldados regresaron de los campos de
batalla de la Primera Guerra Mundial empobrecidos en su experiencia 27.
Si generaciones previas eran capaces de apelar a la experiencia para trans-
formar lo vivido en narración, los soldados llegaban enmudecidos, sus
intensas memorias desligadas de la tradición e incapaces de ser elaboradas
en historias compartibles. A pesar de la variedad de experiencias que
tuvieron en el frente de batalla —el cual, en efecto, constituye un nuevo

26 Resaltado en el original.
27 Véase los ensayos Experiencia y pobreza (1973: 168) y El narrador (1991). En estos
y otros textos Benjamin propone tres términos diferentes para designar los diver-
sos tipos de experiencia: Erlebnis para aquella cruda, sin procesar; Erfahrung para
designar la orgánica, que se constituye como continuidad, tradición y sabiduría;
y, finalmente, el término Erkenntnis para significar la percepción disgregada y
fragmentada que resulta de situaciones de caos sensorial e intensidad emotiva
como el frente de batalla o la modernidad urbana. Para una apropiación de esta
distinción en el contexto de la teorización de la experiencia traumática, véase
LaCapra (2004: 117).

El trauma social como campo de estudios 37


tipo de barbarie—, a su regreso de la guerra resultaban más pobres que
el día de su partida.
Según Benjamin, el cambio producido por y en el acontecimiento deja
sin utilidad la tradición, es decir, la experiencia recibida, como marco
narrativo capaz de dar cuenta de la nueva barbarie. Benjamin señala
entonces la aparición y proliferación de experiencias fragmentarias,
experiencias que permanecen sin resolución, no asimiladas en el ámbito
privado y en la esfera cultural. Ernst van Alphen va aún más allá al refor-
mular semióticamente la noción de trauma, no ya como la proliferación
de experiencias truncadas sino como una experiencia fallida. En el ensayo
aquí incluido, Experiencia, memoria y trauma, Van Alphen cuestiona la
distinción que se hace entre experiencia y discurso, por medio de la cual
la primera se considera natural y espontánea y el segundo se percibe como
resultado de procesos y mediaciones culturales; a la primera tenemos
acceso de manera intuitiva y es garante de la verdad y la objetividad;
el segundo es el vehículo que usamos para comunicar la primera y que
mantiene una relación de exterioridad con la experiencia.
Sin embargo, argumenta Van Alphen, la experiencia es discursiva
porque no puede existir previamente al discurso o fuera de éste; aún
más, las modalidades y géneros de discurso disponibles en cada contexto
constituyen —no simplemente canalizan—un tipo de experiencia y no
otro. La subjetividad (es decir, la experiencia que constituye al sujeto)
no es previa ni independiente de los discursos: “los sujetos son el efecto
del procesamiento discursivo de sus experiencias” (emt, pp. 197). De
esto se sigue que el trauma es precisamente aquello que no se realiza
como experiencia y “muestra síntomas negativos de la discursividad que
define una experiencia «exitosa»” (emt, pp. 198).
El silencio, la renuencia a hablar, la dificultad para relatar o contar
los sucesos —circunstancias todas aludidas por aquellos que finalmente
ofrecen testimonio— no se deben a una condición inherente del lengua-
je, sino a que la historicidad del orden simbólico provee los términos a
partir de los cuales la vivencia del evento se transforma en una experien-
cia del mismo. Una experiencia fallida o traumática ocurre cuando los
términos simbólicos de los lenguajes históricamente disponibles para

38 Parte I. El trauma social como campo de estudios


articular una experiencia no pueden ser movilizados en ese momento en
relación con esa experiencia. Sugerente como resulta la formulación de
Van Alphen, quedan en el aire algunas preguntas: ¿qué ocurre con esa
experiencia fallida una vez que el orden simbólico se halla ajustado a las
nuevas exigencias del orden social? ¿Desaparece o permanece silenciosa,
reprimida, para regresar posteriormente? ¿Qué tipo de estatuto tiene esa
“no experiencia”? ¿Cómo es empírica y analíticamente apreciable?
Queda, eso sí, clara la centralidad de la discursividad y, en general, de
todas las prácticas de significación como constitutivas de la experiencia
y, por lo tanto, del acontecimiento. Abordarlas jamás resulta accesorio
para nuestra comprensión del sufrimiento social.

II. Memorias, olvidos y legados

Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie…


Theodor Adorno

Así como las experiencias resultan un nivel fundamental para entender el


acontecimiento, ellas, a su vez, no pueden ser pensadas sin los procesos de
representación, apropiación y resignificación que llamamos memoria. De
hecho, según Alexander y Smelser, para el trauma cultural no es suficiente
que un proceso social sea terriblemente destructor; tampoco es suficiente
una representación de ese proceso como terrible y destructor. Es abso-
lutamente necesario que esa representación se haga de manera efectiva,
convincente y contundente ante un grupo significativo de la población
respectiva. Es necesario, en suma, que se produzca una memoria colectiva
del suceso como evento traumático.
Buena parte de la reflexión sobre el trauma ha girado en torno al tipo
de memorias que produce, la intensidad emocional que las caracteriza,
su comportamiento enigmático, el mecanismo de la percepción diferida
o nachtraglichkeit, el carácter literal que parece definirlas, las pesadillas
y flashbacks. Sin embargo, estas descripciones son todas típicas de la

El trauma social como campo de estudios 39


memoria individual y la noción del trauma social nos remite necesaria-
mente al ámbito de la memoria social o grupal28.
Ahora bien, la idea de memoria colectiva es controvertida. Para al-
gunos analistas los grupos sociales no recuerdan, conmemoran; hablar
de memoria colectiva es metaforizar ilegítimamente un concepto que
describe adecuadamente un proceso individual29. Sin embargo, sin caer
en los excesos que significaría trasponer al colectivo el funcionamiento
del individuo, podemos pensar que las sociedades en efecto recuerdan y
que este proceso no se puede entender como la simple suma de memorias
individuales. De hecho, el recuerdo social mantiene una relación sim-
biótica con la memoria privada, pero la primera tiene procedimientos
y dinámicas diferentes a los de la segunda. Maurice Halbwachs acuña
el concepto de memoria colectiva en 1925 para designar los modos en
que la memoria es compartida y reproducida socialmente. En trabajos
posteriores Halbwachs identificó los marcos sociales de la memoria para
designar el soporte social que es necesario para el recuerdo y también
los modos en que la memoria necesariamente responde a su contexto
de producción30.
Sin embargo, los estudios sobre la memoria social logran apenas en años
más recientes un desarrollo importante. Es de destacar que los estudios
sobre las memorias de eventos traumáticos y sus conmemoraciones, tales
como Hiroshima, la ocupación alemana en Francia o Polonia, el apartheid
en Sudáfrica o las dictaduras argentina y chilena, han sido motores impor-
tantes en el desarrollo conceptual del término31. Buena parte de esa memoria
está alimentada por relatos que elaboran y tematizan de manera creativa

28 Para una descripción de las llamadas memorias traumáticas, véase en particular el


capítulo 7 Emotional Memories: When the Past Persists, del mágnifico libro de D.
Schacter (1996: 192-217).
29 Véase S. Sontag (2003: 100).
30 Véase M. Halbwachs (2004a).
31 Para una muy buena apreciación reciente de la relación de estos términos, véase D.
Levy & N. Sznaider (2006). Traigo a colación solo uno de los muchos textos refe-
renciales por su importancia para el contexto latinoamericano: E. Jelin (2002).

40 Parte I. El trauma social como campo de estudios


no sólo lo que ‘realmente’ ocurrió, sino el contexto y las preocupaciones
de los recordantes y sus entornos en el presente32.
En un libro que es ya un clásico del tema, Paul Connerton (1989,
6-40; 72-104) señala cómo la memoria no se refiere exclusivamente a la
comunicación narrativa o verbal. El cuerpo incorpora gestos, tics, poses,
que constituyen un cierto tipo de memoria arraigado en las prácticas
del día a día, los rituales y las conmemoraciones. Así pues, las memorias
sociales son procesos tanto discursivos como corpóreos o incorporados
y movilizan recursos emocionales, cognitivos y físicos con el objetivo
de construir una actualización socialmente compartida de eventos
pasados; sus modalidades son las representaciones y las inscripciones
del pasado.
Dos características significativas distinguen —por lo menos en grado—
las representaciones traumáticas de otro tipo de memorias colectivas: la
intensidad emocional y la disputa por su significado. Hayden White escribe
que estas experiencias exhiben un grado de intensidad que:

[…] simplemente no pueden ser olvidadas ni desechadas ni, por el con-


trario, recordadas adecuadamente, lo que quiere decir que su significado
no logra ser identificado claramente y sin ambigüedades, y contextua-
lizado en la memoria grupal de tal modo que no afecte las capacidades
del grupo para enfrentar el presente y mirar hacia el futuro, libre de sus
efectos debilitadores33.
Esa intensidad emocional explica la dialéctica de memoria-olvido que
caracteriza buena parte de las descripciones de la memoria traumática34.

32 Véase Memory and the Event en A. Portelli, (1991: 1-26). Más recientemente, véase
el excelente libro de P. Riaño Alcalá (2006).
33 H. White (2000: 69). Mi traducción de they cannot simply be forgotten and put out of
mind or, conversely, adequately remembered, which is to say, clearly and unambiguously
identified as to their meaning and contextualized in the group memory in such a way
as to reduce the shadow they cast over the group’s capacities to go into its present and
envision a future free of their debilitating effects.
34 En un ensayo anterior intenté desarrollar con mayor detalle esta relación. Véase
Ética e historia: una imposible memoria de lo que olvida (Ortega Martínez, 2004).

El trauma social como campo de estudios 41


Por una parte el recuerdo emerge siempre del olvido, la inevitable,
diríamos, sistemática relegación del pasado en función de un presente
que vive35. Ahora, en el caso del recuerdo traumático existe, en adición,
un infructuoso esfuerzo por olvidar. Precisamente por ello, allí es donde
se necesita olvidar más vehementemente y donde el poder y la com-
placencia demandan de manera más insistente el olvido; allí es donde el
sujeto, fracturado, traumatizado, quiere encontrar un alivio en el olvido,
allí acaece de manera más patente la memoria, aun cuando sea de manera
disimulada. Barnor Hese, crítico afronorteamericano especialista en el
legado de la esclavitud en las Américas, escribe que “el recuerdo ocurre
más insidiosamente en aquellos lugares en que es intensamente disputado
e ineludiblemente traumático, y donde un tremendo deseo de olvidar se
enfrenta a la imposibilidad de hacerlo”36. Y, por el contrario, el presente
nos enseña que se hace necesario sospechar de las memorias más ciertas, las
rememoraciones más vigorosas y oficiales, las declaraciones que insisten
en su estatuto de verdad irrebatible, pues allí es donde precisamente la
representación del pasado resulta altamente sospechosa.
Como resulta evidente, esa intensidad emocional no significa un
acuerdo o concordia sobre los significados de esa memoria. Una memoria
colectiva es ante todo una lucha de significados, abiertamente política,
con la que se hace posible —o imposible— reconocimientos sociales,
reparaciones simbólicas y dignificación. Es, por eso mismo, un escenario
para la naturalización y legitimación de la agresión y el desconocimiento
del sufrimiento social o, al contrario, para la instauración de nuevos límites
éticos y morales contra la violencia37. Pero esto no ocurre en el vacío, ni
entre contendientes iguales. Al contrario, estas disputas ocurre en arenas
institucionales diversas —la esfera legal, académica, estética, religiosa, el

35 Paul Ricoeur desarrolla la idea del olvido como parte dialéctica del recuerdo (Ricoeur,
2003). En especial, véase la parte del capítulo 3 titulada El olvido de la sección La
condición histórica. También, J. Candau (2006).
36 Mi traducción del aparte Remembering Occurs Most Profoundly Where it is Intensely
Contested and Inescapably Traumatic, And Where a Compelling Desire to Forget Con-
fronts the Impossibility of Doing So, de B. Hesse (2002: 143).
37 Agradezco las observaciones precisas de Ronald Villamil sobre este punto.

42 Parte I. El trauma social como campo de estudios


mundo del espectáculo y entretenimiento, &c.— a las cuales no todos los
actores tienen el mismo grado de acceso38.
El trauma cultural está ligado a una profunda disonancia moral entre
la legitimidad social y el sufrimiento social, disonancia que también co-
bra dimensiones cognitivas, ideológicas y emocionales. De ese modo, la
construcción del trauma comienza con la “pretensión de haber sufrido
algún daño primordial, la expresión manifiesta de la profanación sobre-
cogedora de algún valor sagrado, una narrativa acerca de un proceso social
terriblemente destructivo y una demanda de reparación y reconstitución
emocional, institucional y simbólica” (Alexander, pp. 139). Agrego ahora
que el concepto de trauma cultural, con todas las imprecisiones que pueda
tener, designa de manera efectiva el quiebre o la repentina ‘fragilización’
que ocurre en uno o varios de los metarrelatos que hacen posible y le dan
sentido al ordenamiento social39. No es extraño, entonces, que los miem-
bros de comunidades que padecen un alto grado de sufrimiento social sin
que logren encontrarle una justificación moral, articulen la vivencia del
conflicto como la debacle de las jerarquías sociales, visión que resumen
con la conocida frase de que “el mundo está al revés”40.

38 Para un estudio interesante sobre el papel de los medios de comunicación y del


arte en la atribución del trauma, véase E. A. Kaplan (2005).
39 Llamo metarrelatos al sentido de orden social fundamental que surge en función
de las cadenas significantes y que se expresan a través de jerarquías como las expre-
sadas por el régimen de la Ley (y no por la autoridad de un padre, de un dios, de
un rey o del mando civil), del Otro (y no por las diferencias de género, de raza o
de clase), del Grupo (y no por la pertenencia a colectivos étnicos o sociales, a una
nación, ciudad, &c.), del placer (y no por la normatividad propia de un régimen
social determinado). En ese sentido, mi uso del concepto difiere marcadamente
del de Lyotard, para quien las metanarrativas son los relatos totalizantes de la his-
toria y los fines de la humanidad que autorizan y legitiman el saber y las prácticas
culturales. Véase J. F. Lyotard (1992).
40 La figura del “mundo al revés” registra un mundo desarticulado. Por ello, sintetiza
la economía moral del relato social al inscribir, por negación, el orden del mundo.
Ernst Curtius rastrea la historia de este tropo poético desde la antigüedad tardía.
Sostiene que la historia estaba originalmente conectada con los ciclos de renova-
ción, pero que gradualmente se convirtió en otra cosa. Según él, ella se encontraba
asociada a la crítica social durante el Medioevo y con la tradición cómica durante

El trauma social como campo de estudios 43


Todo esto implica que la memoria colectiva funcione como un espacio
de negociación entre los diversos intereses que hacen parte de una socie-
dad determinada y por medio de la cual se instituye la hegemonía. Pensar
la hegemonía significa reconocer que existe un rango de posibilidades
de representaciones de esos pasados41. Cierto tipo de representaciones
se tornan legítimos y ciertos otros ilegítimos o inconcebibles. Pero aún
aquellas memorias que son señaladas ilegítimas, e incluso expulsadas de
la esfera pública (en la medida en que tienen un arraigo particularmente
fuerte y son compartidas por un grupo social que se entiende a sí mismo
como injustamente sometido a violencias devastadoras), sobreviven
clandestinas. Por eso, precisamente, la lucha de significados no se pue-
de entender sin las comunicaciones que ocurren ocultas e inaudibles
para el poder y las memorias no discursivas. Las primeras —recuerdos
alternos, muchas veces recuerdos disidentes—sobreviven al margen
de la memoria oficial y aun cuando no logran el estatuto de memoria
reconocida, informan leyendas, rumores, chismes y otros tipos de co-
municaciones anónimas42. Las segundas, como los hábitos, los rituales

el Renacimiento; véase E. R. Curtius (1976, 94-98). A comienzos del siglo xvi,


Erasmo invocó el mundo al revés en su Elogio de la locura (1509) para describir la
crisis del mundo cristiano. Un siglo más tarde, Guamán Poma de Ayala hará uso
de la misma imagen en El primer nueva corónica y buen gobierno (c. 1615) para
significar la terrible crisis del mundo colonial andino.
41 Uso el concepto de hegemonía en el sentido gramsciano de negociación. Hege-
monía, por lo tanto, no se refiere a un proceso por medio del cual un grupo social
poderoso impone de manera unilateral y forzada su voluntad sobre el resto de la
sociedad. Al contrario, tal y como nos recuerda William Roseberry, “el valor del
concepto [de hegemonía] reside en que ilumina las líneas de debilidad y división,
de las alianzas amorfas y de las fracciones de clases incapaces de hacer que sus
intereses particulares se presentaran como los intereses de una colectividad más
amplia” (Roseberry, 1995: 225).
42 Tomo el concepto de transcripciones ocultas de James Scott para identificar la
actividad que ocurre en aquellos escenarios y por medio de unos agentes que se
constituyen en oposición o alternancia a la esfera pública. Véase J. Scott (1990:
13-15). Es importante señalar que hoy en día esas memorias ganan una audiencia
internacional importante a través de las múltiples ong y la emergencia de una
sociedad civil global.

44 Parte I. El trauma social como campo de estudios


y el mismo cuerpo humano integran la memoria social en las prácticas
incorporadas y los saberes recibidos o tradicionales43.
Finalmente, una comprensión crítica de la memoria social también
debe tener en cuenta la directa interdicción de ciertas representaciones,
consideradas indeseables o peligrosas, lo que lleva, en regímenes de terror,
a la producción de lo no-dicho, el refugio de la memoria en el ámbito de
lo privado, donde genera miedo y parálisis y organiza subrepticiamen-
te el espacio discursivo (Taussig, 1992: 48). Estos contextos de terror
—evidentes, por ejemplo, en amplias zonas rurales de Colombia— han
sedimentado una cultura del miedo en la que la producción de lo no dicho
inhibe no sólo el testimonio, sino las facultades discursivas que lo hacen
posible. Esas estructuras de terror, implementadas con la connivencia o
impotencia del Estado, literalmente paralizan y permiten monopolio de
la narrativa social por unos pocos e interesados actores sociales.
Agreguémosle a esto el ya señalado carácter inacabado del aconteci-
miento, evidente en su contundente capacidad para proyectarse a futuros
presentes y convertirse en un referente ineludible para la construcción de
nuevas legitimidades. La frecuencia de la invocación, casual o más formal, de
políticos e intelectuales a momentos de gran conflictividad social —pienso,
por ejemplo, en el papel que ha jugado la Revolución Mexicana en la cons-
titución de nuevas legitimidades posteriores o, por otra parte, la urgencia o
pasividad con que los gobiernos argentinos postdictatoriales consideraban
los antiguos golpistas, o incluso la actual discusión en torno a los supuestos
beneficios derivados del proyecto paramilitar en Colombia— evidencian
la imperiosa necesidad de las sociedades de arrestar su polisemia y fijarles
un sentido, ubicarlas, si fuera posible, dentro de una gran teodicea.
La fuerza emocional y la conflictividad social explican la facilidad y
urgencia con que se crean lugares de memoria y la parcialidad y ferocidad
con que los significados de esos sitios se disputan44. Frank Ankersmit en

43 Véase en particular el capítulo 3, Bodily Practices, de Connerton (1989: 72-104).


44 Este es un tema que ha sido muy bien documentado para el caso de la Primera
Guerra Mundial. véase J. Winter (1998). Dos compilaciones recientes que exa-
minan los complejos procesos de memoria en lugares y situaciones diversas son

El trauma social como campo de estudios 45


el ensayo El recuerdo del Holocausto: duelo y melancolía y el de James
Young, Memoria y contra-memoria, ambos aquí incluidos, documentan
la manera en que esta conflictividad informa el diseño, construcción y
consumo de los memoriales del Holocausto en Israel y diversas ciuda-
des alemanas y de Europa, respondiendo a contextos y polémicas muy
locales. Las disputas abarcan desde las opciones estéticas hasta la vida
social del monumento y surge de la interacción, a menudo inesperada,
de los visitantes y habitantes de la ciudad con sus lugares de memoria.
Evidentemente el evento conmemorado no dota de significado los
procesos de memorialización; más bien los procesos colectivos que
van dando paso a la elaboración de memorias sociales construyen, en
primer lugar, un significado del evento. Como veremos más adelante
esas características de la memoria traumática —su condición mediada,
su intensidad y su carácter polémico— informan, igualmente, el papel
del arte y la literatura en la producción del trauma social y las posibles
respuestas a éste.
La creación de una cierta memoria compartida significa igualmente la
constitución de unos legados, es decir de unas memorias sedimentadas.
Esos legados funcionan no sólo como unas representaciones más, sino
como estructuras que ordenan un campo de representaciones sociales
determinado. Uno de esos legados es la forma trastornada en que funciona
el tiempo. En efecto, estudios han documentado el modo en que la me-
moria de violencias pasadas trabaja sobre las relaciones sociales actuales
como si esa violencia tuviera el sentido de un “pasado continuo”45. Según
Veena Das,

No es sólo el pasado el que tiene un carácter indeterminado. El presente tam-


bién se convierte en el lugar en el cual los elementos del pasado que fueron
rechazados —en el sentido que no fueron integrados en una comprensión

The Politics of War Memory and Commemoration, editado por T. G. A­shplant,


G. Dawson & M. Roper (2000) y Places of Pain and Shame. Dealing with
‘Difficult Heritage’, editado por W. Logan & K. Reeves (2008).
45 Para complementar, puede remitirse al ensayo Wittgenstein y la antropología de
Veena Das (Ortega Martínez, 2008c: 312-313).

46 Parte I. El trauma social como campo de estudios


estable del pasado— pueden repentinamente asediar el mundo con la misma
insistencia y obstinación con que lo real agujerea lo simbólico46.
La definición lacaniana de trauma —lo real que irrumpe y perfora lo
simbólico— nos remite a un nuevo ordenamiento en el que el pasado
coexiste e incluso agobia efectivamente el presente de tal manera que su
inscripción en el registro de la memoria y la historia es a la vez solicita-
do y frustrado: el trauma “no [se] deja olvidar por nosotros. El trauma
reaparece en ellos, en efecto, y muchas veces a cara descubierta” Lacan
(1987: 64)47.
Ese funcionamiento peculiar del tiempo incide necesariamente en un
segundo legado de los acontecimientos traumáticos que deseo mencio-
nar: la creación o disolución de identidades. Si el trauma social es “una
experiencia que amenaza la identidad” (Smelser, p. 40 inglés; véase pag.
16), entonces dos son sus posibles legados: debilitamiento o disolución
de una identidad establecida o promoción o consolidación de una nueva
identidad. En primer lugar, el trauma puede debilitar o hacer inviable
una identidad establecida cuando los elementos que la constituyen se
hacen insostenibles en el nuevo contexto de recuperación. Los estudios
tempranos de los Mitscherlich indicaban la dificultad o renuencia de
muchos alemanes de posguerra para aceptar su propia participación o la
de sus padres en la construcción y sostenimiento del régimen nazi. Esta
denegación llegó a niveles insoportables y a comienzos de la década de los
años sesenta una nueva generación de jóvenes alemanes se rebeló y forzó
un proceso de desnazificación, una de cuyas expresiones más encontradas
fue el rechazo de todo sentimiento nacionalista. Sin embargo, incluso a
pesar del éxito de ese proceso, las dificultades continúan, casi diríamos
hasta el presente, y se manifiestan esporádicamente, como ocurrió durante

46 Mi traducción de: It is not only the past that may have an indeterminate character.
The present too may suddenly become the site in which the elements of the past that were
rejected in the sense that they were not integrated into a stable understanding of the past,
can suddenly press upon the world with the same insistence and obstinacy with which
the real creates holes in the symbolic (Das, 2007: 134).
47 He desarrollado este punto en el ensayo La ética de la historia: una imposible memoria
de lo que olvida (Ortega Martínez, 2004).

El trauma social como campo de estudios 47


el célebre Historikerstreit, o debate entre historiadores, llevado a cabo entre
1986 y 1989 y en el que terciaron conocidos intelectuales sobre el lugar y
la responsabilidad del pasado nazi para los alemanes del presente48.
Pero el trauma también propicia la creación de nuevas identidades
o la revisión y re-invención de identidades colectivas previas. Para Kay
Ericson las víctimas encuentran la posibilidad de construir lazos silen-
ciosos, que los identifican, sin necesidad de entrar en explicaciones,
como supervivientes, miembros de la misma sombría familia. Por otra
parte, y de manera significativamente diferente, Ron Eyerman propone
en su artículo aquí incluido que la memoria de la esclavitud se convierte
en una referencia ineludible para los intelectuales afroamericanos de la
posguerra, la mayoría de los cuales no tienen ninguna memoria directa de
la esclavitud. La producción del trauma cultural de la esclavitud para ese
grupo de intelectuales afroamericanos resulta una estrategia fundamental
en la construcción de una identidad afronorteamericana capaz de llevar
a cabo las movilizaciones políticas que resultaron en los movimientos de
los derechos civiles y el Black Power.

III. Testimonio, arte y política

Nadie testimonia por el testigo


Aureola de cenizas, Paul Celan (2002: 35)

Hasta ahora he examinado la noción de trauma social en su dimensión de


acontecimiento, las experiencias y las memorias que lo constituyen, y los
legados con los que éste continúa labrando presentes. Pero la experiencia
traumática también se puede examinar a la luz de las plausibles respuestas
que admite, exige o posibilita. Tales respuestas están condicionadas debi-
do a que el trauma no es simplemente una experiencia de gran intensidad

48 Algo similar se puede decir de la manera en que las sociedades latinoamericanas


han tradicionalmente recusado la responsabilidad histórica que les compete
por casi 500 años de conquista y ocupación de tierras indígenas y 400 años de
esclavitud de los africanos importados o nacidos en sometimiento.

48 Parte I. El trauma social como campo de estudios


emocional; además, es una experiencia de gran intensidad intelectual, que
produce una crisis del saber y de la representación.
A principios de la década de los años ochenta Jean-François Lyotard
escribió— a propósito del ya citado debate de historiadores— que el efecto
de Auschwitz había sido como el de un terremoto que destruyó los instru-
mentos sismográficos destinados a medir su intensidad. Su especificidad no
puede ser aprehendida con las herramientas del conocimiento moderno;
su ocurrencia instituyó en los procedimientos del saber disciplinario un
differend, una diferencia insoluble en la argumentación, sólo soluble con
la eliminación de uno de los términos49.
Esta imagen de lo que podríamos llamar el evento paradigmáticamente
traumático de la cultura occidental es retomada por teóricos posteriores.
Así, Cathy Caruth reelabora un viejo motivo freudiano y caracteriza las
experiencias traumáticas por su dimensión enigmática:

El trauma no se puede ubicar en el evento violento u original del pasado


[…], sino en el modo en que su naturaleza inasimilable —el modo precisa-
mente en que no es conocido en la primera instancia— regresa más tarde
para asediar al sobreviviente50.
El trauma aparecería impermeable a los esfuerzos por conocerlo; la
intensidad y recurrencia de las memorias, su carga perturbadora, no ne-
cesariamente aclaran el enigma del acontecimiento. Por su parte, Hayden
White define las experiencias traumáticas como aquellas que se resisten a
las categorías y convenciones existentes para asignarles significado:

[…] estos eventos no se prestan para explicación en términos de las cate-


gorías de la historiografía humanista tradicional, que presenta la actividad
de agentes humanos como completamente consientes y moralmente res-

49 Lyotard (1991). Para una discusión sobre la relevancia filosófica y política del concepto
trauma para “pensar nuestra época”, véase Sharpe, Noonan, & Freddi (2007).
50 Caruth (1996: 4; 153-154). Mi traducción de: Trauma is not locatable in the simple
violent or original event in […] [the] past, but rather in the way that its very unassimi-
lated nature –the way it was precisely not known in the first instance– returns to haunt
the survivor later on.

El trauma social como campo de estudios 49


ponsables por sus acciones y capaces de discriminar con toda claridad
entre las causas de los eventos históricos y sus efectos en el largo y corto
plazo de acuerdo al sentido común51.
Aunque el objeto de la crítica de White en este caso es la historiografía
humanista, las objeciones se formulan por igual a las pretensiones cienti-
ficistas de las ciencias sociales. No es —como algunos críticos se apresu-
ran a afirmar— que la verdad haya desaparecido; es que la capacidad de
conocer y comunicar esa verdad se ha puesto en tela de juicio. Por ello, el
concepto de trauma registra —en conjunto con la crisis producida por el
acontecimiento histórico— la crisis del saber, en particular en las ciencias
sociales y humanas. También por eso, precisamente, no podemos dejarnos
abatir por lo que la historiadora Inga Clendinnen (1999: 163-184) llama
la melancolía y el empobrecimiento de la imaginación y la voluntad que
nos afecta al enfrentarnos a actos de violencia extrema.
En las secciones anteriores notamos la necesidad de examinar el acon-
tecimiento desde las experiencias y memorias sociales a través del análisis
de los discursos y las representaciones. Uno de esos discursos, fundamental
en el caso de experiencias de devastación masiva, es el testimonio, es decir
el relato de los hechos producidos por las víctimas 52.
Admitamos desde el principio que el testimonio es una respuesta
paradójica a la crisis del conocimiento. La paradoja, que es igualmente
una insoportable tensión, es constitutiva del campo testimonial en tanto
el testimonio es un relato amenazado por la radical ausencia de su agen-
te: el testigo. El verdadero testigo es quien no puede dar testimonio: el
verdadero testigo de las desapariciones es aquel que está ausente; del se-

51 White (2000: 71). Mi traducción de Moreover, these kinds of events do not lend them-
selves to explanation in terms of the categories underwritten by traditional humanistic
historiography, which features the activity of human agents conceived to be in some way
fully conscious and morally responsible for their actions and capable of discriminating
clearly between the causes of historical events and their effects over the long as well the
short run in relatively commonsensical way.
52 Un desarrollo más elaborado de la figura del testigo y del testimonio se encuentra en
la sección Testimonio y conocimiento envenenado del capítulo Rehabitar la cotidianidad
(Ortega Martínez, 2008c: 39-49).

50 Parte I. El trauma social como campo de estudios


cuestro, el que está en la selva; de la masacre, el que ya no está. Aquel que
en efecto ofrece testimonio lo hace en virtud y a pesar de quien no puede
hacerlo. De ese modo, el testimonio siempre atestigua el proceso radical
de de-subjetivación que le da vida, es precisamente la de-subjetivación
que habla, la imposibilidad radical que constituye su fuerza elocutiva.
El problema principal es cómo escuchar esa aporía y cómo comunicar-
la . El acercamiento al testigo no puede ser simplemente instrumental.
53

Ciertamente el testimonio es una herramienta inevitable para quien


pretende entender lo que de manera indiferenciada se percibe como
las «víctimas». Su escucha nos permite acercarnos a la perspectiva, el
lenguaje y las prácticas de los sufrientes, los modos en que estos padecen
la violencia, la perciben, persisten y resisten; recuerdan sus pérdidas, les
hacen duelo y reconstruyen sus relaciones cotidianas; la evaden o se ven
obligados a coexistir con ella; la usan para negociar u obtener reductos
de dignidad (a veces de manera poco evidente); y sobrellevan la huella
de la violencia de una manera que no siempre aparece perceptible para
quien proviene de fuera.
Sin embargo, además de nombrar las violencias, el testimonio tam-
bién adelanta el duelo y establece una relación con otros. Es decir, para
comprender el funcionamiento del testimonio debemos apelar tanto al
orden de la pragmática como al de la semántica. En un libro ya clásico del
tema, Dori Laub y Shoshana Felman constaron esa aporía al interior del
testimonio durante su trabajo en el Archivo Fortunoff de la Universidad
de Yale, una enorme colección de testimonios de los sobrevivientes del
Shoa. Algo los sorprendió notablemente. Los testigos señalaban una y otra
vez cómo el acto de dar testimonio, de contar, de hablar, los transformaba,
les permitía revisitar esa experiencia muda por el tiempo y conocerla, esta
vez de manera nueva. Laub y Felman escribían:

Este conocimiento o autoconocimiento no es un hecho anterior al


testimonio ni un saber residual producto de éste. Por su propia cuen-

53 Para el desarrollo de una nueva ética basada en la escucha, véase el texto de Chun
(2002).

El trauma social como campo de estudios 51


ta este saber no existe; ocurre sólo a través del testimonio: no puede
separarse de él 54.
Ese acto por medio del cual se adquiere un saber inesperado es reparador.
El testimonio se revela, entonces, como un proceso de reconstrucción, a
través de las palabras, del mundo des-hecho, un proceso que permite tejer
lo que la violencia había rasgado, hilvanar nuevamente los futuros ani-
quilados previamente55. Una lectura atenta del testimonio debe abrirnos
simultáneamente a la cotidianidad del acontecimiento y al testimonio en
tanto acontecimiento.
Si el proceso de reparación pasaba por ofrecer testimonio, éste es mucho
menos un vehículo de comunicación, una herramienta de conocimiento,
que un acto constitutivo del saber. De hecho, el valor del testimonio radica
no sólo en la posibilidad de señalar la pérdida, sino que fundamentalmente
pone en evidencia el temple y la recursividad de los seres humanos para
sobrellevar el sufrimiento, para apropiarse de las perniciosas marcas de la
violencia y re-significarlas a través del trabajo de domesticación, rituali-
zación y re-narración. Esta voluntad de vida agita el tiempo y lo pone en
circulación de nuevo e inicia un modo de estar “en el que el tiempo no
permanece congelado sino que se le permita hacer su trabajo”56. De ese
modo, el testigo es co-productor de vida y del saber.
Pero dar testimonio también significa establecer una relación con otro.
Por medio del testimonio se forja una comunidad coral, una memoria

54 Traducción de: This knowledge or self-knowledge is neither a given before the testimony
nor a residual substantial knowledge consequential to it. In itself, this knowledge does not
exist, it can only happen through the testimony: it cannot be separated from it (Felman
& Laub, 1992: 51). Véase también Scarry (1985).
55 Para un grupo de jóvenes historiadores y activistas en Colombia, este ejercicio de
nombrar constituye el primer acto en una política de la memoria que hace de la
historia una condición fundamental de la ciudadanía. Maite Yie (2009), miembro
del grupo, escribe: “Narrar, nombrar y conmemorar –incluyendo la conmemoración
de lo asesinado y la execración de su asesinato detrás de ciertos rituales de duelo–
son actos inseparables del ejercicio de la ciudadanía. Los historiadores deben hacer
historia para ejercer como ciudadanos y los ciudadanos para hacerlo deben hacer
historia”.
56 Veena Das, Trauma y testimonio (Ortega Martínez, 2008c: 153).

52 Parte I. El trauma social como campo de estudios


viva que recupera el presente al construir una memoria colectiva. Pero el
testimonio, a su vez, también requiere, para su éxito, un receptor solida-
rio. Y a quien sabe escuchar, le permite hacerse presente en un momento
de crisis en el que se requiere presenciar. La escucha le permite al inves-
tigador, artista y activista hacer un atestiguamiento en segundo grado y
por tanto participar en el ejercicio de reparación a través del trabajo de
la memoria.
En efecto, para quienes no somos testigos directos, el testimonio —como
proceso de conocimiento, reparación y construcción de comunidad— nos
obliga a pensar el tema de la representación con mayor cuidado. A partir
de la crisis de conocimiento ya reseñada, algunos críticos han indicado
que el trauma se ubica en el límite, más allá del lenguaje. Según esa posi-
ción, no puede ser reproducido más que de modo muy restrictivo, ya que
la extremidad de los eventos y el colapso simbólico es de tal magnitud
que nuestros recursos socioculturales se hallan radical y definitivamente
empobrecidos. Por otra parte, el acto violento es considerado desde todo
punto de vista moral y éticamente abominable y se convierte en un refe-
rente de ignominia absoluto, adquiriendo así un carácter icónico de lo
que nunca más debe ocurrir.
Berel Lang es quizá el historiador más conocido que mantiene la tesis
de que la naturaleza de ciertos acontecimientos —en este caso los que
resultan en el Holocausto nazi— exige que sean representados de manera
restrictiva, fáctica y literal. Cualquier otro tipo de representación, sea en el
campo de la literatura, el arte, cine o en la misma historia, corre el riesgo
de la estetización y, según Lang, de banalizar el evento traumático.
Valga la pena recordar en este momento el artículo de Van Alphen que
señala que la representación —y, por lo tanto, la experiencia, pues recor-
demos que la primera constituye a la segunda— no tiene términos fijos ni
absolutos, sino que es variable históricamente. No es que el Holocausto,
las desapariciones forzadas o las masacres paramilitares sean en sí mismos
irrepresentables o toquen los límites propios del lenguaje; más bien lo que
sucede es que la naturaleza de lo que ocurrió “no es cubierta de ninguna
manera por los términos y las posiciones que el orden simbólico les ofrece”
(emt, pp. 199). De ese modo, la dificultad para narrar se constituye en

El trauma social como campo de estudios 53


una condición histórica —y no un impedimento estructural— que even-
tualmente puede ser superada al reajustar el proceso y los mecanismos de
la representación y la experiencia57.
En 1992 Saul Friedländer editó un libro, Probing the Limits of Represen-
tation, en el que distinguidos historiadores y filósofos acotaron los términos
del debate. De manera reveladora, la mayor parte de los ensayos recogidos
en el libro responden a la propuesta de Lang y señalan la posibilidad —y
necesidad— de representar, de diversas formas, las llamadas experiencias
límites. Si en efecto el acontecimiento traumático implica una crisis de
conocimiento, esto, a su vez, nos conduce a una crisis de representación, la
cual, al tiempo, nos obliga a usar diversas estrategias retóricas, narrativas
discursivas que nos permitan, literalmente, que esa experiencia ocurra.
En el volumen que aquí presento Hayden White, Eric Santner, Frank
Ankersmit, Andreas Huyssen y James Young proponen y exploran el uso
de estrategias vanguardistas —no literalistas— tales como el uso de una
escritura intransitiva, la voz intermedia, incorporación de fragmentos y
una autorreflexividad constante para acercarse respetuosamente al sufri-
miento, dar cuenta de las autoimplicaciones y atestiguar reflexivamente
el desconcierto al recibir el conocimiento herido.
Las estrategias son múltiples, pero Eric Santner señala que la representación
(artística o académica) está necesariamente enmarcada por dos opciones: duelo
o fetichismo narrativo. Es decir, podemos producir enunciados que intenten
borrar las trazas del trauma e inscriben la pérdida en una progresión inevita-

57 Parece significativo, por ejemplo, que la sociedad colombiana históricamente ha


preferido explicaciones en torno a la ausencia primordial (de civilidad, de unidad,
&c.) y subsumido las violencias sociales bajo grandes rótulos como La Barbarie, La
Violencia o el Terrorismo. Tal vez eso ayude a explicar el hecho de que no terminamos
de encontrar los lenguajes simbólicos apropiados para aprehender y elaborar en la
esfera pública las violencias contemporáneas y adelantar los trabajos de memoria,
denuncia y reparación. Quizá los esperados informes del Área de Memoria Histórica
(mh) de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (cnrr) nos obliguen
a cambiar y a enfrentar, de una vez por todas, las magnitudes y complejidades de
nuestras propias violencias. Para un primer y estremecedor informe, véase Comisión
Nacional de Reparación y Reconciliación. Trujillo, una tragedia que no cesa [docu-
mento en línea].

54 Parte I. El trauma social como campo de estudios


ble y predecible (por ejemplo, la ambicionada llegada de la modernidad, la
necesaria integración de la nación, la anhelada seguridad democrática); o, por
el contrario, es posible elaborar una narrativa que enfrente la pérdida, lleve a
cabo el duelo e incluso comience la necesaria reconfiguración colectiva. Esas
respuestas colectivas adelantan un trabajo de traducción y reimaginación de
la pérdida que conlleva una relación ritualizada con el silencio y el lenguaje
(hpp 144). Si la primera estrategia explica las violencias sociales por medio
de lo que Dominick LaCapra llama el trauma estructural, la segunda lleva a
entender el trauma históricamente58.
Lo que Santner designa el trabajo de duelo puede apelar a la morfología
del discurso traumatizado, hacer uso repetido e intrusivo de “destellos
de memoria” y mostrar una intensificación de perspectiva, pero ningún
caso es una simple trascripción directa del trauma. A través de la relación
dialógica con las memorias y los legados y de la coproducción solidaria
con las víctimas, el trabajo de duelo interpela la crisis de significación que
ocurre en el acontecimiento traumático, esboza el colapso del sujeto colec-
tivo y articula las heridas compartidas a través de la producción de lo que
Lawrence Langer llama la memoria antiheroica del sujeto disminuido59.
Precisamente por eso, el trabajo de duelo no ofrece el relato de un héroe
enfrentándose épicamente a la tempestad del momento.
Como resulta claro, el trabajo de duelo privilegia la figura del testi-
go, aunque no busca producir identificación. Al contrario, este trabajo
de duelo (que atraviesa los campos de la ciencia y la estética) incurre en
frecuentes distanciamientos, tensión que mejor se aprecia en la precisa
fórmula de LaCapra, quien dice que la representación que adelanta el
duelo debe mantener una “empatía con desasosiego” con las víctimas; es

58 La noción de trauma estructural pretende explicar la violencia social a partir del


presupuesto de que existen ausencias, vacíos previos a la historia (por ejemplo, los
indígenas americanos no conocían a Dios) que hacen esta violencia inevitable y en
últimas benéfica para el progreso humano. Este canje del sufrimiento y las pérdidas
históricas por el de ausencia estructural es lo que lo que impide el duelo y lo define
como una salida fetichista. Véase LaCapra (2001: 76). Para una crítica a la oposición
nítida entre duelo y fetichismo, véase Ortega Martínez (2006: 226-228).
59 Véase Langer (1991: 162-205).

El trauma social como campo de estudios 55


decir, registrar en su discurso la certeza de que la experiencia traumática
inscribió ciertos límites insalvables entre testigo y escucha60.
Buena parte de las estrategias de representación asociadas al duelo tienen
un claro corte formal. Sin embargo, resulta absurdo acusarlas de esteti-
cismo. Hay algo en esas representaciones que no nos permite reducirlas a
otro discurso (ni siquiera a uno estético o literario de mera diferencia) y
que le debe su fuerza perturbadora a la calidad traumática de los sucesos
significados. La representación que adelanta el duelo fluye de la pausa
en el discurso histórico porque —como lo señaló acertadamente Veena
Das— algunas “realidades deben ser convertidas en ficción antes de que
se puedan aprehender”61.
Esa urgencia por ‘ficcionar’ nuevas realidades, constitutiva de las re-
presentaciones que avanzan en el duelo, significa que el arte y la literatura
juegan un papel muy importante en la recuperación y socialización de la
memoria, la reparación y la reconstitución de nuevas identidades. En efecto,
la literatura y el arte son campos de producción que permiten concebir
un mapa social que recoja y elabore los síntomas de una sociedad conmo-
cionada. De ese modo, el artículo de Kaja Silverman, Trauma histórico y
subjetividad masculina, aquí incluido, muestra cómo el cine posterior a la
Segunda Guerra Mundial registró y elaboró simultáneamente la transición
traumática que vivieron los combatientes a su regreso del frente, cuando el
paso a la vida civil y la reafirmación del ethos capitalista hizo innecesario
al héroe militar y despreció al mutilado. Y no fue necesariamente el arte
de la alta cultura, una vez que, como evidencia Silverman, fueron preci-
samente los géneros más populares los que llevaron a cabo este trabajo
de duelo y resignificación de la condición masculina, de excombatiente y
de lisiado. Al hacerlo se enfrentaron y cuestionaron narrativas históricas
hegemónicas y reconfortantes que impusieron un nuevo régimen social
en los años inmediatamente posteriores al fin de la guerra62.

60 Traducción del término empathic unsettlement. (LaCapra, 2001: 78-79). Para un


excelente desarrollo reciente de estas nociones, véase Seligmann-Silva (2000a).
61 Véase el texto Lenguaje y cuerpo (Ortega Martínez, 2008b: 346 & ss.).
62 Para una elaboración más reciente, véase Lowenstein (2005).

56 Parte I. El trauma social como campo de estudios


Por su parte, Andreas Huyssen insiste, en su enriquecedora lectura de la
obra de la artista colombiana Doris Salcedo, en la capacidad del arte (y en
este caso, la escultura de la memoria) para desafiar las violencias degradadas
del país y la ‘espectacularización’ y masificación de la violencia en los medios
de comunicación. Para Huyssen, Unland se mueve entre los diálogos y las
tendencias más contemporáneas de la globalidad artística y una decidida y
obstinada localización y ‘corporeización’ de los desarraigos históricos; entre
un minimalismo vanguardista y la concreción, casi violenta, casi obscena,
de unas pesadillas que desbordan el día a día de nuestro país.
Pero es precisamente el carácter intransitivo del arte —una característica
señalada por Geoffrey Hartmann en el artículo aquí incluido— lo que
lo convierte en el lenguaje privilegiado para explorar y afirmar ese modo
de conocimiento que es el no-saber, el reconocer los límites de nuestro
saber, las cautelas ante las enormes pérdidas de la historia.

IV. A modo de conclusión


Sin duda, el concepto del trauma se ha beneficiado del incremento —apa-
rente o real— de violencias límites durante el siglo xx. La sensación genera-
lizada es que la historia de ese siglo combina de manera grosera los avances
tecnológicos más sofisticados con la continua y sistemática voluntad de
matar, torturar y destruir. El historiador británico Eric Hobsbawm (1994)
tituló el último volumen de su trilogía La era de los extremos y e­mpieza
señalando que vivimos en la era de los eventos traumáticos63. El uso de
Hobsbawm del concepto de experiencia extrema o traumática apunta a
un registro metafórico que desearía explorar a modo de conclusión.
En buena medida es necesario señalar que una razón para la popularidad
del concepto de trauma se debe a su proclividad a desdoblarse en un registro
metafórico —es decir, su capacidad de significar efectivamente un cierto
tipo de experiencia social— tanto en el ámbito académico como en la arena
pública más amplia que no corresponde a la descripción técnica inicial. De
esa manera, Theodor Adorno señala en la Dialéctica negativa (1966) que
las condiciones para pensar han cambiado de manera dramática después
63 En español apareció con el título Historia del siglo xx: 1914-1991. El título original
es The Age of Extremes: A History of the World, 1914-1991.

El trauma social como campo de estudios 57


de Auschwitz. Vivimos en una era en que todos estamos implicados en el
genocidio nazi; todos somos responsables; todos somos sus víctimas.
Como dice Habermas (citado en el epígrafe de la primera sección), algo
cambió de manera relativamente permanente después de Auschwitz. No es
claro en qué consiste ese cambio, pero lo cierto es que nos obliga a pensar
y actuar bajo criterios epistemológicos, estéticos y ético-políticos muy
diferentes de los que se habrían mantenido vigentes hasta su ocurrencia.
Buena parte de la filosofía del siglo xx —desde Heidegger y Levinas hasta
Jacques Derrida y Giorgio Agamben—se puede entender como un intento
por encontrar criterios éticos y epistemológicos que permitan responder a
la inquietante presencia de la violencia genocida en el presente. Esto deja
entender la frase de LaCapra de que cualquier comprensión crítica del
presente debe tener como punto de partida una teoría del trauma.
Varios autores latinoamericanos igualmente se han apropiado, en el regis-
tro metafórico, del concepto de trauma para efectuar una lectura crítica de su
localidad e historia. En primer lugar, la crítica postcolonial ha señalado que el
trauma se constituye en el reverso de esa modernidad expansiva que se instala en
Europa desde el siglo xv64. De ese modo, la historia que culmina en Auschwitz
tiene, por lo tanto, orígenes muy anteriores a la ilustración, en las violencias
desatadas contra las comunidades indígenas y africanas en las Américas65.
Por su parte, críticos y artistas del Cono Sur —y en menor medida de
otras partes de América latina— que han sobrevivido los regímenes repre-
sivos de la década de los años ochenta, han encontrado en las teorías en
torno al trauma social y cultural lenguajes y estrategias que les permiten
explorar las memorias y los legados de las dictaduras y enfrentar la ban-
carrota de los proyectos autoritarios de la derecha fascista y la izquierda
revolucionaria. La analista cultural chilena Nelly Richard, por ejemplo,
desarrolla una práctica de lectura crítica en la que lo residual, es decir, aquello
que ha sido descartado, relegado o permanece no-integrado, es capaz de
desplazar la fuerza de significación de los procesos sociales hacia regiones
epistemológicas poco favorables e insospechadas (Richard, 1998). Por su
64 Véase Wallerstein (1974); Quijano (2000).
65 Dussel (1992); Mignolo (1995). Para el caso colombiano, véase el sugerente texto
de Espinosa Arango (2007).

58 Parte I. El trauma social como campo de estudios


parte Marcelo Seligmann-Silva y Arthur Netrovski, en São Paulo, Brasil,
han puesto en diálogo las tradiciones aquí reseñadas con la del testimonio
hispanoamericano, en un intento por encontrar nuevas coordenadas de
navegación ética en esta nueva era de catástrofes66.
Como señalé al principio, este uso metafórico del concepto ha generado
fuertes críticas. Daniel Levy y Natan Sznaider (2006: 289) escriben que “Se
ha dislocado la experiencia particular del Holocausto de su contexto histórico
y se ha inscrito como un paradigma universal del sufrimiento”. Kansteiner
señala la precariedad moral de quien, sin ser víctima directa de los traumas
históricos, propicia la confusión entre víctimas universales (vivimos en una
época post-Holocausto, traumatizada) y víctimas específicas (ser víctima de
una experiencia de dislocación masiva concreta). Y aunque al principio de
este texto señalé mi aceptación de estas críticas, no puedo menos que apre-
ciar igualmente la extraordinaria y enriquecedora convergencia que se hace
posible —y que he intentado reseñar en esta introducción— en el campo de
los estudios sobre el trauma social. Después de todo debemos recordar que
el mismo concepto de trauma tiene un origen metafórico, pues su sentido
original no era más que el de una simple herida en el tejido humano.
El libro selecciona 18 ensayos que han jugado un papel protagónico en la
construcción de ese campo de convergencia teórico que llamamos estudios so-
bre o en torno al trauma social y los presenta al público hispanoparlante. Incluí
textos recientes que fueran referentes en el área y cuyo argumento se mantuviera
vigente y fresco. No es una muestra completa, ni tan siquiera tiene la intención
de ser representativa. Ciertamente faltan autores importantes: Elaine Scarry,
Dori Laub y Shoshana Felman, Dominick LaCapra, Lawrence Langer, Maurice
Blanchot, Nicholas Abraham y Maria Torok. Algunos de ellos no los incluí pues
sus textos han sido traducidos al español67. En otros, en cambio, consideré que
su tema ya estaba cubierto por algunos de los textos seleccionados.

66 Véase Seligmann-Silva (2003) y la antología editada por Seligmann-Silva &


Netrovski, (2000).
67 Es el caso de LaCapra, quizá la ausencia más conspicua en este volumen. Aunque
LaCapra se había comprometido con un artículo para la antología, los lentos tiempos
de producción de este libro hicieron que finalmente comprometiera su texto en el pro-
yecto de traducción y publicación de su obra que se está editando en Buenos Aires.

El trauma social como campo de estudios 59


Parte II

Trauma cultural

a
Trauma y comunidad1

Kai Erikson

D urante los años pasados, trabajos de investigación de uno u otro tipo


me han llevado a los escenarios de diversas catástrofes humanas: una
garganta montañosa llamado Buffalo Creek, embestida por una avalancha
devastadora; un pueblo en el sur de Florida llamada Immokalee, donde 200
inmigrantes haitianos fueron estafados y perdieron sus escasos ahorros; el
anillo de vecindades que rodea Three Mile Island2; una reserva indígena
ojibway en el noroeste de Ontario, conocida como Grassy Narrows, que
vivió no sólo la contaminación de sus cauces locales de agua, sino una
desastrosa reubicación; y un complejo popular de vivienda en Colorado
conocido como East Swallow que padece las consecuencias de una fuga
subterránea de gasolina. Durante mis visitas e investigaciones me ha pa-
recido que, en estos casos, el término ‘trauma’ sería la forma más precisa
de describir no sólo la condición de las personas que se encuentra en esos
escenarios, sino también la textura de los propios escenarios. El término
mismo, sin embargo, se usa de formas tan diferentes y se encuentra en

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.


2 (N. del E.) en marzo 28 de 1979 un reactor de la central nuclear ubicada en la
isla Three Mile en Pensilvania, Estados Unidos, sufrió una fusión parcial de su
núcleo. Este incidente se considera, después de la explosión en Chernóbil en 1986,
el accidente nuclear más serio en la historia. La zona de impacto inmediato estaba
habitada por unas 25 mil personas.

Trauma y comunidad 63
vocabularios tan diversos que es difícil saber cómo convertirlo en un
concepto sociológico útil. Así que comenzaré ocupándome de algunas
cuestiones acerca de su definición.
Por lo general, trauma significa un golpe violento a los tejidos del
cuerpo o, con más frecuencia en nuestros días, a los tejidos de la mente,
cuyo resultado es un daño o algún otro tipo de perturbación. Algo extraño
golpea y destroza las barreras que la mente coloca como línea de defensa.
Te invade, te somete, se convierte en una característica dominante de tu
horizonte interior: te “posee” y, señala Cathy Caruth (1995: 4-5); “en el
proceso amenaza con drenarte y dejarte vacío”. Los síntomas clásicos del
trauma van del sentimiento de desasosiego y agitación, en un extremo de la
escala emocional, a los sentimientos de embotamiento y vacío, en el otro.
Las personas traumatizadas a menudo miran de un lado a otro el mundo
que las rodea, ansiosas, buscando signos de peligro, o tienen estallidos
repentinos de rabia o reaccionan sorprendidos a las señales y sonidos co-
munes, pero, al mismo tiempo, toda esa actividad nerviosa ocurre ante el
perturbador trasfondo gris de la depresión, del sentimiento de impotencia
y de la reclusión general a la que se somete el espíritu, puesto que la mente
intenta aislarse para no sufrir más daño. Sobre todo, el trauma implica
un revivir continuo de alguna experiencia dañina a través de ensueños y
pesadillas, trastornos perceptivos (flashbacks) y alucinaciones, y también
a través de una búsqueda compulsiva de similares circunstancias a las que
vivió el sujeto. Paul Valéry escribió: “Nuestra memoria nos repite que
no hemos entendido” (citado en Felman, 1990: 76). Valéry se acercó a
la formula que buscamos. Digamos, en cambio: “Nuestra memoria nos
repite que no nos hemos aún reconciliado con el acontecimiento, que
todavía nos persigue”.
El término ‘trauma’ se usa en formas tan diferentes y se halla en tantos
vocabularios distintos que es necesario resolver dos problemas termino-
lógicos antes de continuar.
En primer lugar, el uso médico tradicional de ‘trauma’ se refiere no
a la lesión causada, sino al golpe que la causa; no al estado mental que
produce, sino al acontecimiento que lo provocó. El término trastorno de
estrés postraumático se acomoda a esa convención médica. Es decir, que

64 Parte II. Trauma cultural


el trastorno recibe el nombre del estímulo que lo hizo nacer; una lógica
muy parecida a la que haría que llamáramos a las paperas “un trastorno
glandular posexposición”.
Sin embargo, tanto en el uso clínico como en el común esa distinción
se va diluyendo día a día. El diccionario que está sobre mi escritorio (por
recurrir otra vez a una fuente excelente) define trauma como “estrés o
golpe que puede producir un comportamiento o sentimientos desorde-
nados” y también como “estado o condición producido por ese estrés o
golpe”. En cierto sentido, por lo tanto, la localización del término, su
centro de gravedad, ha cambiado del primero de los significados al se-
gundo, y quiero no sólo aprovecharme de ese cambio, sino que desearía
promover su uso general.
Hay buenas razones para hacerlo. El historiador que quiere saber dónde
comienza una historia, al igual que el terapista que necesita identificar
una causa precipitante con el propósito de afrontar la lesión que causa,
estará interesado de manera natural en los orígenes de un fenómeno. No
obstante, esos orígenes no serán para el resto de las personas más que
detalles —y no muy importantes, por cierto—, porque lo que otorga a
los acontecimientos su cualidad traumática no es su naturaleza sino la
manera como las personas reaccionan frente a esos acontecimientos. La más
violenta de las angustias en el mundo no tiene, por consiguiente, relevancia
clínica a menos que cause daño en el funcionamiento de la mente o del
cuerpo, por lo que es el daño causado lo que define y da forma al suceso
inicial; es el daño causado lo que le da su nombre. Se puede decir que
no tiene sentido situar el concepto en ningún otro lugar.
En segundo lugar, para poder usarlo como concepto útil, el ‘trauma’
se tiene que comprender como resultado de una constelación de expe-
riencias vitales, además de como un acontecimiento discreto; se debe
entender como producto de una condición persistente, además de como
un acontecimiento grave. Sé que en este momento estoy recorriendo
fundamentos conceptuales muy conocidos y bien delimitados. Estoy
cruzando la línea que se observa por lo general para diferenciar ‘trauma’
de ‘estrés’. El ‘trauma’, en esta distinción familiar, se refiere a un suceso
violento que causa una lesión a partir de un golpe seco y penetrante,

Trauma y comunidad 65
mientras que el ‘estrés’ se refiere a una serie de sucesos o, incluso, a una
condición crónica que erosiona el espíritu más gradualmente. Pero,
para empezar, defiendo que esa línea se trazó en el lugar incorrecto, al
menos para nuestros propósitos. Un matrimonio difícil causa estrés,
sí. También un trabajo agotador. Pero, ¿y Auschwitz? ¿Y un periodo
prolongado de terror o brutalidad? No, sólo tiene sentido insistir en
que el trauma puede surgir de una exposición sostenida en una batalla
o de una conmoción que nos embota; de un patrón continuo de abuso
o de una única agresión rápida; de un periodo de severo embotamiento y
desgaste, o de un inesperado estallido de temor. Los efectos son los mis-
mos. Después de todo, son ellos los que deberían convertirse en nuestro
principal objeto de estudio.
Además, como ya observé, el trauma tiene la cualidad de convertir ese
golpe seco y penetrante del que hablé hace un momento en un estado
duradero de la mente. Un narrador de los acontecimientos pasados podría
informar que el episodio en sí mismo duró poco menos que un instante
—digamos que lo que tarda en oírse un disparo—, pero que la mente
traumática se aferró a ese momento e impidió que se deslizara hacia su
lugar cronológicamente apropiado en el pasado, por lo que se revive una
y otra vez en las cavilaciones compulsivas durante el día y en los sueños
coléricos en la noche. El momento se convierte en una estación; el acon-
tecimiento se convierte en una condición.
Si se tienen en cuenta estas aclaraciones, el ‘trauma’ se convierte en un
concepto con el que pueden trabajar los científicos sociales y los prac-
ticantes clínicos. Quisiera usar mi vocabulario, ampliado en el sentido
descrito, para sugerir que, de hecho, se puede hablar de comunidades
traumatizadas como algo distinto de las agrupaciones de personas trau-
matizadas. Algunas veces los tejidos de la comunidad pueden dañarse
de una forma muy parecida a los tejidos de la mente y el cuerpo, como
argumentaré a continuación, pero incluso cuando eso no pasa, las heridas
traumáticas infligidas a los individuos pueden combinarse para crear un
estado de ánimo, un ethos o cultura grupal que es diferente de la suma
de heridas individuales que lo componen y más que su suma. Es decir, el
trauma tiene una dimensión social.

66 Parte II. Trauma cultural


Permítaseme comenzar sugiriendo que el trauma puede crear comuni-
dades. En cierto sentido, es una pretensión muy extraña. Describir a las
personas como traumatizadas quiere decir que se han retirado al interior
de una especie de envoltorio protector, a un lugar de silencio, de dolorosa
soledad, en el cual la experiencia traumática se trata como una carga so-
litaria que necesita ser expiada mediante actos de negación y resistencia.
¿Qué podría ser menos ‘social’ que eso?
Pero las condiciones traumáticas no son como otros problemas que
recaen sobre el cuerpo humano. Las condiciones traumáticas se desplazan
al centro del propio ser y, al hacerlo, les da a las víctimas la sensación de
que se las ha separado y hecho especiales. Una de las supervivientes de
Buffalo Creek dijo: “Las aguas negras salieron de debajo de donde vivía-
mos. No pude soportarlo más. Era como algo que me hubieran untado
encima y que me hacía diferente” (Erikson, 1976: 163). Esa mujer hablaba
de sentimientos compartidos por millones de otras personas. Se veía a sí
misma señalada, tal vez maldita, puede que incluso muerta. “Ahora me
siento muerta —me dijo una de sus vecinas—. No tengo energía. Me siento
aturdida, como si hubiera muerto hace mucho tiempo”.
Para algunos supervivientes, al menos, este sentido de diferencia se
puede convertir en una especie de llamada, en una condición por la cual
las personas se sienten atraídas hacia otras marcadas de manera similar.
El cansancio, el embotamiento y la dificultad para poder sentir que com-
parten las personas traumatizadas en todos los lugares puede que haga
las relaciones con los demás difíciles y costosas, así que con esa atracción
entre los traumatizados no me estoy refiriendo a la fácil camaradería que se
puede observar en muchas ocasiones entre aquellos que viven contándose
recíprocamente sus experiencias. Aun así, compartir el trauma puede servir
como fuente de lo comunal, de la misma forma en que pueden hacerlo
los lenguajes comunes y las historias de vida compartidas. Hay aquí una
afinidad espiritual, un sentido de identidad, incluso si los sentimientos de
afecto están anestesiados y la capacidad de preocuparnos por lo que pasa
en el mundo está embotada. Un ejemplo convincente nos lo proporciona
la joven pareja casada que nos describe Shoshana Felman; ellos sobrevi-
vieron al Holocausto milagrosamente y permanecieron juntos después,

Trauma y comunidad 67
no simplemente porque se llevaran bien (de hecho, no se llevaban bien),
sino porque “él sabía quién era yo, era la única persona que lo sabía… Y
yo sabía quién era él” (Felman, 1995: 47). En una reciente reunión de
estadounidenses que habían sido capturados como rehenes en Irán, uno
de ellos explicó a un periodista: “Es fácil estar juntos. No tenemos que
explicarnos nada. Soportamos el mismo dolor”.
Así que el trauma tiene tendencias tanto centrífugas como centrípetas.
Nos aleja del centro del espacio del grupo y al mismo tiempo nos atrae
nuevamente hacía él. En el trauma, la química humana en funcionamiento
es extraña, pero se ha podido ver muchas veces con anterioridad: el extra-
ñamiento se convierte en la base de lo comunal, como si las personas sin
casa, sin ciudadanía o sin algún otro nicho en el gran orden de las cosas
fueran invitadas a reunirse en un barrio separado para los desposeídos, en
un gueto para los desarraigados.
De hecho, puede ocurrir que personas que estarían desconectadas en
otra situación, al compartir una experiencia traumática se busquen entre
sí y desarrollen una forma de afinidad basada en la fuerza de ese vínculo
común. Los excombatientes perseguidos por las torvas memorias de Viet-
nam, por ejemplo, o los adultos que no pueden llegar a asumir los abusos
infantiles, se reúnen a veces en grupos por razones no muy distintas de las
que mantenían junta a la ya mencionada pareja del Holocausto: se conocen
los unos a los otros, de una forma en la que el más íntimo de los amigos
nunca lo hará, y por esa razón pueden proporcionar un contexto humano
y una especie de disolvente emocional a partir del cual se puede comenzar
el trabajo de recuperación. Es una reunión de heridos.
No obstante, lo que hace el trauma principalmente es deteriorar el
tejido de la comunidad. Quisiera sugerir, de hecho, que hay por lo menos
dos sentidos en los cuáles se puede decir que una comunidad, como algo
distinto de la gente que la constituye, se ha convertido en un colectivo
traumatizado.
Cuando describí por primera vez la catástrofe de Buffalo Creek, intenté
hacer una distinción entre el trauma que entonces llamaba ‘individual’ y
el ‘colectivo’. Si se me permite citarme a mí mismo:

68 Parte II. Trauma cultural


Por trauma individual quiero significar un golpe en la psique que atraviesa
las defensas del sujeto tan súbitamente y con tal fuerza brutal que no se
puede reaccionar ante él de una forma efectiva […] Los supervivientes de
Buffalo Creek experimentaron justo eso. Sufrieron un shock profundo
como resultado de su exposición a la muerte y la devastación, y como
ocurre con frecuencia en catástrofes de esta magnitud, se retiraron al
interior de sí mismos al sentirse aturdidos, asustados, vulnerables y muy
solos (Erikson, 1976: 153-54).

Por trauma colectivo, por otra parte, quiero significar un golpe en los teji-
dos básicos de la vida social que daña los vínculos que ligan mutuamente
a las personas y causa un daño al sentido prevaleciente de comunidad.
El trauma colectivo se va abriendo paso lenta e incluso insidiosamente
en la conciencia de aquellos que lo sufren, así que no tiene la cualidad
sorpresiva que se asocia normalmente con el ‘trauma’. Pero, de todas for-
mas, sigue siendo una forma de shock, una toma de conciencia gradual
de que la comunidad ya no existe como una fuente efectiva de apoyo y
que una importante parte del yo ha desaparecido […] El ‘yo’ continúa
existiendo, aunque pueda haber sufrido daño e incluso cambios perma-
nentes. El ‘tú’ continúa existiendo, aunque distante, y puede resultar
difícil relacionarse con él. Pero el ‘nosotros’ ya no existe como un par
conectado o como células conectadas dentro de un cuerpo comunitario
más grande (Erikson, 1976: 154).

Si nos detenemos a reflexionar sobre el asunto, al decir que Buffalo


Creek como organismo social estaba traumatizado se corre el riesgo de
que parezca que se está diciendo algo obvio. Buffalo Creek es parte de
un contexto cultural, en el cual el sentido de comunidad es tan palpable
que es fácil pensar en él como un tejido capaz de sufrir una lesión:
Ahora bien, se debe ser consciente de que cuando se habla de esta manera,
se corre el riesgo de caer en el territorio de la metáfora. Las comunidades
no tienen corazón, o tendones, o ganglios; no sufren, ni racionalizan los
acontecimientos, ni experimentan la felicidad. Pero la analogía ayuda
a sugerir que un grupo de personas que actúa en concierto y se mueve
siguiendo los mismos ritmos colectivos puede distribuir sus recursos
personales de tal forma que el conjunto acabe teniendo más humanidad
que sus partes constituyentes. En efecto, las personas ponen sus propios

Trauma y comunidad 69
recursos individuales a disposición del grupo, los ponen en un depósito
comunitario, por así decirlo, y luego van tomando de ese depósito para
cubrir las exigencias de la vida cotidiana. Y si casi desaparece la totalidad
de la comunidad, como ocurrió en Buffalo Creek, las personas ven que no
pueden beneficiarse de las energías que invirtieron en otro tiempo en ese
depósito comunitario. Encuentran que están casi vacías de sentimiento,
vacías de afecto, vacías de confianza y seguridad. Es como si las células
individuales hubieran suministrado la energía básica a todo el cuerpo,
pero no existieran los medios de devolver esa energía a las células en una
forma utilizable por cada una de ellas, una vez que el cuerpo ya no está ahí
para procesarla (Erikson, 1976: 194).

Por consiguiente, en lugares como Buffalo Creek la comunidad en


su conjunto se puede describir como el lugar por excelencia para las
actividades que se suelen pensar como pertenecientes a la esfera del
individuo. Es la comunidad la que ofrece un colchón frente al dolor, la
comunidad la que ofrece un contexto para la intimidad, la comunidad
la que sirve como depósito de las tradiciones que unen. Y cuando la
comunidad se ve afectada en lo más profundo, podemos hablar de un
organismo social deteriorado de la misma manera en la que se hablaría
de un cuerpo deteriorado. El incidente de Buffalo Creek proporcionó
un caso empírico relevante, por cierto, puesto que varios residentes, que
no cabía duda de que estaban traumatizados por lo que había ocurrido,
estaban muy lejos del hogar cuando sucedió el desastre y, en consecuencia,
nunca experimentaron de primera mano las aguas embravecidas y toda
la muerte y la devastación que produjeron. Sus heridas eran causadas
por la pérdida de una comunidad estable.

Eso no quiere decir que Buffalo Creek se convirtiera en un desierto,


en un espacio vacío, como consecuencia de la riada. Las personas que
vivían en la garganta montañosa seguían teniendo memoria, parentescos,
vivían una al lado de la otra, así que ahí estaban los materiales a partir
de los cuales podían construir una comunidad. Pero por el momento, al
menos, estaban separados de sus puntos de referencia culturales: estaban
solos, a la deriva, flotando como partículas en un campo electromagné-
tico muerto.

70 Parte II. Trauma cultural


Ahora bien, Buffalo Creek era una comunidad con vínculos estrechos
e íntimos. Ninguno de los otros escenarios de desastres que he visitado se
puede describir de la misma forma. Pero el trauma puede abrirse paso en
el tejido de la vida comunitaria de otras formas.
Entre los descubrimientos más comunes de las investigaciones sobre
desastres naturales, como observé en mi informe sobre Buffalo Creek, está
la ola de sentimiento repentino e inexplicable que, de forma lógica, invade
a los supervivientes no mucho tiempo después del acontecimiento mismo.
Durante un momento terrorífico, ellos pensaron que el mundo había lle-
gado a su fin, que se les había “dejado desnudos y solos en un entorno de
ruinas, salvaje y terrorífico”, como lo expresa Anthony Wallace (Wallace,
1957: 127). Pero, según él, en la mayoría de los desastres naturales a ese
momento le sucede, de forma precipitada, una “etapa de euforia”, a medida
que las personas se dan cuenta de que la comunidad en su conjunto no está
muerta después de todo (Wallace, 1957: 127). La energía de los equipos
de rescate y la manera generosa con que los vecinos responden, actúa para
asegurarle a las víctimas que hay vida más allá del naufragio, y ante ello se
reacciona con una manifestación abierta de sentido comunitario, una ne-
cesidad urgente de establecer contacto con los otros e incluso de tocarlos,
renovando las antiguas promesas de hermandad. Se celebra así la recupe-
ración de la comunidad que, por un instante, pensaron que había muerto
y, en cierta forma, celebran su propio renacer. Un estudio muy conocido
habla de una ‘ciudad de camaradas’, otro de una ‘democracia de la angustia’
y un tercero de una ‘comunidad de sufrientes’. Martha Wolfenstein (1957),
al revisar la producción bibliográfica sobre desastres en general, llamó el
fenómeno una ‘utopía posdesastre’, mientras que Allen H. Barton (1969),
que estudió en gran medida esos mismos trabajos, habla de una ‘comunidad
altruista’. Charles E. Fritz, en un ensayo clásico sobre los desastres, las llamó
‘comunidades terapéuticas’ (Fritz, 1961). Es como si los supervivientes,
al emerger de entre el cúmulo de deshechos, descubrieran que el cuerpo
comunal no sólo está intacto, sino que es capaz de emplear sus recursos
restantes y de utilizarlos para curar sus propias heridas.
Nada de eso ocurrió en Buffalo Creek. Nada de eso ocurrió en nin-
guna de las situaciones de desastre que he visitado. De hecho, tampoco

Trauma y comunidad 71
ocurrió en muchos otros incidentes descritos en los trabajos académicos
de los últimos años.
En primer lugar, estos desastres (o casi desastres) con frecuencia parecen
provocar el agravamiento de las fallas o tensiones sociales que previamente
operaban silenciosamente, fragmentando la comunidad en partes anta-
gónicas. En algunos lugares afectados por esta clase de emergencias, los
miembros de la comunidad se han divido en facciones hasta tal punto que
un perspicaz estudioso de esos problemas las llama ‘comunidades corrosivas’,
con el fin de producir un contraste frente a las ‘comunidades terapéuticas’
de las que hablan los trabajos académicos previos (Freudenburg & Jones,
1991: 1143-68). Las fallas sociales se agravan usualmente para separar a
las personas afectadas por el acontecimiento de aquellas que no sufrieron
el impacto directo de la catástrofe, justo lo opuesto a lo que ocurre en
una ‘ciudad de camaradas’. Aquellos que no se han visto tocados por la
tragedia se distancian de aquellos que sí lo están, casi como si estuvieran
escapando de algo manchado, de algo contaminado, de algo sucio. Corro-
sivas sería también un buen adjetivo, porque la mayoría de los desastres
que provocan esta reacción suelen generar alguna forma de toxicidad. Es
lo que pasó en Three Mile Island y fue una característica destacable en el
contexto social de Love Canal y en otros lugares3. El efecto neto es que
los afligidos quedan apartados del resto de personas.
En esas circunstancias, las experiencias traumáticas se abren camino de
forma tan profunda en el entramado de la comunidad afectada que terminan
por proveerla de su estado de ánimo y de su temperamento prevalecientes,
por dominar su imaginario y su sentido del ser, por gobernar la forma en
la que sus miembros se relacionan los unos con los otros. El aspecto que
se quiere señalar aquí no es que la calamidad sirve para fortalecer los lazos

3 Love Canal es una zona aledaña al pueblo Niagara Falls, en los Estados Unidos. A
finales de la década de los cuarenta el sitio sirvió de depositario de basuras y dese-
chos químicos y, posteriormente, fue convertido en lugar de desarrollo habitacional
popular. Para principios de la década de los años ochenta era evidente que los ha-
bitantes del lugar exhibían tasas excesivamente altas de enfermedades respiratorias,
desordenes neuronales, abortos y otros tipos de defectos y malformaciones. La zona
fue declarada eventualmente área de desastre, aunque las autoridades y la compañía
responsable negaron cualquier responsabilidad.

72 Parte II. Trauma cultural


que vinculan a la gente entre sí (eso no ocurre casi nunca), sino que la
experiencia compartida se convierte en una especie de cultura común, en
una fuente de parentesco. Algo como eso fue lo que pasó en cada uno de
los sitios que he descrito aquí. Y es en ese sentido en el que esas comuni-
dades pueden describirse de manera adecuada como traumatizadas. (No
hay tiempo de estudiar la cuestión en este instante, pero añadiría que esa
clase de fenómeno puede también suceder en regiones enteras, incluso en
países enteros. He dado conferencias sobre trauma y asuntos relacionados
en Rumania, no mucho tiempo después de que cayera uno de los regímenes
más abusivos y arbitrariamente despóticos de los que se tiene memoria.
Las demostraciones repentinas de reconocimiento —estallidos, podría ser
un término más apropiado— que emergían de esas audiencias generosas
y cálidas cuando hablaba ante ellas en términos no muy distintos de los
que estoy usando aquí, nos dicen más acerca del daño compartido de lo
que puedan hacerlo varios volúmenes especializados sobre lo que se le
puede hacer a todo un pueblo mediante el temor sostenido y la disloca-
ción continua).
Así que se podría decir que el trauma comunal puede adoptar dos for-
mas, que se pueden observar por separado o en combinación: o un daño
en los tejidos necesarios para mantener incólumes a los grupos humanos,
o una construcción de climas sociales, estados de ánimo comunitarios,
que terminan dominando el espíritu de un grupo.
Intenté establecer una distinción en el informe original sobre Buffalo
Creek, aunque no estoy seguro de haber apreciado su importancia hasta
más tarde, entre aquellos sucesos traumáticos que se piensa que han sur-
gido de la mano de Dios y aquellos que se piensan que son el producto de
otros seres humanos (Erikson, 1976). Las personas en Buffalo Creek se
horrorizaron cuando la compañía que percibían como la responsable de
la riada la llamó “un acto de Dios” y, por aquel entonces, explicó que “la
represa no tenía capacidad para contener el agua que Dios vertió en ella”.
Sea lo que sea lo que otros puedan decir sobre tan peculiar teología, los
residentes de la garganta de Buffalo Creek sabían que era una blasfemia
y sabían también que reflejaba un grado de indiferencia cercano al des-
precio. Ello se sumó a los efectos traumáticos de la riada y, de hecho, esa

Trauma y comunidad 73
clase de actitud aumenta severamente el dolor experimentado en todas las
situaciones de desastre que he conocido de primera mano, porque todas
ellas tienen en común la circunstancia de haber sido causadas por otras
personas. Esto puede requerir un breve excurso.
Los antiguos temían la pestilencia, la sequía, la hambruna, la plaga y
todos los otros flagelos que oscurecen las páginas del Libro de Revelaciones.
Estas miserias siguen causándonos desazón, no hay duda, pero es justo
decir que hemos aprendido formas de defendernos contra muchas de las
peores de ellas. Algunas (ciertas epidemias, por ejemplo) pueden ahora
detenerse o incluso prevenirse. Otras (huracanes, olas gigantes) pueden
preverse con suficiente antelación como para que las personas se alejen
de su paso, neutralizando así parte de su fuerza letal.
Sin embargo, la ironía es que los avances tecnológicos que nos han
permitido este nivel de protección frente a los desastres naturales han
creado una nueva categoría que los especialistas han terminado llamando
desastres tecnológicos, con la cual se refieren a cualquier cosa que pueda ir
mal cuando los sistemas fallan, los humanos erran o abusan, las máquinas
funcionan mal, los diseños son defectuosos y sucesos similares. Los te-
rremotos, inundaciones, huracanes y erupciones volcánicas son desastres
‘naturales’; las colisiones, las explosiones, las roturas de los sistemas, los
colapsos, las fugas y, obviamente, las crisis como las de Three Mile Island
son desastres tecnológicos.
Hoy los desastres tecnológicos han crecido claramente en número, en la
medida en que los seres humanos actúan en los límites de su capacidad. Se
nos anima a pensar que podemos controlar lo mejor de la naturaleza y lo peor
de nosotros mismos, y continuamos pensando que así es hasta el momento
en que algún acontecimiento nos lleva más allá del límite de nuestra inte-
ligencia. Pero, más específicamente, los desastres también han aumentado
en tamaño. Esto es cierto en el sentido de que sucesos de origen local tienen
ahora consecuencias que alcanzan enormes distancias, como en el caso, por
ejemplo, de Chernobyl. Y también es cierto en el sentido de que los noticieros
emiten esos desastres tan rápida y ampliamente que se convierten en parte de
la historia de todo el mundo, en un dato más en el depósito de conocimiento
de cada uno de nosotros, como en el caso de Three Mile Island.

74 Parte II. Trauma cultural


La distinción entre desastres naturales y tecnológicos es difícil de trazar
con exactitud en muchas ocasiones. Cuando una galería colapsa en una
mina de Kentucky, muchas veces es resultado de una colaboración entre
una montaña laboriosa y personas negligentes. Cuando se extiende una
epidemia en África central, debe su virulencia tanto a la dureza de las
nuevas cepas de bacilos como a las tercas y viejas costumbres humanas.
Por muy difícil que pueda ser observar la distinción en la realidad, esa
línea es por lo general muy clara para las víctimas. Los desastres naturales
se experimentan como actos de Dios o caprichos de la naturaleza. Nos
ocurren. Nos visitan, como si vinieran de lejos. Los desastres tecnológicos,
por otro lado, al ser de manufactura humana, son al menos prevenibles
en principio, así que siempre hay una historia que contar en torno a
ellos; siempre hay una moraleja que puede extraerse de los mismos, una
medida de culpa que se puede asignar. Es casi imposible imaginar una
comisión de investigación convocada para averiguar las causas de algún
accidente horrible que concluya: “Bueno, simplemente pasó. Tenemos
que seguir con nuestras vidas”. Buscamos agentes humanos responsables
y los encontramos.
Ahora bien, hay un sentido en el cuál el desastre ‘simplemente pasó’.
No es porque el destino esté a veces lleno de desgracias, sino porque los
accidentes ocurren con certeza a lo largo del tiempo a medida que los siste-
mas humanos se van haciendo más y más complejos. Cuando los geólogos
describen una llanura de aluvión del tipo de aquellas que es probable que
se inunden una vez cada cincuenta años, no están usando un sistema de
categorización tan diferente del que les sirve a los ingenieros nucleares
para describir la fusión del núcleo de un reactor nuclear como el tipo de
acontecimiento que es probable que ocurra una vez cada veinte mil años
de funcionamiento del reactor. La riada es un acto de Dios y la fusión del
núcleo del reactor un error humano, pero ambos son manifestaciones
de una especie de guión previo. Ambos son ‘naturales’ en el sentido de
previsibles, inevitables, esperables. La riada escapa de nuestro control, por
expresarlo así, porque eso es parte de la naturaleza y no hay nada que hacer.
Pero la fusión del núcleo del reactor también se puede describir como algo
más allá de nuestro control porque los sistemas humanos son así y no hay

Trauma y comunidad 75
nada que hacer. Sabemos con antelación que las manos se resbalarán y la
maquinaría fallará en algún momento predecible del tiempo. Eso es lo
que los convierte en lo que Charles Perrow llama “accidentes normales”
(Perrow, 1984).
Sin embargo, las catástrofes tecnológicas nunca se comprenden por
aquellos que las sufren como el desenvolvimiento del mundo de la casuali-
dad. Esas catástrofes provocan indignación más que resignación. Generan
un sentimiento de que el hecho no tenía que haber ocurrido, que alguien
ha cometido un error, que las víctimas merecen no sólo compensación y
compasión, sino algo similar a lo que los abogados llaman daños puniti-
vos. Lo que es más importante: esas catástrofes, justo después de haber
sucedido, provocan sentimientos de daño y de vulnerabilidad de los que
es difícil recuperarse.
La escena se ha hecho más frecuente en nuestros tiempos: un grupo
de personas, ignorantes en su mayor parte de los riesgos que corren, se
ve perjudicada por las actividades de alguna clase de grupo empresarial.
A veces, la empresa es gigante, como lo era en el caso de Buffalo Creek y
de Three Mile Island, y otras veces es poco más que un negocio familiar,
como en el caso del campo de trabajadores inmigrantes del sur de Florida.
Pero casi siempre, tan a menudo que podemos pensar en ello como un
acto reflejo, la empresa se retira a sus espacios interiores y coloca aboga-
dos en sus límites como si fueran un anillo de guardias de seguridad. Es
evidente que no hay nada sorprendente en esa actitud. Cualquiera que lea
los periódicos sabe bien cómo funciona ese acto reflejo4.
Y, sin embargo, siempre parece sorprendernos. Aquellos que dirigen
las empresas (o, más concretamente, tal vez aquellos que son contratados
para defenderlas) hablan de ellas como si fueran cosas, sin sangre e inorgá-
nicas. Pero las víctimas de los accidentes rara vez olvidan, aun cuando los
directivos de las empresas sí consigan hacerlo, que las decisiones empresa-
riales las adoptan seres humanos y que las políticas empresariales reflejan

4 (N. del E.) Para un estudio sobre el impacto causado por el derrame químico que
ocurrió en la planta de la compañía Union Carbide en Bhopal, India, en 1984,
véanse los ensayos de V. Das (Ortega Martínez, 2008c).

76 Parte II. Trauma cultural


las visiones del mundo de los seres humanos. Y puede ser muy doloroso
que las personas a cargo de una empresa nieguen toda responsabilidad
cuando sucede una desgracia grave, no ofrezcan ninguna disculpa, no
expresen ningún arrepentimiento y desaparezcan de la vista tras el muro
de abogados y legalismos. Un minero de Buffalo Creek, al que la riada lo
había dejado sin nada, declaró:

He pensado a menudo que parte de este asunto [la demanda judicial] podría
haberse evitado si alguien se hubiera acercado por aquí y me hubiera dicho:
“Toma una manta y un vestido para tu mujer” o “Aquí tienes un sándwich,
¿quieres una taza de café?” Pero nunca aparecieron por aquí. Nadie vino
a darnos un lugar para quedarnos […] La Pittston Company nunca me
ofreció un par de pantalones, ni una camisa que pudiera ponerme.

Y una mujer de East Swallow, cuyas pérdidas eran de una clase muy
distinta, y no necesitaba un vestido o una taza de café, pensó:
En todos estos años que ha estado ocurriendo el derrame, ni una vez alguien
[de la compañía petrolífera] nos dijo: “Eh, hemos derramado gasolina
debajo de tu calle y, mira, lo sentimos. Nos gustaría ayudarte a limpiarla”.
Nadie dijo nunca nada parecido. De lo que se ha tratado es de ver cuánto
pueden tapar y cuánto pueden salirse con la suya […] No me parece que
eso esté bien.
Lo que están pidiendo estas personas es una característica tan elemental
de la vida social que su ausencia se hace inhumana. Esta no es la forma en la
que se comportan los vecinos, los residentes en el mismo pueblo, los con-
ciudadanos. Es la forma en la que lo harían extranjeros hostiles que tratan
al otro como si perteneciese a un orden diferente de la humanidad, incluso
a una especie biológica diferente, y ello hace que todo sea más cruel.
Recibir un trato como ese en principio enoja a las personas, pero a me-
dida que va pasando el tiempo y nada ocurre, puede llegar a enfurecerlas
(merece la pena observar que muchas veces se enfurecen hasta el punto
de generar una clase nueva de energía que les lleva al tipo de acción legal
que la empresa temió desde el principio). Sin embargo, en raras ocasiones
esa furia es sanadora, porque deja a las personas sintiéndose maltratadas,
disminuidas, poco valoradas. Es difícil que las personas se resistan al

Trauma y comunidad 77
sentimiento de que no valen nada que suele acompañar al trauma cuando
otros humanos, cuyo poder una vez respetaron y en cuya buena voluntad
confiaron en otros tiempos, los tratan con ese gélido desprecio.
La argamasa que une a las comunidades de hombres está hecha, al me-
nos en parte, de confianza, respeto y decencia en los momentos de crisis,
de caridad y preocupación. Para las personas es muy perturbador que esas
expectativas no se cumplan, sin importar cuán bien protegidas creyesen
estar gracias a la capa exterior de cinismo que nuestro siglo parece haber
desarrollado en todos nosotros.
Ahora son vulnerables por una amarga jugarreta del destino y deben
enfrentar el futuro sin esas capas de aislamiento emocional que sólo
puede proveer un entorno comunal en el que se confíe. Y, a largo plazo,
el problema real es que la inhumanidad experimentada acaba viéndose
como una característica natural de la vida del ser humano, en lugar de ser
el resultado del mal comportamiento de una empresa concreta.
Las personas que sobreviven desastres graves, como he señalado hace
un momento, muchas veces se sienten separadas del resto de la humanidad
y se reúnen en grupos con otras que han tenido similares experiencias.
No se reúnen debido a sentimientos de afecto (en el sentido habitual de
ese término, en cualquier caso), sino por un conjunto compartido de
perspectivas, ritmos y estados de ánimo que derivan de la percepción que
tienen de haber sido separados de los demás.
Entre esas perspectivas compartidas, muchas veces se entiende que las
leyes por las cuales el mundo natural había estado siempre gobernado están
ahora suspendidas, como también lo están los comportamientos decentes
que gobernaban el mundo desde siempre, si es que alguna vez llegaron a
existir. Las personas traumatizadas calculan de una manera diferente las
posibilidades que ofrece la vida. Miran el mundo a través de lentes dis-
tintos. Y en ese sentido puede decirse que han experimentado no sólo un
cambio en el sentido del yo y un cambio en la manera de relacionarse con los
otros, sino también un cambio en su perspectiva del mundo.
Las personas traumatizadas suelen terminar sintiendo que han perdido
un importante grado de control sobre las circunstancias de sus propias

78 Parte II. Trauma cultural


vidas y son, por consiguiente, muy vulnerables. Es fácil de comprender.
No obstante, también terminan sintiendo que han perdido su inmunidad
natural frente a la desgracia y que algo horrible está siempre a punto de
ocurrirles. Una de las tareas cruciales de la cultura, podríamos decir, es
ayudar a las personas a esconder los riesgos reales del mundo en torno a
ellas, ayudarlas a reconstruir la realidad de tal manera que parezca maneja-
ble, ayudarlas a recomponerla de tal modo que los peligros que las acucian
desde todo lado salgan de su línea de visión en su quehacer cotidiano.
Daniel Defoe hizo que Robison Crusoe pensara:

Todo esto me da la ocasión para reflexionar especialmente sobre la extrema


bondad de la Providencia al haber dotado a la humanidad de límites tan
reducidos en su visión y conocimiento de las cosas aunque discurra en
medio de infinitos peligros, pues si los conociera sumiría su espíritu en la
confusión y el temor, y, en cambio, le permite permanecer serena y en calma,
por vivir en la ignorancia de la evolución de las cosas y desconociendo los
peligros que le rodea (Defoe, 1969: 148).
Las personas que han sido desprovistas de su capacidad de distinguir
los signos de peligro, como es evidente, permanecen vigilantes y están
ansiosas de una forma extraña. (Un hombre en Three Mile Island declaró:
“Mi mente es como un pequeño computador. Está siempre en marcha.
Creo que está en marcha incluso cuando estoy dormido”). Esas personas
evalúan los datos de la vida cotidiana de otra forma, leen los signos de
manera diferente, ven profecías que el resto de nosotros en su mayor parte
ignoramos. Esa gente, a la que les ha ocurrido un suceso estadísticamente
raro, elaborarán con casi toda seguridad nuevas teorías de la probabilidad
para el mundo que habitan: teorías que se basan menos en los cálculos de
los expertos y más en las experiencias de aquellos que han visto de cerca
cómo la casualidad opera realmente. Después de todo, ¿cómo se estimarían
las probabilidades de estar sujeto a un determinado riesgo cuando ya se ha
tenido que vivir? Consultar una tabla y declarar que existe una posibilidad
entre un millón es un procedimiento demasiado abstracto en cualquier
caso. Las circunstancias presentes exigen algo distinto.
Una vez que el trauma ha visitado a las personas, éstas comienzan a
vigilar su entorno. La prueba de que el mundo es un lugar donde el peligro

Trauma y comunidad 79
es permanente parece que se puede observar en cualquier lugar. Es raro el
periódico de la mañana o la emisión de radio que no nos informe acerca
de la clase de desgracia precisa a la que tememos más y es justo esa clase
de datos a los que la mente del sufriente es receptiva: la clase de datos que
tu ojo, que se ha hecho más agudo y atento a causa de los sucesos del pa-
sado reciente, sabe cómo seleccionar de entre el flujo de noticias (el más
oscuro de los presagios parece encontrar apoyo sobrado). Las personas
cuya visión del mundo se ha forjado por su exposición al trauma pueden
perder la fe con facilidad no sólo en la buena voluntad, sino también en
el sentido común de aquellos a cargo de un universo peligroso. No es sólo
que aquellos que están a cargo de ese universo mientan o cubran los hechos
cuando les conviene a sus propósitos, sino que ellos mismos están también
fuera de control. La revista The New Yorker (1985), al informar varias se-
manas después sobre la catástrofe de Bhopal, India, cuando los muertos se
estimaba que llegaban a dos mil y los heridos a veinte mil, lo expresó muy
bien (un ejemplo muy ilustrativo, por cierto, del tipo de acontecimiento
que se convierte en parte de la historia de cada uno de nosotros):

Lo que le atrapa a uno en verdad de este tipo de relatos no son tanto los
números como el espectáculo de la competencia profesional que se evapora
súbitamente; de hombres superados por mucho por la tecnología; de los
sistemas de seguridad redundantes fallando con una lógica tan inexorable
como tan imprevisible en el pasado (de hecho, imprevisible hasta justo antes
del momento en que esos sistemas fallan). Y el espectáculo nos persigue
porque parece tener una relevancia alegórica, como una profecía susurrante
de nuestro futuro […].

El aspecto más importante que se debe indicar, sin embargo, es que


cuando el temor es duradero y pronunciado, como suele ocurrir en muchas
ocasiones en el trauma, el espectáculo de la tecnología malograda se puede
convertir en el espectáculo del medio ambiente malogrado también. Esta
visión de la vida se apoya en el sentido de que el universo no está regulado
por el orden y la continuidad, como los clérigos y los maestros de escuela
nos han estado contando durante siglos, sino por la casualidad y una clase
de malicia natural que está detrás de todo. Esa es la “conexión rota” de la
cual habla Robert Jay Lifton (1979).

80 Parte II. Trauma cultural


Cuando se comienza a dudar del saber de los científicos y de los cálcu-
los de los ingenieros se puede comenzar a perder confianza en el uso de
la lógica y de la razón como medios para discernir qué es lo que ocurre.
Y, verdaderamente, esa es una situación aterradora, porque se sabe, desde
hace mucho tiempo, que conmociones sentidas en lo más profundo pue-
den actuar, en el peor de los casos, alterando de forma negativa el orden
establecido de las cosas y que, al hacerlo, crean una disposición cultural
del ánimo en la cual las viejas, pero familiares, oscuras euforias vuelven a
florecer: los movimientos milenaristas, la brujería, el ocultismo y miles
de otros sistemas de explicación que parecen darle sentido a los sucesos
desconcertantes y ofrecen un medio para poder afrontarlos.
Permítaseme terminar citando los comentarios de dos mujeres que han
reflexionado concienzudamente sobre estos temas. Son ambas ancianas
respetadas en sus propias comunidades, pero aún eran jóvenes cuando
dieron los testimonios que aquí se recogen. Me parece que ambas son
personas poco comunes por su inteligencia y madurez.

La primera persona es de Buffalo Creek:


No, este mundo se va a ir al infierno uno de estos días y ese día no está muy
lejos. Creo en la Biblia y creo que lo dice la Biblia está ocurriendo en este
momento. El mundo no va a durar mucho más. Ves todas estas cosas que
ocurren ante tus propios ojos y tienes que creerlo así. Hasta aquí dieron
de sí las cosas […] Sobre todo, leo Revelaciones y cosas parecidas que me
dicen lo que está por venir. No pensaba que se aplicara mucho al mundo
y a la manera en que existía antes de la riada. Pero este desastre nos ha
ocurrido a nosotros y creo que ha abierto los ojos de muchas personas […]
Creo que habrá guerras y algo parecido a una bomba que destruirá este
lugar en pedazos. Alguien, algún tonto, va a volar todo en pedazos. Tan
seguro como que yo estoy sentada aquí y tú ahí, ocurrirá […] Así que la
riada ha abierto mi mente, más o menos. Me ha hecho ponerme a pensar
sobre la manera en que vamos a vivir, la forma en la que nuestros niños
van a vivir y cosas por el estilo. Pareciera como si la desgracia me hubiera
despertado una nueva visión, supongo que lo puedes llamar así, de lo que
es y de lo que solía ser. Sabes, casi como que tienes miedo de encender la
tv. Tienes miedo de que algo esté roto en los Estados Unidos, miedo de
que algún tren se haya descarrilado mientras transportaba gases letales y

Trauma y comunidad 81
que esos gases estén fugándose frente a la cara de tu hermano […] A veces
me voy a la cama y pienso, sabes, en el final de los días, en la destrucción,
en lo que está ocurriendo en las guerras. Es como crecer, supongo. Antes
no pensaba en nada sino en asegurarme de que la casa estaba limpia, de que
mi marido tenía todo lo que necesitaba en su lonchera para cenar, de que
los niños estaban vestidos correctamente, que estaban limpios, de que iba
a tal sitio en el momento correcto y a aquel otro también.

La segunda persona es de East Swallow:


¿Seremos capaces alguna vez de ser los mismos que éramos antes? No, nunca
seré la misma persona en realidad. En el momento en el que nos enteramos
de esto [el derrame de gasolina], hicimos una lista de cosas de las que debía-
mos estar seguros y comprobar antes de comprar cualquier otra casa. Eran
cosas que no comprobábamos antes, como si hay una estación de gasolina a
menos de tres kilómetros, si hubo alguna vez un depósito de residuos en el
lugar, si hay una vía de tren a menos de equis kilómetros, si hay algún tipo
de industria que vierta humos a equis número de kilómetros. Esas cosas no
solían tener importancia para nosotros porque éramos ignorantes. Tal vez
esas cosas deberían haber sido importantes para nosotros, pero, como para
la mayoría de la gente en el mundo, no lo eran. No se puede imaginar a la
mayoría de las personas saliendo a la calle y haciendo todas estas preguntas
antes de comprar una casa o un terreno. Y aunque podría argumentarse que
no es malo saber más de las cosas, como nosotros hemos llegado a saber, es lo
mismo que lo que le pasa a una persona que es agorafóbica. Si se tiene pánico
a salir de casa, tu vida no es muy agradable. Y aunque sientas que tienes una
buena razón para estar aterrorizado, eso no cambia el hecho de que tu vida
no es realmente gran cosa. Y si tus temores, por muy fundados que estén,
afectan tu vida tan profundamente que no puedes encontrar ningún lugar
donde vivir sin convertirte en un ermitaño, Alaska ya no te vale tampoco.
¿Dónde podemos ir? ¿A la Antártida? Es de esa forma como la vida que
vivimos hoy ha destruido nuestra vida futura. Espero que después de que
todo esto haya pasado aceptemos el conocimiento que hemos adquirido
y vivamos con él, y tengamos todavía una vida feliz, más o menos normal.
Quiero decir, puede ser un problema realmente importante si estás tan
paranoico y tan centrado que nunca puedes volver a estar despreocupado.
Y no hablo ya de paranoia, sólo de ser consciente. Todavía no sé si seremos
capaces de preocuparnos y aún así vivir el día a día.

82 Parte II. Trauma cultural


Vale la pena escuchar con cuidado voces como estas.
En resumen, la conquista conseguida con la mayor dificultad y la más
frágil de nuestra niñez: la confianza básica, se puede dañar, por lo tanto,
más allá de toda reparación, como consecuencia del trauma. Los seres
humanos están rodeados de capas de una confianza que se irradia en
círculos concéntricos como las ondas en una charca. La experiencia del
trauma, en el peor de los casos, puede significar no sólo una pérdida de
confianza en el yo, sino una pérdida de confianza en el tejido circundante
de la familia y la comunidad, en las estructuras del gobierno humano, en
la lógica más general en la que vive la raza humana, en los caminos de la
naturaleza misma y con frecuencia —si es que este es el paso final de una
serie lógica como la que estamos describiendo— en Dios. Como señala
Henry Krystal:

Muchos supervivientes hacen intentos desesperados por restaurar y mante-


ner su fe en Dios. Sin embargo, el problema de la agresión y la destrucción
de la confianza básica producto de los acontecimientos del Holocausto
hacen que la fe y la confianza en la benevolencia de un Dios omnipotente
sean imposibles (Krystal, 1995: 88)5.
Sospecho que la cuestión puede ser bastante más complicada, pero
puedo decir, a partir de mi propia experiencia de investigación, que una
de las crueldades del trauma es que hace dudar de hasta las cosas más
elementales de las que creemos estar seguros.
Sé que estoy terminando estos comentarios justo cuando estoy listo
para ocuparme de los problemas que generan, pero déjenme concluir repi-
tiendo los puntos más importantes que he venido afirmando. El trauma se
suele comprender como algo solitario y aislado, debido a que las personas
que lo experimentan frecuentemente se alejan mucho de los estados de
ánimo cotidianos y de los juicios que gobiernan nuestra vida social. Pero
es paradójico que ese alejamiento esté acompañado de perspectivas recon-
figuradas del mundo que, a su vez, se convierten en la base de lo comunal
entre ellas. Por lo tanto, entre las preguntas que todavía están por hacerse,
figuran estas dos: ¿hasta qué punto podemos concluir que la dimensión
5 Cursivas en el original.

Trauma y comunidad 83
comunitaria del trauma es una de sus características clínicas diferenciadas?
y ¿hasta qué punto tiene sentido concluir que la visión traumatizada del
mundo transmite una sabiduría que se debería escuchar por lo que vale?
El trauma se puede calificar, sin duda, como patológico, en el sentido en
que induce malestar y dolor, pero los imaginarios que acompañan al dolor
tienen un sentido por sí mismos.

84 Parte II. Trauma cultural


Trauma psicológico y trauma cultural1

Neil J. Smelser

E l objetivo de este capítulo sólo se puede valorar si se tiene en mente


el contexto en el que aparece: en un libro sobre trauma cultural. Me
centraré en la idea de trauma psicológico (y en menor medida, en su idea
hermana, el estrés psicológico) y me ocuparé de él no tanto como un fe-
nómeno en sí mismo, sino como una manifestación que tiene relevancia
para las perspectivas explicativas sobre los traumas culturales y que genera
intuiciones importantes. Varias consecuencias se derivan de este énfasis:
• Mi tratamiento del trauma psicológico será selectivo, no exhaus-
tivo. Parte de esta estrategia es producto de un instinto de auto-
conservación, porque el estudio del trauma, en este momento, es
una industria, y las obras académicas sobre él son numerosísimas.
Además de eso, no todos los aspectos del trauma psicológico (las
estrategias para el tratamiento clínico, por ejemplo) son relevantes
aquí. Me concentraré en lo que tiene valor teórico y empírico para
el análisis del trauma cultural.
• Desde el principio, deberíamos observar que existe cierta fragosi-
dad conceptual en torno a los conceptos del trauma y el estrés. En
principio, el trauma parecería connotar una experiencia repentina

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina.

Trauma psicológico y trauma cultural 85


sobrecogedora y el estrés sería una condición que deteriora de
modo más prolongado. Sin embargo, ambos conceptos sufren por
la existencia de múltiples definiciones y se superponen, como nos
sugieren las ideas de “estrés agudo”, “estrés traumático” (Van der
Kolk & ál., 1996) y las “sucesiones de traumas parciales” (Freud
& Breuer, 1995). De hecho, la clasificación clínica actualmente
dominante, el desorden de estrés postraumático (deot), incluye
ambos términos. Teniendo en cuenta esta confusión, debo escoger
ciertos aspectos de la variedad de fenómenos existentes, en lugar de
buscar los referentes empíricos y las definiciones verdaderas.
• Me veo obligado a destacar tanto la promesa como las limitaciones
que tienen la teoría y la investigación en el ámbito psicológico para
una comprensión en el contexto cultural. Sobre todo, es esencial
evitar el reduccionismo psicológico (que causa que se evapore
el contexto cultural) y la formulación de analogías acríticas (un
pecado que nos recuerda las antiguas falacias asociadas con los
modelos biológicos de la sociedad y las concepciones de la mente
de los grupos).
• Los caminos más prometedores para encontrar perspectivas acla-
ratorias parecen estar en la definición de trauma; en su condición
como proceso negociado; en las funciones del afecto, la convicción
y la memoria de los traumas, y en las funciones defensivas: manejar
los acontecimientos y continuar elaborando (working through)2
cuando se está sufriendo un trauma.
• Al final del capítulo, volveré sobre la idea de trauma, ‘objetivado’
como un proceso político y social, y comentaré tanto el desarrollo
como la degeneración científica del concepto.

2 (N. del E.) En el diccionario de Laplanche y Pontalis (1969: 436), working through
se traduce como trabajo elaborativo, un proceso en virtud del cual el analizado integra
una interpretación y supera las resistencias que ésta suscita. Se trataría de una especie
de trabajo psíquico que permite al sujeto aceptar ciertos elementos reprimidos y
librarse de los mecanismos repetitivos. El trabajo elaborativo es constante en la cura,
pero actúa especialmente en ciertas fases en que el tratamiento parece estancado y
en las que una resistencia, aunque interpretada, persiste.

86 Parte II. Trauma cultural


Una vez hechas estas precisiones, debo añadir, dejando a un lado la
modestia, que este ejercicio ha sido intelectualmente beneficioso para mí
y espero que los lectores puedan persuadir su valor.

Las cuestiones de definición y conceptualización


El punto de partida de esta sección serán los escritos de Sigmund Freud entre
1888 y 1898, cuando él y Breuer se concentraron muy conscientemente en
el trauma psicológico y en su relación con la histeria. Reconozco que haber
elegido este momento es arbitrario, puesto que el trabajo sobre trauma
antecede a Freud —en particular la tradición psiquiátrica francesa—, y
él modificó posteriormente sus ideas, especialmente en la reformulación
radical por la que asignó a la fantasía en la niñez un muy importante pa-
pel etiológico. No obstante, la elección del objeto principal de estudio se
justifica porque arroja frutos a la hora de discutir las consecuencias que
tiene para la idea de trauma cultural.
Freud (1995a), al trabajar dentro del modelo médico-científico que fue
tan importante para su pensamiento durante la última década del siglo xix,
concibió que la histeria tenía una causa, un curso de desarrollo, un resultado
y una cura definidos. Con respecto a la causa, identificó una experiencia
sexual pasiva antes de la pubertad (Freud, 1995b: 15)3, por lo general el
acoso o la seducción por uno de los padres, un hermano o un sirviente
doméstico. La memoria y el afecto asociados con el evento serán reprimidos
posteriormente en la conciencia y quedarán consignados a una condición
de latencia o incubación prolongadas. Freud caracterizó la memoria del
trauma como “un cuerpo extraño que aún mucho tiempo después de su
intrusión tiene que ser considerado como de eficacia presente” (Freud &
Breuer, 1995: 32). En algún momento después de la pubertad, y con las
condiciones o eventos precipitantes apropiados, el afecto asociado con el
trauma, usualmente al horror, regresa; el sujeto se defiende contra él y, en
última instancia, se convierte en un síntoma orgánico como la parálisis de
un miembro, la pérdida de una función como la vista o una inhibición.
Freud se esforzó enormemente por destacar la importancia del afecto:

3 Cursivas en el original.

Trauma psicológico y trauma cultural 87


“En el caso de la neurosis traumática, la causa eficiente de la enfermedad
no es la ínfima lesión corporal; lo es, en cambio, el afecto del horror”
(Freud & Breuer, 1995: 31). La cura paliativa, efectuada a través del uso
de técnicas psicoterapéuticas usadas en el momento, era la desaparición
del síntoma después de que se “conseguía despertar con plena luminosidad
el recuerdo del proceso ocasionador, convocando al mismo tiempo el afecto
acompañante, y cuando luego el enfermo describía ese proceso de la manera
más detallada posible y expresaba en palabras el afecto”4 (Freud & Breuer,
1995: 32). La ocurrencia del desorden es el producto de “un aumento
de excitación” (Freud, 1995c, 171) causada por el trauma, que primero
ha estado bloqueado por la represión, y depositado y expresado en un
síntoma, y después se ha liberado mediante una catarsis y la elaboración
verbal del trauma. Observemos que incluso en este relato sintético apare-
cen referencias al acontecimiento, a la memoria, al afecto y a un proceso
cognitivo (“expresar en palabras el afecto”).
Una lectura atenta de los textos de Freud indica que, incluso en esta
temprana fase de formulación de su teoría, estaba intentando conseguir
una explicación más compleja de los desórdenes inducidos por el trauma.
Observó que los traumas de la niñez por “el hecho de que sobrevengan
en períodos en que el desarrollo no se ha completado confiere a sus con-
secuencias una gravedad tanto mayor y las habilita para tener efectos
traumáticos” (Freud, 1995d, 329), con lo que estaba implicando que los
traumas no serían tan severos en una etapa de desarrollo posterior, es decir,
en un contexto diferente. Además, en fecha tan temprana como 1888,
Freud puso en duda que un acontecimiento (traumático) constituyera en
sí mismo una condición causal suficiente para el desarrollo de síntomas
de histeria. Es cierto que dijo que una agresión psíquica particularmente
intensa sería traumática, pero añadió inmediatamente que también lo po-
dría ser “un suceso que por su ocurrencia en un momento determinado se
convirtió en trauma” (Freud, 1995c, 171). Después agregó que las memorias
producidas por el paciente son a menudo aquellas que “en sí y por sí no
se les atribuiría valor traumático” (Freud, 1995e, 189). Estas especifica-
ciones constituyen una confesión implícita, pero importante, de que un
4 Cursivas en el original.

88 Parte II. Trauma cultural


trauma puede resultar un evento más el contexto. Para ser contundente
con respecto a esta cuestión, Freud se encontraba al comienzo de un viaje
que lo llevaría a concluir que un trauma no es una cosa en sí misma, sino
que se convierte en una cosa en virtud del contexto en el cual aparece. (El
cambio posterior de las ideas de Freud sobre las fantasías sexuales como
contenido de los traumas fue aún más lejos y sugirió que el trauma podría
ser un no evento, ser todo contexto; por ejemplo, la sexualidad infantil
general). Más recientemente, de Vries (1996: 398-413) hizo notar que los
individuos de diferentes culturas (como aquellos con tradiciones religiosas
fatalistas) puede que sean menos susceptibles a los ‘traumas’ de la manera
en la que se comprenden en los países occidentales.
Freud evocó nuevamente la lógica del contexto en lo referente a la
aparición de síntomas histéricos cuando registró las causas concurrentes
(o auxiliares). Entre ellas, mencionó “la agitación emocional, el agota-
miento físico, la enfermedad aguda, las intoxicaciones, los accidentes
traumáticos, el agotamiento intelectual, etcétera”. Estas no son causas
primarias; las causas primarias son las agresiones traumáticas. Al mismo
tiempo, nos dice que:

Asaz a menudo cumplen la función de agentes provocadores que tornan


manifiesta la neurosis, latente hasta entonces, y poseen un interés práctico,
porque la consideración de esas causas banales puede proporcionar unos
puntos de apoyo para una terapia que no tenga como mira la curación
radical y se conforme con hacer retroceder la afección a su estado anterior
(Freud, 1995f, 148).

En otros escritos, Freud determinó que los ‘acontecimientos provoca-


dores’ también tenían una función. Para una persona con neurosis latente,
una experiencia adulta como un “avasallamiento sexual efectivo hasta unos
meros acercamientos sexuales, y hasta la percepción sensorial de actos
sexuales en terceros o el recibir comunicaciones sobre procesos genésicos”
(Freud, 1995f, 167) dispararán el estallido de los síntomas.
En la década que siguió a la de estas formulaciones, Freud se apartó
aún más del binomio ‘causa-efecto’ (por ejemplo, de la neurosis sexual
infantil traumático-histérica) mediante el desarrollo de teorías de la pul-

Trauma psicológico y trauma cultural 89


sión y la defensa. Por un lado, comenzó a tratar los síntomas histéricos
no meramente como ‘manifestaciones compulsivas’ de excitación, sino
como la expresión del cumplimiento de un deseo, como “cualquier otra
formación psíquica” (Freud, 1995g, 144). Además, reconoció que los
síntomas constituyen compromisos “entre dos mociones pulsionales o
afectivas opuestas, una de las cuales se empeña en expresar un pulsión
parcial o uno de los componentes de la constitución sexual, mientras que
la otra se empeña en sofocarlos” (Freud, 1995g, 145).
Por esta época, Freud había llegado a un punto de progreso científico
en el que estaba empleando dinámicas psíquicas idénticas para explicar
prácticamente cualquier cosa que fuera de interés para él: sueños, pará-
frasis, bromas, síntomas neuróticos, rasgos del carácter. Esas dinámicas
eran el conflicto sobre la expresión del impulso, el fuerte afecto asociado,
las defensas contra el impulso y el afecto, y los resultados. Si se tiene en
cuenta esto, se puede apreciar la tensión inherente dentro de esta teoría
que conduciría a Freud al desarrollo de una propuesta más compleja de
los mecanismos de defensa, que terminarían por ser concebidos como los
factores primordiales para la determinación de la elección de síntomas o
de patrones de comportamiento. El enfoque en las defensas impidió que
su teoría se degenerara, como estaba en peligro de ocurrir, y terminase
siendo una explicación recurrente para cualquier fenómeno.
La conclusión cierta que emerge de la anterior línea de razonamiento es
que, incluso en las formulaciones preliminares de Freud, la idea de trauma
no se concibe tanto como un acontecimiento causal discreto, sino como
parte de un proceso dentro de un sistema. Para expresar esta conclusión
en su forma más concisa, el trauma implica cierta concepción de sistema.
A medida que Freud fue incluyendo un matiz tras otro, la mayoría de ellos
sugeridos aparentemente por la acumulación continua de información
clínica, este sistema terminó por incluir la idea de pulsiones (especialmente
sexuales en esta etapa) localizadas en una estructura psicológica en alguna
etapa del desarrollo aún no completado (prepuberal en la teoría de la histe-
ria) y afectados a lo largo del tiempo por una diversidad de causas externas
e internas (acontecimiento traumatizante primario, causas concurrentes
incluyendo la salud general del organismo, acontecimientos precipitan-

90 Parte II. Trauma cultural


tes). Todo ello se desplegaba en el contexto de una lucha continua entre
una estructura instintiva frente a una estructura defensiva. Esta idea de
sistema se enriqueció todavía más por varios postulados, entre los cuales
estaban las suposiciones (económicas) hidráulicas5 sobre los flujos de la
excitación psíquica y la conversión del conflicto psíquico en síntomas
motores y psíquicos.

Consecuencias para el estudio de los traumas culturales


Indeterminación histórica
Comenzaré con una premisa radical, que deriva de la exposición sobre
el contexto anterior. La premisa es: ninguna situación o acontecimien-
to histórico discreto cualifica en sí mismo como trauma cultural, y la
variedad de acontecimientos o situaciones que se pueden convertir en
traumas culturales es enorme. En un ensayo reciente, Sztompka (2004:
155-195), al ligar los traumas culturales a los efectos de los procesos de
cambio social, fue capaz de producir una lista formidable (páginas) que
incluyen migraciones en masa, guerras, desempleo masivo y dislocaciones
asociadas al cambio social rápido. Esta lista es útil, pero Sztompka y yo
reconocemos que no todos sus elementos constituyen necesariamente
traumas culturales y que sería posible añadir más elementos a su lista.
El aspecto radical de esta proposición reside en el hecho de que estamos
normalmente acostumbrados a pensar en algunos acontecimientos, como
los desastres naturales catastróficos, la reducción de la población masiva y
el genocidio, por ejemplo, como si fueran en sí, por sí y de sí, traumáticos.
Son candidatos casi seguros para el trauma, ciertamente, pero incluso estos
acontecimientos no cualifican automáticamente como trauma.
Se pueden comentar varias cosas a partir de esta propuesta:
• La base teórica para la premisa es que la condición de trauma como
tal depende del contexto sociocultural de las sociedades afectadas

5 (N. del T.): La expresión se suele utilizar para describir el sistema de transferencia
de energía de un lugar a otro de la psique; asemejaría ésta a un sistema hidráulico,
según Freud.

Trauma psicológico y trauma cultural 91


en el momento en el que se produce la situación o acontecimiento
histórico. Las sociedades que salen de una guerra dura, que padecen
la fuerte disminución de sus recursos económicos, que experimentan
un conflicto interno rampante, aquellas cuya solidaridad social es
dudosa, son más proclives al trauma que otras que son más sólidas
a estos respectos. Los acontecimientos históricos que podrían no
ser traumáticos para otras sociedades es más probable que sean
traumas en las sociedades afligidas.
• Antes de que un acontecimiento se pueda calificar como trauma
cultural, se deben producir varios avances en el trabajo de definición
del trauma cultural. El acontecimiento debe ser recordado o se debe
forzar su recuerdo. Además, la memoria se debe convertir en algo
culturalmente relevante, es decir, se debe representar como algo que
suprime, daña o hace problemático algo sagrado, normalmente un
valor o perspectiva que se siente como esencial para la integridad de
la sociedad afectada. Finalmente, la memoria se debe asociar con un
fuerte afecto negativo, normalmente disgusto o vergüenza o culpa.
Al observar la totalidad de la historia estadounidense, la memoria
de la institución de la esclavitud parece ser la más cualificada sin
duda como trauma cultural, porque está cerca de reunir estas tres
condiciones. La desposesión de las tierras de los nativos americanos
y el exterminio parcial de sus poblaciones es otro ejemplo, pero
en el momento actual su condición como trauma no es tan segura
como la de la esclavitud.
• Una situación o acontecimiento histórico determinado puede
cualificar como un trauma en un momento de la historia de una
sociedad, pero no en otro. Sin duda, los regicidios de Carlos i
de Inglaterra a mediados del siglo xvii y de Luis xvi durante la
Revolución Francesa constituyeron traumas culturales impor-
tantes durante las décadas posteriores, pero ya no se tratan como
tales en el discurso social o político contemporáneo. Incluso
un fenómeno tan catastrófico como la peste negra, totalmente
traumático durante décadas posteriores a su acaecimiento, no
se considera actualmente como traumático para las sociedades

92 Parte II. Trauma cultural


a las cuales afectó, aunque los historiadores son plenamente
conscientes de las consecuencias traumáticas que tuvo en aquel
tiempo.
Podemos concluir, por lo tanto, que los traumas culturales no nacen:
se crean como producto de la historia. Este aspecto fundamental nos lleva
a la cuestión de qué mecanismos y tipos de agencia están involucrados en
el proceso de su creación, de lo cual me ocuparé a continuación.

Sistema
Si la definición de trauma cultural —como ocurre con el trauma psico-
lógico— depende sobre todo del contexto, ¿de qué clase de contexto se
trata? En el ejemplo anterior, tomado de los escritos tempranos de Freud,
el sistema de la personalidad se representa como uno abierto hacia el
entorno (es decir, capaz de sufrir daños desde el exterior) que posee la
capacidad de internalizar ese daño (a través de la memoria) y que es capaz
de defenderse contra él mediante una represión parcialmente exitosa, pero
que en última instancia es vulnerable a su impacto.
¿Qué clase de sistema es una cultura? No quiero entrar en el incierto
campo analítico en el que se compara los sistemas del individuo, el social
y el cultural, lo cual fue un empeño habitual durante los años cincuenta6,
pero que está difunto hoy en día, aunque se pueden decir unas pocas
palabras al respecto. Un sistema social se refiere a la organización de las
relaciones sociales en la sociedad. Sus principales unidades son los roles
sociales e instituciones y éstas se clasifican normalmente a partir de criterios
funcionales (instituciones económicas, instituciones jurídicas, médicas,
educativas o familiares), aunque el concepto incluye frecuentemente sis-
temas de clasificación (estratificación) en clases sociales, grupos étnicos,
raciales y otros criterios similares.
Es posible describir las catástrofes y dislocaciones sociales como traumas
sociales si conmocionan masivamente la vida social organizada. Ejemplos
comunes serían las enfermedades, la hambruna y la guerra que diezman
6 Véanse Parsons & Shils (1951); Sorokin (1962).

Trauma psicológico y trauma cultural 93


una población. La Gran Depresión de los años treinta se puede también
considerar como un trauma social, porque socavó el funcionamiento de las
instituciones económicas de las sociedades que se vieron afectadas por ella
y a menudo produjo tensiones o incluso rupturas en sus sistemas políticos
y legales. La característica definitoria importante de los traumas sociales es
que los campos afectados son las estructuras sociales de la colectividad.
Como sistema, una cultura se puede definir como la agrupación de
elementos (valores, normas, perspectivas, creencias, ideologías, conoci-
miento y afirmaciones empíricas no siempre verificadas) ligados los unos a
los otros en algún grado por un sistema de significado (conexiones lógico-
significativas en las palabras de Sorokin). Para una sociedad nacional, que
es mi principal punto de referencia en este ensayo, suponemos que existe
una cultura con un referente nacional que manifieste grados variables de
unidad y coherencia. Por unidad quiero indicar el grado en el cual existe
un consenso general acerca de la cultura de la sociedad y el grado en el cual
las subculturas, contraculturas y conflictos culturales comprometen ese
consenso. Por coherencia, me refiero a cuán compactas o cuán laxas son
las relaciones significativas entre los elementos del sistema cultural.
Un trauma cultural se refiere a un acontecimiento abrumador e invasivo
que se cree que socava o destroza uno o varios ingredientes esenciales de
una cultura o una cultura en su totalidad. La Reforma protestante cualifica
como trauma cultural porque suponía una amenaza primordial para la
integridad de la dominación de la visión cultural católica del mundo. La
imposición de valores occidentales en las sociedades coloniales durante
los siglos xix y xx proporciona ejemplos adicionales. La exposición de los
grupos inmigrantes a las culturas de las sociedades de acogida a las cuales
migran proporciona todavía más ejemplos.
Algunos acontecimientos históricos cualifican social y culturalmente
como traumáticos. He mencionado antes el caso de la Gran Depresión
como trauma social. Además de sus efectos sociales perturbadores, también
constituyó una crisis de la cultura del capitalismo (de la libre empresa,
del sistema de propiedad privada, del sistema de beneficios sociales y de
la ideología del progreso y la riqueza material) y debilitó la fe de aquellos
comprometidos con el capitalismo como sistema ideológico.

94 Parte II. Trauma cultural


Se pueden presentar varias otras observaciones sobre el concepto de
trauma cultural. Las culturas nacionales en sociedades complejas son
típicamente problemáticas en relación con la unidad y laxas con respecto
a la coherencia. De ello se sigue que una pretensión de que exista un daño
cultural traumático (por ejemplo, la destrucción o la amenaza a valores
culturales, perspectivas, normas o, en este caso, la cultura en su totalidad)
se debe establecer mediante esfuerzos deliberados por parte de los agentes
culturales (especialistas culturales como sacerdotes, políticos, intelectuales,
moralistas y líderes de movimientos sociales). En la mayoría de los casos,
se determina la existencia de un trauma mediante un proceso confron-
tado: diferentes grupos políticos divididos con respecto a si el trauma
ocurrió o no (antagonismo histórico), cuál debería ser su significado
(antagonismo sobre la interpretación) y qué clase de sentimientos debe-
ría despertar (orgullo, neutralidad, rabia, culpa, antagonismo afectivo).
Además, una vez que una memoria histórica se establece como trauma
nacional, del cual la sociedad tiene que hacerse responsable de alguna
manera, su condición como trauma se tiene que mantener de manera
continua y activa y se debe reproducir con el propósito de conservar esa
condición. Estas características significan que un trauma cultural difiere
en gran medida de un trauma psicológico en términos de los mecanismos
que lo establecen y lo sostienen. Los mecanismos asociados con el trauma
psicológico son las dinámicas intrapsíquicas de la defensa, la adaptación,
el afrontamiento y la elaboración; los mecanismos en el contexto cultural
son principalmente aquellos que les corresponde a los agentes sociales y
grupos en conflicto.

La relevancia del afecto


En el ámbito psicológico, los elementos activos tanto en las situaciones
traumáticas como en los procesos de manejo de las mismas son afectos
negativos. Freud terminó por concentrarse en la ansiedad como la res-
puesta emocional fundamental frente al peligro y la amenaza (Freud,
1995h; 1995i: 236), pero se podría fácilmente expandir esa respuesta
para incluir la culpa, la vergüenza, la humillación, el disgusto, el enfado
y cualquier otro afecto negativo. Para Freud, la ansiedad (y el afecto en

Trauma psicológico y trauma cultural 95


general) es un lenguaje interno que sirve para la comunicación entre el
sistema perceptivo (que reconoce los peligros internos y también externos)
y el sistema adaptativo del organismo. Es la fuerza propulsora que activa
las respuestas motoras y genera ideas frente a la amenaza.
Si generalizamos este principio, podemos conceptualizar la función
de los afectos negativos y también positivos como una función ‘prepara-
toria’ en relación con un comportamiento concreto. En contraposición
a las formulaciones utilitaristas que consideran que los actores buscan el
placer y evitan el dolor como estados finales, el dolor (amenaza) y el placer
(gratificación) se entenderían mejor no como una actividad motora o ideal
accesoria, sino más bien como acciones de anticipación y de movilización
del organismo para que éste participe en una actividad o la evite.
Además, porque todo ser humano, desde el comienzo de su vida, se abre
camino a través de un mundo que es real y potencialmente amenazante
y gratificante a la vez; todo ser humano experimenta también cada una
de las variedades de los afectos negativos y positivos anticipatorios. En
virtud de ello, el afecto constituye una clase de lenguaje universal, cuya
representación simbólica opera como un medio efectivo de comunica-
ción entre individuos. Sin embargo, a diferencia de otras estructuras del
lenguaje, el de los afectos implica menos dificultades de traducción de un
lenguaje a otro, porque es producto de una experiencia universal. Como
observa Epstein (1992):

Gran parte del intercambio social cotidiano involucra la expresión de


afecto: tenemos que estar atentos a los sentimientos de otros y, al mismo
tiempo, nos cuidamos acerca de lo que revelamos de nosotros mismos. A
la hora de manejar estos encuentros, también terminamos reconociendo,
aunque sea sólo de manera subliminal, que el cómo y el qué sentimos se
transmite no sólo por medios verbales, sino también mediante claves no
verbales. Esas claves pueden contener, de hecho, la información más vital:
en un “mensaje” dado, el tono de voz, una elevación de las cejas u otros
movimientos involuntarios del cuerpo pueden tener tanta relevancia o
más que el contenido verbal. Como es obvio, no es sólo en el contexto de
esas interacciones personales donde puede verse el importante papel que
tiene el afecto. Es más, es difícil pensar en cualquier actividad humana o

96 Parte II. Trauma cultural


acontecimiento social que no esté acompañado comúnmente de algún
grado de expresión emocional.
Una consecuencia más de esta representación teórica es que los afectos,
una vez que se experimentan, se pueden generalizar para dotar de sentido
a acontecimientos y a situaciones que no necesitan forzosamente haber
ocurrido o existido. Un tipo claro de pruebas sobre este punto es el descu-
brimiento (McCann & Pearlman, 1990; Pearlman & McIan, 1995: 558-
65) de que los terapeutas del trauma (es decir, los psicoterapeutas que se
especializan en ocuparse de pacientes con desorden de estrés postraumático)
experimentan a menudo ellos mismos afectos y síntomas traumáticos du-
rante el curso de la terapia. Es lo que se denomina traumatización vicaria.
Estos efectos se experimentan de manera más vívida entre los terapeutas
que se han visto ellos mismos sometidos a experiencias traumáticas en sus
propias historias vitales, pero la autoestima de aquellos que no han tenido
una historia personal de trauma se ve también afectada de manera negativa.
Este principio explica también por qué los individuos que están viendo o
leyendo pasivamente películas o libros que causan excitación, miedo o los
mantienen en vilo puedan encontrarse temporalmente ‘traumatizados’ por
ellos, aunque sean ficciones totales. Les asignan los afectos que hubieran
surgido de los acontecimientos reales a esas situaciones de la ficción. Ello
implica que el trauma se puede experimentar incluso mediante la asigna-
ción de los afectos apropiados a situaciones imaginadas.
El afecto ocupa también una posición central en nuestra comprensión
de trauma cultural. Un trauma cultural es, sobre todo, una amenaza a una
cultura con la cual los individuos dentro de una sociedad se han identifi-
cado. Para expresarlo de una manera distinta, un trauma cultural es una
amenaza a alguna parte de sus identidades personales. Como tal, si se
experimenta este tipo de amenaza, aparecen afectos negativos. Podríamos
ir más allá: si a un acontecimiento potencialmente traumatizante (por
ejemplo, una tragedia nacional, una vergüenza nacional, una catástrofe
nacional) no se le puede asignar un afecto negativo, entonces no se puede
calificar como traumático.
El lenguaje del afecto nos proporciona así un vínculo y una continuidad
destacables entre los ámbitos cultural y psicológico. En un pasaje no muy

Trauma psicológico y trauma cultural 97


conocido, Parsons (1978: 316) describe ‘afecto’ como un medio simbólico
de intercambio y defiende que, por esa razón, “el afecto, en primer lugar,
no es principalmente un medio psicológico, sino más bien un medio cuya
significación funcional primaria es social y cultural”. No es sorprendente,
entonces, que Parsons se concentre en el amor y en otros afectos positi-
vos puesto que se relacionan con la solidaridad social; pero los afectos
negativos se podrían incluir con facilidad dentro de esa formulación. Sin
embargo, no iré tan lejos como Parsons. Los afectos son importantes en
los contextos psicológicos y psicoculturales y constituyen un lenguaje que
vincula esos dos ámbitos.
Para concluir esta línea de razonamiento: aquellos interesados en cali-
ficar una situación o un acontecimiento histórico como traumático deben
hablar un lenguaje que alcance a las personas como individuos. Y puesto
que los afectos tienen un papel tan importante en alertar a los individuos
acerca de los fenómenos amenazantes y traumatizantes, experimentar el
lenguaje del afecto negativo es una condición necesaria para creer que
existe un trauma cultural o que existe la amenaza de uno. Ello no pretende
reducir las representaciones culturales cargadas de afecto a experiencias
psicológicas individuales o viceversa, sino señalar que son el medio que
vincula los dos aspectos.

La incorporación a la personalidad
Una característica destacable del trauma psicológico es su incorporación
o permanencia en la estructura de la personalidad. Una vez que se regis-
tre, no desaparecerá. Hace más de un siglo, Charcot (1887) describió las
memorias traumáticas como “parásitos de la mente”. Freud (1995b: 1539)
habló de la memoria traumática como una “huella psíquica”, como un
“cuerpo extraño que aún mucho tiempo después de su intrusión tiene que
ser considerado de eficacia presente” (Freud & Breuer, 1995: 32), como
algo que el sistema nervioso “no es capaz de tramitar”7 (Freud, 1995c:
172) y que produce “efectos permanentes” (Freud, 1995e: 190). Caruth
(1996: 4) se refirió al trauma como una herida que “no se puede curar”.
7 Cursivas en el original.

98 Parte II. Trauma cultural


En una descripción más detallada, van der Kolk precisa la manera en la
que se fija el trauma como sigue:
Cuando el trauma no llega a integrarse en la totalidad de las experiencias de
la vida de una persona, la víctima permanece fijada en su trauma. A pesar de
evitar involucrarse emocionalmente, las memorias traumáticas no se pueden
evitar; incluso cuando se expulsan de la conciencia presente, regresan y se
vuelven a vivir los acontecimientos, pesadillas o sentimientos relacionados
con el trauma […] las recurrencias pueden continuar a lo largo de toda la
vida durante los periodos de estrés (Van der Kolk & ál, 1996: 5).
Esta caracterización se debe considerar relativa. El grado de perma-
nencia varía según la severidad del trauma, la indefensión de la víctima y
si el acontecimiento traumático se experimenta o no como producto de
la ‘mano del hombre’. Sin embargo, existe un consenso general sobre la
cuestión de la larga duración en la literatura clínica.
Los estudiantes del trauma colectivo han destacado su permanencia en los
niveles socioculturales también. Según la explicación de Neal (1998: 4):
Los efectos duraderos de un trauma en las memorias de los individuos se
parecen a los efectos duraderos de un trauma nacional en la conciencia
colectiva. Disminuir o ignorar la experiencia traumática no es una opción
razonable. Las condiciones que rodean el trauma se reproducen y se vuelven
a reproducir en la conciencia debido a un intento por extraer algún tipo de
sentido de coherencia de una experiencia carente de significado. Cuando
el acontecimiento se descarta de la conciencia, resurge luego a través de
sentimientos de ansiedad y desesperación. Al igual que la víctima de una
violación resulta permanentemente cambiada como resultado del trauma,
la nación termina sufriendo un cambio permanente como resultado de un
trauma en la esfera social.
Se pueden presentar muy fácilmente ejemplos acerca de esta perma-
nencia: las memorias del Holocausto nazi, las explosiones nucleares de
Hiroshima y Nagasaki. Sin embargo, otros acontecimientos similares al
trauma, mencionados por el propio Neal, como la explosión del Cha-
llenger, el asunto Watergate y la crisis de los misiles cubanos, no parecen
cualificar de manera completa o suficiente. Deberíamos decir, de modo
más preciso, que en el caso del trauma colectivo existe un interés por

Trauma psicológico y trauma cultural 99


representar el trauma como algo indeleble (una vergüenza nacional, una
cicatriz permanente, etc.) y que si esta representación se establece con
éxito, la memoria adquiere de hecho las características de lo indeleble e
inamovible.
Si el elemento de lo indeleble termina fijándose en la definición cultural
de un trauma, entonces resulta difícil imaginar que se pueda elaborar de
una manera expedita, de una vez y para siempre. Los trabajos de psicología
sobre el trauma sugieren a veces la posibilidad de la desaparición virtual
a través de la cura o el trabajo psíquico. La fórmula de Freud de la cura
a través de la catarsis, sumada a la elaboración del afecto en palabras, se
describen como una ‘cura’ y la idea de ‘trabajar la pena’. Después de la
pérdida traumática por muerte de una persona querida, sugiere el retorno
al funcionamiento normal y la reconstitución de un nuevo mundo social.
En el caso de traumas culturales en pleno desarrollo, sin embargo, un mo-
delo más apropiado sería el de la lucha constante y recurrente, tal vez con
momentos de tranquilidad cuando arraiga alguna forma convincente para
manejar el trauma, pero que se exterioriza otra vez plenamente cuando
nuevas constelaciones de nuevas fuerzas y agentes sociales agitan otra vez
esa memoria inquietante.

Demanda de energía psíquica


Un trauma psicológico, al ser indeleble en muchos sentidos importantes,
demanda insistentemente la energía psíquica de la persona. Se convierte
en parte de la psique. Sin embargo, como subrayaré más adelante, uno
de los patrones más importantes de la actividad defensiva o adaptativa
por parte de las personas es la negación, el embotamiento, la elusión de
situaciones que podrían reactivar la memoria del trauma y el desarrollo
de síntomas disociativos (Horowitz, 1976: 4-5). Estas reacciones se
podrían considerar como esfuerzos nunca completamente exitosos,
debido al principio de lo indeleble, de eliminar la memoria traumática
del sistema psíquico.
La contrapartida a estas reacciones en el ámbito colectivo es la negación
o el olvido colectivos. No obstante, debemos tener cuidado para evitar

100 Parte II. Trauma cultural


sugerir que esta formulación pudiera invocar algún tipo de ‘mente colec-
tiva’ en funcionamiento cuando el hecho es que los muchos individuos
que conforman una colectividad, como individuos, niegan un aconte-
cimiento histórico. Una forma mejor de expresar esta idea es decir que
para que un acontecimiento o situación histórica acabe estableciéndose
como memoria colectiva, se debe dar por asumida o instaurada, como
condición lógicamente previa, una pretensión de pertenencia común
a una colectividad, por ejemplo, a una nación o a poblaciones subna-
cionales solidarias como las minorías religiosas o étnicas. Por ejemplo,
para establecer el Holocausto nazi como un trauma cultural relevante
para Alemania y para los alemanes, primero tiene que existir un grupo
participante significativo que se pueda identificar como los alemanes.
Decir esto puede ser enunciar aquello que es trivial u obvio, porque
con el poder imponente que tiene la idea de nación como un grupo de
miembros, usar la palabra ‘alemán’ implica casi automáticamente una
referencia cultural significativa a un grupo de miembros. Sin embargo,
no se debería olvidar que el vínculo entre el trauma y la pertenencia a un
grupo nacional puede ser un vínculo conflictivo. Por ejemplo, durante
varias décadas el régimen comunista de Alemania del Este adoptó una
política ideológica más o menos oficial por la cual el Holocausto era un
producto de las maquinaciones de las fuerzas burguesas capitalistas y que
a ellos, como alemanes sin duda, pero como alemanes disociados de esas
fuerzas, e inclusas enemigas de ellas, no se les podía exigir asumir ninguna
responsabilidad por el trauma. Según esta historia, el Holocausto no era
parte de su memoria, aunque fueran alemanes.

Trauma colectivo e identidad


Un corolario más que se sigue inmediatamente de la explicación prece-
dente es que un trauma colectivo, que afecte a un grupo con miembros
determinables, estará también asociado, necesariamente, con esa identidad
colectiva de grupo. En términos simples, la pertenencia cultural signifi-
cativa implica un nombre o categoría de pertenencia y la representación
sociopsicológica de esa categoría produce un sentido de identidad psico-
lógica con varios grados de visibilidad, articulación y elaboración:

Trauma psicológico y trauma cultural 101


Todos los traumas colectivos tienen alguna incidencia en la identidad
nacional. Mientras que en algunos casos el trauma nacional fortalece el
sentido de unidad dentro de una sociedad, hay otros casos en los cuales
los traumas tienen efectos divisorios […] Mediante las luchas épicas de la
Revolución y la Guerra Civil norteamericanas acabamos por reconocer
de una manera más clara qué es lo que significa ser norteamericano […]
La herencia social nos proporciona un esquema cotidiano y un sentido
de continuidad social. Aparece una seria crisis de significado cuando ya
no podemos realizar presunciones acerca de la continuidad de la vida
social como se conoce y comprende (Neal, 1998: 31).

Cualquier trauma dado puede ser, o bien perturbador para la comunidad


o la identidad, o bien reforzar la comunidad y la identidad, y normalmente
será una mezcla de ambas cosas8. En cualquier caso, esta línea de razo-
namiento insinúa que las ideas de trauma colectivo, memoria colectiva e
identidad colectiva están frecuentemente asociadas la una con la otra en
los trabajos sobre trauma sociocultural.
Podemos ahora proponer una definición formal de trauma cultural: una
memoria aceptada por un grupo relevante de participantes y a la que se le da
públicamente credibilidad; mediante ella, se evoca una situación o aconteci-
miento que está a) cargado de afecto negativo, b) representado como indeleble,
y c) considerado como una amenaza para la existencia de la sociedad o que
viola una o más de sus presunciones culturales fundamentales.
La observación evidente que se puede añadir en este momento de
transición es que si una situación o acontecimiento histórico acaba identi-
ficándose públicamente como trauma cultural, entonces esa circunstancia
terminan insuflando un espíritu de urgencia, una exigencia para aquellos
que lo reconocen como tal, para conseguir asumirlo. Lo anterior nos lleva
inmediatamente al tópico de la defensa.

Defensa, síntomas y afrontamiento


Un adjetivo común que se usa para calificar un trauma psicológico es que se
trata de una experiencia “abrumadora” (Prince, 1998: 44). Una versión más

8 Véase en esta edición el artículo de Kai Erikson.

102 Parte II. Trauma cultural


detallada de esta idea se puede encontrar en McCann y Pearlman (1990:
10), quienes enumeran los siguientes ingredientes característicos:

[Un trauma] a) es repentino, inesperado y no-normativo; b) excede la


capacidad que el individuo percibe que tiene para poder afrontar aquello
que le exige la situación; y c) trastorna el marco de referencia del individuo
y otras necesidades psicológicas y estructuras relacionadas.

Esta es una caracterización precisa de muchos de los acontecimien-


tos que constituyen un trauma (estar cerca de la muerte en el campo de
batalla, la violación, ser testigo del asesinato de un pariente), pero esta
definición se debe siempre considerar un comienzo. Si bien es posible
concebir una situación que sea completamente abrumadora, lo que ocurre
casi siempre es que un individuo expuesto a una determinada situación
‘lucha’ contra la experiencia y sus efectos, aunque sea de forma rudimen-
taria. Este ingrediente reactivo estaba presente en las formulaciones más
tempranas de Freud y lo condujo directamente a las nociones de defensa
y afrontamiento.
Hace algunos años intenté elaborar una clasificación sistemática de
los mecanismos psicológicos de defensa (Smelser, 1987: 267-86). Las
obras sobre el tema estaban plagadas de vaguedades, superposiciones,
repeticiones y confusión de diferentes grados de generalidad. En primer
lugar, y de manera consistente con la tradición psicoanalítica, clasifiqué
estas defensas como reacciones contra una amenaza interna, es decir, una
excitación instintiva. Este modelo, basado en la representación de Freud y
formalizado posteriormente por Rapoport (1951) construye una secuencia
muy difundida, que comienza con una tensión pulsional creciente (la cual,
cuando se retrasa la gratificación, da lugar a representaciones impulsivas
psíquicas), sigue con descargas características de afecto asociadas con
estas representaciones y termina con las representaciones características
alucinatorias de objetos potencialmente gratificantes. La tensión se reduce
cuando la pulsión se gratifica mediante alguna clase de actividad motora
que conduce a un cambio de estado del organismo.
Uno de los principios de los mecanismos de defensa es que se pueden
activar en distintas etapas de este proceso, por lo que pueden comenzar en

Trauma psicológico y trauma cultural 103


el momento de la excitación instintiva y terminar con el comportamiento
(actividad motora). Es decir, nos podemos defender contra la representación
de la pulsión (represión), contra el afecto asociado (supresión del afecto),
el objeto de gratificación se puede distorsionar (desplazamiento) y nos
podemos defender contra el comportamiento gratificante (inhibición).
Además, identifiqué cuatro modos separados de defensa:
1. bloquear la intrusión amenazante (por ejemplo, la negación);
2. invertir la intrusión amenazante y convertirla en su opuesto (por
ejemplo, convertir el desprecio en admiración);
3. cambiar la referencia de la intrusión amenazante (por ejemplo,
proyección), y
4. aislar la intrusión amenazante de sus conexiones asociativas (por
ejemplo, despersonalización).
Combinar las cuatro ‘etapas’ de gratificación y los cuatro ‘modos’ de
defensa en una sola matriz produce la clasificación de los mecanismos
de defensa que se puede leer en la Tabla 1. Esa tabla representa un ‘re-
pertorio’ más o menos exhaustivo de las defensas disponibles para un
individuo que pretenda bloquear las intrusiones internas amenazantes.
En cualquier lucha contra una intrusión indeseada, el individuo emplea
típicamente una variedad de defensas, una “estratificación” (Gill, 1963).
Con respecto al trauma en particular, la evidencia clínica revela que una
víctima de trauma puede confiar más o menos simultáneamente, por
ejemplo, en la negación, la culpa o acusación de otros (proyección); la
huida, la definición del trauma como una experiencia ‘valiosa’ (inversión);
el desplazamiento de la amenaza a otra fuente, y la racionalización. Al
hablar de la memoria indeseada de un trauma, Freud (1995b: 152-153)
describe esta complejidad:
[El acontecimiento precoz (es decir, el trauma)] está representado […] por
una multitud de síntomas y de rasgos particulares […] encadenamiento sutil
pero sólido de la estructura intrínseca de la neurosis. El efecto terapéutico
del análisis se demora si uno no ha penetrado tan lejos, pero, una vez que
se lo ha hecho, no se tiene otra opción que refutar el todo en su conjunto
o prestarle creencia.

104 Parte II. Trauma cultural


El siguiente paso en aquel análisis mío era sugerir que este repertorio
de estrategias de afrontamiento no se limita a bloquear las amenazas
internas (el enfoque dominante acerca de las defensas en el psicoanáli-
sis), sino que también puede aplicarse a las amenazas externas. De esta
forma, en una situación de peligro (por ejemplo, frente a la toxicidad
medioambiental), el individuo puede recurrir a la negación (la amenaza
no existe), a la supresión del afecto (puede existir, pero no hay nada de
qué preocuparse), al desplazamiento de la amenaza (es sólo una ame-
naza en los países del Tercer Mundo), comportándose extrañamente
(acting out) (celebrando protecciones rituales contra la amenaza) y
otras estrategias similares.

Tabla i.

Mecanismos de defensa clasificados según los modos básicos


y las fases de desarrollo del comportamiento

3 4
Etapas 1 2 Representación física (alucinación) de una Resultado en el
situación gratificante comportamiento
3a. Impulso
3b. Afecto 3c. Objeto
Modos cognitivo de
relevante relevante
representación
Gratificación diferida

Supresión Retraimiento,
Bloqueo Represión Inhibición
Tensión libidinal

del afecto negación


Cambio de Inversión del otro
La inversión Inversión
propósito en el yo como Formación reactiva;
en lo opuesto del afecto
instintivo objeto
Desplazamiento;
Cambio en Proyección Proyección “Pasar a la acción”
identificación,
referencia a del impulso del afecto (acting out)
racionalización
Aislamiento Asilamiento de las
“Disociación”
de las Aislamiento Despersonalización manifestaciones
o aislamiento
conexiones del afecto de la experiencia del
del impulso
asociativas comportamiento

Trauma psicológico y trauma cultural 105


En este momento debería confesar que, a la luz de los anteriores pa-
sajes, no estoy del todo satisfecho con los términos ‘defensa’, ‘defensivo’
y ‘mecanismos de defensa’, aunque continuaré usándolos por razones de
consistencia con su utilización en el pasado. El término ‘defensivo’ tiene
la connotación de que quien recurre a esas defensas está huyendo o está
contra la pared frente a las amenazas. La afirmación “no te pongas a la
defensiva” ciertamente nos sugiere eso. Pero como, pese a todo, recurrir
a esas estrategias implica una adaptación activa y el control de la propia
situación tan a menudo como no se requiere, e incluso pueden ser compor-
tamientos aprovechados, prefiero el término más neutral de ‘mecanismos
de afrontamiento’ e incluso la extraña expresión ‘formas de neutralizar las
amenazas e intrusiones internas y externas’.
Es parte de la condición humana que la vida sea una lucha continua, en
el sentido de que cualquier individuo está siempre experimentando peligros
internos y externos. Bajo la amenaza de poder sufrir esos peligros, se defiende
de ambos, los aprovecha y los afronta. Por esa razón, es posible tratar el
repertorio de estrategias de afrontamiento, como el afecto, como una clase
de lenguaje universalmente reconocible —cuando menos reconocible en
general— que se puede comunicar y compartir por los individuos y den-
tro de las colectividades. Todo el mundo sabe qué significa negar, culpar,
acusar (proyectar) y amar lo que uno ha odiado previamente y viceversa
(inversión), porque estas formas de afrontamiento son parte de la expe-
riencia de todos, aun cuando cada individuo tenga un patrón distintivo
y preferido, según su caja de herramientas. Este supuesto de generalidad
y de posibilidad de compartir, como ocurre con el afecto, es necesario si
queremos poder hablar del afrontamiento colectivo como un ingrediente
de los traumas culturales. Las representaciones, para poder ser colectivas,
se deben comprender y compartir mutuamente.
Paso ahora a realizar varias observaciones específicas acerca del manejo
adecuado de los traumas culturales como tales.

Afrontamiento masivo frente a afrontamiento colectivo


Es razonable que un acontecimiento histórico con una significación pro-
funda —si es que no la tiene abrumadora— para una sociedad constituya

106 Parte II. Trauma cultural


también una situación importante que deberá afrontarse por parte de
muchos individuos en la sociedad, incluso si no constituye un trauma
personal para ellos. Tengo en mente la imposición, en virtud de su propio
acaecimiento, de una necesidad de determinar los contornos del nazismo y
del Holocausto en Alemania, el final de la esclavitud en los Estados Unidos
o la imposición del gobierno comunista dominado por los soviéticos en
Polonia. Muchos estadounidenses, aunque no todos, fueron convocados
de manera similar para que asumieran, de diferentes formas y en distintos
momentos, acontecimientos importantes como Pearl Harbor en 1941,
el internamiento de los estadounidenses de origen japonés en 1942, el
lanzamiento de bombas atómicas sobre las ciudades japonesas en 1945 o
la crisis de los misiles cubanos en 1962. Además, bajo la presión de estos
acontecimientos, muchas personas de esas respectivas poblaciones tuvieron
que afrontar reacciones iguales o similares, como combatir su ansiedad,
disminuir o negar la importancia del acontecimiento, la despersonalización
y fenómenos similares. Llamamos un fenómeno masivo a esta agregación
de respuestas individuales porque involucra a muchas personas que tienen
las mismas reacciones y les asignan el mismo significado.
Sin embargo, deberíamos tener cuidado en no referirnos a esas respuestas
de masa como una respuesta o defensa colectiva. Para que puedan estar en
esta última categoría, se deben haber completado todos o algunos de los
siguientes elementos del ‘trabajo de la memoria colectiva’:
• La respuesta debe caracterizarse por ser una reacción frente a un
trauma que afecta a todos los miembros de la colectividad relevante.
En su discurso tras el ataque japonés a Pearl Harbor, el presidente
Roosevelt anunció que el traicionero ataque establecía “una fecha
que perdurará en la infamia”, una declaración que proclamó la
indelebilidad, la existencia de un ataque sobre el conjunto del
pueblo americano y una ofensa que debía temerse y detestarse.
El discurso funcionó para materializar una respuesta colectiva
única frente al mar de respuestas de las masas al acontecimiento.
El coro de declaraciones efectuadas por los líderes nacionales,
blancos y negros, proclamando el asesinato en 1968 de Martin
Luther King, Jr., como una vergüenza nacional, tuvo el mismo

Trauma psicológico y trauma cultural 107


fin.Sin embargo, la colectivización de las respuestas con las cuales
se afrontan estas situaciones potencialmente traumáticas rara vez
se consigue mediante la mera proclamación de los líderes políti-
cos. Esas proclamaciones se producen muchas veces, como todos
sabemos, pero suelen ser, con mayor frecuencia, un proceso en el
que se produce una búsqueda de respuestas, una negociación y un
enfrentamiento colectivos acerca del significado histórico apropiado
que se le debe asignar a los acontecimientos; no son, entonces, la
adecuada actitud afectiva que debe adoptarse, sobre la apropiada
dimensión de la responsabilidad y sobre las formas apropiadas de
conmemoración. Por ejemplo, la respuesta inicial a la muerte del
presidente Roosevelt en 1945 fue una mezcla de tristeza masiva
por parte de aquellos que amaban al presidente, de culpa por parte
de aquellos que estaban secretamente felices de deshacerse de ese
hombre odiado, y de confusión por parte de aquellos temerosos
por la pérdida del líder en medio de las incertidumbres de la gue-
rra y de la paz que se avecinaba (De Grazia, 1948). La confusión
y la búsqueda de respuestas iniciales se canalizaron mediante una
respuesta nacional semioficial de duelo, se transmitió a través de
las palabras de líderes como el vicepresidente Truman y Eleanor
Roosevelt; mediante el muy publicitado solemne viaje del tren que
portaba el ataúd de Roosevelt de Warm Springs a Washington; y
mediante el otorgamiento oficial del poder presidencial a Truman
(“el rey ha muerto, larga vida al rey”).
• Más a menudo, la fijación de una respuesta colectiva a un trauma
es un asunto de enfrentamiento amargo entre grupos, a veces
durante largos periodos de tiempo y muchas veces sin resolución
definitiva. La cuestión acerca de cómo se debe recordar la esclavi-
tud y la Guerra Civil norteamericana nunca se ha resuelto del todo
entre los grupos de afroamericanos que continúan asimilando su
significado para su identidad cultural, entre las muchas personas
del Norte que quieren recordarla como la supresión heroica de una
maldición nacional, y entre muchos sureños que la quieran evocar
como el final heroico y trágico de una forma de vida distintiva-
mente sureña. Por dar otro ejemplo, los años de la posguerra tras

108 Parte II. Trauma cultural


la Segunda Guerra Mundial han dado lugar a debates continuos, y
a veces amargos, entre aquellos que consideran el lanzamiento de
una bomba atómica sobre Japón como un triunfo militar, quienes
lo ven como una forma plenamente justificada de salvar vidas es-
tadounidenses en el mundo, quienes piensa que fue una necesidad
desgraciada, otros más que creen que solo es un acto salvaje y otros
que lo estiman una infamia nacional (Linenthal, 1989). Aquellos
involucrados en estos debates (las fuerzas armadas, los partidos
políticos, los movimientos sociales por la paz y los contramovi-
mientos que ellos generan, y otros similares) tienen, en muchas
ocasiones, intereses específicos que quieren promover o proteger.
En la medida en que estos enfrentamientos son crónicos y nunca
consiguen llegar a un consenso sobre su significado, sobre el afecto
apropiado y sobre la estrategia preferida de afrontamiento ante los
acontecimientos, no tenemos una versión completamente oficial
de un trauma colectivo, sino más bien un continuo contrapunteo
de voces interesadas y antagonistas.
• Muchos enfrentamientos se pueden considerar en sí como luchas
en gran medida simbólicas sobre las diferentes formas en las que
deberían recordarse los acontecimientos históricos y sobre cuál
es la actitud afectiva (positiva o negativa) que debería asumirse.
Ello es cierto en relación con los conflictos acerca de los rituales,
los monumentos y los museos conmemorativos. Sin embargo, la
naturaleza de estos conflictos puede cambiar a lo largo del tiem-
po, cuando van apareciendo diferentes constelaciones de grupos
interesados con diferentes programas políticos en el escenario. En
muchos casos, naturalmente, la insistencia pública acerca de cómo
deberían recordarse los acontecimientos y situaciones son, al mismo
tiempo, reivindicaciones apenas disfrazadas por intentar mejorar
la posición económica, el reconocimiento político y la posición
social de un grupo. Por ejemplo, los veteranos de las casi guerras y
de las acciones militares que no llegan a ser guerras tienen un interés
porque se les recuerde como veteranos de una lucha heroica, debido
a la variedad de privilegios jurídicos y de beneficios materiales que
estarían disponibles para ellos si así ocurriera. Como se explica más

Trauma psicológico y trauma cultural 109


adelante, se derivan también ciertas ventajas para aquellos indivi-
duos y grupos que tienen éxito en conseguir que se les diagnostique
como víctimas del trauma (o se les recuerde como tales).
• Las luchas simbólicas acerca del apropiado recuerdo de los trau-
mas tienen a menudo una dimensión generacional. El tratamiento
de Giesen de las memorias del Holocausto revela una posición
acusadora (sobre todo en los años sesenta) por parte de niños
que no habían experimentado el Holocausto, pero cuyos padres
sí lo habían hecho. Muchos de los “halcones” en el periodo de la
Guerra del Vietnam fueron ciudadanos ancianos que “recordaban”
amargamente las estrategias apaciguadoras de Chamberlain antes
de la Segunda Guerra Mundial (y estaban convencidos de que esos
errores no deberían repetirse); frente a esa misma situación, y en
contraste, muchas “palomas” eran personas más jóvenes que no
tenían esa memoria generacional impresa en ellos o que “recorda-
ban” los acontecimientos de una manera distinta de la generación
más vieja.

La cuestión de la represión colectiva


Freud consideró la represión como un mecanismo especial de afronta-
miento del trauma y, en sus últimos escritos, del conflicto neurótico en
general. Era una respuesta general e inicial del niño prepuberal (que se
suponía que no estaba equipado con un pleno repertorio de defensas en
esa fase del desarrollo) para poder manejar el trauma. En principio, la
represión es una defensa muy efectiva para manejar las amenazas, porque,
si es exitosa, hace desaparecer la amenaza y elimina la necesidad de una
actividad de defensa adicional. Para Freud, sin embargo, la represión
no era normalmente exitosa. Sólo tenía éxito en incubar la amenaza,
no en eliminarla. La ocasión para la aparición de una nueva defensa
adulta y más fuerte contra la memoria del trauma surgía con el fracaso
de la represión, el estallido de ansiedad y la movilización de una amplia
variedad de otras defensas. En sus últimos análisis, aparecía el síntoma
como defensa. En los diagnósticos actuales, el fenómeno de la represión

110 Parte II. Trauma cultural


defensiva, la negación y la evasión se reiteran en los diagnósticos de los
desórdenes de estrés postraumático.
No parece aconsejable buscar alguna analogía sociocultural precisa para
la represión psicológica del trauma. Sin duda, una de las respuestas domi-
nantes frente al trauma puede ser la negación en masa, la falta de deseos de
recordar y el olvido, como lo demuestran la situación de Alemania Occiden-
tal inmediatamente después del Holocausto y la visión sobre la esclavitud
de los negros en el periodo inmediato de la postemancipación9. Es difícil
imaginar que pueda llegar a darse el éxito completo de un esfuerzo político
organizado por prohibir en la memoria una situación o acontecimiento
histórico importante, en gran medida porque es imposible de controlar,
incluso con esfuerzos extremos, la intercomunicación privada oral entre
ciudadanos, entre padres e hijos, y otras comunicaciones similares. Por
ello, la idea de ‘represión cultural’, en cualquier sentido propio, no tiene
sentido sociopsicológico, aunque determinados gobiernos totalitarios (la
Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Stalin y la China de Mao) hayan
efectuado intentos masivos por cubrir y reescribir la historia.
Por eso mismo, en lo referente al trauma cultural no parece aconse-
jable buscar una precisa analogía para la idea de incubación psicológica,
para la idea de una fuerza subterránea y reprimida, con una gran carga
de significado, que esté lista para surgir en cualquier momento. La razón
por la cual este imaginario del ‘volcán dormido’ parece insatisfactorio se
debe a que la condición ‘activa’ o ‘inactiva’ del trauma cultural depende
enormemente de las condiciones políticas y sociales en un determinado
momento, que son siempre cambiantes, y de los procesos de negociación
y enfrentamiento que estén desarrollándose entre grupos. Hago esta
afirmación con pleno conocimiento del hecho de que grupos intere-
sados (incluyendo gobiernos) frecuentemente representan los traumas
culturales como marcas o cicatrices indelebles, siempre molestas para el
cuerpo social y el cuerpo político. Su propia condición imborrable, sin
embargo, se encuentra sujeta a circunstancias históricas que cambian
constantemente.

9 Véanse B. Giesen (2004) y, en esta edición, R. Eyerman.

Trauma psicológico y trauma cultural 111


La universalización de la culpa y
de la transferencia de la culpa a terceros
En el ámbito psicológico, la transferencia de la culpa a terceros es un
mecanismo obvio. Involucra el desplazamiento y también la proyección,
es decir, asignar responsabilidades y culpas a otros por las intrusiones
indeseables internas y externas, especialmente si estas intrusiones
evocan la posibilidad de vergüenza o de culpa (incluyendo la culpa del
superviviente). Si son lo suficientemente extremas, estas reacciones
cristalizan en una paranoia sólidamente establecida que desafía las
consideraciones de la realidad y la lógica empíricas.
En ese mismo sentido, cuando ocurre cualquier clase de accidente, de-
sastre, shock, desgracia pública o quiebra del control social, casi la primera
respuesta inevitable (e incluso permanente) frente a ello es establecer la
responsabilidad y la culpa por lo ocurrido. A veces, esta reacción se en-
cuentra más o menos institucionalizada (la destitución del entrenador de
un equipo deportivo durante o después de una temporada perdedora, la
retirada del capitán de un buque naval después de haber cometido un error
de navegación —sin importar de quién fuera la culpa en realidad—, el
despido de un director ejecutivo cuando la compañía no tiene suficientes
beneficios o la compañía fracasa). Con respecto a los fracasos o desastres
no anticipados, la tendencia a buscar la responsabilidad y la culpa es casi
automática. Podemos tener la plena seguridad de que así ocurrirá cuan-
do haya cualquier indicación de que la falla es producto ‘de la mano del
hombre’ y no de causas naturales (terremotos, inundaciones, huracanes,
incendios en los bosques naturales). Incluso los desastres naturales pro-
ducen reacciones hostiles hacia los agentes que se supone que deberían
predecirlos o prevenirlos o que son responsables de reaccionar una vez
que ocurren (Smelser, 1962). El mismo efecto de evasión de la culpa es
una característica habitual en los ‘pánicos morales’, es decir, en la histeria
colectiva como respuesta frente a la incertidumbre y la amenaza, en la cual
se identifica a algún agente no relevante y se le acusa de haber atacado
algo sagrado (Thompson, 1998).
Los traumas culturales, cuando se definen y aceptan como tales, no
escapan a esta tendencia. En los estudios de caso de trauma cultural se

112 Parte II. Trauma cultural


señala la asignación de responsabilidad como una característica notable.
¿Quién ha cometido el error? ¿Algún grupo odiado en nuestro medio?
¿Conspiradores? ¿Líderes políticos? ¿Los militares? ¿Los capitalistas?
¿Un poder extranjero? ¿Fuimos nosotros mismos como grupo o nación?
Observé anteriormente que el propio esfuerzo por establecer un trau-
ma cultural es un proceso disputado como también lo son los debates
y conflictos acerca de las ‘defensas preferibles’. Tal vez factores incluso
más divisivos son el señalamiento con el dedo, la atribución recíproca de
culpa y la demonización. Además, cuando aparecen estas consecuencias
conflictivas en el escenario, se convierten en sí mismas en fuentes poten-
ciales de trauma, y producen típicamente la movilización de esfuerzos,
principalmente por parte de las autoridades políticas, por calmar ese esce-
nario, ya sea mediante la proclamación pública de un agente responsable
y uniéndose al ataque, ya sea conformando comisiones de investigación
‘imparciales’ para determinar las cuestiones sobre responsabilidad de
una forma más fría y neutral, ya sea intentando calmar de cualquier otro
modo las aguas revueltas mediante la ‘reelaboración’ de las cuestiones
relativas a la culpa y la responsabilidad.

Atracción y repulsión y el establecimiento de la ambivalencia

Una de las peculiaridades que se han señalado en conexión con los trau-
mas psicológicos agudos es su muy fuerte tendencia dual: a evitarlos y a
revivirlos (Freud, 1995j). En el plano psíquico, la principal defensa es
alguna forma de amnesia (embotamiento, parálisis emocional [Krystal,
1978: 81-116], olvido real, negación, dificultad para recordar o falta
de deseo de contemplar o morar en el deseo traumático). Al mismo
tiempo, el trauma tiene una forma de inmiscuirse en la mente, bajo la
forma de pensamientos indeseados, pesadillas o trastornos perceptivos
recurrentes (flashbacks). Estas tendencias aparentemente antagonistas
se han presentado para algunos como una paradoja (Caruth, 1995:
152). En el plano del comportamiento, se observa la misma doble
tendencia: una compulsiva que evita las situaciones que se parecen a
la escena traumática o que se la recuerdan a la víctima, pero, al tiempo,

Trauma psicológico y trauma cultural 113


una compulsión igual de fuerte a repetir el trauma o a revivir algunos
aspectos del mismo (Van der Kolk, 1996: 199-201).
Cuando se busca una analogía en el contexto sociocultural, descubri-
mos esas tendencias duales. Por un lado, se observa el olvido masivo y las
campañas colectivas por parte de grupos que pretenden reducir la impor-
tancia del acontecimiento traumático o ‘dejarlo atrás’, cuando no tienen
como objeto directo la negación de la ocurrencia del trauma cultural.
En sentido contrario, se puede ver una preocupación compulsiva con el
acontecimiento y también esfuerzos de grupos por mantenerlo presente
en la conciencia pública como un recordatorio de que ‘debemos recordar’
o ‘mantener en la memoria tanto como sea posible’. La construcción de
un monumento, como ya se ha señalado, tiene elementos de ambos ti-
pos de reacción: construir un monumento es imponernos una memoria
mediante la presencia física continua y conspicua de una edificación; al
mismo tiempo, un monumento también transmite el mensaje de que ahora
ya hemos presentado nuestros respetos al trauma, de que ahora tenemos
permiso para poder olvidarnos de él10. Estas dos reacciones están increí-
blemente vivas en la explicación de Giesen de la variedad intentos por
asumir el Holocausto en la Alemania Occidental de posguerra (Giesen,
2004b: 112-154). La preocupación por los monumentos del Holocausto
y las controversias en torno a ellos continúan siendo un fenómeno ince-
sante en Alemania y, en menor medida, en los Estados Unidos. La gran
controversia pública sobre los monumentos a la Guerra del Vietnam,
especialmente el que se encuentra en Washington, D. C., revela la misma
dinámica de la doble memoria: la compulsión a recordar y la compulsión
a olvidar11. Sin embargo, debería subrayarse una peculiaridad importante
a la hora de realizar una analogía psicológica. En el ámbito psicológico,
la batalla entre las dos tendencias continúa al interior de la psique; en el
cultural, puede haber casos de alternancia entre la evitación compulsiva

10 (N. del E.) Para una reflexión más sostenida sobre la relación de monumentos y
espacio público con memorias traumáticas véanse los ensayos de J. Young y de A.
Huyssen que se incluyen en esta obra.
11 Véanse Scruggs & Swerdlow (1985); Wagner-Pacificin & Schwarz (1991: 376-420);

Glazer (1996: 22-39).

114 Parte II. Trauma cultural


y la atracción compulsiva en algunos individuos y grupos, pero la prin-
cipal manifestación es un conflicto entre los diferentes grupos, algunos
orientados hacia la disminución del valor del trauma y otros que desean
mantenerlo vivo (Geyer, 1996: 169-200).
Una defensa contra el trauma muy estrechamente relacionada con
la anterior es transformar un acontecimiento negativo en uno positivo.
En algunos casos, esa operación es relativamente poco problemática. La
Revolución norteamericana, que es en potencia un trauma en la historia
estadounidense —si es que acaso no lo fue y que indudablemente lo hubiera
sido si no hubiera ocurrido—, se ha recordado casi universalmente como
un mito heroico, positivo, de los orígenes de la nación estadounidense
(Neal, 1998: 22-23). En otros casos, la transformación es más problemá-
tica. Algunos polacos recuerdan ciertos aspectos de la era comunista (por
ejemplo, la seguridad del ingreso) con nostalgia, sobre todo en el contexto
del desempleo y de los otros costos que trae consigo la economía de mer-
cado (Sztompka, 2004)12. El ensayo de Eyerman demuestra de manera
evidente que muchos intelectuales afroamericanos a finales del siglo xix
revivieron la memoria de la esclavitud como una bendición histórica en
el sentido de que, aunque fuera un trauma, le dio a los estadounidenses
negros una base positiva para construir una identidad en el mundo que
siguió al esclavismo y que había revocado la promesa de la ciudadanía plena
al imponerles la doctrina de Jim Crow en el Sur y la discriminación en el
Norte. Incluso los alemanes, al recordar el Holocausto, en donde parece
casi imposible encontrar cualquier cosa positiva, muestran destellos de
este elemento: al recordarlo se refuerza su propósito de no permitir que
vuelva a ocurrir.
En todos los acontecimientos, esta doble tendencia, una vez que
aparece en la memoria y en la construcción de monumentos para los
traumas, establece firmemente una de sus características más destacables:
la ambivalencia hacia ellos. Como en la ambivalencia psicológica, su ma-
nifestación en lo sociocultural establece el escenario en el cual se observa
la tendencia frecuente a involucrarse generación tras generación en el

12 Véase también E. Wnuk-Lipinski. (1990: 317-31).

Trauma psicológico y trauma cultural 115


examen y esa evaluación compulsiva reproduce nuevos aspectos del trauma,
interpretando, revaluando y luchando sobre su significación simbólica.
Estos son los ingredientes de lo que podríamos llamar indistintamente
juego cultural, escaramuzas culturales o incluso guerras culturales. La
ambivalencia conduce a fortalecer la afirmación de la indelebilidad: los
traumas culturales nunca pueden resolverse y nunca desaparecen. A lo
largo del tiempo, la actividad cultural repetida y revivida origina una
reserva de cientos de manifestaciones diferentes de la memoria, algunas
muertas, otras latentes, otras todavía activas, otras ‘calientes’, pero en
todo caso disponibles para ser revividas. Ello produce un tipo fascinante
de acumulación cultural: un depósito sin fondo, siempre creciente, que
consiste en múltiples precipitados (tanto positivos como negativos) y en
un proceso continuo y vivo de recuerdo, afrontamiento, negociación y
participación en el conflicto.
Una vez que se ha logrado esa condición de ambivalencia, los traumas
culturales, finalmente, manifiestan una tendencia hacia la producción
de la polarización política y hacia los debates fuertemente antagonistas.
Todos los elementos necesarios para esta característica se han menciona-
do ya: un ataque amenazante, cuando no abrumador, sobre la integridad
cultural, y un acontecimiento o situación dotados de afectos poderosos
y ambivalentes. Esta combinación produce el efecto familiar de ‘escisión’
por el cual un lado de la ambivalencia se ve más o menos completamente
negado, no reconocido o reprimido, y el otro lado se construye de tal manera
que contiene la totalidad de la historia13. La polarización política ocurre
cuando dos o más grupos políticos, cada uno de los cuales ha adoptado
modos antagonistas y rígidos de escisión, se enfrentan uno con el otro en
luchas radicales sobre el significado y la valoración del trauma.

13 El psicoanálisis entiende el concepto de escisión como un “término utilizado por


Freud para designar un fenómeno muy particular cuya intervención observó es-
pecialmente en el fetichismo y en la psicosis: la coexistencia, dentro del yo, de dos
actitudes psíquicas respecto a la realidad exterior en cuanto ésta contraría una exi-
gencia pulsional: una de ellas tiene en cuenta la realidad, la otra reniega la realidad
en juego y la substituye por una producción del deseo. Estas dos actitudes coexisten
sin influirse recíprocamente” (Laplanche & Pontalis. 1994: 125).

116 Parte II. Trauma cultural


Excurso: la evolución científica y la evolución del trauma
Para concluir, es interesante llamar la atención sobre un comentario su-
gestivo, que tiene a la vez un carácter teórico, metodológico e ideológico,
acerca de la historia científica de casi un siglo sobre la noción de trauma
psicológico. Este comentario no pretende ser un examen exhaustivo de
la conceptualización y la investigación sobre el tópico, sino más bien una
observación general sobre el destino de un concepto científico.
Desde un punto de vista médico, la idea de trauma, tanto en adultos
como en niños, puede retrotraerse a los trabajos de los psiquiatras del siglo
xix en Europa, y a los esquemas de explicación desarrollados por los pio-
neros franceses Janet y Charcot (Van der Kolk, Wiesaeth & Van der Hart
1996: 52-53)14 El trabajo de Freud sobre la histeria cristalizó ese interés y
ofreció nuevos elementos. En sus formulaciones durante el último decenio
del siglo xix, resumidas al principio de este capítulo, Freud desarrolló una
proposición científicamente precisa: un acontecimiento diferenciado (la
experiencia sexual pasiva en la niñez) ocasiona la represión del afecto y de
la memoria, un periodo de incubación y luego la aparición de síntomas
de conversión específicos. El propio Freud consideró esta formulación
limitada e inadecuada en poco tiempo. Ya en los primeros tiempos, distin-
guió entre las “neurosis reales”, creadas por experiencias físicas objetivas y
abrumadoras, y las “psiconeurosis”, que surgían de experiencias sexuales
infantiles. Después Freud desarrollaría dos modelos separados de trau-
ma; uno, el modelo de la “situación insoportable” derivado de su trabajo
sobre las neurosis de guerra de la Primera Guerra Mundial, y el otro, el
del “impulso inaceptable”, que surgiría de su creciente énfasis en el papel
que desempeñaban las fantasías sexuales infantiles en el desarrollo de las
psiconeurosis (Van der Kolk, Wiesaeth & Van der Hart 1996: 55).
La característica del trabajo de Freud que me gustaría tomar como punto
de partida en este excurso es su formulación del trauma y el síntoma en la
histeria por conversión. Era una formulación precisa, con independencia
de lo insatisfactoria e inasible que ha demostrado ser con el transcurso
del tiempo. La historia posterior sobre el trauma y sus consecuencias

14 Véase también Kahn (1998: 4-5).

Trauma psicológico y trauma cultural 117


puede contarse como la multiplicación enorme de los acontecimientos
considerados como traumáticos, la multiplicación creciente de los sín-
tomas asociados con el trauma y una politización curiosa del fenómeno.
Los resultados de esta historia arrojan una mezcla paradójica de avance
científico y degeneración científica.
Durante la Primera Guerra Mundial, la preocupación por los trau-
mas causados por el estallido de obuses (shell shocks), en concreto, y
por la neurosis de guerra, en general, hicieron que las experiencias en
el campo de batalla se establecieran como una clase del trauma. La Se-
gunda Guerra Mundial añadió nuevo interés y conocimiento al tema
(Grinker & Spiegel, 1945). Después de la Segunda Guerra, gran parte
de la atención se concentró en las experiencias traumáticas de los niños
y adultos supervivientes a los campos de concentración (Krystal, 1988).
La Guerra de Corea trajo consigo las experiencias de “lavado de cerebro”
de los prisioneros de guerra (Hyde, 1977) y la Guerra de Vietnam, una
preocupación prolongada con los traumas relacionados con el combate
(Lifton, 1973)15. Los traumas que surgen de la muerte y la pérdida han
sido una preocupación constante en el psicoanálisis (Freud, 1995k: 235-
58)16 y en la psiquiatría (Lindemann, 1944: 141-48), y ello se muestra
significativamente en las obras sobre el trauma. Son también de relevancia
los impactos psicológicos de las catástrofes naturales como terremotos,
inundaciones y accidentes17. Más recientemente se han añadido otras
causas de trauma asociadas con el reconocimiento creciente de la vio-
lencia doméstica como problema social, los traumas del abuso infantil,
la aplicación de disciplina extrema, el maltrato entre esposos, el incesto,
las violaciones, el maltrato sexual traumático y ser testigo de todas estas
acciones (Pynoos & Eth, 1985)18.
La acumulación de conocimiento clínico y psicológico llevó a designar
el trauma como un desorden psíquico y a su inclusión formal en 1980

15 Véase también Dean (1992).


16 Véanse, igualmente, Klein (1986); Loewald (1980).
17 Véase Kai Erikson en esta obra.

18 Véase Laura Brown en esta compilación.

118 Parte II. Trauma cultural


como desorden de estrés postraumático (deot) (como una subclase de
desórdenes de la ansiedad), en el Manual estadístico y de diagnóstico de
desórdenes mentales de la American Psychiatric Association. Ello dio lugar
a una “explosión de investigación científica” (Van der Kolk, Wiesaeth
& Van der Hart 1996: 62) sobre el deot de proporciones industriales,
que originó miles de informes de investigación, nuevas publicaciones
periódicas como el Journal of Traumatic Stress, Dissociation o Child Abuse
and Neglect, y también manuales19 y libros enteros sobre metodología de
la medición, valoración, epidemiología y tratamiento (Wilson & Keane,
1997). El Instituto Nacional de Salud Mental de los Estados Unidos
estableció una oficina llamada Violencia y Estrés Traumático.
Para indicar cuán lejos ha penetrado la idea de desórdenes de ansiedad
en las condiciones de la vida cotidiana, reproduzco un correo electrónico
que se envió a los profesores y al personal administrativo de la Universidad
de California, Berkeley, durante los días en que estaba escribiendo este
capítulo:

Control a los desórdenes de ansiedad: 6 de mayo, de 11 de la


mañana a 2 de la tarde, tercer piso del Martin Luther King Student Union.
Los profesores o los miembros del personal administrativo que crean tener
síntomas de un desorden de ansiedad pueden participar en este programa
de control gratuito y confidencial. El programa de control incluirá la
observación de un vídeo breve, diligenciar un cuestionario de control y
discutir los resultados con un profesional de la salud mental. Se podrán
realizar remisiones para evaluaciones de seguimiento y tratamiento si así
se desea.

Este control está financiado por la Asociación Psicológica del Condado


y por la Oficina de Servicios de Salud y la Asociación de estudiantes de
pregrado de psicología de la Universidad de California, Berkeley.

Como podría esperarse, la reciente definición oficial de desorden de


estrés postraumático es muy incluyente:

19 Van der Kolk, Wiesaeth & Van der Hart (1996); Yehuda (1998).

Trauma psicológico y trauma cultural 119


La aparición de síntomas característicos que sigue a la exposición a un
acontecimiento estresante y extremadamente traumático, y donde el
individuo se ve envuelto en hechos que representan un peligro real para
su vida o cualquier otra amenaza para su integridad física; el individuo es
testigo de un acontecimiento donde se producen muertes, heridos o existe
una amenaza para la vida de otras personas; o bien el individuo conoce a
través de un familiar o cualquier otra persona cercana acontecimientos que
implican muertes inesperadas o violentas, daño serio o peligro de muerte o
heridas graves (Asociación Americana de Psiquiatría, 1995: 434-435).
El número de acontecimientos potencialmente traumáticos que se
reconocen es incluso más amplio, e incluye, aunque no se limita, los
siguientes hechos:

Combates en frente de guerra, ataques personales violentos (agresión


sexual y física, atracos, robo de propiedades), ser secuestrado, ser toma-
do como rehén, torturas, encarcelamiento como prisionero de guerra o
internamientos en campos de concentración, desastres naturales o provo-
cados por el hombre, accidentes automovilísticos graves, o diagnóstico de
enfermedades potencialmente mortales. En los niños, entre los aconteci-
mientos traumáticos de carácter sexual pueden incluirse las experiencias
sexuales inapropiadas para la edad aún en ausencia de violencia o daños
reales. Entre los acontecimientos traumáticos que pueden provocar un
trastorno por estrés postraumático se incluye (aunque no de forma ex-
clusiva) la observación de accidentes graves o muerte no natural de otras
personas a causa de la guerra, accidentes, ataques violentos, desastres o ser
testigo inesperado de muertes, amputaciones o fragmentación de cuerpo.
Los acontecimientos traumáticos experimentados por los demás y que
al ser transmitidos al individuo pueden producir en él un trastorno por
estrés postraumático comprenden (aunque no de forma exclusiva) actos
terroristas, accidentes graves o heridas de envergadura vividos por un
familiar o un amigo cercano, o la constancia de que el propio hijo padece
una enfermedad muy grave. El trastorno puede llegar a ser especialmente
grave o duradero cuando el agente estresante es obra de otros seres hu-
manos (por ejemplo, torturas, violaciones). La probabilidad de presentar
este trastorno puede verse aumentada cuando más intenso o más cerca
físicamente se encuentra el agente estresante (Asociación Americana de
Psiquiatría, 1995: 435).

120 Parte II. Trauma cultural


Con respecto al grado de intensidad y complejidad, Early nos sugiere
un sistema de niveles en nueve categorías que irían de los acontecimien-
tos invasivos en un estado de indefensión a “un estado de cataclismo que
afectaría a todo el mundo” (por ejemplo, las explosiones atómicas) (Early,
1993).
La investigación científica sobre los síntomas asociados al desorden
de estrés postraumático ha producido también una variedad impresio-
nante:
Recuerdos recurrentes e intrusos […], pesadillas recurrentes en las que el
acontecimiento vuelve a suceder […], estados disociativos […], malestar
psicológico intenso […] Cuando el individuo se expone a estímulos des-
encadenantes que recuerdan o simbolizan un aspecto del acontecimiento
traumático (aniversarios del suceso; clima frío y nevado o guardias unifor-
mados para los supervivientes de los campos de la muerte; clima cálido y
húmedo para veteranos de la guerra del sur del Pacífico; entrar en cualquier
ascensor para una mujer que fue violada en uno de ellos), suele experimen-
tar un malestar psicológico intenso o respuestas de tipo fisiológico […]
pensamientos, sentimientos o mantener conversaciones sobre el suceso
[…], eludir actividades, situaciones o personas que puedan hacer aflorar
recuerdos sobre él […], amnesia total de un aspecto puntual del aconteci-
miento […], disminución de la reactividad al mundo exterior, denominada
“embotamiento psíquico” o “anestesia emocional” […], acusada disminución
o participación en actividades que antes le resultaban gratificantes […],
una sensación de alejamiento o enajenación de los demás […], una acusada
disminución de la capacidad para sentir emociones […], una sensación de
futuro desolador […], padecer constantemente síntomas de ansiedad […],
dificultad para conciliar o mantener el sueño […], respuestas exageradas de
sobresalto […], ataques de ira […], dificultades para concentrarse o ejecutar
tareas (Asociación Americana de Psiquiatría, 1995: 435-436).
Si consideramos la historia del concepto de trauma en este viaje inte-
lectual que hemos ido construyendo, observamos una progresión desde
la simple conexión causal (y como posteriormente se pudo ver, errónea)
en la teoría de la histeria por conversión de Freud al enorme rango de
posibilidades de situaciones y acontecimientos (no necesariamente) trau-
máticos que terminan siendo reconducidos a una entidad clínica única

Trauma psicológico y trauma cultural 121


(el desorden de estrés postraumático), que se manifiesta en un número
igual de enorme de síntomas posibles (aunque no necesarios). El resultado
general es una ganancia significativa en términos de reconocimiento de
la amplitud y complejidad del fenómeno, pero una pérdida de precisión
científica formal. La evolución de la conceptualización del trauma, los
resultados de investigación y los tratamientos han producido un embrollo
clasificatorio y, como consecuencia de él, una degeneración formal de la
posición del concepto dentro del pensamiento científico. Cuando menos,
esta postura laxa exige desagregar los subtipos y una investigación de los
procesos específicos para cada uno de ellos.
Al discutir el trauma desde una perspectiva cultural, de Vries observó
el hecho de que la aparición del estrés postraumático en los manuales de
diagnóstico de la American Psychiatric Association equivalía a una legiti-
mación del fenómeno al haberlo categorizado como un “acontecimiento
exógeno”, es decir, como algo que le ‘ocurre’ a un individuo de tal manera
que él o ella no es responsable de lo que le ha sucedido o es una “víctima”
de ello. Esta observación hace que aparezcan los aspectos sociales más
amplios de carácter económico, político y moral de esa sintomatología.
Consideremos primero la neurosis de guerra. Denominar el estrés del
combate como un desorden o un fenómeno médico no sólo es un acto de
diagnóstico, sino también una decisión que da derecho a que el veterano
reciba un tratamiento (normalmente gratuito) en un hospital de veteranos
de la administración estatal. En el peor de los casos, ese diagnóstico crea un
incentivo económico para que un excombatiente busque que se le clasifi-
que como tal (lo que tal vez supere incluso el costo psíquico que produce
el estigma de ser considerado un enfermo mental por la sociedad). Esos
diagnósticos, apreciados en su conjunto, pueden generar consideraciones
de orden financiero para los hospitales que proporcionan esos servicios.
Los desórdenes traumáticos que surgen de la violencia doméstica plan-
tean más complejidades. Sin querer juzgar la condición traumática real
de la exposición al abuso infantil, la violación o la violencia doméstica, es
importante señalar que la posición médica, legal y social que se le asigna a
sus efectos ha sido un objeto de interés y de actividad política por parte de
los grupos organizados en nombre de las víctimas (muchos de estos grupos

122 Parte II. Trauma cultural


son consecuencia del más amplio movimiento feminista). En el proceso,
los efectos han adquirido una significación adicional. Si son clasificables
como síntomas médicos, las víctimas adquieren un derecho real o potencial
sobre los médicos, las compañías de seguros y otros sistemas de pago que
cubren el tratamiento. Si se definen como enfermedades lo suficientemente
graves, estos efectos pueden dar lugar a demandas judiciales por parte de
las víctimas contra los padres y otros perpetradores. Por último, pueden
convertirse en la justificación por parte de individuos o grupos para que
se les incluya en la categoría de perjudicados, estableciéndose una cierta
reivindicación para exigir el reconocimiento moral y la condición de vícti-
mas, que se contempla muchas veces de forma ambivalente por los demás.
A este respecto, hemos sido testigos en los Estados Unidos del desarrollo
de un grupo nacional de padres que se han visto perjudicados por hijos
que los acusaron falsamente. Han surgido numerosas controversias rela-
cionadas con ello, como las relativas a la posición legal de las memorias
recobradas de las víctimas y el debate acerca de la legitimidad moral, o
de la falta de ella, que tiene la pretensión fundada en el psicoanálisis de
que las experiencias de haber sufrido un daño pueden ser producto de la
fantasía y no de una experiencia real20.
El proceso mediante el cual una sintomatología (el trauma) se convierte
en un recurso político es un tema interesante en sí mismo y merece una
reflexión científica. El aspecto que quiero resaltar aquí, para concluir este
excurso, es que la tendencia que tiene el trauma a expandirse y a incluir
constantemente nuevos fenómenos, sumado a su transformación en una
cuestión económica, política y moral, ha creado, desde el punto de vista
científico, un enredo que dificulta en extremo los intentos de su formu-
lación y comprensión.

20 (N. del E.) Para los debates sobre memoria traumática véanse el ensayo de Ruth
Leys en esta antología y los libros de Young (1995) y Hacking (1995).

Trauma psicológico y trauma cultural 123


trauma cultural e identidad colectiva1

Jeffrey Alexander

E l trauma cultural ocurre cuando los miembros de una colectividad


sienten que han sido sometidos a un acontecimiento espantoso que
deja trazas indelebles en su conciencia colectiva, marca sus recuerdos
para siempre y cambia su identidad cultural en formas fundamentales
e irrevocables2.
Como explicamos aquí, ante todo, el trauma cultural es un concepto
científico, de carácter empírico, que sugiere nuevas relaciones significativas
y causales entre acontecimientos, estructuras, percepciones y acciones
previamente no relacionadas entre sí. Pero este nuevo concepto científico
ilumina también el campo emergente de la responsabilidad social y de la
acción política. Mediante la construcción de traumas culturales en los
grupos sociales, la sociedad internacional, y a veces incluso civilizaciones
enteras, no sólo identifican cognitivamente la existencia y la fuente de
1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.
2 Piotr Sztompka fue quien llamó mi atención sobre la idea de ‘trauma’ el primer

día que empezamos a discutir las ideas que darían pie a este libro. El segundo día
de discusiones añadimos el adjetivo fundamental de ‘cultural’ a la idea de trauma.
Tras un año de diálogo entre los coautores de este libro, lapso que antecedió a su
publicación, lo cierto es que el balance entre los elementos ‘sociales’ y ‘culturales’ del
trauma sigue siendo un asunto sobre el cual hay cierto desacuerdo entre Sztompka
y los demás autores.

Trauma cultural e identidad colectiva 125


sufrimiento humano, sino que asumen una responsabilidad importante
por él. En la medida en que identifican la causa del trauma y, por consi-
guiente, asumen esa responsabilidad moral, los miembros de la colecti-
vidad definen sus relaciones solidarias de manera tal que, en principio,
les permiten compartir los sufrimientos de otros. ¿El sufrimiento de los
otros es también nuestro propio sufrimiento? Al pensar que, de hecho,
podría serlo, las sociedades expanden el círculo de lo que entienden por
‘nosotros’. En el mismo sentido, los grupos sociales pueden negarse, y a
menudo lo hacen, a reconocer la existencia del trauma de otros y, debido a
esa negativa, los otros no pueden conseguir una posición moral. Al negar
la realidad del sufrimiento de otros no sólo disuelven su propia responsa-
bilidad con respecto a ese sufrimiento sino que imputan con frecuencia la
responsabilidad por su propio sufrimiento a esos otros. En otras palabras,
al negarse a participar en lo que describiré más tarde como el proceso de
la creación del trauma, los grupos sociales limitan la solidaridad y dejan
que los otros sufran solos.

El lenguaje ordinario y la reflexividad


Una de las grandes ventajas de este nuevo concepto teórico es que parti-
cipa muy profundamente de la vida cotidiana. Durante todo el siglo xx,
primero en las sociedades occidentales y luego, poco tiempo después, en
todo el resto del mundo, las personas han hablado de manera continua
sobre el hecho de estar traumatizados por una experiencia, por un acon-
tecimiento, por un acto de violencia o acoso, o incluso, simplemente, por
una experiencia de transformación y cambio social abrupta e inesperada
que a veces no es ni siquiera especialmente malévola3. Las personas han

3 Si la percepción popular de los acontecimientos como ‘traumáticos’ estuvo en


algún momento histórico confinada a Occidente, o si el lenguaje también era
intrínseco al discurso cultural anterior a la globalización en las sociedades no
occidentales, es una cuestión que merece una investigación más profunda. Sin
embargo, no nos interesa aquí directamente. La premisa de la que parte este libro
es que en el contexto de la globalización moderna, los miembros de las colecti-
vidades occidentales y no occidentales emplean ese marco. La pretensión, por
lo tanto, es que la teoría del trauma cultural que se presenta aquí es universal en
un sentido posfundacional y a través de esta explicación introductoria ilustraré

126 Parte II. Trauma cultural


empleado también de manera persistente el lenguaje del trauma para ex-
plicar lo que les ocurre tanto a ellos como a las colectividades a las cuales
pertenecen. En muchas ocasiones hablamos de que una organización está
traumatizada cuando un líder se va o muere, cuando un régimen de gobierno
cae, cuando las organizaciones sufren un inesperado golpe de la fortuna.
Los actores sociales se describen a sí mismos como traumatizados cuando
el entorno de un individuo o de una colectividad cambia repentinamente
de una manera imprevista y no querida.
Sabemos por el lenguaje ordinario, en otras palabras, que estamos frente
a algo experimentado por muchas personas y que se comprende de forma
intuitiva. Ese arraigo en la vida cotidiana es el mundo de la vida del que
se nutre cualquier concepto sociocientífico. El truco consiste en conse-
guir más reflexividad, en moverse de un sentido de algo experimentado
de manera común a un sentido de extrañeza que nos permita pensar en
términos sociológicos. Porque el trauma no es algo que exista de forma
natural, sino que es algo construido por la sociedad.
En este trabajo por convertir el trauma en algo extraño, el haberlo
incorporado dentro del lenguaje y la vida cotidiana, circunstancia muy
importante para proporcionarnos una comprensión intuitiva inicial de
qué es el trauma, se presenta ahora como un reto que debe superarse. De
hecho, los enfoques académicos del trauma desarrollados hasta ahora han
estado distorsionados en la práctica por las comprensiones poderosas y
de sentido común que se tienen del trauma y que derivan de la vida co-
tidiana. De hecho, se podría decir que estas comprensiones del sentido
común constituyen una clase de “teoría popular del trauma” frente a la
cual se debería construir un enfoque más reflexivo acerca del trauma
desde el punto de vista teórico.

el modelo con ejemplos de sociedades occidentales y no occidentales. La idea


de que esta teoría del trauma cultural es universalmente aplicable no sugiere, sin
embargo, que las diferentes regiones del globo ––Oriente y Occidente, Norte y
Sur–– compartan los mismos recuerdos traumáticos. Ese no es el caso del libro
del cual soy editor (Alexander, 2004).

Trauma cultural e identidad colectiva 127


La teoría popular del trauma
Según la teoría popular del trauma, los traumas son acontecimientos que
ocurren de manera natural y que destrozan el sentido de bienestar del
actor individual o colectivo. En otras palabras, el poder de romper con lo
cotidiano —el ‘trauma’— se piensa que surge de los propios acontecimien-
tos. La reacción a esos sucesos devastadores —‘estar traumatizado’— se
siente y se piensa que es una respuesta inmediata e irreflexiva. Según la
perspectiva popular del trauma, la experiencia traumática ocurre cuando
el hecho traumático interactúa con la naturaleza humana. Los seres hu-
manos necesitan seguridad, orden, amor y conexión con los otros. Si algo
ocurre que socava gravemente estas necesidades, no puede sorprendernos
que, según la teoría popular, las personas queden traumatizadas como
resultado4.

Pensamiento ilustrado
Existen una versión ‘ilustrada’ y otra ‘psicoanalítica’ de esta teoría popular
del trauma. La comprensión que procede de la Ilustración sugiere que el
trauma es una clase de respuesta racional frente al cambio abrupto, sea este
individual o social. Los objetos o acontecimientos que desencadenan el
trauma se perciben con claridad por los actores; sus respuestas son lúcidas
y los efectos de estas respuestas están dirigidos a solucionar el problema y
son progresivos. Cuando a las buenas personas les ocurren cosas malas, se

4 El ejemplo por excelencia de esa naturalización es el esfuerzo reciente por localizar


el trauma en una parte específica del cerebro mediante las técnicas de diagnóstico
de tep, la imagen a color del cerebro que se ha convertido en una herramienta de
investigación de la neurología. Esas imágenes se consideran como pruebas de que
‘existe realmente’ un trauma porque tiene una dimensión material, de carácter físico.
No deseamos sugerir que el trauma no tenga, de hecho, un componente material.
Todo componente de la vida social existe en varios niveles. Lo que objetamos es la
reducción del trauma a un síntoma producido por una base física o natural. En este
sentido, la teoría del trauma se parece bastante a otra interpretación naturalista que
ha permeado la vida contemporánea: la idea de ‘estrés’. Según la jerga contemporá-
nea, las personas “se encuentran en situaciones estresantes”, es decir, es un asunto de
sus entornos, no de la intervención de actores que construyen entornos estresantes
según su posición social y su marco cultural.

128 Parte II. Trauma cultural


quedan atónitas, se indignan o se irritan. Desde una perspectiva ilustrada,
parece obvio, y tal vez incluso irrelevante, que los escándalos políticos
sean causa de indignación; que las depresiones económicas sean causa de
desesperación; que las guerras perdidas produzcan una sensación de ira y
falta de rumbo; que los desastres en nuestro entorno físico nos lleven al
pánico; que las agresiones físicas conduzcan a una ansiedad intensa; que los
desastres tecnológicos produzcan angustias o incluso fobias con respecto
a los riesgos. Las respuestas a esos traumas serán esfuerzos por alterar las
circunstancias que los causaron. Los recuerdos del pasado conducen ese
pensamiento acerca del futuro. Se desarrollarán programas de acción, se
reconstruirán los entornos individuales y colectivos y, por último, cederán
los sentimientos traumáticos.

Esta versión ilustrada de la teoría popular del trauma se ha visto re-


cientemente ejemplificada por Arthur Neal en su National Trauma and
Collective Memory. Al explicar cuando una colectividad está traumatizada
o no, Neal señala la cualidad del acontecimiento mismo. Los traumas
nacionales se han creado, argumenta el autor, debido a “las reacciones
colectivas e individuales frente a un acontecimiento de naturaleza vol-
cánica que hace temblar los cimientos del mundo social” (Neal, 1998:
ix). Un acontecimiento traumatiza una colectividad porque es “un acon-
tecimiento extraordinario”, un acontecimiento que tiene una “cualidad
explosiva” de tal nivel que crea “perturbaciones” y un “cambio radical […]
en un corto periodo de tiempo” (Neal, 1998: 3, 9-10). Estas cualidades
objetivas “exigen la atención de todos los grupos principales de la pobla-
ción”, y desencadenan una respuesta emocional y una atención del público
porque las personas racionales no pueden reaccionar de ninguna otra
forma (Neal, 1998: 9-10). Descartar o ignorar la experiencia traumática
no es una opción razonable”, ni tampoco lo es “mantener una actitud de
indolencia benigna” o de “indiferencia cínica” (Neal, 1998: 4, 9-10). Es
precisamente porque los actores son razonables que los acontecimientos
traumáticos conducen, por lo general, al progreso: “El hecho mismo de
que un acontecimiento perturbador haya ocurrido” significa que “surgen
nuevas oportunidades para la innovación y el cambio” (Neal, 1998: 18).
En otras palabras, no sorprende que “se introdujeran cambios permanentes

Trauma cultural e identidad colectiva 129


en la nación [Estados Unidos] como resultado de la Guerra Civil, la Gran
Depresión y el trauma de la Segunda Guerra Mundial” (Neal,1998: 5).
A pesar de lo que llamaré más tarde ‘las limitaciones naturalistas de
la comprensión ilustrada del trauma’, lo que sigue siendo especialmente
importante en el enfoque de Neal es su énfasis en lo colectivo en lugar
de en lo individual. Ese énfasis lo separa de los enfoques más orientados
hacia lo individual y de carácter psicoanalítico que discutiremos después.
Al centrarse en los acontecimientos que crean traumas para la identidad
nacional y menos en la identidad individual, Neal sigue el modelo socio-
lógico precursor desarrollado por Kai Erikson en su muy influyente libro
Everything in Its Path. Aunque su relato abrumador sobre los efectos en
una pequeña comunidad de los Apalaches de una devastadora riada se ve
constreñido no obstante por su aproximación naturalista, estableció las
bases para el enfoque claramente sociológico que yo sigo en estas páginas.
La innovación teórica de Erikson fue conceptualizar la diferencia entre el
trauma colectivo y el individual. La atención a las propiedades colectivas
emergentes y el naturalismo a través del cual se conciben esos traumas
colectivos son evidentes en el siguiente pasaje de su obra:

Por trauma individual quiero significar un golpe en la psique que atraviesa


las defensas del sujeto tan súbitamente y con tal fuerza brutal que no se
puede reaccionar ante él de una forma efectiva […] Por trauma colectivo,
por otra parte, quiero significar un golpe en los tejidos básicos de la vida
social que daña los vínculos que ligan mutuamente a las personas y causa
un daño al sentido prevaleciente de comunidad. El trauma colectivo
se va abriendo paso lenta e incluso insidiosamente en la conciencia de
aquellos que lo sufren, así que no tiene la cualidad sorpresiva que se
asocia normalmente con el ‘trauma’. Pero, de todas formas, sigue siendo
una forma de shock, una toma de conciencia gradual de que la comunidad
ya no existe como una fuente efectiva de apoyo y que una importante
parte del yo ha desaparecido […] El ‘nosotros’ ya no existe como un par
conectado o como células conectadas dentro de un cuerpo comunitario
más grande (Erikson, 1976: 153-4)5.

5 Énfasis añadido.

130 Parte II. Trauma cultural


Como lo sugiere Smelser (2004: 31-59)6, la teoría del trauma comienza
a entrar por igual en el lenguaje ordinario y las discusiones académicas
cuando se esfuerza por entender el “shock de los obuses” que afectó a mu-
chos soldados durante la Primera Guerra Mundial y luego se expandió y
se desarrolló en relación con las otras guerras que la siguieron en el curso
del siglo xx. Cuando Glen Elder creó el “análisis del curso de la vida” para
rastrear los efectos generacionales sobre la identidad individual de esos y
otros acontecimientos sociales trágicos del siglo xx, él y sus estudiantes
adoptaron un tipo de trauma parecido al de la Ilustración (Glen, 1974).
Ideas similares han inspirado desde hace mucho los enfoques de otras
disciplinas, como por ejemplo la enorme historiografía dedicada a los
efectos de largo alcance del ‘trauma’ de la Revolución Francesa en Europa
y en los Estados Unidos durante el siglo xix. Elementos de la perspectiva
profana de la Ilustración han inspirado también el pensamiento contem-
poráneo acerca del Holocausto y las respuestas frente a otros episodios
de asesinatos en masa en el siglo xx.

El pensamiento psicoanalítico
Esa forma de pensamiento realista continúa permeando por igual la vida
cotidiana y el quehacer académico. Sin embargo, se ha ido filtrando tam-
bién una perspectiva psicoanalítica que ha llegado a ser fundamental en el
sentido común profano contemporáneo y en el pensamiento académico.
Este enfoque coloca un modelo de temores emocionales inconscientes y
de mecanismos de defensa psicológica distorsionantes desde el punto de
vista cognitivo entre el acontecimiento externo agitador y la respuesta
traumática interna del actor. Cuando le ocurren cosas malas a las buenas
personas, según esta versión académica de la teoría popular, pueden llegar
a tener tanto miedo que reprimen en la práctica la experiencia del trauma
mismo. En lugar de proporcionar una cognición directa y una compren-
sión racional, el acontecimiento traumático acaba por distorsionarse en
la imaginación y la memoria del actor. El esfuerzo por atribuir de manera

6 Reproducido en esta antología con el título Trauma psicológico y trauma cultural.

Trauma cultural e identidad colectiva 131


precisa la responsabilidad por el acontecimiento y el esfuerzo progresivo
por desarrollar una mejor respuesta queda minado por ese desplazamiento.
Esta perspectiva mediada por lo psicoanalítico continúa manteniendo un
enfoque naturalista hacia los acontecimientos traumáticos, pero sugiere una
comprensión más compleja acerca de la capacidad humana de percibirlos
de forma consciente. Se percibe la verdad acerca de la experiencia, pero
sólo de manera inconsciente. En efecto, la verdad queda enterrada, y el
recuerdo fiel y la acción responsable son sus víctimas. Los sentimientos y
las percepciones traumáticas, por lo tanto, proceden, además del aconte-
cimiento originario, de la ansiedad por mantenerlo reprimido. El trauma
se resolverá no sólo devolviendo las cosas a su lugar en el mundo, sino
también devolviendo las cosas a su lugar en el yo7. Según esta perspectiva,
la verdad se puede descubrir, y la ecuanimidad psicológica se restaura sólo
“cuando regrese la memoria”, como lo expresó alguna vez Saul Friedlander,
el historiador del Holocausto.
Esta frase sirve como título a las memorias de Friedlander acerca
de su niñez durante los años del Holocausto en Alemania y Francia.
El historiador, que usa un lenguaje literario evocativo para relatar sus
experiencias pasadas de persecución y desplazamiento, sugiere que la
percepción consciente de los acontecimientos muy traumáticos pueden
surgir sólo después de que la introspección psicológica y el ‘haber elabo-
rado’ los sentimientos producidos por esos acontecimientos permite a los
actores recobrar su plena capacidad de agencia en sus vidas (Friedlander,
1992: 1979). Esta teoría, inspirada por el psicoanálisis, es emblemática
del marco intelectual que ha surgido en las últimas tres décadas en res-
puesta a la experiencia del Holocausto, e ilumina de manera especial el
papel de la memoria colectiva al insistir en la importancia de trabajar,

7 Una representación claramente sociológica del enfoque psicoanalítico al trauma


es el estudio que hace Prager de la represión y el desplazamiento en el caso de un
paciente que alegó haber sido molestada sexualmente por su padre. Prager va más
allá de la teoría del trauma y demuestra cómo el recuerdo del trauma por parte del
individuo no era únicamente producto de su experiencia real, sino también del
entorno cultural contemporáneo, que con su énfasis en el “síndrome de la memoria
pérdida” presentaba de hecho la posibilidad de que se reconociera socialmente el
trauma sufrido por ella (Véase Prager, 1998).

132 Parte II. Trauma cultural


a partir del pasado, mediante los residuos simbólicos que el aconteci-
miento primigenio ha dejado en los recuerdos actuales8.
Muchos de estos residuos de la memoria que vuelven a resurgir a través
de la libre asociación en el tratamiento psicoanalítico también aparecen
en la vida pública a través de la creación literaria. No es sorprendente, por
consiguiente, que la interpretación literaria, con su enfoque hermenéu-
tico de los patrones simbólicos, haya ofrecido una especie de contrapeso
académico a la intervención psicoanalítica. De hecho, las principales
afirmaciones teóricas y empíricas de la versión psicoanalítica de la teoría
popular del trauma las han hecho académicos de varias disciplinas de las
humanidades. Debido a que dentro de la tradición psicoanalítica ha sido
Lacan quien ha destacado la importancia del lenguaje en la formación
emocional, ha sido la teoría lacaniana, con frecuencia combinada con la
deconstrucción derridiana, la que ha inspirado estos estudios del trauma
que se apoyan en las humanidades.
Tal vez la académica más influyente en la construcción de este enfoque
ha sido Cathy Caruth mediante su recopilación de ensayos Unclaimed
Experience: Trauma, Narrative and History (1996) y de la compilación
de la cual es editora, Trauma: Explorations in Memory (1995)9. Caruth se
concentra en las complejas permutaciones que las emociones inconscien-
tes imponen a las reacciones traumáticas y su trabajo ha contribuido, sin
duda, a mi propio pensamiento acerca del trauma cultural. Sin embargo,
en línea con la tradición psicoanalítica, ella basa su análisis en el poder y
la objetividad del acontecimiento traumático originador, y nos dice que
“la intuición de Freud de las experiencias traumáticas y su fascinación
apasionada con ellas” relacionan las reacciones traumáticas con el “revi-
vir involuntariamente un acontecimiento que no puede dejarse atrás sin
más” (Caruth, 1995: 2). El acontecimiento no puede dejarse atrás porque

8 Para un enfoque sociológico que destaca su carácter no psicoanalítico, derivado


del durkheimiano, véase la importante declaración realizada por Paul Connerto
(1989).
9 Para un análisis de Lacan en las ciencias sociales inspiradas por el psicoanálisis, véase

específicamente el artículo Traumatic Awakenings: Freud, Lacan, and the Ethics of


Memory (Caruth, 1996: 91-112).

Trauma cultural e identidad colectiva 133


su “penetración en la experiencia de la mente”, según Caruth, “se expe-
rimenta demasiado pronto”. Esta irrupción brusca le impide a la mente
reconocer completamente el acontecimiento, que se experimenta “de una
forma muy imprevista […] como para poder ser conocido totalmente y,
por consiguiente, no está disponible para la conciencia”. Enterrado en
el inconsciente, el acontecimiento se experimenta de manera irracional,
“en las pesadillas y en las acciones repetitivas del superviviente”. Ello nos
muestra cómo la versión psicoanalítica de la teoría popular del trauma
va más allá de la ilustrada: “El trauma no se puede localizar en el simple
acontecimiento violento u original del pasado del individuo, sino en la
manera en la que su naturaleza no ha podido asimilarse en la realidad —la
forma en la que precisamente no se conoció en el primer momento— y
vuelve para acosar después al superviviente”. Sin embargo, cuando Caruth
describe los síntomas traumáticos, vuelve al tema de la objetividad y sugiere
que esos síntomas que “nos hablan de una realidad son una verdad que no
está disponible de otra forma” (Caruth, 1995: 3-4)10.
La influencia enorme de esta versión psicoanalítica de la teoría popu-
lar del trauma se puede ver en la manera como ha inspirado los esfuerzos
recientes de los académicos latinoamericanos para llegar a asimilar las bru-
talidades traumáticas de los recientes regímenes dictatoriales en su región.
Muchos de estos estudios, como es obvio, son investigaciones puramente
empíricas sobre el alcance de la represión o argumentos normativos con
los que se distribuyen responsabilidades y se exigen reparaciones. Sin
embargo, existe un conjunto creciente de obras académicas que se ocupa
de los efectos de la represión en función de los traumas que causa.
La finalidad es restaurar la salud psicológica colectiva mediante el fin de
la represión social y la restauración de la memoria. Para conseguir ambas
cosas, los científicos sociales destacan la importancia de hallar algunos
medios colectivos, como actos públicos de conmemoración, representa-
ciones culturales y luchas políticas, que permitan terminar con la represión
y expresar las emociones reprimidas de pérdida y duelo. Aunque es muy
laudable en términos morales, y sin duda también es muy útil en términos
10 Otra obra iluminadora e influencia dentro de esta tradición sería Representing the
Holocaust: History, Theory, Trauma (LaCapra, 1994).

134 Parte II. Trauma cultural


de promover el discurso público y mejorar la autoestima, ese tipo de obras
académicas de tendencia política se ve constreñido por los límites del
sentido común profano. Los sentimientos traumatizados de las víctimas y
las acciones que deberían adoptarse en respuesta a ellos se tratan como si
fueran reacciones no mediadas, producto del sentido común, frente a la
represión misma. Elizabeth Jelin y Susana Kaufmann (2000), por ejemplo,
dirigieron un ambicioso proyecto sobre memoria y narrativa financiado por
la Fundación Ford, en el que participaba un equipo de investigadores de
distintos países de Sudamérica. En el concluyente informe donde recogen
sus primeras conclusiones, Layers of Memory: 20 Years After in Argentina,
contrastan la insistencia, por parte de las víctimas, de que se registre la
realidad de los acontecimientos y las experiencias traumáticas, con la falta
de reconocimiento, por parte de los perpetradores y sus partidarios con-
servadores, quienes insisten en mirar al futuro y olvidar el pasado:
Las confrontaciones son entre las voces de aquellos que piden la conme-
moración, el recuerdo de las desapariciones y de la tortura y la denuncia
de los represores, y aquellos que se empeñan en actuar como si aquí no
hubiera pasado nada.

Jelin y Kaufmann llaman a esas fuerzas conservadoras “espectadores


del horror” que afirman que “no sabían” y “no veían”. Pero debido a que el
acontecimiento —la represión traumatizante— fue real, esas negaciones
no dan resultado: “La memoria individual de la gente no puede borrarse
o destruirse por decreto o por la fuerza”. Los intentos por conmemorar
a las víctimas de la represión se presentan como esfuerzos por restaurar
la realidad objetiva de los acontecimientos brutales, por separarlos de las
distorsiones inconscientes de la memoria: “Los monumentos conmemora-
tivos y los museos son […] intentos por hacer declaraciones y afirmaciones,
por crear una materialidad con un significado político colectivo y público;
una evocación física de un pasado político conflictivo”.

La falacia naturalista
La noción de trauma que se ha expresado mediante estos enfoques ilus-
trados y psicoanalíticos ha pasado de ser una idea presente en el lenguaje

Trauma cultural e identidad colectiva 135


ordinario a un concepto intelectual de los lenguajes académicos de diversas
disciplinas. Sin embargo, ambas perspectivas comparten la ‘falacia natu-
ralista’ de la comprensión popular de la que derivan. Mi propio enfoque
se basa en un rechazo a esta falacia. En primer lugar, y ante todo, sostengo
que los acontecimientos no crean traumas colectivos ni por sí mismos ni
en sí mismos. El trauma es una atribución socialmente mediada. La atri-
bución puede ocurrir en tiempo real, a medida que el acontecimiento se
desarrolla; puede también ocurrir con anterioridad al acontecimiento, como
un presagio; o después de que haya concluido el acontecimiento, como
ocurre en la reconstrucción post hoc. A veces, de hecho, acontecimientos
que son profundamente traumatizantes puede que no hayan ocurrido en
absoluto. Sin embargo, esos acontecimientos imaginados pueden ser tan
traumatizantes como otros que hayan ocurrido en la realidad.
Esa idea de acontecimiento traumático ‘imaginado’ parece sugerir
la clase de proceso que Benedict Anderson (2005) describe en Comu-
nidades imaginadas. La preocupación de Anderson no es el trauma en
sí, sino las clases de narrativas ideológicas plenamente conscientes de
la historia nacionalista. Sin embargo, estas creencias colectivas afirman
muchas veces la existencia de algún trauma nacional. En el curso de la
definición de la identidad nacional, las historias nacionales se construyen
alrededor de heridas que reclaman venganza. El siglo xx ha estado reple-
to de ejemplos de airados grupos nacionalistas y de sus representantes
intelectuales y portavoces en los medios de comunicación que afirman
que agentes de grupos políticos y étnicos putativamente antagónicos
les causaron heridas traumáticas, lo cual les proporciona la justificación
para sus propias invasiones ‘defensivas’ y para la limpieza étnica. El caso
típico de esa construcción militarista del trauma nacional primordial fue
la afirmación grotesca de Adolfo Hitler de que la conspiración interna-
cional judía había sido responsable de la derrota traumática de Alemania
en la Primera Guerra Mundial.
Lo que Anderson quiere decir con ‘imaginado’ no es, de hecho, exac-
tamente lo que tengo en mente aquí. Ese autor hace uso de este concepto
con el propósito de señalar la cualidad completamente ilusoria, carente
de base empírica y no existente del acontecimiento original. Anderson

136 Parte II. Trauma cultural


estaba horrorizado por la ideología del nacionalismo y su análisis de las
comunidades nacionales imaginadas corresponde a una ‘crítica ideológi-
ca’. Por ello, Anderson aplica la clase de perspectiva ilustrada que invade
la teoría popular del trauma y que yo estoy criticando aquí. No es que
los traumas no se construyan alguna vez a partir de acontecimientos no
existentes. Sin duda así pasa. Pero es demasiado fácil aceptar la dimensión
imaginada del trauma cuando la referencia se hace sobre todo a afirma-
ciones como esas, que señalan acontecimientos que nunca ocurrieron o
cuya representación supone exageraciones que sirven a una fuerza política
obviamente agresiva y dañina. Nuestro enfoque de la idea de ‘imaginado’ se
parece más a lo que Durkheim quería significar en Las formas elementales
de la vida religiosa cuando escribió acerca de la “imaginación religiosa”.
La imaginación es intrínseca al propio proceso de representación. Cap-
tura una experiencia incipiente y le da una forma concreta a través de la
asociación, la condensación y la creación estética.
La imaginación inspira la construcción del trauma en ambos casos:
cuando la referencia se hace a algo que ha ocurrido realmente y cuando
no ha ocurrido. Sólo mediante el proceso imaginario de la representación,
los actores adquieren el conocimiento de la experiencia. Incluso cuando
las reivindicaciones de las víctimas están moralmente justificadas —son
democráticas desde el punto de vista político y progresistas socialmente—,
tales reivindicaciones no se pueden asumir como respuestas automáticas
o espontáneas a la naturaleza real del acontecimiento mismo. Aceptar la
posición constructivista en esos casos puede ser difícil, porque la preten-
sión de verosimilitud es fundamental para la percepción misma de que
ha ocurrido un trauma. Sin embargo, aunque cada afirmación acerca del
trauma tiene la pretensión de ser una realidad ontológica, como sociólogos
culturales no estamos preocupados por la exactitud de las pretensiones
de los actores sociales y mucho menos con evaluar su justificación moral.
Sólo nos preocupa cómo y en qué condiciones se producen esas preten-
siones y qué resultados tienen. Lo que nos preocupa no es la ontología
ni la moralidad, sino la epistemología.
La condición traumática se atribuye a fenómenos reales o imaginados,
no a causa de su peligrosidad o de su imprevisión objetivas, sino porque

Trauma cultural e identidad colectiva 137


se cree que estos fenómenos han afectado de manera abrupta o dañina a
la identidad colectiva. La seguridad individual se ancla en estructuras
constituidas por expectativas culturales y emocionales que proporcionan
un sentido de seguridad y de capacidad ante la existencia. Estas expec-
tativas y capacidades, a su vez, están arraigadas en las expectativas de
las colectividades de las cuales hacen parte los individuos. La cuestión
no es la estabilidad de una colectividad en el sentido material o en su
comportamiento, aunque sea parte de ello sin duda. Lo que está en juego,
más bien, es la identidad de la colectividad, su estabilidad en términos
de significado, no de acción.
La identidad supone un referente cultural. Sólo si los significados
estructurados de una colectividad se ven bruscamente desplazados, se
asigna una condición traumática a un acontecimiento. Son los signifi-
cados los que proporcionan el sentido de estar sufriendo un shock y de
estar atemorizados, y no los acontecimientos en sí. Que las estructuras
de significado se vean o no desestabilizadas y alteradas no es producto
de un acontecimiento, sino resultado de un proceso sociocultural. Es un
efecto causado por el ejercicio de la agencia humana, de la imposición
exitosa de un sistema de clasificación cultural. Este proceso cultural se
ve profundamente afectado por las estructuras de poder y por las habi-
lidades contingentes de los actores sociales reflexivos.

El proceso social del trauma cultural


En el orden del sistema social, las sociedades pueden experimentar alte-
raciones enormes que nunca llegan a ser traumáticas. Las instituciones
pueden no funcionar bien. Puede que las escuelas no eduquen o que
incluso fracasen penosamente a la hora de proporcionar hasta las com-
petencias más básicas. Puede que los Estados no estén en capacidad de
garantizar ni siquiera las protecciones más básicas e incluso padecer las
crisis más graves de deslegitimación. Los sistemas económicos pueden
haberse alterado mucho, al punto de que sus funciones de asignación de
recursos no sean capaces ni siquiera de proporcionar los bienes básicos
necesarios. Esos problemas son reales y fundamentales, pero no son, en

138 Parte II. Trauma cultural


ningún caso, por fuerza, traumáticos para los miembros de las colectivi-
dades afectadas y mucho menos para la sociedad en su conjunto. Para que
los traumas surjan en la colectividad, las crisis sociales se deben convertir
en crisis culturales. Los acontecimientos son algo bien distinto de las
representaciones de esos acontecimientos. El trauma no es producto del
dolor padecido por un grupo. Es el resultado de esa incomodidad extrema
que penetra en el núcleo de sentido que tiene la colectividad acerca de
su propia identidad. Los actores colectivos ‘deciden’ representar el dolor
social como una amenaza primaria al sentido de quiénes son, de dónde
provienen y a dónde quieren ir. En esta sección presento los procesos
que definen la naturaleza de estas acciones colectivas y los procesos
culturales e institucionales a través de los cuales se estructuran.

La construcción de pretensiones: la espiral de significado


La distancia entre acontecimiento y representación se puede concebir
como el ‘proceso traumático’. Como tales, las colectividades no toman
decisiones; son los agentes sociales quienes lo hacen (Alexander & ál.,
1987; Sztompka, 1993). Las personas que componen las colectividades
generan representaciones simbólicas —caracterizaciones— de los acon-
tecimientos pasados, presentes y futuros que se forman en la sociedad.
Generan esas representaciones como miembros de un grupo social. Esas
representaciones del grupo se pueden ver como ‘pretensiones’ acerca de
la forma que adopta la realidad social, sus causas y las responsabilidades
por las acciones que produjeron esas causas. La construcción cultural
del trauma comienza a partir de una pretensión de ese tipo 11. Es una pre-
tensión de haber sufrido algún daño primordial, la expresión manifiesta
de la profanación sobrecogedora de algún valor sagrado, una narrativa
acerca de un proceso social terriblemente destructivo y una demanda de
reparación y reconstitución emocional, institucional y simbólica.

11 El concepto de “pretensiones” se extrae de las obras sociológicas sobre pánico moral.


Véase Thompson, l998.

Trauma cultural e identidad colectiva 139


Los grupos transmisores
Esas pretensiones las presentan los agentes colectivos del proceso del
trauma, que Max Weber (1964) llamó grupos transmisores en su socio-
logía de la religión12. Estos grupos tienen intereses ideales y materiales;
se sitúan en lugares particulares de la estructura social, y tienen talentos
discursivos particulares para expresar las mencionadas pretensiones
(que podríamos llamar creación de significados) en la esfera pública. Los
grupos transmisores pueden ser elites, pero también pueden ser clases
sociales denigradas y marginadas. Pueden ser prestigiosos líderes o grupos
religiosos a los que la mayoría ha designado como parias espirituales. Un
grupo transmisor puede ser generacional y representar las perspectivas e
intereses de una generación más joven frente a los de la más vieja. Puede
ser nacional y colocar la nación propia contra un enemigo putativo. Puede
ser institucional y representar a un sector u organización social particular
frente a otras dentro de un orden social fragmentado y polarizado.

Audiencia y situación: la teoría de los actos del habla


El proceso del trauma se puede relacionar, en este sentido, con los actos
del lenguaje13. Los traumas, como los actos del habla, tienen los siguientes
elementos:
12 En relación con las cuestiones de cambio y conflicto culturales, el concepto de
Weber se ha desarrollado más detalladamente por Eisenstadt (1982: 299-314) y
más recientemente por Giesen (l998). Los grupos reivindicativos se corresponden
también con el concepto de “intelectuales de los movimientos” desarrollado, en un
contexto diferente, por Eyerman & Jameson., l991. Smelser (1974: 9-142) aclara
las bases de grupo para realizar reivindicaciones en su reformulación de la idea de
“estados” de Tocqueville. Véase también Wittrock (1991: 76-87).
13 La fundación de una teoría de los actos del habla se puede encontrar en la interpre-

tación y extensión de Wittgenstein, inspirada pragmáticamente, y desarrollada por


John Austin (1982). En una obra que hoy es clásica, Austin desarrolló la idea de que
el habla no sólo se dirige a la comprensión simbólica, sino que logra lo que se conoce
como “fuerza ilocucionaria”, es decir, al efecto pragmático que tienen sobre la interac-
ción social. El modelo logra su elaboración más detallada en John Searle (2001). En
la filosofía contemporánea, ha sido Jurgen Habermas (1987) quien ha demostrado
cómo la teoría de los actos del habla es relevante para la acción social y la estructura
social. Para una aplicación orientada culturalmente de esta perspectiva habermasiana
de aplicación a los movimientos sociales, véase María Pía Lara (1999).

140 Parte II. Trauma cultural


1. Hablante: el grupo transmisor.
2. Audiencia: el público, putativamente homogéneo, pero fragmentado
en términos sociales.
3. Situación: el entorno histórico, cultural e institucional dentro del
cual ocurren los actos del habla.
El fin del hablante es proyectar de forma persuasiva la reivindicación del
trauma a una audiencia-público. Para hacerlo, el grupo transmisor recurre
a las particularidades de la situación histórica, los recursos simbólicos que
tiene en su mano y las restricciones y oportunidades que le proporcionan
las estructuras institucionales. En primer lugar, como es obvio, la audiencia
del hablante deben ser los miembros del propio grupo transmisor. Si tiene
éxito en la comunicación ilocucionaria, se puede convencer a los miembros
de esta colectividad generadora de la comunicación de que están trauma-
tizados por un acontecimiento excepcional. Sólo después de ese logro se
puede ampliar la audiencia de la reivindicación traumática para que incluya
a otros públicos que forman parte de la ‘sociedad en general’.

Clasificaciones culturales:
la creación del trauma como una nueva narrativa maestra
Para superar la distancia existente entre acontecimiento y representación
se depende de aquello que Kenneth Thompson ha llamado, en referencia al
tópico de los pánicos morales, una espiral de significado14. La representación
del trauma depende de construir un marco convincente de clasificación
cultural. En cierto sentido, es simplemente contar una nueva historia. Ese
contar la historia es, al mismo tiempo, un proceso simbólico complejo y
multivalente que es contingente, recibe una oposición fuerte y a veces es
muy polarizador. Para que la audiencia general termine persuadiéndose
de que ellos también han terminado siendo víctimas del trauma producto
de una experiencia o un acontecimiento, el grupo transmisor necesita
realizar un exitoso trabajo de creación de significado.
14 Kenneth Thompson (1998, 20-4) habla también de un “proceso de representación”.
Stuart Hall (1997) desarrolla una idea parecida, pero con ella quiere referirse a algo
más específico de lo que tengo aquí en mente, que es la articulación de los discursos
que no se han vinculado entre sí antes de que comenzara el pánico.

Trauma cultural e identidad colectiva 141


Hay cuatro representaciones críticas esenciales para la creación de una
nueva narrativa maestra. Mientras que situaré estas cuatro dimensiones
de la representación en una secuencia analítica, no pretendo sugerir
temporalidad. En la realidad social, estas representaciones se desarrollan
de una manera entrecruzada que es todo el tiempo autorreferencial. La
causalidad es simbólica y estética, y no es secuencial o progresiva, sino un
proceso de “valor añadido” (Smelser, 1962).
Las preguntas a las cuales un proceso exitoso de representación colectiva
debe proporcionar respuestas convincentes son las siguientes.
La naturaleza del dolor. ¿Qué fue lo que realmente pasó; qué fue lo
que le pasó a ese grupo concreto y a la colectividad más amplia de la que
forma parte?
• ¿El desenlace de la guerra de Vietnam dejó una herida ulcerosa en
la psique estadounidense o se incorporó a ella como una forma de
experiencia más o menos rutinaria? Si se causó una herida destruc-
tiva, ¿en qué consistió exactamente? ¿El ejército estadounidense
perdió la guerra de Vietnam o el trauma de Vietnam consistió en
el dolor de que las manos de la nación estuvieran “atadas atrás, a
la espalda”?15
• ¿Murieron cientos de personas de etnia albana en Kosovo, o fueron
más bien decenas de miles o incluso cientos de miles? ¿Murieron a
causa del hambre o del desplazamiento durante el curso de la guerra
civil, o fueron asesinados deliberadamente?
• ¿La esclavitud fue un trauma para los afroamericanos? ¿O fue, como
algunos historiadores revisionistas han afirmado, simplemente una
forma muy rentable de producción económica? En caso de ser esto
último, entonces podría ser que la esclavitud no hubiera producido
dolor traumático. Si es lo primero, entonces sin duda implicó un
control físico traumatizante y brutal (Eyerman, 2002).

15 Con respecto a la contingencia de este proceso mediante el cual se establece la


naturaleza del dolor, la naturaleza de la víctima y la respuesta posterior apropiada
frente al ‘trauma’ creado por la Guerra del Vietnam, véase Gibson (1994).

142 Parte II. Trauma cultural


• ¿El conflicto intestino étnico y religioso en Irlanda del Norte du-
rante los últimos treinta años fue una “revuelta civil y terrorismo”,
como una vez lo describió la reina Isabel, o una “guerra sangrienta”,
como afirmaba el ira?
• ¿Murieron menos de cien personas a manos de los soldados japo-
neses en Nanking, China, en 1938, o fueron trescientas mil? ¿Estas
muertes fueron producto de una ‘masacre’ realizada por uno solo
de los contendientes o de un ‘enfrentamiento feroz’ entre ejércitos
en guerra? (Chang, 1997).

La naturaleza de la víctima. ¿Qué grupos de personas resultaron


afectadas por el dolor traumatizante? ¿Fueron individuos o grupos con-
cretos, o la categoría mucho más general de la ‘gente’ como tal? ¿Recibió
un grupo concreto y delimitado el impacto del dolor o fueron varios los
grupos que lo padecieron?
• ¿Fueron los judíos alemanes las principales víctimas del Holocaus-
to o el grupo de víctimas se debería ampliar e incluir a los judíos
que habitaban en Rusia, a la judería europea o al pueblo judío en
su conjunto? ¿Los millones de ciudadanos polacos que murieron
a manos de los nazis alemanes fueron también víctimas del Ho-
locausto? ¿Fueron también víctimas del Holocausto perpetrado
por los nazis los comunistas, los socialistas, los homosexuales y las
personas con minusvalías psíquicas y físicas?

• ¿Los albanos kosovares fueron las principales víctimas de la lim-


pieza étnica o los serbios kosovares fueron también víctimas casi
por igual?

• ¿Los afroamericanos son las víctimas de las condiciones traumati-


zantes y brutales de los desolados centros urbanos de los Estados
Unidos, o las víctimas de esas condiciones urbanas son los miembros
de una ‘subclase’ definida en términos económicos?

• ¿Los indios norteamericanos fueron las víctimas de los coloniza-


dores europeos o las víctimas era un grupo concreto, de naturaleza
especialmente agresiva, de naciones indias?

Trauma cultural e identidad colectiva 143


• ¿Las naciones no occidentales o del Tercer Mundo son víctimas
de la globalización, o sólo son víctimas las menos desarrolladas, o
peor dotadas, entre ellas?

La relación de la víctima del trauma con la audiencia más general.


Incluso cuando la naturaleza del dolor se ha cristalizado y ha quedado
establecida la identidad de la víctima, todavía se debe responder la pregunta
muy relevante de la relación de la víctima con la audiencia más general.
¿Hasta qué punto los miembros de la audiencia a la que se dirigen las
representaciones traumáticas se identifican con el grupo victimizado de
manera inmediata? Lo normal es que al comienzo del proceso del trauma
la mayoría de los miembros de las audiencias crean que existe muy poca
relación, si acaso, entre ellos mismos y el grupo victimizado. Sólo si las
víctimas se representan en términos de cualidades valoradas y compar-
tidas por una identidad colectiva más amplia, esa audiencia será capaz
de participar simbólicamente en la experiencia del trauma originario
(Wittrock, 1991: 76-87).
• Los ciudadanos de Europa Central de hoy en día reconocen a los
gitanos como víctimas del trauma, como transmisores de una his-
toria trágica. Sin embargo, en la medida en que un gran número de
europeos de Europa Central representan al “pueblo romaní” como
un pueblo desviado e incivilizado, no han convertido el pasado
trágico de ese pueblo en algo suyo.
• Grupos influyentes de alemanes y polacos han reconocido que los
judíos fueron víctimas de asesinatos en masa, pero con frecuencia
se han negado a reconocer en la forma en la que viven sus propias
identidades nacionales alguna influencia del trágico destino de
los judíos.
• ¿La brutalidad policial que traumatizó a los activistas de los
derechos civiles en Selma, Alabama, en 1965, hizo que los
blancos estadounidenses que contemplaron los acontecimien-
tos en sus televisiones, en la seguridad del Norte no segregado,
se identificaran con ellos? ¿La historia de la dominación racial
estadounidense ha quedado relegada a una época totalmente

144 Parte II. Trauma cultural


separada o se concibe como una cuestión contemporánea gracias
a la reconstrucción de la memoria colectiva?
Atribución de responsabilidad. Al crear una narrativa convincente del
trauma, la identidad del perpetrador —el ‘antagonista’— es crucial para
establecer quién es la víctima que ha sufrido el perjuicio y quién causó el
trauma. Esta cuestión es siempre producto de una construcción simbólica
y social.
• ¿‘Alemania’ creó el Holocausto o lo hizo el régimen nazi? ¿El crimen
cometido fue producto únicamente de las fuerzas de la ss o toda la
Werhmacht (el ejército nazi en su totalidad) estuvo también involu-
crada en profundidad? ¿El crimen implicaba a los soldados ordinarios,
a los ciudadanos ordinarios, a los alemanes católicos y también a los
protestantes? ¿La única generación responsable de alemanes fue la
más antigua, o las generaciones posteriores también lo son?
Este proceso de representación crea una nueva narrativa maestra de
sufrimiento social.

Esferas institucionales
Este proceso de representación crea una nueva narrativa maestra de sufrimiento
social. Esa reclasificación cultural es vital para el proceso que hace que una
colectividad termine traumatizada16. Pero no se transforma en lo que Haber-

16 La representación de Maillot (2000) de las dificultades del proceso de paz de Irlanda


del Norte combina estos aspectos diferentes del proceso de clasificación. Ninguno
de los “agentes de la violencia” estaría de acuerdo sobre las razones de la violencia
y sobre su naturaleza. De hecho, sólo los partidarios del ira y, en mucha menor
medida, parte de la comunidad nacionalista, estarían de acuerdo en que hubo una
“guerra” real. Para un sector importante de la comunidad unionista, el ira tiene toda
la culpa. “Toda nuestra comunidad, de hecho todo nuestro país, ha sido víctima del
ira durante más de 30 años ––dijo Ian Paisley, hijo–– […] Como todas las otras
cuestiones discutidas en los días previos al Acuerdo del Good Friday, la cuestiones
en torno a las víctimas demostró ser muy emocional y controvertida […] una asunto
que permitió que todos los participantes ventilasen sus frustraciones y su ira, y que
reveló los diferentes enfoques que tomaría cada lado. De hecho, el término mismo de
‘víctimas’ demostró ser muy controvertido, puesto que los participantes no estaban
de acuerdo en qué personas constituían ese grupo”.

Trauma cultural e identidad colectiva 145


mas llama una situación transparente del habla17. El concepto de situación
transparente del habla se postula por Habermas como un ideal normativo que
es esencial para el funcionamiento democrático de la esfera pública y no como
una descripción empírica. En la práctica social contemporánea, los actos de
habla nunca se manifiestan de una forma no mediada. La acción lingüística
está fuertemente mediada por la naturaleza de las esferas institucionales y las
jerarquías de estratificación dentro de las cuales ocurre esa acción.
1. Si el proceso del trauma se manifiesta en la esfera religiosa, su pre-
ocupación sería vincular el trauma a la teodicea.
• En el relato de la Tora sobre Job, por ejemplo, se dice: “¿Dios, por
qué has permitido este mal?” Las respuestas a esa clase de preguntas
originan indagaciones acerca de si los seres humanos se están des-
viando de la ética inspirada por la divinidad y del derecho sagrado
y de cómo lo están haciendo, o si la existencia del mal significa que
Dios no existe.
2. En la medida en que la creación de significado tenga lugar en la es-
fera de lo estético, el trauma se canalizará a través de géneros y narrativas
específicas que buscarán producir una identificación de la imaginación
con ellas y una catarsis emocional.
• En las primeras representaciones del Holocausto, por ejemplo, el trági-
co Diario de Anna Frank tuvo un papel crucial y en los últimos años se
ha desarrollado todo un nuevo género de ‘literatura del superviviente’.
En la época posterior al etnocidio en Guatemala, en el que 200 mil
indios mayas fueron asesinados y pueblos completos destruidos, un
etnógrafo grabó cómo en el pueblo de Santa María Tzeja el teatro se
“utilizaba para confrontar públicamente el pasado”:

Un grupo de adolescentes y […] un profesor norteamericano, director de


la escuela comunitaria, escriben una obra de teatro que documenta lo que
se ha experimentado en Santa María Tzeja. Llaman a esa obra Nada hay

17 El concepto de transparencia, tan necesario para crear una teoría normativa o filo-
sófica de lo que Habermas ha llamado su “ética del discurso”, debilita la creación
de una teoría sociológica.

146 Parte II. Trauma cultural


oculto, que no haya de saberse (Mateo 10:26) y los habitantes del pueblo la
representarán. La obra no sólo recuerda lo que pasó en el pueblo de una
manera firme y resuelta, sino que muestra didácticamente cuáles fueron las
leyes y derechos que violaron los militares. La obra cita de manera precisa
y oportuna los artículos de la Constitución guatemalteca que se violaron,
lo que no suele ser la norma en los textos dramáticos. Pero en Guatemala
leer la Constitución puede ser un acto profundamente dramático. No
podía evitarse que las funciones condujesen a discusiones emocionantes y
a veces acaloradas. [La producción] tuvo un impacto catártico en el pueblo
(Hinton, 2001a: 303).
Como nos sugiere este ejemplo, los medios de comunicación son im-
portantes en este campo estético, pero no son necesarios.
• En los tiempos que siguieron al bombardeo de ochenta días de la
otan, que obligó a los serboyugoslavos a abandonar la dominación
violenta que habían ejercido durante más de una década sobre el
Kosovo albanés, los largometrajes serbios proporcionaron canales
para que las masas revivieran ese periodo de sufrimiento, a pesar de
que los cineastas caracterizaran a los protagonistas, a las víctimas y
la propia naturaleza del trauma de maneras muy diferentes.

Es difícil ver por qué cualquier persona que hubiera sobrevivido a los setenta
días de bombardeos en 1999 querría revivir la experiencia en un cine, y
repetir las memorias de toda una década asesina que terminó en octubre
con la caída del presidente Slobadan Milosevic. Y aún así, la industria del
cine yugoslavo es casi lo único que ha hecho durante el año pasado. [En uno
de los largometrajes, el protagonista explica que] no podría ser más fácil
matar a alguien […]: “Se te quedan mirando fijamente, lloran y suplican,
y les disparas, y ese es su final y el final de la historia. Luego, naturalmente,
todos vuelven y quieren arreglar las cosas, pero ya es demasiado tarde. Esa
es la razón por la cual la verdad siempre retorna para juzgar a los hombres”
(Watson, 2001: A1-6).

3. Cuando la clasificación cultural entra en la esfera jurídica, ella somete


a lo cultural debido a la exigencia de que se pronuncie una decisión defi-
nitiva acerca de las responsabilidades legalmente vinculantes, se asigne un
castigo y se concedan indemnizaciones. Una manifestación social de esa

Trauma cultural e identidad colectiva 147


clase puede que no tenga nada que ver con que los perpetradores acepten
su responsabilidad o con que una audiencia más amplia se identifique con
aquellos que sufrieron a medida que el trauma se fue produciendo.
• Con respecto a las definiciones obligatorias sobre qué son crímenes
de guerra y crímenes contra la humanidad, los Juicios de Núremberg
de 1945 fueron esenciales. Crearon un nuevo y revolucionario dere-
cho y hubo docenas de acusaciones exitosas pero, aún así, en ningún
caso tuvieron éxito en forzar al pueblo alemán a que reconocieran
ellos mismos la existencia de los traumas nazis y muchos menos su
responsabilidad por los mismos (Giesen, 2004c). Sin embargo, las
normas jurídicas que se utilizaron en Núremberg se desarrollaron
en mayor detalle en las décadas posteriores, y establecieron las
bases para docenas de demandas judiciales que recibieron mucha
publicidad y que en los últimos años han generado escenificaciones
dramáticas y han desencadenado profundos efectos morales. En
estos juicios por ‘crímenes contra la humanidad’ han participado,
además de individuos, organizaciones nacionales.
• Debido a que ni los gobiernos japoneses de la posguerra ni las au-
diencias japonesas de mayor influencia han reconocido siquiera los
crímenes de guerra causados por sus políticas de guerra imperiales,
y mucho menos asumido responsabilidad por ellos, hasta hace poco
tiempo ninguna demanda judicial solicitando una indemnización
por las atrocidades imperiales ha avanzado mucho en el sistema
judicial japonés. Cuando los observadores explican por qué una
demanda contra la unidad de combate del Imperio japonés asig-
nada a la guerra biológica ha terminado finalmente por abrirse
camino en los tribunales, señalan la especificidad y la autonomía
del campo jurídico.
Como miembro del equipo japonés asignado a la guerra biológica, conocido
como Unidad 731, se le dijo al señor Shinozuka que si alguna vez era capturado
por los chinos, su deber hacia el emperador Hirohito era cometer suicido en
lugar de poner en peligro el secreto de un programa que violaba de manera tan
clara el derecho internacional […] Hoy, cincuenta y cinco años después, es un
anciano de setenta y siete años. Pero todavía acosado por el remordimiento,

148 Parte II. Trauma cultural


ha hablado y nos ha proporcionado ante un tribunal japonés el primer relato
de un veterano acerca de la manera en que actuaba esa famosa unidad […]
Que este caso, que ahora está en sus últimas etapas procesales, no haya sido
rechazado como muchos otros se ha debido en parte a una esforzada inves-
tigación jurídica y a la cooperación en torno a la estrategia de los abogados
japoneses más importantes. Los juristas que demandaron al gobierno dicen
que el hecho de que este caso se haya convertido en el primero en que un juez
ha permitido que se presenten en el juicio una gran cantidad de pruebas, en
lugar de declararlas inadmisibles precipitadamente, puede ser también una
prueba de que se está dando un importante cambio sobre el asunto de las
reparaciones (French, 2000: A3).

4. Cuando el proceso del trauma entra en el mundo científico, se somete


entonces a unas reglas de prueba de una clase muy diferente y se suscitan
controversias entre académicos, además de que se producen ‘revelacio-
nes’ y ‘revisiones’ de los hechos y representaciones históricas. Cuando el
historiador se esfuerza por definir un acontecimiento histórico como
traumático, debe documentar mediante métodos aceptables para los
académicos la naturaleza del dolor, cuáles son las víctimas y la asignación
de responsabilidad por los hechos. Al hacerlo, el proceso de clasificación
cultural origina con frecuencia violentas controversias metodológicas.
• ¿Cuáles fueron las causas de la Primera Guerra Mundial? ¿Quién
fue responsable de su estallido? ¿Quiénes fueron sus víctimas?
• ¿Los japoneses pretendieron ejecutar un ataque ‘sorpresa’ contra
Pearl Harbor, o el mensaje enviado por el gobierno imperial de
Japón llegó tarde a Washington, d.c., como consecuencia de un
descuido y de la confusión diplomática?
• La controversia alemana acerca de la Historichstreit atrajo la aten-
ción internacional en los años ochenta y cuestionó el énfasis que
los nuevos académicos conservadores ponían en el anticomunismo
como la motivación que tuvieron los nazis para hacerse con todo
el poder y establecer políticas antijudías. En los años noventa,
la obra de Daniel Goldhagen, Hitler’s Willing Executioners, fue
atacada por la mayoría de los historiadores por poner excesivo
énfasis en la excepcionalidad del antisemitismo alemán.

Trauma cultural e identidad colectiva 149


5. Cuando el proceso de trauma penetra los medios de comunicación
se abren nuevas oportunidades, pero al mismo tiempo se imponen una
clase específica de restricciones. Los medios de comunicación permiten
una dramatización de los traumas por motivos estéticos y permiten que
algunas de las interpretaciones competidoras sobre los acontecimientos
obtengan un enorme poder persuasivo frente a las otras. Sin embargo,
al mismo tiempo, este proceso de representación queda sometido a las
restricciones que provienen de la manera en la que hay que comunicar las
noticias, con sus exigencias de concisión, neutralidad ética y equilibrio
de perspectivas. Por último, existe una competencia por los lectores que
inspira en muchas ocasiones lo que puede suponer una producción exa-
gerada y distorsionada de ‘noticias’ en los periódicos y revistas de mayor
circulación. Cuando se informa finalmente que un acontecimiento es
un trauma, que un grupo particular está ‘traumatizado’ y que hay otro
grupo de perpetradores de ese trauma, los políticos y las otras elites
pueden arremeter contra los medios de comunicación, sus propietarios
y muchas veces contra los periodistas cuyas informaciones determinaron
la existencia de los hechos traumáticos.
• Durante los traumas de finales de los años sesenta, las noticias de
la televisión estadounidense retransmitían imágenes en los cuartos
de estar de los ciudadanos de ese país que evocaban el sufrimiento
de los civiles durante la guerra de Vietnam. Estas imágenes fueron
aprovechadas por los críticos de la guerra. El político conservador
estadounidense, el vicepresidente Spiro Agnew, inició un ataque
virulento contra los medios de comunicación “liberales” y “domi-
nados por los judíos”, por su insistencia acerca del hecho de que la
población civil vietnamita había sufrido un trauma como conse-
cuencia de una guerra controlada por los Estados Unidos.

6. Cuando el proceso del trauma afecta a la burocracia estatal, puede


presionar al poder gubernamental para que se canalice el proceso de re-
presentación. Las decisiones de las ramas ejecutivas de las distintas admi-
nistraciones pueden tener efectos decisivos en el manejo y la canalización
de la espiral de significado que marca el proceso del trauma. Entre esas
decisiones están: crear comisiones nacionales de investigación, promover

150 Parte II. Trauma cultural


votaciones parlamentarias para establecer comisiones de investigación,
estimular investigaciones policiales por iniciativa del Estado y estable-
cer nuevas directrices acerca de cuáles son las prioridades nacionales18.
En la última década, las comisiones independientes de expertos se han
convertido en el vehículo preferido por el Estado para esa participación.
Esos paneles, al disponer y distribuir la participación, al obligar a la
aparición de testigos, al crear una dramaturgia pública cuidadosamente
coreografiada, inclinan el proceso interpretativo en forma poderosa,
puesto que expanden y reducen la solidaridad, y crean o niegan las bases
fácticas y morales de las reparaciones y de las indemnizaciones civiles,
entre otras cosas.

• Al referirse a los cientos de miles de indios mayas que murieron a


manos de las fuerzas contrainsurgentes guatemaltecas entre 1981 y
1983, un etnógrafo de la región afirmó que “sin duda, las horribles
acciones del ejercito infligieron profundas heridas psicológicas en
la conciencia de los habitantes del pueblo, [que también] formaban
parte de un trauma mucho más general”. A pesar de la condición
objetiva del trauma y del dolor y del sufrimiento que causaba, la
capacidad colectiva para reconocerlo y procesarlo se vio inhibida
debido a que el pueblo era “un lugar abocado al silencio y acos-
tumbrado a la impunidad”. En 1994, como parte de la negociación
entre el gobierno guatemalteco y el grupo heterogéneo de fuerzas
insurgentes, se creó una Comisión para el Esclarecimiento Histórico
(ceh) con el propósito de que escuchara el testimonio de las par-
tes afectadas y diera su interpretación. Cinco años después, con la
publicación de las conclusiones, se declaraba que “los agentes del
Estado de Guatemala […] cometieron actos de genocidio contra
grupos del pueblo maya”. Según el etnógrafo, el informe “aturdió
el país”. Al representar en público la naturaleza del dolor, definir
cuáles eran tanto las víctimas como los perpetradores, y asignar
responsabilidades; el proceso del trauma se dio dentro de la esfera
18 Smelser, en Theory of Collective Behavior, describe cómo los agentes estatales y otros
agentes de control social hacen esfuerzos por “manejar y canalizar” lo que hemos
llamado aquí el proceso del trauma.

Trauma cultural e identidad colectiva 151


gubernamental: “Era como si todo el país hubiera estallado en
lágrimas; lágrimas que habían estado reprimidas durante décadas
y lágrimas de reivindicación”.
• A mediados de los años noventa, el gobierno sudafricano que
siguió al apartheid estableció una Comisión para la verdad y la
reconciliación. Compuesto por personas muy respetadas blancas
y de color de todo el mundo, el grupo convocó testigos y celebró
audiencias retransmitidas con gran publicidad acerca del sufri-
miento creado por la represión que caracterizó el periodo de
gobierno afrikáner. El esfuerzo tuvo éxito en una gran medida. Al
generalizar el proceso del trauma más allá de las audiencias pola-
rizadas racialmente, ese proceso se convirtió en una experiencia
compartida en la nueva sociedad sudafricana, más democrática y
solidaria. Esa comisión no se habría podido crear si los negros no
hubieran visto reconocidos sus derechos y se hubieran convertido
en el poder racial dominante.
• En contraste, el Estado japonés posfascista nunca tuvo la voluntad
de crear comisiones oficiales que investigaran los crímenes de
guerra cometidos por sus líderes y soldados imperiales contra los
no japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Con respecto a
la esclavización de decenas de miles —y probablemente centenas
de miles— de “mujeres para el placer”, sobre todo coreanas, que
proporcionaron servicios sexuales a los soldados imperiales, el
gobierno japonés acordó al fin, en los últimos años de la década
de los noventa, distribuir indemnizaciones relativamente simbó-
licas a las mujeres coreanas todavía vivas. Los críticos continuaron
exigiendo que una comisión legitimada oficialmente celebrara
audiencias públicas sobre ese trauma; un proceso de dramatiza-
ción y legalmente vinculante que, a pesar de no que sólo hubiera
dado lugar a una disculpa breve y ambigua con las “mujeres para
el placer”, el gobierno japonés nunca tuvo la voluntad de permitir.
La importancia de esa esfera gubernamental se manifiesta en el
hecho de que estos críticos eventualmente organizaron un tribunal
no oficial ellos mismos.

152 Parte II. Trauma cultural


Según Howard French,
La última semana en Tokio [se refiere a diciembre del 2000], organizaciones
privadas japonesas e internacionales convocaron un tribunal de guerra que
encontró a los líderes militares japoneses, incluyendo al emperador Hirohito,
culpables de crímenes contra la humanidad por la esclavitud sexual que le
impusieron a decenas de miles de mujeres en los países controlados por los
japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. El tribunal no tiene poder
legal para ordenar compensaciones para las supervivientes entre las llamadas
mujeres de confort militar19. Pero sus jueces y abogados, nombrados de
entre los miembros de los tribunales internacionales para los países que
fueron parte de Yugoslavia y para Ruanda, le dan al tribunal una autoridad
moral sin equivalente sobre una cuestión que rara vez se discute o enseña
en Japón (French, 2000: A3).

Jerarquías estratificantes
Las limitaciones impuestas por los campos institucionales se ven condi-
cionadas por la desigual distribución de recursos materiales y por las redes
sociales que proporcionan un acceso diferenciado a ellos.
¿Quiénes son los dueños de los periódicos? ¿En qué grado los perio-
distas son independientes del control político y financiero?
¿Quién controla las órdenes religiosas? ¿Internamente son autoritarias
o sus correligionarios pueden ejercer una influencia independiente?

19 (N. del E.) la frase “mujeres de confort militar” fue un eufemismo usado en el
Japón para referirse a las mujeres, la mayoría de origen coreano, reclutadas a la
fuerza para trabajar en los burdeles militares japoneses en los países ocupados. Por
su parte, el “Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra contra las Mujeres
sobre la Esclavitud Sexual Militar en Japón” fue una iniciativa realizada por diversas
organizaciones de mujeres y víctimas de la guerra, en asocio con abogados y exper-
tos internacionales, para realizar un tribunal no oficial o de opinión. El tribunal
se realizó del 8 al 12 d diciembre del 2000 en Tokio y centró sus demandas en la
responsabilidad del Emperador y el gobierno japonés durante la guerra al permitir y
promover la esclavitud sexual de mujeres del Asia Pacífico. A pesar de no contar con
poder legal el Tribunal logró generar un debate muy importante en Japón sobre la
responsabilidad del gobierno ante las víctimas y abrir la puerta para acciones legales
más concretas.

Trauma cultural e identidad colectiva 153


¿Los tribunales son independientes? ¿Cuál es el margen de acción
disponible para los abogados activistas?
¿Las políticas educativas están sometidas a los movimientos genera-
lizados de la opinión pública o están aisladas mediante procedimientos
burocráticos que se producen en los niveles más centralizados?
¿Quién ejerce control sobre el gobierno?

Como he indicado en mi anterior referencia a la esfera gubernamental,


las administraciones locales, provinciales y nacionales muestran un poder
significativo sobre el proceso del trauma. Lo que hay que considerar aquí
es que estos organismos podrían tener una posición dominante sobre
las mismas partes traumatizadas. En estos casos, las comisiones pueden
justificar las acciones de los perpetradores en vez de dramatizarlas.
• En los años ochenta, los gobiernos conservadores estadounidenses
y británicos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher hicieron muy
poco al comienzo por comunicar los graves peligros causados por la
virulenta epidemia de sida porque no querían que se creara simpatía
hacia las prácticas homosexuales o hacia sus ideologías, o que la gente
se identificara con ellas. Ese defecto permitió que la epidemia se ex-
tendiera a mayor velocidad. Al final, el gobierno Thatcher inició una
campaña general de educación pública sobre los peligros del vih. Ese
esfuerzo le quitó potencia en poco tiempo al pánico moral que había
invadido a la sociedad británica en torno al sida y ayudo a adoptar
las medidas adecuadas de salud pública (Thompson, 1998).
• En el año 2000 comenzaron a aparecer informes en los medios
de comunicación estadounidenses acerca de la masacre de varios
cientos de civiles coreanos por soldados estadounidenses en No
Gun Ri, al inicio de la guerra de Corea. Declaraciones de testigos
coreanos y nuevos testimonios obtenidos de algunos soldados es-
tadounidenses sugerían la posibilidad de que los disparos hubieran
sido hechos de manera intencional y se produjeron acusaciones de
racismo y de haber cometido crímenes de guerra. En respuesta, el
presidente Clinton le ordenó al ejército estadounidense elaborar
su propia investigación oficial de carácter interno. Aunque un

154 Parte II. Trauma cultural


oficial del ejército de alta graduación afirmó que “hemos traba-
jado muy estrechamente con el gobierno coreano para investigar
las circunstancias en torno a No Gun Ri”, el poder de investigar e
interpretar las pruebas era obvio que seguía estando únicamente
en manos de los perpetradores. Por ello, no fue sorprendente que
cuando se anunciaron las conclusiones de la investigación varios
meses después, el ejército estadounidense se declarará inocente de
los cargos que habían amenazado su buen nombre:

No creemos que sea apropiado pedir perdón con respecto a este asunto.
[Aunque] se produjeron algunas bajas civiles a manos de soldados esta-
dounidenses, esa conclusión es muy distinta de la acusación presentada
de que se había producido una masacre en el sentido tradicional de que se
pusieron en fila a personas inocentes y se las acribilló a balazos (New York
Times, 2000: A5).

Revisión de la identidad, memoria y rutinización


‘Experimentar un trauma’ se puede comprender como un proceso sociológico
mediante el cual se define un daño doloroso a la colectividad, se determina la
víctima, se atribuye responsabilidad y se asignan las consecuencias ideológicas
y materiales. En la medida en que los traumas se experimentan de esa forma
y, por consiguiente, son imaginados y representados, se revisará de manera
considerable la identidad colectiva. Esta revisión de la identidad significa
que habrá una búsqueda por rememorar un pasado colectivo, porque la
memoria no es sólo social y fluida, sino que está profundamente conectada
al sentido contemporáneo del yo. Las identidades se están construyendo de
forma continua y se garantizan no sólo al enfrentar el presente y el futuro,
sino también al reconstruir la vida anterior de la colectividad.
Una vez que se reconstruya de esa manera la identidad colectiva, ter-
minará viniendo un período donde las cosas ‘se calmarán’. La espiral de
significados se aplana, el afecto y la emoción se hacen menos vivos, y la
preocupación con la sacralidad y la contaminación de la pureza se atenúa.
El carisma se convierte en rutina, la agitación desaparece, la marginali-
dad da paso a la reagrupación. Según va desapareciendo el discurso del

Trauma cultural e identidad colectiva 155


trauma, extremo y poderoso, que nos afecta a todos, las ‘lecciones’ del
trauma terminan por objetivarse en monumentos, museos y colecciones
de artefactos históricos20. La nueva identidad colectiva se encarnará en
lugares sagrados y se estructurará a través de rituales periódicos. A finales
de los años setenta, el ultramaoísta gobierno del Jemer Rojo había sido
responsable de la muerte de más de un tercio de los ciudadanos camboyanos.
El régimen asesino fue derrocado en 1979. Aunque la fragmentación, la
inestabilidad y el autoritarismo que siguieron en las décadas posteriores
impidieron que el proceso del trauma se manifestara plenamente, los
procesos de reconstrucción y representación, y el trabajo de duelo dieron
lugar a importantes conmemoraciones y rituales, y a una reconstrucción
de la identidad nacional.

Recuerdos vívidos de los horrores del dk [ Jemer Rojo] se nos muestran a


través de las fotografías de las víctimas, los cuadros de los asesinatos y los
instrumentos usados para la tortura en el Museo de Crímenes Genocidas de

20 La no creación de esas remembranzas reflejaba, en la misma proporción, el hecho de


que el sufrimiento traumático no tenía que ser narrado de una manera persuasiva o
no se tenía que generalizar más allá de la población inmediatamente afectada. Ese
fue el caso muy notable, por ejemplo, de los 350 años de esclavitud de los africanos
en los Estados Unidos. En el capítulo 10 de Alexander (2004), Eyerman demuestra
cómo esta experiencia se convirtió en la base traumática para la identidad negra en los
Estados Unidos. Sin embargo, a pesar del hecho de que los blancos estadounidenses
iniciaran lo que se ha llamado la Segunda Reconstrucción en los años sesenta y los
setenta, y a pesar de que los traumas de la esclavitud y el de la posesclavitud hayan
permeado las representaciones en los medios de comunicación y la ficción producidas
por los blancos y los negros, los centros de poder en la sociedad estadounidense
no se han dedicado a crear museos que rememoren el trauma de la esclavitud. Una
carta dirigida al editor de The New York Times, publicada en la sección 1 de la edi-
ción del 19 de diciembre de 2000, señala elocuentemente esta ausencia y la falta
de solidaridad que implica entre blancos y negros: “Al Editor: La valiosa propuesta
de que el edificio de los tribunales Tweed Courthouse, en el Lower Manhattan, se
usara para rememorar la historia de la esclavitud en la ciudad de Nueva York […]
recuerda una cuestión más general: ¿Por qué no hay un museo nacional dedicado
la historia de la esclavitud? Sólo cabe imaginar el profundo efecto emocional y
educativo que tendría en todos los estadounidenses una institución importante que
contara este periodo de nuestra historia. ¿Tal vez el presidente George W. Bush, en
su búsqueda de un pueblo más unido, consideraría impulsar un proyecto como ese
en nuestra capital?”.

156 Parte II. Trauma cultural


Tuol Seng, una antigua escuela que se había convertido en un centro mortal
de interrogatorios [...], y también en la exhibición monumental de cráneos
y huesos en Bhhoeung Ek, un antiguo campo de muerte donde todavía se
pueden ver trozos de huesos y de tela en el suelo de lo que fueron tumbas de
miles de personas. El prk [el nuevo gobierno camboyano] también instauró
una fiesta anual obligatoria llamada El Día del Odio, en el que las personas
se reunían en diversos locales para oír invectiva tras invectiva contra el Je-
mer Rojo. La propaganda estatal instrumentalizaba este asunto con lemas
como: “Debemos impedir por todos los medios el regreso a esa oscuridad
profunda del pasado” y “Debemos luchar sin cesar para protegernos contra
el regreso de la […] elite genocida”. Estas fórmulas y expresiones de carácter
oficial eran genuinas y se manifestaban con frecuencia en las conversaciones
de la gente común (Ebihara & Ledgerwood, 2002: 282-83).
En este proceso de rutinización, el proceso del trauma, que en otro
tiempo fue tan vívido, puede ser objeto de una atención técnica, a veces
taxidérmica, por parte de los especialistas que separan el afecto del signi-
ficado. Este triunfo de lo mundano se observa en muchas ocasiones con
pesar por las audiencias que se habían movilizado durante el proceso de
trauma y a veces emerge una fuerte oposición de los grupos transmiso-
res. Sin embargo, muchas veces se le da la bienvenida a ese triunfo de lo
mundano con un sentimiento público y privado de alivio. Los esfuerzos
por institucionalizar las lecciones del trauma, creados para recordar y
rememorar el proceso del trauma, se muestran, al final, incapaces de in-
vocar las fuertes emociones o los sentimientos de haber sido traicionados
y las afirmaciones de sacralidad que en otro tiempo estuvieron tan estre-
chamente asociados con el trauma. La identidad colectiva reconstruida,
que ya no preocupa como antes, sigue siendo, sin embargo, un recurso
fundamental para resolver los problemas sociales futuros y los desórdenes
de la conciencia colectiva.
La inevitabilidad de esos procesos de rutinización no neutraliza en
absoluto la extraordinaria importancia social de los traumas culturales.
Esta creación y rutinización tienen, por el contrario, las consecuencias
normativas más profundas para la conducta de la vida social. Al permitir
a los miembros de públicos más amplios participar del dolor de otros,
los traumas culturales amplían la esfera de la simpatía y la comprensión

Trauma cultural e identidad colectiva 157


sociales, y proporcionan vías sólidas para producir nuevas formas de
constitución de lo social21.
Los principales elementos del proceso del trauma que he presentado
en esta sección se pueden concebir como estructuras sociales, si pensamos
en este concepto en un sentido distinto del de su sentido material. Cada
elemento tiene un papel en la construcción y deconstrucción social de un
acontecimiento traumático. Si sólo alguno de ellos, o todos, acaban intervi-
niendo en la práctica no es en sí un asunto estructuralmente determinado,
sino que está sujeto a las contingencias no estructuradas e imprevisibles
del tiempo histórico. Una guerra se pierde o se gana. Un nuevo régimen se
hace con el poder o un régimen desacreditado permanece tercamente en él.
Las audiencias públicas hegemónicas o contrahegemónicas pueden ganar
poder y ser entusiastas, o verse debilitadas y agotadas por el conflicto y el
bloqueo social. Esos factores históricos contingentes ejercen una poderosa

21 En otras palabras, no sólo existen consecuencias empíricas, sino también morales,


de este desacuerdo teórico acerca de la naturaleza de la institucionalización. Por
ejemplo, la rutinización de los procesos recientes de trauma (relativos a las tran-
siciones democráticas durante la última década) ha producido un conjunto de
especialistas, que lejos de ser puramente analíticos e instrumentales, ha trabajado
para expandir un nuevo mensaje de responsabilidad moral e inclusión. Cuando
este texto estaba en proceso de edición, el New York Times publicó la siguiente
información con el titular Nuevas soluciones para las naciones traumatizadas por su
pasado. Según decía, un grupo internacional en pro de los derechos humanos pasó
de tener oficinas temporales en Wall Street a trabajar con más de 14 países, donde
ayuda a superar las opresiones que han marcado su pasado reciente. El International
Center for Transitional Justice abrió sus puertas el 1 de marzo, promovido por la
Ford Foundation y dirigido por Alex Boraine, un arquitecto parte de la Truth and
Reconciliation Commission de Sudáfrica. La comisión sudafricana fue la primera
en celebrar audiencias públicas en las que tanto las víctimas como los perpetradores
contaban sus historias de abusos de derechos humanos en la época del apartheid.
Con un número creciente de países que recurren a las comisiones de la verdad para
curar las heridas del pasado, muchos gobiernos de Asia, América del Sur, África y
Europa están pidiendo ahora consejo, información y ayuda técnica de aquellos que
han pasado por ese proceso […] La fundación […] le pidió al señor Boraine […]
elaborar una propuesta de un centro que realizara investigaciones en ese campo y
ayudara a los países que salen del terrorismo de Estado o de la guerra civil: “El día
que conseguimos nuestra financiación, estábamos de hecho en Perú, y después de
eso nos hemos visto inundados” (The New York Times, 2001).

158 Parte II. Trauma cultural


influencia en la posibilidad de que se genere un consenso que permita que
la clasificación cultural del trauma quede firmemente establecida.

La creación del trauma y la acción moral práctica:


la relevancia de lo no occidental
En las páginas anteriores he elaborado una teoría de alcance medio que
inspira los estudios de caso presentes en este libro. Al hacer eso, he confi-
gurado las complejas causas que impulsan el proceso del trauma. Cuando
he proporcionado ejemplos de este argumento analítico, me he referido a
situaciones traumáticas en sociedades occidentales y no occidentales, de-
sarrolladas y menos desarrolladas, en Irlanda del Norte y Polonia, el Reino
Unido y Camboya, Japón y Yugoslavia, Sudáfrica, Guatemala y Corea.
Sería un error de interpretación grave pensar que la teoría del trauma se
circunscribe a la vida social en Occidente. Es cierto que son las sociedades
occidentales las que nos han proporcionado en los últimos tiempos las
defensas más trágicas de los episodios traumáticos en sus historias nacio-
nales. Pero han sido las regiones no occidentales del mundo y los sectores
más indefensos de la población mundial los que se han visto recientemen-
te sometidos a los daños más traumáticos y terroríficos. Las víctimas de
los traumas en Occidente han sido casi siempre miembros de los grupos
subalternos y marginados. Los estudios de casos empíricos que aparecen
en los otros capítulos de este libro22 se ocupan de los legados de los judíos
aniquilados, los afroamericanos esclavizados, los alemanes derrotados y
los polacos dominados y empobrecidos. No debería sorprendernos, en
otras palabras, que la teoría que se ha desarrollado en torno a estos casos
empíricos pueda extenderse de una manera tan fluida a las experiencias
sobre el trauma extrañas a las sociedades occidentales. Durante esta in-
troducción, he mencionado también a los gitanos, los indios mayas, los
indios americanos, los albano-kosovares, los habitantes de las ciudades
chinas y los campesinos camboyanos.
Un antropólogo, Alexander Hinton, ha sugerido que “mientras que
los comportamientos a los que hace referencia [la idea] tienen un pasado
22 (N. de T.): Se está refiriendo a Jeffrey C. Alexander (2004).

Trauma cultural e identidad colectiva 159


antiguo, el concepto de genocidio […] es fundamentalmente moderno”
(Hinton, 2002: 27). De hecho, esta es la premisa misma de la que parten
las contribuciones que ese autor y sus colegas antropólogos hacen en un
trabajo colectivo The Annihilating Difference: The Anthropology of Genocide
(La aniquilación de la diferencia: la antropología del genocidio). Durante
la segunda mitad del siglo xx, ese marco moderno ha penetrado de manera
muy profunda a las sociedades no occidentales. Hinton escribe:

Conceptualmente, términos como ‘trauma’, ‘sufrimiento’ y ‘crueldad’ están


ligados a los discursos de la modernidad […] (Hinton, 2002: 25). En los
medios de comunicación, las víctimas del genocidio se condensan con
frecuencia en una descripción que se reduce a los rasgos esenciales del su-
fridor universal, una imagen que puede […] retransmitirse a las audiencias
globales que ven su propio trauma potencial reflejado en esta simulación
del sujeto moderno. Los refugiados son en muchas ocasiones la expresión
por excelencia de este tropo moderno del sufrimiento humano; silenciosos
y anónimos, representan a una humanidad universal y la amenaza de lo
premoderno y lo incivilizado, a lo que se supone que apenas han podido
sobrevivir […] Sobre todo en estos tiempos actuales globales, en la medida en
que esas poblaciones diversas y esas imágenes cruzan velozmente fronteras
nacionales, el genocidio […] crea comunidades en diáspora que amenazan
con socavar su encarnación política culminante (Hinton, 2002: 26)23.

No existe ningún ejemplo más visible de la relevancia universal de


la teoría del trauma que la forma en la que puede ayudar a esclarecer las
trágicas dificultades que las sociedades no occidentales han experimen-
tado muchas veces para poder reconocer el genocidio. Debido a que el
genocidio es más probable que ocurra en espacios colectivos que no están
regulados legalmente, ni son democráticos ni formalmente igualitarios
(Kuper, 1981)24, no sorprende que, en el último medio siglo, los ejemplos
más dramáticos y espeluznantes de asesinatos en masa hayan aparecido
en las áreas más destrozadas y empobrecidas del mundo no occidental:

23 Énfasis añadido.
24 El texto de Kuper es una de los escritos sociológicos acerca del genocidio, y aún
sigue siendo de los mejores.

160 Parte II. Trauma cultural


la masacre hutu de más de 500 mil de tutsis en menos de tres semanas en
Ruanda; el etnocidio militar guatemalteco de 200 mil indios mayas durante
la sucia guerra civil a comienzos de los años ochenta; la eliminación por
el maoísta Jemer Rojo de casi un tercio de toda la población camboyana
en sus purgas revolucionarias de finales de los años setenta.
No pueden tratarse aquí las trágicas razones para estos recientes es-
tallidos de asesinatos en masa en el mundo no occidental. Un conjunto
creciente de obras académicas de los científicos sociales se dedica a esa
cuestión, aunque se necesita hacer mucho más (Kleinman, Das & Lock
1997). Lo que la teoría del trauma nos ayuda a comprender es una para-
doja fundamental no en torno a las causas del genocidio, sino a sus efectos
posteriores: ¿por qué esas acciones genocidas, tan traumáticas para sus
millones de víctimas directas, quedan rara vez grabadas en la conciencia
de la población en su conjunto?; ¿por qué estos horrendos fenómenos de
sufrimiento experimentados por una multitud no acaban convirtiéndose
en narrativas convincentes y públicamente disponibles del sufrimiento
colectivo para sus respectivas naciones y mucho menos para el mundo
en su conjunto? Las razones, sugiero, pueden hallarse en los complejos
patrones del proceso del trauma que he presentado aquí.
De hecho, varios años antes de la masacre de los judíos cometida por los
nazis, que terminaría por marcar la modernidad occidental como la transmi-
sora distintiva del trauma colectivo del siglo xx, la sociedad más desarrollada
fuera de Occidente se había ya embarcado en atrocidades sistemáticas. A
comienzos de diciembre de 1938, los soldados invasores japoneses asesinaron
salvajemente al menos a 300 mil residentes chinos en Nanking. Cumpliendo
órdenes de los niveles más altos del gobierno imperial, realizaron esa masacre
durante seis de las semanas más sangrientas de la historia moderna, sin las
ayudas tecnológicas desarrolladas luego por los nazis en su exterminación
masiva de los judíos. En contraste con lo que pasó con la masacre nazi, estas
atrocidades japonesas no se ocultaron al resto del mundo mientras ocurrían.
Al contrario, se llevaron a cabo ante los ojos de observadores occidentales
críticos y muy articulados, y respetados miembros de la prensa del mundo
informaron sobre ellas en numerosísimas ocasiones. Sin embargo, en los
sesenta años que han transcurrido desde esa fecha, la ‘memorialización’ de

Trauma cultural e identidad colectiva 161


la “violación de Nanking” nunca se ha extendido más allá de los confines
regionales de China y, en última instancia, apenas más allá de los confines
de Nanking. El trauma casi no ha contribuido a la identidad colectiva de la
República Popular de China y mucho menos a la concepción del gobierno
democrático de la posguerra en Japón. Como el narrador más reciente de la
masacre lo expresa, “incluso medida por los estándares de la guerra más des-
tructiva de la historia, la violación de Nanking representa uno de los peores
casos de exterminación en masa”. Sin embargo, aunque sea enormemente
traumático para los residentes contemporáneos de Nanking, se convirtió
en el “holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial”. Todavía es un
“incidente oscuro” en nuestros días (Chang, 1997: 5-6), cuya existencia se
niega de manera consuetudinaria y exitosa por algunos de los funcionarios
públicos más poderosos y apreciados de Japón.
Como he sugerido en esta introducción, esos fracasos a la hora de re-
conocer los traumas colectivos y todavía más al momento de incorporar
sus lecciones a la identidad colectiva no son producto de la naturaleza
intrínseca de sufrimiento original. Esa es la falacia naturalista que se deriva
de la teoría del trauma simple. El fracaso surge, más bien, de la incapacidad
de generar lo que he llamado aquí el proceso del trauma. En Japón y en
China, al igual que en Ruanda, Camboya y Guatemala, se ha reivindica-
do la importancia crucial de estos “sufrimientos distantes” (Boltansky,
1999)25. Pero por razones estructurales y culturales de la sociedad, los
grupos transmisores no han podido generar los recursos, la autoridad o
la competencia interpretativa para difundir enérgicamente esas reivindi-
caciones sobre el trauma. No se han creado narrativas lo suficientemente
persuasivas ni se han comunicado con éxito a audiencias más amplias.
Debido a esos fracasos, los perpetradores de los sufrimientos colectivos
no han sido obligados a aceptar su responsabilidad moral y las lecciones
de estos traumas sociales no han sido ‘memorializadas ni ritualizadas’. No

25 Luc Boltansky es uno de los sociólogos franceses contemporáneos más importantes


y en su perspicaz obra presenta sólidos argumentos a favor de la relevancia moral de
las imágenes globales mediadas de los sufrimientos en masa, pero no proporciona
una explicación causal compleja de por qué y dónde esas imágenes pueden ser
conmovedoras para el espectador y dónde no.

162 Parte II. Trauma cultural


se han generado nuevas definiciones de responsabilidad moral. La solida-
ridad social no se ha ampliado. Tampoco han cambiado las identidades
colectivas más primordiales y particularistas.
En esta sección final, he intentado subrayar mi hipótesis previa de
que la teoría que aquí presentamos no es meramente técnica y científica.
Es relevante desde el punto de vista normativo e inspira de forma desta-
cada las acciones práctico-morales. Por muy tortuoso que sea el proceso
del trauma, permite a las colectividades que definan nuevas formas de
responsabilidad moral y nuevas direcciones para el curso de la acción
política. Este proceso de creación del trauma, abierto y contingente, y
la asignación de responsabilidad colectiva que conlleva es tan relevante
para las sociedades no occidentales como para las occidentales. Los trau-
mas colectivos no tienen limitaciones geográficas o culturales. La teoría
del trauma cultural se aplica, sin perjuicio de las diferencias que puedan
existir, a cualquiera de los casos en los que las sociedades han construido
y experimentado —o no— acontecimientos traumáticos culturales, y
también a sus esfuerzos por establecer —o no— las lecciones morales
que podemos decir que emanan de ellos.

Trauma cultural e identidad colectiva 163


Freud y el trauma1

Ruth Leys

L a figura de Sigmund Freud es ineludible al llevar a cabo la genealogía


del entramado que conocemos como trauma, por la simple razón
de que, como lo ha expresado Ian Hacking, Freud “cementó” la idea de
trauma psíquico y, en concreto, la del trauma producto de la agresión
sexual (la famosa teoría de la seducción de Freud). En otras palabras,
Freud es una figura fundadora en la historia de la conceptualización
del trauma. Al mismo tiempo, como también observa Hacking, no hay
ningún otro pensador más repudiado por los teóricos contemporáneos
del trauma infantil, precisamente porque se sabe bien que en 1897 Freud
abandonó la teoría de la seducción sexual que es fundamental hoy en
día para el movimiento de la memoria recuperada (Hacking, 1996: 74-
75). Y aún así, si quisiéramos evaluar el papel de Freud en la genealogía
del trauma, como debemos hacer, es esencial comprender que los tér-
minos en los cuales los teóricos contemporáneos del trauma tienden a
describir la “traición” de Freud revelan una incomprensión esencial de
su pensamiento. En pocas palabras, la teoría de la seducción de Freud
nunca fue la teoría simple de la causalidad que han descrito los críticos
contemporáneos como Bessel van der Kolk, Judith Herman, Jeffrey

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Freud y el trauma 165


Moussaieff Masson y otros2. Sin embargo, no es una tarea fácil identificar
cuál ha sido la contribución de Freud a la teoría del trauma.
Trauma fue un término que en sus orígenes se refería a una herida
quirúrgica, y se concibió como un modelo donde se rompía la piel o la
cubierta protectora del cuerpo, lo cual ocasionaba una reacción catastrófica
general en todo el organismo. Sin embargo, como ha destacado Laplan-
che, no es fácil rastrear la “transposición” de esta noción quirúrgica a la
psicología y la psiquiatría. De hecho, la idea de una conmoción o shock
con ‘ruptura’ física y de peligro para la vida misma ha sido durante tanto
tiempo un modelo para el supuesto trauma psíquico, noción que hasta
nuestros días aún está ligada al concepto de shock quirúrgico. Laplanche
(1973: 129-130) observó que:
Habría una serie de gradaciones que vincularían las principales disfunciones
de los tejidos a grados cada vez menos perceptibles de daño psicológico,
pero que serían, sin embargo, de la misma naturaleza; [...] daño histoló-
gico y, en última instancia, daño intracelular. El trauma seguiría su curso
hasta llegar literalmente a una clase de autoextenuación, pero sin perder su
naturaleza, hasta alcanzar un cierto límite, y ese límite sería precisamente
lo que llamamos ‘trauma psíquico’.
La descripción de Laplanche todavía se aplica en la definición con-
temporánea neurobiológica del tept (trastorno de estrés postraumático),
que se configura explícitamente a partir de la teoría causal fisiológica del
shock. Pero como ese autor observó de manera correcta, Freud tomó un
camino totalmente diferente. No es sólo que Freud siguiera a Charcot y
a otros que atribuían la histeria traumática a cambios psicológicos en vez
de anatómico-fisiológicos, sino el hecho de que Freud subrayaba el papel
de la “incubación” postraumática o periodo de latencia de la elaboración
psíquica, de manera tal que la experiencia traumática era irreductible a la
idea de una secuencia causal puramente fisiológica. En los Estudios sobre
la histeria (1895), escritos junto a Josef Breuer, e incluso de manera más

2 Entre el gran número de obras escépticas acerca de la teoría de la seducción, véase


especialmente Masson (1985); Crews (1995), y Borch-Jacobsen (1996b: 15-43).
Para una refutación freudiana-feminista del simple esquema de lo interno y lo
externo que domina las críticas a Freud de Masson, véase Rose (1986: 1-23).

166 Parte II. Trauma cultural


explícita en La etiología de la histeria (1896), Freud argumentó que los
síntomas de la histeria sólo se podían entender si se retrotraían a experiencias
que hubieran tenido un efecto traumático y, en concreto, a experiencias
tempranas de ‘seducción’ o ataques sexuales.
Pero lo que muchos de los críticos de Freud no pueden captar es que,
incluso en el momento más álgido de su compromiso con la teoría de la se-
ducción, Freud problematizó la condición originaria del evento traumático
al argumentar que no era la experiencia misma la que actuaba de manera
traumática, sino su recreación diferida como recuerdo después de que el
individuo alcanzara su madurez sexual y pudiera comprender su significado
sexual. De manera más específica, según la lógica temporal de lo que Freud
llamó Nachträglichkeit, o “acción diferida”, el trauma se constituía por una
relación entre dos acontecimientos o experiencias: un primer acontecimiento
que no era necesariamente traumático, ya que ocurrió en una fase demasiado
temprana del desarrollo del niño como para que se pudiera comprender y
asimilar, y un segundo acontecimiento que no era inherentemente traumáti-
co, pero que despertaba el recuerdo del primer acontecimiento, que sólo en
ese momento recibía significado traumático y por eso era reprimido. Por lo
tanto, para Freud el trauma se constituía a través de una relación dialéctica
entre dos acontecimientos, ninguno de los cuales era intrínsecamente trau-
mático, y por un retardo temporal o latencia a través de la cual el pasado sólo
estaba disponible para el sujeto a través de un acto diferido de comprensión
e interpretación. Cada vez con más insistencia, Freud subrayó que debido
a la irregularidad peculiar de su desarrollo temporal, la sexualidad humana
proporcionaba un campo especialmente adecuado para el fenómeno de la
acción diferida. Por eso, desde el comienzo, incluso cuando estaba com-
prometido con la teoría de la seducción, Freud rechazó un análisis causal
directo del trauma según el cual el acontecimiento traumático atacaría al
sujeto desde el exterior (de acuerdo con ello, en otras palabras, lo externo y
lo interno son totalmente distintos lo uno de lo otro)3.
3 Véase el término deferred action (acción deferida) en Freud (1995: 3,191-221) y La-
planche & Pontalis (1969). El concepto de Freud de Nachträglichkeit se desarrolló a
partir de la idea, formulada por Charcot entre otros, de que la memoria traumática
experimenta un proceso de elaboración o incubación después del acontecimiento.
Ese es el proceso que le da su fuerza y fijación posteriores (Roth, 1996, abril: 4-5).

Freud y el trauma 167


En resumen, para Freud los recuerdos traumáticos son inherentemente
inestables o mutables debido al papel de las motivaciones inconscientes que
les confieren su significado. Esa es la premisa que está detrás del estudio
de las paráfrasis en La psicopatía de la vida cotidiana (1901). Es también
el tema de su artículo Sobre los recuerdos encubridores (1899), en el cual
habla de la “naturaleza tendenciosa de nuestros recuerdos y olvidos”, y
donde, debido al papel de la Nachträglichkeit, termina por cuestionarse si
“acaso sea en general dudoso que poseamos unos recuerdos conscientes de
la infancia, y no más bien, meramente, unos recuerdos sobre la infancia”
(Freud, 1995a: 322). Tampoco el nuevo énfasis que pone Freud en el papel
de la fantasía tras el abandono de su teoría de la seducción en 1897 invalida
el concepto de acción diferida, como muestra con claridad la confianza de
Freud en ese concepto en el caso del hombre lobo de 1916-19184.
Sin embargo, hay algo acerca del trauma que preocupa al proyecto
freudiano. El concepto de Nachträglichkeit cuestiona todas las oposiciones
binarias —lo interior frente a lo exterior, lo privado frente a lo público, la
fantasía frente a la realidad— que controlan en gran medida la compren-
sión contemporánea del trauma. Sin embargo, el rechazo de Freud de la
noción de trauma como producto de una causa directa y su énfasis en el
significado psicosexual suponía una tendencia dentro del psicoanálisis a
interiorizar el trauma, como si el trauma externo obtuviera por completo
su fuerza y su eficacia de los procesos psíquicos internos de elaboración.
Se debía comprender que esos procesos se conformaban principalmente
por los deseos, las fantasías y los conflictos psicosexuales anteriores. Las
pulsiones internas infantiles se convierten así en la base etiológica ade-
cuada. En la formulación de Laplanche (1973: 61-62):

Lo que define el trauma psíquico no es una cualidad general del psiquismo


sino el hecho de que provenga desde el interior […] Todo, puede afirmarse,
viene del exterior, según la teoría freudiana, pero al mismo tiempo toda
eficacia proviene del interior, de un interior aislado y enquistado.
Por lo tanto, desde el punto de vista lógico, Laplanche cuestiona el valor
de la idea de la neurosis traumática: “el concepto de neurosis traumática

4 Véase Laplanche & Pontalis (1968: 472).

168 Parte II. Trauma cultural


sería sólo una aproximación, puramente descriptiva, que no resistiría a una
análisis profundo de los factores que intervienen” (Laplanche & Pontalis,
1994: 254-255)5.
Sin embargo, no es en absoluto obvio que el concepto de neurosis
traumática pueda quedar relegado a la insignificancia de esta forma. Cier-
tamente, no ocurre así con Freud, para quien las neurosis traumáticas de
guerra en la Primera Guerra Mundial lo obligaron a reconsiderar de una
manera fundamental su posición acerca de la importancia primordial de las
pulsiones infantiles psicosexuales. ¿No eran los miles de casos de histeria
de combate observados en hombres adultos aparentemente saludables el
resultado directo del trauma externo producto de la guerra de trincheras?
Esa era la creencia de la mayoría de médicos que, a diferencia de Freud,
tenían una experiencia de primera mano de las neurosis de guerra.
Por consiguiente, por un lado el movimiento freudiano se benefició de la
guerra porque, después de que quedase claro para algunos médicos que las
víctimas de “shock de los obuses” se enfermaban no a causa de lesiones orgá-
nicas, sino por causas psíquicas, el psicoanálisis parecía ser el único enfoque
teórico-terapéutico capaz de interpretar y tratar los trastornos funcionales
asociados con los traumas masivos de la guerra moderna. Un pequeño grupo
de médicos en el Reino Unido y Alemania prestaron atención a las ideas de
Freud acerca de la psicogénesis con el propósito de encontrar una guía útil
para el análisis y el tratamiento de las neurosis de guerra, con el resultado
de que la catarsis se restauró como método terapéutico. A este respecto, al
terminar la guerra, el psicoanálisis había visto cómo su reputación mejoraba
bastante. Por otro lado, la mayoría de los mismos médicos seguían teniendo
dudas acerca del énfasis específico que ponía Freud en el papel que tenían
las pulsiones sexuales en el origen de las neurosis. El desafío al que se tenía
que enfrentar Freud era cómo asimilar la experiencia del shock de los obuses
dentro de su ya bien asentado sistema teórico, sobre todo dentro de la teoría
de la libido y la teoría de los origines psicosexuales de las neurosis6.

5 De aquí que lo que “desarma” al yo en el trauma, para Laplanche, es siempre la


pulsión psicosexual (Laplanche, 1973: 71).
6 Una idea que plantea Lifton (1983: 165).

Freud y el trauma 169


Freud y las neurosis traumáticas
La respuesta inicial de Freud a ese reto fue sugerir que las neurosis de
guerra eran la consecuencia de un conflicto, no entre el ego y las pulsio-
nes sexuales, sino entre diferentes partes del ego mismo, es decir, entre el
antiguo yo amante de la paz del soldado, o instinto de autopreservación, y
su nuevo yo guerrero, o instinto de agresión. Aquellos egos estaban ahora
definidos, según la nueva teoría de Freud del narcisismo, como egos sexual
o libidinalmente cargados. Esa explicación tenía el mérito de recuperar las
neurosis traumáticas de la guerra para la teoría de la libido y de asimilarlas
a la categoría de las neurosis de transferencia ordinarias7. En el Congreso
Internacional de Psicoanálisis celebrado en Budapest en 1918, los discí-
pulos de Freud repitieron fielmente la proposición de Freud al tratar los
síntomas de las neurosis de guerra como regresiones a una etapa anterior,
narcisista, del desarrollo libidinal (Ferenczi & ál. 1921).
Sin embargo, desde el comienzo Freud respondió al problema planteado
por las neurosis de guerra de una manera diferente en cierto sentido, al
subrayar, o volver a subrayar, la importancia de estas consideraciones eco-
nómicas que siempre habían sido fundamentales en su metapsicología8:

La expresión ‘traumática’ [escribe en 1916 en una reflexión temprana acerca


de las neurosis de guerra] no tiene otro sentido que ese, el económico. La
aplicamos a una vivencia que en un breve lapso provoca en la vida anímica
un exceso tal en la intensidad de estímulo que su tramitación o finiquitación
[Aufarbeitung] por las vías habituales y normales fracasa, de donde por
fuerza resultan trastornos duraderos para la economía energética (Freud,
1995n: 252).
Es justo la misma definición económica la que informa la nueva teoría
económica de la pulsión de muerte. Como es bien conocido, el problema

7 Freud (1995: 207-10) sugirió así un motivo para la “huida [del soldado] hacia la
enfermedad”, al destacar la naturaleza inconsciente de los conflictos involucrados,
al mismo tiempo que se distanciaba del moralismo prevaleciente y de la sospecha
de cobardía o fingimiento de la enfermedad para no combatir.
8 (N. del E.) El concepto de economía tiene un sentido especial en el lenguaje
psicoanalítico.

170 Parte II. Trauma cultural


general de la repetición, y en especial la tendencia de las personas trauma-
tizadas a repetir experiencias dolorosas en sus sueños —una predisposición
que es difícil de explicar como un intento por alcanzar la satisfacción
libidinal—, obligó a Freud (1995ñ) a reconocer la existencia de un “más
allá” del placer, o pulsión de muerte, que actuaba de manera independiente
al principio del placer y a menudo en oposición a él. En su obra Más allá
del principio del placer, Freud afirma la existencia de un escudo protector
o “barrera frente a los estímulos”, diseñado para defender el organismo
contra la aparición de grandes cantidades de estímulos del mundo externo
que podrían amenazar con destruir la organización de la psique. El trauma
se define así, en términos casi militares, como una ruptura o rompimiento
general que pone en marcha cualquier intento posible de defensa, aun
cuando el principio del placer quedase por fuera de la acción.
Ya no podrá impedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes
volúmenes de estímulo; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra:
dominar el estímulo, ligar psíquicamente los volúmenes de estímulo que
penetraron violentamente a fin de conducirlos, después, a su tramitación
(Freud, 1995ñ: 29)9.

Según Freud, el fracaso de esos intentos por controlar y ligar los es-
tímulos a consecuencia del temor y de la falta de preparación del ego,
producía la desorganización general y otros síntomas característicos del
trauma psíquico. En resumen, según Freud las neurosis traumáticas repre-
sentaban una “liberación” (unbindung) radical de la pulsión de muerte.
Al admitir por primera vez una excepción a su proposición de que los
sueños representaban la realización de los deseos eróticos-infantiles,
Freud observó que:

9 Esa teoría, que como observó el mismo Freud parecía reinstaurar la “antigua e
ingenua teoría del shock”, fue usada posteriormente por Walter Benjamin (1969:
155-200) para definir una estructura específicamente moderna de la percepción.
Véase también Schivelbusch (1977: 152-60). (Llamo la atención sobre el uso que hace
Freud de “ligar” (bindung), un término clave en su léxico, que implica su opuesto,
“liberar” (unbindung); esta pareja de conceptos tiene un papel fundamental en su
pensamiento, como se verá claramente en un momento).

Freud y el trauma 171


Los mencionados sueños de los neuróticos traumáticos ya no pueden verse
como cumplimiento de deseo; tampoco los sueños que se presentan en los
psicoanálisis, y que nos devuelven el recuerdo de los traumas psíquicos de
la infancia. Más bien obedecen a la compulsión de repetición, que en el
análisis se apoya en el deseo (promovido ciertamente por la “sugestión”)
de convocar lo olvidado y reprimido… Si existe un “más allá del principio
del placer”, por obligada consecuencia habrá que admitir que hubo un
tiempo anterior también a la tendencia del sueño al cumplimiento del
deseo (Freud, 1995ñ: 32)10.
La hipótesis de Freud de la pulsión de muerte presagió un cambio
sutil en su actividad teórica del análisis del deseo hacia lo que terminó
llamando “el análisis del ego”, un cambio que se vio acompañado de una
revisión y extensión generales del concepto de defensa. Muchos de los
textos de Freud de los años veinte pueden verse como intentos por definir
los distintos mecanismos de defensa que se creía que podía desplegar el
ego contra la estimulación, y también las consecuencias que tenía para la
psique que fallaran esas defensas. Es como si Freud durante aquellos años
terminara dándose cuenta de que el concepto de represión, que después
de la publicación de los Estudios sobre la histeria en 1895 había surgido
como la respuesta fundamental de la psique a la excitación, necesitaba
complementarse con una diversidad de otros medios de defensa, cuyas
relaciones recíprocas siguieron siendo obscuras y no resueltas 11. Entre los
mecanismos de defensa que Freud invocó cada vez más durante los años
veinte estuvieron la “denegación” (Verleugnung), que se vinculaba no sólo
al temor de castración, sino también al temor de muerte y al problema del

10 Esa teoría, que como observó el mismo Freud parecía reinstaurar la “antigua e
ingenua teoría del shock”, fue usada posteriormente por Walter Benjamin (1969:
155-200) para definir una estructura específicamente moderna de la percepción.
Véase también Schivelbusch (1977: 152-60). (Llamo la atención sobre el uso que
hace Freud de “ligar” (bindung), un término clave en su léxico, que implica su
opuesto, “liberar” (unbindung); esta pareja de conceptos tiene un papel fundamental
en su pensamiento, como se verá claramente en un momento).
11 André Green hizo la observación anterior en El trabajo de lo negativo (1995: 163),
donde comentó la importancia creciente que Freud le asignó a los mecanismos de
defensa además de la represión después de 1920 y sobre la dificultad que Freud
experimentó para generalizar sus descubrimientos y consolidar sus ideas.

172 Parte II. Trauma cultural


duelo; el “rechazo” o “repudio” (Verwerfung, la “forclusión” de Lacan),
la “negación” (Verneinung), la “escisión del sujeto” (Ichspaltung), y la “re-
presión primaria” (Urverdrängung), algunos de los cuales se remontan a
las especulaciones psicoanalíticas más antiguas del funcionamiento de las
estructuras psíquicas. En Inhibiciones, síntomas y angustia (1926), un texto
en el cual las neurosis traumáticas de guerra sirven para ilustrar el problema
de angustia en una de sus formas más características, Freud distingue por
primera vez la noción más general de “defensa de la de represión”. Esta
última se contempla como una defensa específica frente a la histeria y a
este respecto declara que “la represión […] es sólo uno de los mecanismos
de que se vale aquella [la psique]” (1995h: 109)12.
Sin embargo, nunca puede destacarse lo suficiente que, a pesar de
los cambios que he resumido, los escritos de Freud en los años veinte y
treinta están llenos de dudas y vacilaciones. En concreto, en todo lo que
escribió sobre las defensas del ego en las neurosis traumáticas de guerra
es palpable la duda y la contradicción. Ello se hace sobre todo evidente
en Inhibiciones, síntomas y angustia, el último de sus ensayos metapsico-
lógicos. Allí, el peligro al que responde el ego en situaciones traumáticas
se redefinió constantemente en términos libidinales como el peligro o
la amenaza de castración ocasionada por la pérdida de la madre, con el
resultado de que aun cuando las neurosis traumáticas de guerra se vin-
culaban sistemáticamente a la economía de la liberación y de la pulsión
de muerte, se construían simultáneamente en términos de la teoría del
deseo psicosexual infantil y del mecanismo de represión del cual se habían
liberado de manera clara. En resumen, los escritos de Freud de los años
veinte hacen que surjan cuestiones acerca del papel de la represión y de
la sexualidad que aquellos mismos escritos fueron incapaces de resolver
de una forma completa.
Es contra este trasfondo de dificultades conceptuales que el problema
del trauma psíquico y de la violencia psíquica ha regresado para acosar a la
teoría y la práctica del psicoanálisis. En los últimos años, en textos de varios

12 Para la evolución de las ideas de Freud de la defensa véase el vocablo ‘represión’ en


Laplanche & Pontalis (1994: 375).

Freud y el trauma 173


autores que frecuentemente no tienen relación explícita entre sí, pero que
están sin embargo vinculados por un conjunto de interpretaciones comu-
nes, la idea de trauma adquiere una relevancia clara a través de formas que
expresan insatisfacciones metapsicológicas y terapéuticas importantes. Es
como si el trauma psíquico representara un obstáculo al psicoanálisis que
amenazara todo el tiempo con desautorizar sus presupuestos más básicos.
Es así que Henry Krystal (1978; 81-116; 1947: 17-31; 1985: 131-61),
en una serie de artículos basados en su experiencia clínica con los super-
vivientes de los campos de concentración, ha deplorado la vaguedad de
los usos psicoanalíticos del término trauma y ha exigido un regreso a la
obra de Freud sobre la angustia con el propósito de reconceptualizar los
fenómenos postraumáticos infantiles y también adultos.
Las ideas de Jonathan Cohen y Warren Kinston, contemporáneas a
las de Krystal, han rechazado el concepto de represión psicosexual para
explicar el trastorno grave narcisista, el trastorno límite u otros estados
de desorganización mental extrema que se asocian con el trauma de los
campos de concentración y otros desastres, y han revivido en su lugar las
ideas más tempranas de Freud a cerca de la defensa con el propósito de
explicar los residuos “inmemoriales” pero “inolvidables” del trauma13. De
manera parecida, Ilse Grubich-Simitis (1984: 301-29), en sus estudios
acerca de los supervivientes del Holocausto (que se hacen sin referencia al
conjunto de obras académicas sobre neurosis de combate u otros traumas),
ha argumentado que es necesario reconceptualizar las angustias cuasipsi-
cóticas, los modos de pensar peculiarmente concretos o desmetaforizados,
las fijaciones traumáticas, los desdoblamientos o rupturas disociativas, el
pasaje al acto (acting out) y los trastornos de la memoria que se observaron
especialmente en los hijos de las víctimas del Holocausto como consecuen-
cia de una profunda dificultad en la simbolización más básica del ego y de
otras funciones. A este respecto, Grubrich-Simitis llama la atención sobre
el trabajo de Marion Oliner (1990: 267-86) que, sobre bases parecidas, ha
sugerido en esa línea que las despersonalizaciones defensivas, los estados
alterados de conciencia y las “ausencias” mentales que pueden observarse

13 Cohen (1980: 421-32; 1985: 163-89), Cohen & Kinston (1983: 411-22), Kinston
& Cohen, (1986: 337-55), Kinston & Rosser (1974: 437-56).

174 Parte II. Trauma cultural


en los hijos de los supervivientes del Holocausto pueden comprenderse
como “psicosis histéricas” transitorias o disociaciones del ego de la clase
discutida por Freud y Breuer en su trabajo ‘prepsicoanalítico’ sobre la
histeria.
A pesar de las diferencias de enfoque y de conceptualización entre
estos críticos psicoanalíticos, todos ellos comparten la preocupación por
el papel de la realidad externa (o el “entorno”) en la etiología del trauma.
Es también la cuestión dominante en los investigadores que se dedican al
estudio del tept y, por lo tanto, tiende a unir a los psicoanalistas, los psicó-
logos cognitivos y los neurobiólogos por igual. De manera característica
dentro del psicoanálisis, el deseo de considerar adecuadamente el peligro
real u ‘objetivo’ del trauma encuentra expresión en la apelación a un regreso
a aquello que ha sido olvidado o descuidado en el desarrollo de las ideas
de Freud. En concreto, Krystal y Cohen han restaurado los conceptos
freudianos de angustia automática y represión primaria, respectivamente,
en un esfuerzo por establecer una teoría del trauma a partir de las aporías
de los argumentos de Freud, pero que al mismo tiempo incorpora los
recientes hallazgos clínicos (el tept se define hoy como un trastorno de
ansiedad). Al intentar revaluar dos de los conceptos más fundamentales
de Freud, estos autores han hecho importantes esfuerzos para esclarecer
ciertos problemas teóricos. Sin embargo, Krystal y Cohen, en su deseo por
desenmarañar las contracciones en el pensamiento freudiano, sobre todo
en sus pretensiones de reemplazar las teorías económicas de la angustia y
la represión primordial, elaboradas por Freud con enfoques ‘estructurales’
y ‘operativos’ respectivamente, no consiguen solucionar los formidables
problemas planteados por el concepto económico de Freud.

Angustia, represión primordial y mímesis


Inhibiciones, síntomas y angustia es el texto clave de Freud sobre angustia y
también sobre la obscura idea de represión primordial que, como veremos,
son dos conceptos íntimamente ligados. En Inhibiciones, Freud parece
privilegiar una teoría “señal” o indiciaria de la angustia, según la cual el
ego indicaría mediante ella que se está acercando un peligro reconoci-
ble. Privilegia esa teoría por encima de una económica o “automática”

Freud y el trauma 175


de la angustia, que implicaría romper o atravesar el escudo protector
contra los estímulos (de lo cual las neurosis traumáticas de guerra son
el paradigma).
La angustia, afirma Freud desde el comienzo,
no está destinada a recibir explicación económica, pues la angustia no se
produce como algo nuevo a raíz de la represión, sino que se reproduce como
estado afectivo siguiendo una imagen mnémica preexistente […] Los estados
afectivos están incorporados [einverleiben] en la vida anímica como una
sedimentaciones de antiquísimas vivencias traumáticas y, en situaciones
parecidas, despiertan como símbolos mnémicos (Freud, 1995h: 89).

La angustia es “sólo una señal-afecto” en cuya producción “nada se ha


cambiado en la situación económica” (Freud, 1995h: 120). Por consiguien-
te, subordina la dimensión económica de la angustia a una explicación que
la transforma en historia y narración mediante la asunción de que el peligro
que amenaza al ego es la reproducción de una situación anterior que, en
principio, el ego puede reconocer, indicar y representar: la amenaza del
padre (castración) o, más primordialmente, el peligro de la pérdida de la
madre o su pecho (Freud, 1995h: 122-123). En este modelo, la angustia
tiene como fin ‘proteger’ la coherencia de la psique al permitir que el ego
represente y domine una situación peligrosa que reconoce como la repro-
ducción de una situación previa en la que se dio la pérdida amenazante
de un objeto libidinal identificable.
Freud querría asimilar las neurosis traumáticas dentro del mismo mo-
delo libidinal. Reconoce a este respecto que, como resultado de la Primera
Guerra Mundial, muchos médicos han tenido la tentación de considerar las
neurosis de guerra como el resultado directo del temor a la muerte y, por
lo tanto, descartaron la cuestión de la castración. Contra ellos, argumenta
que la introducción del concepto de narcisismo, que libidiniza el ego y el
instinto de autoconservación, hace inapropiada esa exclusión. Además,
piensa que es “harto improbable” (Freud, 1995h: 123) que una neurosis
se pueda llegar a producir debido únicamente a la presencia objetiva de
peligro, sin ninguna participación de los niveles más profundos del funcio-
namiento mental. Puesto que, según Freud (1995o: 289), el inconsciente

176 Parte II. Trauma cultural


no sabe nada de la muerte o la negación, sugiere que el miedo a la muerte
se debería considerar como algo análogo al miedo a la castración y que la
“situación frente a la cual el yo reacciona es la de ser abandonado por el
superyó protector —los poderes del destino—, con lo que expiraría ese
su seguro para todos los peligros” (Freud, 1995h: 123).
Pero estas afirmaciones generan un resto o suplemento, de modo tal
que reinstalan el enfoque económico sobre la angustia y el trauma que ha
sido rechazado de manera expresa. Además, añade Freud a continuación,
cuenta el hecho de que a raíz de las vivencias que llevan a la neurosis
traumática se quiebra la protección contra los estímulos exteriores y en
el aparato anímico ingresan volúmenes hipertróficos de excitación, de
suerte que aquí estamos ante una segunda posibilidad: la de que la an-
gustia no se limite a ser una señal-afecto, sino que sea también producida
como algo nuevo a partir de las condiciones económicas de la situación”
(Freud, 1995h: 123).
Sin embargo, esta segunda posibilidad de Freud es también la primera
de las posibilidades, ya que atravesar o romper el escudo protector defi-
ne el mecanismo que Freud llama “represión primordial”, es decir, esa
forma arcaica o primaria de represión que aparece antes de la represión
propiamente dicha, y de la cual depende esta última. Y como observa el
mismo Freud, la represión primordial sólo se puede describir en térmi-
nos económicos o cuantitativos: “Es enteramente verosímil que factores
cuantitativos como la intensidad hipertrófica de la excitación y la ruptura
de la protección antiestímulo constituyan las ocasiones inmediatas de
las represiones primordiales” (Freud, 1995h: 90). De manera que Freud
caracteriza la angustia simultáneamente como la protección del ego frente
a los futuros shocks y como aquello que lo conduce hacia la inestabilidad
como consecuencia de la ruptura del escudo protector: la angustia es la
cura y también la causa del trauma psíquico. El resultado de ello es que
la oposición entre la teoría señal o indiciaria de la angustia y la teoría
económica o automática de la angustia no puede defenderse, puesto que
la situación histórica de la pérdida amenazante (del falo o de la madre) se
define en sí como una situación de impotencia o “liberación” (represión
primordial) consecuencia de un exceso de estimulación que, al atravesar

Freud y el trauma 177


de forma traumática la frontera entre lo interno y lo externo, rompe en
pedazos la unidad y la identidad del ego.
Hay más. En la última frase he utilizado deliberadamente, siguiendo a
Freud, el término “liberación” para referirme al levantamiento o ruptura
del escudo protector del ego y a la posterior escape de energía o afecto
asociada con la situación traumática. Lo he hecho con el propósito de poner
de manifiesto la importancia del término para esta conceptualización del
trauma psíquico. El término “liberación” pertenece a la pareja “ligazón-
liberación”. Ambos términos se asocian desde el inicio con las hipótesis
económicas de Freud. Como lo han mostrado Freud, Laplanche, Pontalis
y otros autores, la ligazón proporciona el concepto general de unión, es
decir, la formación de unidades coherentes, homogéneas y masivas14.
En las primeras obras de Freud, la ligazón es el proceso que liga energía
“libre” o “dispersa” con el fin de constituir formas estables (por ejemplo,
el ego, que requiere una masa de neuronas cuya energía se encuentra en un
estado ligado). En Más allá del principio del placer la ligazón es la función
más importante de la estructura psíquica y liga las cantidades externas
destructivas de excitación con el propósito de dominarlas, aún antes de
la intervención del principio del placer. La ligazón es, por consiguiente,
el mecanismo que tiene por finalidad proteger el organismo contra la
liberación displacentera del ego causada por los estímulos excesivos o por
el trauma. Sólo cuando el ego se ve sorprendido sin estar preparado y sin
contar con la suficiente ‘catexis’ como para ligar cantidades suplementarias
de energía entrante su escudo protector se quiebra y se produce una fuga
masiva de energía dispersa o displacentera. Al ligar las distintas excitacio-
nes, el organismo difiere su propia pulsión de muerte. La ligazón tiene
también un significado político explícito: al ligar o vincular al individuo
con el otro o con lo externo a través de un lazo emocional de identificación
con el que se constituye el grupo o la masa homogéneos, los individuos
neutralizan su tendencia letal a desbandarse en un pánico desordenado
de todos contra todos (Borch-Jacobsen, 992: 5).

14 Véase el vocablo binding (ligazón) en Laplanche & Pontalis (1994: 214) y Borch-
Jacobsen (1992: 4), quien ha caracterizado el concepto de ligazón de Freud como
“una de las nociones más decisivas (y problemáticas) en la estructura freudiana”.

178 Parte II. Trauma cultural


Según Freud, es Eros o la libido lo que liga los sujetos a los objetos
de sus deseos, entre los cuales estaría el Padre, el Führer o el Jefe. Pero
como nos ha mostrado Mikel Borch-Jacobsen en The Freudian Subject
y otros ensayos relacionados, los textos de Freud están silenciosamente
perturbados debido a un gesto que amenaza la economía libidinal. Ello
se debe a que junto con la teoría del amor o la libido, Freud postula al
mismo tiempo la existencia de un principio que liga el individuo con el
otro y que no se basa en el deseo por el objeto, sino en un vínculo emo-
cional de identificación que es “anterior o incluso interior a cualquier
vínculo libidinal” (Borch-Jacobsen, 1992: 8). Freud también llama al
vínculo emocional de identificación “sentimiento”, un término que
se traslapa con todo un grupo de conceptos psicológicos, como el de
simpatía y contagio mental, e implica toda una teoría de la imitación o
“mímesis”. “El psicoanálisis conoce la identificación como la más tempra-
na exteriorización de una ligazón afectiva con otra persona”, un vínculo
que es “ya posible antes de que se haya realizado cualquier elección de
un objeto sexual”, observa Freud en Psicología de las masas y análisis del
yo, un texto que precede a Inhibiciones, síntomas y angustia y prepara
el camino hacia él. Además, según Freud la violencia es inherente al
proceso imitativo-identificativo, que describe como una identificación
devoradora, caníbal e integradora, que fácilmente se convierte en un
deseo hostil de deshacerse del otro, o del enemigo, con el cual uno se
acaba de fundir. Al respecto, declara:

Desde el comienzo mismo, la identificación es ambivalente; puede darse


vuelta hacia la expresión de la ternura o hacia el deseo de eliminación. Se
comporta como un retoño de la primera fase, oral, de la organización libi-
dinal, en la que el objeto anhelado y apreciado se incorpora por devoración
y así se aniquila como tal. El caníbal, como es sabido, permanece en esta
posición; le gusta [ama] devorar a su enemigo, y no devora a aquellos de
los que no puede gustar de ningún modo” (Freud, 1995p: 99).

Un texto relacionado es Duelo y melancolía (1917 [1915]), en el cual


Freud también destaca la ambivalencia emocional de la identificación; los
términos en los cuales lo hace se han usado para explicar la depresión y
culpa características del superviviente, en el que los síntomas se convier-

Freud y el trauma 179


ten en una expresión de la hostilidad reprimida hacia el objeto perdido,
pero también de amor hacia ese objeto (Freud, 1995k: 235-58)15.
La naturaleza primordial que Freud le atribuye al proceso de identi-
ficación mimética trastorna la lógica del deseo y de las representaciones
libidinales reprimidas que gobiernan ostensiblemente su análisis de la
historia del sujeto individual, puesto que Freud propone que con ante-
rioridad a la historia de las representaciones reprimidas del complejo de
Edipo existe una prehistoria de identificaciones emocionales inconscientes
que se encuentran ligadas constitutivamente al otro. Esas identificacio-
nes preceden a la distinción entre sujeto y objeto de la cual depende
el deseo, aun el deseo inconsciente. Para Freud, el paradigma de estas
identificaciones emocionales inconscientes es principalmente la relación
hipnótica o rapport, comprendida por él —como por la mayoría de sus
contemporáneos—, como un estado alterado de conciencia o condición
de inconsciencia que implica una absorción o una identificación de tal
profundidad con el hipnotizador o con un rol que el otro no se percibe
como el otro o como un objeto. En resumen, Freud coloca una unión o
vínculo hipnótico-sugestivo en el centro del paradigma del trauma.
La primacía que Freud le otorga a esos vínculos no libidinales e hipnó-
ticos de identificación emocional socava silenciosamente la lógica edípica
(erótico-represiva) de su enfoque sobre el trauma. De esta forma, por un
lado, Freud intenta establecer la peculiaridad del psicoanálisis separán-
dose de la hipnosis y fundamentando en su lugar la neurosis del paciente
en las representaciones libidinales reprimidas (reales o imaginadas) cuya
recuperación, a través de la rememoración o la construcción, es la tarea
del análisis. Para Freud, el inconsciente es el depósito de esas representa-
ciones infantiles reprimidas, y son estas últimas las que, transferidas de

15 Véase M. Straker (1971: 37-41): “Aunque el duelo se trata por Freud como normal
y la melancolía como su versión patológica, una lectura más detallada del texto
muestra que los mecanismos de incorporación e identificación ambivalentes que se
dice que son característicos de la melancolía son también el fundamento mismo de
la posibilidad de cualquier relación con un objeto, incluyendo el primer “objeto”
del niño, la madre, un tema importante en la conceptualización de la identificación
traumática, como muestro aquí”.

180 Parte II. Trauma cultural


forma secundaria a la persona del analista, pueden llegar a ser accesibles
a la conciencia y a la rememoración mediante la narración que construye
el paciente o diégesis. Para Freud, es por ello que el discurso del paciente
durante el trance hipnótico no constituye una diégesis, porque ese discurso
es una ejecución hipnótico-mimética que se produce justo en ausencia de
conciencia y autorrepresentación.
Por otro lado, como Freud descubrió pronto, la transferencia, lejos de
facilitar la rememoración, demostró ser su principal obstáculo. En lugar
de recordar, los pacientes repetían las escenas o recuerdos anteriores en el
presente, en una transferencia “positiva” hacia el analista que, a pesar de
la ausencia de sugestión abierta, o tal vez precisamente debido a la des-
aparición deliberada buscada por el analista, se manifestaba todavía con
mayor claridad que la ligazón afectiva de identificación con el “otro”, que
para Freud es identificación emocional (o mímesis). En otras palabras,
siguiendo a Mikkel Borch-Jacobsen, podemos decir que si Freud continúa
creyendo que la transferencia constituye una resistencia a la rememoración,
al disfrazar o disimular un vínculo afectivo edípico anterior, los escritos
del propio Freud en los años veinte sugieren de manera muy fuerte que
no existe una ocultación de ese tipo ahí. Ello se debe a que la resistencia
transferencial del paciente se fundamenta en un vínculo o ligazón afectivo
que, como observa Freud, no pueden ser reprimido, sino solo sentido o
experimentado en la inmediatez de un acting out o repetición en el presente,
que es irrepresentable para el sujeto y que, como el mismo inconsciente,
no se ve afectada por latencias, el tiempo, la duda o la negación.
En resumen, el concepto de rememoración se hace problemático en
Freud cuando afirma, en sus especulaciones en Inhibiciones, síntomas y
angustia y textos relacionados, que el vínculo edípico que se supone que
se evoca en la transferencia deriva en sí mismo de un “vínculo afectivo”
o “identificación primaria” incluso más arcaico: una identificación que
nunca el sujeto puede recordar justamente porque precede a la propia
distinción entre el yo y el otro de la cual depende la posibilidad de auto-
rrepresentación y, por consiguiente, de rememoración. De ello se deduce
que el origen no se le hace presente al sujeto, sino que, al contrario, es la
condición para el “nacimiento” de este último.

Freud y el trauma 181


Si ello es cierto con respecto al origen, ¿también lo es para el trauma?
Ya desde los tiempos en que Sándor Ferenczi y Anna Freud publicaron
sus obras, nos hemos acostumbrado a pensar en la identificación con
el agresor como una de las respuestas características del sujeto frente al
trauma o como defensa frente a él16. Pero, ¿qué ocurre si, como lo su-
giere Freud, pensamos que el trauma consiste en la propia identificación
imitativa o mimética, es decir, en “la ‘invasión’ originaria del sujeto” o la
alteración del mismo? (Borch-Jacobsen, 1987: 203). Ello sería atribuir la
falta de memoria que tiene el paciente del trauma no a la represión de una
representación del acontecimiento traumático, sino a la ausencia de un
sujeto o ego traumatizado en la apertura hipnótica hacia las impresiones
o identificaciones que ocurrieron con anterioridad a cualquier acto de
auto-representación y, en consecuencia, antes de cualquier rememoración.
De manera que si la víctima de un trauma se identifica con el agresor,
no lo hace como una defensa del ego que reprime el acontecimiento
violento en el inconsciente, sino sobre la base de una imitación o mí-
mesis inconsciente que connota una apertura insondable a toda forma
de identificación. Ello explicaría la razón por la cual el acontecimiento
traumático no se puede recordar; la razón por la que se “revive” en la
relación transferencial, no bajo la forma de un volver a narrar un evento
pasado, sino como una identificación hipnótica con otra persona en el
presente —en la atemporalidad del inconsciente— que se caracteriza
por una amnesia o ausencia profunda del yo. También nos sugeriría
una explicación, basada en la concepción de Freud del trauma como el
supertrauma (archetrauma) de la identificación, de por qué el recuerdo
de las víctimas del acontecimiento traumático es, en tantas ocasiones,
tan difícil, cuando no imposible, de recuperar —algo que Freud (1995q:
242-44) parece reconocer cuando, al discutir lo inagotable del análisis,
reconoce la naturaleza implacable de la pulsión de muerte o de la com-
pulsión a la repetición—.

16 Aunque el concepto de identificación con el agresor se atribuye por lo general a


la obra de Anna Freud, The Ego and Mechanisms of Defense (1936), fue primero
formulado por Sándor Ferenczi en 1933, en Confusión de lengua entre los adultos y
el niño (Ferenczi. 1984: 162).

182 Parte II. Trauma cultural


Desde esta perspectiva, el “acontecimiento” traumático se redefine
como aquel que debido a que precisamente provoca el “trauma” de la
identificación emocional, no puede describirse estrictamente hablando
como un acontecimiento, puesto que no ocurre sobre la base de una
distinción sujeto-objeto. (De ahí la ambigüedad del término “trauma”,
que a menudo se usa para describir un acontecimiento que ataca al sujeto
desde fuera, pero que según la perspectiva de la identificación mimética
es una experiencia o “situación” de identificación que estrictamente
hablando no le ocurre a un sujeto autónomo o totalmente coherente).
El supertrauma (archetrauma) del nacimiento, definido en este modelo
como una identificación primaria o repetición hipnótica que ocurre antes
de que se dé cualquier percepción o represión consciente, es irrepresen-
table para el sujeto, y de ahí que en Inhibiciones, Freud (1995h: 128) se
oponga a la explicación que da Rank de trauma como la repetición de
un acontecimiento ligado al nacimiento. Por consiguiente, se imagina al
trauma no como la destrucción de un ego dado de antemano a causa de
la pérdida de un objeto o acontecimiento identificable, sino como una
dislocación o disociación del “sujeto” anterior a cualquier identidad u
objeto perceptible17. No creo que sea ningún accidente que siempre que
Freud está en peligro de olvidar esa propuesta en Inhibiciones, síntomas
y angustia, y, por lo tanto, de tratar la reacción del ego frente al trauma
como una reacción frente a un acontecimiento u objeto específico que
puede, en principio, indicar, señalar y confrontar, la neurosis de guerra
reaparezca de manera sintomática en su texto como el paradigma del
trauma definido en términos económicos y que implica la ruptura del
escudo protector, lo que equivale a expresar el trauma definido como
mimético o como una identificación imitativa.

17 Las críticas de Freud a Rank sugieren que para Freud la situación traumática no
designa un determinado objeto de la realidad, sino algo vago e indeterminado
que lo abruma: una situación de impotencia causada por un temor que también
interpretará en términos hipnóticos-identificatorios. Para críticas similares hechas
a Rank por Ferenczi, véase Zur Critique der Rankschen Technik der Psychanalyse
(1927: 116-28). Véanse también Lacoue-Labarthe & Nancy (1989, otoño: 200)
y Weber (1982: 48-60).

Freud y el trauma 183


Hay todavía un aspecto más que se debe señalar. A través de todo mi
análisis, he asociado al trauma con la ruptura del escudo protector, o libe-
ración, y también con la identificación mimética, o ligazón. Ello se debe
a que en los términos económicos que se asocian con las ideas de Freud,
la experiencia traumática implica una fragmentación o pérdida de unidad
del ego que resulta de la liberación radical de la pulsión de muerte, pero
que también implica una ligazón simultánea (o religazón) de la catexis:
tanto la liberación como la ligazón —odio y amor— son constitutivas
de la reacción traumática. Esta tesis está implícita en la obra de Freud y
en autores relacionados con él, aun cuando no consiguen desarrollarla
expresamente o desarrollar sus consecuencias. Por ello, para Freud y sus
seguidores, abrumar el escudo protector del ego y de la desaparición mi-
mética del ego representa una disociación o separación de las pulsiones
de vida y muerte (amor y odio) y una liberación consecuente de la catexis
de la pulsión de muerte. Observa Abram Kardiner (1932: 461) que:
En la neurosis traumática podemos ver [...] una escisión de los componentes
definitivos de la catexis. En el momento traumático [...] todas las catexis son
bruscamente atravesadas y la destructividad desatada que se vuelve contra
el ego se manifiesta en la forma de una pérdida de conciencia18.

Ferenczi le dará al proceso de liberación una lectura política cuando, a


partir de la interpretación de Freud de la política de la identificación y la
multitud o la masa, compara la desorganización psíquica y las múltiples
identificaciones que siguen a la pérdida de liderazgo del ego en los estados
traumáticos graves con la reacción de pánico de la multitud cuando pierde
su líder o Führer político (Hollos & Ferenczi, 1925: 47-48).
Kardiner parece imaginar que la liberación (la pulsión de muerte o
Thanatos) puede contrastarse con la ligazón (la pulsión de vida o Eros)
como dos términos en un proceso oposicional, de manera tal que una libe-
ración o trauma puede estar seguida de su opuesto, de una religazón y, por
lo tanto, de un intento de cura. De esta forma, ese autor sigue a Freud al
interpretar la pesadilla traumática como un intento retroactivo de ligazón,

18 Algún tiempo después, Abraham Kardiner cambió su nombre a Abram.

184 Parte II. Trauma cultural


o control, de esa clase (Kardiner, 1932: 461). Pero una lectura atenta de los
textos de Freud sobre la economía y la política de la identificación mues-
tra que la oposición entre liberación y ligazón es constitutiva. El pánico
—en términos de los individuos, la liberación o escisión del sujeto que
produce identificaciones miméticas y, en términos políticos, la disolución
de los vínculos existentes entre individuos en la multitud ingobernable
donde todos están contra todos— es simultánea e irreductiblemente una
ligazón que depende de las propias identificaciones miméticas que de ma-
nera sugestiva o contagiosa ligan el individuo al otro o a la masa. Mikkel
Borch-Jacobsen, que ha escrito el análisis más penetrante de este aspecto
del pensamiento de Freud, lo expresa de la siguiente manera:

La paradoja es la siguiente: puesto que la “simpatía” (es decir, el co-


sufrimiento o el sufrir con otro) realmente constituye el vínculo posible
más inmediato con los otros, la desaparición del vínculo de amor con el
jefe no libera, como Freud deseaba, la pura y simple huida de los Narcisos
[egos o sujetos independientes]. En un cierto sentido, no libera nada en
absoluto y, sin duda, no libera sujetos autárquicos (individuos), puesto que
el pánico es precisamente una ruptura incontrolable del ego por (los afectos
de) los otros, o [...] un narcisismo mimético, contagioso, sugestionado. Lo
que surge en el fenómeno de pánico [...] es todo aquello que Freud había
rechazado violentamente bajo la rúbrica de “sugestión” o “sugestionabili-
dad”, comprendida como la relación determinada por la fusión inmediata,
“hipnótica” con el otro [...] El acmé de la relación “simpática” con los otros
es, a su vez, la no relación última con los otros: cada cual imita el “sálvese
quien pueda” de los demás; aquí la asimilación equivale estrictamente a
una des-asimiladora disimilación19. El vínculo del pánico va más allá de las

19 (N. del E.) La disimilación tiene un sentido técnico lingüístico que se refiere a la
“acción ejercida por un sonido sobre otro de la misma palabra, con el que posee
todos o algunos elementos articulatorios comunes, que consiste en hacerle perder
alguno de estos rasgos comunes: c a r c e r e > cárcel. Puede llegar, incluso, a hacerlo
desaparecer: a r a t r u > arado. Si es una sílaba la que desaparece, el fenómeno se
llama haplología. Grammont especializa el término para aplicarlo sólo a la acción
disimilatoria a distancia. Cuando los sonidos actuante y actuado están juntos, prefiere
hablar de diferenciación” (Lázaro Carreter, 1990: 147). El uso de Borch-Jacobsen
claramente se construye a partir de este significado.

Freud y el trauma 185


alternativas de la ligazón y la huida [...] Una masa que huye se debe calificar
al mismo tiempo como narcisista y no narcisista, egoísta y altruista, asocial
y social (Borch-Jacobsen, 1992a: 9).
Asocial y social. ¿Acaso esa pareja de conceptos no caracteriza el com-
portamiento del soldado traumatizado como lo describe Kardiner y otros?
Paradójicamente, el soldado traumatizado asocial que es sustraído del
mundo de una forma tan antimimética que está totalmente insensibili-
zado frente a él, está al mismo tiempo tan identificado socialmente con
el mundo que los límites entre él mismo y los demás han desaparecido
completamente. De esta forma, Kardiner describe el comportamiento
de la víctima como uno tan rígido que su cara está tan vacía de gesto y
expresión del sentimiento, que da la impresión de estar absolutamente
separada de los otros. Pero también describe a esa misma víctima como
alguien identificado tan miméticamente con los peligros del mundo que
es completamente impresionable o está totalmente sugestionado. La
respuesta del soldado traumatizado representa, por consiguiente, y a la
vez, el éxito de la defensa y su fracaso, el éxito de la protección y la rup-
tura del escudo protector, la antimímesis y la mímesis (véase Leys, 1996,
invierno: 44-73).

Mímesis y antimímesis

En resumen: en su estudio de los conceptos de la angustia automática y


de las represiones primordiales a los cuales parece remitirse forzosamente
el problema del trauma, Freud coloca un proceso hipnótico-mimético de
ligazón y liberación en el centro de la situación traumática. Un proceso
que Krystal, Cohen y Winston vuelven invisible al rechazar los conceptos
económicos de Freud. Por lo tanto, el trauma se definió por Freud como
una situación de identificación inconsciente o “represión primordial”
con la persona o escena traumáticas, que ocurre en un estado similar al de
trance y que es independiente de una relación libidinal con el objeto. La
sugestionabilidad hipnótica era la clave para las experiencias traumáticas
definidas de esta forma. Esa pretensión sitúa a Freud entre sus contempo-
ráneos, como Charcot, Janet, Prince y otros, para quienes la conceptua-

186 Parte II. Trauma cultural


lización del trauma estaba inevitablemente conectada con la aceptación
de la hipnosis como un campo legítimo de investigación y ciencia. La
hipnosis proporcionó a Freud un modelo de identificación inconsciente
porque, según la interpretación dominante de la hipnosis a comienzos
del siglo xx, ella parecía involucrar una sujeción o inversión en el otro o
una escena que era “ciega”, en el sentido de que el sujeto de la hipnosis
está inconsciente o no es consciente de las instrucciones del hipnotizador,
que realiza o repite sin darse cuenta de que se está sometiendo a ellas.
Son instrucciones que no recordará después porque el sujeto no ha sido
consciente de ellas mediante alguna forma de autorrepresentación cuando
sucedieron por primera vez. Conceptos similares se pueden encontrar en
los escritos de una gran diversidad de autores que son cruciales para la
genealogía del trauma, entre los cuales estarían Morton Prince, Sándor
Ferenczi, Abram Kardiner y otros cuyos trabajos examino. En síntesis,
el trabajo de Freud cristaliza y hace manifiesta una problemática de la
identificación hipnótico-mimética que fue fundamental en el origen de
la elaboración teórica acerca del trauma a inicios del siglo xx.

No obstante, como ha demostrado Borch-Jacobsen, Freud repudió


constantemente la indiferenciación hipnótico-disociativa entre el sujeto
y el otro, que se pensaba que era característica de la situación traumática.
Intentó evadir la pérdida ominosa de individualidad o desdiferenciación
entre el yo y el otro que supuestamente tenía lugar en la hipnosis al rein-
terpretar los efectos de la sugestión como el producto, no de la relación
entre hipnotizador y sujeto, sino del deseo sexual del sujeto. Lo que Freud
encontraba perturbador de la hipnosis-sugestión, y lo que luchó por
suprimir, era la idea de que en la sugestión mis pensamientos no provie-
nen de mi propia mente o ‘yo’, sino que son producidos por imitación o
sugestión de otro, ya sea el hipnotizador o, en la práctica psicoanalítica,
el analista. La teoría de Freud del inconsciente puede verse así como un
intento por solucionar el problema de la relación hipnótica al transformar
la sugerencia en deseo. En el trabajo de otros autores, el rechazo a la iden-
tificación mimética se produce dentro de la propia elaboración teórica de
la sugestión. Por ello, Morton Prince, alabado hoy como un pionero en el
estudio de los desórdenes disociativos, atribuyó los efectos del trauma a la

Freud y el trauma 187


disociación hipnótica o división que era inmemorial y, al mismo tiempo,
a la espontaneidad de un sujeto que podía ver la escena del trauma y de
esa forma representársela a sí mismo. La equivalente doble estructura de
mímesis y antimímesis se encuentra en los escritos de Ferenczi, Kardiner
y muchos otros.
El giro antimimético dentro de la teoría mimética tiene varias con-
secuencias importantes que se manifiestan en la conceptualización del
trauma aún hoy en día. Según la hipótesis mimética, la repetición trau-
mática cuya dramatización se estimula en la víctima en el tratamiento
hipnótico-catártico adquiere la forma de una puesta en acción (acting out)
de la escena real o imaginada del trauma (ya que en el estado de trance la
escena en cuestión puede perfectamente contener elementos ficticios, de
lo cual Freud y otros eran totalmente conscientes). Esa puesta en acción,
debido a que tiene lugar bajo la forma de la identificación emocional que
constituye la relación hipnótica, no está disponible para una rememora-
ción posterior. Al mismo tiempo, el proceso de revivir la situación trau-
mática real o ficticia bajo hipnosis se comprende también de una manera
diferente, o antimiméticamente, por Freud y otros: no como una mímesis
dramática, sino como una verbalización o diégesis, en la cual el paciente
recuerda y rememora la escena traumática con plena consciencia, aun si la
exigencia de rememoración y autoconocimiento del paciente no se puede
satisfacer con facilidad.
Será igualmente crucial que el giro antimimético dentro del paradigma
mimético —es decir, la exigencia del terapista de que el paciente sea un
sujeto capaz de distanciarse por sí mismo de la escena traumática— sea
simultáneamente el momento en el que el énfasis tiende a desplazarse
de la noción de trauma como rendimiento mimético de la identidad a
la tipificación de trauma como una causa o acontecimiento puramente
externo que le sucede a un ego ya constituido y hace temblar su autono-
mía e integridad. Por consiguiente, las identificaciones apasionadas se
transforman en pretensiones de identidad, y la negatividad y la violencia
que, según las hipótesis inherentes a la ruptura mimética de los límites
entre lo interno y externo, son expulsadas violentamente al mundo exte-
rior, regresan al sujeto plenamente constituido y autónomo con la forma

188 Parte II. Trauma cultural


de una exterioridad absoluta. El resultado es una rígida dicotomía entre
lo interno y lo externo de manera tal que esa violencia se imagina como
algo que le ocurre al sujeto y proviene completamente de fuera20. El valor
que tiene lo explicado para los proponentes de la perspectiva de que la
violencia es externa al sujeto en su mayor parte es que sirve para impedir
la posibilidad de desplazar la responsabilidad hacia un tercero al negar
que la víctima participe de la escena de abyección y humillación, o que
colabore en ella en cualquier sentido. Pero es una visión de la localización
de la violencia que también tiene sus costos:
1. Hace impensable, o incoherente, la dimensión mimético-sugestiva
de la experiencia traumática. Una dimensión que, como he intentado
mostrar, cuestiona cualquier determinación simple del sujeto desde
dentro o sin él, y que se encuentra presente en la tendencia a la sugestión,
habilidad que todavía se reconoce como sintomática de los pacientes
que sufren de trauma. La sugestionabilidad hipnótica de la víctima de
disociación o de tept hace inherentemente sospechoso el testimonio
del paciente acerca de la verdad histórica del origen traumático, debido
al potencial de confabulación hipnótica y de las “falsas memorias”, y ello
a pesar de que (como muestra mi análisis acerca del trabajo de Bassel van
der Kolk) esa sugestionabilidad no es teorizable dentro de los términos
de un análisis del trauma que rechaza cualquier reconocimiento de la
dinámica mimética21.
2. De hecho, un análisis de ese tipo tiende a producir una conceptua-
lización de la memoria disociada o traumática como algo completamente
literal en su naturaleza, como si fuera necesaria una explicación de la
experiencia traumática como algo absolutamente cierto en relación con
la realidad exterior, incontaminada por cualquier dimensión subjetiva,
inconsciente-simbólica o ficticia-sugerente, con el fin de reforzar una
polarización rígida entre lo interior y exterior, que se vería en otro caso
amenazada por la dinámica mimética. Y, no obstante, la teoría de la na-

19 Estas ideas las ha aplicado Mark Seltzer (1998) al fenómeno del asesinato en serie
y la cultura de la violencia en Estados Unidos.
21 Véase Trauma: A Genealogy (Leys, 2000), en particular el capítulo 7.

Freud y el trauma 189


turaleza literal de la memoria traumática ha sido contestada y continúa
siéndolo por las pruebas que proponen la presencia de un componente
subjetivo-sugestionado en la constitución de la experiencia traumática.
3. La misma dicotomía entre lo interno y lo externo refuerza una oposi-
ción entre el agresor absoluto y la víctima absoluta, de tal manera que hace
imposible teorizar la violencia y la ambivalencia que, según la hipótesis
mimética, son necesariamente inherentes a la víctima de una situación
traumática. La teoría mimética hace posible reconocer simpáticamente
las formas odiosas en las cuales la víctima puede participar psíquicamente
en la escena de violencia a través de las identificaciones fantasmales con la
situación de agresión. En cambio, el rechazo total de cualquier idea de lo
mimético hace que la fuente de esas identificaciones sea misteriosa.
4. La rígida dicotomía que se dice que existe entre lo externo y lo interno
refuerza de manera inevitable los estereotipos de género al conceptualizar al
sujeto femenino ya constituido como una víctima completamente pasiva e
impotente. La ironía es que, al añadir un concepto no examinado de contagio
o infección a una oposición tan evidente entre lo interno y lo externo, resulta
que el agresor también se puede convertir en una víctima, como muestro en
mi estudio de la obra reciente de Cathy Caruth sobre el trauma22.
5. En una dirección radicalmente diferente, el mismo giro antimimético
dentro del paradigma mimético puede hacer que se cuestione toda la validez
del concepto de trauma. Así, una versión alternativa de la misma exigencia
de que exista un sujeto capaz de distanciarse por sí mismo de la situación
traumático-mimética revalúa el concepto de simulación como una clase de
juego voluntario entre el sujeto y el hipnotizador, y lo hace de manera tal
que convierte el concepto de trauma en algo sospechoso. Cuando Borch-
Jacobsen escribió The Freudian Subject, aceptó la definición común de
principios del siglo xx de la hipnosis como una mímesis identificativa no
especular o “ciega” que precedía a la división sujeto-objeto23. En esa época,

22 Véase el ensayo de Ruth Leys, El pathos de lo literal, reproducido en esta antología.


23 La hipnosis, escribió Borch-Jacobsen, es “propiamente hablando, una sujeción
en el sentido más fuerte de esta palabra. El sujeto se vuelve sujeto, se asigna

190 Parte II. Trauma cultural


el autor parecía creer que estaba definiendo la esencia de la hipnosis en
lugar de proporcionar una conceptualización histórica que simplemente
era dominante en el cambio de siglo. Pero en sus escritos más recientes
ha rechazado su énfasis previo en la ceguera de la relación hipnótica con
el fin de describir la hipnosis como un juego especular llevado a cabo con
la plena conciencia de sus actuaciones por parte del sujeto. En resumen,
Borch-Jacobsen quiere ahora resolver la tensión entre imitación como
mímesis ciega e imitación como una distanciación de un espectador, y
se inclina como solución por la simulación lúcida. Esta nueva posición
va de la mano con un rechazo a cualquier concepto del inconsciente y
cualquier noción de memorias traumáticas (reprimidas sibilinamente o
disociadas miméticamente). En consecuencia, para Borch-Jacobsen no
existe ningún olvido genuino de la actuación mimética, que es simplemente
una situación emprendida con el consentimiento voluntario del paciente.
Caracteriza todas las “reelaboraciones” o “reexperiencias” catárticas en los
mismos términos, con el resultado de que el autor va tan lejos como para

como sujeto. La orden hipnótica no se presenta ante una conciencia que ya está
ahí para oírla; en lugar de ello se apodera de ella (y la establece), de tal manera
que la orden hipnótica nunca se presenta a sí misma ante la conciencia. Cae en
un ‘olvido’ radical que no es el olvido de cualquier memoria, de cualquier (re)
presentación. No da órdenes a un sujeto; ordena al sujeto [...] Lejos de respon-
der, por tanto, al discurso del otro, la persona hipnotizada lo cita en primera
persona, lo expresa espontáneamente o lo repite, sin saber que lo está repitiendo
[como observa Borch-Jacobsen, ese es precisamente la definición de Freud de
‘compulsión repetición’]. El sujeto no se somete al otro, sino que se convierte en
el otro, llega a ser como el otro, que no es ya un otro, sino ‘él mismo’. Ninguna
propiedad, ninguna identidad y, en especial, ninguna libertad subjetiva precede
a la orden en este caso [...] En resumen, la hipnosis involucra el nacimiento del
sujeto, tal vez no una repetición del acontecimiento del nacimiento, sino un
nacimiento como repetición, o como identificación primaria: en ella el sujeto se
origina (siempre nuevo: este nacimiento se repite constantemente) como un eco
o duplicado del otro, en una especie de demora con respecto a su propio origen
e identidad. Un intervalo insuperable, por lo tanto, puesto que es constitutivo
y sin duda constituye el ‘inconsciente’ completo del sujeto, antes de cualquier
memoria y cualquier represión. [El límite a] la repetición, como ha dicho Freud,
es el inconsciente mismo” (Borch-Jacobsen, 1988: 229-31).

Freud y el trauma 191


aventurar que las neurosis traumáticas de guerra pertenecen a la misma
categoría de invenciones simuladas hipnóticas; un argumento que se acerca
peligrosamente a la visión tradicional de la neurosis traumática como una
forma de fingimiento de la enfermedad (Borch-Jacobsen, 1996a; 1996b;
1997: 147-73).
Sin embargo, el escepticismo de Borch-Jacobsen da lugar a varias
contradicciones, con lo que se demuestra otra vez que la mímesis no
puede hacerse desaparecer sin más. En vez de eso, según el discurso que
ha conformado la conceptualización del trauma desde el comienzo, tanto
la mímesis como la antimímesis son interiores a la experiencia traumáti-
ca. Podríamos decir que el concepto de trauma se ha estructurado en la
historia de tal manera que ha invitado a la vez a la solución del problema
inspirándose en el repudio antimimético de las dimensiones miméticas
y en la resistencia frente a esa solución, o en cualquier caso sugiere que
el deseo por resolver las oscilaciones internas en ese paradigma es una
respuesta a la ansiedad constitutiva del mismo.

192 Parte II. Trauma cultural


Parte III

Representación y verdades

a
Experiencia, memoria y trauma:
síntomas de discursividad1

Ernst van Alphen

D e acuerdo con el sentido común, la experiencia es algo que los sujetos


tienen llanamente, y no algo que se construye. Las experiencias son
directas —no mediadas— versiones subjetivamente vívidas de la realidad.
Ellas no son trazos de la realidad, sino parte de la vida misma. Sin em-
bargo, durante los últimos veinte años esta noción de experiencia ha sido
cuestionada por académicas feministas como Teresa de Lauretis (1984)
y Joan W. Scott (1992). De diversas maneras ellas han argumentado que
la experiencia no es tan directa e inmediata como se asume usualmente,
sino que es fundamentalmente discursiva. La experiencia depende del
discurso: las formas de experiencia no estriban únicamente en el evento
o en la historia que está siendo experimentada, sino también del discurso
en el cual el evento es expresado/pensado/conceptualizado.
Me detendré en el artículo Experiencia de Joan Scott (1992), debido
a que la autora logra señalar acertadamente las implicaciones de nocio-
nes predominantes sobre la experiencia. Al considerar las ventajas de
una noción discursiva de la misma, Scott señala que, a pesar de que la
categoría experiencia puede tener diferentes significados, su estatus en
el análisis histórico es usualmente el mismo. Se presenta como verdad

1 Traducción de Carlos Andrés Barragán.

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 195


o evidencia, como incontestable y como un punto de origen de explica-
ción. Cuando el empirismo fue criticado por ser epistemológicamente
ingenuo, la categoría ‘experiencia’ fue introducida como reemplazo de las
categorías ‘en bruto’ y ‘realidad simple’. La ventaja de este reemplazo es
que la connotación de ‘experiencia’ es mucho más variada y elusiva. Sin
embargo, el estatus de la ‘experiencia’ en la escritura histórica moderna
no es, como lo señala Scott, muy diferente del ‘hecho en bruto’ en la
historia decimonónica. La experiencia se convierte en la base sobre la
cual todo análisis se sustenta.

Una de las implicaciones de tal uso de la categoría es que el individuo


que ha tenido la experiencia se convierte en el pilar del testimonio. En ese
caso se descartan todas las preguntas sobre la naturaleza construida de las
experiencias. Como lo afirma Scott, esta omisión es verdadera para todos los
diferentes significados de experiencia distinguidos por Raymond Williams
en su libro Palabras clave (2000). De acuerdo con Williams, la experiencia
significa simultáneamente “conocimiento acumulado de eventos pasados,
bien sea por observación consciente o por consideración y reflexión” y “un
tipo particular de conciencia, que se puede distinguir en algunos contextos
de la razón o el saber”. Según afirma Williams, hasta la primera parte del
siglo xviii los términos experiencia y experimento estaban cercanamente
conectados: la experiencia era una clase de conocimiento al que se llegaba
a través de pruebas experimentales y de la observación. Sin embargo, en el
siglo xx, la experiencia emerge como una clase de consciencia que consiste
en un “completo y activo conocimiento”, que incluye tanto el sentimiento
como el pensamiento. Todos estos diferentes significados tienen en común
que la experiencia es una clase de testimonio subjetivo, y que es inmediato,
verdadero y auténtico. Hay otro significado que no está relacionado con la
idea de experiencia como testimonio interno y subjetivo. En el siglo xx,
la experiencia también puede significar influencias externas al individuo.
Dichas influencias son las cosas ‘reales’ exteriores a las cuales los individuos
reaccionan. Esta noción de la experiencia excluye los sentimientos, los
pensamientos o la conciencia de los individuos. Mientras que los primeros
significados de ‘experiencia’ implican que ella es algo que ocurre dentro del
individuo, los segundos la ubican por fuera del mismo.

196 Parte III. Representación y verdades


Pero, como lo señala Scott, todos estos usos de la experiencia, bien
sean concebidos como internos o exteriores, subjetivos u objetivos,
asumen la existencia previa de los individuos. Tal existencia se da por
sentada. Los individuos existen y tienen experiencias. Esta suposición
impide la indagación en torno a los modos como la experiencia constituye
la subjetividad; esta suposición “evita la consideración de las relaciones
entre discurso, cognición y realidad” (Scott, 2001). En su lugar, Scott
propone la siguiente configuración de experiencia, subjetividad y dis-
cursividad:

Los sujetos son constituidos discursivamente, la experiencia es un


evento lingüístico (no ocurre fuera de significados establecidos), pero
tampoco está confinada a un orden fijo de significado. Ya que el discurso
es compartido por definición, la experiencia es tanto colectiva como
individual. La experiencia es la historia de un sujeto. El lenguaje es el
sitio donde se representa la historia. La explicación histórica no puede,
por lo tanto, separarlos (2001: 66).

En lugar de asumir que los individuos existen y que ellos tienen ex-
periencias, deberíamos imaginar la siguiente relación: los sujetos son el
efecto del procesamiento discursivo de sus experiencias.
Indicar que la experiencia y el discurso no pueden separase es un
movimiento importante puesto que nos fuerza a reconfigurar la relación
entre ambos. En este contexto, el discurso no es más un medio subor-
dinado en el cual las experiencias pueden ser expresadas. Más bien, el
discurso juega un rol fundamental en el proceso que permite que surjan
las experiencias, y la forma y contenido que éstas adquieren. En el resto
de este capítulo exploraré con mayor detalle las interconexiones entre
la experiencia y el discurso. Esta exploración tendrá consecuencias para
la categoría de la memoria, porque ella, usualmente, se ve como un caso
especial de experiencia. No es la recuperación voluntaria controlada del
propio pasado, sino de la experiencia del pasado.
Para ilustrar mi argumento me enfocaré no en la experiencia pero sí
en lo que llamo ‘experiencia fallida’, que es el trauma. Analizaré el trauma
como una experiencia que no se ha plasmado y que muestra síntomas

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 197


negativos de la discursividad que define una experiencia ‘exitosa’. A
menudo la gente habla de “experiencias traumáticas” o de “recuerdos
traumáticos”; yo argumentaré, sin embargo, que la causa del trauma es
precisamente la imposibilidad de experimentar y, subsecuentemente, de
memorizar un evento. Desde esta perspectiva, es contradictorio hablar
de experiencia o memoria traumática. Si asumimos que la experiencia
es de alguna manera discursiva, una “experiencia fallida” se convierte
en un buen caso para revelar la función del discurso en la experiencia:
es en la experiencia fallida que la interconexión íntima del discurso y la
experiencia se interrumpe. Esta ruptura nos permite ver concretamente
qué es lo discursivo en la experiencia.
Mi discusión sobre trauma se concentrará en el Holocausto y su
alegada irrepresentabilidad. Cuando hablo de la irrepresentabilidad
del Holocausto no me refiero al aspecto cultural de la indecencia de
representar el Holocausto, pero sí a la inhabilidad de los sobrevivientes
del Holocausto de expresar o narrar sus experiencias pasadas. La re-
membranza de los eventos del Holocausto es, entonces, técnicamente
imposible; es un problema semiótico por naturaleza.

Incapacidad semiótica

La visión tradicional sostiene que, dentro del dominio simbólico, las


representaciones del Holocausto son un caso aparte. El lenguaje sim-
bólico se queda corto en sus posibilidades miméticas al representar el
Holocausto: la realidad histórica que tiene que ser representada está más
allá de la comprensión. De acuerdo con esta perspectiva, enfrentado con
el carácter extremo y la singularidad de este fragmento de historia, las
limitaciones de la representación son intrínsecas al lenguaje. No sólo
los historiadores del Holocausto confrontan este problema; ante todo
lo hacen los sobrevivientes del Holocausto, quienes tienen dificultad
para comunicar el mundo en el cual están atrapados.
A continuación argumentaré que la dificultad de narrar el pasado del
Holocausto no se debe localizar en el extremo de los eventos en sí mismos,
sino en el proceso y los mecanismos de experiencia y representación de

198 Parte III. Representación y verdades


los mismo. Al hacer esto por ningún motivo estoy relativizando el sen-
tido extremo del Holocausto como un evento histórico. Sin embargo,
presumo que, en principio, la representación ofrece la posibilidad de
dar expresión a las experiencias extremas. El problema, no obstante, es
que la representación en sí misma es variable históricamente. Algunas
veces hay situaciones o eventos —y el Holocausto es prototípico de
tales situaciones— que son la ocasión de ‘experiencias’ que no pueden
ser expresadas en términos que el lenguaje ofrece (o en forma más ge-
neral, el orden simbólico) en ese momento. Al hacer este énfasis señalo
que, para mí, la representación no es un fenómeno estático o eterno del
cual las (im)posibilidades son fijadas de una vez y para siempre. Para
cada usuario del lenguaje, la representación es un fenómeno histórico y
culturalmente específico. Los discursos, bien sean literarios, artísticos o
no, son cambiables y transformables. Esta suposición implica que para
responder la pregunta sobre la irrepresentabilidad del Holocausto es
mejor concentrarse no tanto en los límites del lenguaje o de la repre-
sentación como tales sino en las características de las formas de repre-
sentación que estuvieron disponibles para las víctimas/sobrevivientes
del Holocausto, para articular y, de ahí, tener sus propias experiencias.
Cuando los sobrevivientes del Holocausto no tienen la posibilidad, o
apenas son capaces de expresar su experiencia, la dificultad se puede
explicar de la siguiente manera: la naturaleza de sus experiencias de
ninguna manera la cubren los términos y las posiciones que el orden
simbólico les ofrece. Esta discrepancia es lo que exactamente tiene que
ser investigado, porque es en ella donde la causa de la irrepresentabilidad
del Holocausto se halla. En resumen, el problema no es la naturaleza del
evento, no es una limitación intrínseca de la representación; más bien
es la división entre vivir de un acontecimiento y las formas disponibles
de representación con las cuales y en las cuales dicho evento puede ser
experimentado.

Hasta ahora he usado las nociones de ‘experiencia’ y ‘la expresión o


la representación de una experiencia’ como si implicaran dos momentos
separados. Primero experimentamos algo, luego tratamos de encontrar
una expresión para dicha experiencia. Tal concepción implicaría que las

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 199


experiencias no son discursivas, que surgen sin conexión alguna con el
orden simbólico. En contraste, estoy sugiriendo que la experiencia de
un evento o de una historia es dependiente de los términos del orden
simbólico. Es necesario ese orden para transformar la vivencia del evento
en una experiencia del mismo. Ser parte de un evento o de una historia
como objeto de su acontecimiento no es lo mismo que experimentarlo
como sujeto. La noción de experiencia, de hecho, implica un cierto
grado de distancia del evento; la experiencia es la transposición del
evento al reino del sujeto. De ahí que la experiencia de un evento es ya
una representación de ésta y no el evento en sí mismo. Afirmo que el
problema de los sobrevivientes del Holocausto precisamente radica en
que los eventos vividos no pueden ser experimentados porque el lenguaje
no proveyó los términos y las posiciones en los cuales hacerlo; así, esos
eventos son definidos como traumáticos. El Holocausto ha sido tan
traumático para algunos justamente porque no pudo ser experimentado,
porque una distancia de él en la representación o en el lenguaje no fue
posible. En esta perspectiva, la experiencia es el resultado, o produc-
to, de un proceso discursivo. Así, el problema de las experiencias del
Holocausto puede ser formulado como el atascamiento de ese proceso
discursivo. Por causa de ello, la experiencia no puede ocurrir.

El atascamiento de un proceso implica que el problema de irrepresen-


tabilidad del Holocausto ya había surgido durante el mismo Holocausto
y no después, cuando los sobrevivientes trataron de proveer testimonios
literarios, artísticos o de otro tipo. Para decirlo de distinta manera, los
posteriores problemas de representación son una continuación de la
imposibilidad durante el evento mismo de experimentar el Holocausto
en los términos del orden simbólico disponible en ese momento.

El estudio de Lawrence Langer (1991), Holocaust Testimonies, ofrece


abundantes ejemplos de este atascamiento del proceso discursivo de la
experiencia. Langer discute los testimonios orales de los sobrevivien-
tes del Holocausto que fueron grabados en video por Fortunoff Video
Archive for Holocaust Testimonies en la Universidad de Yale. Langer
muestra cómo los problemas que tienen estos sobrevivientes en su

200 Parte III. Representación y verdades


propia experiencia están muy ligados a las formas en las cuales ellos
son capaces de recordar el Holocausto.
Usaré los hallazgos de Langer2 para mostrar de manera más concreta
qué clase de problemas representacionales surgen en los intentos de
experimentar retrospectivamente el Holocausto, para así recordarlo. El
propósito de Langer es mostrar qué formas de memoria ha asumido el
Holocausto y cómo dichas maneras determinan de modo fundamental
la subjetividad de los sobrevivientes. El teórico distingue cinco formas
distintas de memoria y, como consecuencia, cinco diferentes estructuras
de personalidad. Dentro del alcance de este ensayo no estoy muy inte-
resado en la relación entre memoria y subjetividad como sí en la base
discursiva de la no-representabilidad de las experiencias del Holocausto
—y por extensión, de la memoria—. Por lo tanto haré algunas precisiones
concernientes a las diferentes clases de obstáculos que pueden aparecer
en el camino de la experiencia y la representación. Estos obstáculos son
síntomas de discursividad. Distinguiré entre cuatro clases de problemas
representacionales: dos tienen que ver con la posición de sujeto de los
sobrevivientes; los otros dos se relacionan con los enfoques de narrativa
que se usan para relatar el Holocausto. Cada cual implica una discre-
pancia entre la realidad de la historia del Holocausto y las posiciones y
términos que el orden simbólico proveyó para experimentar esta realidad.
Estos cuatro problemas son: 1) una posición actancial ambigua: uno no
es sujeto ni objeto de los eventos, o uno es los dos al mismo tiempo. 2)
una negación total de cualquier posición actancial o subjetividad; 3)
la falta de una trama o una perspectiva narrativa por medio de la cual
los eventos puedan ser contados como una coherencia significativa; 4).
2 El libro de Langer es invaluable debido a la cuidadosa atención que el autor dedica
a los testimonios. Sin embargo, no estoy de acuerdo con el estatus sin mediación
que él asigna al testimonio oral. La experiencia y el testimonio oral son, para el
autor, auténticos porque no son mediados, mientras que considera sospechosas
las representaciones literarias del Holocausto y testimonios escritos porque son el
resultado de mediaciones convencionales. Estoy completamente de acuerdo con la
crítica que Dominick LaCapra hace a Langer: “La perspectiva de Langer obscurece
el rol de las convenciones retóricas en el discurso oral y la interacción entre escritu-
ra ‘literaria’ y discurso” (LaCapra, 1994: 194). Otra perspicaz crítica al trabajo de
Langer la ofrece Sidra Desoven Ezrahi (1996: 121-154).

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 201


Las tramas y las perspectivas narrativas que están disponibles o que se
imponen son inaceptables, porque no hacen justicia a la forma en la
cual uno toma parte en los eventos.

Subjetividad ambigua: entre la responsabilidad y la victimización

En el capítulo anguished memory (Memoria angustiada), Langer discute


los testimonios de sobrevivientes que se han “dividido” a sí mismos en
reacción con lo que les sucedió en los campos de concentración. La
única forma de permitir las memorias sobre este pasado es atribuirlas a
alguien más. Uno de los sobrevivientes describe este mecanismo de la
siguiente manera: “Estoy pensado sobre eso ahora […] cómo me dividí
yo mismo. Que ahí no era yo. Era alguien más” (Langer, 1991: 48). En
algunos de los testimonios se hace claro cuáles pueden ser las causas de
esta partición del ser. Langer habla sobre el testimonio de Bessie K., una
mujer joven con un bebé quien estuvo en 1942 en el ghetto Kovno en
el cual eran seleccionados los trabajadores. Dado que los niños no eran
admitidos (y eran asesinados inmediatamente), ella escondió a su bebé
en su abrigo, como si contuviera un manojo de pertenencias. Cuando
el bebé comenzó a llorar, fue tomado por los soldados alemanes. Hasta
1979, ella no había podido contarle a nadie acerca de la pérdida de su
bebé. Su testimonio hace claro, sin embargo, que su incapacidad para
hablar acerca de su pérdida es causada, en parte, por las limitaciones
del lenguaje que estaba disponible. Ahora ella habla sobre el dramático
evento de la siguiente manera: “Yo ni siquiera estaba viva. Ni siquiera
estaba viva. No sé si era por mi propia obra; o era un hecho, o cómo,
pero yo no estaba allí. Sin embargo, sobreviví” (Langer, 1991: 49). El
lenguaje no logra permitirle a ella experimentar una posición en la que
la subjetividad y la objetivización son ambiguas y no decidibles. Bessie
K. todavía está confundida, porque no sabe si tuvo alguna responsa-
bilidad por la pérdida del su bebé, o si fue víctima de esa situación. Si
no hubiese escondido a su bebé en el manojo de ropa, ¿podría no ha-
berlo perdido? Ella no sabe qué rol actancial tuvo en el evento: ¿fue el
sujeto?, lo que significa que tuvo un rol actancial activo en la pérdida

202 Parte III. Representación y verdades


de su bebé, ¿o fue sólo el objeto?, lo que implica que sufrió un evento
pasivo, como víctima.
Bessie K. está desorientada; no sabe la respuesta a estas preguntas. En el
testimonio de Alex H. (Langer, 1991: 65-66), esta clase de desorientación
se manifiesta a sí misma más como una incertidumbre:

Es difícil decirlo, hablar sobre sentimientos. Primero que todo fuimos


reducidos a tal nivel animal que en verdad ahora que recuerdo aquellas
cosas, me siento más horrible de lo que me sentí en ese tiempo. Estába-
mos en tal estado que todo lo que importaba era estar vivo. Uno incluso
no pensaba en su propio hermano o en el pariente más cercano, uno
no pensaba. No sé cómo se sentía otra gente […] Me inquieta mucho
si yo fui el único que se sintió de esa manera, o ¿es normal en tales
circunstancias ser así? Ahora, algunas veces pienso: ¿hice lo mejor o no
hice algo que debí haber hecho? Pero, en el momento, quería sobrevivir
y, tal vez, no hice mis mejores esfuerzos para efectuar ciertas cosas o
pasé por alto la oportunidad de hacer ciertas cosas.

Cuando traducimos el testimonio de Alex H. en términos actanciales


podemos decir que él no está seguro de si ha sido suficientemente sujeto.
¿Hizo un esfuerzo suficiente para ayudar a los demás? Mientras que
Bessie K. teme no haber tenido un rol actancial muy activo —aunque
ella no sabe cuál—, Alex H. no sabe si tuvo uno suficientemente bueno.
En ambos casos esta incertidumbre resulta en un ambiguo, azotado,
sentimiento de subjetividad. Ellos sienten que no son sujetos ni objetos.
Otro ejemplo es la historia de un francés, miembro de la Resistencia,
Pierre T. Luego de que su grupo mató a un oficial alemán, los nazis
ejecutaron en represalia a veintisiete personas en su pueblo. Sus dudas
tienen que ver con el rol actancial que él tuvo en la ejecución de sus
vecinos: ¿también es responsable de ese hecho o es victimizado por la
medida de los nazis?
Con anterioridad argumenté que las experiencias se pueden ver como
procesos discursivos. Pero, ¿qué tienen que ver los azotados sentimientos
de subjetividad de Bessie K., Alex H., y Pierre T. con el lenguaje y con
las dificultades de ellos para expresar lo que les pasó? ¿En qué preciso

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 203


sentido son las formas de representación, al menos en parte, la causa de
sus confusiones?

Hayden White ha argumentado la necesidad de desarrollar una nueva


clase de lenguaje, “un nuevo modo retórico”, para poder hablar del Ho-
locausto. White propone encontrar un modo de expresión análogo a la
“voz intermedia” que pueda permitir una posición diferente del sujeto en
relación con el evento3. Tanto la voz activa como la voz pasiva sitúan al
agente, o al actuante, por fuera de la acción como tal. El agente es el sujeto
o el objeto de ésta. Por el contrario, la voz intermedia sitúa al agente dentro
de la acción. El agente toma parte en la acción, o en el evento, sin ser ni
sujeto ni objeto de ésta. Al agente lo afecta la acción sin ser directamente
objeto o sujeto de la misma.
Es difícil imaginar cómo podemos desarrollar un modo retórico sobre
esta base. Sin embargo, la propuesta de White contiene un diagnóstico
adecuado de los problemas de los sobrevivientes del Holocausto descritos
en esta parte. Ellos tienen dificultad en experimentar los eventos de los
cuales fueron parte porque el lenguaje a su disposición solamente ofreció
dos posibilidades. Como sujetos hablantes, deben atribuir a sí mismos el rol
bien sea de sujetos u objetos en relación con los eventos. Pero la situación
del Holocausto fue tal que esa clase de distanciamiento de la acción no fue
posible. Se toma parte de una historia que no provee roles no ambiguos
de sujeto u objeto. Así, el Holocausto no fue ‘experimentable’ y de ahí que
más tarde fuera no narrable ni representable de otra manera.

3 Basando sus argumentos en los de Lang, Hayden White argumenta que necesitamos
un modelo retórico que ofrezca una posición del sujeto que no sea ni activa ni
pasiva. Él se refiere al griego clásico como un ejemplo de lenguaje que no sólo tiene
voces activas y pasivas, sino también la llamada voz intermedia. Las tres diferentes
voces implican distintas relaciones actanciales (del agente) a la acción o al evento.
Mientras que los lenguajes modernos indoeuropeos ofrecen únicamente la posibi-
lidad del modo activo y pasivo, el griego clásico ofrece con esta “voz intermedia”
una posición diferente del sujeto en relación con el evento (véase White [1992a:
37-53]; también el capítulo Entramamiento histórico y el problema de la verdad en
esta antología, la primera traducción al español de ese planteamiento de White).

204 Parte III. Representación y verdades


Subjetividad negada: sobre “nada”

En la sección anterior discutí casos en los cuales no era claro para los so-
brevivientes del Holocausto el rol que habían tenido en los eventos dentro
de los que terminaron: ¿sujetos u objetos? Aunque su rol actancial fue
fundamentalmente experimentado como ambiguo, no fue la subjetividad,
como tal, lo que estuvo bajo presión. Discutiré ahora las consecuencias
para la representación de situaciones en las cuales la subjetividad de los
presos de los campos fue reducida a ‘nada’. En estas situaciones los sobre-
vivientes no experimentaron su rol/parte, ni siquiera como objeto. Su
existencia como seres humanos fue totalmente negada. Ellos no jugaron
absolutamente ningún un rol actancial, lo que puso en peligro la subje-
tividad en sí misma.
En la cultura occidental, en buena medida, el individuo se señala como
responsable de su propio destino. Uno es responsable de su propio modo de
actuar. Precisamente, debido a esta responsabilidad individual, es posible
elaborar la subjetividad por medio de un comportamiento conscientemen-
te escogido. Según ese supuesto, cuando no se escoge conscientemente,
no se es completamente un sujeto. Esta consideración de la subjetividad
tiene grandes implicaciones para quienes vivieron en los campos de
concentración. Constantemente tuvieron que aguantar situaciones que,
por lo común, en la sociedad de donde venían, requerían tomar acción
y afirmarse a sí mismos. Cuando un miembro de la familia, un amigo, o
incluso un completo extraño, estaba siendo maltratado o asesinado, se
supone que se debía interferir. No hacerlo corroería la propia subjetivi-
dad. En los campos, sin embargo, los presos estuvieron constantemente
en la posición de no poder interferir aunque la situación lo demandara.
Las consecuencias no fueron tanto para aquellos que fueron maltratados
o asesinados (ellos iban a ser asesinados en todo caso), sino para quienes
tuvieron que presenciarlo.
Estas consecuencias son, de hecho, causadas por la cercana conexión
entre la subjetividad y las normas éticas:
El concepto de “usted no puede hacer nada” es tan extraño a la mente inde-
pendiente occidental (dominada por la idea del individuo como agente de su

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 205


destino) que su centralidad, que su inculpable centralidad para la experiencia
del campo de concentración, continúa dejando al individuo moralmente
desorientado. El propio principio de inacción inocente de las víctimas es ajeno
a las premisas éticas de nuestra cultura, donde algunas veces confundimos
tal inacción con cobardía o indiferencia (Langer, 1991: 85).

La consecuencia más extrema de esta imposibilidad de actuar no es


siquiera un sentimiento de impotencia; es uno mucho más radical: la falta
de interés. El individuo es forzado a renunciar al concepto de subjetividad
que asocia la observación pasiva con debilidad moral o con una subjeti-
vidad inmadura. Con el fin de no ser descalificado todo el tiempo como
un sujeto completo, sólo se puede renunciar al concepto de subjetividad
que es el piso para tal descalificación.
La renuncia a esta concepción de subjetividad a causa del aspecto moral
en juego está claramente en el testimonio de Joan B. Ella trabajó en la cocina
de un campo de concentración. Cuando una de las reclusas estaba a punto
de dar a luz, el comandante del campo dio la orden de hervir agua:

Agua hervida. Pero el agua no era para ayudar con el acto de dar a luz. Él
ahogó al recién nacido en el agua hirviendo. El horrorizado entrevistador
pregunta:
—¿Usted vio eso?
—Oh sí, yo lo vi —responde la mujer imperturbablemente.
—¿Usted dijo algo? —continúa el diálogo.
—No, no dije (Langer. 1991: 123).

Más tarde, Joan B. hace el siguiente comentario: “Yo tenía un amigo


[…] que dijo que ahora que estamos aquí, uno tiene que mirar derecho,
hacia delante como si tuviésemos [anteojeras] como en una carrera de
caballos […] y volverse egoístas. Yo lo viví, lo vi, pero no sentí nada. Me
volví egoísta; la número uno” (Langer, 1991: 123). Langer enfatiza que
en la situación de los campos de concentración ‘egoísta’ no tiene ya el
significado de no ser generoso o indiferente hacia los otros. ‘Egoísta’ debe
ser leído como ‘ego-ista’ (self-ish): con el objetivo de sobrevivir, todas las
normas y valores de consideración con los demás seres humanos deben ser

206 Parte III. Representación y verdades


ignoradas. Es exactamente la ignorancia de este sistema de valores lo que
mata la subjetividad al preciso momento que uno escoge la vida.
En las décadas de los años cincuenta y sesenta, esta clase de situaciones
fueron presentadas como escogencias existenciales que tenían que ser
hechas y que ejemplificaban la vida y, en general, la condición humana.
Los testimonios que Langer discute hacen claro, sin embargo, que esta
es una visión altamente romántica, porque no había otras opciones para
escoger. La situación fue definida por la falta de opciones. Uno sólo podía
seguir vergonzosos impulsos que asesinaban la propia subjetividad pero
que salvaguardaban la vida. En palabras de Langer: “Verdaderamente es
una clase de aniquilación, un paradójico asesinato del ser por el ser con
el objetivo de mantener el ser vivo” (Langer, 1991: 131).
No obstante, la subjetividad no es una categoría fija, universal, sino
una construcción social. Por eso, se puede preguntar si este corroer de
la subjetividad fue igualmente aniquilador para todo el mundo. La ob-
servación de Myrna Goldenberg, en su artículo Different Horrors, Same
Hell: Women Remembering the Holocaust (1990: 150-166), con relación
a que la situación en el campo fue menos inmediatamente mortal para
las mujeres que para la gran parte de los hombres, puede ser entendida
dentro de esta perspectiva. En la sociedad occidental patriarcal la subje-
tividad masculina depende de forma más extrema en la construcción de
una subjetividad independiente, iniciante. Cuando la subjetividad tiene
que ser reprimida, la masculinidad se daña en su esencia.
Esta diferencia de género en las construcciones de subjetividad puede
incluso explicar por qué los hombres, en comparación con las mujeres,
murieron mucho más temprano en los campos. Goldenberg señala que la
vida en los campos fue usualmente más difícil para las mujeres que para los
hombres. Los hombres adultos fueron tratados relativamente mejor, porque
se podían utilizar en los campos de trabajo. Sin embargo, en Ravensbrück,
en 1943, por ejemplo, murieron tres veces más hombres que mujeres. Gol-
denberg sugiere que los hombres fueron menos capaces que las mujeres
de “matar […] el yo con el objetivo de sobrevivir”. Las mujeres pudieron
renunciar más fácilmente a su subjetividad, porque en las culturas de donde
venían la independencia y la fuerza de su subjetividad había sido limitada

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 207


de cualquier forma “y al ser menos dependiente en egos inflados, como lo
eran los hombres, cuando sus egos fueron rotos y arrasados, las mujeres se
recuperaron más rápido y con menos amargura” ( Joan Ringelheim, citada
en Goldenberg, 1990: 153). Esta visión confirma la constructividad de la
subjetividad y su crucial rol para la posibilidad de la experiencia.
Hasta ahora he descrito los mecanismos para sobrevivir que for-
zaron a los prisioneros a matar el yo con el objetivo de mantener vivo
el ser. ¿Pero cómo puede ser responsable este mecanismo de la no-
representabilidad de la experiencia del Holocausto? No es tanto el
contenido de la experiencia lo que causa el problema, sino la capacidad
de narración que hace falta. Cuando se ha tenido que matar, ya no se
puede narrar. Es la voz que ha desaparecido al renunciar a la subjeti-
vidad. Mientras que uno viva, la propia voz ha sido enmudecida. En
palabras de Charlotte Delbo: “Morí en Auschwitz, pero nadie lo sabe”
(Langer. 1991: 267).
La falta de una ‘voz’ es claramente expresada en el testimonio pre-
viamente citado de Joan B. En el sentido literal de la palabra, Joan B.
ha recuperado su subjetividad y voz. Ella testifica sobre sus experiencias
en el campo de concentración. La forma en que lo hace, sin embargo,
no muestra para nada la expresión de su subjetividad. Ella registra
los eventos factuales sin ningún tipo de interés o compasión. Repite
los acontecimientos registrados casi mecánicamente. Observemos su
lenguaje:

Él ahogó al recién nacido en el agua hirviendo. El horrorizado


entrevistador pregunta: —¿Usted vio eso?
—Oh sí, yo lo vi —responde la mujer imperturbablemente.
—¿Usted dijo algo? —continúa el diálogo.
—No, no dije (Langer. 1991: 123).

Aunque Joan B. habla (de nuevo), ella lo hace sin un mínimo de


expresión. Parece como si una voz sin subjetividad hablara. O para
formularlo más puntualmente: no es Joan B. quien está hablando, es su
boca. En un nivel literal, superficial, el testimonio de Joan B. debilita

208 Parte III. Representación y verdades


la convicción de que las experiencias del Holocausto no pueden ser
representadas. Ahí está sucediendo una narración. Pero precisamente
este testimonio hace claro por qué tantos sobrevivientes del Holocausto
no están en condiciones para hablar acerca de los eventos de los cuales
fueron parte. Aunque sobrevivieron, su ser fue asesinado en Auschwitz.
Un ser asesinado no tiene experiencias, para no mencionar memorias
narrables.

El Holocausto como una vacío narrativo

Los eventos nunca se constituyen por sí mismos. No experimentamos


los eventos como acontecimientos aislados y los acontecimientos no
pueden ser experimentados en el aislamiento. Los eventos siempre
tienen una prehistoria, y estos, a la vez, se constituyen en la prehistoria
de los eventos que están aún por venir. No estoy sugiriendo que tal
continuidad está presente en la realidad. La realidad es, más bien, un
caos discontinuo. Sin embargo, es la forma como experimentamos y
representamos los eventos lo que los convierte en una continua se-
cuencia. Nosotros experimentamos los eventos desde la perspectiva
de marcos narrativos en términos en los cuales dichos eventos pueden
ser entendidos como significativos. Cuando alguien ha pasado un exa-
men final, el significado de este evento se deriva de una anticipación
de eventos que se esperan que sigan: más estudio, trabajos, carrera.
La muerte de alguien es un evento espantoso exactamente porque se
clausura la expectativa de los eventos por venir. La muerte recibe su
significado negativo de esta ausencia de un marco narrativo que hace
posible anticipar eventos futuros.
Desde un punto de vista narrativo, es exactamente esta imposibilidad
de activar un marco de narración como anticipación de los eventos por
venir lo que caracteriza las experiencias del Holocausto. Edith P. formula
esta imposibilidad de la siguiente manera:

Uno no piensa qué es lo que está pasando por la mente. Se dice a sí mismo:
“Bueno, aquí estoy yo en Auschwitz. Y ¿dónde estoy y qué va a pasarme?
(Langer. 1991: 103).

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 209


Edith P. pierde la capacidad de reflexionar sobre la situación en la que
se encuentra. Ella explica tal pérdida de la siguiente manera. Podemos
decir: “cuando me case”, “cuando muera”, “cuando alguien que amo muera”,
“cuando tenga un hijo” o “cuando encuentre un trabajo”. Con esta clase
de expresiones automáticamente creamos posibilidades teóricas de lo qué
va a suceder. Esto no requiere ningún esfuerzo:

Al imaginarse a uno mismo en aquellas situaciones, porque sabemos


cómo pensar acerca de ellas, éstas tienen precedentes en nuestra propia
experiencia o en la de otras personas. Pero nadie, nunca ha dicho “cuando
llegue a Auschwitz, yo…”; por lo tanto, la mente permanece en blanco
(Langer, 1991: 103).

Explica Edith P. que en Auschwitz no era posible saber qué clase de


eventos podrían anticiparse. Nunca sabíamos si estábamos en la mitad,
al comienzo o al final de una secuencia de eventos. Los prisioneros no
podían saber esto porque los “procesos mentales no funcionan en el va-
cío sino en relación con algo que ha sucedido previamente, algo sobre lo
que usted ha sentido, pensado, leído, visto o escuchado” (Langer, 1991:
104). En todos sus aspectos, la vida en los campos de concentración no
tenía precedente.
Si la experiencia de un evento fuera inmediata, si este evento no fuera en
sí mismo discursivo, esta ausencia de precedente no sería ningún problema.
Por el contrario, debido a su total ‘novedad’ y a su carácter inesperado, los
eventos serían absorbidos intensamente. Pero ese no es el caso. Debido a
que la situación del Holocausto no se ajustó a ningún marco tradicional,
fue casi imposible ‘experimentar’ y, más tarde, consecuentemente, recordar
o representar.

El Holocausto como negación de marcos de narración

Hasta ahora hemos visto situaciones que no pudieron ser experimentadas


porque no hubo marcos narrativos convencionales en términos de los
cuales la realidad de los campos de concentración pudiese ser trabajada.
Los eventos parecían ocurrir en una clase de vacío. Ahora me concentraré

210 Parte III. Representación y verdades


en un tipo diferente de discontinuidad entre la realidad y la experiencia
discursiva, uno que relaciona cercanamente el problema discutido con
anterioridad. En muchos testimonios, la no-representabilidad de lo que
pasó durante el Holocausto no se explica por la falta de marcos narrativos
sino por la insuficiencia de los marcos que son impuestos sobre las víctimas
por la cultura circundante.
Aunque no había marcos narrativos disponibles para la vida en el
campo de concentración mientras se estaba viviendo allí, la situación
cambió cuando la Segunda Guerra Mundial llegó a su fin y los prisione-
ros sobrevivientes fueron liberados. Entonces, el momento de liberación
le siguió a la situación de encarcelación. Ahora se ofrecía una narrativa
dentro de la cual a los eventos en la situación del campo se les podría dar
significado retrospectivamente.
De acuerdo con Langer (1991), esta perspectiva de narrativa estructura
casi todos los testimonios en Fortunoff Video Archive. Los entrevistadores
impusieron el marco por la clase de preguntas que él o ella hacían y por el
orden en el cual las preguntas fueron hechas. Una vez tras otra los entre-
vistadores comenzaron con preguntas como: “Diga algo sobre su niñez,
su familia, su escuela, sus amigos”. En resumen, ellos comenzaron con
la reconstrucción de la vida normal del sobreviviente antes del desastre
del Holocausto. Aunque la reconstrucción la realizó el sobreviviente, la
actividad como tal la dirigió el entrevistador. Luego de la reconstrucción
del período precedente al Holocausto, se hicieron preguntas sobre la vida
durante la guerra, la vida en el gueto, la deportación, la vida en el campo de
concentración. Para la conclusión, el entrevistador hizo preguntas como:
“Hábleme sobre la liberación”. La última parte de la entrevista estimuló
a los sobrevivientes a narrar su vida como un final feliz, como un cierre
confortable a una horrible crisis. El marco de narración que se impuso fue
la historia convencional de un comienzo y una juventud bucólica, cortados
por una crisis espantosa y que, en últimas, llegó a un final feliz.
Sin embargo, muchos de los sobrevivientes han tenido gran dificultad
para aceptar la liberación como un cierre de lo que les pasó en los campos.
Langer cita la respuesta de una de las víctimas luego de ser interrogada
sobre cómo se sentía después de su liberación; el entrevistado respondió:

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 211


“Entonces supe que mis problemas estaban realmente por comenzar”
(Langer, 1991: 67). La trama histórica tradicional requiere que una situa-
ción de conflicto o crisis sea seguida de una solución, de un desenlace. No
obstante, este sobreviviente del Holocausto rehúsa ese molde convencional
para su vida. Con la liberación, las experiencias del campo de concentra-
ción no han llegado a su fin; por el contrario, luego de la liberación esas
experiencias solamente se vuelven más intensas.
Estos marcos narrativos posibilitan una experiencia de las historias (de
vida) como unidades continuas. Precisamente esta ilusión de continuidad
y unidad ha llegado a ser fundamentalmente irreconocible e inaceptable
para muchos sobrevivientes del Holocausto. La experiencia del campo
de concentración continúa, aun cuando esos sitios sólo persisten en la
forma de monumentos y museos del Holocausto. El marco narrativo más
elemental, consistente en la continuación de un pasado, un presente y un
futuro, se ha desintegrado.

—Entonces no hay un mañana, en serio —observa el entrevistador a este


testigo.
—No, no hay —replica éste—. Si usted piensa que lo hay, se equivoca
(Langer, 1991: 173).

Una de las causas de la falla de los marcos narrativos tradicionales


es que el ‘yo’ de muchos de los prisioneros en los campos fue asesinado.
Como lo expliqué antes, fue necesario asesinar el ‘yo’ con el objetivo de
vivir. Pero, ¿por medio de qué trama convencional o marco narrativo se
puede decir esto? En términos de un continuo narrativo no tradicional,
es posible haber muerto en el pasado y continuar viviendo en el presen-
te. Esto le da un nivel de significado adicional al testimonio de Delbo:
“Morí en Auschwitz, pero nadie lo sabe” (Langer, 1991: 267). El “nadie lo
sabe” postula las convenciones narrativas como culturales, como sociales.
Significa entonces que nadie puede reconocerlo; nadie puede devolverle
el conocimiento.
Lo anterior implica que el sentimiento básico de estar muerto, o de
continuar viviendo como una persona muerta, no es narrable. La audiencia

212 Parte III. Representación y verdades


de tal historia leerá tal narración como cierta únicamente de modo figura-
tivo. El narrador de esta historia todavía está vivo mientras que él o ella lo
dice. Sin embargo, una lectura figurativa no reconoce la imposibilidad de
representar la experiencia de muchos sobrevivientes. Al contrario, la niega.
Desaparece el conflicto entre una realidad vivida y las inadecuaciones de
los marcos narrativos disponibles. La lectura figurativa está basada en la
idea de que en el lenguaje se resalta una similitud entre el recuerdo de una
experiencia negativa del campo (la comparada) y el concepto de muerte
(con la cual es comparado). Pero la muerte es mucho más real que una
noción abstracta que funciona como el comparable en una comparación.
Algo ha muerto realmente, no en una forma figurativa, pero en la forma
más literal. Muchos testimonios dejan en claro que la vida en el campo
no se recuerda. No hay distancia de algo que una vez pasó y que no puede
ser recordado. Muchos sobrevivientes todavía viven en la situación del
campo, la cual impide la posibilidad de tomar distancia. Justamente por
eso, el pasado del Holocausto continúa en el presente en donde resultan
inadecuados los marcos narrativos que hacen uso de la secuencia: pasado,
presente y futuro4.

Conclusión
Hasta ahora he mostrado la forma como la experiencia depende de factores
que son fundamentalmente discursivos. El trauma puede ser visto como una
experiencia fallida porque en el caso de un evento traumático el proceso
discursivo que activa la experiencia que vendrá se atasca. La experiencia
fallida excluye la posibilidad de una memoria voluntariamente controlada
del evento: al mismo tiempo implica la discursividad de la experiencia y
memoria ‘exitosa’. Ahora podemos decir que la experiencia y la memoria
se activan, forman y estructuran de acuerdo con los parámetros de los
discursos disponibles.

4 En mi libro Caught by History: Holocaust Effects in Contemporary Art, Literature, and


Theory (1997) presento un análisis más elaborado de los testimonios del Holocausto.
En dicho trabajo confronto los testimonios de los sobrevivientes del Holocausto
con los de los miembros de la S.S.

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 213


Nuestras formas tradicionales de ver la experiencia y la memoria,
¿cómo cuestionan el reconocimiento de la naturaleza discursiva? Déjenme
confrontar esta perspectiva de experiencia y memoria con una con la cual
tiene mucho en común. Esas similitudes hacen posible y significativa la
comparación. Sin embargo estas perspectivas difieren precisamente en el
lugar asignado al discurso en la comprensión de la memoria.
En un polémico ensayo, Van der Kolk y Van der Hart, (1995: 158-192)
discuten las ideas del psiquiatra francés Pierre Janet entorno a la memoria
y al trauma. Muy influenciado por la ideas de Freud, Janet distinguió, a
principios del siglo xx, entre memoria hábito, memoria narrativa y me-
moria traumática. Memoria hábito es la integración automática de nueva
información sin mayor atención consciente a lo que está pasando. Esta
síntesis automática es una capacidad que los humanos tienen en común
con los animales. La memoria narrativa, una capacidad humana única,
consiste en constructos mentales, los cuales la gente usa para dotar su
experiencia de sentido. Experiencias actuales y familiares son asimiladas
o integradas automáticamente en estructuras mentales existentes. Pero
algunos eventos resisten la integración: “Experiencias nuevas y aterrado-
ras no pueden acomodarse fácilmente en esquemas cognitivos existentes
y, por lo tanto, son recordados con particular vividéz o pueden resistir
totalmente la integración” (Van der Kolk & Van der Hart, 1995: 160).
Los recuerdos de esas experiencias que resisten integración en esquemas
de significado existentes son almacenados diferencialmente y no están
disponibles para ser recuperados en condiciones ordinarias. Sólo por
conveniencia, Janet ha llamado ‘memoria traumática’ a estas experiencias
no integrables. El trauma es fundamental (y no gradualmente) diferente
de la memoria porque “[…] éste se disocia de la conciencia del control
voluntario” (Van der Kolk & Van der Hart, 1995: 160).
Existen similitudes obvias entre el análisis de Janet sobre la experiencia, la
memoria y el trauma, y el análisis discutido en este ensayo. En las dos versiones,
el trauma es una experiencia fallida y ese fracaso hace imposible recordar el
evento de manera voluntaria. Sin embargo, también hay diferencias. Mientras
Janet habla de esquemas mentales, yo hablo del orden simbólico y de discur-
sividad. Describir la experiencia como una integración de lo que está pasando

214 Parte III. Representación y verdades


dentro de esquemas o constructos mentales sugiere que la experiencias son el
resultado del procesamiento de eventos a cargo de mecanismos innatos a la
mente. Todos los humanos tienen esta capacidad a manera de una condición
biológica, pero la experiencia como tal es individual. La integración toma
lugar en la mente, dentro de constructos mentales.
Por el contrario, cuando describo la experiencia como el resultado de
una integración de lo que está pasando dentro del discurso, en los términos
y posiciones provistas por el orden simbólico, argumento que la experiencia
no se puede ver más como estrictamente individual. Aunque la experiencia
se vive subjetivamente, al mismo tiempo se comparte culturalmente. En
contraste con los esquemas mentales propuestos por Janet, los discursos
no son innatos a la mente humana; son compartidos porque pertenecen al
dominio de la cultura. Recordando las palabras de Joan Scott: “Dado que
el discurso es, por definición, compartido, la experiencia es colectiva así
como también individual” (Scott, 2001). Todo esto implica por extensión
que la memoria es siempre, al mismo tiempo, memoria cultural.
Las experiencias no sólo son colectivamente compartidas porque
estén asentadas en discursos culturales. Ese trasfondo compartido hace
a las experiencias y a los recuerdos “compartibles”; el discurso que hace
posible que ello ocurra es también aquel en el cual podemos transmitir
unas y otros a distintos seres humanos. Por lo tanto, nuestras experiencias
y memorias no nos aíslan de los demás; en contraposición, ellos permiten
la interrelación —la cultura—. Frecuentemente se ha argumentado que
la memoria (en contraste con la historia) establece la interrelación de
una colectividad o cultura5. Sin embargo, en este caso, esta función de la
memoria se explica por el hecho de que nos imaginamos la memoria como
orgánica y viviente, abierta y comunicativa, como si fuera un ser humano.
El resultado de esta representación metafórica de la memoria es que ésta
adquiere capacidad agencial: los recuerdos son los sujetos reales de la
cultura. Los seres humanos son apenas, en última instancia, el lugar donde
viven los recuerdos. Por el contrario, la noción discursiva de la memoria nos

5 Véase, por ejemplo, el aparte Entre memoria e historia: la problemática de los lugares
(Nora, 2008: 9-38).

Experiencia, memoria y trauma: síntomas de discursividad 215


permite una comprensión de interrelación establecida por la memoria de
una manera diferente. Los discursos culturales compartidos han existido
antes de que los humanos comenzaran a usarlos. Sin embargo, el uso del
discurso depende de la agencia humana: es, al fin de cuentas, la agencia
humana lo que activa el pasado encarnado en discursos existentes, pero al
mismo tiempo trae consigo, por el uso que hace del discurso, la experiencia
del presente y de su memoria. La memoria no es simplemente algo que
tenemos, sino algo que producimos como individuos que compartimos
una cultura. La memoria es, entonces, la interacción mutua constitutiva
entre el pasado y el presente, compartida como cultura pero actuada por
cada uno de nosotros como individuos.
Entramamiento histórico y
el problema de la verdad1

Hayden White

E xiste una relatividad inaccesible en cada representación de los fenó-


menos históricos. La relatividad de la representación es una función
del lenguaje que se usa para describir los hechos del pasado y, por lo tanto,
también para constituirlos como objetos posibles de explicación y com-
prensión. Ello es evidente cuando, como ocurre con las ciencias sociales,
se usa un lenguaje técnico con ese propósito. Las explicaciones científicas,
de modo expreso, se proponen apoyarse tan sólo en aquellos aspectos
de los hechos que son claramente mensurables, como por ejemplo los
aspectos cuantitativos, y que se pueden denotar mediante los protocolos
lingüísticos que se usan para describirlos. Ese fenómeno es menos obvio
en las explicaciones narrativas tradicionales de los fenómenos históricos.
En primer lugar, el relato se considera como un ‘recipiente’ neutral para
los hechos históricos, como una forma de discurso que es adecuada ‘de
manera natural’ para representar directamente los hechos históricos. En
segundo lugar, los relatos históricos emplean por lo general lenguajes
llamados naturales o comunes, en lugar de lenguajes técnicos, tanto para
describir sus temas como para contar sus historias. Por último, y en tercer
lugar, se supone que los hechos históricos consisten en una agregación
de historias ‘reales’ o ‘vividas’ que se manifiestan a través de esos relatos.
1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 217


Esos hechos sólo tendrían que ser revelados o extraídos de la evidencia
y desplegados ante el lector para que éste reconociera de inmediato y de
manera intuitiva la verdad de los mismos.
Es evidente que considero esta perspectiva de la relación entre la na-
rrativa histórica y la realidad histórica como un error o, en el mejor de
los casos, como una concepción falsa. Los relatos, como las afirmaciones
fácticas, son entidades lingüísticas y pertenecen al orden del discurso.
Las cuestiones que surgen en relación con el ‘entramamiento2 históri-
co’ en un estudio sobre el nazismo y la Solución Final3 son las siguientes:
¿hay algún límite con respecto a la clase de historia que se puede contar
responsablemente acerca de estos fenómenos?; ¿pueden estos hechos
quedar adecuadamente expresados en una trama histórica en cualquiera
de las formas, símbolos, tipos de trama y géneros que nuestra cultura pro-
porciona para ‘darle sentido’ a hechos tan extremos de nuestro pasado?, o
¿el nazismo y la Solución Final pertenecen a una clase especial de hechos
que —a diferencia de la Revolución Francesa, la Guerra Civil Norteame-
ricana, la Revolución Rusa, o el Gran Salto Adelante chino— se debe
considerar que sólo se pueden contar mediante el uso de una única trama
y con sólo una clase de significado? En otras palabras, ¿la naturaleza del
nazismo y de la Solución Final establece límites absolutos sobre aquello
que puede decirse de ellos de una forma verdadera?; ¿establece límites
sobre los usos que pueden hacer de esos acontecimientos los escritores de
ficción o poesía?; ¿pueden narrarse mediante el uso de distintos tipos de
tramas o su significado específico, como el de otros hechos históricos, es
infinitamente interpretable y, en última instancia, indecible?

2 (N. del T.) Se traduce emplotment de manera literal como entramamiento. Aunque
evito usar el verbo entramar y lo sustituyo por un circunloquio como “expresar
mediante una trama” o “utilizar una trama”, el acto de emplear una determinada
trama para contar un conjunto de hechos determinado se expresa mejor y más
sintéticamente con el neologismo entramamiento, que, a su turno, es también un
neologismo en inglés.
3 (N. del T.) La Solución Final fue el plan diseñado por las autoridades nacionalso-
cialistas para exterminar a los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Se gesta
en lo que hoy se conoce como la conferencia de Wannsee, efectuada en enero de
1942.

218 Parte III. Representación y verdades


Saul Friedländer ha diferenciado en otros contextos entre dos clases
de preguntas que se pueden plantear cuando se consideran los entrama-
mientos históricos: el problema de las cuestiones epistemológicas sobre
la “verdad” que plantea la existencia de “narrativas antagonistas sobre la
época nazi y la Solución Final” y las cuestiones éticas que surgen de una
producción más numerosa de “representaciones del nazismo [...] basadas
en lo que solían [considerarse] formas inaceptables de entramamiento”.
Obviamente, las “explicaciones antagonistas”, contempladas como rela-
tos de acontecimientos que ya se han establecido como hechos, pueden
ser evaluadas, criticadas y jerarquizadas por su fidelidad a los registros
históricos, por su generalidad y por la coherencia de cualquiera de los
argumentos que puedan contener.
Ahora bien, las explicaciones narrativas no se componen exclusivamente
de afirmaciones fácticas (premisas existenciales concretas) y argumentos.
Consisten también en elementos poéticos y retóricos mediante los cuales,
lo que sería en cualquier otro caso una mera lista de hechos, se transforma
en una historia4. Entre esos elementos están aquellos patrones narrativos
genéricos proporcionados por las ‘tramas’. Por lo tanto, una explicación
narrativa puede representar un conjunto de acontecimientos con la forma
y el significado de una épica o historia trágica, y otras narrativas distin-
tas pueden representar el mismo conjunto de acontecimientos, con la
misma plausibilidad y sin violentar el registro fáctico, recurriendo a una
farsa como forma descriptiva5. Aquí el conflicto entre las ‘explicaciones
antagonistas’ tiene menos que ver con los hechos del asunto en cuestión y
más con los diferentes significados-relatos que se les pueden otorgar a los
4 Los discursos históricos consisten también, obviamente, en explicaciones que se
presentan con la apariencia de argumentos más o menos formalizables. No trato
aquí el problema de la relación entre explicaciones que se presentan con el aspecto
de argumentos formales y que yo llamaría los ‘efectos-explicación’ producidos por
la conversión en narrativa de los acontecimientos. Es la afortunada combinación de
los argumentos con las representaciones narrativas lo que explica el atractivo de una
representación específicamente histórica de la realidad. Pero la naturaleza precisa
de la relación entre argumentos y conversiones narrativas en historias no es clara.
5 Estoy pensando aquí en las farsas acerca de los eventos de 1848-1851 en Francia

compuestas por Marx en franca lid con las versiones trágicas y cómicas de esos
mismos eventos presentadas por Hugo y Proudhon, respectivamente.

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 219


hechos a través de su expresión mediante una trama concreta. Ello hace
que surja el problema de la relación que pueden tener los distintos tipos
genéricos de trama que es posible usar para otorgar a los acontecimientos
diferentes clases de significado (trágico, ético, cómico, novelesco, pastoral,
farsa y otros similares) con los acontecimientos en sí mismos. ¿Esta rela-
ción entre un relato específico que cuenta un determinado conjunto de
acontecimientos es la misma que la que se observa entre una afirmación
fáctica y su referente? ¿Puede decirse que hay grupos de acontecimientos
reales que son intrínsecamente trágicos, cómicos o épicos de manera tal
que la representación de esos eventos a través de historias trágicas, cómi-
cas o épicas se pueda evaluar con respecto a su fidelidad con los hechos?
¿O todo ello tiene que ver con la perspectiva desde la cual se contemplen
esos acontecimientos?
Como es natural, la mayoría de los teóricos de la historia narrativa adop-
tan el enfoque de que el entramamiento no es que origine un enunciado
fáctico más general y sintético, sino que, más bien, lo que produce es una
interpretación de los hechos. Pero la distinción entre enunciados fácticos
(considerados como producto del lenguaje-objeto) y las interpretaciones
de los mismos (consideradas como producto de uno o más metalenguajes)
no nos ayuda cuando se trata de una cuestión de interpretaciones pro-
ducidas por las formas de entramamiento que se usaron para representar
los hechos como poseedores de la forma y el significado de las diferentes
clases de relatos. Tampoco nos ayudan los razonamientos que nos dicen
que las ‘narrativas antagonistas’ son un producto de las interpretaciones
de ‘los hechos’, que un historiador interpreta como ‘tragedia’ y otro como
‘farsa’6. Lo anterior es especialmente cierto en el discurso histórico tradi-
cional, en el que se le da siempre preferencia a ‘los hechos’ sobre cualquier
‘interpretación’ de los mismos.

6 A menos que estemos realmente dispuestos a considerar la idea de que cualquier


conjunto de hechos es infinitamente interpretable de diversas maneras y que uno
de los fines del discurso histórico es multiplicar el número de interpretaciones de
cualquier conjunto dado de acontecimientos, en vez de trabajar hacia la producción
de la «mejor» de las interpretaciones. Véase el trabajo de Paul Veyne, C. Behan
McCullagh, Peter Munz y F. R. Ankersmit.

220 Parte III. Representación y verdades


De ese modo, en el discurso histórico tradicional se presume que hay
una diferencia crucial entre una ‘interpretación’ de ‘los hechos’ y un ‘relato’
que nos cuenta esos ‘hechos’. La diferencia se indica mediante el valor que
se le otorga a las nociones de relato ‘real’ (en contraposición al ‘imagina-
do’) y de relato ‘verdadero’ (en contraposición al ‘falso’). Mientras que las
interpretaciones se piensan por lo general como comentarios a ‘los hechos’,
los relatos que se articulan a través de historias narrativas se presume que
son inherentes a los propios hechos (de ahí el concepto de ‘relato real’)
o a los hechos derivados del estudio crítico de la evidencia que se basa en
esos hechos (y que nos lleva a la noción de relato ‘verdadero’).
Este tipo de reflexiones nos proporcionan cierta idea acerca de los
problemas que producen las explicaciones antagonistas y las formas in-
aceptables de entramamiento a la hora de considerar un periodo como
el de la época nazi y los acontecimientos de la clase a la que pertenece la
Solución Final. Podemos suponer con confianza que los hechos del evento
fijan límites a las clases de relatos que sobre ellos se pueden contar apropia-
damente (en el sentido de ser tanto verídicos como correctos), si creemos
que esos acontecimientos poseen en sí mismos una forma de “relato” y
una clase de significado que se puede expresar mediante ciertas ‘tramas’.
Podemos, en ese caso, descartar un relato ‘cómico’ o ‘pastoral’ y un ‘punto
de vista’ humorístico de entre la diversidad de relatos antagonistas por ser
manifiestamente falsos en relación con los hechos de la época nazi, o al
menos en lo que afecta a los hechos que importan. Pero sólo podríamos
descartar un relato de entre la variedad de explicaciones antagonistas si a)
se presentara como una representación literal (en lugar de figurativa) de los
acontecimientos y b) el tipo de trama utilizado para transformar los hechos
en una clase específica de relato se presentara como algo inherente a esos
hechos (en lugar de como algo impuesto sobre los mismos). Esto se debe
a que, salvo que un relato histórico se presente como una representación
literal de acontecimientos reales, no lo podemos criticar por ser verdadero
o falso en relación con los hechos del asunto. Si se presentara como una
representación figurativa de acontecimientos reales, entonces la cuestión
acerca de su grado de verdad estaría sujeta a los principios que gobiernan
nuestra valoración de la verdad en la ficción. Y si no se propone que el tipo
de trama que se escoge para presentar los hechos en un relato de un tipo

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 221


específico es inherente a esos propios hechos, entonces no existe ninguna
base para comparar esta clase específica de explicación frente a otros tipos
de explicaciones narrativas, inspiradas por otras clases de tramas, ni para
evaluar su adecuación relativa a la representación, no tanto de los hechos,
sino de lo que ellos significan.
En cuanto a las narrativas antagonistas, las diferencias están entre las
‘formas de entramamiento’ que predominan en ellas. Precisamente por-
que las narrativas se manifiestan siempre a través de tramas, tiene sentido
compararlas; justamente porque las narrativas se entraman de distintos
modos, es posible realizar una discriminación entre las clases de tramas
diferentes. Si se recurre a una trama ‘cómica’ o ‘pastoral’ para narrar los
acontecimientos durante el Tercer Reich, estaríamos justificados para
apelar a ‘los hechos’ con el propósito de descartar esas clases de trama de
la lista de ‘narrativas antagonistas’ acerca del Tercer Reich. Sin embargo,
¿qué ocurre si uno de esos relatos se nos presenta de una manera muy
irónica y con el interés de hacer un comentario metacrítico, no tanto de
los hechos, sino de las versiones de los hechos que se reflejan mediante
tramas pertenecientes a la forma cómica o pastoral? Con toda certeza
sería inapropiado descartar esa clase de forma narrativa de la competencia
entre formas narrativas basándonos en su inexactitud con respecto a los
hechos, porque incluso si no fuera fiel a los hechos de manera positiva, lo
sería cuando menos de manera negativa: mediante la burla que realiza de
las narrativas del Tercer Reich cuyas tramas se nos presentan con la forma
de comedia o relato pastoral.
Por otro lado, podríamos considerar este tipo de entramamiento
irónico ‘inaceptable’, como nos sugiere Friendländer en su condena de
los relatos, novelas y películas que, con la pretensión de mostrarnos de
manera fiel los hechos más horribles de la vida de Hitler en Alemania,
lo que de verdad hacen es estilizar la escena en su totalidad y trocar sus
contenidos en objetos fetichistas y en la materia de la que están hechas las
fantasías sadomasoquistas (Friedländer, 1982: 76 & ss.). Como observa
Friendländer, esas representaciones “glamorosas” del Tercer Reich solían
considerarse “inaceptables”, fuera cual fuera la exactitud o veracidad de
sus contenidos fácticos, porque eran ofensivas para la moralidad o el buen

222 Parte III. Representación y verdades


gusto. El hecho de que esas representaciones sean cada vez más comunes
y, por lo tanto, obviamente, más ‘aceptables’ durante los últimos veinte
años más o menos, indica cambios profundos en los estándares social-
mente sancionados sobre la moralidad y el buen gusto. Pero, ¿qué es lo
que esta circunstancia nos sugiere acerca de los fundamentos sobre los
cuales podríamos desear juzgar que una explicación narrativa del Tercer
Reich y de la Solución Final es ‘inaceptable’, aunque su contenido fáctico
sea exacto y detallado?

Parecería ser cuestión de distinguir entre un cuerpo específico de


‘contenidos’ fácticos y una ‘forma’ específica de narrativa y de aplicar
un tipo de regla que estipula que un asunto serio, como el genocidio,
exige un género noble, como la tragedia o la épica, para ser representado
de manera adecuada. Esta es la clase de dilema que nos presenta la obra
Maus: A Survivor’s Tale de Art Spiegelman (1986), en la que se muestran
los acontecimientos del Holocausto a través de un cómic (en blanco y
negro) y mediante una sátira amarga, en la que los alemanes aparecen
representados como gatos, los judíos como ratones y los polacos como
cerdos. El contenido manifiesto del cómic de Spiegelman es la historia de
los esfuerzos del artista en su infancia por arrancar de su padre la historia
sobre la experiencia de sus progenitores con respecto a los acontecimientos
del Holocausto. Así, la historia del Holocausto que se nos cuenta en el
libro queda enmarcada dentro de un relato acerca de cómo se consiguió
que se contara esa historia. Pero los contenidos manifiestos de la historia
marco y de la historia producto de ese marco quedan comprometidos, en la
práctica, por ese marco debido a su conversión en una alegoría de un juego
entre gatos, ratones y cerdos, y en el que todos los personajes, ejecutores,
víctimas y espectadores en la historia del Holocausto, terminan pareciendo
más bestias que seres humanos, incluidos Spiegelman y su padre durante
el relato de su relación. Maus presenta una visión característicamente iró-
nica y salvaje del Holocausto, pero es, al tiempo, una de las explicaciones
narrativas más conmovedoras que conozco, y una de las razones para ello
es que hace de la dificultad de descubrir y contar toda la verdad, aun de
una pequeña parte de lo que ocurrió, algo tan importante para el relato
como los acontecimientos cuyo significado está intentando descubrir.

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 223


Es evidente que Maus no es una historia convencional y, sin embargo,
es una representación de acontecimientos pasados reales, o al menos de
acontecimientos que se representan como si hubieran ocurrido en la rea-
lidad. En ella no hay ningún indicio de la clase de trasformación estética
de la que se queja Friedländer en su valoración del tratamiento cinemato-
gráfico y novelístico que se hace de la época nazi y de la Solución Final. Al
mismo tiempo, este cómic es una obra maestra de la estilización, la repre-
sentación figurativa y el uso de la alegoría. Asimila los acontecimientos
del Holocausto a las convenciones de la representación en los cómics, y en
esta mezcla absurda de un género masivo con acontecimientos de suprema
relevancia, Maus pone sobre la mesa las cuestiones primordiales en torno
a los ‘límites de la representación’ en general.
De hecho, Maus es mucho más consciente de sí misma desde una pers-
pectiva crítica que la obra de Andreas Hillgruber, Zweiertei Untergang:
Die Zerschlagund des Deustschen Reiches und das Ende des europäischen
Judentum (Dos clases de ruina: la destrucción en pedazos del Imperio
alemán y el final de la judería europea). En el primero de los dos ensayos
incluidos en el libro, Hillgruber (1986: 64) sugiere que, a pesar de que el
Tercer Reich carecía de la nobleza de propósito que llevara a pensar que
su “destrucción en pedazos” pudiera llamarse una tragedia, la defensa del
Frente Oriental por la Wehrmacht en el período 1944-1945 se podría
relatar adecuadamente con una trama histórica ‘trágica’ y ello sin hacerle
ninguna violencia a los hechos. El propósito de Hillgruber era salvar la
dignidad moral de parte de la época nazi en la historia alemana, recurriendo
a una división de la misma en dos historias discretas y, a continuación, re-
latándolas mediante tramas diferentes, donde uno de los relatos apareciera
como tragedia y el otro como un enigma incomprensible7.
7 Por ello Hillgruber (1986: 98–99) escribe: “Estas son dimensiones que apuntan
a la antropología, a la psicología social y a la psicología individual y plantean la
pregunta sobre una posible repetición de situaciones y constelaciones extremas,
bien sean fácticas o supuestas, pero bajo otros patrones ideológicos. Esto supera el
hecho de conservar despierta la memoria ante las millones de víctimas, tarea que se
le adjudica al historiador. Porque en relación con esto se toca un problema central
del presente y del futuro, hecho que trasciende la tarea del historiador. Se trata de
un reto fundamental para todos”. Gracias a Max Sebastián Hering Torres por su
asistencia en esta traducción.

224 Parte III. Representación y verdades


Los críticos de Hillgruber señalaron de inmediato: a) que presentar
esa explicación mediante una narrativa significaba subordinar cualquier
análisis de los acontecimientos a su estilización; b) que conferirle el epí-
teto moralmente ennoblecedor de trágico a estos acontecimientos sólo
podía hacerse a costa de ignorar el grado en el cual las acciones ‘heroicas’
de la Wehrmacht habían hecho posible la destrucción de muchos judíos
que podían haberse salvado si el ejército alemán se hubiera rendido antes;
y c) que el intento por ennoblecer una parte de la historia del ‘Imperio
alemán’ a través de su disociación de la Solución Final era tan moralmente
ofensivo como insostenible desde el punto de vista científico8. Y aún así, la
propuesta de entramamiento de Hillgruber para la historia de la defensa
del Frente Oriental no violaba ninguna de las convenciones que controlan
la escritura profesionalmente respetable de la historia narrativa. Lo único
que el historiador proponía era reducir el enfoque y centrarlo en un do-
minio concreto del continuo histórico, presentando a los participantes y
las acciones humanas que se daban en ese escenario como personajes de
un conflicto dramático, y utilizando una trama para describir esa fatalidad
en términos de las convenciones familiares al género de la tragedia.
La propuesta de entramamiento de Hillgruber para la historia del
Frente Oriental durante el invierno de 1994-1945 indica las formas en las
cuales un tipo específico de trama (la tragedia) puede determinar, a la vez,
las clases de acontecimientos que es posible presentar en cualquier relato
que sea factible contar sobre los mismos, por una parte, y proporcionar
un patrón para la asignación de los papeles que les es dable desempeñar
a los agentes y a los distintos tipos de agencia que moran en el escenario
constituido de esa manera, por otra9. Al mismo tiempo, la propuesta de

8 La mayoría de los documentos relevantes se pueden encontrar en Rudolf (1989).


Véase también New German Critique (1988, Spring/Summer).
9 El tipo de trama es un elemento fundamental en la constitución de lo que Bakhtin

llama el “cronotopo”, un campo socialmente estructurado del mundo natural que


define el horizonte de los posibles acontecimientos, acciones, tipos de agencia y, en
general, de todas las ficciones producto de la imaginación (y también de todas las
historias contadas reales). Un tipo de trama dominante determina las clases de cosas
perceptibles, las formas en las que se relacionan, las periodicidades de su desarrollo
y los posibles significados que pueden revelar. Cada tipo de trama genérico presu-

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 225


Hillgruber indica también cómo la elección de un modo de entramamien-
to puede justificar el ignorar ciertas clases de acontecimientos, agentes,
acciones, tipos de agencia y pacientes que pueden ocupar un escenario
histórico determinado o su contexto. No hay lugar para la vida degradada
o innoble en una tragedia; en las tragedias incluso los villanos son nobles
o, más bien, puede mostrarse que la villanía tiene también una encarnación
noble. Una vez que le preguntaron a Huizinga por qué no había incluido
a Juana de Arco en su Otoño de la Edad Media, se cuenta que el autor
contestó: “Porque no quería que en mi historia hubiera una heroína”. La
sugerencia de Hillgruber de presentar el relato de la defensa del Frente
Oriental por la Wehrmacht mediante el uso de la trama de la tragedia
indica que pretende que el relato sobre tal defensa tenga un héroe, que
sea heroico, y que se redima, por lo tanto, al menos una parte de la época
nazi en la historia de Alemania.
Es posible que Hillgruber no haya considerado el hecho de que su
división de una época de la historia alemana en dos relatos —uno que
muestra el despedazamiento de un imperio y otro el fin de un pueblo—
establece una estructura oposicional mediante la cual se constituye un
campo semántico en el que la mención del tipo de trama de uno de los
relatos determina el campo semántico dentro del cual se ubicará el nom-
bre del otro tipo de trama. Hillgruber no nombra el tipo de trama que
podría dar significado a su relato sobre “el fin de la judería europea”, pero
sí se reserva la tragedia para contar el relato de la Wehrmacht en el Frente
Oriental entre 1944 y 1945. De ello se deduce que se debe usar otra clase
de trama para contar el final de la judería europea.
Al abandonar el impulso de darle un nombre a la clase de relato que
podría contarse acerca de los judíos durante el imperio de Hitler, Hillgruber
adopta el enfoque de varios académicos y escritores que ven el Holocausto
como algo virtualmente irrepresentable mediante el lenguaje. La versión
más extrema de esta idea adopta la forma del tópico de que este aconteci-
miento (Auschwitz, la Solución Final y acontecimientos similares) es de

pone un cronotopo y cada cronotopo presupone un número limitado de clases de


historias que se pueden contar acerca de los acontecimientos que ocurren dentro
de su horizonte.

226 Parte III. Representación y verdades


tal naturaleza que escapa el alcance de cualquier lenguaje para describirlo
o de cualquier medio para representarlo: George Steiner, por ejemplo,
sentenció que “el mundo de Auschwitz está más allá del lenguaje de la
misma manera que está más allá de la razón” (Steiner, citado en Lang, 1990:
151). O la pregunta de Alice y A. R. Eckhardt (1989: 439): “¿Cómo se
puede hablar de aquello que es inexpresable mediante el habla? Como es
evidente, tenemos que hablar de ello, ¿pero podremos hacerlo alguna vez?”.
Berel Lang sugiere que expresiones como estas se deben comprender de
manera figurativa, como frases que indican la dificultad de escribir acerca
del Holocausto y el grado en el cual cualquier representación del mismo
se debe juzgar a partir del criterio del silencio respetuoso que debería ser
nuestra primera respuesta frente al acontecimiento.
Sin embargo, el propio Lang argumenta contra cualquier uso del
genocidio como tema de la escritura poética o de ficción. Según él, sólo
la más literal de las crónicas de los hechos del genocidio puede pasar la
prueba de la “autenticidad y veracidad” con la cual es necesario juzgar tanto
las explicaciones literarias como las científicas. Se deben contar sólo los
hechos, porque si no se cae en el lenguaje figurativo y la estilización (este-
ticismo). Y sólo una crónica de los hechos es segura, porque de cualquier
otra forma nos abrimos a los peligros de la narrativa y del relativismo del
entramamiento.
El análisis de Lang de las limitaciones de cualquier representación lite-
raria del genocidio y de su inferioridad moral frente a cualquier explicación
sobria o totalmente desnarrativizada merece considerarse más detallada-
mente, porque presenta la cuestión de los límites de la representación con
respecto al tema del Holocausto en los términos más radicales. El análisis
se apoya en una oposición radical entre el lenguaje figurativo y el literal,
en la identificación del lenguaje literario con el lenguaje figurativo, en
una perspectiva concreta de los efectos peculiares que produce cualquier
caracterización figurativa de los acontecimientos reales y en un concepto
de lo que son los acontecimientos ‘moralmente extremos’, de los cuales
el Holocausto se considera una materialización anormal desde el punto
de vista histórico, cuando no única. Lang (1990: 160) argumenta que
el genocidio, además de ser un acontecimiento real, un acontecimiento

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 227


que ocurrió realmente, es también un acontecimiento literal, es decir, un
acontecimiento cuya naturaleza le permite servir como paradigma para
la clase de sucesos acerca de los cuales sólo nos está permitido hablar de
una manera ‘literal’.
Lang sostiene que el lenguaje figurativo no sólo se desvía o esquiva la
literalidad de la expresión de los acontecimientos, sino que también des-
vía la atención de las circunstancias acerca de las cuales pretende hablar.
Cualquier expresión figurativa, argumenta, añade a la representación del
objeto al cual se refiere. Primero, se añade en sí misma (es decir, a través de
la figura literaria específica que se usa) y luego añade también la decisión
que la presupone (es decir, la elección de usar una figura en vez de otra). El
uso del lenguaje figurativo produce una estilización, que dirige la atención
hacia el autor o su talento creativo. A continuación, el uso del lenguaje
figurativo provoca una ‘perspectiva’ sobre el referente de lo expresado.
Sin embargo, al presentarse una perspectiva particular, necesariamente
se les cierra el camino a otras. De esa forma, se reducen u oscurecen cier-
tos aspectos de los acontecimientos (Lang, 1990: 43). En tercer lugar, la
clase de lenguaje figurativo que se necesita para transformar en un relato
lo que en otro caso sería únicamente una crónica de acontecimientos
reales personaliza (humaniza) y generaliza a los agentes y a los tipos de
agencia involucrados en esos acontecimientos. Los personaliza mediante
la transformación de esos agentes en la clase de sujetos pensantes, volitivos
y emotivos con los cuales el lector puede identificarse y tener empatía,
como la que se genera con los personajes de las historias de ficción. Los
generaliza al representarlos como materializaciones de los tipos de agentes,
tipos de agencia, acontecimientos y elementos similares con los que se
encuentra el lector en los géneros de la literatura y el mito.
En este enfoque del tema, la inadecuación de cualquier representa-
ción literaria del genocidio deriva de las distorsiones que efectúa el uso
del lenguaje figurativo de los hechos. Frente a cualquier representación
meramente literaria de los acontecimientos que constituyen el genocidio,
Lang sitúa el ideal de lo que una representación literal de los mismos revela
sobre aquello que es su verdadera naturaleza. Merece la pena citar un pasaje
algo largo del libro de Lang en el que el autor establece la oposición entre

228 Parte III. Representación y verdades


el lenguaje figurativo y el literal como homóloga a la oposición entre el
discurso falso y el verdadero:

Si [...] [el acto de genocidio] se dirige contra individuos que no provocaron


ese acto como individuos, y si el mal que representa el genocidio también
refleja un intento deliberado de hacer el mal en principio, conceptualizando
un grupo y decidiendo después aniquilarlo, entonces se hacen patentes las
limitaciones intrínsecas que tiene el discurso figurativo para la representa-
ción del genocidio. En una explicación dada, la representación imaginaria
personalizaría incluso acontecimientos que son impersonales y corporativos;
deshistorizaría y generalizaría acontecimientos que ocurrieron de manera
específica y contingente.

Y la disonancia irremediable ahí es evidente. Para un tema que combina


históricamente la característica de la impersonalidad con un desafío a
la concepción de los límites morales, el intento de personalizarlo, o en
este caso, simplemente de añadirle algo, aparece a un tiempo como algo
gratuito e inconsistente: gratuito porque lo individualiza, cuando el tema
por su propia naturaleza es corporativo; inconsistente porque establece
límites, cuando el propio tema los ha negado. El efecto de las adiciones es,
por consiguiente, la representación impropia del sujeto y su disminución.
Además, al afirmar la posibilidad de perspectivas figurativas alternativas,
el autor reafirma el proceso de representación y su propia persona como
partes de la representación, lo cual es una mengua aún mayor de lo que,
en un tema como el genocidio nazi, es su núcleo esencial. Además de todo
esto, una perspectiva “individual” es, en el mejor de los casos, irrelevante. La
importancia del significado de ciertos temas pudiera ser demasiado amplia
o profunda como para abordarse desde un punto de vista individual [y su
significación podría ser] moralmente más imperativa y real que lo que el
concepto de posibilidad puede soportar. Con esta presión, la presunción
de poder iluminar los acontecimientos, que normalmente se concede
prima facie al acto de la escritura (de cualquier escrito), comienza a perder
su fuerza (Lang, 1990: 144-145).
Además, la escritura literaria y el tipo de escritura histórica que aspira a
la condición literaria son especialmente rechazables para Lang, porque en
ellos la figura del autor se entromete entre la cosa que debe representarse
y la representación de la misma. La figura del autor se debe introducir en

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 229


el discurso como el agente de ese acto de la escritura figurativa sin la cual
el sujeto del discurso seguiría siendo impersonal. Puesto que la escritura
literaria se despliega a partir de la ficción de que sólo mediante la escritura
figurativa se pueden personalizar esos individuos:

La consecuencia inevitable es que un tema [...] puede representarse de


muchas maneras diferentes y que el tema como tal no tiene ninguna
fundamentación necesaria y tal vez ni siquiera real. La afirmación de las
posibilidades alternativas [del uso figurativo] [...] sugiere una negación de
los límites: no se excluye ninguna posibilidad (Lang, 1990: 146).
Ni siquiera la posibilidad del uso figurativo de una persona real como un
carácter imaginario o de una no persona o de la representación figurativa
de un acontecimiento real como un no acontecimiento
Son consideraciones como estas las que llevan a Lang (1990: 146-147)
a formular la idea de que los acontecimientos del genocidio nazi son
intrínsecamente “opuestos a la representación”, mediante lo cual pare-
cería querernos decir no que no pueden ser representados, sino que son
paradigmáticos de la clase de acontecimientos de los cuales sólo se puede
hablar de una manera fáctica y literal. De hecho, el genocidio consiste
en ocurrencias en los cuales la misma distinción entre ‘acontecimiento’ y
‘hecho’ se disuelve. Lang escribe:

Si ha habido alguna vez un hecho “literal” que esté más allá de la posibi-
lidad de fórmulas alternativas, entre las cuales deben contarse siempre la
negación o la inversión, está frente a nosotros en el acto del genocidio nazi,
y si las consecuencias morales del papel de los hechos necesitan alguna
prueba, también se encuentra ante nosotros, nuevamente en el fenómeno
del genocidio nazi (Lang, 1990: 157-158).
Es la suprema actualidad y literalidad de este acontecimiento lo que,
en opinión de Lang, demanda el esfuerzo por parte de los historiadores
de representar acontecimientos reales “directamente [...], inmediatamente
y sin alterarlos”, en un lenguaje purgado de toda metáfora, tropo y figu-
ración. De hecho, lo que establece el índice diferencial entre el “discurso
histórico”, por un lado, y la “representación imaginativa y su espacio
figurativo”, por el otro:

230 Parte III. Representación y verdades


Como quiera que se elabore [la distinción entre historia y ficción], el hecho
del genocidio nazi es un hito que separa el discurso histórico del proceso
de representación ficticio, tal vez no de manera única, pero de manera tan
cierta como podría haberlo hecho o fuera capaz de hacerlo cualquier hecho
(Lang, 1990: 158-159).
Me he detenido en el argumento de Lang porque creo que nos lleva
al umbral de muchas discusiones contemporáneas concernientes a la po-
sibilidad de representar el Holocausto y el valor relativo de los diversos
modos de representación. Lang dirige su objeción al uso de este aconteci-
miento como fuente para una representación meramente literaria entre las
novelas y la poesía, y puede fácilmente extenderse para incluir el tipo de
historiografía belletrista que se caracteriza por su estilo literario y lo que
los clubes de lectura llaman buena escritura. Pero debe, igualmente, por
implicación, extenderse para incluir cualquier tipo de historia narrativa,
lo que quiere decir cualquier intento por representar el Holocausto como
historia. Y esto obedece a que si toda historia debe tener una trama y si
cada entramado es un modo de figuración, se sigue que cada narrativa
del Holocausto —sin importar cuál sea su modo de entramamiento— es
susceptible de ser condenada por las mismas razones que cualquier repre-
sentación literaria del mismo acontecimiento.
Sin duda, Lang argumenta que aunque la representación histórica puede
“hacer uso de los medios narrativos y figurativos” no “depende esencial-
mente de esos medios”. De hecho, en su enfoque, el discurso histórico
se fundamenta en “la posibilidad de representación directa, inmediata
e inalterada de su objeto, si no en principio, al menos sí en sus efectos”
(1990: 156). Ello no quiere decir que los historiadores puedan ocupar la
posición del realista ingenuo o de quien meramente busca información,
ni que deban intentarlo. El asunto es más complejo. Porque lo que Lang
señala es que lo que se demanda de quienquiera que escriba acerca del
Holocausto es una actitud, enfoque o disposición que no sea ni objetiva
ni subjetiva, ni la del científico social provisto de una metodología y una
teoría, ni la del poeta que intenta expresar una reacción “personal”10. En

10 Véase Milton (1990: 27) para algunos comentarios perspicaces acerca del esfuerzo
de los escritores jóvenes que, al carecer de cualquier experiencia directa sobre el

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 231


efecto, en la introducción a Act and Idea, Lang invoca la idea de Roland
Barthes de la “escritura intransitiva” como un modelo de la clase de dis-
curso apropiado para la discusión de las cuestiones filosóficas y teóricas
que surgen de la reflexión sobre el Holocausto. A diferencia de la clase
de escritura pensada para ser “leída a través de sí [...] diseñada para que
los lectores vean lo que de otra forma se contemplaría de una manera
distinta o tal vez no se vería en absoluto”, la escritura intransitiva “niega
las distancias existentes entre el escritor, el texto y aquello de lo cual se
escribe y, finalmente, con el lector”. En la escritura intransitiva:

Un autor no escribe para proporcionar acceso a algo independiente del


autor y del lector, sino que “se escribe a sí mismo” [...] En la explicación
tradicional [del acto de escribir], el escritor se concibe al inicio como
alguien que mira un objeto con ojos ya expectantes, modelados, y luego
como alguien que lo representa en su propia escritura habiéndolo visto.
Para el escritor que se escribe a sí mismo, la escritura se convierte en sí en
el medio a través del cual puede ver o comprender; no en el espejo de algo
independiente, sino en un acto y en un compromiso, en un hacer o crear,
más que en una reflexión o descripción (Lang, 1990: xii).
Lang recomienda explícitamente la escritura intransitiva (y también
el habla intransitiva) como apropiada para los judíos por separado que,
de la misma manera que en el recuento del Éxodo en Pesach11, “deberían
contarnos la historia del genocidio como si hubieran pasado por esa ex-
periencia”, como un ejercicio de autoidentificación específicamente judío
en su naturaleza (Lang, 1990: xiii). Pero la sugerencia adicional es que

Holocausto, intentan de todas formas convertirlo en algo ‘personal’. El artículo es


una crítica bibliográfica sobre la compilación de David Rosenberg (1990). Milton
subraya la “paradoja evidente que se encuentra en el núcleo de cualquier antología
que ofrezca rememorar el genocidio con tranquilidad”. Continúa para alabar solo
aquellos ensayos en los cuales “lejos de pretenderse que se ha llegado a entender
pacíficamente el Holocausto […] destacan la extrañeza que necesariamente sienten
sus autores. De hecho [agrega] puesto que la subjetividad y la oblicuidad son los
únicos enfoques posibles”, los mejores ensayos de la colección son aquellos que
“hacen una virtud del ser subjetivos y oblicuos”.
11 (N. del T.) Pascua judía en la que se conmemora el éxodo de los hebreos de
Egipto.

232 Parte III. Representación y verdades


el producto de la escritura intransitiva o, lo que es lo mismo, el discurso
que niega la distancia, podría servir como modelo para cualquier repre-
sentación del Holocausto, sea una representación histórica o de ficción. Y
precisamente me gustaría concluir con una reflexión acerca de las formas
en las cuales la idea de escritura intransitiva podría servirnos como técnica
para resolver muchas de las cuestiones que surgen de la representación
del Holocausto.
Primero, me gustaría observar que Berel Lang invoca la idea de
escritura intransitiva sin señalar que Barthes la usó para caracterizar
las diferencias entre el estilo dominante de la escritura modernista y el
del realismo clásico. En su ensayo titulado Escribir: ¿un verbo intran-
sitivo?, Barthes se pregunta si el verbo ‘escribir’ se puede convertir en
uno intransitivo y, si es así, cuándo ocurre. La pregunta se hace dentro
del contexto de una discusión sobre la diátesis (voz) con el propósito
de concentrar la atención en las diferentes clases de relación en que un
agente se puede encontrar con respecto a una acción. Señala que aunque
los lenguajes modernos indoeuropeos ofrecen dos posibilidades para
expresar esta relación, otros lenguajes ofrecen una tercera posibilidad,
que se expresa, por ejemplo, en el griego antiguo mediante la “voz in-
termedia”. Mientras que en las voces pasiva y activa el sujeto del verbo
se presume que es externo a la acción, como agente o como sufriente,
en la voz intermedia el sujeto se presume que es interno a la acción12.
Concluye a continuación que en la vanguardia o modernismo literario
el verbo ‘escribir’ no connota ni una relación pasiva ni una activa, sino
una intermedia13. Barthes (1994: 32) dice:
12 Como, por ejemplo, en las acciones ‘performativas’ como las de prometer o jurar.
En acciones de ese tipo, en las cuales los agentes parecen actuar sobre sí, el uso de
la voz intermedia permite evitar la idea de que el sujeto se encuentra divido en dos
mitades, es decir, en un agente que administra el juramento y en un paciente que
lo ‘toma’. Es por ello que en el griego de Ática se expresa la acción de redactar un
juramento en la voz activa (logou poiein) y la de tomar juramento no en pasiva,
sino en la voz intermedia (logou poiesthai). Barthes (1994: 30-31) da el ejemplo
del thuein, de la ofrenda de un sacrificio para otro (activa), frente a la thuesthai, la
ofrenda de un sacrificio para uno mismo (intermedia).
13 (N. del E.) En inglés se usa el término literary modernism para designar el momen-

to de ruptura y experimentación estética que caracterizó la producción literaria y

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 233


Así pues, en este écrire medio, la distancia entre el que escribe y el lenguaje
disminuye asintomáticamente. Incluso se podría llegar a decir que las
escrituras de la subjetividad, como la escritura romántica, son las que son
activas, puesto que en ellas el agente no es interior, sino anterior al proce-
so de la escritura: el que escribe no escribe por sí mismo, sino que, como
término de una procuración indebida, escribe por una persona exterior y
antecedente (incluso cuando ambos llevan el mismo nombre), mientras
que, en el escribir medio de la modernidad, el sujeto se constituye como
inmediatamente contemporáneo de la escritura, efectuándose y afectán-
dose por medio de ella: un caso ejemplar es el narrador proustiano, que
tan sólo existe en cuanto está escribiendo, a pesar de la referencia a un
seudorrecuerdo.
Obviamente, esta es sólo una de las muchas diferencias que distinguen
la escritura vanguardista de su contraparte realista decimonónica. Pero esa
diferencia indica una manera nueva y diferenciada de imaginar, de describir
y de conceptualizar las relaciones que se observan entre agentes y actos,
sujetos y objetos, una afirmación y su referente. De hecho, entre los niveles
figurativos y literales del discurso y, por lo tanto, entre el discurso fáctico
y el de la ficción. Lo que la vanguardia contempla, en la explicación de
Barthes, es nada menos que un orden de la experiencia que está más allá,
o que es anterior, a aquello expresable en las clases de oposiciones que nos
vemos obligados a trazar (entre la agencia y la paciencia, la subjetividad
y la objetividad, la literalidad y la representación figurativa, el hecho y
la ficción, la historia y el mito, y otras similares) en cualquier versión del
realismo. Ello no implica que esas oposiciones no se puedan usar para
representar algunas relaciones de la realidad, sino sólo que esas relaciones
entre las entidades designadas por términos polarizados puede que no sean
oposicionales en ciertas formas de experimentar el mundo.
Lo que quiero decir se expresa muy bien en la explicación que da
Jacques Derrida de su concepto de différance, que usa también la idea
de la voz intermedia para expresar lo que quiere transmitir el filósofo.
Derrida escribe:

artística desde finales del siglo xix hasta el primer tercio del siglo xx. Por lo general
en español se usa el concepto de vanguardia histórica.

234 Parte III. Representación y verdades


La différance no es simplemente activa (como tampoco es una acción
subjetiva). Más bien indica la voz intermedia, que precede y establece la
oposición entre pasividad y actividad [...] Y entonces vemos que lo que se
designa mediante la différance no es simplemente algo activo o meramente
pasivo, sino que lo que anuncia o, más bien rememora, es algo como la voz
intermedia, que habla de un acto que no es un acto, que no puede pensarse
ni como pasión ni como acción de un sujeto sobre un objeto; no puede
pensarse como algo que comienza desde un agente o desde un paciente,
o sobre la base de cualquiera de estos términos o a la vista de ellos. Y la
filosofía tal vez comenzará con la distribución de la voz intermedia, que
expresa una cierta intransitividad, dentro de las voces activa y pasiva, y se
haya constituido a sí misma a través de esa represión (1973: 130)14.
Cito a Derrida como representante de una concepción vanguardista o
modernista del proyecto de la filosofía que se funda en el reconocimiento
de las diferencias entre una experiencia distintivamente modernista del
mundo (¿o es la experiencia de un mundo distintivamente modernista?) y
las nociones de representación, conocimiento y significado que prevalecen
en el marco del ‘realismo’ dominante. Y lo hago con el propósito de sugerir
que la clase de anomalías, enigmas y callejones sin salida que encontramos
en nuestras discusiones sobre la representación del Holocausto son el
resultado de una concepción del discurso que le debe demasiado a un rea-
lismo que es inadecuado para la representación de acontecimientos como
el Holocausto, que son por sí mismos ‘modernistas’ en su naturaleza15.

14 (N. de E.) En español, el texto de Derrida aparece como “La Diferencia” en Márgenes
de la filosofía (Madrid: Cátedra, 1989). La versión en castellano no reproduce el
pasaje citado.
15 (N. de E.) Véase la introducción de Saul Friedländer en el libro Hitler and the Final

Solution de Gerald Fleming (1984), en la que escribe: “Sólo en el nivel limitado de


análisis de las políticas nazis parece ser posible una respuesta al debate entre los distintos
grupos. En el nivel de la interpretación general, sin embargo, permanecen las difi-
cultades reales. El historiador que no padece de obcecación conceptual o ideológica
reconoce fácilmente que es la política nazi antisemita y antijudía del Tercer Reich la
que le da al nazismo su carácter sui generis. Como consecuencia de este hecho, las
investigaciones sobre la naturaleza del nazismo adquieren una nueva dimensión que
lo hace inclasificable […] Sin embargo, si se admite que el problema judío estaba en
el centro, era la propia esencia del sistema, muchos [de los estudios sobre la Solución
Final] pierden su coherencia, y la historiografía se enfrenta con un enigma que desafía

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 235


El concepto de vanguardismo o modernismo cultural es relevante para
la discusión en tanto refleja una reacción, cuando no un rechazo, a los
grandes esfuerzos de los escritores del siglo xix, fueran historiadores o
escritores de ficción, por representar la realidad ‘realistamente’, en donde la
realidad se entiende que significa historia y que realistamente se entiende
que significa el tratamiento como historia no sólo del pasado, sino también
del presente. De esta forma, por ejemplo, en Mimesis, un estudio de las
historia de la idea de la representación realista en la cultura occidental,
Erich Auerbach caracteriza “los fundamentos del realismo moderno” en
los siguientes términos:

El tratamiento grave de la realidad corriente, el ascenso de grupos huma-


nos amplios y de bajo nivel, por un lado, hasta convertirse en temas de
representación problemático-existencial, y, por otro lado, la inclusión de
personas y sucesos cualesquiera y vulgares, en el curso global de la historia
de la época, constituyen, según creemos, las bases sacadas del fundamento
históricamente móvil, del realismo moderno (Auerbach, 1979: 463).
Desde esta perspectiva, la versión modernista del proyecto realista
se podría pensar que consiste en un rechazo radical de la historia, de la
realidad como historia y de la conciencia histórica misma. Pero Auerbach
estaba preocupado por mostrar las continuidades y también las diferencias
entre realismo y modernismo. Por ello, en una exégesis famosa de un pasaje
del libro de Virginia Wolf, Al faro, Auerbach (1979: 493-498) identifica,
entre las “características distintivas estilísticamente” de ese “modernismo”
ejemplificado por el pasaje, las siguientes:
1. La desaparición del “escritor como narrador de hechos objetivos;
prácticamente todo lo que se afirma aparece mediante una reflexión
en la conciencia de los dramatis personae”.
2. La disolución de cualquier “punto de vista [...] que quede fuera
de la novela y desde el cual se puedan observar las personas y los
acontecimientos […]”.

las categorías interpretativas normales. Sabemos en detalle lo que ocurrió, sabemos la


secuencia de acontecimientos y su probable interacción, pero la dinámica profunda
del fenómeno se nos escapa” (cursiva fuera del texto original).

236 Parte III. Representación y verdades


3. El predominio de un “tono de duda y cuestionamiento” en la in-
terpretación del narrador de aquellos eventos que aparentemente
se describen de una manera “objetiva”.
4. El entramamiento de instrumentos tales como el “erlebte Rede, la
corriente de la conciencia, el monologue intérieur” con “finalidades
estéticas” que “oscurecen y obliteran la impresión de una realidad
objetiva completamente conocida para el autor […]”.
5. El uso de nuevas técnicas para la representación de la experiencia
del tiempo y de la temporalidad, es decir, el uso de la “ocasión for-
tuita” para desatar los “procesos de la conciencia” que permanecen
desconectados de un “sujeto específico del pensamiento”; para la
eliminación de la distinción entre tiempo “exterior” e “interior”; y
para la representación de “acontecimientos”, no sólo como “episodios
sucesivos de un relato”, sino como eventos casuales.

La anterior es una caracterización tan buena como la que podríamos


encontrar en lo que Barthes y Derrida podrían llamar el estilo de la “ex-
presión mediante la voz intermedia”. La caracterización de Auerbach del
modernismo literario no quiere decir que la historia no pueda represen-
tarse realistamente por más tiempo, sino más bien que las concepciones
de la historia y del realismo han cambiado. El modernismo sigue estando
preocupado con la representación de la realidad ‘realistamente’ y todavía
identifica realidad con historia. Pero la historia a la que se enfrenta el
modernismo no es la contemplada por el realismo decimonónico. Y ello
se debe a que el orden social que es el sujeto de la historia modernista se
ha sometido a una transformación radical, a un cambio que permitió la
cristalización de la forma totalitaria que la sociedad occidental asumió
en el siglo xx.

Contemplado de esa forma, la vanguardia o el modernismo cultural


se debe ver simultáneamente como un reflejo y una respuesta frente esta
nueva realidad. Por consiguiente, podemos reconocer las afinidades de
forma y contenido entre el modernismo literario y el totalitarismo social,
pero sin que ello implique necesariamente que el modernismo es una

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 237


expresión cultural de la manifestación fascista del totalitarismo social16.
De hecho, es posible otra perspectiva de la relación entre modernismo
y fascismo: la vanguardia literaria sería producto de un esfuerzo por re-
presentar una realidad histórica para la cual los modos de representación
realistas clásicos, más antiguos, eran inadecuados, al estar basados en
experiencias diferentes de la historia o, más bien, en experiencias de una
‘historia’ diferente.
No hay duda de que la vanguardia es inmanente al realismo clásico, de
la misma manera en la cual el nazismo y la Solución Final fueron inma-
nentes a la estructura y las prácticas del Estado nación decimonónico y a
la relaciones sociales de producción de las cuales el Estado era expresión
política. Mirándolo de esta forma, el modernismo aparece, sin embargo,
menos como un rechazo al proyecto realista y una negación de la historia y
más como una anticipación de una nueva forma de realidad histórica. Una
realidad que incluiría, entre sus aspectos supuestamente inimaginables,
impensables e inenarrables el fenómeno del hitlerismo, la Solución Final,
la guerra total, la contaminación nuclear, la hambruna masiva y el suicidio
ecológico; un sentido profundo de la incapacidad de nuestras ciencias para
explicar esos fenómenos y aún más para controlarlos o contenerlos, y una
conciencia creciente de la incapacidad de nuestros modos tradicionales
de representación incluso para describirlos adecuadamente.
Todo ello sugiere que los modos modernistas de representación pueden
ofrecer posibilidades de representación de la realidad del Holocausto y
también de las experiencias del mismo que ninguna versión del realismo
podría ofrecer. De hecho, podemos seguir la sugerencia de Lang de que
la mejor forma de representar el Holocausto y la experiencia acerca del
mismo podría ser perfectamente una clase de “escritura intransitiva” que
no tenga ninguna pretensión con respecto al tipo de realismo al que as-
piraban los escritores e historiadores del siglo xix. Pero tendremos que
considerar que por escritura intransitiva debemos indicar algo similar a
la relación que se tiene con un acontecimiento, expresada mediante la voz

16 Este es el enfoque que defiende Fredric Jameson y que enuncia más explícitamente
en Fables of Aggression: Wyndham Lewis, the Modernist as Fascist (1979). Es un lugar
común de las interpretaciones izquierdistas del modernismo.

238 Parte III. Representación y verdades


intermedia. Ello no quiere decir que tengamos que abandonar el esfuer-
zo por representar el Holocausto de manera realista, sino más bien que
nuestra noción de lo que constituye una representación realista se debe
revisar para tener en cuenta las experiencias que pertenecen únicamente
a nuestro siglo y para las cuales los antiguos modos de representación han
demostrado ser inadecuados.
Debería añadir que no creo que el Holocausto, la Solución Final, la
Shoah, el Churban o el genocidio alemán de los judíos sean más irrepresen-
tables que cualquier otro acontecimiento de la historia humana. Lo único
es que su representación, ya sea en la historia o en la ficción, requiere la
clase de estilo, el estilo modernista, que se desarrolló con el propósito de
representar el tipo de experiencias que el modernismo social hizo posible;
la clase de estilo que encontramos en numerosos escritores modernistas,
entre los cuales podemos llamar a Primo Levi como ejemplo.
En El sistema periódico, Levi (1988: 234) comenzó el capítulo llamado
Carbono con el siguiente escrito:
El lector, al llegar a este punto, se habrá dado cuenta de sobra de que éste
no es un tratado de química. Mis pretensiones no llegan a tanto, “ma voix
est faible, et même un peu profane”. Ni tampoco es una autobiografía, sino
dentro de los límites parciales y simbólicos donde cabe considerar como
autobiografía cualquier escrito, es más cualquier obra humana. Pero historia,
en cierto modo, sí lo es. Es, o habría pretendido ser, una microhistoria, la
historia de un oficio y de sus fracasos, triunfos y miserias, como le gustaría
contarla a cada cual cuando siente, a punto de concluirse, el arco de la
propia carrera, y el arte deja de ser largo.
Levi continúa contándonos la historia de un átomo ‘particular’ de
‘carbono’, que se convierte en una alegoría (como lo expresa el autor, “esta
historia, completamente arbitraria, es, no obstante, verdadera”):

Pero voy a contar en cambio solamente una historia más [nos dice], la más
secreta, y la voy a contar con la humildad y el comedimiento de quien
sabe desde el principio que su asunto es desesperado, sus medios débiles
y el oficio de revestir los hechos con palabras condenado al fracaso por su
misma esencia (Levi, 1988: 251).

Entramamiento histórico y el problema de la verdad 239


La historia que nos cuenta es la de un átomo de carbono que termina
dentro de un vaso de leche que él, Levi, se bebe; entonces migra a una
célula de su propio cerebro, del sujeto que escribe, “y la célula en cuestión,
y dentro de ella el átomo en cuestión, escribiendo, se encarga de mi labor
de escribir, en un gigantesco y minúsculo juego que nadie ha descrito
todavía”. Juego que describe con las siguientes palabras:

Es la célula que en este instante, surgiendo de un entramado laberíntico


de síes y noes, hace a mi mano, sí, correr sobre el papel en una determi-
nada dirección y dejarlo marcado con esta voluta que son signos: un
doble disparo, hacia arriba y hacia abajo, entre dos niveles de energía,
está guiando esta mano mía para que imprima sobre el papel este punto:
éste (Levi, 1988: 252).

240 Parte III. Representación y verdades


Historia más allá del principio de placer:
reflexiones sobre la representación del trauma1

Eric L. Santner

E ncuentro cada vez más difícil reflexionar sobre los límites teóricos
y éticos de las representaciones históricas y artísticas del nazismo y
la Solución Final sin pensar también en los acontecimientos recientes en
Europa Central y, sobre todo, acerca de la unificación de las dos Alemanias.
Si las historias que uno cuenta sobre el pasado (y, más específicamente,
sobre cómo uno llega a ser lo que es o piensa que es) son, en cierta me-
dida, determinadas por las necesidades sociales, psicológicas y políticas
actuales del narrador y su audiencia, entonces los desarrollos radicales
que han tenido lugar en Europa en los últimos años no pueden sino
influenciar poderosamente el repertorio de las representaciones de los
eventos y fenómenos de los cuales nos ocupamos aquí. El lector podría
recordar la preocupación de Elie Wiesel2 (1989) sobre el lugar que ocupa
una fecha en particular, el 9 de noviembre, en la imaginación histórica
de la sociedad alemana contemporánea. La fecha del Kristallnacht (La
noche de los cristales rotos), así como la de la primera fractura del Muro
de Berlín cincuenta años después, aparentemente han llegado a ser un sitio

1 Traducción de Francisco Ortega y Carlos Andrés Barragán.


2 Algunas respuestas desde Alemania a los comentarios de Wiesel se pueden encontrar
en Die Zeit (1989, diciembre 22: 12).

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 241
de batalla entre narrativas que compiten3. La historia de la destrucción
de la comunidad judía europea, la cual entró en una nueva etapa con las
masacres del Kristallnacht, ha sido desplazada —o al menos esta fue la
preocupación de Wiesel— por una narrativa muy diferente: la historia
de la lucha alemana contra el marxismo-leninismo y el triunfo final sobre
éste. En cierto sentido la pregunta que Wiesel se hace es esta: ¿Podrán los
cristales rotos de 1938 ser enterrados y, si así fuera, metamorfoseados bajo
el enorme peso del colapso del concreto en noviembre de 1989?
Aquellos que están familiarizados con la escena política y cultural
de Alemania Occidental en las décadas de los años setenta y ochenta
reconocerán, en el enorme esfuerzo sobre la inscripción de la narrativa
de esta época en particular, los contornos de un proceso que cada vez
más vienen a ocupar la imaginación histórica alemana y la inconsciencia
política durante más o menos la última década 4. Este proceso podría
ser descrito como una serie de reajustes y reordenamientos nemónicos
desarrollados en el marco de rituales públicos, narrativas y otras diversas
formas de producción cultural donde fechas, eventos, conceptos, lugares,
instituciones y agentes históricos se encuentran disponibles nuevamente
para la inversión libidinal5.
3 Incluso antes de 1938, el 9 de noviembre estaba, por supuesto, sobredeterminado por
eventos históricos en Alemania: el 9 de noviembre de 1918 fue el día del comienzo
oficial de la república de Weimar; el 9 de noviembre de 1923 fue el día que Hitler
fracasó en su célebre Putsch (acuartelamiento); los pogromos del Kristallnacht fueron
conectados a conmemoraciones nazis de este último evento.
4 El lugar de las fechas traumáticas en la imaginación histórica y los procedimientos

textuales y poéticos por los cuales su inscripción es facilitada o bloqueada, son al-
gunos de los temas centrales en la obra Der Meridian de Paul Celan, ganadora del
premio Buchner. En ella, Celan (1999: 505) se pregunta, sin duda pensando en la
fecha de la conferencia Wannsse: “¿Se puede decir tal vez que en cada poema queda
grabado su ‘20 de enero’? ¿Es, tal vez, la novedad de los poemas que se escriben hoy
precisamente eso: que en ellos se intenta con toda claridad que esas fechas queden
en el recuerdo?”.
5 En este contexto recuerdo el monólogo final de André Heller en la obra Our Hitler,

de Hans-Jürgen Syberberg. Allí Hellerm, hablándole a una marioneta que representa


a Hitler, enuncia algunas de las cosas ya no disponibles para la inversión libidinal
en la Alemania de postguerra: “Usted se llevó nuestros atardeceres, los atardeceres
de Caspar David Friedrich. A usted hay que culpar de que ya no podamos mirar un

242 Parte III. Representación y verdades


Quizás el ritual público más notorio al respecto fue la ceremonia de
reconciliación escenificada en Bitburg en mayo de 1985, un subtexto que
pareciera involucrar no sólo la igualación de todas la víctimas de la guerra
sino, más insidiosamente, una reposición de la ss dentro de la narrativa
de la larga lucha de ‘Occidente’ contra el bolchevismo. En el curso de los
siguientes dos años, esta tendencia general y orientación de los reajustes
nemónicos llegó a ser el tema central en el Historikerstreit, un evento
discursivo que no ha dejado de tener repercusiones en lo que se piensa de
la historia alemana reciente y, tal vez más importante, en lo que se piensa
sobre el ambiguo y a menudo dudoso papel del historiador en el proceso
de formación de una identidad nacional6. Los detalles de este debate son
bien conocidos y no van a ser presentados de nuevo aquí. Me gustaría
simplemente anotar cómo ha aparecido un cierto ‘fetichismo narrativo’
en esta controversia.

campo de granos sin pensar en usted. La vieja Alemania usted la convirtió en kitsch
con sus trabajos simplificantes y pinturas campesinas. A usted hay que culpar de
que nosotros hayamos perdido el orgullo de los restaurantes [Stolz der Gasthäuser];
de que la gente sea conducida a lugares de comida rápida por miedo a que ellos
todavía puedan amar su trabajo y otra cosa distinta al dinero, el daño más perjudicial
de todos; la única cosa con la que usted nos dejó, desde que ocupó y corrompió
todo con sus acciones. Todo, honor, lealtad, la vida en el campo, el trabajo duro, las
películas, dignidad, la patria, el orgullo, la fe… Las palabras ‘magia’ y ‘mito’, ‘servir’
y ‘gobernar’, líder (Führer), ‘autoridad’ están arruinadas, están ausentes, exiliadas al
tiempo eterno” (Syberberg, 1982: 241).
6 (N. del E.) El Historikerstreit o debate de los historiadores, se refiere a una polémica

que se llevó a cabo durante la década de los años ochenta en la antigua República
Federal de Alemania, y que se centró en el significado del período nazi y la Solu-
ción Final (la política deliberada de exterminio sistemático de los judíos europeos
durante el período nazi) para la Alemania contemporánea. El debate comenzó como
reacción a un artículo publicado en junio 6 de 1986 por el historiador revisionista
Ernst Nolte en la prestigiosa Frankfurter Allgemeine Zeitung con el título El pasado
que no quiere pasar. En ese texto Nolte argumenta que los crímenes nazis hay que
entenderlos como reacción a la “barbarie asiática” de la Unión Soviética y no como
parte integral de la historia alemana. Otros historiadores como Andreas Hillgruber
y Michael Sturmer defendieron posiciones similares. A esa posición se opuso vehe-
mente el filósofo alemán Jürgen Habermas y otros intelectuales alemanes, quienes
impugnaron a Nolte y a los revisionistas por acomodar la historia alemana para no
asumir las responsabilidades históricas. El debate continuó a lo largo de la década
e implicó a otros historiadores y críticos alemanes y de otros países.

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 243
Con fetichismo narrativo quiero decir la construcción y explotación de
una narrativa diseñada, consciente o inconscientemente, para eliminar las
trazas del trauma o pérdida y que en primera instancia originaron la narrativa
y le dieron sentido. El uso de la narrativa como fetiche puede ser contrastado
con el modo muy diferente de comportamiento simbólico que Freud llamó
Trauerarbeit o ‘trabajo de duelo’. Ambos, el fetichismo narrativo y el duelo,
son respuestas a una pérdida, a un pasado que rehúsa desaparecer debido a
su impacto traumático. El trabajo de duelo es un proceso de elaboración e
integración de la realidad de una pérdida o choque traumático recordán-
dolo y repitiéndolo simbólica y dialógicamente —en dosis mediáticas—;
es un proceso de trasladar, figurar e imaginar una pérdida y, como lo hace
notar Dominick LaCapra, puede incluir “una relación entre lenguaje y
silencio que es, de alguna manera, ritualizada” (LaCapra, 1992: 108-127).
El fetichismo narrativo, por el contrario, es la forma como toda inhabili-
dad o rechazo al duelo trama los eventos traumáticos; es una estrategia de
deshacer, en fantasía, la necesidad de duelo que estimula una condición de
invulnerabilidad y sitúan, típicamente, el lugar y origen de la pérdida en
otra parte. El fetichismo narrativo lo libera a uno de la carga de tener que
reconstituir la identidad de sí mismo en condiciones ‘postraumáticas’; en
el fetichismo narrativo el post se pospone indefinidamente.
Aquí, por supuesto, se podría decir que no es realista, y que quizás
puede representar una especie de error categórico, esperar que la histo-
riografía pueda o deba desempeñar un Trauerarbeit. Los historiadores,
después de todo, pugnan por la maestría intelectual y no psíquica de los
eventos. En este contexto, recordaría la deconstrucción que hace LaCapra
(1992) de esta oposición entre la maestría intelectual y psíquica, entre
dimensiones de representación cognitivas y afectivas, aproximaciones
“científicas” y “míticas” o “ritualizadas” al pasado. Como lo sugiere la
lectura de LaCapra acerca del debate de los historiadores, se podría
argumentar que debido a los tipos e intensidades de dinámicas transfe-
renciales que genera, un evento traumático es por definición aquel que
involucra al historiador en labores de administración psíquica. Cualquier
registro histórico de tal evento incluirá, en otras palabras, implícita o
explícitamente, una explicación de lo que podría ser llamado el contexto
de supervivencia del historiador. Tal explicación contendría, de modo

244 Parte III. Representación y verdades


característico, los esfuerzos por diferenciar y distanciar su propia moral
y sus disposiciones políticas y psicológicas de aquellas asociadas con el
evento traumático. El afecto, estilo y velocidad con los que se efectúa este
trabajo de diferenciación es a menudo una indicación de la intensidad
de las relaciones transferenciales que continúan atando al historiador
con el trauma.
La dinámica transferencial, por otra parte, variará radicalmente
de acuerdo con las características del contexto de supervivencia en
particular o, para citar a LaCapra una vez más, según la posición par-
ticular del historiador sobre el tema. Las relaciones transferenciales
de un historiador alemán no judío con el nazismo y la Solución Final
se diferenciarán enormemente de aquellas de un historiador israelí
sobre los mismos acontecimientos. Y es cierto que no solamente los
antecedentes culturales o de nacionalidad, sino también la edad del
historiador y su distancia en el tiempo sobre los acontecimientos en
cuestión, jugarán un papel significativo en la definición de la posición
sobre el tema 7. Pero quisiera argumentar que en el centro de cualquier
elaboración de supervivencia está el trabajo de duelo. En este momento
debería estar claro que mi principal inquietud en el presente contex-
to son las tareas y las cargas del duelo que aún continúan afectando
e interrumpiendo, como si existieran, los procesos de formación de
identidad en la Alemania de posguerra. En otras palabras, me preocupo
aquí con el proyecto y dilema de elaborar una identidad nacional y
cultural alemana posholocausto. Los alemanes se enfrentan con la tarea
paradójica de tener que constituir su ‘alemanidad’ siendo conscientes
7 Así, por ejemplo, Friedländer ha señalado el hecho de que la mayoría de los par-
ticipantes en el Historikerstreit son miembros de la generación “hj”, es decir de la
generación que habría pasado a través de la formativa experiencia de la juventud
Hitler. Véase la correspondencia publicada entre Friedländer y Broszat “Urn die
Historisierung des Nationalsozialismus” en Vierteljahrshefte fur Zeitgeschichte (1988,
abril: 339-372). La traducción al inglés de la correspondencia puede encontrarse
en Broszat & Friedländer (1988: 85-126). En este contexto, la infame declaración
de Helmut Kohl sobre la “gracia del nacimiento tardío”, puede ser vista como un
intento, no simplemente para negar la culpa por los crímenes del nazismo, lo cual
es comprensible, sino también para desconocer cualquier relación transferencial con
estos eventos y con las responsabilidades que tales relaciones traen consigo.

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 245
de los horrores generados por una producción anterior de identidad
nacional y cultural 8.
Quizás la caracterización más convincente de Freud sobre el trabajo
de duelo sea su discusión en Más allá del principio de placer, del juego
fort-da que él observó en el comportamiento de su nieto de año y medio
de edad. En este juego se ve que el niño sabe perfectamente del sufri-
miento por la separación de su madre y escenifica su propia actuación de
desaparición y regreso con ciertos apoyos que D.W. Winnicott llamaría
objetos transicionales. Al darse cuenta de la ausencia de su madre y,
en un sentido más general, por el despertar de su conciencia sobre un
intervalo entre él y su madre que abre toda una gama de impredecibles y
potencialmente posibilidades traicioneras, el niño restablece la apertura
de aquel abismal intervalo dentro del espacio de un ritual primitivo
controlado. El niño está traduciendo, por decirlo así, su narcisismo
fragmentado (el cual podría de otra forma imponer un riesgo psicótico
—el riesgo de desintegración sicológica—) a ritmos formalizados de
comportamiento simbólico. Gracias a este procedimiento, él es capaz
de administrar en dosis controladas la ausencia por la cual se duele. La
capacidad de dosificar y representar la ausencia por medio de figuras
sustitutivas arrancándolas de lo que podría llamarse su ‘significado
trascendental’, es lo que permite al niño evitar un colapso psicótico
y transformar su perdido sentido de omnipotencia en una forma más
elaborada de agencia. El trabajo de duelo ejercido en el juego fort-da ha
traído tanta atención en la teoría literaria y crítica reciente debido a que
despliega muy claramente la forma en que el ser humano se constituye
a sí mismo a partir de las ruinas de su propio narcisismo 9.

8 Para una discusión completa sobre los temas de duelo en la Alemania de postguerra
véanse los trabajos de Mitscherlich & Mitscherlich (1973) y Santner (1990).
9 Sin duda esta caracterización del juego fort-da es una caricatura primitiva de una

escena primaria para alcanzar un acuerdo con la diferencia. La separación y la entrada


al orden del lenguaje y la cultura pueden ser un proceso acompañado por una gran
alegría y exuberancia. Esto significa que en un ambiente lo “suficientemente bueno”,
para usar la frase de Winnicott, los riesgos psíquicos y los conflictos asociados con
encuentros tempranos con la diferencia y con la no afinidad pueden ser contenidos
y transformados en logros positivos.

246 Parte III. Representación y verdades


La dosificación de un cierto elemento negativo —tanático— como una
estrategia para dominar una pérdida traumática y real es fundamentalmente
un procedimiento homeopático. En tal procedimiento, la introducción
controlada de un elemento negativo —simbólico o, en términos médicos,
veneno de verdad— ayuda a sanar un sistema infectado por una sustancia
venenosa similar. El veneno se convierte en cura porque le da al individuo
la capacidad de dominar los potenciales efectos traumáticos de grandes
dosis de una sustancia venenosa morfológicamente similar10. En el juego
de fort-da es la manipulación rítmica de significantes y figuras, objetos y
sílabas que instituyen una ausencia lo que sirve como el veneno que cura.
Estas indicaciones son dosis simbólicas controladas de ausencia y renun-
ciación que ayudan al niño a sobrevivir y a adquirir poder (idealmente)
por medio de la negatividad de la ausencia de la madre.
Para poner estos asuntos en una perspectiva diferente, se podría decir
que el trabajo de duelo es la forma como los seres humanos restablecen
el régimen del principio de placer en la ocurrencia de un trauma o una
pérdida. Dirijo la atención del lector a los comentarios de Freud en Más
allá del principio del placer, que aparecen poco después del juego de fort-da,
con respecto al comportamiento de Unfallsneurotiker, individuos que han
experimentado y luego represado algún trauma, pero que en sus sueños
regresan a él una y otra vez. Con respecto a tal compulsión a los sueños
repetitivos, Freud dice lo siguiente:

Pero tenemos derecho a suponer que [los sueños] contribuyen a otra tarea
que se debe resolver antes de que el principio del placer pueda iniciar su
imperio. Estos sueños buscan recuperar el dominio {Bewältitung} sobre

10 La obra Organon der rationellen Heilkunde de Hahnemann, publicada originalmente


en 1810, continúa siendo la piedra angular de la práctica médica homeopática. Allí
leemos por ejemplo: “las sustancias se convierten en remedios y pueden destruir
la enfermedad únicamente al despertar ciertas manifestaciones y síntomas, por
ejemplo, condiciones de enfermedad artificiales y particulares, que son capaces
de eliminar y destruir los síntomas que ya existen, es decir, la enfermedad natural
tratada” (Hahnemann, 1982: 24). Más aún, la terapia homeopática “usa en dosis
apropiadas en contra de la totalidad de los síntomas de una enfermedad natural
una medicina capaz de producir, en el paciente sano, síntomas tan similares como
sea posible” (Hahnemann, 1982: 70).

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 247
el estímulo por medio de un desarrollo de angustia cuya omisión causó
la neurosis traumática. Nos proporcionan así una perspectiva sobre una
función del aparato anímico que, sin contradecir al principio de placer,
es, empero, independiente de él y parece más originaria que el propósito
de ganar placer y evitar displacer (Freud 1995ñ: 31).

Dadas las homologías que Freud subraya entre los síntomas de la


víctima del trauma y el comportamiento simbólico del niño en el juego,
se puede concluir que estas otras tareas psíquicas más primitivas son
las tareas psíquicas de duelo que sirven para constituir el ser y que en
algún nivel deben ser reiteradas con todas las experiencias posteriores
de pérdida y choque traumático (cabe notar que Freud estaba pensan-
do en el momento de escribir este libro en el gran número de soldados
traumatizados que regresaban de la Primera Guerra Mundial) (Freud,
1995: 273-277)11. Los dos, el niño que trata de dominar su separación
de la madre y regresa en sueños, y la víctima del trauma que vuelve al
sitio del traumatismo, están abocados a una compulsión repetitiva: un
esfuerzo por recuperar, en el contexto del comportamiento simbólico,
el Angstbereitschaft o alistamiento para sentir ansiedad, ausente durante
el choque traumático o la pérdida inicial.
Freud pensaba que es la ausencia de afecto —ansiedad— en lugar
de la pérdida per se, la que conduce a la traumatización. Hasta que esta
11 El estudio más comprensivo de los efectos de trauma masivo en individuos y
comunidades es The Broken Connection: On Death and the Continuity of Life
de Robert Jay Lifton. Con relación a las tempranas experiencias de pérdida en la
niñez y experiencias tardías de pérdida o trauma, el autor explica: “El sobreviviente
es alguien que se ha puesto en contacto con la muerte en alguna forma corporal
o psíquica y ha permanecido vivo […] La impresión de la muerte consiste en la
intrusión radical de una imagen-sentimiento de amenaza o de finalización de la
vida. Dicha intrusión puede ser repentina, como en el caso de la experiencia de
la guerra o en varias formas de accidentes, o incluso puede tomar con el tiempo
una forma gradual” (Lifton, 1979, p. 169). El rango de inaceptabilidad contenido
en la imagen es de gran importancia —de prematuridad, de carácter grotesco
y absurdidad—. Para ser experimentada, la huella de la muerte debe acudir a
imágenes previas, bien sea de muerte actual o de equivalentes de muerte. En
ese sentido cada encuentro con la muerte es en sí mismo una reactivación de
‘supervivencias’ tempranas (Lifton, 1970: 169).

248 Parte III. Representación y verdades


ansiedad haya sido recuperada y elaborada totalmente, la pérdida con-
tinuará representando un pasado que se niega a desaparecer. Al final de
este proceso de maestría psíquica, el ego llega a ser, como lo dice Freud en
otra parte, “libre y desinhibido” y abierto a una nueva inversión libidinal
o, lo que es lo mismo, abierto a relaciones objetuales según el régimen
del principio del placer. En el sentido en que lo uso aquí, el fetichismo
es, en contraste, una estrategia según la cual uno busca voluntariamente
restablecer el principio del placer sin dirigir ni trabajar plenamente
aquellas otras tareas que, como Freud insiste, “deben ser logradas antes
de que el dominio del principio de placer siquiera comience”. Más que
proveer un espacio simbólico para la recuperación de la ansiedad, el
fetichismo narrativo ofrece —directa o indirectamente— el raciocinio
de que, en primer lugar, no hubo necesidad de la ansiedad.
Cuando Ernst Nolte (1986) —para regresar ahora al contexto del
debate de los historiadores— pregunta si es “posible que los nazis y
Hitler cometieron esta acción ‘asiática’ [la Solución Final] porque se
vieron a sí mismos y a otros semejantes a ellos como víctimas potenciales
o reales de una acción ‘asiática’ [el gulag]” está, por decirlo así, invitan-
do a sus lectores a localizarse en un lugar —simplemente algún sitio al
occidente de Asia— donde puedan sentirse moral y sicológicamente
libres, sin amenazas de los traumas y las pérdidas —lo que yo llamo el
riesgo psicótico— representados por el nazismo y la Solución Final.
Según Nolte, en esta zona mágica al occidente de Asia, el régimen del
principio del placer nunca estuvo en peligro.
Podemos encontrar un uso fetichista similar de la narrativa en otras
contribuciones al debate de los historiadores. En su Zweierlei Untergang,
por ejemplo, Andreas Hillgruber, más o menos de manera programática,
se propone restablecer la capacidad de sus lectores alemanes de invertir
energía emocional libidinalmente e identificarse con los defensores de
los territorios de Alemania del Este durante su colapso, aunque estos
‘valerosos’ esfuerzos por frenar las represalias del Ejército Rojo —es-
fuerzos evocados con considerable placer narrativo— permitieron que
la maquinaria de los campos de muerte continuara con toda su fuerza
(Hillgruber, 1986). Como lo ha señalado Saul Friedländer al referirse

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 249
a la reinscripción fetichista de Hillgruber de las Wehrmacht (fuerzas
armadas) y los eventos de 1944-1945:

En la nueva representación, las Wehrmacht llegan a ser las heroicas de-


fensoras de las víctimas amenazadas por el ataque de los soviéticos. Los
crímenes de las Wehrmacht no son negados por Hillgruber, aunque él
prefiere hablar de la “orgía de revancha” del Ejército Rojo. En tanto que
esta orgía de revancha se describe con considerable phatos [...] su origen,
de decenas de millones de muertos dejados por las Wehrmacht en los al-
bores de sus ataques contra los vecinos de Alemania —particularmente la
Unión Soviética—, no parece volver a entrar en escena con alguna fuerza
(Friedländer, 1988: 74-75).
Pero incluso en esfuerzos mucho más responsables, en términos morales
e historiográficos, de escritura de las historias del nazismo y la Solución
Final se puede descubrir una inclinación a reinvocar prematuramente una
condición de normalidad; esto es, una condición en la cual el funciona-
miento del principio de placer no ha sido significativamente alterado y
expuesto al riesgo psicótico.
Martín Broszat, al argumentar a favor de estrategias narrativas
más vigorosas, plásticas y coloridas para escribir la historia del Na-
cional Socialismo, lamentó el hecho de que cuando los historiadores
vuelven a este período, su capacidad de interpretación empática y lo
que él ha llamado el “placer en la narración histórica” (die Lust am
geschichtlichen Erzalen) parecen estar bloqueados (1985: 375). Por
consiguiente, los argumentos de Broszat sobre la forma de escribir la
historia fueron, entre otras cosas, a favor de una cierta preeminencia
del principio de placer en la narración histórica aun cuando, para-
dójicamente, se llegaran a narrar eventos de impacto traumático, los
cuales, precisamente, ponen en entredicho el funcionamiento normal
de tal principio. La crítica de Friedländer a la exhortación de Broszat
al placer de la narrativa será familiar para aquellos que hayan seguido
los debates teóricos sobre el problema de representación con respecto
al nazismo y la Solución Final. La idea general de esta crítica, como
yo la entiendo, es la afirmación de que los eventos en cuestión —el
nazismo y la Solución Final— marcan un resquebrajamiento del nor-

250 Parte III. Representación y verdades


mal funcionamiento del régimen social y psicológico y, por lo tanto,
una incursión en el dominio de la experiencia psicótica que resulta
inaccesible a la interpretación empática, la cual no es redimible dentro
de una economía del placer de la narrativa 12.
Finalmente, me gustaría discutir muy brevemente cómo la dinámica
del fetichismo narrativo funciona en el ámbito de la producción cultural
donde interactúan el placer visual y el narrativo, específicamente en el
cine13. Tomo mi ejemplo de la extraordinariamente exitosa serie fílmica
Heimat (Patria) de Edgar Reitz, la cual fue exhibida por primera vez en la
televisión alemana en el otoño de 1984. Esta serie es importante por toda
clase de razones que no voy a mencionar aquí14. En el contexto actual,
sin embargo, es especialmente interesante notar que uno de los efectos

12 Véase una vez más la correspondencia entre Broszat y Friedländer (1988). En su


segunda carta, Friedländer se refiere a la observación de Jürgen Habermas (1987b:
163) que parece identificar lo que he estado caracterizando como la capa psicótica
de estos eventos: “Algo pasó [en Auschwitz] que para aquel tiempo nadie había
pensado que fuese posible. Un profundo estrato de solidaridad entre todo lo que
soporta un semblante humano […] Auschwitz ha alterado las condiciones para la
continuidad de la vida histórica, no solo en Alemania”. Como lo ha demostrado
Christopher Browning al referirse a la escritura de la historia del perpetrador, la
empatía y algún cierto tipo de narrativa de placer puede ser útil para la tarea de
recuperar detalles importantes de la historia experiencial de participantes en el
asesinato colectivo. Pero, tal y como lo sugiere la conclusión de Browning, incluso
los miembros del Batallón 100 de la Policía de Reserva —el tema inmediato de su
estudio— se acercaron a un punto en el cual el horror y la repulsión se detuvieron y
la matanza llegó a ser aceptable. Ahí, sin embargo, termina la historia de Browning.
Y ahí, quizás, la narrativa de representación en la cual Browning está interesado
encuentra sus límites, a pesar de su llamado a “todo lo demasiado humano”. En
otras palabras, la narrativa de Browning pudo ser guiada por la empatía, en tanto
que un cierto grado de resistencia moral y psíquica a la matanza por parte de los
perpetradores continuara accesible al historiador. Donde los residuos de tal resistencia
han sido represados o eliminados lo suficiente, la empatía parece haber encontrado
sus límites (Browning, 1992: 22-36).
13 Las anteriores observaciones han sido conformadas por una lectura de análisis

feministas sobre el voyerismo y el fetichismo en el cinema narrativo. Véase, por


ejemplo, Laura Mulvey (1985: 803-816).
14 Para discusiones más comprensivas sobre la serie, véase Santner (1990) y Kaes

(1989).

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 251
de ella —si fue o no intencional, sólo puede presumirse— ha sido lograr
que la palabra Heimat se encuentre de nuevo disponible para inversiones
libidinales en Alemania, así sea únicamente como un símbolo nostálgico
de algo perdido. Como en el caso discutido anteriormente de una fecha
en particular, la palabra Heimat viene a ser, en y durante la serie fílmica
de Reitz, un sitio de narrativas en competencia. Una palabra —se podría
decir un mitema— que ha figurado en la historia de la marginación social
y eventual destrucción de la comunidad judía europea, es, por decirlo de
alguna manera, reocupada dentro de un conjunto ideológico y narrativo
en el cual los alemanes se pueden ver a sí mismos e invertir energía emo-
cional como víctimas carentes, como los desposeídos.
Esta reocupación de Heimat adquiere aún más resonancia cuando uno
recuerda que Reitz hizo su serie como una especie de contra-película a
la producción de televisión estadounidense Holocausto. Su propio filme
tuvo el propósito, en su mayor parte, de ser una estrategia de recobrar las
memorias —y, quizás más importante, el placer en su narración— a las
cuales los alemanes han sido obligados a renunciar por la influencia de la
industria de cultura estadounidense en general y los eventos mediáticos
como Holocausto en particular. Reitz polémicamente se refiere a la estética
tipificada por Holocausto como el “verdadero terror” del siglo xx (Reitz,
1984: 141). Los alemanes, alega Reitz, han abandonado sus experiencias
y memorias únicas y con sabor regional porque han sido moralmente
aterrorizados por espectáculos como Holocausto15. El propio trabajo de
resistencia de Reitz a este ‘terror’ yace por consiguiente en el rescate de
las experiencias, la historia y las memorias locales:

Hay miles de historias entre nuestra gente que vale la pena filmar,
que se basan en experiencias irritantemente detalladas, las cuales en
apariencia no contribuyen a juzgar o explicar la historia, pero cuya

15 Para una crítica del uso de la narrativa y del placer visual en Holocausto véanse los
comentarios de Wiesel en The New York Times (16 de abril de 1978). Para una
discusión de las estéticas y políticas de la empatía —aspectos centrales en el viejo
debate expresionista (Expressionismus-Debatte)— en el contexto de la recepción del
Holocausto por parte de Alemania Occidental véase New German Critique (1980,
Winter), así como el trabajo Kaes (1989).

252 Parte III. Representación y verdades


impresionante totalidad podría en realidad llenar este vacío. No de-
beríamos dejar que nos prevengan de asumir con seriedad nuestras
vidas personales [...] Autores alrededor del mundo están tratando
de tomar posesión de su propia historia y, por lo tanto, de la historia
del grupo al cual pertenecen. Pero a menudo ellos encuentran que
su propia historia ha sido arrancada de sus manos. El acto de expro-
piación más serio ocurre cuando una persona es privada de su propia
historia. Con Holocausto los estadounidenses nos han robado nuestra
historia (Reitz, 1984: 102).

Con Heimat, el placer en la narración histórica de la historia alemana del


siglo veinte se retoma y se restablece con venganza. Pero, como numerosos
críticos lo han anotado, la restauración de la narrativa y placer visual de
Reitz parecería proseguir en la ruta del fetiche, esto es, al precio de no re-
conocer el trauma representado por la Solución Final. Aquí es importante
tener en cuenta que se puede reconocer el hecho de un evento, esto es,
que éste sucedió, y todavía continuar negando el impacto traumatizante
del mismo evento.
La escena que quizás ilustra mejor el aspecto fetichista de la explotación
de la narrativa y placer visual de Reitz aparece en el primer episodio de
la película. Esta escena anticipa, en forma muy destacable, el escenario
evocado por Elie Wiesel con respecto al 9 de noviembre. Es el año 1923;
Eduard y Pauline hacen por la tarde una excursión a Simmern, el pueblo
más grande cercano a Schabbach. Pauline se desvía sola y se encuentra a sí
misma observando la vitrina del relojero y joyero del pueblo. De pronto
un grupo de hombres jóvenes corre detrás de ella —incluyendo a Eduard,
quien, como siempre, va armado con cámara y trípode— y comienzan a
apedrear la ventana del apartamento que está sobre el taller del relojero
donde, como lo sabremos, reside un judío —en este caso tildado de sepa-
ratista—. Los hombres son perseguidos por la policía, pero los pedazos
de vidrio que caen le han cortado una mano a Paulina. Robert Kröber, el
relojero hace señales a Paulina para que entre al taller donde ella limpia
su herida; así se inicia una historia de amor entre Pauline y Robert. Más
adelante en la película —es el año 1933— oímos que los ahora esposos
Pauline y Robert están comprando el apartamento del judío. Como Ro-

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 253
bert comenta: “La casa le pertenece a él y ahora quiere venderla [...] Los
judíos ya no la tienen tan fácil”.

Esta pequeña secuencia de Kristallnacht muestra cómo los escombros


de la devastada existencia del judío —nunca se ve la persona de carne y
hueso— son inmediatamente absorbidos dentro de una historia de amor
y noviazgo en las provincias. A pesar de que es el cineasta quien nos alerta
de las maneras en las cuales la experiencia (y narrativa) se construyen a sí
mismas alrededor de tales puntos ciegos, Reitz rehúsa permitir que tales
momentos potencialmente dramáticos estorben la economía de la narrativa
y el placer visual mantenidos a través de las quince horas y media de la
película. Esta consistencia es seguramente una de las razones del increíble
éxito de la película. Heimat ofrece a sus espectadores la oportunidad de
ser testigos de una crónica de la historia alemana del siglo veinte en la cual
die Lust am geschichtlichen Erzahlen nunca está en serio peligro.

En estas páginas he argumentado que el nazismo y la Solución Final


necesitan ser teorizados con el signo de trauma masivo, queriendo decir
que estos eventos deben ser confrontados y analizados en su capacidad de
poner en peligro y abrumar la composición y coherencia de identidades
individuales y colectivas que entran en su mortífero campo de acción.
Para usar, una vez más, metáforas sugeridas en la discusión de neurosis
traumática de Freud, los eventos en cuestión pueden representar para
aquellos cuyas vidas han sido tocadas por estos, aún a la distancia de dos
o tres generaciones, un grado de sobre estimulación tal a las estructuras
psíquicas y económicas que el funcionamiento normal (con los auspi-
cios del principio del placer) puede ser interrumpido y otras tareas más
‘primitivas’ pueden tomar precedencia. Estas son las tareas de repara-
ción o el Reizschutz, lo que Freud llama el escudo protector o armadura
psíquica que normalmente regula el flujo del estímulo e información a
través de los límites del propio ser. Para citar, una vez más, el esfuerzo
más ambicioso de Freud para formular una teoría del trauma en Más allá
del principio del placer:
Llamemos traumáticas a las excitaciones externas que poseen fuerza su-
ficiente para perforar la protección antiestímulo. Creo que el concepto

254 Parte III. Representación y verdades


de trauma pide esa referencia a un apartamiento de los estímulos que de
ordinario resulta eficaz. Un suceso como el trauma externo provocará,
sin ninguna duda, una perturbación enorme a la economía {Betrieb}
energética del organismo y pondrá en acción todos los medios de defensa.
Pero en un primer momento el principio de placer quedará abolido. Ya
no podrá impedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes
volúmenes de estímulo; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra:
dominar el estímulo, ligar psíquicamente los volúmenes de estímulo que
penetraron violentamente a fin de conducirlos, después, a su tramitación
(Freud, 1995ñ: 29).
Aquí es muy importante tener en cuenta la calidad textual de este
Reizschutz, para recordar que está hecho de materiales simbólicos, que es
una organización culturalmente construida y mantenida de identidades
individuales y grupales. Como Robert Lifton lo ha dicho:

En el caso de trauma severo podemos decir que ha habido un importante


rompimiento en el hilo de la vida que lo puede dejar a uno permanentemente
sujeto ya sea a repararlo o a adquirir un nuevo hilo. Y aquí llegamos a la
mayor tarea del superviviente, aquella de la formulación: desarrollar nuevas
formas interiores que incluyan el evento traumático (Lifton. 1979: 176).
Tanto el duelo como el fetichismo narrativo, como los he definido, son
estrategias por las cuales grupos e individuos reconstruyen su vitalidad e
identidad ante la experiencia del trauma. La diferencia crucial entre los
dos modos de reparación tiene que ver con el deseo o capacidad de in-
cluir el evento traumático en los esfuerzos que uno hace para reformular
y reconstituir la identidad.
Hay numerosos caminos a lo largo de los cuales tal integración podría
proceder. Mi argumento es que aspectos importantes de esa labor han
figurado prominentemente en los discursos de años recientes —post-
modernos— que se han preocupado ellos mismos con la construcción
cultural y con el despliegue de la ‘diferencia’ en determinados contextos
históricos. Estos discursos nos invitan a reconocer las complicidades fun-
damentales entre ciertos modos de formación de identidad y la violencia
y destrucción perpetrada de forma emblemática por el fascismo alemán
contra los judíos y otros grupos señalados de ser una amenaza a la compo-

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 255
sición y coherencia del tema alemán16. Críticas feministas, en particular
al sujeto patriarcal y sus varias instituciones históricas, sugieren que las
tareas que confrontan a las sociedades posholocausto en general —esto
es, sociedades que quieren trabajar sobrepasando el impacto traumático
del nazismo y la Solución Final —, incluyen un nuevo pensamiento y
una reformulación aún de las nociones de límites y fronteras, de aquel
“escudo protector” que regula el intercambio entre el interior y el exterior
de individuos y grupos. Como yo lo veo, la meta de tales formulaciones
es el desarrollo de una capacidad para constituir límites que puedan crear
un espacio dinámico de reconocimiento mutuo (entre su propio yo y otro
nativo o extranjero); en ausencia de tal capacidad parecería que uno está
condenado a erigir solamente rígidas fortificaciones que puedan asegurar
algo más que el espacio inerte de un completamente homogéneo y, en
últimas, paranoico Heimat17.

16 El trabajo de Michel Foucault ha sido de particularmente útil en iluminar tales


complicidades. Como Adi Ophir lo ha argumentado, muy en el espíritu de Foucault,
nuestra habilidad para interpretar el trabajo del luto para y por una integración de
la Solución Final depende de nuestra capacidad para reconocer y explicar “aquellos
modos de discurso que expulsaron a los judíos del dominio de la humanidad, de
tecnologías de poder activadas para implementar las declaraciones ideológicas y la
erótica del poder usada para garantizar la ejecución completa de la misión, hasta el
último minuto, hasta el último aliento”. Las observaciones de Ophir sobre el modo
de formación de identidad que desempeñó un rol tan crucial en el ‘éxito’ del fascismo
alemán son especialmente relevantes en el contexto presente: “Primero que todo […]
la referencia a otro que sirve como la frontera, como el arquetipo de la negación;
un paquete de oposiciones de ‘exclusión’ envueltas en la misma distinción funda-
mental y dibujadas detrás de ésta: superior/inferior, auténtico/inauténtico, sagrado/
profano, puro/impuro, sano/enfermo, vivo/muerto; una aplicación sistemática de
la frontera conceptual (ario/no ario) sobre el espacio geográfico (y también sobre el
tiempo histórico: antes y después de la contaminación judía, antes y después de la
revolución alemana); los mecanismos revelados y ocultados para animar, distribuir
e imponer los modos de exclusión del discurso, su organización interna y principios
de la jerarquía contenido dentro de éste, la esterilización de los canales de debate y
el bloqueo de las posibilidades para el desacuerdo y la desviación”. (Ophir, 1987:
64-65).
17 Sobre este tema véanse especialmente los trabajos de Theweleit (1989) y Benjamin

(1988).

256 Parte III. Representación y verdades


En resumen: para tomar seriamente el nazismo y la Solución Final como
un trauma masivo se requiere dirigir la atención teórica, ética y política
hacia los lugares psíquicos y sociales donde las identidades individuales
y grupales se constituyeron, destruyeron y reconstruyeron. Esta forma de
atención es una en la cual, para parafrasear a Freud, aunque no siempre
contradiga el principio del placer, es, sin embargo, independiente del
mismo y está dirigida a cuestiones que son más primitivas que el propósito
—narrativo o de otra clase— de alcanzar el placer y evitar el desplacer.
Es, además, un modo de atención que requiere capacidad y voluntad para
trabajar a pesar de la ansiedad.
Déjenme concluir regresando muy brevemente a la posible influencia
de eventos políticos contemporáneos, en las formas en que el nazismo y
la Solución Final pueden llegar a ser representados tanto en raciocinios
populares como en discursos historiográficos más científicos. Hay señales
de que las narrativas que han sido construidas alrededor del colapso del
comunismo de la Europa Central y Oriental y la unificación de las dos
Alemanias tendrán una tendencia a reducir el espacio moral, conceptual
y psíquico disponible dentro del cual el nazismo y sus crímenes pueden
todavía ser elaborados a través de un trauma que conmovió al mundo hasta
sus más profundos cimientos. Uno escucha a todo su alrededor historias
de triunfo: de una economía occidental vital y dinámica y en relación con
un socialismo moribundo, de alguna manera considerado ‘Oriental’ para
no decir ‘asiático’. A cierto nivel es como si los eventos en Europa hayan
abierto la oportunidad a las narrativas revisionistas construidas por Nolte
y Hillgruber a mediados de la década de los ochenta. Es difícil no darse
cuenta de que la crisis del socialismo está siendo apropiada, en el plano de
lo que podría ser llamado “imaginario político”, para exorcizar del cuerpo
de Occidente —de sus modelos y proyectos de modernización— la violen-
cia, destrucción y sufrimiento humano que han pertenecido y continúan
perteneciendo a su historia. En Alemania, la velocidad, afecto y estilo
con que la unificación ha sido efectuada sugiere un elemento maníaco,
no muy diferente de aquel que tipificó el trabajo de reconstrucción en los
primeros años de la posguerra. Desde el principio este elemento maníaco
se ha adherido él mismo a imágenes e ideales de la dominación económica,
tecnológica y burocrática.

Historia más allá del principio de placer: reflexiones sobre la representación del trauma 257
En un clima político y cultural en el cual la metáfora operativa ha sido
aquella de una maquinaria poderosa moviéndose inexorablemente hacia
delante —la imagen de un tren que ha salido de la estación y no puede ser
detenido o reducir la velocidad— ha llegado a dominar extraña, inexpli-
cablemente, el raciocinio público sobre la unificación. Quizás hay poca
razón para esperar que este período crucial de reconstitución nacional
pueda llegar a ser una oportunidad real para la reflexión, no únicamente
en los temas asociados con la caída del socialismo de Estado, los cuales son
en verdad formidables, sino también en un amplio rango de interrogantes
morales, políticos y psicológicos que no han cesado de surgir desde los
traumas del nazismo y la Solución Final.

258 Parte III. Representación y verdades


Sobre el saber traumático y los estudios literarios1

Geoffrey H. Hartman

T anto el escepticismo lingüístico como el filosófico, sean del tipo


anárquico o metodológico, han cuestionado la posibilidad de la
existencia de un conocimiento cierto. La teoría del trauma introduce
también un escepticismo psicoanalítico que no renuncia a la existencia
del conocimiento, pero que sugiere la existencia de un conocimiento de
tipo traumático que no se puede hacer completamente consciente, en el
sentido de ser manifestado o comunicado en su totalidad sin distorsión.
¿Podemos portar, como nos pregunta Adam Phillips (1994: 25), “nuestra
inevitable ignorancia”? ¿El psicoanalista contemporáneo es una paradoja,
es decir, “un experto en las verdades de la incertidumbre”? Emerge una
teoría cuyo núcleo es la relación entre las palabras y el trauma, que nos
ayuda a ‘leer la herida’ con la ayuda de la literatura.
Mi relato acerca de lo que se empieza a mostrar con claridad en los
estudios literarios no puede ser sino preliminar. Sólo contamos con un
principio, algo así como una comunidad virtual de exploradores. La teoría
deriva principalmente de fuentes psicoanalíticas, aunque se ve muy in-
fluenciada por la práctica del análisis literario. En efecto, mi exploración
reformula una vieja pregunta: ¿qué clase de conocimiento es el arte o qué
clase de conocimiento promueve?
1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 259


La teoría sostiene que el conocimiento del trauma o el conocimiento
que deriva de esa fuente se compone de dos elementos contradictorios. El
primero sería el acontecimiento traumático, registrado más que experi-
mentado, que parecería haber sobrepasado la percepción y la conciencia
y haberse introducido directamente en la psique. El otro elemento es
una especie de memoria del acontecimiento, que se expresa mediante un
tropo perpetuo producto de una psique sobrepasada o profundamente
dividida (disociada). En la poética, lo literal y lo figurativo pueden
corresponder a estos dos tipos de cognición.

El conocimiento traumático, por lo tanto, parecería ser una con-


tradicción en sus términos. Se encontraría tan cercano a la nesciencia
como al conocimiento. Por consiguiente, cualquier descripción general
o construcción de un modelo del trauma se arriesga a ser figurativa en
sí, cercana a ser una fantasmagoría mítica. Algo ‘irrumpe’ dentro de la
psique o hace que se ‘divida’. Hay una catástrofe originaria interna por
la cual (o en la cual) una experiencia que no se ha experimentado (y por
ello, aparentemente, no ‘real’) tiene una presencia excepcional: queda
inscrita con una fuerza proporcional a las mediaciones ausentes o elu-
didas. Al leer esas explicaciones que intentan ser clínicas y racionales,
pero que son tan sumamente imaginativas como los matemas de Jacques
Lacan, me viene a la mente la relectura de William Blake de la “escena
primaria” del Génesis, con su caos cosmogónico o tohu-va-bohu2.

Blake nos describe la misteriosa turbulencia en los cielos que expulsa


o segrega a un dios (Urizen). La caída es, por lo tanto, una enfermedad
divina, un desorden de los cielos, y no ocurre después de la Creación,
como en las interpretaciones cristianas del Libro del Génesis. En lugar de
ello, la Creación es en sí la catástrofe, a un mismo tiempo shock, escisión
y reificación de una mengua misteriosa. Caemos en la Creación, o más
bien en un mundo de parodia hecho a imagen de Urizen, su demiurgo-

2 (N. del T.) Transliteración de la expresión hebrea contenida en el Génesis 1:2 que
en español suele traducirse como “caos y confusión y oscuridad” y más literalmente
como “desordenada y vacía” y que define el estado de la Tierra antes de que Dios
dijera “Hágase la luz”.

260 Parte III. Representación y verdades


tirano, y confirmado por la imaginación cómplice de la raza humana;
una imaginación invadida por el terror3.
A veces Blake revela que su titanomaquia es una psicomaquia: las imagi-
naciones de un ser humano ideal que busca revertir una misteriosa pérdida.
Un personaje ancestral, que llama Albión, intenta recuperar un estado de
unidad y autointegración (sueña con poder regresar a él). Pero el sueño de
Albión no puede escapar fácilmente de la historia o de una imaginación
constreñida: por ello es fundamentalmente una pesadilla repetitiva que se
purga de supersticiones institucionalizadas o interiorizadas. Albión hace
el trabajo de duelo, tendríamos la tentación de decir hoy en día.
La imagen hiperbólica del trauma que encontramos en Blake se justifica
cuando recordamos la impresionabilidad y la vulnerabilidad del niño,
cualidades que constituyen, como Winnicott y otros han observado, una
parte del desarrollo necesaria e incluso creativa. A pesar del milagro de
la madurez, los adultos no superan esta fase de la infancia. Si la imagi-
nación infantil se proyecta en lo que parece ser un gigante, es decir, en
un humano adulto, y si tuviera la capacidad de articular sus temores y
fantasías más inmediatas y cotidianas, ¿no podríamos ver una especie de
versión simplificada infantil de los fantasmas de Blake? ¿Y no podrían las
ironías y las ambigüedades presentes en la visión madura del poeta o las
secuencias vacilantes, y muchas veces confusas, de encanto y desencanto
reflejar una ambivalencia o incluso un dualismo muy tempranos en el
desarrollo humano?
También nos preguntamos, como el gigante soñador de Blake (aunque
su cavilar se traduzca inmediatamente en imágenes que tienen vida pro-
pia), ¿qué ha pasado? ¿Dónde comenzaron los problemas? ¿Por qué mi

3 La visión análoga más cercana a la descripción de Blake del trauma aborigen puede
ser la teoría de Julia Kristeva sobre la abyección, aunque la misteriosa separación
primordial es, en Kristeva, de una naturaleza más maternal que paternal. El Urizen
de Blake realiza frente a la abyección mediante una fijación de límites de carácter
patológico, con una ordenación del mundo excluyente. Véase Kristeva (1989). El
vínculo más complejo de Lacan de lo “real” con la pérdida, el deseo y el instinto de
muerte puede cuando menos oponerse a la ecuación de Blake de Creación, pérdida
y pseudoorden.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 261


vida imaginada, mi fantasía, es oscura y terrorífica? ¿Por qué no puede ser
racional e imaginativa? Intentamos regresar al momento primigenio de
la creación que parece haber dado comienzo a la reacción en cadena fatal
y haber puesto grilletes al cuerpo y a la mente. Según Lacan, la cuestión
que motivó el análisis de Freud del Hombre-Lobo, y también del sueño
del padre sobre su hijo en llamas en La interpretación de los sueños (ca-
pítulo 7), fue: “¿cuál es el primer encuentro, lo real, que está detrás de la
fantasía (fantasme)?”4.

Ii

Si sustituimos la ‘fantasía’ por el ‘trauma’ o la ‘histeria’, Freud responde esa


pregunta en La etiología de la histeria (1896) al recurrir a la tesis de que “en el
fondo de cada uno de los casos de histeria hay uno o más sucesos de experien-
cia sexual precoz; sucesos que pertenecen a la más temprana infancia”. Pero
Freud decidió rápidamente que las escenas de seducción que le transmitían
sus pacientes eran fantasías y que esas fantasías requerían un tratamiento
médico. Se ha argumentado que éste fue un movimiento equivocado. En lugar
de reconocer la realidad social, en particular la de las mujeres, el “psicoanálisis

4 “[Freud] s’attache, et sur un mode presque angoissé, à s’interroger quelle est la ren-
contre première, le réel, que nous pouvons affirmer derrière le fantasme” ([Freud]
se empeña, casi con angustia, en preguntar cuál es el primer encuentro, el real, que
podemos afirmar que está tras el fantasma). El tratamiento que hace Lacan (1987:
61-72) de ese sueño se puede ver en su Tuché and Automaton. Allí reafirma la “rea-
lidad psíquica” del sueño del padre como un “homenaje a la realidad pérdida, que
solo se puede repetir indefinidamente en un despertar indefinido que nunca llega”
[“en un indéfiniment jamais atteint réveil”] y modifica con ello el pesimismo de
Freud sobre la posibilidad de encontrar cuál es el origen de los “procesos psíquicos”
de los sueños. “Rencontre première” es, muy a menudo en Lacan, una frase plena
de significación, que evoca el concepto de la escena primaria, pero que también
subsume el interés de Freud por la explicación causal, al descubrir el acontecimiento
primigenio que disparó la conciencia psíquica en cuestión (Lacan, 1964: 42-45)
“Fantasme” es también otra palabra cargada de significación, cercana a espectro o a
una idea obsesiva. Escribe Herman Rapaport (1994) “Según Lacan, la propia idea
de añadir o inventar una nueva escena originaria [que obsesiona al psicoanálisis]
es en sí un típico deseo imposible”. Mis comentarios se han visto estimulados y
ayudados por el ensayo Traumatic Awakening de Cathy Caruth (1996: 91-112).

262 Parte III. Representación y verdades


se convirtió en un estudio de la vicisitudes internas de la fantasía y el deseo,
disociadas de la realidad de la experiencia” (Herman, 1992: 4).
Lacan sugiere, sin embargo, que la pregunta acerca de lo real nunca
se debilitó en Freud. Más bien, lo que ocurrió es que se convirtió en una
búsqueda febril debido a un error teórico o científico en la identificación
de ese “primer encuentro”. Lo real no es lo real, en el sentido de una cosa
o causa específica, identificable: por más específica que sea, es también
una idea febril o un propio “despertar” al deseo. El encuentro con lo real
ocurre, tanto por el analista como por el analizado, en el interior de un
mundo de deseos de muerte, objetos perdidos e impulsos5. Podría descri-
birse, de hecho, como un “encuentro perdido” (lo troumatique6, como en
el juego de palabras de Lacan) o como un shock mediato, como la “silbante
confusión explosiva” del psicólogo William James7:

En lo real […] uno se ve engullido o perseguido por miradas y voces que


vienen de todo lugar. El alivio que a menudo se siente al despertar de un
sueño proviene de darse cuenta de que (a diferencia del psicótico) no se ha
caído después de todo en el caos de lo real. Vivir como parte de lo real es
vivir más allá de los límites de las leyes del significante que nos permiten
representarnos como si fuéramos una unidad (Ragland, 1993: 97).
La esfera simbólica de la significación (verbal) limita ese caos de la
misma manera que la Creación de Blake es un acto de compasión divina
que limita una pérdida sin fin: la caída en la desunión, la reducción —de
la jouissance8— y la autoafirmación reactiva.
Es difícil pensar que lo real (en el sentido lacaniano) sea algo consciente-
mente experimentado: su lugar de apercepción se encuentra en otro lugar,
en un lugar distinto de la conciencia, pero puede inferirse de ciertos efectos

5 La construcción neurológica de la realidad sensorial puede tomar parte también.


Véase Sacks (1985).
6 (N. del T.) En francés es una palabra inventada compuesta por el vocablo trou,

agujero, y el final de la palabra traumatique, traumático.


7 (N. del T.) Traduce la famosa sonora expresión en inglés de William James “blooming

buzzing confusion”.
8 (N. del T.) En francés en el original: goce.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 263


o síntomas, incluyendo un conjunto de imágenes repetitivas que cubre la
pérdida de objetos, sin hacerla desaparecer. Lo real siempre viene deformado,
nos dice Lacan9. Tiene la fuerza de una inversión o de una interrupción, de
una peripecia en la que se desplaza un significado por otro, o que deshace el
nudo entre significante y significado que determina la significación. Puede
ocasionar el desplazamiento de la propia mente, como el que provoca Juliana
en el poema de Marvell, The Mower’s Song (La canción de la podadora):
“For Juliana comes, and She / What I do to the Grass, does to my Thoughts
and Me”10. La cuestión de lo real, por lo tanto, no se puede responder en
términos de lo real, sólo en términos de un realissimum11 traumatizante,
para el cual el nombre más común es ‘el Otro’12.

9 “[I]l est nécessaire de fonder d’abord cette répétition dans la schize même qui se
produit dans le sujet à l’endroit de la rencontre. Cette schize constitue la dimension
caractéristique de la découverte et de l’expérience analytique, qui nous fait appréhen-
der le réel, dans son incidence dialectique, comme originellement malvenu”. “L’oeil
et le regard”, traducido como “La diferencia entre el ojo y la mirada”, en (Lacan,
1964: 75-85). Aunque quepa añadir parte de la polémica contemporánea sobre el
asunto, apenas necesito añadir que esta posición no niega, más de lo que lo hace
Freud, los hechos de la realidad social; comienza con el paciente o con la persona
que ya está mentalmente agitada, y esa situación individual compleja es de la que
debe ocuparse el psicoanálisis.
10 (N. del T.) “Y Juliana viene / Y lo que yo le hago a la hierba / Ella lo hace a mis

pensamientos y a mí”.
11 (N. del T.) En latín en el original. Aunque es adjetivo en la expresión de la que

procede, “ens realissimum”, cosa realísima (o hiperreal), se emplea también sustan-


tivado, como aquí.
12 Sin embargo, sobre este punto la teoría del trauma no parece tener una idea lo

suficientemente clara. Hay una otredad que conecta con el “discours de l’Autre”
(discurso del Otro), de Lacan, con el orden simbólico, y cuyo reconocimiento
puede mezclarse con “l’autre” (el otro), es decir, con la otredad de una persona o
de una cultura diferente. Pero la otredad asociada con la “experiencia” traumática
es algo más similar a un tremendum, y el camino desde ella al reconocimiento ético
o realista es la dificultad. Hegel intenta establecer ese camino en su sección de la
Fenomenología dedicada a la relación amo-sirviente; pero en Kierkegaard, y en los
pensadores religiosos que siguen el pensamiento de Rudolf Otto, en The Holy (Lo
santo), se destaca la suspensión o la negación mítica de lo ético. Lo Santo, en resu-
men, puede ser difícil de distinguir de lo No Santo, como en el caso de las Cruzadas,
y de aquello que afecta al trauma histórico de nuestra era, el Holocausto: el mal no
en nombre del mal, sino en nombre de un nacionalismo purificador.

264 Parte III. Representación y verdades


De hecho, ¿qué identidad le podemos otorgar a Juliana? Se evoca un
suceso cuyo significado cede frente a su singularidad repetida. Sea lo que
sea que hacemos, decimos o rogamos, se nos devuelve como el verso de
Marvell. Es imposible distinguir si su regreso rítmico está a favor de la
memoria o contra ella. Hay algo alojado muy profundamente en la psique
como imagen o palabra epifánica13. La percepción de que algo está “grabado
a fuego en el cerebro” se hace un punto de referencia inolvidable, aunque
no siempre se pueda recordar.
El conocimiento literario, sugiero, encuentra este ‘real’, lo identifica
y lo puede sacar a la superficie de nuevo, como en el poema de Marvell
con su exuberancia extrañamente formal, cómplice o autoburlona14. Sin
embargo, como en el mito de Orfeo, hay un límite para la recuperación
o un límite al esfuerzo de visualización. Cada vez que estamos tentados
de decir “veo” cuando se quiere decir “comprendo”, o no vemos o no
comprendemos.

III
Esto nos lleva a la teoría literaria, porque la disyunción entre experi-
mentar algo (fenomenológico o empírico) y comprenderlo (dar nombres
escrupulosamente, de manera que las palabras reemplacen a las cosas o a
sus imágenes) es lo que el lenguaje figurativo expresa y explora15. La cons-

13 Por ejemplo, Susan Sontag: “Nada de lo que he visto —en fotografías o en la vida
real— me afecto jamás de modo tan agudo, profundo, instantáneo. En efecto, me
parece posible dividir mi vida en dos partes, antes de ver esas fotografías (yo tenía
doce años) y después”. Se está refiriendo a las fotografías sobre el Holocausto (Sontag,
2005: 37). Sobre la palabra “cortar”, véase mi texto Words and Wounds (Hartman,
1981: 118-57).
14 Es interesante que Andrew Marvell, en The Picture of Little T.C. in a Prospect of

Flowers evoca, de manera apotropaica, el efecto aniquilador de la experiencia (sexual)


prematura.
15 Sobre la relación de la “tiranía de la vista” con el proceso simbólico, véase Geoffrey

H. Hartman, los capítulos Valéry (1954: 97-124) y Pure Representation (1954: 127-
55); también mi Retrospect 1971 (Hartman, 1971: xvii y ss.). Para un tratamiento
sistemático, que se concentra sobre la naturaleza visual del fantasma en su relación
con la figuración verbal, véanse los trabajos poslacanianos de Nicolas Abraham y

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 265


trucción literaria de la memoria no es obviamente una recuperación literal,
sino un enunciado de tipo diferente. Se refiere al momento negativo en
la experiencia, a aquello de la experiencia que no ha sido adecuadamente
experimentado o que no puede serlo. Ese momento se expresa ahora, o
se hace conocido, en su negatividad; la representación artística modifica
esa parte de nuestro deseo de conocimiento (epistemofilia) que se ve esti-
mulado por imágenes (escopofilia). La teoría del trauma arroja luz acerca
del lenguaje poético o figurativo, y tal vez acerca del proceso simbólico en
general, como algo más que una imagen mejorada o una repetición vicaria
de una (no) experiencia previa.
La perífrasis, por ejemplo, según se va desplazando hacia la adivinanza,
en un movimiento que es característico hasta cierto punto de toda figura
verbal, acaba indicando algo real cuya indeterminación crea una tensión
entre lo significado (la solución a la adivinanza) y el significante (la for-
ma del acertijo). Puesto que cualquier objeto se puede convertir en un
acertijo de esa manera (de lo cual la obra del poeta francés Francis Ponge
y los acertijos infantiles son un testimonio), esta tensión es constitutiva,
más que provisional, y abre un espacio de juego creativo: la posibilidad de
cantar “delante del objeto” (como dice el poeta Wallace Stevens)16.
La naturaleza de lo negativo que provoca el lenguaje simbólico y su
superabundancia de significantes no se puede determinar plenamente:
Lacan habla de un trou réel, de un agujero-realidad, y Proust se lamen-
taba de “la imperfección incurable en la esencia misma del presente”. En
contraste con lo anterior, la pretensión “indicadora” o “de hacer blanco
en la diana” del lenguaje, es decir, nuestro deseo de conseguir una imagen
perfecta a través del lenguaje, un fijador verbal exitoso de lo real e incluso
un vocativo resucitador y mágico, esta búsqueda órfica o comunicación-

Maria Torok. (1976; 1978). También Rapaport, (1994). Freud (1995r: 189 y ss.)
hizo también importantes comentarios sobre la escopofilia en Tres ensayos de teoría
sexual.
16 Sobre este espacio, y su importancia para la infancia temprana, véase Winnicott

(1995). Mientras que Lacan está siempre analizando cómo un objeto ausente puede
tener presencia (en función de su misma ausencia), Winnicott analiza la imaginación
madura como una capacidad de estar presente en la presencia del otro.

266 Parte III. Representación y verdades


compulsión (que consagra la voz a la luminosidad y la inmediatez de la
vista), se ve siempre defraudada, siempre revivida. El residuo de la noche
que deja esa esperanza nos conduce, durante el día, hacia las preguntas
literarias básicas que se derivan de la fuerte oblicuidad de las palabras:
“¿Por qué se necesita la interpretación?” o “¿Por qué hay textos?” o “¿Por
qué recurrir a la literatura, a las narraciones, y no simplemente a los acon-
tecimientos, a la historia?”
Además de lo anterior, surge una nueva consciencia en los estudios
literarios y en el campo de la salud pública que es simultáneamente ética y
clínica. Se escucha más, se oyen más palabras dentro de las propias palabras
y hay una mayor apertura al testimonio. (Aunque se sigue discutiendo cuál
debería ser la consideración de ese testimonio en las audiencias judiciales
formales, y en ese ámbito debería ser y es objeto de cuestionamiento y opo-
sición, no se descarta tan a menudo por su naturaleza personal, emocional
o sobredeterminada y polifónica. En situaciones no jurídicas, el diálogo del
psicoanálisis ha promovido ya un grado mayor de escucha solidaria, la cual
se ve ahora reforzada, aún si el problema de la causa “real” del trauma se
profundiza, sobre todo en el asunto de las memorias recobradas17). Como
en la literatura, encontramos una forma de recibir la historia, de escucharla,
de situarla dentro de una conversación interpretativa. El reduccionismo
médico o político se evita. Los expertos no tienen la última palabra. El
relato, nos dice Kathryn Hunter, “se le debe restituir al paciente”18.

17 La muy polémica cuestión de cuán creíbles puedan ser esas memorias arroja una
sombra sobre los estudios acerca del trauma, aun en esta etapa inicial. El ambivalente
giro de Freud, que pasa de diagnosticar el abuso infantil a diagnosticarlo como una
fantasía se ha reproducido de nuevo en nuestros días en la polémica acerca de las
memorias recuperadas. El abuso legal de aquellos casos que se aprovechan de nues-
tra mayor consciencia, que en el pasado se denunciaron de manera muy deficiente
ese tipo de violencia, perpetúa, en mi opinión, el abuso original. Es una violencia
cometida por el derecho que ignora, en vez de encarar, la capacidad de sugestión de
la mente humana y la dificultad de realizar una búsqueda de “lo real”, de la prueba
decisiva, sin aumentar el daño que padecen los individuos involucrados. Esperemos
que finalmente prevalezca una buena jurisprudencia en relación con este asunto.
Por el momento, es positivo recordar que, como indicaré luego con mayor detalle,
la imaginación es una facultad coercitiva y no simplemente persuasiva.
18 Véase Montgomery Hunter (1991) donde se realiza una notable descripción de lo

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 267


IV
Permítaseme centrarme, en consecuencia, en la audiencia y el arte, en una
audiencia que incluiría al artista como el receptor inicial. La historia pos-
traumática necesita con frecuencia una “suspensión del descreimiento”. La
frase es de Coleridge y su famoso poema Balada del viejo marinero (1798),
requieren precisamente esa clase de empatía. Aún si el poema está inducido
en parte por el opio o es, como lo expresa elegantemente Kenneth Burke,
una “redención de la droga”, sigue siendo una notable exteriorización de
un estado interno. La imaginación pretende tomar cuerpo; el cuerpo y
la atmósfera de los hechos. Intenta hacernos creer lo increíble: exige el
reconocimiento de lo que es real, no sólo imaginado. Los medios para
hacerlo incluyen los sentimientos somáticos. Se nos arrastra en una especie
de creencia mediante la recuperación de ciertas sensaciones viscerales:
extremos de calor, frío y sed, destellos de color, horror al vacío, pérdida
del habla. Tal vez la única forma de superar una mutilación traumática del
cuerpo y la mente sea volver a la mente a través del cuerpo. Recordemos
cómo se seca nuestra voz y a trompicones vuelve a encontrar su camino
hacia el exterior nuevamente19.
Toda escena poderosamente imaginada es, por naturaleza, coerci-
tiva y nos ata. Nos resistimos a creer en ello; nos sentimos obligados
a creer en ello; al menos, sentimos que nos habla a nosotros, a un
autoconocimiento que se escapa, sea profundo o básico. La Balada
del viejo marinero apunta hacia algo más real que la realidad en la que
moramos habitualmente y es eso lo que puede hacer que la percibamos
como una acusación. Coledrige construyó una frase memorable para

apropiado del ethos literario para la práctica clínica. Véase también Stanley A. Leavy
(1980), en especial el capítulo 3, en el que se discute la diferencia entre mantener
una “conversación” con un texto y hacerlo con una persona. Las memorias recupe-
radas que son falsas se implantan a menudo mediante la sugestión, mediante una
falsa conversación. Richard Weisberg (1992) pretende establecer las bases de una
“jurisprudencia [más] literaria”.
19 El ritmo, que se encarna en la métrica del verso, es como si fuera guiado por un

piloto automático, que garantiza que el poema continúe, aunque sin que el lector
sienta una voz en él. Esto último también se garantiza por las sensibles glosas escritas
en prosa que se añaden con posterioridad.

268 Parte III. Representación y verdades


una conciencia que se ha hecho opresiva y exaltada a un tiempo: “La
temida atalaya del yo absoluto del hombre”.
Este poema acusa o señala con desaliento al habla, o mejor, a la posi-
bilidad de la poesía como un discurso más absoluto, que podría animar,
mediar, forjar creencias, redimir. El discurso es extrañamente automático
aquí: el poema se escribe con un exagerado ritmo de balada, impulsivo
cuando se compara con el nuevo estilo de Wordsworth o con el propio
Helada a Medianoche de Coleridge. El yo meditativo, viva voce, es tam-
bién opacado por el hecho de que Coleridge no mira introspectivamente
al Marinero: se evita la psicología como la base de las motivaciones. No
logramos saber por qué le disparó al albatros; el poema sólo nos presenta
las consecuencias, las escenas de asombro y terror que llevan a la purga
del crimen a través de un proceso prolongado y precario de catarsis. La
misma ausencia de una psique que pueda intuirse o el propio hecho no
verbalizado, establece la posibilidad de que aquí no hay ningún motivo
basado en la subjetividad. Como máximo, el acto de aniquilación, como
el de los niños que matan a pedradas a un perro o cuelgan un gato, es pro-
vocativo por aquello que calla: nos desafía para que surja una conciencia
o un diseño moral.
Si lo anterior es cierto, de hecho la conducta del Marinero se basta
por sí misma para conducirle a la derrota. Mientras que el universo de
criaturas se abalanza ahora contra el asesino, lo convierte en su centro y
crea un yo a través de la acusación, ese mismo universo lo excomunica tan
radicalmente que su acto gratuito no le conduce hacia el ser, sino hacia
la nada, hacia un trou réel, hacia una soledad tan vasta que Dios mismo
parece estar ausente.
En ese mundo, la mediación a través del discurso se hace imposible.
Lo que Lacan llama el orden simbólico (como algo distinto de lo real
y del narcisista imaginario) se presenta sólo como un deseo imposible,
debido a la violación de aquel. El asesino no puede recurrir al rezo o la
bendición de la comunidad: las criaturas, los espíritus, los santos y otros
bienhechores no pueden hablar por él, guiarle o incluso ser el objeto de
interlocución. Por último, como cabe esperar, el discurso vuelve, pero
Coleridge nos deja claro que la narrativa del Marinero es compulsiva sin

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 269


dejar de ser convincente. Hay un contrapunto burlón entre el estilo arcai-
zante del poema, con su plétora de espíritus intermedios, de demonios, y
el aislamiento radical del Marinero en su entorno.
También está aislado dentro del mundo humano. El Marinero queda
fuera también del banquete matrimonial. El matrimonio tampoco lo
redime de su soledad. Su progreso espiritual se limita a descubrir un vín-
culo diciente, un tipo de discurso, llamémoslo poesía o rezo, que puede
aliviarle una soledad que no puede terminar. El trauma viene sugerido
por la ominosa repetición de imágenes de parálisis y aislamiento que
están presentes en el poema, aún antes del crimen. Lacan dice que una
repetición de este tipo se basa “en la propia escisión que se produce en el
sujeto en el momento del encuentro”.
La tarea del intérprete es siempre aclarar las relaciones entre la escisión o
ruptura (esquizo), el lugar del (primer) encuentro, la repetición y el sujeto.
En el poema de Coledrige, la esquizo se inscribe en la pausa hipnótica en la
que se despliega la historia y en el corte real de tiempo que se expresa por
los momentos súbitos de éxtasis y se confirma por una cesura principal: el
disparo contra el albatros, que divide el tiempo en un antes y un después.
Se puede pensar incluso que esa ruptura funda el “sinsentido” del poema,
su disociación con la referencialidad y lo fenomenológico. Esto debido
a que los fantásticos incidentes que nos presenta están investidos de una
fenomenología plena de significado por sí misma20. El poema es como si
fuera una fotografía que nos mira21.
20 La diferencia entre Wordsworth y Coleridge la deja clara la extraordinaria afirmación
de Alan Liu de que “el verdadero apocalipsis para Wordsworth es la referencia”. Lo
que se quiere implicar con ello es el trauma cotidiano, mediado por la “naturaleza”
o por lo que Wordsworth conceptualiza como tal. Liu identifica el aspecto trau-
mático con la historia como histoire événementielle (historia catastrófica o llena de
acontecimientos) y no como historia cotidiana, pero a pesar de esta ambigüedad
su posición es clara y valiosa: “El verdadero apocalipsis sucederá cuando la historia
cruce la línea de la naturaleza para pasar a ocupar el yo directamente, cuando el
sentido de la historia y la Imaginación se conviertan en uno solo y la naturaleza, la
figura mediadora, no exista más” (Liu, 1989: 42, 31). Sobre la fenomenología de
esta comprensión de la referencia, véase también Anselm Haverkamp (1993: 258-
79), quien indica la relación entre punctum y trauma.
21 Es claro que estamos de acuerdo con considerar la Balada del viejo marinero como

270 Parte III. Representación y verdades


Una de las razones por las cuales lo real no aparece directamente, o
por la cual no se expresa de una manera realista, es que el trauma puede
contener una ruptura del orden simbólico. Ese orden no se destruye por
el esquizo. Aquí, de hecho, se magnifica y se yergue amenazante y gran-
dioso contra el infractor. La fantasía ha surgido para reparar una ruptura.
No tanto una ruptura de lo simbólico, sino más bien una ruptura entre
lo simbólico y lo individual. (En Blake, sin embargo, la ruptura se sitúa
también en lo simbólico como tal). Coleridge sugiere la creación de un
nuevo yo, que se ha hecho parte de la comunidad, mucho más sabio en
su relación con los símbolos.
No hay final feliz, sin embargo. Reparar la ruptura entre el orden simbó-
lico y el orden individual parece ser una tarea sin fin. El impulso narrativo
que convierte al Marinero en su propio medio en momentos impredeci-
bles es tan disruptivo como el propio viaje; quedamos asombrados por
ello, atrapados por sus hilos como el invitado a la boda. Las repeticiones
también, aunque son catárquicas, sugieren un shock no resuelto. Son como
un tartamudeo rítmico o temporal que dejan al narrador en el purgatorio,
esperando el próximo asalto, el próximo suceso de hipersensibilidad. En
lo que se refiere a esas repeticiones, Yeats dice que un demonio personal
siempre nos devuelve al lugar del encuentro para ponerle fin a todo ello.

Desde hace una generación, la literatura se ha examinado, de modo creciente,


desde un ángulo político. Muchos de los miembros de la profesión están deses-
perados por redimir su droga, es decir, por hacer el objeto de estudio literario
más transitivo, más conectado con lo que ocurre en un mundo vigorosamente
político. Los estudios sobre trauma proveen una transición más natural a un
mundo “real” que a menudo se separa falsamente del de la universidad, como
si uno de ellos fuera activista y comprometido y el otro absorto en sí mismo y
alejado de las cosas. Hay una apertura que lleva los estudios sobre el trauma a

un poema narrativo, aunque no podamos aprehender lo real detrás de la fantasía. Se


podría decir también que la referencia poética se aproxima al tema desde un punto
de vista que se esfuma, un de te fabula narratur (véase Lacan, 1964: 112-126).

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 271


los problemas públicos, particularmente en cuestiones de salud mental. Esa
apertura tiene implicaciones religiosas, culturales y éticas22.
El resultado no es exactamente una crítica moral, porque esta perspec-
tiva novedosa no pretende realizar un juicio o evaluación definitivos del
trabajo individual. El cambio opera en el nivel de la teoría y de la exégesis
al servicio de las reflexiones sobre el actuar humano. Su énfasis en develar
un conocimiento inconsciente o no conocido —lo cual es, si se quiere,
una forma potencialmente literaria de conocimiento— combina la pene-
tración con la ceguera, el juego con la seriedad (o un manejo adulto de los
objetos transicionales23) y vincula la inspiración al sonido tanto como al
sentido. El énfasis se coloca en el uso imaginativo del lenguaje y no tanto
en la transparencia ideal de significado. Lo real, sea de origen histórico o
empírico, no puede conocerse porque se presenta siempre a sí mismo en
las resonancias o “campo” de lo traumático24.
Consideremos el largometraje de John Avnet, La Guerra, cuyo personaje
principal es un veterano del Vietnam que sufre de estrés postraumático.

22 En lo que se refiere a las consecuencias religiosas en concreto, el genio psicoanalítico


de Lacan es absorber una línea de especulaciones paramísticas sobre la muerte y
(la ausencia del) yo, que conduce “del trabajo de lo negativo” de Hegel —retoma-
do decididamente en el pensamiento francés por Kojeve— a la famosa carta de
Mallarmé a Henri Cazalis (abril de 1996), pasando por el esfuerzo de toda una
vida de Maurice Blanchot por vincular la literatura y la relación no dialéctica con
la muerte, una relación “que no es de posibilidad, que no conduce al dominio, ni
a la comprensión, ni al trabajo del tiempo, sino que expone [el individuo] a una
inversión radical” (Blanchot, 1992: 230). Hay un parecido sorprendente entre la
descripción de Coleridge del viejo marinero y de Thomas El Oscuro, en la novela de
ese título, de Blanchot (1982: 29): “Él estaba realmente muerto y al mismo tiempo
fuera de la realidad de la muerte. Estaba en la misma muerte, privado de la muerte,
hombre espantosamente aniquilado, detenido en la nada por su propia imagen, por
aquel Tomás que corría ante él, portador de antorchas apagadas”.
23 Me refiero a la bien conocida teoría de los objetos y fenómenos transicionales de

Donald W. Winnicott que aparece en Realidad y juego (1995).


24 Dori Laub y Nanette Auerhahn (1994: 69-95), en un ensayo exploratorio en el que

se sugiere que el “propio psicoanálisis, razonablemente, es más una teoría acerca del
conocimiento que una terapia”, crean una tipología de las formas de conocimiento
traumático.

272 Parte III. Representación y verdades


Después de haber abandonado a su familia porque no podía encontrar o
mantener un trabajo, y luego de haber pasado algún tiempo en un hospital
mental, vuelve a casa una vez más, con la determinación de apoyar a su
familia como padre y proveedor de recursos. La película lo muestra en un
encuentro que lo confronta con el trauma original de haber dejado morir
a su compañero de armas en el campo de batalla, aunque después de un
intento heroico de rescate. Esta vez el encuentro tiene lugar en las minas.
Allí tiene éxito en salvar a su socio al sacarlo de debajo de una roca que
se ha desprendido, pero el protagonista queda herido de muerte por un
segundo derrumbamiento. En la escena final, inmediatamente después de
la muerte del veterano, su hijo vive una experiencia similar a la del padre,
una iniciación equivalente a la guerra y al autosacrificio.
Este breve resumen hace el diseño de la narración más obvio de lo que
es en la realidad. Sin embargo, en algún momento debe surgir la pregunta
de qué tipo de conciencia promueve el arte. ¿Cómo debemos entender las
repeticiones que he descrito? ¿Intensifican lo expresado y son incrementales
o, por el contrario, pretenden calmar al espectador, de la misma manera
que lo hace un ritmo musical, y así evitar la re-traumatización, es decir, la
transmisión del trauma por parte del autor al espectador?
La película sugiere, con su trama dual, que el trauma es parte inevitable
de la vida, de madurar. Pero es cuidadosa al hacer converger los sucesos
traumáticos en un entorno local ( Juliette, una zona agrícola paupérrima de
Mississippi, en 1970), de manera que podamos considerar que la película
es realista y no alegórica. Refuerza el conocimiento por medios simbólicos,
pero su realismo y su patrón simbólico se mantienen en una tensión que
no se sitúa completamente del lado del descubrimiento.
Hay un dicho bien conocido: el arte es arte cuando lo esconde. Los
críticos, como es obvio, en su papel de lectores oficiales, descubren el arte
una vez más, pero si se hace con el propósito de revelar, o de una manera
puramente desmistificadora, acabamos siendo demasiado conscientes del
diseño, de la trama, y el balance entre saber y no saber, necesario para el
desarrollo psíquico, se altera. Hoy, además, conceptos tan fuertes como
el de providencia o destino han perdido su potencial artístico, y también
su potencial oculto, y dejan paso a ideas más seculares acerca del estrés

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 273


traumático y la repetición-compulsión. No obstante, estos conceptos
son igualmente bastante enigmáticos, así que lo intuitivo, y en concreto
la conciencia del espectador-observador, puede todavía sentir cuáles son
sus límites. El film de Avnet sugiere que maduramos, como los niños que
nos muestra el film, mediante una participación mística o casi fisiológica
en la experiencia paterna.
La formulación que favorezco es que en todos los niveles —actores,
los personajes, autor, audiencia— la acción es ‘demoniaca’ en el sentido
de Yeats (véase supra), en lugar de ‘consciente’ o ‘inconsciente’. Incluso
dentro del detalle local que sirve para caracterizar el pueblo de Juliette
(un área no ‘reconocida administrativamente’), encontramos hechos
ligados al lugar, como la casa de juegos en el árbol y la torre de agua
(imágenes inversas la una de la otra), o la tormenta y la piscina (tam-
bién imágenes inversas) que acercan a cada uno de los dos personajes
principales, padre e hijo, hacia el encuentro final. Los conocimientos
artístico y traumático conspiran para producir su propio modo de
reconocimiento.

VI

El lector puede haber sentido mi giro literario, a medida que la pregunta


acerca de cómo es posible el conocimiento de experiencias extremas pasa
de las perplejidades epistemológicas a los registros subconscientes in-
volucrados en la narración, los actos de habla y los procesos simbólicos.
Este cambio no deja lo cognitivo atrás, sino que establece una relación
diferente con lo cognitivo. Lleva a un reconocimiento no sentimental
de la condición humana, y a una visión del arte como testimonio y
representación simultáneamente. La fuerza de ese reconocimiento
modera nuestra tendencia a encontrar una explicación última para
el trauma, es decir, a “ver a través de él” y a buscar su base biológica
o metapsicológica. De hecho, esta tentación de explicar, incluso de
desmistificar, cuando se vuelve una ‘fiebre’ puede ser en sí misma un
efecto de la disociación traumática, un esfuerzo compulsivo, diferido,
para dominar la escisión entre experiencia y conocimiento mediante la

274 Parte III. Representación y verdades


afirmación en teoría de la convergencia de una causa fenomenológica
(visible) y un trauma (invisible, o que, ‘atraviesa’ los ojos) 25.
El reto es cómo reconocer la cara apasionada, sufriente y afectiva de la
naturaleza humana sin que esto se convierta en sobreidentificación. Con
demasiado frecuencia, el trabajo académico se defiende contra la emo-
ción misma que intenta analizar al buscar un reconocimiento definitivo
del mismo en términos de trauma de la infancia o “primer encuentro”,
incluso cuando ese ‘encuentro’ está ‘perdido’, en el sentido de que ha sido
desplazado de la memoria y se convierte, por lo tanto, en el objeto de una
reconstrucción imaginaria26.
Esto no niega la historia de lo individual o la necesidad de interven-
ción social. De hecho, la frase “lo real (histórico) es racional” de Hegel
parece ahora una racionalización de “lo real es lo traumático”27. El as-
pecto radical del estudio del trauma se sitúa en un primer plano menos
por hacer énfasis en los actos de violencia, como la guerra y el genocidio,
y más por el hecho de que llama la atención sobre la violencia ‘familiar’,
como la violación y el abuso de mujeres y niños. Sobre todo, no descuida
la naturaleza explosiva de la emoción y el maltrato cotidiano. Porque es
claro que también los accidentes, es decir, los sucesos diarios aparente-
mente simples, revelan una atmósfera de trauma o son arrastrados a ella.
Dudo que la ficción moderna fuera posible sin este ‘asalto’ de las cosas
ordinarias, ya sea la extraña mirada de los retratos de los ancestros en las
historias góticas o los encuentros herméticos de La muerte en Venecia de

25 Valéry, al desarrollar su propia filosofía del simbolismo, se burla de la tentación


mecánica, casi científica, de la referenciación cognitiva al formular una pregunta
de examen: “Qué se debe pensar de esta costumbre: Pincharle los ojos con agujas
a un pájaro para que cante mejor. Explique y desarrolle. (3 páginas)”.
26 El esfuerzo por ser ‘histórico’ es, en este contexto, a menudo una forma de insistir

en la condición no accidental de ese encuentro, procedente de una valoración de la


coincidencia o la coyuntura (ella misma supersticiosa a veces).
27 La Fenomenología de la mente, aunque respeta la historia como un proceso dialéctico

y concreto, sigue aún así moviéndose hacia un Estado final totalitario en el cual la
historia está tan profundamente interiorizada que se olvida. Básicamente, la expe-
riencia de la historia no se convierte en parte de un nosotros, sino en una materia
en la cual participamos.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 275


Thomas Mann; la enloquecedora composición de La subasta del lote 49
de Thomas Pynchon, la desintegración o la rebelión de las percepciones
de los sentidos en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria
Rilke, o los accidentes inocentes pero reveladores (para el detective) en la
novela de misterio o en cualquier pieza ‘realista’ de ficción28.
En la literatura, el shock y la ensoñación se entremezclan. Donde hay un
sueño hay (hubo) trauma. La observación de Winnicott de que la “madre
es siempre «traumática»” es fundamental aquí: lo que quiere decir es que
dentro del marco de confianza elemental del niño o de la idealización de
una presencia que nos cuida, hay infinitas posibilidades de sufrir daño,
y que cuanto mayor sea la idealización, mayor será la vulnerabilidad29.
Puesto que estar integrado (en el sentido psicoanalítico) sigue siendo un
tipo de idealización, la no integración nos puede defender totalmente
contra este daño cotidiano, que puede remontarse muy lejos, tan lejos
como la niñez.
También Lacan destaca una racha desafortunada que no se puede preve-
nir totalmente y caracteriza este trauma accidental como un malencontre.
Nunca parecemos estar preparados para lo que nos acontece; golpea al
niño en el adulto de manera prematura, inoportuna. La vida parece ser
siempre un problema de ponernos al día con la vida o con la muerte (a
través del duelo), muchas veces inconscientemente. Algo en el presente

28 Catherine Belsey argumenta que la historias de detectives del tipo Sherlock Holmes
pretenden “develar la magia y el misterio, hacer todo explícito, explicable, sujeto al
análisis científico” aunque puede quedar una cualidad “oscura y mágica” cuando se
trata de las mujeres. Mi argumento es que este proyecto de la Ilustración no tiene
éxito y que, por el contrario, a menudo incrementa nuestro sentido de la magia y
lo ominoso de la vida. Véase C. Belsey (1980: 111 y ss.) y G. H. Hartman. (1975:
203-22). Y ello porque el personaje literario es a menudo una tolle, lege que cautiva
tan efectivamente como una flecha de Cupido: un poema, parte de un poema o
incluso un fragmento queda investido con un aura y se convierte en una predicción
desconcertante de otro mundo.
29 Véase, por ejemplo, Winnicott, Shepherd & Davis (1989: 146-48). La medida de

nuestra madurez es, por lo tanto, la tolerancia frente a la ambivalencia y el encontrar


(más creativamente) nuevos objetos o fenómenos transicionales en la esfera de la
cultura, que es el ‘espacio’ para esos objetos.

276 Parte III. Representación y verdades


puede parecer, por lo tanto, (o reconstituir) algo olvidado, como si fueran
canales a lo largo de los cuales la memoria puede regresar como una co-
rriente que esconde su fuente. Aquí es donde las sensaciones aterradoras
de repetición o correspondencia se dejan sentir30.
De lo que he dicho, se puede extraer una lección que nos pone sobre
aviso acerca de la relación del trauma con el conocimiento soñado o re-
cuperado. Existe en nuestros días la tentación de politizar el hecho del
trauma y ampliar, incluso universalizar, la perspectiva de la condición de
víctima. Pero cualquier ecuación de biografía y trauma se debe formular
con cuidado: la vida humana es en sí misma una adaptación sin fin a lo
‘traumático’, como lo describe Winnicott, condición que permanece desde
el nacimiento hasta la muerte31.
30 El soneto de Baudelaire Correspondances, en deuda con el misticismo del teólogo sueco
Emmanuel Swedenburg, es uno de los textos seminales del movimiento simbolista
y se cita a menudo en este contexto. El ensayo de Walter Benjamin sobre Proust
(Zum Bilde Prousts) hace que la palabra alemana ähnlich (resemblanza) se parezca a
la palabra ahnen (presagiar), una palabra cercana al alemán para ancestros. El ensayo
de Benjamin y su relevancia para la teoría literaria se discuten con gran erudición
profesional en el capítulo 1 de J. H. Miller (1982).
31 Aquí debo añadir un breve excurso. Que el trauma tiene su causa en un elemento

del mundo real no debería negarse incluso cuando no podamos probar que tuviera
originalmente (como ‘primer’ encuentro) un efecto en la psique similar al de una
embolia en el cerebro humano. Sin embargo, ese elemento que le da origen no es ne-
cesariamente un acto perverso o violento, porque incluso en un trauma tan ‘positivo’
como enamorarse existe una cesura: una percepción intensa de lo real, por un lado, y
una devaluación o desvanecimiento de cualquier otra cosa, por otro: “I wonder by my
troth, what thou, and I / Did, till we lov’d?” (Me pregunto sorprendido, todo el tiempo,
¿qué hacíamos, / tú y yo, antes de que nos amáramos?), que es el buenos días que da
John Donne al nuevo mundo de los amantes, a sus ‘almas despiertas’. La situación se
hace todavía más compleja en la medida en que el deseo por lo real, por un contacto
con ello (“were we not wean’d till then?”; “¿acaso éramos algo hasta ese momento”),
contribuye de hecho a encuentros cercanos de tipo traumático. Tentamos al destino.
Lo que queda suficientemente claro es que el ideal de la integración psíquica, como
en la psicología del yo (la bête noire de Lacan) tendrá que modificarse. No podemos
‘dominar’ el trauma: yace fuera o paralelo al yo ‘integrado’. Cualquier accidente (cual-
quier suceso fortuito y no únicamente el daño físico grave) se puede agrandar hasta
convertirse en una fatalidad psíquica mediante la “acción diferida”: pensemos en los
incidentes casuales, pasados por alto, que caracterizan las historias de Gabriel García
Márquez, y que acaban constituyendo, sin embargo, incidentes fatales.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 277


VII

¿Cuál es la relevancia de la teoría del trauma para la interpretación de textos


o la crítica práctica? Al menos, esto es lo que sí sé: en literatura, como en
la vida, el suceso más simple puede resonar misteriosamente, tender hacia
lo simbólico y estar investido de un aura. En este sentido, lo simbólico
no es una negación de lo literal o lo referencial, sino su intensificación
extraordinaria. La razón de esta convertibilidad de lo literal y lo simbólico
es lo ‘traumático’ ya mencionado, que constantemente rompe en pedazos
la confianza elemental y que, aún así, de un modo simbólico, recoge siem-
pre los pedazos32. Es más, la teoría contribuye muy específicamente a un
análisis del tiempo humano, al aclarar su estructura repetitiva como un
modo de narración negativa que se alterna con momentos emocionalmente
cargados, como los “puntos del tiempo” de Wordsworth. Pueden volver
como memorias repentinas (flashbacks), pero son también, al menos en
la descripción de Wordsworth (y más tarde en la de Proust), haces de luz
revitalizadores que provienen de un periodo de mayor intensidad, que
parecían haberse perdido.
En resumen, conseguimos una perspectiva más clara de la relación de la
literatura con el funcionamiento de la mente en varias áreas fundamenta-
les, incluyendo la referencia, la subjetividad y la narración. Hubiera dicho
“funcionamiento alterado de la mente”, pero habría dado pie a confusiones.
Porque la alteración en cuestión no es un alejamiento desafortunado de la
32 Lo simbólico, en Lacan, no es una cura para lo real sino que es en sí una especie
de trauma, debido a que la transición necesaria que experimenta el niño desde el
punto de vista del desarrollo de la fase en que domina el imaginario (esencialmente
narcisista, en una relación entre dos cuerpos, dirigida a la crianza del niño) a la fase
de tres cuerpos de lo simbólico (correlativa con la llegada del complejo de Edipo)
es siempre traumatizante. El orden simbólico se debe curar a sí mismo y lo hace
mediante la pérdida de lo real o la aceptación de lo real como algo perdido. Sin
embargo, Winnicott tiene una visión mucho más simple de la relación entre lo
traumático y lo simbólico. Si la diada madre-hijo, como él la concibe, desarrolla
objetos transicionales que sean “un símbolo de la unión del bebé y la madre (o parte
de esta) —es decir, si los objetos se sitúan en un punto del tiempo mental y del
espacio en el que la separación o la contigüidad reemplazan a la unión o la conti-
nuidad—, entonces el trauma ocurre cuando esa creación de símbolos se desactiva”
(Winnicott. 1995: 129-139).

278 Parte III. Representación y verdades


normalidad, aunque puede que involucre angustia y un grito de ayuda. Es,
más bien, una duda muy humana, aunque compulsiva, un cuestionamiento
obstinado que no puede ser reducido o transformado metodológicamente
en una estructura afirmativa del tipo del cogito cartesiano. En lugar de ello,
ese pensamiento estimulado por un idealismo residual se ve obligado a
tratar, una vez y otra, cuestiones sobre la realidad, la integridad corporal
y la identidad. Es una duda (a veces un éxtasis incubado) que incide en la
referencia (¿es esto real o al menos un signo de lo real?), en la subjetividad
(diciendo ‘yo’ y la posibilidad de que sea eso lo que se quiere decir) y en la
memoria o la narración (teniendo control de la ‘trama’ de la propia vida en
lugar de ser parte de otra narrativa desconocida, pero fatal)33.
He mencionado estos elementos porque tienen un papel específico en
el estudio de la literatura de ficción. ¿Qué realidad-referencia tienen los
poemas o novelas? ¿Quién es el ‘yo’ que nos cuenta la historia o reivindica
un privilegio como autor? y ¿por qué deberíamos creer en ese relato o
forma de narrar tan fantástico, en un método que, incluso cuando respeta
los criterios del realismo, está caracterizado por las coincidencias y una
estructura fantástica “justo bajo la superficie”, que es precisamente lo que
nos atrae?
No es que la teoría del trauma, al menos cuando funciona en la órbita de
los estudios literarios, tenga respuestas definitivas. En lugar de buscar un
conocimiento prematuro, permanece más tiempo en lo negativo y permite
irregularidades del lenguaje y respeta la cualidad del tiempo que asociamos
con la literatura. El cuestionamiento de la referencia o, de manera más posi-
tiva, nuestra capacidad para constituir una referencialidad de tipo literario
(con una dimensión simbólica o polisémica) indica la cercanía del sueño o
del trauma. La narratividad negativa define una estructura temporal que
tiende a colapsar, a causar implosión en un núcleo traumático saturado, de

33 Sacks (1985: 43) menciona el On Certainty de Wittgenstein, y subraya que se podría


haber titulado On Doubt, al estar marcado por la duda en el mismo grado que por
la afirmación: “[Wittgenstein] especula si podía haber situaciones o condiciones
que expulsen la certidumbre del cuerpo, que nos den razones para dudar de nuestro
propio cuerpo, tal vez incluso que hagan que todo nuestro cuerpo se pierda en la
duda absoluta”.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 279


manera que la fábula se reduce a una repetición-compulsión que no ocurre
verdaderamente ‘en sincronía’34 y en la que la subordinación del sujeto
evoca lo que Lacan define como la “evanescencia” del Yo ante el Otro,
en los casos en que no se explica exclusivamente en términos políticos o
eróticos. Esta evanescencia indica siempre una interferencia, en contraste
con el orden simbólico35.

VIII

En un área fundamental, los beneficios para la teoría literaria son ya bastante


importantes. Se ha demostrado cómo el prejuicio epistemológico —que
no sólo favorece una visión progresiva del conocimiento y de los efectos
del conocimiento, sino que ve la compleja estructura de nuestro ‘llegar a
conocer’ principalmente como la separación clara de la subjetividad— ha
distorsionado la relación entre texto y lector. Por lo general, contemplamos
la interpretación literaria como un proceso binario, que tiene lugar entre
textos similares a objetos y lectores similares a sujetos. Intentamos llamar
a este proceso diálogo, o pretendemos, usando una prosopopeya conven-
cional, que el ‘texto’ nos habla. Pero la metáfora inspiradora de todo ello es

34 Es interesante que en la teoría neoclásica no se permitiera la representación en un


escenario de lo que Aristóteles llamó la escena del pathos (una escena potencialmente
traumática que muestra un sufrimiento extremo). Sólo podía presentarse mediante
la narración (como en los famosos récits de la tragedia raciniana). Aún más, un tipo
importante de crítica psicoanalítica literaria consiste en el descubrimiento y la sus-
tantivación del fantasma de la niñez, que puede tener tanto un elemento filogénetico
como ontogenético. Tal vez un efecto no querido de este tipo de análisis es que
sugiere la relativa inautenticidad o la transformación en tópico de la muy limitada
autonomía del desarrollo psíquico del individuo. El ejemplo más temprano, hoy
clásico, es la obra de Marie Bonaparte L’identification d’une fille à sa mère morte, en
la cual aparece un cisne producto de las alucinaciones; la idea intuitiva se desarrolla
a gran escala en lo literario por Charles Mauron en Des métaphores obsédantes au
mythe personnel (1963).
35 “La distancia entre el yo y el otro siempre sufre alteraciones o está siendo alterada

[…] siempre hay alguna dificultad para autopresentarse en nosotros […] y, por lo
tanto, estamos obligados a volver una y otra vez a alguna forma de «representación»”
(Hartman, 1975: 74).

280 Parte III. Representación y verdades


demasiado obvia. Deja ver con claridad el hecho de que aunque sentimos
que los libros están vivos, no podemos encontrar un buen modelo, una
buena forma de reflejarlo. Cuanto más intentamos animar los libros, más
nos revelan su parecido con los muertos, que se dirigen a nosotros mediante
epitafios o a los que hablamos en nuestra mente o nuestros sueños. Cada
vez que leemos nos ponemos en peligro de caminar entre los muertos, cuyo
regreso puede ser tan mórbido como reconfortante. En cualquier caso, es
siempre el lector quien está vivo y el libro el que está muerto y debe ser
traído nuevamente a la vida por el lector. Sin embargo, la exégesis vigorosa
del lector no permanece en el nivel conversacional, sino que se convierte
en un texto que se debe revivir en un momento posterior. La conversación
exegética es incapaz de mantenerse como tradición oral. Encuentra un
modo de transmisión diferente, literario.

Los pensadores ambiciosos, naturalmente, no sólo quieren que su trabajo


permanezca vivo, sino que desean supervisar el significado futuro de sus
enseñanzas. Esta es la razón más obvia de la devaluación que hacia Platón
del medio escrito, que le quita autoridad al autor y lo coloca en manos des-
conocidas; en el mejor de los casos, en manos de una tradición o escuela par-
ticular. En el peor, naturalmente, en manos del Estado: es lo que Nietzsche
creía que estaba ocurriendo y peleó tan vigorosamente como pudo contra
ello. La crítica de Nietzsche a la universidad y a su pretensión de libertad
académica describe una perversión del oído a través del sistema de clases
magistrales: “Una sola boca que habla y muchísimos oídos, con un número
menor de manos que escriben: tal es el aparato académico exterior, tal es
la máquina de la cultura universitaria puesta en funcionamiento”. Detrás
de esta máquina, a una “distancia cuidadosa y calculada” se sitúa el Estado:
Derrida señala que esta imagen de una máquina estatal educativa “que te
dicta la cosa misma que pasa a través de tu oído y recorre toda tu cordón
umbilical hasta llegar a tu estenografía” tiende a fusionar lo umbilical con
lo auditivo. Ominosamente, es “un cordón umbilical […][el que] crea ese
frío monstruo que es el padre muerto o el Estado” (Derrida, 1988)36.
36 El extracto de Nietzsche (2000: 150) que reproduzco procede de sus escritos sobre
educación en su Nachlass, cuya traducción en español se titula Sobre el porvenir de
nuestras escuelas.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 281


Apoyándose en Nietzsche y Derrida, pero también en las ideas acuñadas
por escritores tan diferentes como Bataille, Bourdieu, Lacan y Levinas, la
nueva teoría ética intenta romper con la tiranía reproductiva del sistema
educativo, con su creación de un pseudooído que impulsa la mera ilusión de
la democracia y la objetividad37. Reconoce el problema de la transferencia
hacia los libros, hacia la escritura como institución, la vitalidad didáctica
de la relación pedagógica y del conocimiento transmitido oralmente. Los
textos no son simplemente los objetos de un proceso cognitivo, sino que su
‘momento’ incluye tanto el acto de enseñar como las enseñanzas38. Enseñar
se comprende aquí en el sentido amplio de una actividad performativa,
una interpretación que desea cambiar a la persona y, por consiguiente,
quiere cambiar un mundo. El lector, de manera similar, no es simplemente
un sujeto que lee, sino un profesor o un estudiante, o tal vez tenga un
poco de ambos. Si superponemos la relación interactiva entre profesor y
estudiante sobre la del lector y el texto, los estudios literarios dejan a un
lado entonces parte de su fascinación con las teorías cognitivas o cons-
tativas, y la lectura se restaura como algo ético (o metaepistemológico).
Ético, porque las lecturas de los textos tienen un destinatario y no sólo
formalmente (a través de una designación explícita o implícita, o de una
37 Fred Botting (1993: 206) en Experiencing the Impossible (La experiencia de lo im-
posible) evoca la importancia de la heterología de Bataille y cita la obra de Denis
Hollier, Against Architecture: “Tal vez nunca haya habido ninguna otra teoría que
no sea una teoría del otro, como nos ha sugerido Jacques Derrida, puesto que toda
teoría se despliega en las fronteras pioneras de la asimilación e interviene en puntos
en los cuales la homogeneidad percibe que se ve amenazada”. Botting sugiere que a
través de Bataille y Derrida, la teoría se convierte en el enemigo permanente de sí
misma, en un “factor en el proceso de agitación […] en el estallido de la narrativa
pedagógica que popularizó e institucionalizó los escritos franceses en Gran Bretaña
mediante un hilo aparentemente unificado que conectaba el estructuralismo, el
psicoanálisis, el marxismo y el posestructuralismo”. Sobre el aspecto negativo de
la pedagogía literaria, véanse también los trabajos de Guillory (1993) y Appiah,
(1992: 55).
38 Véase Susan Handelman (1994: 356-71). La autora contrapone astutamente Levinas

a De Man, y presenta a este último como un villano epistemológico, pero ignora


el interés de De Man por el conocimiento “ciego”, su crítica a la arrogancia de la
intuición y su lucha por describir la aporía de lo performativo y lo constativo. Véase
la crítica de Barbara Johnson (1987: 42-46) a la impersonalidad que muestra De
Man en Deconstruction, Feminism, and Pedagogy.

282 Parte III. Representación y verdades


analogía entre literatura y correspondencia), sino que es el otro como un
ser vulnerable, receptivo e incluso impredecible. A través de la crítica que
“lee en la herida” y no la niega (la frase wundgelesenes de Paul Celan), el
texto original, en sí vulnerable, se dirige a nosotros, se revela en sí mismo
como un participante de la vida colectiva, o como “vida en la muerte”,
como un signo de lo que es tradición o intertextualidad39.

IX

Tengo algunas dudas acerca de este renacer de la noción de paidea, que


incluye hoy la experiencia de las mujeres y que con frecuencia gira en torno
a ellas. No obstante, esa noción nos invita a repensar nuestra relación con
la literatura sin dejarla atrás en el fervor de nuestro compromiso con la
justicia social. Una reserva que tengo es que lo se llama ético puede ser
finalmente, una vez más, una intensidad evangélica desplazada. El aspecto
relativo al “memento trauma” no está muy lejos de un “memento mori”. ¿Es
esta concepción de la crítica como testigo secundario un fenómeno religio-
so, a pesar de ser uno que ha renunciado a la pretensión de totalidad de la
religión? ¿Busca una hermenéutica del ser moderno, fragmentado? Susan
Handelman escribe explícitamente que la “hermenéutica y la homilética
no pueden separase y […] se juntan bajo la categoría de lo pedagógico”
(Handelman, 1994: 364)40.

39 El texto es vulnerable debido a su propia historicidad y no sólo porque sea el pro-


ducto de una persona mortal. Véase Thomas Greene (1986). Para una reconcepción
de la historia literaria que está cercana al espíritu de este párrafo, véase Sanford
Budick (1994: 749-77), quien restringe esta comprensión a una clase de tradición,
la de Occidente, y en concreto a su fundación real mediante los translatio studii
romanos o virgilianos. Su marco mental dado a las rupturas, sin embargo, conecta
la “vida en la muerte” de las palabras reinscritas (es decir, la intertextualidad) con
la experiencia de la muerte en la vida, de la “pérdida irrecuperable” que es carac-
terística de la historia literaria, como un registro o una recuperación de una vida
pasada, como algo potencial más que plenamente realizable. “La representación de
esta experiencia implica la pretensión de que una pérdida irrecuperable dentro del
pensamiento es una condición de una clase de experiencia de la historia literaria (y
una clase de tradición)” (1994: 767).
40 Mi análisis no resuelve, naturalmente, la cuestión del metalenguaje (o de un lenguaje

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 283


Por consiguiente, queda pendiente una pregunta acerca de cómo esta
perspectiva ética se puede diferenciar de la enseñanza proselitista: del
fuerte personalismo que ha invadido el salón de clases y la profesión como
conjunto y que, como en la política, tiene éxito no por el recurso a pruebas
constantes e innegables o a la conversación humana, sino por el escándalo,
la publicidad o la fuerza enorme que tiene lo teatral en una “sociedad del
espectáculo”. Obviamente, no quiero decir que Cathy Caruth, Susan Han-
delman, Barbara Johnson, Jill Robbings, Avital Ronell o Cynthia Chase, o
en la generación previa, Shoshanna Felman, Jacqueline Rose o Julia Kristeva,
hayan tomado ese camino. De hecho, son ejemplares al no haber establecido
otro ideal del “conocimiento experto”, o una inversión feminista burlona
de ese modo jerárquico y complaciente de enseñanza. Pero sería necesario
expresar claramente cómo su “recuperación del Momento Pedagógico”
puede evitar la politización o el culto al personalismo.
Se da un paso adelante cuando recordamos que, hasta ahora, los dis-
cursos explorados por esta reintroducción del momento pedagógico son
el psicoanálisis y el midrash41, y también la crítica literaria. El feminismo
aparece en la escena como una crítica tanto del psicoanálisis como del
discurso literario que evidencia la distorsión de género. Exterioriza en el
analista, el crítico y el artista la distorsión de las cuestiones de género. Nos
enfrentamos a asuntos potencialmente traumáticos que inciden en la iden-
tidad sexual y la tiranía de las construcciones intelectuales psicosociales 42.

de descripción separado del objeto del lenguaje) en la crítica literaria. Mientras que
la situación en los estudios literarios no es la misma que en la medicina, resulta muy
sugerente leer el capítulo de Montgomery Hunter (1991: 123-47) titulado Narrative
Incommensurability.
41 (N. del T.) El midrash es una técnica exegética de interpretación rabínica que busca

la comprensión de la Torá o Revelación.


42 Véase, por ejemplo, el trabajo permanente de Elaine Showalter sobre la hysteria
(masculine) y los estudios tan perspicaces del tono de la poesía de Susan J. Wolfson
(1994: 29-57). Susan Eilenberg (1992) muestra estas voces como una pasión, como
algo extraño en el poeta y usurpador. Esta extrañeza u otredad puede estar vinculada
a cuestiones de género, aunque no lo esté de manera necesaria. La cuestión de la
identidad de la voz (o de cómo las voces refuerzan o socavan la identidad) se conecta
también con las cuestiones acerca de la propiedad legal y tal vez con la cuestión del
derecho de autor.

284 Parte III. Representación y verdades


Al hacer esas cuestiones personales, el feminismo rompe la barrera entre
la reflexión autobiográfica y las preocupaciones institucionales.
Mis comentarios se limitan aquí “al momento pedagógico” y a lo que
puede aprenderse de él para alterar la relación entre lector y texto. La
teoría de la recepción, por ejemplo, inspirada o no inmediatamente en el
psicoanálisis (como en Norman Holland, David Bleich o Jane Tompkins),
es intensamente pedagógica. Ofrece una forma de ralentizar la lectura al
permitir que emerjan las opiniones, los prejuicios y las posiciones de los
estudiantes, y al subyugar el deseo voraz del profesor por el orden. El im-
pacto potencial del midrash en la crítica literaria es un caso más complejo.
El midrash florece originalmente en un contexto jurídico-religioso y, por
lo tanto, autoritario. Sin embargo, es la misma libertad de esta forma de
comentario lo que atrae tal respuesta creativa frente a un Escrito43 que
permanece, de todas formas, sagrado e inalterable. Hay, muy a menudo,
un desafío del orden simbólico y, simultáneamente, también se recupera
ese mismo orden. Sospecho que la respuesta del midrash puede ser tan
atractiva debido a la relación entre oralidad y auralidad. El pseudooído
se ve cuestionado; nos encontramos frente a un comentario que restaura
un tipo de escucha enmarañada e ignorada. Los intérpretes rabínicos
descubren o reconstruyen a menudo un texto, palabras dentro de pala-
bras que arrojan un nuevo significado mediante un juego oto-mático (del
oído) de palabras.
¿Dónde mora, de hecho, el texto recibido: en el texto o en nosotros
mismos? Apenas puede satisfacernos resolver el problema si se dice que
el texto está en el texto, pero su significado está en nosotros. Pronto
nos perdemos nuevamente en disquisiciones epistemológicas. Es mejor
admitir que un elemento traumático o entusiástico puede entrar en la
exégesis secular, como ocurre en el midrash o en la relación religiosa con
las Escrituras. Lo percibimos en comentarios como el de Levinas, cuando
dice que “enseñar no es reductible a la mayéutica (el método socrático);
viene de fuera y me da más de lo que puedo contener”44, o en el comen-
43 (N. del T.) En mayúsculas en el original.
44 De Totality and Infinity, (citado en Handelman, 1994: 362). Sin embargo, Levinas
sostiene un ideal de conocimiento experto de un tema que define como “la coin-

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 285


tario de Norman O. Brown (1991) que nos dice que “el libro le prende
fuego al lector”. La afirmación humanística de Emerson de que mediante
la lectura reconocemos nuestra “majestad alienada” también sería una
muestra de esa idea.
El midrash rabínico es una mezcla notable de prácticas extáticas y ma-
yéuticas. Después del Sinaí, y todavía más después del hurban (la destruc-
ción del Segundo Templo, que lleva a la diáspora judía), la comunidad ha
recibido la ley, es decir, es aceptada de una vez y para siempre, de manera que
su ley no es, o no lo es ya por más tiempo, heterónoma. La obligación de
interpretarla y transmitirla reside ahora en los profesores de la comunidad,
aunque la otredad de Dios siga estando ahí. Se desarrollan métodos de
estudio que son a la vez comentario (constativo) y rezo (preformativo).
Ellos estimulan la investigación en comunidad y la exploración intelectual
intensa, pero no excluyen la posibilidad de interpretaciones inspiradas o
místicas. El texto está ahora más en el texto que nunca, más de lo que está
en Dios, y, sin embargo, se ‘revela’ tanto mediante el midrash jurídico y
otras clases más libres de midrash, como la ‘recepción’ activa e incluso el
consumo de la Escritura por los intérpretes rabínicos45.
Algo parecido a esta teoría de la recepción, que es a un tiempo in-
trospectiva y entusiasta, también motiva la práctica secular de la crítica
literaria, aunque sin que se reconozca. Lo que se asume por la teoría es
que la recepción va totalmente de la mano de la enseñanza y de su trans-
misión, que los materiales que se estudian son contagiosos y que habrá
una transferencia entre profesor y estudiante (un maravilloso ejemplo de
contagio textual, típico de la manera en que funciona la literatura, con o
sin profesor, ocurre cuando Lacan comenta el sueño registrado por Freud,
que caracteriza la frase del niño hacia el padre “¿No ves que estoy ardien-

cidencia de lo enseñado con el enseñante”. Ese es, precisamente, el ideal de una


encarnación que supera la búsqueda epistemológica y se plasma como ejemplo.
45 El arbusto en llamas de las Escrituras nunca se consume, sin embargo. Es clarifi-
cador recordar a este respecto, por un lado, la teoría de Bataille de que el consumo
conspicuo, o el desembarazarse de los recursos excesivos, es un fenómeno religioso
(anticapitalista) y, por otro lado, la teoría de Derrida de la diseminación como una
escritura que no puede devolverse al padre (al autor original).

286 Parte III. Representación y verdades


do”, como una “brasa”). Tenemos la obligación, naturalmente, de analizar
el proceso transferencial y reconocer la “posición del sujeto” como algo
que es un hecho limitante también. Pero la esperanza es que los estudios
literarios, al contemplar los modos ancestrales repudiados y al repensar
la experiencia religiosa mediante la teoría del trauma, puedan llegar a ser
más imaginativos en vez de más píos.

Mi propio interés en la relevancia del psicoanálisis para los estudios li-


terarios no se ha centrado en el trauma. Los poetas ya estaban ahí antes
que nosotros, como alguna vez declaró Freud, así que prefiero hablar de
“psicoestética” y de “representación-compulsión”46. Pero comparto con
los estudios sobre el trauma una preocupación por las ausencias o inter-
mitencias del discurso (o del conocimiento consciente en el discurso);
por la oblicuidad o el silencio residual de los “adornos del lenguaje” y
otros modos eufemísticos; por el papel aterrador de los accidentes; por
la “aparición fantasmagórica” del sujeto; por la conexión de la voz con la
identidad (el ‘llamado’ de la criptonomía, de los juegos de palabras y de
los nombres especulares); por la interpretación como festín y no como
ayuno; y por la literatura como un acto testimonial que transmite cono-
cimiento de una forma que no es científica y que no coincide ni con un
modo de representación totalmente realista (si es que eso fuera posible)
ni analítica47.
¿Cómo el conocimiento traumático se convierte en algo transmisible?
Es decir, ¿cómo puede extenderse a la memoria personal y cultural? Aun-
que Wordsworth evoca el papel de las “cosas insensatas, calladas” en el
desarrollo de la mente, en vez de una psicogénesis del discurso, el autor
registra “puntos en el tiempo temprano” que se convierten en el soporte
46 Véase, por ejemplo, I. A. Richards and the Dream of Communication (Hartman, 1975:
20-40) y Christopher Smart’s Magnificat: Toward a Theory of Representation (1975:
74-98).
47 Gabriele Schwab (1994: 167-89) nos aclara lo que significa el conocimiento literario

irreductible.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 287


de una experiencia “totalmente distinta”. En Wordsworth’s Poetry asocié
el trauma con esos trastornos recurrentes de la percepción (flashbacks)
eidéticos y referenciales. Un “síndrome del punto”48 fortifica al joven,
porque el misterio de la individuación marca incluso la mente del poeta
maduro, persiguiéndole con objetos o lugares concretos (“Y hay un árbol,
de entre muchos”)49. Estos lugares, míticos y realistas, nunca pierden
su aura totalmente; de hecho, el “¿Dónde debo buscar el origen?” de
Wordsworth le inspira para evocar lugares casi sagrados de “primeros
encuentros”, contactos vinculantes entre su imaginación y la tierra, como
si la tierra tuviera omphaloi50, localizaciones específicas que pudieran
devolver la fuerza poética y conducir hacia un futuro tan fuerte como
el pasado. El poder formador y deformador de esas fijaciones podría ser
un síntoma creativo del trauma ligado al hambre de realidad o un deseo
compulsivo por “lo real”51. Ellas son para la naturaleza lo que las escenas
del pathos son para la tragedia, según Aristóteles.
Consideraciones como esta estimulan una psicología no reduccionista.
Al mismo tiempo, es posible dejar a un lado Wordsworth y situarnos en

48 (N. del T.) Excesiva fijación en los detalles superficiales de la realidad, como prestar
atención a un pequeño punto negro en un gran lienzo blanco.
49 Subrayo la representación del trauma infantil, pero cuando Wordsworth describe la

traición política hay que decir que de lo que sufre es de un trauma adulto. Cuando
Gran Bretaña le declaró la guerra a Francia en 1793, o cuando aceptó la Convención
de Cintra en 1808, emergió una imaginería que, aunque no es totalmente diferente
de la que se encuentra en los “puntos del tiempo”, se diferencia claramente de ella.
Cito el párrafo inicial del panfleto del poeta Concerning the Convention of Cintra:
“A pesar de ello, el hecho [de la Convención] no fue recibido por nadie como una
desgracia clara y mensurable: si bien tenía características definidas e inteligibles
para todo el mundo, también era una expresión subyacente extraña, oscura y mis-
teriosa, y […] estábamos anonadados como hombres que se ven superados por las
circunstancias sin aviso alguno. Temerosos como hombres que se sentían impotentes
e indignados, y furiosos como hombres que han sido traicionados”.
50 (N. del T.) Plural de la palabra griega omphalo, literalmente ombligo, pero tam-

bién, por extensión “todo lo que es centro”. En este último sentido se utiliza en el
texto.
51 Atisbamos aquí una diferencia entre Wordsworth y Coleridge. Para Coleridge,

como he intentado mostrar, el oscuro objeto de deseo es simbólico, y es su orden


simbólico el que debe restaurarse.

288 Parte III. Representación y verdades


el presente. Hay algo muy contemporáneo acerca de los estudios sobre
trauma, que refleja nuestra sensación de que la violencia siempre está más
cerca de nosotros, como una tormenta que puede ya haberse movido al
centro de nuestro ser. La realidad de la violencia, no simplemente como
destino externo, sino intrínseca al desarrollo psicológico de la especie
humana, y como algo que contamina sus instituciones (sin que pueda
excluirse el sistema jurídico), es la “cuestión sobre el destino” que plantea
Freud en las últimas páginas de La civilización y sus descontentos. Hoy
debemos añadir a la idea de Freud el hecho de la violencia mediante
recursos técnicos que se apoyan poderosamente en la ficción y en las
noticias diarias. Los medios de comunicación audiovisuales presionan
una mente a la que ya no se le permite ‘dormir’, sino que debe reaccionar
de forma continua. Wallace Stevens ya definió la imaginación como una
violencia desde dentro que responde a una violencia desde fuera. Pronto
ya no quedarán versiones de lo pastoral; la de Wordsworth puede haber
sido la última viable, en el límite de la industrialización y la urbanización
modernas. El interés en el trauma, cabría añadir, va de la mano de un
interés en el testimonio como un género que, de hecho, nos presiona
con el coraje y la paciencia de la memoria.

Es también relevante que el famoso “retorno a Freud” de Lacan le


dé tanta importancia al capítulo 7 de La interpretación de los sueños,
donde aparecen las primeras elucubraciones sobre una metapsicología.
Lo que ese capítulo anticipa es la hipótesis de Freud de que hay una
tendencia orgánica a seguir durmiendo, a no despertarnos totalmente
a la conciencia plena, y que esto podría ser la explicación real de los
sueños, el deseo que subyace a cualquier otro deseo. El propio organis-
mo busca un regreso a su estado preconsciente o, como Freud declaró
en su más famoso aforismo: “El propósito de la vida es la muerte”. En
estas condiciones, el testimonio en la esfera social e histórica, como la
objetividad y la precisión analítica en las ciencias, puede decirse que
modifica nuestro impulso hacia la muerte al no cesar nuestra lucha
mental. Convierte la vigilancia en una causa ética, y la lleva al punto
incluso de la negación de la realidad al hacerla claramente testigo de las
manifestaciones de muerte constantes alrededor de nosotros, aunque

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 289


sin permitir que ceda ante ellas. Fortalecer esta negación, y hacerlo de
manera paradójica dentro del mismo sueño, es la relación restaurativa
que tienen los sueños con respecto a la salud mental; de los sueños arti-
culados producidos, sobre todo, por los esfuerzos contra la conciencia
del propio yo mediante el arte.

Epílogo: “Padre, ¿ no ves que…?


Al comentar el sueño del niño que se quema, Freud mantenía que las pa-
labras: “Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?”, fueron enunciadas realmente
durante la enfermedad del niño, y que podían haber estado acompañadas
de alta fiebre. Aunque Freud abduce un principio general de interpretación
de los sueños (que los sueños incorporan el residuo del día, o palabras y
percepciones reales), su finalidad es mostrar que este sueño no es difícil
de interpretar, de manera que debemos concentrarnos en la pregunta de
cómo explicarlo. Pero explicar un suceso psíquico como soñar requiere
asignarle una causa determinante en la cadena psíquica. Al ser incapaz de
hacerlo, Freud comenzó a especular con lo que luego se conocería como
metapsicología, que nos devuelve a los comienzos de la vida consciente,
al “despertar” de la materia en la memoria. (He pensado a menudo que la
importancia que se le da a este momento es esencialmente erótica, como en
la historia de Pygmalion: el pensamiento de despertar el propio cuerpo, que
nunca está lo suficientemente animado, a una respuesta apasionada).
Lacan interviene entonces para mantener los sueños dentro de la
cadena psíquica de sucesos (y fuera de la biología o la metapsicología).
Lo hace mediante un giro autorreferencial que es también un giro
metafórico: la ‘fiebre’, sugiere, es también la de Freud, es decir, su ar-
diente deseo de encontrar lo ‘real’, de descubrir un “primer encuentro”.
Esta ‘fiebre’ es en sí un hecho psíquico y recae no sólo sobre Freud, el
individuo, sino también sobre la institución, es decir, sobre la teoría
recibida del psicoanálisis que no ha podido ver lo real como algo que
siempre es manqué52 o como un objeto imposible del deseo. Lacan, al

52 (N. del T.) En francés en el original: insuficiente, carente.

290 Parte III. Representación y verdades


mismo tiempo, comprende que el pathos de “Padre, ¿no ves que…” apa-
rece no sólo como el autorreproche proyectado del padre, acrecentado
por una metáfora que convierte la fiebre en llamas incluso antes de que
las llamas sean literales, sino también de la fuerza de las invocaciones
del niño en un entorno en el cual todo el mundo duerme53. También
va dirigido a Lacan, como alguien cuyo retorno a Freud significa una
vuelta a los textos freudianos: la recuperación del “encuentro perdi-
do” con ellos 54. Como un vigilante en la tumba de Freud, la frase de la
“brasa” inspira repentinamente a Lacan y hace que se inserte él mismo
en la secuencia psicoanalítica, en una genealogía que convierte al niño
en el padre del padre 55.
La noción de “primer encuentro”, aunque a menudo estructura bio-
grafías y autobiografías, tiene algo similar al sueño, y pertenece más a
lo fantasmal que a lo “real” localizable. Así que es posible ver toda la
carrera de Keats como la búsqueda de lo “real fantasmal” a través de un
indéfiniment jamais atteint réveil 56. La imaginación del poeta, atraída
por lo que el mismo llama “el extremo”, quiere avanzar más allá de los
modos pastorales: más allá de “Flora y el viejo Pan”, del lenguaje del

53 Véase el Libro 11 de los Seminarios de Lacan (1987). Aquí no hago una exposición
fiel, sino una libre interpretación del comentario de Lacan sobre el sueño del niño
que se quema.
54 Una de las cuestiones que sigue sin resolverse es si el mismo Freud o la propia

historia del psicoanálisis deberían verse como un encuentro fallido. La prin-


cipal crítica contra Freud en nuestros días proviene, como ya lo mencioné, de
aquellos que piensan que evadió lo ‘real’ como hecho social, que al alejarse
de la evidencia del abuso infantil y prestar atención únicamente a los aspectos
psíquicos del papel de la seducción en el mundo de la fantasía, fracasó como
médico y reformador. Es fascinante a este respecto que el patético “Padre, ¿no
ves que…?” recuerda una escena de seducción mortal (ejecutada en la mente
de un niño enfermo) en una balada famosa que se convirtió en una de las
grandes obras pedagógicas representativas de la cultura alemana: el Erl-King
de Goethe.
55 Véase el concepto de Harold Bloom (1973) de “ratio de revisionismo”.

56 Literalmente: “nunca despertar indefinidamente”. Véase nota 8 para esta cita de

Lacan.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 291


mito, del lenguaje de las flores 57. Keats compartió el ethos ilustrado
de Freud y cultivó una conciencia no temerosa de ‘encontrarse’ con la
realidad y de expresarse en los términos más directos. ¿Debe la poesía,
asociada tradicionalmente con el ‘sueño’ —es decir, con un elemento
inconsciente, a menudo expresado formalmente como la visión en un
sueño— abandonarse por ser algo infantil?
No más de lo que Freud abandona la interpretación de los sueños.
Keats no se engaña por el falso amanecer de la Ilustración absoluta,
porque Dante, Milton y Shakespeare siguen siendo parte de lo real, de
manera que su propio genio, avergonzado por la fuerza de aquellos, no
puede descartarlos en nombre de la realidad o el progreso científico.
En el proyecto Hyperion, que se componen de dos largos fragmentos
épicos, Keats, de manera más radical que Lacan, irrumpe en persona
en un escenario genealógico, en un ocaso de los dioses que crea a par-
tir de una poesía mítica, más antigua. El poeta, en este momento de
interregno, debe cargar con lo nuevo soportando lo viejo sobre sus
sentidos. Es un acto de regeneración imaginativa que responde no sólo
frente a un cuerpo de poesía previa y su carga de grandiosidad, sino
también frente a un elemento perdido o no completado. Ese elemento
es básicamente femenino, una expansión del personaje-musa que es
marginal en la gran tradición del verso épico. Keats no contempla una
nueva generación de dioses, sino una nueva poesía. Más precisamente,
el nacimiento de una nueva psique: el despertar de una psique que no
esté acompañada por el trauma, es decir, que no involucre a los dioses
o transformaciones in allo genere 58. Aun así, La caída de Hyperion, con
independencia de cuan poderosa sea la imaginación que la ha producido,
no es sino un progreso negativo y acongojante, y permanece atada a
todos los síntomas retóricos del trauma59. Es la “Oda a Psique” la que
está más cerca de tener unos “ojos despiertos” sin herida alguna, que

57 (N. de E.) Referencias directas al poema de John Keats, Sleep and Poetry (1816).
58 (N. del T.) En latín en el original: en otro género.
59 En mi The Fate of Reading (Hartman, 1975: 126 & ss.) describí que la retórica en

términos históricos-literarios pertenecía a la conciencia epifánica u oriental que


Keats deseaba convertir en un estilo inglés o hesperiano.

292 Parte III. Representación y verdades


pertenezcan a Psique o al propio Keats60. El poema es tremendamente
ambiguo en ese punto: “Seguramente, hoy soñé, —¿o es que vi?— / a
la alada Psique con mis ojos despiertos”. Si este momento de ilumina-
ción, con sus connotaciones sexuales, describe los ojos despiertos de
Psique, deben ser los de la Psique redimida (“alada”), porque sabemos
por el mito que el momento original de descubrimiento fue fatal. Lo
que el poeta ve (o sueña) es, por lo tanto, una repetición deseada, una
“repetición en un tono más suave”, como la llamó Keats alguna vez, y
no “el primer encuentro, lo real” de Lacan.
“La imaginación —escribe Yeats en una carta— puede compararse
con el sueño de Adán: se despertó y encontró que era cierto” 61. La
mención de Keats alude al octavo libro del Paraíso perdido, a una escena
que recuerda la perdida traumática y aun así la evade. En esa escena,
Milton presenta su versión de un primer encuentro, un despertar ori-
ginal que es ya una repetición. Dios le da a Adán una visión fugaz de
Eva en un sueño, entonces le dice “despierta / encuéntrala”. La ligera
suspensión de la cesura, que imita al acto de la espera, insinúa también
un “despierta / para perderla”, que es la alternativa siniestra descrita
en la balada de Keats La Belle Dame sans Merci. La pérdida arroja su
sombra en la presencia, incluso en este primer encuentro, cuyo estrés
pretraumático nos muestra a Milton como el profesor que prepara la
imaginación para las pruebas que están por llegar 62.

60 Para una consideración del oído como órgano físico, véase mi Words and Wounds
(Hartman, 1981).
61 Incluso aquí Milton continúa sugiriéndonos una tipología figurativa, que le daba

significado al tiempo y estructuraba la mayor parte de la comprensión cristiana del


progreso histórico. Después de todo, Adán también fue creado para progresar, en
su primera experiencia con una mujer, del tipo difuso encarnado en ella hacia a
la verdad. En la teoría del trauma la realidad está siempre bajo la sombra de una
“verdad” (de lo real no asimilado) que nos hace “More like a man / Flying from
something that he dreads, than one / Who sought the thing he loved” (Más como
un hombre / Que huye de algo que teme, que alguien / Que busca aquello que
ama)(Wordsworth, Tintern Abbey).
62 Quisiera agradecerle a Kevis Goodman sus útiles comentarios sobre este ensayo.

Sobre el saber traumático y los estudios literarios 293


Experiencias sin dueño:
trauma y la posibilidad de la historia1

Cathy Caruth

Tomó la guerra enseñarlo que usted era tan responsable


por todo lo que vio como por todo lo que hizo. El problema
era que usted no siempre supo lo que estaba viendo hasta más
tarde, incluso años después; que mucho de eso nunca lo hizo,
en absoluto, tan solo permaneció guardado ahí, en sus ojos.
Michael herr 2

R ecientemente la crítica literaria ha mostrado una progresiva preocu-


pación con respecto a que los problemas epistemológicos presenta-
dos por la crítica postestructural necesariamente llevan a una parálisis
política y ética. La posibilidad de que la referencia sea indirecta, y que
consecuentemente podríamos no tener acceso directo a las historias de
los otros, o incluso a las nuestras, parece implicar la dificultad de acceder
a otras culturas y a la posibilidad de hacer juicios políticos o éticos3. A tal

1 Traducción de Carlos Andrés Barragán.


2 It took the war to teach it, that you were as responsible for everything you saw as you
were for everything you did. The problem was that you didn’t always know what you
were seeing until later, maybe years later, that a lot of it never made it in at all, it just
stayed stored there in your eyes.
3 Un ejemplo de esta opinión lo podemos encontrar en S. P. Mohanty (1989).

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 295


argumento yo quisiera contrastar un fenómeno que surge no solo en la
lectura de textos literarios o filosóficos, sino que emerge de manera promi-
nente en extensos dominios históricos y políticos, es decir, la experiencia
peculiar y paradójica del trauma.
En su definición más general, el trauma describe una experiencia sobre-
cogedora de eventos repentinos o catastróficos en los cuales la respuesta a
dichos eventos ocurre muy a menudo en la posterior aparición, incontrolada
y repetitiva, de alucinaciones y otros fenómenos intrusivos4. Por ejemplo,
la experiencia de un soldado que confronta muerte repentina y masiva a
su alrededor, que sufre esta visión en un estado de entumecimiento, para
revivirla únicamente más tarde en pesadillas repetidas, es una imagen central
y recurrente del trauma en el siglo xx. Como consecuencia de la creciente
ocurrencia de tales experiencias perplejas de guerra y de otras respuestas
catastróficas durante los últimos veinte años, médicos y psiquiatras han
comenzado a reformular sus pensamientos sobre experiencia física y
mental. Últimamente han incluido las respuestas a una amplia variedad
de experiencias (como la violación, abuso de menores de edad, accidentes
automovilísticos e industriales, entre otros), que ahora son entendidas, a
menudo, en términos de los efectos del ‘desorden de estrés postraumático’
que causan. Quisiera proponer que es aquí, en el igualmente expandido y
desorientado encuentro con el trauma —tanto en su ocurrencia como en
el intento de comprenderlo—, donde podemos comenzar a reconocer la
posibilidad de una historia que no es directamente referencial (es decir,
que no está basada en simples modelos de experiencia y referencia). A
través de la noción de trauma argumentaré que podemos comprender que
una reformulación de la noción de referencia no está dirigida a eliminar
la historia, sino a reubicarla en nuestra comprensión, es decir, al permitir
que la historia surja donde la comprensión inmediata no puede.
La pregunta por la historia se presenta de manera urgente en uno de los
primeros trabajos sobre trauma en el siglo xx: la historia sobre los judíos

4 No hay una definición consolidada de trauma; se le han dado varias descripciones


en distintos momentos y con varios nombres. Para una buena discusión acerca de
la historia de la noción y recientes intentos por definirla, véase Charles R. Figley
(1985-86).

296 Parte III. Representación y verdades


de Sigmund Freud titulada Moisés y el monoteísmo. Debido a su aparente
ficciónalización del pasado de los judíos, este trabajo ha producido con-
tinuos cuestionamientos sobre el estatus histórico y político de ellos; no
obstante, su confrontación con el trauma parece estar profundamente
atada a nuestras propias realidades históricas. Por lo tanto, he escogido
este texto como el foco de análisis, porque creo que nos puede ayudar a
comprender nuestra era catastrófica, así como también las dificultades
de escribir una historia desde dentro de ella. Sugeriré que en la noción de
historia que Freud ofrece en su trabajo, así como también en la forma en
que su escritura, en sí misma, confronta los eventos históricos, podemos
repensar la posibilidad de la historia, así como también nuestra relación
ética y política con ella.

Éxodo, o la historia de una salida


El enredo de la obra de Freud y su obra Moisés y el monoteísmo con su
propio y urgente contexto histórico es evidente en una carta que escribió
a Arnold Zweig el 30 de mayo de 1934, cuando trabajaba en el libro, y
mientras las persecuciones nazis a los judíos progresaban a gran velocidad.
Freud dice:

Enfrentado a las nuevas persecuciones, de nuevo uno se pregunta a sí mis-


mo cómo los judíos han llegado a ser lo que son y por qué han atraído este
odio imperecedero. Pronto descubrí la fórmula: Moisés creó a los judíos
(E. L. Freud, 1970).
En estas líneas, el proyecto de Moisés y el monoteísmo está claramente
conectado con el intento de explicar la persecución nazi de los judíos. En
apariencia, eso puede suceder, de acuerdo con Freud, solo en referencia a
un pasado y, en particular, al pasado representado por Moisés. Al ubicar
el peso de su historia en la denominación de Moisés, quien es, además,
el libertador de los hebreos y los guió fuera de Egipto, Freud conecta de
manera implícita y paradójica la explicación de la persecución de los judíos
a su propia liberación; el retorno desde el cautiverio a la libertad. En la
centralidad de Moisés está entonces la centralidad del retorno: el retorno
de los hebreos a Canaán, donde ellos habían vivido previamente, antes de

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 297


asentamiento y esclavitud en Egipto. La referencia más directa presente
en Moisés y el monoteísmo a su contexto histórico y como explicación de
éste, consistirá en la novedosa reflexión de Freud sobre la historia del
cautiverio o exilio y el retorno5.
La noción de la historia judía como una historia del retorno puede
parecer poco sorprendente en la perspectiva de un psicoanalista, cuyos
trabajos se concentran con frecuencia en la necesidad de varias clases de
retorno —en el retorno a los orígenes en la memoria y en el “retorno a lo
reprimido”—. Pero en la descripción de su descubrimiento, en la pequeña
y concisa fórmula apuntada para Zweig: “Moisés creó a los judíos”, Freud
sugiere que la historia de los judíos supera la simple noción de retorno.
Porque si Moisés en verdad ‘creó’ a los judíos6 en su acto de liberación —si
el éxodo desde Egipto transforma la historia de los hebreos que previamente
han vivido en Canaán, en la historia de los judíos que llegaron a ser una
verdadera nación solo en su acto de partida del cautiverio—, entonces el
momento de creación no es solo un simple retorno, sino que ahora es, en
verdad, un momento de partida. La pregunta con la cual Freud enmarca
su texto, y con la que explica tanto la situación histórica de los judíos y
su propia participación personal dentro de ésta como escritor judío, es la
siguiente: ¿en qué forma la historia de una cultura y su relación con unas
políticas está inextricablemente conectada con la noción de partida?7
De hecho, la sorprendente versión de Freud sobre la historia judía puede
ser comprendida como una reinterpretación de la naturaleza, así como

5 Mientras que en el contexto de la historia judía el término ‘exilio’ se refiere, en es-


tricto sentido, al de Babilonia, la cautividad egipcia fue considerada paradigmática
de este evento tardío. Así, La enciclopedia del Judaísmo dice, bajo el título ‘exilio’,
que “es esta servidumbre egipcia ‘prenatal’ la que se convierte en el paradigma de
Galut (exilio) en la mente rabínica” (Wigoder, 1989).
6 ‘Crear’ es una traducción aproximada del texto en alemán en el que se lee “hat…

geschaffen”.
7 Dentro de los más interesantes intentos por lidiar con la condición política de

Moisés y el Monoteísmo están los textos Freud et la structure religieuse du nazisme de


Jean-Joseph Goux (1978); Le peuple juif ne rêve pas de Philippe Lacoue-Labarthe
y Jean-Luc Nancy (1981), y Psychanalyse de l’antisèmitisme de Jean-Pierre Winter
(1981).

298 Parte III. Representación y verdades


del significado del retorno de los hebreos de su cautiverio. En la versión
bíblica, Moisés fue uno de los hebreos cautivos que eventualmente surgió
como líder y dirigió a los demás fuera de Egipto con rumbo a Canaán.
Por otra parte, Freud anuncia al comienzo de su texto que Moisés, aunque
fue libertador de los hebreos, no era, de hecho, hebreo, sino egipcio; un
ferviente seguidor de un faraón egipcio y de su monoteísmo centrado en
el culto solar. De acuerdo con Freud, luego de la muerte del faraón, Moisés
se convirtió en líder de los hebreos y los sacó de Egipto con el objetivo de
preservar la disminuida religión monoteísta.
Freud comienza su historia cambiando la razón del retorno: ya no es
primeramente la preservación de la libertad hebrea8, sino la de un dios
monoteísta; es decir, que no es tanto el retorno a una libertad del pasado
como el punto de partida de un nuevo futuro —el futuro del monoteís-
mo—. En esta revisión de los comienzos de los judíos, el futuro no es un
continuo con el pasado sino que está unido a éste a través de una profunda
discontinuidad. El éxodo desde Egipto, el cual da forma al significado del
pasado judío, es una partida que es tanto un rompimiento radical como
el establecimiento de una historia.
La segunda parte del recuento de Freud extiende y redobla esta nueva
reflexión del retorno. Él afirma que después de que Moisés el egipcio
dirigió a los judíos fuera de Egipto, estos lo asesinaron en una rebelión,
reprimieron el acto y, al pasar dos generaciones, asimilaron su dios a una
deidad volcán llamada Yahweh y adjudicaron los actos de liberación de
Moisés a los actos de otro hombre, el sacerdote de Yahvé (Yahweh, tam-
bién llamado Moisés), con quien no compartían ni el mismo tiempo ni el
lugar. De acuerdo con Freud, el momento más significativo en la historia
judía no es el retorno literal a la libertad, sino la represión de un asesinato
y de sus efectos:

El dios Yahvé recibió unas honras inmerecidas cuando […] se le atribuyó la


hazaña libertadora de Moisés, pero tuvo una seria penitencia por esta usur-

8 Es interesante notar que este futuro también puede ser pensado en términos de
la divina promesa de la “tierra prometida”, y, por lo tanto, pudo ser entendida en
términos de un futuro orientado a la temporalidad de la promesa.

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 299


pación. La sombra del dios cuyo puesto había usurpado se volvió más fuerte
que él; al final del desarrollo salió a la luz, tras su naturaleza, la naturaleza
del olvidado Dios mosaico. Nadie duda de que sólo la idea de ese otro Dios
ha permitido al pueblo de Israel sobrellevar todos los golpes del destino, y
lo ha conservado con vida hasta nuestra época (Freud, 1995j: 49).
Si el retorno a la libertad es el punto de comienzo literal de la historia
de los judíos, entonces lo que constituye la esencia de su historia es la repre-
sión, y el retorno, de los actos de Moisés. La naturaleza del retorno literal
es entonces desplazada por la naturaleza de otra clase de reaparición:

A las consabidas dualidades de esa historia [judía] […] agregamos nosotros


dos nuevas: dos fundaciones de religión, reprimida {verdrüngen (suplan-
tada)} la primera por la segunda, si bien luego sale triunfante a la luz por
detrás de ella; y además, dos fundadores de religión, ambos llamados con
el mismo nombre de Moisés, pero cuyas personalidades nosotros tenemos
que separar. Y todas esas dualidades son consecuencias necesarias de la
primera: el hecho de que una parte del pueblo había tenido una vivencia
catalogada como traumática, vivencia que para la otra parte permaneció
ajena (Freud, 1995j: 50).
Solo a través de la experiencia de un trauma, el cautiverio y el retorno
al comienzo de la historia de los judíos está precisamente disponible
para ellos. Es el trauma, el olvido (y retorno), de los actos de Moisés
lo que constituye la conexión que une al nuevo dios con el viejo, y a la
gente que deja Egipto con la gente que, en últimas, hace la nación de los
judíos. Centrando su historia en la naturaleza de la partida y el retorno,
constituidos por el trauma, Freud reubica la posibilidad de la historia en
la naturaleza de una partida traumática. Podríamos decir entonces que la
pregunta central por la cual Freud finalmente interroga la relación entre
la historia y su resultado político es: ¿qué significa exactamente para la
historia ser la historia de un trauma?
A muchos lectores el interrogatorio de Freud a la historia —el des-
plazamiento que hace de la historia de un retorno de liberación a la
historia de un trauma—, les parece una negación tácita de la historia.
Al reemplazar la historia factual con las curiosas dinámicas del trauma,
Freud parecería haber negado doblemente la posibilidad de un referente

300 Parte III. Representación y verdades


histórico: primero, al reemplazar un hecho histórico con sus propias
especulaciones y, segundo, al sugerir que la memoria histórica, o que
al menos la memoria histórica judía, es siempre una distorsión, una
filtración del evento original a través de las ficciones de la represión
traumática, que hace disponible el evento, en el mejor de los casos, de
forma indirecta. Cuando más tarde Freud continúa con su trabajo la
comparación de la experiencia traumática hebrea con los traumas del
niño edipíco que reprime su deseo por la madre a través de la amenaza
de la castración, en realidad esto lleva a que muchos lectores asuman que
la única verdad referencial contenida en los textos de Freud es su propia
vida inconsciente, una historia autorreferencial que muchos han leído
como la historia “del complejo de padre irresuelto” en Freud9. Y este
análisis ha reinterpretado a su vez la figura de la partida y el retorno de
una manera simplista, como la partida de Freud de su padre, o su propia
partida del judaísmo. Para muchos críticos, el costo de que Freud huya,
convirtiendo en apariencia la historia en inconsciente o despojándola de
la literalidad referencial de la historia, es finalmente el hecho de que el
texto permanezca, a lo sumo, como un predecible drama del inconsciente
de Freud y, más aún, un drama que revela una historia de desconexión
política y cultural10.

9 Véase Edwin R. Wallace (1977). Existe una larga historia de interpretaciones psicoa-
nalíticas de los escritos de Freud en el Moisés. Dentro de las más interesantes están el
de Marthe Robert (1974), publicado en inglés como From Oedipus to Moses: Freud’s
Jewish Identity (1977), y el de Marie Balmary (1982). Una reseña y una crítica de
la tradición del psicoanálisis aplicado en este contexto la podemos encontrar en el
excelente estudio de Yosef Hayim Yerushalmi (1991).
10 Hay, por supuesto, excepciones a esta interpretación estándar. Dentro de ellas está

la de Goux, Freud et la structure religieuse du nazisme; la de Lacoue-Labarthe &


Nancy, Le peuple juif ne rêve pas; la de Winter, Psychanalyse de l’antisemitisme; la
de Yerushalmi, Freud’s Moses, citado antes, al igual que Ritchie Robertson (1988),
y el excelente ensayo de Michel de Certeau (1993). Entre algunos estudios útiles
sobre Freud y el judaísmo están: Freud’s Moses de Yerushalmi, el trabajo de Philip
Rieff (1961), y el de Martin S. Bergmann (1976). Una bibliografía útil la podemos
encontrar en Peter Gay (1988). La propia discusión de Gay sobre el trabajo de
Freud y su identidad judía y la escritura de Moisés y el monoteísmo es sumamente
enriquecedora.

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 301


La colisión del tren, o la historia como accidente
Sin embargo, cuando prestamos cercana atención al propio intento de Freud
de explicar el trauma, encontramos una comprensión muy diferente sobre
lo que significa partir y retornar. Mientras que la analogía con el individuo
edípico constituye mucho de su explicación, Freud abre esta discusión con
otro ejemplo que resulta extrañamente improbable, como comparación
para una historia humana, y que sin embargo resuena curiosamente con
la particular historia que él ha contado. Es el ejemplo del accidente:
Supóngase que un hombre abandone, indemne en apariencia, los sitios
donde ha vivido un terrible accidente, por ejemplo, un choque ferrovia-
rio, pero que en el curso de las semanas siguientes desarrolle una serie de
graves síntomas psíquicos y motores, que uno sólo puede derivar de aquel
choque, aquella conmoción, o lo que obrase sobre él en ese momento.
Tiene una “neurosis traumática”. He aquí un hecho que en modo alguno
entendemos, vale decir, un hecho nuevo. Al tiempo transcurrido entre el
accidente y la primera aparición de los síntomas se le llama “periodo de
incubación”, con transparente referencia a la patología de las enfermedades
infecciosas. Ahora caemos por fuerza caemos en la cuenta de que, a pesar
de la diversidad fundamental entre ambos casos, el problema de la neuro-
sis traumática y el del monoteísmo judío, hay empero coincidencia en un
punto, a saber, en el carácter que se podría llamar latencia. En efecto, de
acuerdo con nuestro certificado supuesto hay en la historia de la religión
judía una larga época, tras la apostasía de la religión de Moisés, en que no
se registra nada de la idea monoteísta […] Así […] que la solución a nuestro
problema deba buscarse dentro de una particular situación psicológica
(Freud, 1995j: 65).
En su uso del término latencia —período durante el cual los efectos
de la experiencia no son aparentes—, Freud parece comparar el accidente
con el movimiento sucesivo en la historia judía, desde el evento de su
represión hasta su retorno. Sin embargo, lo que es realmente impactante
acerca de la experiencia de la víctima del accidente y lo que en sí constituye
el enigma central revelado por el ejemplo de Freud no es tanto el período
de olvido que ocurre luego del accidente, sino el hecho de que la víctima
de la colisión nunca estuvo completamente consciente durante el propio
accidente: la persona escapa “indemne en apariencia”, dice Freud. La ex-

302 Parte III. Representación y verdades


periencia del trauma, el hecho de la latencia, así parecería consistir no en
el olvido de una realidad que nunca puede ser completamente conocida,
sino en una latencia inherente dentro de la experiencia misma11. El poder
histórico del trauma no es únicamente que la experiencia se repite luego
de su olvido, sino que es solo en y a través de su olvido inherente que se
experimenta, con plenitud, por primera vez. Más aún, es esta latencia
inherente al evento la que, en contraste, explica la peculiaridad, la estruc-
tura temporal y el carácter diferido de la experiencia histórica judía: dado
que el asesinato no se experimenta como ocurre, se hace evidente sólo en
conexión con otro lugar y otro tiempo. Si el retorno es desplazado por
el trauma, entonces esto es significativo en la medida en que es, como su
partida —el espacio de la inconsciencia—, paradójica y precisamente, lo
que preserva el evento en su literalidad. Para que la historia sea una his-
toria del trauma su significado será justamente referencial, en el sentido
en que no se percibe por completo cuando ocurre o, para presentarlo de
una manera diferente, que la historia podrá ser comprendida sólo en la
propia inaccesibilidad de su ocurrencia.
Yo afirmaría que la noción de la referencialidad indirecta de la historia
también es central al análisis que hace Freud de la forma política que ad-
quiere la cultura judía en su repetida confrontación con el antisemitismo.
Porque el asesinato de Moisés, como Freud argumenta, es, de hecho, una
repetición de un asesinato anterior en la historia de la humanidad: el ase-
sinato del padre primitivo a manos de sus rebeldes hijos, que ocurrió en la

11 También es interesante que los dos vehículos, que vienen juntos, parecen recordar
los dos hombres llamados Moisés y las dos personas que venían juntas, en una
reunión fallida, en Qadesh. Freud describe este evento también como una especie
de desfase: “Yo creo que se tiene derecho a volver a separar entre sí ambas personas
y a suponer que el Moisés egipcio nunca estuvo en Qadesh ni oyó jamás el nombre
de Yahvé, así como el Moisés madianita nunca puso el pie en Egipto ni supo nada
de Atón. Con el fin de soldar ambas personas, la tradición o la formación de saga
se vio ante la tarea de llevar hasta Madián al Moisés egipcio y ya sabemos que sobre
esto circulaba más de una explicación” (Freud, 1995j: 40). El significado de Moisés
y el monoteísmo como la renovación de algunos de los primeros pensamientos de
Freud sobre el trauma es indicado por el uso de la figura de “período de incubación”
para describir la latencia traumática; Freud había usado esta figura en su temprano
escrito Estudios sobre la histeria en 1895.

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 303


historia originaria12. Y es la repetición inconsciente y el reconocimiento
de este suceso lo que explica tanto al judaísmo como a sus antagonistas
cristianos. En verdad, dice Freud, que cuando Pablo interpreta la muerte
de Cristo como la expiación de un pecado original, está recordando tardía
e inconscientemente el asesinato de Moisés, el cual, en la historia de los
judíos, permanece enterrado inconscientemente.
Como hijos, en expiación diferida por la muerte del padre, los cristianos
sienten rivalidad edípica con sus viejos hermanos judíos; una continua
ansiedad de castración producida por la circuncisión judía y, finalmente,
una queja de que los judíos no van a admitir la culpa que los cristianos
han admitido en su reconocimiento de la muerte de Cristo. Entonces, al
aparecer únicamente de forma diferida, el efecto histórico del trauma en
el texto de Freud es, en últimas, la inscripción de los judíos en una historia
siempre conectada con la de los cristianos. La partida de los hebreos, o su
llegada como nación judía, es también una llegada dentro de una historia
que no es simplemente la suya. Por lo tanto, quisiera sugerir que es preci-
samente en la propia función constitutiva de la latencia, en la historia, que
Freud descubre la indisoluble conexión política con otras historias. Para
presentarlo de otra manera, podríamos decir que la naturaleza traumática
de la historia significa que los eventos son históricos únicamente al punto
en que estos implican a otros. Es así que la historia judía ha sido también
el sufrimiento de los traumas de otros13.

12 (N. de E.) Freud desarrolla este argumento en Tótem y Tabú, publicado en 1913.
13 Es importante notar que para Freud esto no implica la necesidad de algún tipo de
persecución; mientras él insistía en lo que parece una especie de universalidad del
trauma, no sugería que la respuesta al trauma debía ser necesariamente el maltrato
del otro. De hecho, distinguía el odio cristiano hacia los judíos del de la persecución
nazi. Describía al primero como determinado por una estructura edípica, mientras
que del otro decía que “uno no debería olvidar que todos estos pueblos que hoy se
precian de odiar a los judíos sólo se hicieron cristianos tardíamente en la historia,
a menudo forzados a ello por una sangrienta compulsión. Uno podría decir que
todos son «falsos conversos», y bajo un delgado barniz de cristianismo han seguido
siendo lo que sus antepasados eran, esos antepasados suyos que rendían tributo a
un politeísmo bárbaro. No han superado su inquina contra la religión nueva que
les fue impuesta, pero la desplazaron a la fuente desde la cual el cristianismo llegó a
ellos […] Su odio a los judíos es, en el fondo, odio a los cristianos; no cabe asom-

304 Parte III. Representación y verdades


La escritura del desastre
Sin embargo, el impacto completo de esta noción de historia solo puede
ser comprendido cuando nos preguntamos lo que podría significar en este
contexto considerar la propia escritura de Freud como un acto histórico.
El mismo Freud nos impone esta pregunta al dirigir nuestra atención, en
los distintos prefacios que él adjuntó a su libro, a la propia historia de la
escritura y la publicación del texto. La escritura del texto tomó lugar entre
1934 y 1938, durante los últimos años de Freud en Viena y su primer año
en Londres, ciudad a la cual se mudó en junio de 1938 debido a la perse-
cución nazi a su familia y al psicoanálisis. Las dos primeras partes del libro
que contienen la historia de Moisés fueron publicadas en 1937, antes de
que dejara Austria, mientras que la tercera parte, que en general contiene
un análisis más extenso de la religión, fue publicado en 1938, luego de
que Freud se había mudado a Londres. En la mitad de esta tercera parte
Freud inserta lo que él llama “Resumen y recapitulación” (Wiederholung
o literalmente “repetición”), en donde cuenta, a su manera, la historia de
su libro:
La parte que sigue de estos estudios [la segunda sección de la tercera par-
te] no se puede dar a publicidad sin unas circunstanciadas explicaciones
y disculpas. En efecto, no es otra cosa que una repetición fiel, a menudo
literal, de la primera parte, ¿Por qué no lo he evitado? La respuesta es para
mí fácil de hallar, mas no de confesar. No fui capaz de borrar las huellas de
la historia genética, en todo caso insólita, de este trabajo.

En realidad fue escrito dos veces. Primero hace algunos años en Viena,
donde yo no creía en la posibilidad de publicarlo. Me resolví a dejarlo estar;
pero me martirizaba como un espíritu no apaciguado, y hallé la escapatoria
de volver independientes dos fragmentos de él […] Sobrevino entonces,
en marzo de 1938, la inesperada invasión alemana; me compelió a aban-

brarse, pues, si en la revolución nacionalsocialista alemana este íntimo vínculo entre


las dos religiones monoteístas halla tan nítida expresión en el hostil tratamiento
dispensado a ambas” (Freud, 1995j: 88). Una brillante exploración de esta relación
entre Judaísmo y Cristianismo puede encontrarse en Jill Robbins (1991), en el
trabajo de cinco autores que parten de la pregunta sobre el retorno en la historia de
Abraham.

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 305


donar la patria, pero también me libró del cuidado de que su publicación
le valiera al psicoanálisis una prohibición allí donde era tolerado. Apenas
llegado a Inglaterra, hallé irresistible la tentación de poner al alcance de
mis contemporáneos mi guardado saber […] No pude resolverme a re-
nunciar por completo a las anteriores, y así di en el compromiso de añadir
todo un fragmento de la primera exposición intacta, a la segunda, lo que
aparejaba justamente la desventaja de unas extensas repeticiones (Freud,
1995j: 100).
Al leer esta historia que Freud cuenta de su propia obra —una historia
cuyos propios trazos no pueden ser borrados, que asedian a Freud como
un fantasma y que finalmente emergen en distintas publicaciones y supo-
nen repetición continua— es difícil no reconocer en ella la historia de los
hebreos —de la muerte de Moisés, de su desaparición y de su repetición
inconsciente—. Freud parece estar diciéndonos que el libro en sí mismo
es el sitio del trauma; un trauma que en este caso, además, parece estar
históricamente marcado por los eventos que, como él dice, dividen la obra
en dos mitades: la primera, la infiltración nazi en Austria, que obliga a
Freud a retener o reprimir la tercera parte; la segunda, la invasión de Austria
por parte de Alemania, que obliga a Freud a partir y, por último, a sacar
a la luz pública la tercera parte. La estructura y la historia del libro, en su
traumática forma de represión y reaparición repetitiva, lo marca como
el portador de una verdad histórica que está en sí misma implicada en la
trama política de los judíos y sus perseguidores.
De forma reveladora, a pesar de la tentación de dar un significado refe-
rencial inmediato al trauma de Freud en la invasión alemana y la persecución
nazi, no es precisamente la referencia directa a la invasión alemana, de hecho,
la que puede decirse que identifica el trauma en el pasaje de Freud. Porque
la invasión es caracterizada no en términos de su consecuente persecución
y amenazas, de las cuales la familia Freud en realidad tuvo su parte, sino
en términos del énfasis puesto, de alguna manera diferente, en una simple
línea: “Esto me forzó a dejar mi hogar, pero también me liberó del miedo
[…]” [(Sie) zwang mich, die Heimat zu verlassen, befreite mich aber]14. El
trauma en el texto de Freud es primero que todo un trauma de la partida,

14 Las citas en alemán de Moisés y el monoteísmo fueron tomadas de Freud (1982).

306 Parte III. Representación y verdades


un trauma de verlassen. En verdad es esta palabra la que ata su “Resumen
y recapitulación” a la estructuración traumática del libro, en su referencia
implícita a los primeros prefacios incluidos al comienzo de la tercera parte.
Estos dos prefacios subtitulados “Antes de marzo de 1938” (mientras que
Freud todavía estaba en Viena) y “En junio de 1938” (luego de que Freud
se ha ubicado en Londres), respectivamente, describen sus razones para no
publicar el libro y su decisión final de dejarlo salir a la luz pública, anunciada
en el segundo prefacio de la siguiente manera:

Las particularísimas dificultades que me asediaron durante la redacción


de este estudio referido a la persona de Moisés […] hicieron que este tercer
ensayo, el de la conclusión, lleve dos diversos prólogos que se contradicen
y se anulan entre sí. En efecto, en el breve lapso que media entre ambos ha
variado radicalmente las circunstancias externas del autor. En aquel tiempo
vivía bajo la protección de la Iglesia Católica y con la angustia de perderla
con mi publicación […] De pronto sobrevino la invasión alemana […] En
la certidumbre de que ahora me perseguirían, abandoné [verliess ich] con
muchos amigos la ciudad que había sido mi patria desde mi temprana
infancia y durante 78 años (Freud, 1995j: 55).
El ‘intervalo entre los dos prefacios’ que Freud menciona de modo ex-
plícito y el cual es, de manera literal, el espacio entre “Antes de marzo de
1938” y “En junio de 1938”, implícitamente también marca el espacio de
un trauma, un trauma denotado no simplemente por las palabras “invasión
alemana”, pero más bien nacido de las palabras verliess ich, ‘abandoné’. La
escritura de Freud preserva la historia, en concreto, dentro de este espacio
temporal en su texto; y dentro de las palabras de su partida, palabras que no
simplemente se refieren, pero que a través de su repetición en el posterior
“Resumen y recapitulación”, transmiten el impacto de una historia en lo
que en esencia no puede ser comprendido con respecto a la partida.

Del cautiverio a la libertad, o el éxodo de Freud

De hecho en la propia explicación teórica que Freud hace del trauma, en


el ejemplo del accidente, el acto de partida es lo que finalmente constituye
su núcleo más importante y enigmático:

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 307


Supóngase que un hombre abandone [die Städte verlässt, literalmente,
“deja el sitio”] indemne en apariencia los sitios donde ha vivido un terrible
accidente, por ejemplo un choque ferroviario (Freud, 1995j: 65).
El trauma del accidente, su propio inconsciente, es acarreado por un
acto de partida. Es una partida que en toda la fuerza de su historicidad
permanece, al mismo tiempo, absolutamente opaca, tanto para el que parte
como para el teórico que intenta traer la experiencia de la víctima a la luz.
Y sin embargo, a la vez, esta opacidad genera la fuerza sorpresiva de un
conocimiento; porque es el accidente, en alemán Unfall, lo que reverbera
en la reflexión teórica que Freud hace del ejemplo y que está atado en el
alemán con otras formas de fallen “caer”:

Ahora, por fuerza, caemos en la cuenta de que [es muss uns auffalen], a pesar
de la diversidad fundamental, entre ambos casos [Fälle] —el problema de la
neurosis traumática y el del monoteísmo judío— hay empero coincidencia
en un punto, a saber: en el carácter que se podría llamar latencia. En efecto,
de acuerdo con nuestro certificado supuesto hay en la historia de la religión
judía una larga época, tras la apostasía de la religión de Moisés, en que no
se registra nada de la idea monoteísta15.
Entre el Unfall, el accidente, y la sacudida de la reflexión, su auffallen,
está la fuerza de una caída, una caída que se transmite precisamente en
el inconsciente acto de partida. Es esta inconsciencia de la partida lo que
soporta el impacto de la historia. Y es, del mismo modo, primero que todo,
lo inconsciente de la referencia de Freud a su partida, en su propio texto,
donde, sugeriría, tenemos el inicial acceso a su verdad histórica.
Sin embargo, el impacto completo de esta historia ocurre para nosotros
en otro aspecto del acto de partida, en lo que Freud llama “libertad”. En
“Resumen y recapitulación” dice: “Me compelió a abandonar la patria,

15 (Freud, 1995j: 65) Lo que aquí se traduce como “ahora, por fuerza, caemos en la
cuenta de que” es nachträglich en alemán, la palabra que usa Freud para describir
“acción diferida” o un significado retroactivo de los eventos traumáticos en la vida
psíquica; aquí nachträglich es una visión teorética de Freud, la cual también parti-
cipa en la estructura traumática que aparece en los primeros escritos de Freud, que
podemos encontrar en Cynthia Chase (1986) y en el aparte Sexualidad y el orden
vital de Jean Laplanche (1973).

308 Parte III. Representación y verdades


pero también me libró del cuidado de que su publicación le valiera al
psicoanálisis una prohibición allí donde era tolerado”.

Partir del hogar para Freud es también una clase de libertad, la de sacar
adelante su libro en Inglaterra, esto es, la de llevar su voz a otro lugar. El
significado de este acto es sugerido en una carta que resuena con esas líneas
del “Resumen y recapitulación”, escrita por Freud a su hijo Ernst en mayo
de 1938, mientras el autor esperaba los últimos arreglos para poder dejar
Viena: “Dos prospectos me mantienen trabajando en estos tiempos crueles:
volver a juntarme con todos ustedes y morir en libertad”16.
La libertad de Freud de irse es, paradójicamente, la libertad no de vivir
pero de morir: traer su voz a otros al morir. Es decir, la voz de Freud emerge
como una partida17. Y es esta partida la que, además, nos interpela.
En las líneas que él escribió a su hijo, las últimas cuatro palabras —“y
morir en libertad”—, contrario al resto de la frase, no están escritas en
alemán, sino en inglés. El anuncio de su libertad y de su muerte se da en
un lenguaje que puede ser escuchado por aquellos a quienes, en el nuevo
lugar, él trae su voz, sobre los cuales el legado del psicoanálisis es conce-
dido. Sin embargo, es significativo que este mensaje esté transmitido no
sólo en el nuevo lenguaje, sino precisamente en el movimiento entre el
alemán y el inglés, entre los lenguajes de los lectores de su patria y de su
partida. Quisiera sugerir que es aquí, en el movimiento entre el alemán
y el inglés, en la reescritura de la partida dentro de los lenguajes en el
texto de Freud, donde nosotros participamos plenamente en la reflexión
central de Moisés y el monoteísmo: que la historia, como el trauma, nunca
es simplemente propia, que ella es, en esencia, la manera en la que estamos

16 Freud a Ernst Freud, 12 de mayo de1938 en E. Freud (1960).


17 La resonancia de esta carta a Ernst con Moisés y el monoteísmo también aparece en
las líneas que siguen a la cita anterior: “A veces me comparo con el viejo Jacobo,
quien, cuando fue un hombre muy viejo, fue llevado por sus hijos hacia Egipto,
como Thomas Mann lo describe en su próxima novela: “Déjanos tener la esperanza
de que esta vez no estará seguido por un éxodo hacia Egipto. Ya es tiempo de que
Ahasuerus vuelva a descansar en algo lado”. Para el contexto de este escrito, véase el
excelente capítulo final, To Die in Freedom, de Peter Gay (1988), el cual me alertó
sobre esta carta.

Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la historia 309


implicados en los traumas de los demás. Porque no podemos leer esta
frase sin que partamos nosotros mismos. En esta partida, el texto de Freud
nos interpela, en formas que tal vez todavía no podemos comprender.
Y propondría que, al considerar las posibilidades de análisis político y
cultural, el impacto de éste, aún por comprender, no sólo sea un punto
de partida válido sino también, en verdad, necesario18.

18 El maravilloso análisis de Robert Jay Lifton (1979) sobre el trauma en Freud,


Survivor Experience and Traumatic Syndrome, apunta la relación entre el desarrollo
posterior de la noción de trauma y la Primera Guerra Mundial. Sería interesante
explorar cómo la noción de trauma se inscribe en el impacto que la guerra tuvo
en el trabajo teorético de Freud.

310 Parte III. Representación y verdades


El pathos de lo literal:
el trauma y la crisis de representación1

Ruth Leys

C athy Caruth es una exponente del enfoque posmodernista y poses-


tructuralista aplicado al trauma psíquico y ha recibido una conside-
rable aprobación, no sólo por parte los humanistas en varios campos del
conocimiento, sino también de los psiquiatras y los médicos. A diferencia
de la mayoría de los intérpretes sobre la condición posmoderna que tra-
tan de manera habitual los temas del trauma, la memoria y la identidad
sin referirse en absoluto a la bibliografía contemporánea psiquiátrica-
clínica, Caruth incorpora la neurobiología en su estudio sobre el trauma.
Basándose en las opiniones del médico estadounidense Bessel van der
Kolk y sus seguidores, Caruth defiende que el trauma masivo impide
toda forma de representación porque los mecanismos ordinarios de la
conciencia y la memoria están destruidos temporalmente. En lugar de
ello, lo que ocurre es un registro no distorsionado, material y literal —y
este último es el término fundamental— del acontecimiento traumático
que, disociado del proceso mental normal de cognición, no se puede
conocer o representar sino que regresa de manera diferida bajo la forma
de “ensoñaciones”, de pesadillas traumáticas y otras clases de fenómenos
repetitivos (Caruth, 1995: 152-53).

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 311


En la versión deconstruccionista que hace Caruth de la explicación
neurobiológica del trauma, elaborada por Van der Kolk, la distancia o
aporía entre la conciencia y la representación, que se supone que caracte-
riza la experiencia traumática individual, es análoga a la materialidad del
significante en el sentido que le da a esa idea Paul de Man, quien teorizó
un “momento” de materialidad que, por un lado, pertenece al lenguaje
pero, por otro, está aporéticamente separado del acto (del habla) de
significación2. Más específicamente, central al enfoque sobre el trauma
psíquico de Caruth, se encuentra una teoría ‘performativa’ del lenguaje
derivada de la teoría de De Man. Cuando Caruth estudia el análisis que
hace De Man de la “ruptura dentro del sistema” que surge en la articula-
ción formal propuesta por Kant de la relación entre movimiento y fuerza,
ella escribe:
La ruptura ocurre en el texto de Kant, precisamente en el intento por in-
tegrar la fuerza en el sistema del movimiento. En su análisis de Kant, De
Man identifica esta ruptura específicamente como una perturbación en
la autorrepresentación fenomenológica del lenguaje o en la apariencia en
el lenguaje de la dimensión performativa […] La filosofía, que sabe que es
una gramática o sistema de tropos, debe integrar completamente, aunque
sabe que no puede hacerlo, una dimensión del lenguaje que no muestra
o representa, sino que actúa. Al designar este momento como “fatal”, De
Man lo asocia […] con la muerte. Es paradójicamente en esta ruptura
semejante a la muerte, o resistencia al conocimiento fenomenológico,
donde el sistema confrontará la resistencia de la referencia, como sugiere
De Man (Caruth, 1996: 85).

Para Caruth, una “ruptura como de muerte” análoga reside en


el corazón del trauma; la víctima del trauma no puede simbolizar o
representar el acontecimiento o accidente traumático que ha causado
su condición a pesar de que se vuelve a ‘ejecutar’, repetir o revivir de
manera obsesiva a través de las ensoñaciones, los sueños y los síntomas
relacionados. Por ello, en la obra de Caruth, el empirismo —como una
forma de apelación a la ciencia— y la teoría literaria se ven asociadas

2 Para un desarrollo mayor, véase Paul de Man (1979; 1984 & 1990). Véase también
Hamacher, Hertz & Keenan (1989).

312 Parte III. Representación y verdades


de forma apropiada pero extraña3. En Caruth la “ensoñación”, definida
como “una interrupción […] que […] no puede pensarse simplemente
como una representación”, es el equivalente a la “interrupción de un
modo representacional”, que esa autora asocia con la deconstrucción
del lenguaje efectuada por De Man (Caruth, 1996: 115). Y aparece
un tercer elemento en esa combinación: un conjunto de presunciones
compartidas por muchos autores acerca del fracaso constitutivo de la
representación lingüística en la era posterior al Holocausto, a Hiros-
hima y a Vietnam, que Caruth nunca presenta como la suya propia,
pero que es explícita en los escritos de otros académicos que cita con
aprobación, y, en concreto, de la crítica literaria Shoshana Feldman
y el psicoanalista Dori Laub. Para esos académicos, el Holocausto
en particular es el acontecimiento determinante de la era moderna
porque, en su excepcionalidad terrible e inexpresable, excede nuestra
capacidad de penetrarlo y comprenderlo. Y puesto que ello es así, se
supone que el Holocausto ha precipitado, y tal vez causado, la crisis
epistemo-ontológica del testimonio, una crisis que se manifiesta en el
nivel mismo del lenguaje (Felman & Laub, 1992)4.
Sin embargo, en opinión de Caruth y otros, el testimonio del sujeto
traumatizado “alcanza al otro, consigue ser oído” a través de la urgencia de
una interlocución que nos contamina a todos (Felman & Laub, 1992: 37).
En su opinión, el lenguaje tiene éxito a la hora de testimoniar el horror
traumático sólo cuando la función referencial de las palabras comienza
a romperse, con el resultado de que lo que se transmite no “es el conoci-
miento normalizador del horror, sino el horror mismo”, en palabras de
3 El uso de Caruth de la neurociencia es problemático porque sus afirmaciones y
descubrimiento tienen una validez cuestionable. Pero tiene un cierto sentido, porque
su versión inspirada por De Man de la reconstrucción es empiricista y materialista
en su naturaleza (como los términos han acabado por entenderse en los círculos
seguidores de De Man). Sobre el materialismo y el empiricismo de De Man véase
Fergusson (1992), especialmente lo expuesto entre las páginas 1-35. Compárese
con J. T. Mitchell (1985).
4 Felman habla de “la crisis histórica radical del ser testigo que ha puesto de manifiesto

el Holocausto” (201) y caracteriza nuestro siglo como “un siglo postraumático” (1),
una idea que inspira a Caruth cuando se refiere a nuestra época como “catastrófica”
(Caruth, 1995: 11).

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 313


Water Benn Michaels (1996: 8). En consecuencia Caruth, ofrece varias
interpretaciones, muchas de ellas bastante breves, de las obras ejemplares
o de los pasajes de los trabajos de Freud, Lacan, Duras, Resnais, Kant,
Kleist y De Man, en un intento por demostrar que el lenguaje sólo puede
testimoniar a través del fracaso del testimonio o de la representación5. En
cuanto al proceso mediante el cual esto ocurre, los conceptos relaciona-
dos del habla y la escucha son fundamentales en la explicación de Caruth
(1995: 10):
¿Cómo se escucha lo que es imposible? Sin duda, uno de los retos de esta
clase de escucha es que puede que ya no sea una opción sin más: ser capaz
de escuchar lo que es imposible es también haber sido elegidos por ello, antes
de haber tenido la posibilidad de dominarlo mediante el conocimiento.
Ese es el peligro: el peligro, como algunos lo expresan, del “contagio” del
trauma, de la traumatización de aquel que escucha (Terr, 1988). Pero tam-
bién es su única posibilidad de transmisión. “A veces es mejor —sugiere
el doctor Laub hablando como médico— no saber demasiado” (Laub,
1991). Escuchar la crisis ocasionada por un trauma no es sólo escuchar
el acontecimiento, sino escuchar en el testimonio cómo el superviviente
se aparta de él; el reto del oyente terapéutico, en otras palabras, es cómo
escuchar la partida.

La transmisión de lo irrepresentable —que Caruth concibe como un


proceso inevitable de infección y en el que al mismo tiempo interviene
una obligación ética por parte del oyente— nos involucra, por ende, a
todos aquellos de nosotros que no estábamos allí para escuchar, al con-
vertirnos, como lo expresa Dori Laub, en participantes y copropietarios
del acontecimiento traumático (Felman & Laub, 1992: 57).
No es que Caruth y Laub coincidan totalmente en todas las cuestiones.
Cuando Laub analiza el proyecto de grabar en video el testimonio de los
supervivientes del Holocausto, convierte la tecnología concreta de la
videograbación en un proceso dialógico que conceptualiza en términos

5 (N. de E.) Véase su ensayo “Experiencias sin dueño: trauma y la posibilidad de la


historia” que hace parte de esta antología, inicialmente incluido en su libro Unclai-
med Experience, (1996: 10-24). Para confrontar el resto del texto original, véase de
la edición inglesa.

314 Parte III. Representación y verdades


psicoanalíticos como un “contrato de tratamiento breve” (Felman & Laub,
1992: 70). En este modelo, el superviviente y el entrevistador se reúnen
en un encuentro cara a cara en el que el entrevistador se convierte en un
analista-oyente que está marcado por el trauma pero que, a diferencia de
la víctima, tiene la objetividad y la desconexión emocional para poder
distanciarse de él. Durante ese proceso, se anima al superviviente a que
recuerde y narre el pasado en un procedimiento que tiene algún parecido
al proceso analítico de “trabajar el duelo”6. Pero para Caruth (1995: 153-
154), ese acto de narración se arriesga a traicionar la verdad del trauma,
definido éste como un acontecimiento incomprensible que desafía toda
representación. Conforme a ello, demanda un modelo de respuesta frente al
trauma que asegure la transmisión de la ruptura o distancia de significado
que constituye la historia como inherentemente traumática (1996: 18).
Desde esta perspectiva, la historia es un síntoma del trauma, un síntoma
que no debe y que, en realidad, no se puede curar: simplemente se puede
transmitir, traspasar. “La naturaleza traumática de la historia—Caruth
escribe sin mayor matización— significa que los eventos son únicamente
históricos en la medida en que estos implican a otros”7.
Caruth intenta justificar sus afirmaciones al concentrarse en ciertas
obras psicoanalíticas y de teoría literaria con el propósito no sólo de
seguir los argumentos explícitos de cada uno de los autores acerca del
trauma, sino de reconstruir la trayectoria histórica del “itinerario tex-
tual de las palabras o figuras literarias insistentemente recurrentes” que
tienen “una dimensión literaria que no puede reducirse al contenido
temático del texto o a lo que la teoría codifica y que, más allá de lo que
podemos saber o teorizar sobre ello, persiste tercamente en ser testigo
de alguna herida olvidada” (1996: 5). En este capítulo, me concentro
en la manera en que Caruth examina el trabajo de Freud para mostrar
6 Felman conceptualiza la respuesta al testimonio del Holocausto en los mismos
términos dialógicos-psicoanalíticos, y para ello se concentra en la necesidad para
el oyente ––que en este caso son sus estudiantes–– de recuperarse de la “pérdida
del lenguaje” y conocimiento que ellos mismos sufren al experimentar la escucha
del “testimonio” poético de Celan con el fin de volver a adquirir la significación e
integrar su experiencia (Felman & Laub, 1992: 52-56).
7 Cathy Caruth en esta edición, pp. 304.

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 315


qué es lo equivocado o problemático de los argumentos de Caruth y
evaluar críticamente las cuestiones eticopolíticas en discusión.

Freud como teórico de lo literal


En sus escritos sobre el trauma, Caruth insiste en la importancia funda-
mental de ciertos textos de Freud, que ella interpreta no sólo como un
anuncio de la teoría performativa del trauma, sino también como una
manifestación del supuesto fracaso de la representación que constituye
performativamente el trauma como tal. Por consiguiente, comparte una
cierta tendencia general del posmodernismo que se apropia del psicoa-
nálisis para discutir el trauma del Holocausto y la condición posterior al
Holocausto. Como reconoce Caruth, su apropiación de Freud depende
de una reorientación fundamental de la obra de este autor. “En toda su
obra —afirma—, Freud sugiere dos modelos del trauma que a menudo se
sitúan uno al lado de otro”:

Por un parte, el modelo del trauma de la castración, que se asocia con la


teoría de la represión y el regreso de lo reprimido, y también con un sistema
de significados simbólicos inconscientes (las bases de la teoría de los sueños
en su interpretación habitual); por otra, el modelo de neurosis traumática
(o, podríamos decir también, el trauma causado por accidentes) asociado
con las víctimas de los accidentes y los veteranos de guerra (y, algunos
argumentarían, con su obra temprana sobre la histeria; véase Herman,
Trauma and Recovery) y que surge en la teoría psicoanalítica, al igual que
en la experiencia humana, como una interrupción del sistema simbólico y
está ligada, no a la represión, el inconsciente y la simbolización, sino más
bien a una demora temporal, a una repetición y a un retorno literal. Freud
ponía generalmente sus ejemplos acerca de los dos tipos de trauma el uno
junto al otro […] y admitía […] que no estaba seguro de cómo integrar
ambos (Caruth, 1996: 135).
Como hacen muchos otros teóricos del trauma, Caruth rechaza el
modelo de la castración de Freud y los conceptos asociados de represión y
significado simbólico inconsciente. Para ella, lo que reemplaza el concepto
de castración y represión son las nociones del accidente traumático y de
una latencia inherente en la experiencia traumática. En concreto, vuelve

316 Parte III. Representación y verdades


al accidente de ferrocarril el arquetipo para las teorizaciones modernas
del trauma y del shock, y a la idea conectada de un retardo que intervie-
ne entre el impacto y la aparición posterior de los síntomas traumáticos.
Caruth (1996: 141) vincula la noción de latencia al concepto de Janet de
“disociación”y al concepto de Freud de Nachträglichkeit o “acción diferi-
da” (1996: 133), que Caruth define como una estructura de diferimiento
temporal, aunque ahora depurada de la idea de una asignación retroactiva
de significado a las experiencias sexuales pasadas y reducida en su lugar
a la idea de una repetición literal, aunque posterior, del acontecimiento
traumático:
Si la represión, en el trauma, se reemplaza con la latencia, ello es relevante
en la medida en que su vacío —el espacio del inconsciente— es paradó-
jicamente lo que conservará el acontecimiento en su literalidad. Que
la historia sea una historia del trauma significa que es referencial en la
medida en que no se percibe de manera completa cuando está ocurriendo
(Caruth, 1995: 8).

Es importante darse cuenta desde el comienzo hasta qué grado Caruth


reconfigura el concepto de Freud de Nachträglichkeit o acción diferida.
Para Freud la lógica temporal de la Nachträglichkeit problematiza la
condición originaria del acontecimiento traumático, porque, según esta
lógica, el trauma implica una dialéctica de no conocimiento o de “olvi-
do” y una latencia a través de la cual el pasado sexual se determina como
traumático mediante una asignación retroactiva de significado. Caruth
intenta apropiarse del concepto de Freud de Nachträglichkeit al enfatizar
exclusivamente su aspecto temporal, es decir, Caruth enfatiza la idea que
debido a la falta de preparación del individuo para enfrentar la amenaza
a la vida, situación que define el trauma, la mente reconoce esta amenaza
justo un momento demasiado tarde. El shock causado por la relación de la
mente con la amenaza de muerte no es, por consiguiente, la experiencia
directa de la amenaza, sino precisamente la desaparición de esta experiencia,
el hecho de que, porque no se experimenta a tiempo, no ha sido comple-
tamente conocida” (Caruth, 1996: 62). Lo que le interesa es la idea de
que la experiencia traumática se define por su ‘ilocalizabilidad’ temporal
(1996: 133). Como veremos, esa ilocalizabilidad temporal es esencial para

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 317


su concepto de trauma como algo que necesariamente implica a otros.
Pero cuando pasa a definir la repetición en términos del regreso diferido,
literal y no mediado del acontecimiento traumático, parece concretar el
trauma en términos causales más tradicionales, como si el trauma implicara
un determinismo lineal o una acción directa del pasado sobre el presente.
Parece aceptar esto cuando observa que su comprensión del trauma “se
corresponde con el modelo determinista de la repetición de la violencia”,
como ejemplificación la pesadilla traumática (Caruth, 1996: 136).
Pero ello sugiere que su modelo del trauma definido a partir de la la-
tencia está mucho más cerca del modelo de una enfermedad infecciosa, en
la cual un “período de incubación” o periodo de retardo interviene entre
la infección inicial y la aparición subsecuente de los síntomas, que del
concepto de Freud de Nachträglichkeit. De hecho, veremos que cuando
Caruth pasa a examinar el análisis de Freud de la “neurosis por accidente”
en Moisés y el monoteísmo, acepta explícitamente la analogía entre el trauma
y la infección. Por ello es que Caruth puede apoyar el intento de Bessel van
der Kolk de vincular los síntomas del estrés postraumático a la realidad
externa de una manera causal mediante la conceptualización de los sueños
y de las ensoñaciones traumáticas, como si ellos fueran secuelas directas,
aunque diferidas, de un trauma externo, como una respuesta inflamatoria
frente a un cuerpo extraño8; un modelo etiológico del trauma psíquico
que Freud rechazó desde el inicio9.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, no sorprende que Caruth iden-
tifique la tarea de reinterpretar la comprensión tradicional de la teoría de
la represión a través de la teoría del trauma como “uno de los problemas
centrales para el psicoanálisis hoy en día” (1996: 136) o que, al pedir una
reelaboración intelectual básica del psicoanálisis, favorezca interpretacio-
nes de la pesadilla traumática como las de Van der Kolk, que enfatizan su

8 (N. de E.) Bessel van der Kolk es un psiquiatra clínico, profesor de psiquiatría en la
Facultad de Medicina de la Universidad de Boston. Autor de un centenar de artículos
científicos y coautor con Alexander McFarlane y Lars Weisath de Traumatic Stress:
The Effects of Overwhelming Experience on Mind, Body and Society (1996).
9 Véase la crítica de Freud sobre el modelo inflamatorio del trauma en Freud & Breuer

(1995: 290).

318 Parte III. Representación y verdades


carácter literal y ligado a la memoria (Caruth, 1996: 139). En resumen,
Caruth reclama una reconfiguración radical del psicoanálisis en la cual
la pesadilla traumática se defina como una “experiencia no reclamada”,
como un recuerdo literal, no simbólico y no representacional del aconte-
cimiento traumático.
Un texto crucial para Caruth es Más allá del principio del placer (1920),
en el que por primera vez Freud se ocupa del problema de la pesadilla
traumática. El texto de Freud comienza con una alusión a los síntomas
psíquicos, incluyendo las pesadillas traumáticas, asociados con las neurosis
de guerra; síntomas que parecen reflejar, en opinión de Caruth (1996: 59),
“nada más que la ocurrencia no mediada de acontecimientos violentos”.
En apoyo de ello, la autora cita un pasaje en el que Freud afirma:
Sin embargo, no he sabido que los enfermos de neurosis traumática fre-
cuenten mucho en su vida de vigilia el recuerdo de su accidente. Quizá
se esfuercen más bien por no pensar en él. Cuando se admite como cosa
obvia que el sueño nocturno los traslada de nuevo a la situación patógena,
se desconoce la naturaleza del sueño (Freud, 1995ñ: 13).

Caruth comenta el pasaje anterior de la siguiente manera:


El sueño traumático recurrente deja perplejo a Freud porque no se puede
comprender en términos del deseo o significado inconsciente, sino que
es, pura e inexplicablemente, la recurrencia literal del acontecimiento
contra la voluntad de aquel a quien habita […] En el trauma, lo externo
ha penetrado lo interno sin ninguna mediación. Freud toma este retorno
literal del pasado como un modelo para el comportamiento repetitivo en
general, y defiende en última instancia, en Más allá del principio del placer,
que es la repetición traumática —en lugar de las distorsiones significativas
de la neurosis— la que define la forma de las vidas individuales (Caruth,
1996: 59).

Como sugiere este pasaje, Caruth hace una generalización a partir de


Más allá del principio del placer con el propósito de afirmar que para el
propio Freud las neurosis traumáticas se convierten en el paradigma no
sólo de todas las neurosis, sino más en general de aquello que conforma
toda vida individual. Un paradigma, además, según el cual la respuesta

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 319


traumática no se define en términos de los motivos reprimidos, de las re-
presentaciones disfrazadas y de los significados simbólicos inconscientes,
sino a partir del impacto literal y no mediado del acontecimiento. Según
esta interpretación, los sueños traumáticos no son mediados autobiográfica
o subjetivamente, ni el individuo se apropia de ellos. En lugar de ello, el
‘yo’, que apenas puede seguir siendo caracterizado como un yo (Caruth,
1996: 131-132), se ve poseído por el sueño traumático, que de esta forma
atraviesa toda representación al rememorar y narrar impersonalmente la
verdad histórica del origen traumático10.
Aunque como interpretación del significado general del trabajo de Freud
esta es una afirmación controvertida, como interpretación de la pesadilla
traumática no carece de precedentes. Por ejemplo, Lansky ha observado que
cuando Freud en Más allá del principio del placer reconoce que la pesadilla
traumática parece probar una excepción al principio de que los sueños son
el cumplimiento de los deseos, admitió la existencia de una “compulsión a la
repetición” o principio del funcionamiento mental “más allá del principio
del placer” que gobernaba la producción de los sueños traumáticos. Desde
la aparición del libro de Freud en 1920, varios comentaristas han sido de
la opinión, sobre todo en los últimos años, de que para Freud la pesadilla
10 La teoría de Caruth acerca de cómo el pasado se registra y transmite irremediable-
mente parece ser así una versión extremadamente literal de la historia como crónica,
concebida como un método no subjetivo, no narrativo y no representacional de
memorializar el pasado de una manera que Berel Lang considera la forma más ética
de escribir la historia del genocidio. En el análisis de Lang, el “límite” de lo que es
el Holocausto se define como un objeto o acontecimiento que es literal porque se
separa de la representación o se sitúa como algo previo a ella. Por tanto, requiere un
método histórico que preserve, hasta donde sea posible, la literalidad del pasado.
Denomino la versión de la historia traumática de Caruth como “extremadamente
literal” porque aunque la crónica histórica para Lang es “un punto cero de la histo-
riografía”, reconoce que esa crónica nunca es completamente independiente de la
agencia del historiador y hasta cierto punto también es interpretación y convención,
o representación (Lang, 1992: 300-317). Como ha sugerido Amy Hungerford, es
como si la representación se imaginara a sí misma como la clase de objeto que se
arriesga a matar o distorsionar la verdad moral de los hechos en torno al pasado
traumático, hechos que deberían “hablar por sí mismos” (Hungerford, 1999: 102-
24). (N. de E.) Para una lectura de la propuesta de Berel Lang véase el ensayo de
Hayden White, “Entramamiento histórico y el problema de la verdad”, incluido
en esta antología.

320 Parte III. Representación y verdades


traumática carece, en consecuencia, de contenido latente, cumplimiento
del deseo y significado simbólico y, por lo tanto, se debe comprender como
una memoria o repetición verídica, y de hecho literal, del acontecimiento
traumático. Muchos neurocientíficos, entre ellos el ya mencionado Bessel
van der Kolk y sus asociados, interpretan las pesadillas traumáticas en
los mismos términos literales, aunque la prueba de esas pretensiones sea
débil y la propia pretensión esté pobremente formulada11. Incluso Lansky
interpreta el significado de Freud en Más allá del principio del placer de
esa forma. Describe las pretensiones de Freud sobre la naturaleza de las
pesadillas postraumáticas como el modelo implícito para la reciente teoría
de la naturaleza literal del sueño traumático con la cual el autor, Lansky,
entra en conflicto (Lansky & Bley, 1995: 7-8)12.
Caruth se apoya en esta tradición interpretativa cuando define a Freud
en Más allá del principio del placer como uno de los partidarios del enfoque
de que la pesadilla traumática es una memoria literal del acontecimiento
traumático. Pero, ¿esa interpretación de Freud está justificada? Hay ra-
zones para dudarlo. Obviamente, es legítimo que Caruth interprete los
textos más claramente aporéticos de Freud, como Más allá del principio del
placer, en contravía a la tendencia de las interpretaciones más ortodoxas
de carácter edípico. Los escritos de Freud sobre el trauma y los mecanis-
mos de defensa están desorganizados de tal manera que parecen invitar
—o necesitar— un acercamiento crítico. Además, Caruth tiene razón
al sugerir que el problema de la repetición —o el impulso de muerte—
asedia la obra de Freud hasta el punto de plantear un desafío interno a
la confianza profesada por el autor a la teoría de la libido y la represión.
A este respecto, Caruth une sus fuerzas al trabajo de Jonathan Cohen,
Warren Kinston, Henry Krystal y otros que han retornado en tiempos
recientes al problema del trauma psíquico y de la violencia psíquica en
el psicoanálisis y lo han hecho en términos muy cercanos a los de ella
(Caruth, 1995: 6; 1996: 131, 135-36).

11 (N. de E.) Leys desarrolla esta crítica en el capítulo vii, “The Science of the literal:
The neurobiology of Trauma”, de su libro Trauma: A Genealogy (2000: 229-265).
12 Pero los autores también se preocupan por destacar los cambios posteriores en el

pensamiento de Freud acerca de este tema.

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 321


No obstante, está lejos de ser evidente que la discusión de Freud sobre
el trauma y la pesadilla traumática en Más allá del principio del placer y
otros textos tienda hacia lo literal de esa representación o de que interprete
la ‘situación’ a la que regresa el que sueña en esos términos literales. Es una
aproximación más amplia, basada en la historia, pero inspirada, no obstante,
en el espíritu deconstruccionista y en un rango mucho más extenso de los
escritos de Freud discutidos por Caruth (textos como las discusiones de
Freud sobra la psicología de masas en Psicología de grupos y el análisis del
yo o El yo y el ello (id), y su texto central sobre la ansiedad, Inhibiciones,
síntomas y ansiedad). Además, el énfasis en la condición enigmática de la
identificación afectiva o mimética y de la sugestión hipnótica en el trabajo
de Freud, un tema que Caruth ignora, plantea también problemas en torno
a la teoría de la represión sin tener que recurrir a la noción de lo literal.
Por el contrario, esa valoración subraya la dimensión sugestiva ficticia
fantasmagórica de la repetición traumático-mimética.
Tampoco esa discusión crítico-genealógica del trauma implica un
rechazo o crítica de la noción de representación como tal. En lugar de
ello, se cree que Freud y sus contemporáneos oscilaron entre dos ideas de
representación: una definida en términos de “representación teatral”, que
subraya las nociones de autodistanciación especular y el recuerdo consciente
en el trauma; la otra, definida en términos de “mimesis” o identificación
afectiva y originaria, que subraya las nociones de absorción no especular
en un escenario traumático que es inmemorial, no debido a su ruptura
constitutiva con toda representación, sino porque ese escenario no está
disponible para una cierta clase de representación —la autorrepresentación
teatral— y, por tanto, para la memoria consciente13. Como he argumen-
13 Véase Borch-Jacobsen (1988: 39; 1992: 123-54). La nueva afirmación de Borch-
Jacobsen de que la mimesis es siempre especular, incluso cuando es más ficticia o
“surreal”, no cambia la característica básica acerca de la representación. Existen
paralelos entre las ideas de Caruth acerca del trauma y el intento posmodernista de
Jean-François Lyotard de apropiarse del concepto de Nachträglichkeit con el propósito
de definirlo en términos de un momento inicial de shock traumático que implica un
afecto puro que se experimenta en una inmediatez e inmanencia y que reside más
allá de la representación o el desplazamiento o por fuera de ellos, como si el trauma
se pudiera conceptualizar como un agent provocateur que conduce directamente a
los síntomas (Lyotard, citado en Caruth, 1996: 133). Elizabeth Bellamy (1997:

322 Parte III. Representación y verdades


tado en otra parte, la sugestión hipnótica ha funcionado como un punto
de giro entre esos dos conceptos de representación.
Otra forma de expresarlo es decir que lo que Caruth intenta no es
proporcionar una genealogía del concepto de trauma psíquico, sino usar
la idea de trauma como un concepto crítico con el propósito de apoyar
su teoría performativa del lenguaje. Para que su proyecto tenga éxito es
fundamental proponer lo literal en Freud, porque la teoría inspirada por
Paul de Man de lo performativo así lo exige. Eso es claro en su análisis del
último trabajo de Freud, Moisés y el monoteísmo (1939). Su decisión de
concentrarse en este notable libro —y notablemente especulativo— es
astuta, porque en esa obra Freud intenta explicar la psicología y la histo-
ria de los grupos (específicamente la historia de los judíos) a través de la
psicología del individuo en términos que podría pensarse que se corres-
ponden con los aspectos de su teoría performativa del trauma. Además,
argumenta Caruth, la redacción misma de Moisés y el monoteísmo, que
se escribió durante los últimos años de Freud en Viena y en el trasfondo
de la creciente persecución nazi de los judíos, está marcada por la misma
tendencia compulsiva a la repetición que Freud está intentando analizar
desde lo teórico, de manera que el texto lleva por sí mismo a la afirma-
ción de Caruth del texto que pone en acción o “escribe” el desastre del
Holocausto mismo. Caruth está lejos de ser la única que somete Moisés
y el monoteísmo a un análisis crítico. En el trabajo de Jean François Lyo-
tard, Philippe Lacou-Labarthe, Jean-Luc Nancy, Jacques Derrida y otros,
ese libro se ha convertido en un lugar privilegiado de investigación de la
problemática del trauma, la memoria y la historia, que son tan esenciales
en los exámenes del Holocausto y de la condición posmoderna.
“Moisés [era] un egipcio”. Con esa afirmación, en apariencia ofensiva,
Freud inicia un razonamiento según el cual la religión del monoteísmo se
transmitió originalmente a los “inmigrantes culturalmente inferiores”, los
israelitas, por el no-judío Moisés, un príncipe o sacerdote egipcio que se
había convertido al monoteísmo y que lideró el Éxodo de los israelitas fuera
de Egipto, sólo para ser después asesinado por ellos. La religión judía se
143-44) ha desarrollado recientemente el análisis de Borch-Jacobsen sobre el afecto
para criticar las ideas de Lyotard.

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 323


funda así con un acto de violencia, en el asesinato sedicioso de un extranjero,
y ese asesinato se describe por Freud, de acuerdo con el argumento de su
anterior trabajo especulativo-antropológico, Tótem y tabú (1913), como
una repetición del asesinato del líder o del “Padre” por la horda primitiva de
“hermanos” en la prehistoria del mundo. Pero según Freud, el asesinato de
Moisés estaba destinado a ser objeto de renegación, o reprimido y olvidado,
con el resultado de que los israelitas carentes de liderazgo volverían a su
adoración idolatra primitiva y politeísta. Alrededor de cien años después,
los mismos israelitas que habían asesinado a Moisés llegaron a un lugar
donde había tribus semíticas organizadas en clanes que tenían otro líder,
un sacerdote midianita que también se llamaba Moisés, y que adoraban
a un dios llamado Yavé. Los dos terminaron por unirse para formar un
pueblo judío unificado. De manera gradual, la culpa por el atroz crimen
contra Moisés, cuya memoria había estado reprimida en el inconsciente
del primer grupo, comenzó a aumentar y a dejarse sentir. En la lucha que
siguió a continuación entre los seguidores del culto mosaico de Egipto y
las religiones yavistas, la religión mosaica, después de un período de varios
siglos, venció finalmente. En resumen, para Freud el judaísmo monoteísta
se desarrolló sólo de manera diferida, mediante la Nachträglichkeit, sobre
la base del asesinato de un extraño cuya muerte violenta a manos de los
israelitas fue reprimida y olvidada, sólo para regresar más tarde con la
forma de una expiación no totalmente reconocida. Según Freud, la reli-
gión cristiana es sólo otra repetición camuflada de asesinato primitivo,
donde el “redentor” o Hijo asume la culpa trágica de la horda primaria o
hermana, que en sus orígenes destronó al “Padre” de la prehistoria, y paga
por el pecado del asesinato con el sacrificio de su vida.

Para Freud, un problema fundamental es cómo explicar el efecto dife-


rido del asesinato de Moisés en los judíos, es decir, la transmisión de una
“tradición” que se deja sentir en la historia de un pueblo de una manera
inconsciente y repetitiva. “¿Cómo explicaríamos un efecto así demorado,
y en qué en otro ámbito tropezamos con fenómenos parecidos? (Freud,
1995j: 64) se pregunta. Entre todas las cuestiones complejas que plantea
la obra de Freud, ésta es la principal preocupación de Caruth y es también
en torno a la respuesta que le da Freud a esta pregunta que gira su inter-

324 Parte III. Representación y verdades


pretación. Después de considerar y rechazar ciertos ejemplos de trans-
misión diferida, Freud se ocupa del accidente de ferrocarril como el caso
más cercano al problema que está estudiando. En Unclaimed Experience,
Caruth argumenta que el accidente de ferrocarril no es “simplemente un
acontecimiento”, sino “la escena ejemplar del trauma par excellence, no sólo
porque describe lo que ahora sabemos acerca de los acontecimientos trau-
matizantes, sino también, y de manera más profunda, porque nos dice qué
es lo que no puede aprehenderse de manera precisa en los acontecimientos
traumáticos” (1996: 6). Para Caruth, el accidente de ferrocarril es, por
lo tanto, paradigmático del tratamiento que hace Freud de la historia de
los judíos como la historia de un trauma. Cuando Caruth usa el ejemplo
de Freud del accidente ferroviario en su introducción a su primer libro,
Trauma: Explorations in Memory, cita el siguiente pasaje:
Supóngase que un hombre abandone, indemne en apariencia, los sitios
donde ha vivido un terrible accidente, por ejemplo, un choque ferroviario,
pero en el curso de las semanas siguientes desarrolla una serie de graves
síntomas psíquicos y motores, que sólo se pueden derivar de aquel choque,
aquella conmoción, o lo que obrase sobre él en ese momento. Tiene una
“neurosis traumática”. He aquí un hecho que no entendemos en modo al-
guno, vale decir, un hecho nuevo. Al tiempo transcurrido entre el accidente
y la primera aparición de los síntomas se le llama “periodo de incubación”,
con transparente referencia a la patología de las enfermedades infecciosas
[…] en el carácter que se podría llamar latencia (Freud, 1995j: 65).

Caruth omite dos frases en esta cita. Deja por fuera la frase con la que
comienza el pasaje, en la que Freud declara que “El siguiente ejemplo a
que acudimos tiene, aparentemente, todavía menos en común con nuestro
problema” (Freud, 1995j: 65). Y también omite una frase que en el original
ocupa el lugar indicado por la elipsis de Caruth y que dice: “Ahora, por
fuerza, caemos en la cuenta de que, a pesar de la diversidad fundamental,
entre ambos casos —el problema de la neurosis traumática y el del mo-
noteísmo judío— hay empero coincidencia en un punto” (Freud, 1995j:
65), es decir, la correspondencia en relación con la latencia. Esta última
frase anticipa el argumento que Freud realizará después, en la siguiente
sección, donde dirá que “la única analogía satisfactoria con el curioso

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 325


proceso que hemos discernido en la historia de la religión judía”—una
analogía que “es tan completa”, “que casi llega a la identidad” (Freud,
1995j: 69) — no es el trauma del accidente ferroviario, sino la etiología
de las neurosis en los “traumas” castrantes sexuales-agresivos de la infancia
temprana, su represión defensiva y el retorno diferido de lo reprimido14.
Sobre esa base, Freud escribe:
Trauma temprano-defensa-latencia-estallido de la neurosis-retorno parcial
de lo reprimido: así rezaba la fórmula que establecimos para el desarrollo de
una neurosis. Ahora invitamos al lector a dar el siguiente paso: adoptar el
supuesto de que en la vida del género humano ha ocurrido algo semejante
a lo que sucede en la vida de los individuos. Vale decir, que también en
aquella hubo procesos de contenido sexual-agresivo que dejaron secuelas
duraderas, pero las más de las veces cayeron bajo la defensa, fueron olvi-
dados; y más tarde, tras un largo periodo de latencia, volvieron otra vez
a adquirir eficacia y crearon fenómenos parecidos a los síntomas por su
arquitectura y su tendencia (Freud, 1995j: 77).

Las omisiones de Caruth no son especialmente importantes. Cuando


cita el mismo pasaje en un libro posterior, Unclaimed Experience, restaura
la segunda de las frases omitidas15. Pero son sintomáticas de su rechazo
general a la explicación edípica de las neurosis elaborada por Freud. Aunque
reconoce que “la analogía con el individuo edípico constituye mucho de
su explicación” sobre la historia de los judíos (Caruth, 1996: 16), e incluso
que según Freud la memoria histórica, o al menos la memoria histórica
judía, “es siempre una distorsión, una filtración del evento original a través

14 Al hacer esta analogía, o “axioma” o “postulado”, Freud no intentará decidir si la


etiología de las neurosis en general se puede considerar como traumática. En lugar
de ello, apela a la idea de una “serie complementaria” [véase “series complementarias”
en Laplanche &. Pontalis (1994)] con el fin de evitar una elección clara y rápida
entre los factores exógenos y endógenos. La idea le permite tratar esos dos factores
como complementarios (cuanto más débil uno, más fuerte el otro), de manera que
cualquier grupo de casos puede en teoría distribuirse a lo largo de una escala con
dos tipos de factores que varían en proporción inversa. Sólo en los límites de la serie
surge el problema de si está actuando uno sólo de los factores.
15 Le doy las gracias a Larissa MacFarquhar por llamar mi atención sobre las omisiones

de Caruth en este punto y la útil discusión acerca de su importancia.

326 Parte III. Representación y verdades


de las ficciones de la represión traumática, que hace disponible el evento,
en el mejor de los casos, de forma indirecta” (1996: 15-16), Caruth piensa
que en el ejemplo del accidente ferroviario hay “una comprensión muy
diferente” de la historia, que es la que a ella le interesa (1996: 16):

En su uso del término latencia, el período durante el cual los efectos de la


experiencia no son aparentes, Freud parece comparar el accidente con el
movimiento sucesivo en la historia judía, desde el evento de su represión
hasta su retorno. Sin embargo, lo que es realmente impactante acerca de la
experiencia de la víctima del accidente y lo que en sí constituye el enigma
central revelado por el ejemplo de Freud no es tanto el período de olvido
que ocurre luego del accidente, sino el hecho de que la víctima de la colisión
nunca estuvo completamente consciente durante el propio accidente: la
persona escapa “indemne en apariencia”, dice Freud. La experiencia del
trauma, el hecho de la latencia, parecería consistir así no en el olvido de
una realidad que nunca puede ser completamente conocida, sino en una
latencia inherente dentro de la experiencia misma […] Más aún, es esta
latencia inherente del evento la que, en contraste, explica la peculiaridad, la
estructura temporal y el carácter diferido de la experiencia histórica judía:
dado que el asesinato no se experimenta como ocurre, se hace evidente solo
en conexión con otro lugar y otro tiempo (Caruth, 1996: 17).

Como interpretación de Freud, hay bastantes cosas tendenciosas en estos


comentarios. Pero son típicos de las prácticas interpretativas de Caruth, que
implican, en vez de lecturas detalladas de los textos que está considerando,
tematizaciones de los mismos en términos de ciertas figuras o tropos privi-
legiados. En este caso, al convertir el accidente en el modelo de la historia
de los judíos en sustitución del relato edípico, Caruth altera de manera
decisiva los términos del análisis de Freud. (El concepto del accidente,
definido en términos de contingencia, imprevisibilidad, ilocalizabilidad
y la alteración de las expectativas y significados semánticos, es esencial
en la interpretación que hace Felman de la crisis de representación que se
supone que caracteriza nuestro “siglo postraumático”16). Freud describe la
experiencia de los judíos como una historia que puede ser “valorada como
traumática” (1995j: 50), pero que él caracteriza como un “crimen” asesino

16 Véase especialmente Felman & Laub (1992: 22), donde Felman cita a Caruth.

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 327


(1995j: 82) y el regreso colmado de culpa de lo reprimido. Caruth rechaza
el modelo del trauma basado en la castración elaborado por Freud con el
fin de tematizar el mismo relato como la narración de la victimización de
los judíos, como la historia de un asesinato que, aunque parezca increíble,
“dado que el asesinato no se experimenta [por los perpetradores] como
ocurre (Caruth, 1996: 17), sino como un trauma incomprensible perdido
que “separa” violentamente a los judíos de Moisés (1996: 69), como una
“separación” traumática (1996: 15), una supervivencia, un retorno lite-
ral, como si los judíos fueran víctimas y supervivientes de un accidente
completamente inesperado, no intencionado, exógeno17.
La alteración más llamativa de Caruth en términos de la explicación
de Freud de la historia de los judíos afecta a la cuestión de lo literal.
Según ella, el retorno de la religión mosaica reprimida ocurre, como
en la aparición de los síntomas de una colisión ferroviaria o del estrés
postraumático, como el “retorno literal de un acontecimiento contra la
voluntad de aquellos que viven en él” (1995: 5). Caruth parece compren-
der la aparición de la cristiandad como el retorno diferido del trauma
de separación de Moisés en esos mismos términos. Pero la explicación
de Freud de la transmisión de la tradición se resiste a la interpretación
de Caruth. Es cierto que en Moisés y el monoteísmo, Freud expresa su
deseo por saber la esencia de la “verdad histórica” en los acontecimientos

17 Caruth convierte en tema de estudio el famoso relato de Freud sobre el juego fort-da
del niño en Más allá del principio del placer en los mismos términos, es decir, como
“un juego que, en última e inexplicable instancia, es simplemente un juego de apar-
tamiento” (1996: 66). Sobre esta base, la autora trata ese juego como anticipatorio
o generador del concepto de trauma como “partida”, que ve actuando en Moisés y
el monoteísmo. De esta forma, la autora desplaza el significado de la partida de la
madre en la partida o diferencia inherente en el juego mismo, lo que equivale a decir
que lo desplaza a la diferencia interna, es decir a la diferencia interna que hace que
el trauma siempre conlleve una “idea de historia que va más allá de los límites del
individuo” (1996: 66). Para una interpretación diferente del juego fort-da —que
lo entiende como un juego en el que interviene la mimética de una identificación
incorporativa que es indiferente al aspecto del placer y del dolor porque está “más
allá” del principio del placer y “antes” que el displacer— véase Borch-Jacobsen
(1988: 32-34) [(N. de E.) Véase también el ensayo Freud y el trauma que se incluye
en esta edición].

328 Parte III. Representación y verdades


que está describiendo (Freud, 1995j: 13, 51, 82). Pero la pregunta que
se plantea es: ¿Qué quiere decir Freud con “verdad histórica”? Por una
parte, Freud parece proponer que podemos extraer la “verdad histórica”
de las leyendas y de los otros materiales contradictorios y distorsionados
que se le presentan al historiador. De hecho, para los acontecimientos
que se refieren al propio Moisés, dedica un considerable esfuerzo a
darle concreción a sus argumentos, como ha mostrado el historiador
Yerushalmi (1991), al hacer un uso selectivo del conocimiento acadé-
mico moderno crítico sobre los estudios bíblicos. Por otro lado, Freud
parece proponer también un nuevo concepto de verdad histórica, que
difiere del de “verdad material” (1995j: 123) cuando acepta que el
conocimiento del pasado está disponible retrospectivamente sólo a
través de la distorsión y falsificación; un pasado que, de acuerdo con
sus especulaciones en Tótem y tabú, es fundamentalmente ahistórico o
al menos prehistórico, primario.

De ese modo, en el segundo de los dos prefacios, escrito en Londres


en junio de 1938, Freud caracteriza su proyecto en términos que parecen
corresponder a la explicación de Caruth sobre la fuerza inconsciente
de la tradición en la historia de los judíos: “No he puesto más en duda
que los fenómenos religiosos sólo son comprensibles según el modelo
de los síntomas neuróticos del individuo con que hemos llegado a fa-
miliarizarnos: unos retornos de procesos sobrevenidos en el acontecer
histórico primordial de la familia humana, procesos sustantivos, olvida-
dos de antiguo; y que tales retornos deben ese origen, justamente, a su
carácter compulsivo y, por tanto, ejercen efecto sobre los seres humanos
en virtud de su peso en verdad histórico-vivencial” (Freud, 1995j: 56).
Y en el examen posterior acerca de la transmisión del conocimiento de
Moisés y su asesinato, un análisis que Caruth ignora, Freud introduce
una distinción entre historia escrita y tradición oral que también parece
implicar que, a diferencia de la escritura que lesiona o “asesina” el registro
histórico (Freud, 1995j: 34), la tradición oral conserva la verdad histórica
como una recolección no distorsionada o prístina. Pero los términos que
efectivamente usa Freud en su análisis son tales que la distinción entre
historia escrita y tradición oral no se puede mantener:

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 329


La gente de Egipto traía consigo la escritura y el gusto por la historiografía,
pero largas épocas debían pasar hasta que esta última discerniera como
su obligación la veracidad intransigente. Al principio no tuvo escrúpulos
en plasmar sus informes de acuerdo con sus necesidades y tendencias
del momento, como si todavía no hubiera descubierto el concepto de la
falsificación {Verfälschung}. En virtud de estas constelaciones, se pudo
configurar una oposición entre la fijación escrita y la tradición oral de una
misma sustancia, la sustancia de la tradición. Lo omitido o modificado en
la transcripción {Niederschrif} muy bien pudo conservarse incólume en la
tradición. Esta última era el complemento y, a la vez, la contradicción de
la historiografía. Estaba menos sometida al influjo de las tendencias des-
figuradoras, acaso en muchas de sus piezas se sustraía por entero de estas,
y por eso podía ser más veraz que el informe fijado por escrito. Empero,
perjudicaba su confiabilidad que fuera más variable e imprecisa que la
transcripción; estaba expuesta a múltiples alteraciones y deformaciones
por tener que transferirse de una generación a otra mediante comunicación
oral (Freud, 1995j: 66).

La tradición o el testimonio oral, al estar de modo simultáneo “en


parte completamente libre” de las distorsiones injuriosas de las que son
presa la exégesis o la historiografía bíblica, y ser más “vaga y más fluida”,
porque está sujeta a “muchos cambios y distorsiones” según va pasando
de generación en generación, es vulnerable a la falsificación en formas que
colapsan la distinción entre tradición oral de historia escrita que Freud
afirma de todas formas.
Además, si como Freud argumenta, la tradición del monoteísmo nunca
se perdió por completo, sino que por el contrario se hizo más poderosa con
el transcurso de los siglos y se reprodujo eventualmente con una “fidelidad”
de la que carece la literatura imaginativa, no obstante, por analogía con la
neurosis de la infancia el pasado reprimido y olvidado, regresa sólo de una
forma disfrazada y desplazada. Eso es lo que nos sugiere Freud cuando, en
una referencia implícita al argumento de su ensayo de esa misma época,
Construcciones en el análisis (1937), compara la religión monoteísta o el
cristianismo con las alucinaciones de los psicóticos, que contienen un
“fragmento de verdad olvidada”, pero de una forma demente y confusa
(Freud, 1995j: 82). Como el propio Freud escribe:

330 Parte III. Representación y verdades


Por los psicoanálisis de personas individuales hemos averiguado que
sus tempranísimas impresiones, recibidas en una época en que el niño
era apenas capaz de lenguaje, exteriorizan en algún momento efectos de
carácter compulsivo sin que se tenga de ellas un recuerdo consciente. Nos
consideramos con derecho a suponer lo mismo respecto de las tempra-
nísimas vivencias de la humanidad entera. Uno de esos efectos sería el
afloramiento de la idea de un único gran dios, que uno se ve precisado a
reconocer como un recuerdo, sin duda que desfigurado, pero plenamente
justificado. Una idea así tiene carácter compulsivo, es forzoso que halle
creencia. Hasta donde alcanza su desfiguración, es lícito llamarla delirio;
y en la medida en que trae el retorno de lo pasado es preciso llamarla
verdad. También el delirio psiquiátrico contiene un grano de verdad,
y el convencimiento del enfermo desborda desde esa verdad hacia su
envoltura delirante (Freud, 1995j: 125).

Podría defenderse que para Freud la fuerza de este argumento reside


no tanto en la afirmación de que el pasado regresa de una forma distorsio-
nada, sino en la afirmación de que incluso las alucinaciones o distorsiones
extremas del psicótico contienen un fragmento de verdad histórica. Po-
dríamos relacionar ese argumento con el deseo de Freud durante toda su
vida de fundamentar la “realidad psíquica” en un origen que antecediera
a esa realidad o fuera independiente de ella; un origen que pudiera, por
consiguiente, conocerse directamente18. Al mismo tiempo, y esa es la
tensión inherente a su pensamiento, puesto que para Freud el comienzo
no es algo absoluto sino que sólo está accesible a través de las sustitucio-
nes, desplazamientos y falsificaciones que se le sobreponen mediante la
Nachträglichkeit y las fuerzas motivas de la represión, no puede haber un
simple regreso al origen, no se puede escapar de las incertidumbres de la
interpretación y construcción analíticas: el origen o trauma no se presenta
a sí mismo como una verdad literal o material, como exige la teoría de
Caruth, sino como una “verdad histórica” o física cuyo significado se tiene
que interpretar, reconstruir y descifrar19.

18 El análisis clásico de este aspecto del pensamiento de Freud es el de Laplanche &


Pontalis (1968: 1-17).
19 De esta forma, en Construcciones en el análisis Freud se asegura de que “todo lo

esencial de la [historia psíquica] se ha conservado; aún lo que parece olvidado por

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 331


Además, ¿qué hace Caruth ante el hecho de que en Moisés y el mo-
noteísmo Freud admite que el architrauma de la historia —el asesinato
primigenio hipotético del “padre” por la horda primitiva— podría ser
perfectamente una fantasía, y que la distinción entre fantasía y realidad
es irrelevante para ese argumento? La posición de Freud es congruente
con la tesis del caso Hombre de los lobos en el cual él esquiva y desplaza a
la vez la oposición entre realidad y fantasía en forma tal que el estatus del
acontecimiento como realidad histórica no puede ni necesita decidirse,
al argumentar que el origen de la neurosis es bien un acontecimiento
histórico o bien una fantasía primigenia que en sí misma se deriva de una
“verdad” arquetípica que trasciende la esfera individual, (Freud, 1995j:
84). De hecho, para Freud, en el origen podría bien existir una ocultación
originaria o fundamental20.
En resumen, es sólo recurriendo a una interpretación muy forzada que
Caruth puede afirmar que Freud propone en Moisés y el monoteísmo una
historia del monoteísmo judío basada en una analogía con el accidente y
que suponía que grababa a fuego, literalmente, en la mente una realidad
incomprensible que “regresa de continuo, con toda exactitud, en un mo-
mento posterior” (Caruth, 1995: 153). Repito: esto no niega en absoluto

completo, está todavía presente de algún modo y en alguna parte, sólo que sote-
rrado, inasequible al individuo. Como es sabido, es lícito poner en duda que una
formación psíquica cualquiera pueda sufrir realmente una destrucción total”. Freud
amplia su argumento a los alucinados psicóticos que, como los histéricos, también
sufren de “sus propias reminiscencias”. Sin embargo, añade: “Tampoco en aquella
época esa breve fórmula pretendía poner en tela de juicio la complicada causación
de la enfermedad, ni excluir el efecto de tantísimos otros factores” (1995j: 270). Es
más, debido a la complejidad de las estructuras psíquicas, para Freud la cuestión
de la verdad empírica de este “de algún modo y en alguna parte” se suspende para
intentar descubrir la “verdad psíquica” del paciente.
20 Esta es la propuesta de Borch-Jacobsen quien, sobre la base de una interpretación

cuidadosa de los argumentos aporéticos de Freud acerca de la relación entre la


identificación y el deseo, arguye que para Freud en el origen de la religión está una
mimesis combinada homicida y “ciega” que tiene la estructura de una ocultación
originaria (1988: 48) y que hace del líder varón dominante de la tribu o de la hor-
da el “Padre” de la religión y la moral sólo a causa de la Nachträglichkeit, es decir,
mediante un acto diferido, identificatorio, ambivalente y, por lo tanto, inductor de
culpa, de obediencia al hombre muerto (Borch-Jacobsen, 1992a: 15-35).

332 Parte III. Representación y verdades


que el concepto de trauma tenga un lugar peculiar en el pensamiento de
Freud o que sus textos no dejen ver muchas dudas en torno a cómo situar
el trauma dentro de la economía psíquica (dudas que un compromiso
inspirado por el psicoanálisis o la deconstrucción o cualquier otra razón
que quiera comprender el contenido “latente” de sus ideas podría querer
explorar e interpretar). Pero una empresa de esa clase no hallará lo literal
en el sentido de Caruth.

La escritura del desastre


En este contexto, merece la pena recalcar que hay algo más que Caruth
descarta del texto de Freud; una omisión que a primera vista es sorpren-
dente, puesto que lo aludido parecería apoyar más su posición de lo que
la socavaría. Esa omisión se refiere a la adhesión de Freud a la teoría de
Lamarck de la herencia de los caracteres adquiridos como un mecanismo
para explicar la transmisión de la experiencia traumática entre genera-
ciones. La creencia de que el trauma que experimenta una persona puede
transmitirse a otras es inherente a la teoría del trauma de Caruth. El
modelo básico para esta transmisión es el encuentro cara a cara entre una
víctima que reproduce o actúa su experiencia traumática, y un testigo que
escucha y a su vez se ve contaminado por la catástrofe. “El significado
último del análisis psicoanalítico e histórico del trauma es sugerir que la
partida inherente, en el trauma, del momento en el que ocurrió por pri-
mera vez es también un medio de transmisión del aislamiento impuesto
por el acontecimiento —escribe Caruth— que la historia del trauma, en
su inherente naturaleza diferida, sólo puede ocurrir escuchando a otra
persona” (1995: 10-11). Es un modelo de transmisión que se ajusta a las
suposiciones de los médicos como Bessel van der Kolk y Judith Herman
de que los testigos de los sufrimientos de otros son vulnerables a la misma
dialéctica del trauma padecida por las propias víctimas.
Pero Caruth expande ese modelo para incluir la transmisión del trauma
a través del espacio y tiempo, de manera que el trauma de un individuo se
comprenda como algo capaz de perseguir a las generaciones posteriores,
como si los fantasmas del pasado pudieran hablar con aquellos que viven

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 333


en el presente, y contaminarlos a su vez a través del contagio. Como
afirma en relación con Moisés y el monoteísmo de Freud y el “trauma” de
los judíos: “la capacidad de elección no es simplemente un hecho del
pasado sino la experiencia de haber sido proyectados en un futuro que
no es completamente nuestro. La experiencia diferida del trauma en el
monoteísmo judío sugiere que la historia no es sólo la transmisión de
una crisis, sino también la transmisión de una supervivencia que sólo
puede poseerse dentro de una historia más grande que la de cualquier
individuo o cualquier generación” (Caruth, 1996: 71). El resultado es
que los individuos o los grupos que nunca experimentaron directamente
el trauma ellos mismos se imaginan como “herederos” de las memorias
traumáticas de aquellos que murieron hace largo tiempo. Felman aplica
específicamente la misma idea a las mujeres cuando afirma que “la vida
de cada una de las mujeres contiene, de manera explícita o implícita, la
historia de un trauma”, incluyendo la historia o los síntomas de traumas
psíquicos que han ocurrido “completamente de segunda mano, como de
hecho ocurre, a través del mecanismo del trauma insidioso”21 y que se
pueden transmitir intergeneracionalmente. Así, se imagina que el gru-
po tiene la misma psicología que el individuo, de manera que la misma
historia se puede conceptualizar en términos traumáticos. En resumen,
para Caruth, como para muchos otros hoy en día, la historia colapsa en
la memoria al volver a describir, como lo ha expresado no hace mucho
Walter Benn Michaels en una evaluación crítica de esas ideas, “algo que
nunca hemos conocido como algo que nunca hemos olvidado”, convir-
tiendo así el pasado histórico en “una parte de nuestra propia experiencia”
(Michaels, 1996: 6).
Michaels está especialmente interesado en los problemas raciales-
identitarios involucrados en conceptualizar de esa forma la historia
como memoria. La teoría de la transmisión intergeneracional del trauma
(o la teoría de De Man de lo performativo), observa Michaels, “pone a
disposición el Holocausto como una fuente continua de conservación
de la identidad” porque, al imaginar que aquellos que no estábamos allí

21 Felman (1993: 16) cita el artículo No por fuera del rango: una perspectiva feminista
del trauma de la psicóloga clínica Laura Brown, incluido en esta antología.

334 Parte III. Representación y verdades


podemos de todas formas estar marcados por el trauma de los judíos,
permite la aparición de un “antiesencialismo explícito” y de una esencia
judía no religiosa basada en la posibilidad de “recordar” el destino de otra
persona (Michaels, 1996: 12). Ahora bien, una versión de la historia como
memoria no es extraña a Freud. Y ello porque Freud no sólo cree en una
transmisión intergeneracional de la experiencia, sino porque propone un
mecanismo específico para esa transmisión: un mecanismo lamarckiano
de herencia cuya visibilidad lo hace difícil de ignorar22. De ese modo, en
Moisés y el monoteísmo, Freud declara que no hay dificultad en compren-
der cómo la tradición del monoteísmo se transmitió por predecesores
que habían sido participantes y testigos reales de sus orígenes asesinos.
“Pero —se pregunta—, ¿podemos creer respecto de posteriores siglos
lo mismo, o sea, que la tradición tuvo por base un saber comunicado de
una manera normal, trasferido de abuelos a nietos?” (1995j: 90). Freud
no parece creerlo y argumenta que se hace incluso más difícil llegar a
esta conclusión cuando se considera la transmisión del conocimiento
del padre primigenio y de su destino en los tiempos primitivos, en los
cuales es difícil de justificar, incluso, la presunción de una tradición oral
(1995j: 90). “¿En qué sentido, pues, cuenta una tradición como tal? ¿En
qué forma ha estado presente?”, se pregunta de nuevo (1995j: 90) y se
da a sí mismo la siguiente respuesta: “Opino que la coincidencia entre
el individuo y la masa en este punto es casi perfecta: También en las
masas se conserva la impresión {impronta} del pasado en unas huellas
mnémicas inconscientes” (1995j: 90). Este es el momento en Moisés y
el monoteísmo en el que Freud adopta de manera famosa la teoría de la
herencia de los “caracteres” adquiridos asociada con las ideas de Lamarck,
a pesar de que sabía que la biología moderna había rechazado esa teoría
(1995j: 94-97).

22 La aceptación de Freud del lamarckianismo, o de una versión del lamarckianismo,


ha sido cada vez más difícil de ignorar debido al descubrimiento y publicación re-
cientes de un borrador antes no conocido del duodécimo ensayo metapsicológico
de Freud, Sinopsis de las neurosis de transferencia, fechado entre los años 1914-1915,
en el que las ideas de Lamarck tienen una relevancia fundamental. Para un estudio
valioso de la historia del lamarckianismo en el pensamiento de Freud véase Ilse
Grubrich-Simitis (1987: 75-107).

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 335


Caruth cree también en la transmisión intergeneracional del trauma.
Sin embargo, la autora no discute la teoría de Freud de la herencia de los
caracteres adquiridos23. La razón de su omisión no es difícil de detectar:
Caruth ya tiene un mecanismo que es capaz de hacer todo el trabajo que
la tecnología lamarckiana desempeñaba para Freud. Si Caruth no men-
ciona o necesita las teorías lamarckianas de Freud ello se debe a su versión
inspirada por De Man, ya que esa tecnología explica cómo los textos por sí
mismos consiguen de una manera performativa igual transformación de
la historia en memoria y su transmisión entre generaciones que el lamar-
kianismo facilitaba para Freud.
Ello es evidente en la sección de su libro Unclaimed Experience titulada
“The Writing of Disaster”, una resonancia deliberada del famoso libro de
Blanchot, La escritura del desastre. En esas páginas, Caruth intenta de-
mostrar cómo los textos consiguen una transformación como la descrita
mediante la aplicación de sus ideas a Moisés y el monoteísmo. Sin embargo,
cuando examinamos en detalle cómo se supone que funciona ese meca-
nismo, su argumento depende o parece depender de un truco de manos.
Caruth quiere constituir el libro de Freud como el “lugar del trauma”
mismo (1996: 20). Ese trauma se habría producido durante su redacción
entre 1934 —cuando Freud comenzó por primera vez a escribirlo— y
1938 —cuando fue obligado por la amenaza de la persecución nazi a dejar
Viena y exiliarse en Inglaterra—. Es fundamental para el argumento de
Caruth mostrar que el trauma de Freud no está representado como tal en
su texto, sino que se manifiesta únicamente en las aporías o en el incons-
ciente de referencias que ella cree que definen la experiencia traumática.
El libro Moisés y el monoteísmo apareció en tres partes separadas, y Freud
retrasó la publicación de la última de las partes hasta que se trasladó a la
seguridad del Londres. En dos diferentes prefacios que aparecen al inicio
de la Parte iii, y también en el “Resumen y recapitulación” que insertó
en medio de esa sección, Freud explica la historia de la redacción y la pu-

23 La autora menciona sólo el trabajo de Nicolas Abraham y de Maria Torok sobre


la transmisión intergeneracional del fantasma, porque la teoría le parece “cruzarse
con la idea de trauma intergeneracional” (Caruth, 1996: 136). Se está refiriendo a
la obra Apostillas sobre el fantasma, en Abraham & Torok, (2005: 37-75).

336 Parte III. Representación y verdades


blicación de su libro. Esos son los materiales en torno a los cuales versa la
interpretación de Caruth.
Caruth comienza con la cita de un largo pasaje del “Resumen y reca-
pitulación” de Freud. Cito el pasaje exactamente como ella lo transcribe,
incluyendo sus elipsis:
La parte que sigue de estos estudios [la segunda sección de la tercera par-
te] no se puede dar a publicidad sin unas circunstanciadas explicaciones
y disculpas. En efecto, no es otra cosa que una repetición fiel, a menudo
literal, de la primera parte: ¿Por qué no lo he evitado? La respuesta es para
mí fácil de hallar, mas no de confesar. No fui capaz de borrar las huellas de
la historia genética, en todo caso insólita, de este trabajo.

En realidad fue escrito dos veces. Primero hace algunos años en Viena,
donde yo no creía en la posibilidad de publicarlo. Me resolví a dejarlo estar;
pero me martirizaba como un espíritu no apaciguado, y hallé la escapatoria
de volver independientes dos fragmentos de él […] Sobrevino entonces,
en marzo de 1938, la inesperada invasión alemana; me compelió a aban-
donar la patria, pero también me libró del cuidado de que su publicación
le valiera al psicoanálisis una prohibición allí donde era tolerado. Apenas
llegado a Inglaterra, hallé irresistible la tentación de poner al alcance de
mis contemporáneos mi guardado saber […] No pude resolverme a re-
nunciar por completo a las anteriores, y así di en el compromiso de añadir
todo un fragmento de la primera exposición intacta, a la segunda, lo que
aparejaba justamente la desventaja de unas extensas repeticiones (Moisés
y el monoteísmo de Freud, citado en Caruth, 1996: 19-20).24.
Caruth no omite nada importante en este pasaje, pero de conformidad
con la teoría performativa afirma simplemente que “a pesar de la tentación
de dar un significado referencial inmediato al trauma de Freud en la invasión
alemana y la persecución nazi, no es precisamente la referencia directa a la
invasión alemana, de hecho, la que puede decirse que identifica el trauma
en el pasaje de Freud” (Caruth, 1996: 20). Ello se debe a que:

La invasión es caracterizada no en términos de su consecuente persecución


y amenazas, de las cuales la familia Freud en realidad tuvo su parte, sino

24 Moisés y el monoteísmo de Freud, citado en Caruth (1996: 19-20).

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 337


en términos del énfasis puesto, de alguna manera diferente, en una simple
línea: ‘Esto me forzó a dejar mi hogar, pero también me liberó del miedo’
[(Sie) zwang mich, die Heimat zu verlassen, befreite mich aber]. El trauma
en el texto de Freud es primero que todo un trauma de la partida, un trauma
de verlassen” (Caruth, 1996: 20).
En resumen, Caruth se concentra en la presencia en el “Resumen y
recapitulación” de Freud de una de las figuras literarias, “la partida”, que
Caruth asocia con la ruptura de toda representación y, por lo tanto, con
la teoría performativa del trauma. Continúa diciendo que es la palabra
“partida” la que vincula en realidad el “Resumen y recapitulación” con
la “estructura traumática” del libro, mediante su “referencia implícita” a
los dos prefacios anteriores, fechados “Antes de marzo de 1938” (cuando
Freud todavía estaba en Viena) y “En junio de 1938” (después de que se
hubiera establecido en Londres), en los cuales describe sus razones para
no publicar su libro y luego su decisión de dejar que aparezca. Caruth
(1996: 21) cita del segundo prefacio, reproducido aquí exactamente como
ella lo transcribe:
Las particularísimas dificultades que me asediaron durante la redacción
de este estudio referido a la persona de Moisés […] hicieron que este tercer
ensayo, el de la conclusión, lleve dos diversos prólogos que se contradicen
y se anulan entre sí. En efecto, en el breve lapso que media entre ambos ha
variado radicalmente las circunstancias externas del autor. En aquel tiempo
vivía bajo la protección de la Iglesia Católica y con la angustia de perderla
con mi publicación […] De pronto sobrevino la invasión alemana […] En
la certidumbre de que ahora me perseguirían, abandoné [verliess ich] con
muchos amigos la ciudad que había sido mi patria desde mi temprana
infancia y durante 78 años.

A partir de esas líneas, Caruth argumenta lo siguiente:


El ‘intervalo entre los dos prefacios’ que Freud menciona de modo explícito
y el cual es el espacio literal entre “Antes de marzo de 1938” y “En junio de
1938”, implícitamente también marca el espacio de un trauma, un trauma
denotado no simplemente por las palabras “invasión alemana”, pero más
bien nacido de las palabras verliess ich, ‘abandoné’. La escritura de Freud
preserva la historia, de manera precisa, dentro de este espacio temporal en

338 Parte III. Representación y verdades


su texto; y dentro de las palabras de su partida, palabras que no simplemente
se refieren, pero que a través de su repetición en el posterior “Resumen y
recapitulación”, transmiten el impacto de una historia en lo que en esencia
no puede ser comprendido con respecto a la partida (Caruth, 1996: 21).
Esa glosa es característica de las prácticas interpretativas de Caruth. Su
argumento depende de la afirmación de que el segundo prefacio preserva
la historia sólo dentro de la distancia o aporía producida por palabras que
no se refieren sólo a su trauma del exilio, sino que lo transmiten performa-
tivamente como algo que no puede ser aprehendido o representado. Pero
su análisis depende de un subterfugio, porque implica la omisión justo de
las palabras del pasaje que cita que parecerían desaprobar su aseveración.
Cito nuevamente el pasaje, esta vez restituyendo [entre corchetes] las
palabras que han sido elididas:
Las particularísimas dificultades que me asediaron durante la redacción de
este estudio referido a la persona de Moisés [reparos íntimos y disuasiones
exteriores] hicieron que este tercer ensayo, el de la conclusión, lleve dos
diversos prólogos que se contradicen y se anulan entre sí. En efecto, en el
breve lapso que media entre ambos han variado radicalmente las circuns-
tancias externas del autor. En aquel tiempo vivía bajo la protección de la
Iglesia Católica y con la angustia de perderla con mi publicación [con mi
publicación y provocar, para los seguidores y discípulos del psicoanálisis
una prohibición de trabajar en Austria]. De pronto sobrevino la invasión
alemana; [el catolicismo revelo ser, para decirlo con palabras bíblicas, una
‘caña flexible’]. En la certidumbre de que ahora me perseguirían [por mi
modo de pensar, sino también por mi ‘raza’], abandoné [verliess ich] con
muchos amigos la ciudad que había sido mi patria desde mi temprana
infancia y durante 78 años (Freud, 1995j: 55).
Es inmediatamente obvio que con su alusión a la persecución que
le amenazaba “no sólo a causa de su trabajo sino también a causa de mi
«raza»”, Freud cede a la tentación de darle un significado referencial a su
huida de los nazis al mencionar explícitamente las persecuciones raciales
y las amenazas hechas contra él. Caruth sólo puede desautorizar esa de-
claración negándose a citar las palabras pertinentes. En resumen, actúa
como si no pudiera permitir citarse todo lo que escribió Freud, porque
las palabras que omite contradicen su argumento.

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 339


En otro sentido, lo que acabo de decir puede que no sea totalmente justo,
porque para Caruth ninguna referencia directa, incluyendo las referencias
directas que se hacen en los pasajes purgados, podrían nunca considerarse
como pruebas contrarias a su posición. Y ello porque los términos en los
cuales enmarca su argumento —“no […] precisamente la referencia directa a
la invasión alemana”, “un trauma denotado no simplemente por las palabras
«invasión alemana»”, “palabras que no simplemente se refieren”— están
todos ellos diseñados para permitirle defender su explicación acerca del
fracaso de la referencia frente a cualquier contraargumento basado en
referencias directas que se encuentren en las frases oportunas. Incluso si
se hubieran dejado intactas las palabras en las cuales Freud declara expresa-
mente sus razones para dejar Viena, Caruth seguiría argumentando que el
trauma “no se denota simplemente” por esas palabras, sino que recae sobre
la palabra “partí” con el propósito de mantener que el trauma de Freud
de la “partida” le era opaco al propio Freud y también al propio texto. El
texto transmite, por lo tanto, la verdad histórica sólo en la “inconsciencia
de la referencia hecha por Freud” a su partida. Señaló aquí la ecuación que
establece a este respecto Caruth entre la referencia de Freud al intervalo de
tiempo entre la composición del primero y el segundo de los prefacios y el
“espacio literal” entre las fechas de los dos prefacios; un espacio literal que,
por consiguiente, marca performativamente el “espacio” del propio trauma.
Pero es claro que en el enfoque de Caruth cualquier signo de puntuación,
incluyendo la ausencia de puntuación, se puede utilizar para demostrar el
espacio literal de la aporía que está buscando, lo cual es una prueba más de
la base ideológica de sus afirmaciones.
Todavía hay más. Hemos visto que Caruth está dedicada a demostrar
que Moisés y el monoteísmo de Freud comunica performativamente entre
generaciones la aporía o trauma de la historia mediante la demostración
de cómo se transmite a otro lector que vive en otro tiempo y lugar. Ese
lector obtiene así acceso a la memoria del trauma de otra persona a través
de los vacíos de la transmisión lingüístico-textual. Con ese fin, Caruth
llama la atención sobre otro momento de “Resumen y recapitulación” de
Freud, cuando el psicoanalista dice acerca de su partida de Viena: “me
compelió a abandonar la patria, pero también me libró del cuidado de
que su publicación le valiera al psicoanálisis una prohibición allí donde

340 Parte III. Representación y verdades


era tolerado” (Freud, 1995j: 100). Caruth interpreta esta afirmación de
Freud en el sentido de que significa no sólo que Freud es ahora libre de
publicar su trabajo, que es lo que él dice, sino que, más específicamente,
Freud se siente libre para hacerlo en Londres, es decir, para “llevar su
voz a otro lugar” (Caruth, 1996: 23). Piensa que puede confirmar esa
interpretación gracias a una carta que Freud le envió a su hijo Ernst, que
estaba ya en Inglaterra y a quién le escribió en mayo de 1938 cuando
estaba realizando sus preparativos finales para abandonar Viena: “Dos
prospectos me mantienen trabajando en estos tiempos crueles: volver a
juntarme con todos ustedes y morir en libertad” (Caruth, 1996: 23). La
autora ignora uno de los deseos declarados por Freud, reunirse con su
familia, y se concentra en el segundo, “morir en libertad”, que interpreta
en términos de la figura de la “partida” y de una voz (o fantasma) que en
el momento de partir hacia la muerte “nos” habla a los lectores desde el
más allá de la tumba: “La libertad de Freud de irse es, paradójicamente,
la libertad no de vivir pero de morir: traer su voz a otros al morir. Es
decir, la voz de Freud emerge como una partida. Y es esta partida la que
además nos interpela” (1996: 23). Caruth observa a este respecto que
las últimas cuatro palabras de la carta de Freud están escritas en inglés,
y es en ese cambio del alemán nativo de Freud al inglés, el lenguaje de
su nuevo hogar, en el que Caruth sitúa el momento de la transmisión
traumática:
Quisiera sugerir que es aquí, en el movimiento entre el alemán y el inglés,
en la reescritura de la partida dentro de los lenguajes en el texto de Freud,
donde nosotros participamos plenamente en la reflexión central de Moisés
y el monoteísmo: que la historia, como el trauma, nunca es simplemente
propia, que la historia es, en esencia, la manera en la que estamos implicados
en los traumas de los demás. Porque no podemos leer esta frase sin que
partamos nosotros mismos. En esta partida, el texto de Freud nos interpela,
en formas que tal vez todavía no podemos comprender. Y propondría que,
al considerar las posibilidades de análisis político y cultural, el impacto
de éste, aún por comprender, no sólo sea un punto de partida válido sino
también, en verdad, necesario (Caruth, 1996: 23-24).
¿Qué fuerza tiene esa afirmación? Al hablar de un “nos” y de un
“nosotros” que no se refieren a un sujeto universal, sino a lectores de

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 341


habla inglesa o de habla alemana exclusivamente, como si Freud quisiera
otorgar el legado del psicoanálisis sólo a las personas angloparlantes o
germanoparlantes, Caruth sugiere que “nosotros” nos convertimos en
copropietarios del trauma de Freud porque no podemos leer su frase
dividida entre el alemán y el inglés sin escindirnos nosotros mismos,
sin estar traumatizados o vernos disociados por el propio trauma de
la “partida” que él mismo experimenta. Caruth no está interesada en
ofrecer una explicación psicoanalítica-psicológica de cómo el trauma
de otra persona se podría experimentare como el nuestro propio —por
ejemplo, a través de la noción de identificación (lo que requiere traba-
jo)—, sino en proponer una explicación textual-lingüística basada en
la idea de que la división o aporía lingüística que marca —o desfigu-
ra— el texto de Freud es literalmente reproducida como una división o
aporía en nosotros, sus lectores, de manera que participamos también
necesariamente de la disociación traumática de la partida.
Además, puesto que para Caruth lo que transmite la carta de Freud
a su hijo es precisamente el no-conocimiento que constituye el trauma,
es lo que “tal vez no podemos comprender todavía totalmente” en las
obras de Freud lo que constituye su legado como teórico del trauma.
Es esta afirmación la que justifica todo el enfoque de Caruth hacia el
psicoanálisis. Porque, según ella, la tarea del crítico o del académico no
es tanto intentar comprender la teoría del trauma de Freud histórica o
genealógicamente mediante el estudio de los cambios en sus textos y
tal vez intentando vincular esos cambios a las circunstancias históricas
de su producción25, sino recibir y transmitir a su turno las aporías de
los textos de Freud —estar poseído o perseguido traumáticamente por
ellos—, como el enigma del no- conocimiento y la supervivencia que
constituye el trauma como tal. Si, como defiende Caruth, la teoría del
trauma es uno de los lugares gracias a los cuales sobrevive la tradición
freudiana “en la seguridad que proporciona su transformación y apropia-
ción por la psiquiatría” (1996: 72) —una referencia probable al trabajo
de Van der Kolk y otros—la supervivencia está también ocurriendo en

25 Caruth (1996: 121) no niega que el enfoque histórico de Freud merece la pena
seguirse, pero señala que ese no es su proyecto.

342 Parte III. Representación y verdades


las “incertidumbres creativas” de esta misma teoría del trauma (1996:
72), incertidumbres que son las que aseguran que la aporía —usando la
terminología de Caruth— sobreviva.

La parábola de la herida
Estoy ya cerca del final de mi análisis, pero antes de parar quisiera
comentar una parte de Unclaimed Experience que ejemplifica a la per-
fección los peligros que tiene el enfoque del trauma que hace Caruth.
El momento ocurre justo al principio de su libro, cuando discute la
parábola, o moral, involucrada en uno de los ejemplos que Freud usa
para ejemplificar la compulsión a la repetición. En la tercera sección de
Más allá del principio del placer, Freud recurre a la literatura con el fin de
ilustrar la existencia en las personas normales, y no sólo en los neuróticos,
de una compulsión “demoniaca” que se va a repetir. Esta compulsión
parece estar “más allá” del principio del placer, lo cual le obliga a una
revisión radical de su teoría de la economía psíquica. Lo que le interesa
en especial a Freud en el texto escogido es que parece demostrar una
“recurrencia perpetua de la misma cosa” que no está relacionada con el
comportamiento activo por parte de la persona afectada, sino con una
experiencia pasiva sobre la cual el sujeto “no tiene ninguna influencia,
sino que enfrenta con una repetición de la misma fatalidad”. En la enun-
ciación condensada de Freud:
La figuración poética más tocante de un destino fatal como este nos la
ofreció Tasso en su epopeya romántica, la Jerusalén libertada. El héroe,
Tancredo, dio muerte sin saberlo a su amada Clorinda cuando lo desafió
revestida con la armadura de un caballero enemigo. Ya sepultada, Tancredo
se interna en un en un ominoso bosque encantado, que aterroriza al ejército
de los cruzados. Ahí hiende un alto árbol con su espada, pero de la herida
del árbol mana sangre, y la voz de Clorinda, cuya alma estaba aprisionada
en él, le reprocha que haya vuelto a herir a la amada (Freud, 1995ñ: 22).

Caruth cita este pasaje al comienzo de Unclaimed Experience porque


le parece que esa historia de Tancredo “se puede interpretar […]como una
parábola más general de las consecuencias no articuladas de la teoría del

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 343


trauma en los escritos de Freud, y más allá de eso, también del vínculo crucial
entre literatura y teoría que las siguientes páginas se proponen explorar”
(1996: 3). ¿Cuál es exactamente la parábola que nos ofrece el poema de
Tasso en opinión de Caruth? En sus comentarios iniciales al pasaje del
texto de Freud, Caruth declara que las heridas causadas por Tancredo
a Clorinda representan “la manera en que la experiencia del trauma se
repite a sí misma, exactamente y sin remisión, a través de todos los actos
desconocidos de los supervivientes y contra su propia voluntad”. Según
Caruth, la historia de Tasso dramatiza así la “repetición en el corazón de
la catástrofe”, de manera tal que la experiencia que Freud llamará neurosis
traumática surge como “la repetición inconsciente de un acontecimiento
que no se puede dejar atrás sin más” (Caruth, 1996: 2).

Para Caruth, en otras palabras, Tancredo es víctima de una neurosis


traumática. Es una víctima de esa enfermedad no sólo porque experimenta
una catástrofe de la cual no es responsable, sino debido a que experimenta
su acto homicida “demasiado pronto, de manera demasiado inesperada,
para ser plenamente conocido” y, por lo tanto, “no está disponible para el
consciente hasta que se impone a sí mismo de nuevo, de forma repetida,
en las pesadillas y las acciones repetitivas de los supervivientes” (1996:
4). Como lo expresa Caruth (1996: 4): “Igual que Tancredo no oye la
voz de Clorinda hasta la segunda herida, de la misma manera el trauma
no se puede localizar en el simple acontecimiento violento u original en
un pasado individual, sino más bien en la manera en que su naturaleza
no asimilada, la forma en la cual no se conoció precisamente la primera
vez que ocurrió, regresa para perseguir al superviviente más tarde”. La
afirmación de que Tancredo no tiene conocimiento ni conciencia del
“acontecimiento traumático” es esencial para la interpretación de Caru-
th de éste como un superviviente de la neurosis traumática, de la misma
manera que una incapacidad de la conciencia y el conocimiento es una
característica fundamental de su teoría performativa del trauma. Tancredo
no sabe lo que ha hecho porque la catástrofe del homicidio ha ocurrido
demasiado pronto para que lo pueda asimilar, lo cual es la razón para que
no pueda representarlo, sino solo repetirlo “exactamente y sin remisión”,
con la forma de una repetición traumática.

344 Parte III. Representación y verdades


Las afirmaciones de Caruth son extrañas por más de una razón. En
primer lugar, Freud no cita la historia de Tancredo como un ejemplo de
la neurosis traumática, sino como un ejemplo de la tendencia general que
existe incluso entre la gente normal a repetir experiencias desagradables
y, por ello, como un ejemplo de la repetición-compulsión o impulso de
muerte. En la sección anterior de Más allá del principio del placer, Freud
ha analizado las enfermedades que ocurren después de los desastres fe-
rroviarios, otros accidentes y la experiencia de la batalla como ejemplos
de la neurosis traumática, una neurosis cuyos síntomas, como los sueños
traumáticos, muestran una tendencia a la repetición desagradable. Pero
había abandonado pronto el “oscuro y árido tema de la neurosis traumática”
(Freud, 1995ñ: 14) con el fin de discutir otros ejemplos de la repetición
compulsiva, como el juego fort-da de los niños y la historia de Tancredo
y Clorinda, que son ejemplos que obviamente no se pueden asimilar a las
neurosis traumáticas. Es sólo dejando sin responder numerosas preguntas
acerca de la naturaleza del impulso de muerte que Caruth puede incor-
porar las experiencias de Tancredo de tener “la impresión de un destino
que las persiguiera, de un sesgo demoníaco en su vivencia” (Freud, 1995ñ:
21) al diagnóstico de la neurosis traumática (sin perder de vista que para
Caruth [1996: 59] la neurosis traumática implica la imposición de un
“acontecimiento” displacentero o de un “mundo exterior” que penetra “en
nuestro interior sin ninguna mediación”). ¿Cuál sería el acontecimiento,
teniendo presente el resumen que hace Freud de la historia de Tancredo,
que representaría al “mundo exterior” literalmente y que rompería el
escudo protector de la mente de esa manera?26
En segundo lugar, no es cierto que la muerte de Clorinda a manos de Tan-
credo no esté “disponible para la conciencia” hasta que se impone nuevamente

26 Caruth observa “el curioso desplazamiento” en el texto de Freud del ejemplo de la


neurosis de combate al impulso de muerte (1996: 66). Lo que la interesa aquí es
que ese movimiento, tematizado por la autora como una “partida” del asunto de
la neurosis traumática, es la misma “partida” que según ella es inherente al trauma
mismo. Sobre esta base asimila el juego fort-da y, por extensión, la historia de Tan-
credo y Clorinda, a la historia del trauma como “partida”, y observa a este respecto
que para el final de la sección en la que Freud lo discute, el juego fort-da está “no
obstante determinado como una clase de acción traumática” (1996: 134, 135).

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 345


a través de la repetición asesina. Ni Tasso ni Freud hacen la afirmación de que
Tancredo no sea consciente de haber matado a su amada la primera vez. Tasso
mata ‘involuntariamente’ a Clorinda (Freud usa el término unwissentlich, sin
saberlo), en el sentido de que no quiere matarla, aunque sí pretende matar
el enemigo que finge ser. Pero en el poema, Tasso reconoce a la moribunda
Clorinda en el momento en que descubre su cara y aunque se le describe tan
abrumado por el horror ante esa visión que comienza a delirar y se le aparece
a sus compañeros como si él mismo estuviera muerto, cuando vuelve a sus
sentidos está abrumado por la pena, los reproches y la culpa al saber lo que
ha hecho, y prepara el entierro del cuerpo de Clorinda27.
En tercer lugar, la repetición del acto asesino no es literal y exacta,
sino simbólica y metafórica: toma la forma de un golpe o una herida a un
árbol que sangra, una figura que, como ha mostrado Margaret Ferguson,
tiene un larga historia literaria, cuyo desarrollo por Tasso está cargada,
como Ferguson (1983: 126-36) sugiere, de un significado simbólico,
incluyendo uno de tipo edípico. Caruth debe ignorar esas dificultades si
quiere afirmar que Tancredo es la víctima inconsciente de una neurosis
traumática cuya experiencia no está disponible para su consciencia excepto
a través de una repetición exacta y sin remisión. De la misma manera en
que Caruth convierte a los israelitas que asesinan a Moisés en víctimas
pasivas del trauma de una “separación” accidental, así convierte también
a Tancredo en víctima de un trauma.
Estos problemas señalan todavía otra dificultad en la interpretación de
Caruth, que la autora reconoce y que intenta tratar: no es Tancredo, sino
Clorinda la víctima indisputable de una herida. Para repetir el resumen
de Freud de la épica de Tasso, como la cita Caruth: “[Tancredo] hiende
un alto árbol con su espada, pero de la herida del árbol mana sangre, y la
voz de Clorinda, cuya alma estaba aprisionada en él, le reprocha que haya
vuelto a herir a la amada”. En resumen, Tancredo es un homicida, aunque
involuntario, y Clorinda es su víctima dos veces. Caruth lo sabe y lo ad-
mite, como cuando reconoce que “la herida que habla no es precisamente
la de Tancredo, sino la herida, el trauma, de otro” (1996: 8) o se refiere a

27 Torquato Tasso, Gerusalemme liberata (1991: Canto 12, versos 64-99).

346 Parte III. Representación y verdades


la “herida original de Clorinda” (1996: 116). Sin embargo, Caruth está
decidida a identificar a Tancredo como la víctima de un trauma, aunque
esa identificación le cree problemas de otra clase. En efecto, Caruth está
interesada en otro aspecto de la historia de Tancredo, es decir, en el papel
que tiene Clorinda como testigo de un trauma. Cuando Caruth analiza
por primera vez la cuestión del testimonio en el poema de Tasso, presenta
a Clorinda como el testigo de algo que ella sabe y Tancredo no:

Porque lo que me parece especialmente sorprendente en el ejemplo de Tasso


no es sólo el acto inconsciente por el que se inflige la herida y su repetición
inadvertida y no deseada, sino la conmovedora y penosa voz que grita,
una voz que se libera paradójicamente a través de la herida. Tancredo no
sólo repite este acto, sino que al repetirlo oye por primera vez la voz que
le grita que vea lo que ha hecho. La voz de su amada se dirige a él y en esa
exhortación, atestigua el pasado que ha repetido involuntariamente. La
historia de Tancredo representa, por consiguiente, la experiencia traumática
no sólo como el enigma de los actos repetidos e ignorados de un agente
humano, sino también como el enigma de la alteridad de una voz humana
que grita desde la herida; una voz que es testigo de una verdad que el propio
Tancredo no puede conocer totalmente (Caruth, 1996: 2-3).

Esta formulación parece implicar que Clorinda es la testigo de la


experiencia traumática de Tancredo, una testigo que sabe algo —la ‘ver-
dad’— que la víctima, Tancredo “no puede conocer plenamente”. Pero
hay una dificultad obvia con esta interpretación desde el momento en
que Tasso y Freud —e incluso Caruth— declaran todos que Clorinda da
testimonio de su propia herida. Si Clorinda da testimonio de su propia
herida, entonces el poema de Tasso no se puede utilizar para los fines de
Caruth como un ejemplo literario de la teoría performativa del trauma,
porque según esa teoría la víctima del trauma (Clorinda) no es capaz de
dar testimonio o de representar lo que ella ha experimentado. ¿Cómo se
pueden resolver estos dilemas?
La respuesta muy ingeniosa de Caruth es sugerir que la voz de Clorinda
no es exactamente su propia voz, sino la de Tancredo, en el sentido de que
la suya es la voz del segundo yo o el “otro” femenino disociado del Tancredo
traumatizado:

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 347


Aunque la historia de Tancredo, los golpes repetidos de su espada y el
sufrimiento que reconoce en la voz que oye representan la experiencia
del individuo traumatizado por su propio pasado —la repetición de
su propio trauma según conforma su vida—, la herida que habla no es
precisamente la de Tancredo, sino la herida, el trauma, de otro [este es el
momento en el que Caruth reconoce que Clorinda es la víctima de una
herida]. Es posible, naturalmente, interpretar que la otra voz, la voz de
Clorinda, representa en la parábola del ejemplo el otro dentro del yo que
retiene la memoria de los acontecimientos traumáticos “indeseados” del
pasado propio [ese es el momento en el que Tancredo se reinserta como
una víctima del trauma] (Caruth, 1996: 8).

En otras palabras, Clorinda es testigo del trauma de Tancredo en


virtud del hecho de que es el “otro” interno de Tancredo quien retiene la
memoria de la experiencia traumática, una memoria de la que carece el
mismo Tancredo. La ventaja de esta sugerencia asombrosamente recursiva,
aunque no apoyada textualmente, no es sólo que reconoce la condición
de Clorinda como víctima, como el poema obliga a Caruth a reconocer,
sino que también satisface el deseo de esa autora de convertir también a
Tancredo en víctima al incorporar a Clorinda dentro de Tancredo como
su yo secundario o escondido que confiesa la verdad de lo que el mismo
Tancredo no sabe y no puede saber. En resumen, Caruth resuelve los dile-
mas que le plantea su deseo de hacer de Tancredo la víctima de un trauma
al presentarle con una personalidad dual y lo hace en términos tales que se
acomoda tanto a la teoría clásica (janetiana) y a la moderna de la disocia-
ción traumática. (Sin embargo, las implicaciones de género de sus análisis
permanecen inexploradas. Como si Caruth desplazara las divisiones de
género de Clorinda —una dama guerrera que se viste y lucha como un
hombre— al interior del propio Tancredo). Tancredo-Clorinda viene así
a representar o imaginar una diferencia como tal: la diferencia o el “otro”
dentro del yo y del lenguaje que para Caruth siempre está involucrada en
el escenario traumático y que hace que el trauma de una persona siempre
pertenezca o afecte a otro sujeto también.
El análisis de Caruth de Tancredo-Clorinda como una personalidad
dual expresa su compromiso primordial con hacer que la victimización

348 Parte III. Representación y verdades


no sea localizable en ninguna persona o lugar en concreto, permitiendo
así que el contagio migre o se extienda a otros. En este caso, la impor-
tancia primordial del contagio es lo que le permite imaginar a Caruth
cómo el lector podría verse implicado en el trauma de otros. Esa es la
razón por la cual pasa tan rápido de su propuesta de que comprendamos
Tancredo-Clorinda como un yo dividido a la sugerencia de que “po-
demos leer también aquí el discurso de la voz, no sólo como la historia
del individuo en relación con los acontecimientos de su propio pasado,
sino como la historia de la manera en la cual el trauma propio se liga al
trauma de otro, la manera en la cual el trauma puede conducir, por lo
tanto, al encuentro con el otro, mediante la posibilidad y la sorpresa
de escuchar la herida de otro” (Caruth, 1996: 8). Esta sugerencia ejem-
plifica a la perfección la teoría del trauma de Caruth en el sentido de
que nos pone a todos nosotros en la posición de Tancredo-Clorinda, y
a continuación oscila, de una manera inestable pero ‘ejemplar’, entre
imaginarse uno mismo como la víctima inescapable de un trauma e
imaginarse uno mismo como el oyente de la herida de otra persona,
lo que equivale a decir que la sugerencia ilustra por excelencia la “ilo-
calizabilidad de cualquier experiencia traumática concreta” (1996:
134). En relación con el Holocausto, es como si propusiera que tanto
si experimentamos el trauma del Holocausto directamente o no, cada
uno de nosotros, en el periodo posterior al Holocausto, es ya un sujeto
dividido o disociado para siempre, simultáneamente víctima y testigo,
y por ello marcado también para siempre por la diferencia y la división
que caracteriza al sujeto traumatizado.

Pero su discusión de la épica de Tasso tiene consecuencias incluso más


inusitadas. Porque, si según ese análisis, el homicida Tancredo puede con-
vertirse en la víctima del trauma y la voz de Clorinda ser un testimonio de la
herida de él, entonces la lógica de Caruth convertiría a otros perpetradores
en víctimas también. Por ejemplo, convertiría a los ejecutores de los judíos
en víctimas y los “gritos” de los judíos en el testimonio del trauma sufrido
por los nazis. El Oxford English Dictionary define “parábola” como sigue:
“Una narrativa ficticia o alegoría (usualmente algo que podría ocurrir en
la realidad), por la cual las relaciones morales o espirituales se presentan

El pathos de lo literal: el trauma y la crisis de representación 349


de manera figurada o acordada, como en las parábolas del Nuevo Testa-
mento”. En la interpretación de Caruth, lo que la parábola de la historia
de Tasso nos cuenta no es únicamente que Tancredo se puede considerar
la víctima de un trauma, sino que incluso los nazis no están exentos de
recibir la misma consideración.

350 Parte III. Representación y verdades


Parte IV

Memorias colectivas

a
El pasado en el presente1.
cultura y la transmisión de la memoria

Ron Eyerman

Introducción: sobre la historia y la memoria

E n este artículo desarrollo las ideas que he presentado en un reciente


libro (Eyerman, 2002), en el que ofrezco un relato histórico detallado
sobre el papel de la representación de la esclavitud en la formación de la
identidad afroamericana. Los temas de esa obra adquirieron su forma final
durante mi trabajo con un grupo de sociólogos en el Center for Advanced
Study de la Universidad de Stanford. En ese lugar se reúnen académicos
de diferentes disciplinas del conocimiento y de varios lugares del mundo.
El trabajo se estructuró en torno a un almuerzo colectivo, en el que se
animaba a los investigadores a sentarse con una persona diferente cada
día. En uno de esos días, me incorporé a una intensa conversación sobre
el Holocausto que mantenían un psicólogo social israelí y un historiador
estadounidense cuya especialidad era precisamente el genocidio. El psi-
cólogo social hablaba sobre su experiencia juvenil como prisionero en un
campo de concentración en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial,
y de sus encuentros con un infame miembro de la policía judía del cam-
po que trabajaba para los alemanes. Proporcionó un relato vívido de un
incidente que reflejaba la maldad de esa persona en particular. Después
de escuchar en silencio, el historiador señaló educadamente que lo que
1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 353


estaba describiendo no podía haber ocurrido, puesto que el guardia, un
personaje muy bien conocido, no se encontraba en el campo durante ese
periodo concreto, como se podía comprobar en los documentos históricos.
El psicólogo social quedó atónito al oírlo, pero estaba seguro de que su
memoria no le fallaba y dijo que se podía comprobar si se llamaba a otras
personas que conocía del campo y que confirmarían su historia. Aún así,
y tal vez porque era un científico, parecía dispuesto a considerar la obje-
ción. Más tarde, el historiador me dijo que en su investigación sobre el
genocidio encontraba en muchas ocasiones diferencias entre la memoria
narrada y la historia documentada.
Es evidente que la historia comenzó como una narrativa que formaba
la memoria y la identidad colectiva. Naturalmente, en este momento,
me viene a la mente la ‘historia de la Guerra de Troya’ y no sólo la de He-
ródoto, sino también la de Homero. Como nos explica Hayden White
(1978: ix-x):

La historiografía tradicional se ha caracterizado predominante por su


creencia en que la historia en sí consiste en una recolección de historias
vividas, individuales y colectivas, y que la tarea principal del historiador es
descubrir estas historias y volver a contarlas en forma de una narrativa, cuya
verdad residiría en la correspondencia existente entre la historia contada
y la historia vivida por las personas reales del pasado.
Sin embargo, a medida que la historia se convirtió en una disciplina de
estudio y en una profesión, su vínculo con la memoria colectiva se hizo más
reflexivo y problemático, y se vio limitada por las normas de la ciencia y
las reglas de la evidencia. A pesar de ello, la forma narrativa y la intención
poética siguen estando presentes, incluso si el objeto principal de la disci-
plina es ahora la facticidad documentada2. White (1992b: 75 & ss.) nos
ofrece un análisis revelador de la relación entre historia y memoria en el
que intenta resolver esa tensión situando ambas en el contexto temporal
y sociopolítico, es decir, dentro de la misma historia.
2 Intervienen aquí al menos dos distinciones que también son restricciones. La pri-
mera sería cómo distinguir historia de poesía (distinción que realizó Aristóteles) y la
segunda cómo regular qué tipo de acontecimiento se podría incluir adecuadamente
en la historia con el fin de separar los ‘hechos’ de la ‘ficción’.

354 Parte IV. Memorias colectivas


Los sociólogos no reflexionan a menudo sobre la memoria y aún menos
sobre la historia3. Quiero romper un poco con esa tradición al discutir
la importancia fundamental del pasado y de la memoria colectiva en la
formación de la identidad. Mi ejemplo proviene de mi investigación sobre
la construcción de la identidad afroamericana, tal y como se enmarcaría
dentro de la teoría del trauma cultural. Aunque se base en este ejemplo
concreto, la estructura de mi presentación se construye a partir de un mo-
delo más general, en cuyo núcleo están los conceptos de trauma cultural,
memoria colectiva y narrativa (Bal & ál., 1999: viii)4.

Trauma cultural
En el ensayo de Jeffrey Alexander y Neil Smelser que abre la colección
de ensayos recogidos en el libro Cultural Trauma and Collective Identity
(2004) se puede encontrar un elaborado estudio sobre el trauma cultural
como marco teórico para la comprensión del desarrollo de la identidad
colectiva. Aquí ofrezco sólo un breve resumen en tanto concierne a la
problemática que he escogido. Al igual que pasa con la memoria, la idea
de trauma —la respuesta emocional profundamente sentida frente a algún
suceso— tiene connotaciones individuales y colectivas. Alexander (2004)
y los autores que lo acompañan hablan de existencia de trauma cultural:

Cuando los miembros de una colectividad sienten que han estado someti-
dos a un evento terrible que deja huellas indelebles en su conciencia como
grupo, que se refleja en sus memorias para siempre y cambia su identidad
futura en formas irrevocables y fundamentales.

3 Algunas excepciones pueden verse en Barbara A. Misztal. (2003).


4 En Acts of Memory se distinguen tres tipos de memoria: cotidiana, narrada y trau-
mática. Las memorias cotidianas son aquellas reglas dadas por descontado que
aprendimos durante nuestra niñez y que guían nuestras prácticas cotidianas y nues-
tro comportamiento mucho tiempo después de haberlas aprendido. Las memorias
narradas están cargadas de afecto, “circundadas por un aura emocional […] que
las hace memorables”. Las memorias traumáticas son el “reaparecer doloroso de los
acontecimientos de naturaleza traumática”. Véase el mejor resumen sobre las teorías
de la memoria y el recuerdo en Misztal (2003).

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 355


A menudo se conceptualiza el trauma individual mediante marcos
psicológicos y psicoanalíticos (para excepciones, véanse Antze & Lambek
[1996] y Bal & ál. [1999]). Por su parte, nosotros buscábamos una noción
más cultural que pudiera ayudarnos a explicar la aparición de nuevas iden-
tidades colectivas en tiempos de crisis sociales tan profundas como para
socavar las identidades ya establecidas. El fin era modesto: no se pretendía
la construcción de una teoría general, sino ceñirse a la aparición de las
identidades colectivas en tiempos de crisis.
A diferencia del trauma psicológico y físico producto de un daño y
de la experiencia en torno a este, a lo que suma también una gran angus-
tia emocional del individuo, el trauma cultural se refiere a una perdida
tremenda de identidad y significado, a una ruptura del tejido social que
afecta a un grupo de personas que han logrado algún grado de cohesión.
En este sentido, el trauma no tiene porqué sentirse necesariamente por
cada una de las personas que componen el grupo o haberse experimentado
de manera directa por alguna de ellas o por todas. Aunque puede que sea
necesario establecer algún tipo de hecho o suceso como la causa ‘relevante’,
su significado traumático se debe establecer y aceptar, lo cual es un proceso
que requiere tiempo y también mediación y representación.
Un trauma cultural se debe comprender, explicar y observar como un
todo coherente a través del discurso y la reflexión pública. En las sociedades
modernas, las representaciones que proporcionan los medios de comunica-
ción de masas desempeñan un papel fundamental. Alexander llama a este
proceso “una lucha por el significado” y un “proceso de trauma”; nosotros
lo llamamos en ocasiones el “drama del trauma”, cuando con la ayuda de
los medios de comunicación de masas, la representación colectiva —la
experiencia colectiva de enorme conmoción y crisis social— se convierte
en una crisis de significado e identidad. Permítaseme ofrecer la definición
más formal de trauma cultural que nos da Neil Smelser:
Una memoria aceptada por un grupo de participantes relevantes y a la que
se le da públicamente credibilidad, mediante la cual se evoca una situación o
acontecimiento que está a) cargado de afecto negativo, b) representado como
indeleble, y c) considerado como una amenaza para la existencia de la sociedad
o que viola una o más de sus presunciones culturales fundamentales.

356 Parte IV. Memorias colectivas


Lo que se quiere decir con ello es que la formación de la identidad
colectiva, que está íntimamente ligada a la memoria colectiva, puede
tener sus raíces en la pérdida y en la crisis, al igual que puede tenerlas en
el triunfo. De hecho, una manera de asumir la pérdida es intentar con-
vertir la tragedia en triunfo. Ese fenómeno es uno de los temas o procesos
comunes en nuestros trabajos en colaboración sobre el trauma cultural
(Alexander & ál., 2004). Este proceso lleva tiempo, sobre todo si el grupo
en cuestión está en una posición marginal o subordinada, como es el caso
de los negros estadounidenses.

Memoria colectiva — identidad colectiva

Como ya se ha mencionado, los sociólogos rara vez hablan sobre la me-


moria, excepto tal vez para tratarla como nostalgia. La modernidad se
caracteriza por la ‘tradición de lo nuevo’, por la orientación hacia el futuro,
más que hacia el pasado. Para la modernidad, y para una de las narrativas
sociológicas clásicas, es crucial no sólo la idea de progreso, sino también
la de liberar al individuo y a la sociedad de los grilletes del pasado. Como
lo expresó Marx al hablar de los acontecimientos de 1848, la carga del
pasado pesa mucho en el presente. La memoria ha quedado habitualmente
a cargo de psicólogos y biólogos, y en nuestros días también se ocupa de
ella una ciencia cognitiva de reciente desarrollo. Sin embargo, el recuerdo
cuya forma es la historia y la tradición es esencial para aquello que deno-
minamos sociedad y para toda interacción social, que era precisamente
lo que Marx quería destacar. La memoria le proporciona a los individuos
y las colectividades un mapa cognitivo, y les ayuda a orientarlos acerca de
quiénes son, por qué son lo que son y hacia dónde se dirigen. La memoria,
en otras palabras, es esencial para la identidad colectiva e individual.
Normalmente, la memoria se concibe como basada en la individuali-
dad, como algo que reside en la mente de los individuos. Las teorías de la
formación de la identidad, de la socialización, tienden a conceptualizar la
memoria como parte del desarrollo del yo y de la personalidad. Las nociones
de identidad colectiva que se construyen en torno a este modelo (como la
escuela del comportamiento colectivo) teorizan sobre una “pérdida del

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 357


yo” y, por lo tanto, sobre las restricciones de la memoria (como superego
o hábito arraigado, dar cuenta de las conductas colectivas y la formación
de nuevas identidades colectivas). Una vez que se cruza la barrera que nos
separa de la memoria, se piensa que emerge una nueva identidad colectiva
sui generis. Una concepción similar se puede ver en la idea marxista clásica
sobre la aparición de la conciencia de clase.
Por otro lado, la tradición durkheimiana del pensamiento social ha
considerado la memoria colectiva como algo crucial para la reproducción
de la sociedad. Esta variante del funcionalismo se concentra en los aconte-
cimientos colectivos, rituales y ceremonias que mantienen la solidaridad
social. Se puede hablar así acerca de “cómo recuerdan las sociedades”, tal
y como expresa palabra por palabra el título del libro de Paul Connerton
(1989). Dentro de esta tradición, la memoria colectiva se define como
evocaciones de un pasado compartido que se transmiten mediante procesos
de conmemoración, de rituales oficialmente sancionados en los cuales se
recuerda a un grupo mediante la invocación de una herencia común, y en
la cual uno de los principales elementos es un pasado compartido5. Esos
procesos son tanto físicos y emocionales como cognitivos, en el sentido
de que el pasado se incorpora y se rememora a un tiempo a través de esas
prácticas culturales. Aquí la memoria individual se concibe como deri-
vada de la memoria colectiva. Es la memoria colectiva la que orienta a un
grupo, la que le proporciona el mapa cognitivo que hemos mencionado
anteriormente. La memoria colectiva unifica el grupo a través del tiempo
y sobre el espacio al proporcionarle un marco narrativo —una historia
colectiva— dentro del cual quedan ubicados el individuo y su biografía,
y que adquiere un carácter móvil gracias a que puede representarse como
narrativa y texto. La narrativa puede viajar, como viaja el individuo, y
puede adquirir consistencia material, ser escrita, pintada, representada,
comunicada y recibida en lugares distantes por individuos aislados, que
5 Barry Schwartz (2000) trabaja dentro de esta tradición; aunque la modifica en algún
grado, define la memoria colectiva como “una representación del pasado que se
representa tanto a través de la evidencia histórica como del simbolismo colectivo”.
Esta definición permite realizar la distinción entre memorias colectiva e individual.
También posibilita la inclusión de las pruebas documentales en los debates sobre la
memoria, con el fin de distinguir la memoria colectiva del mito.

358 Parte IV. Memorias colectivas


pueden entonces, a través de esas narrativas, ser recordados y reunirse
con lo colectivo.
Lo anterior vincula la memoria colectiva con la formación de la identi-
dad colectiva y la acerca al mito y a la ideología. En su estudio sobre el papel
de la fotografía en la representación del dolor, Susan Sontag escribe:

En sentido estricto, no existe lo que se llama memoria colectiva: es parte de


la misma familia de nociones espurias, como la culpa colectiva. Pero sí hay
instrucción colectiva. Toda memoria es individual, no puede reproducirse,
y muere con cada persona. Lo que se denomina memoria colectiva no es
un recuerdo sino una declaración: que esto es importante y que ésta es la
historia de lo ocurrido, con las imágenes que encierran la historia en nuestra
mente. Las ideologías crean archivos probatorios de imágenes, imágenes
representativas, las cuales compendian ideas comunes de significación y
desencadenan reflexiones y sentimientos predecibles6.
Esto haría que las líneas entre la disciplina de la historia y la memoria
colectiva fueran nítidas y distinguibles.

El presente como un pasado que se va desenvolviendo

Desde esta perspectiva, el pasado es un punto de referencia temporal


que se conforma colectivamente, aunque no se experimente así, y que
es constitutivo de una colectividad y sirve para orientar a los individuos
que están dentro de ella. El pasado se convierte en presente a través de

6 Susan Sontag (2003: 100) nos proporciona un análisis elocuente del papel que
tienen las imágenes, especialmente las fotográficas, en el despertar los sentimientos
y afectación la memoria. Escribe lo siguiente: “Quizá se le atribuye demasiado
valor a la memoria y no el suficiente a la reflexión […] La historia ofrece señales
contradictorias acerca del valor de la memoria en el curso mucho más largo de la
historia colectiva. Y es que simplemente hay demasiada injusticia en el mundo. Y
recordar demasiado […] nos amarga. Hacer la paz es olvidar. Para la reconciliación,
es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada”(2003: 115). En este nuevo
libro, critica también su obra previa Sobre la fotografía (original 1997; publicado en
español en 2005), por algunas de las afirmaciones que se hacen allí sobre los efectos
de la imagen en la memoria y la emoción.

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 359


interacciones simbólicas, mediante la narrativa y el discurso, donde
la memoria sería un producto de la narrativa y del discurso “que se
invoca para legitimar la identidad, construirla y reconstruirla” (Antze
& Lambeck, 1996: xi-xxxviii). Por otro lado, el ‘pasado’ puede estar
representado en objetos materiales, en la manera en que un pueblo
o una ciudad se estructuran, o en la disposición de los objetos en un
museo para recordar aspectos del ‘pasado’ de una manera específica,
lo que significa que el pasado se recompone, comprende e interpreta
y transmite a través del lenguaje y mediante el diálogo. Estos diálogos
adquieren la forma de relatos, de narrativas que estructuran aquello que
cuentan y que influencian su recepción 7. Todas las naciones y grupos
tienen mitos fundacionales, relatos que cuentan quiénes son mediante
la rememoración del lugar del que proceden. Esas narrativas confor-
man ‘líneas maestras’ y se transmiten mediante tradiciones, rituales y
ceremonias, que serían todas ellas representaciones dramáticas públicas
con las cuales se reconecta un grupo y se confirma la adscripción de los
individuos al mismo. Dentro de este proceso, se recuerda el ‘nosotros’
y se excluye al ‘ellos’.
Estas narrativas fundacionales se pueden comparar al discurso en
el sentido en que es usado por Foucault, en particular como aparece
desarrollado por este autor en La arqueología del saber 8. Mientras que

7 James Wertsch (2002: 55 & ss.) analiza el papel y el lugar de la narrativa en relación
con la memoria individual y colectiva. Para él, las narrativas son parte de un “con-
junto de herramientas”, necesario y siempre presente, que los humanos usan para
darle sentido a sí mismos y a su historia. Presenta la idea concreta de que aunque
las narrativas puedan ser universales, son al mismo tiempo particulares, y están
arraigadas en “los contextos particulares culturales, históricos e institucionales en
los cuales vivimos” (2002: 57). Wertsch realiza también una útil distinción entre las
funciones referenciales y dialógicas de las narrativas. En las primeras, las narrativas
hacen referencia a acontecimientos reales o de ficción, mientras que las segundas
se refieren a otras narrativas. En términos de distinciones útiles, Jan-Werner Muller
(2002: 3) diferencia entre memoria nacional o colectiva y memoria individual de
masas, en la que “la última se refiere a la rememorización de acontecimientos que
los individuos vivieron realmente” y la primera “establece un marco social mediante
el cual los individuos con conciencia nacional puede organizar su historia”.
8 Soy consciente de que Foucault (1990) cambió su posición con respecto al poder

360 Parte IV. Memorias colectivas


los discursos de Foucault, al menos como se explican en ese trabajo,
imponen orden desde arriba y desde fuera mediante el conocimiento
disciplinario, las narrativas están menos institucionalizadas, son más
abiertas y maleables. Los discursos ofrecen lo que Stuart Hall y otros
de la escuela de Birminghan llamaron las “lecturas preferidas” de los
textos, en la medida en que estructuran la posibilidad de lo que se puede
contar e imponen una interpretación, con lo que producen el objeto del
que hablan, y ligan de esa forma el discurso con el poder establecido y,
por lo tanto, con la ideología. En este sentido, los discursos unifican y
legitiman un conjunto diverso de prácticas, “estableciendo” un “sistema
de relaciones” (Dreyfus & Rabinow, 1982: 65). Incluso en los campos
literarios o en la cultura popular, los discursos actúan silenciosamente
en términos de selectividad y ordenan autores o textos que expresan las
ideologías y valores dominantes de la cultura. Son las obras que así lo
hacen las que tienen mayores probabilidades de ser publicadas, leídas o
comentadas.
El discurso y la narrativa tienen en común que son estructuras marco
que incluyen y excluyen, dan voz y silencian, condicionan qué es lo que
se puede ver y decir y por quién. Sin embargo, en contraposición con
el discurso foucaultdiano, las narrativas colectivas dejan más espacio
a la agencia individual aun cuando estén proporcionando el marco a
través del cual los relatos individuales obtienen un significado más
amplio. Mientras que los discursos son ejercicios de poder e invisten de
poder a aquellos que están en el lugar apropiado, las narrativas pueden
proporcionar a una minoría o a un grupo oprimido los medios para
construir un ‘contrarrelato’ y ese contrarrelato se puede apropiar de
algunos de los conceptos esenciales del discurso dominante y darles
un nuevo significado. Un ejemplo sería el concepto de ‘raza’, el cual
fue apropiado y revaluado por los negros estadounidenses en su lucha
por redefinir su posición dentro de la sociedad. Aún en este caso, los

del discurso para imponerse socialmente (véase, por ejemplo, J. Goldstein [1994]
para un debate sobre el tema) y de la diferencia entre el análisis arqueológico y ge-
nealógico en su metodología (Dreyfus & Rabinow, 1982: 104 & ss.). Este cambio
se discute también en Misztal (2003).

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 361


‘representantes’ más poderosos de un grupo marginado pueden ejercer
su influencia discursiva al buscar definir cómo se deberían representar
los grupos a los que pertenecen.
En muchos casos, las narrativas fundacionales involucran un suceso
tremendo, de carácter traumático, del cual se dice que emerge lo colectivo.
En este aspecto, las narrativas se pueden comparar con los mitos, pero
carecen de la trascendencia general y ontológica al que suelen estar aso-
ciados estos últimos. A esa ‘escena primigenia’ se le asigna usualmente una
connotación positiva, pero también puede ser negativa 9. Sin embargo, en
todos los casos esa escena es poderosa en el sentido de ser emocionalmente
conmovedora. Las narrativas fundacionales se ocupan tanto de la creación
o constitución de un sujeto colectivo como de la creación de una comuni-
dad ‘imaginada’. Este proceso se estudia por lo general en el contexto de
los Estados nacionales y de la construcción nacional, pero lo he aplicado
al estudio de los movimientos sociales y, en tiempos más recientes, al es-
tudio de una minoría étnica, como son los estadounidenses negros. Para
estos últimos, fue útil una perspectiva generacional que complementara
los conceptos de trauma cultural, memoria colectiva y narrativa10.

El ciclo de la memoria generacional


El trauma cultural pide que le prestemos atención al pacto de aconteci-
mientos recordados y al papel de la representación. También se ve invo-
lucrado el poder: por ejemplo, el poder de las elites o de los medios de
comunicación, que seleccionan qué se representará y, por consiguiente,

9 Las narrativas contienen finales al lado de los comienzos y este marco puede afectar
también a la selección y la interpretación de los acontecimientos que se incluyen en
el argumento del relato. Para un análisis profundo de este aspecto, véase Wertsch
(2002: 57 & ss.) que también estudia las narrativas trágica y progresiva.
10 Muller (200: 13) analiza el papel de la memoria en la construcción nacional y aplica

un enfoque generativo para intentar responder a la pregunta de por qué la memora


se ha convertido en algo tan importante en tiempos recientes. Llega al punto de
hablar de un «cambio de paradigma» en las humanidades y en la disciplina de la
historia en particular.

362 Parte IV. Memorias colectivas


qué se olvidará y qué será recordado. En el caso de sucesos extremamente
intensos, como las guerras civiles, pueden estar actuando elementos adi-
cionales. Interpretar los hechos puede exigir tiempo y distancia. Cuando
hay ganadores y perdedores, puede que los perdedores nunca consigan que
se cuente su lado de la historia o puede que tengan que esperar, a veces
varias generaciones.
En su estudio sobre la representación española de la Guerra Civil de
esa país, Igartúa y Páez (1997: 83-84) enumeran cuatro elementos que
estarían presentes en el ciclo generacional de la memoria: a) la existencia
de la distancia psicológica necesaria que requiere un acontecimiento
traumático individual o colectivo; b) la acumulación necesaria de re-
cursos sociales que permite celebrar actividades conmemorativas; c) el
envejecimiento progresivo y el recuerdo u olvido selectivo de aquellos
involucrados; d) los efectos del proceso de envejecimiento en la represión
sociopolítica. Será útil tener estos elementos presentes para leer lo que
viene a continuación.

La memoria de la esclavitud y la idea de un afroamericano


La esclavitud es un estigma cultural, una escena originaria y un lugar
emblemático de la memoria en la formación de la identidad afroame-
ricana. Las generaciones sucesivas de intelectuales afroamericanos han
construido su propio sentido de identidad y propósito a medida que han
ido reflexionando y reinterpretando su significado. En el proceso, ellos
articularon y reconstituyeron la memoria colectiva. La Guerra Civil
Americana terminó en 1865 con la victoria del ejército de la Unión y el
cumplimiento de la promesa de emancipación que había proclamado el
presidente Abraham Lincoln en su famoso discurso en 1863. Ello no sólo
produjo la liberación formal de todos los esclavos, sino también la ocu-
pación del sur derrotado y la institucionalización de la Reconstrucción.
La creación de las condiciones necesarias para la plena ciudadanía de los
estadounidenses negros, entre las que se incluía la educación para los
jóvenes y la participación política activa para aquellos más mayores, fue
un pilar esencial de este proceso de la Reconstrucción. El futuro, y no el

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 363


pasado, era el centro de atención. La primera generación de intelectuales
negros se constituyó en 1890 después del ‘fracaso’ de la Reconstrucción y el
restablecimiento de la segregación formal en el sur mediante las prácticas
de Jim Crow 11 y la segregación informal que continuaba en el resto de la
nación. El significado del pasado y la memoria de la esclavitud volvían
a formar parte del programa sociopolítico, puesto que la reconciliación
entre el norte y el sur produjo un nuevo concepto de ‘raza blanca’ como
reacción frente a la Reconstrucción. En la narrativa dominante, la Guerra
Civil se reformuló como una ‘guerra civilizadora’ y la esclavitud como algo
benevolente para los negros.
Aunque los intelectuales negros que plasmaron este fracaso e intenta-
ron contrarrestar este proceso se podrían considerar a sí mismos como el
fruto de la Reconstrucción y sus políticas educativas, la frustración de las
expectativas generadas puso en marcha el proceso de trauma cultural que
supuso una reevaluación del pasado en la búsqueda de nuevos fundamentos.
Aquellos que pensaron que serían estadounidenses con todo derecho fueron
obligados a repensarse como grupo marginado. Durante ese proceso, y
entre varias alternativas, surgió la noción de afroamericano. Dos aspectos
de la formación identitaria se pueden señalar aquí: la creación de un sujeto
colectivo y el cambio de la identidad colectiva de la comunidad local en
lo nacional e internacional. Los principales actores durante ese proceso
fueron el antes esclavo Booker T. Washington, fundador del Tuskegee
Institute, una organización especializada en la educación profesional
de los negros y defensora de la idea de autogestión, y su más importante
rival para el puesto de principal intelectual afroamericano, el norteño
w.e.s. Du Bois, educado en Harvard, partidario de la idea de “la décima
parte más dotada”, una vanguardia compuesta por quienes tuvieran mejor
educación, encargados de liderar la raza por un camino que la llevaría de
los márgenes de la sociedad hacia el centro.
Washington y Du Bois contemplaban la política de la cultura como
el principal medio para conseguir ser aceptados por la sociedad es-
11 (N. del T.) Se refiere a las prácticas amparadas por las leyes entre 1876 y 1965 del sur
de Estados Unidos que permitían separar a los blancos de los negros. En la cultura
popular, se reflejan en el dicho ”equal but separate“ (iguales pero separados).

364 Parte IV. Memorias colectivas


tadounidense, especialmente al ver que la política tradicional estaba
prácticamente cerrada para los negros. Du Bois divulgó la idea de que
se podía ser a la vez africano y estadounidense, leal a una nación, pero
no a una cultura racista. Washington favorecía la autogestión, la idea
de comunidades negras económicamente independientes, relativamente
autónomas y autosuficientes. Ambos pensadores compartían el concepto
de que la esclavitud proporcionaba a los estadounidenses negros una
oportunidad única al darles una cultura, una personalidad y una misión
racial diferenciada. La esclavitud era, en opinión de ambos, un hito
en el progreso racial. A partir de ahí se podía construir una narrativa
“progresista” que educaría a la segunda generación.
Además de estos intelectuales, la cultura popular tuvo también un
papel formativo en la construcción de esta generación. Las narraciones
de antiguos esclavos fueron las primeras formas de expresión literaria que
permitieron conseguir cierta popularidad a los negros estadounidenses,
primero como parte del movimiento abolicionista antiesclavista y luego
mediante relatos de aventuras más comerciales. Durante el siglo xix, los
espectáculos de variedades (minstrel shows) donde los actores pintaban
sus caras de negro fueron muy populares y hacia finales de ese siglo co-
menzaron a participar artistas negros en ellos. Surgieron los primeros
poetas y novelistas negros, que le dieron voz a una nueva perspectiva
dentro de la sociedad estadounidense, aunque estuvieran constreñidos
por los géneros literarios y los gustos de la cultura dominante. Lo más
importante de todo fue, con casi toda seguridad, la aparición de una
música popular característica, el blues, como forma artística a través de
la cual se podía expresar en público la subjetividad negra.
El blues era la expresión artística peculiar mediante la cual se podía
enunciar lo colectivo en lo individual y lo individual en lo colectivo,
el ‘yo’ y también el ‘nosotros’. Frases como “me levanté esta mañana;
en mis pensamientos, había pena” son clásicas en el blues, como lo es
la interpretación no expresada abiertamente de que ‘pena’ es una ex-
periencia individual, pero también colectiva. Incluso intelectuales no
procedentes de la Reconstrucción, como Du Bois, se podían identificar
con esta música, aunque muchos de la “décima parte más dotada” en-

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 365


contraban que esa música estaba demasiado conectada con un pasado
que deseaban transcender, cuando no olvidar totalmente. Esas formas
de expresión transmitían la memoria de la esclavitud entre las distintas
generaciones y de un lado a otro de Estados Unidos, recorriendo los
mismos caminos que transitó la mano de obra negra que había sido
liberada no hace mucho.

Las condiciones y los acontecimientos formativos para la segunda


generación incluirían la participación de los afroamericanos en la Primera
Guerra Mundial y los cambios demográficos que siguieron a su desper-
tar en la nación. Millones de negros abandonaron las zonas rurales y el
trabajo agrícola para buscar trabajo en los centros urbanos del sur y del
norte. Esta ‘gran migración’ y las reacciones violentas que con frecuencia
produjo (son famosos los disturbios raciales de 1919) cambiaron de ma-
nera fundamental las representaciones de la experiencia negra, en la que
el significado de la esclavitud y la reinterpretación del pasado africano
fueron esenciales. Estos cambios estuvieron condicionados también
por el desarrollo de los medios de comunicación de masas más allá del
papel impreso. La prensa de los negros, que se había creado durante la
esclavitud y se había expandido colosalmente tras la emancipación, era
una voz colectiva importante, que se veía ahora complementada por la
radio y las industrias del cine y la música, todas ellas fuerzas que ayu-
daron a que la década de los años veinte se definiera como la “era del
jazz” y al negro urbano como el New Negro (Nuevo Negro). El público
estadounidense comenzó a tener curiosidad por los nuevos centros de
la vida de los negros en ciudades como Nueva York, Chicago, San Luis
y Kansas City. “Visitar los barrios bajos” para acudir a clubes nocturnos
solo para blancos en barrios negros, como Harlem, se convirtió en un
elemento definitivo del ‘descubrimiento’ y explotación comercial de las
expresiones musicales negras, como el blues, el jazz y los bailes que las
acompañaban. Parecía que los negros habían ‘demostrado’ que se podía
contar con ellos, al menos en lo que se refería a la cultura popular. Antes
de que todo esto colapsara durante la depresión económica de los años
treinta, se asentaron dos marcos narrativos en el discurso sobre la expe-
riencia negra tras la esclavitud: el progresivo y el redentor.

366 Parte IV. Memorias colectivas


Dos excelentes citas nos permiten ilustrar estos marcos:

Siempre hay alguien susurrándome al oído que me recuerda que soy la


nieta de esclavos. No consiguen desanimarme en absoluto. La esclavitud
terminó hace ya sesenta años. La operación fue exitosa y el paciente se
está recuperando, gracias. La terrible lucha que forjó en estadounidense a
una esclava potencial nos decía “¡En sus marcas!”. La Reconstrucción dijo
“¡Listos!”, y la generación antes que la mía “¡Ya!”. He comenzado a despegar
y no debo detenerme en medio del despegue para mirar hacia atrás y llorar.
La esclavitud es el precio que pagué por la civilización y esa elección no
dependió de mí. Es un hecho opresor y pagué por él a través de mis ante-
cesores (Zora Neale Hurston -1928-, citada por Watson, 1995).

Somos los descendientes de hombres y mujeres que sufrieron en este país


durante doscientos cincuenta años bajo la brutal y bárbara institución
conocida como esclavitud. Ustedes que no han perdido el rastro de su
historia recordaran el hecho de que hace trescientos años sus antepasados
fueron capturados en el gran continente de África y fueron traídos aquí
para usarlos como esclavos […] Sufrieron, sangraron, murieron. Pero […]
tenían la esperanza de que algún día su descendencia fuera libre y hoy
nos reuniéramos aquí como hijos de su esperanza […] Sobre cada uno de
ustedes recae un deber. Un deber con el que deben cumplir […] No puede
concedérsele ningún regalo mayor a la sagrada memoria de las pasadas
generaciones que una África libre y redimida (Marcus Garvey -1922-,
citado por Van Deburg, 1997).

La primera cita es de uno de los principales personajes del Harlem


Reinassance y del movimiento del New Negro, la intelectual Zora Neale
Hurston. Ella creció en una ciudad de negros en Florida antes de tras-
ladarse a Nueva York, donde estudió antropología en la Universidad de
Columbia con Franz Boas y Melville Herskovits. Hoy en día, Hurston
cuenta con un amplio reconocimiento como etnógrafa y recopiladora
de folclore. En esta cita, expresa las ideas principales de lo que llamo la
narrativa progresiva, que considera la esclavitud como el punto de partida
del desarrollo progresivo y la inclusión eventual del negro en la sociedad
moderna. La segunda es de Marcus Garvey, el líder y fundador del mayor
movimiento popular negro en la historia estadounidense. Admirador

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 367


de Booker T. Washington, Garvey nació en Jamaica, vivió en Londres;
llegó a Nueva York proveniente de la histórica Universidad de Tuskegee
en Alabama, a la que había llegado sólo unas semanas antes de la muerte
de Washington12. Su movimiento Regreso a África pretendía devolver
el orgullo y la gloria a los negros a través de su redención en su propio
país. Estas ideas se convirtieron en conceptos formativos para todos los
movimientos negros nacionalistas posteriores.
Para la tercera generación, fueron elementos formativos la Segunda
Guerra Mundial y la segunda ola de la ‘gran migración’, como también lo
fue la prosperidad de la posguerra cuando floreció una sociedad de con-
sumo orientada hacia los jóvenes y la cultura de medios de comunicación
de masas. Durante este periodo, la narrativa progresiva adquirió muchos
de los atributos de un discurso, en el sentido ya descrito, delimitando
los términos aceptables de representación. Es el marco a través del cual
emergió el movimiento en pro de los derechos civiles. Desde mediados
de los años cincuenta, después de una decisión histórica del Tribunal
Supremo de ee. uu., se confirmó el derecho de los negros a recibir las
mismas oportunidades educativas. El movimiento, impulsado por la
juventud negra de las instituciones de educación superior segregadas,
tenía bases sureñas y estaba inspirado por la religión. Encontró su líder
perfecto en Martin Luther King, Jr., un ministro baptista que articuló
públicamente los principales elementos de la narrativa: la inclusión
progresiva de los negros en las instituciones dominantes mediante sus
buenas acciones. King fue capaz de dramatizar la actividad cotidiana
al vincularla a temas religiosos presentes desde hace largo tiempo en la
Iglesia negra. Su discurso surgía de una larga historia de sutil resistencia
que se transcribía en metáforas religiosas, habladas y cantadas. Este tipo
de política cultural y expresión política, enormemente poderosa en el sur
y también televisada a una audiencia más amplia, se mostró insuficiente
a medida que el movimiento se desplazó hacia el norte y enfrentó las

12 (N. del E.) La Universidad de Tuskegee es una universidad históricamente afroame-


ricana, creada a finales del siglo xix en Tuskegee, Alabama, por un exesclavo, Lewis
Adams. Su primer decano fue el joven Booker T. Washington. B.T. Washington, el
más importante líder afro-americano de su generación, muere en 1915.

368 Parte IV. Memorias colectivas


condiciones mucho más duras de los guetos urbanos. Un nacionalismo
negro modernizado, de base urbana, inspirado por una nueva visión de
África y sus movimientos anticoloniales, junto con una Nación del Islam
renovada que ejemplificaba bien la figura de Malcom X, se combinaron
para revitalizar la narrativa redentora.
Estas dos representaciones de lo colectivo, tal y como quedan enmar-
cadas por las narrativas progresiva y redentora, competían por obtener
el apoyo de los negros estadounidenses. Estábamos ante una lucha por
los significados en la que los medios de comunicación de masas tuvie-
ron un papel muy importante. Ello fue precisamente así porque dichos
medios proporcionaron los textos y las interpretaciones elaboradas por
la sociedad blanca dominante cuyo destinatario era esa misma sociedad.
La televisión, como medio de comunicación de reciente aparición, des-
empeñó un papel fundamental aquí. No es por casualidad que Martin
Luther King y Malcom X se convirtieran, de la manera en que lo hicieron,
en los personajes por excelencia de esta historia: ambos se desenvolvían
bien ante las cámaras de televisión y las audiencias en vivo. En la tra-
yectoria del movimiento de los derechos civiles se puede establecer una
convergencia de los dos marcos narrativos y ver un corolario durante el
periodo posterior en el que se reconciliaron e institucionalizaron, a través
los programas de Estudios Negros de las universidades e instituciones
de educación superior en todo Estados Unidos.

Conclusión

La finalidad de este ensayo ha sido esbozar una teoría del trauma cultural
con referencia al significado y al lugar de la esclavitud en la formación
de la identidad afroamericana. El énfasis en la representación no ha pre-
tendido relegar o minusvalorar el verdadero sufrimiento o los costos que
la esclavitud impuso. En este estudio he vinculado la identidad colectiva
a la memoria colectiva, y he considerado la memoria como una práctica
significativa y un hito de la identidad de grupo. La noción de ser ‘afro-
americano’ emergió como parte de los esfuerzos de una generación de
intelectuales negros por comprender y asimilar el rechazo de la sociedad

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 369


estadounidense hacia ellos, como colectivo más que como individuos,
después de que se les hubiera prometido la integración plena al final de
la Guerra Civil. La esclavitud, sobre todo como una forma de memoria
y no tanto como experiencia, fue el punto central de referencia durante
este proceso. La sociedad blanca dominante estaba reinterpretando la
Guerra Civil que había dividido la nación en dos y situaba el proceso
de la esclavitud en los márgenes en cuanto a su importancia, y lo mis-
mo hacían con los antiguos esclavos. Ello se veía como algo necesario
para los procesos de reconciliación que buscaban unir nuevamente una
nación dividida. Para aquellos marginados, esta reconciliación signi-
ficó una crisis de identidad e identificación. ¿Quiénes eran ellos que
no eran blancos ni estadounidenses con pleno reconocimiento? Es en
este contexto que aparece la idea de afroamericano y también la idea
del New Negro, un poco más tarde. Generaciones sucesivas de negros
estadounidenses se han constituido colectivamente y han renegociado
su relación con la sociedad dominante con la esclavitud como trasfondo.
Este proceso ocurrió en los campos ‘ordinarios’ de la política, mediante
organizaciones como National Association for the Advancement of
Colored People (naacp) y los partidos políticos establecidos, al igual
que a través de movimientos sociales y otros medios extrainstitucio-
nales. También ocurrió en la esfera cultural, mediante las luchas por
la representación y el reconocimiento. En todas las áreas y espacios el
pasado estaba siempre presente.

La cuestión de la veracidad histórica o correspondencia entre las


narrativas y la experiencia real está todavía pendiente de exploración.
De hecho, eso era parte de lo que se quería indicar con la anécdota
introductoria relativa a la problemática relación entre historia y me-
moria. Los marcos heredados de significado o interpretación que no
‘se ajustan’ a las nuevas situaciones se estudian por lo usual en obras
de carácter sociológico que se ocupan de las crisis en la teoría y en las
explicaciones, o del estudio de las ideologías y su pertenencia a grupos
o clases sociales concretos o de su recepción por los mismos (Eyerman,
1981). Algunas de estas cuestiones son relevantes aquí. El renacer de
los derechos civiles como movimiento social a mediados de los años

370 Parte IV. Memorias colectivas


cincuenta ocurrió dentro del marco que proporcionaba la narrativa
progresiva. A medida que el movimiento se fue estancando en el sur y
se movió hacia el norte, su énfasis en la integración progresiva y en el
uso por cuestiones de principio de la no violencia (para algunos, un
uso estratégico) le pareció equivocado a mucha gente, o imposible en
el nuevo contexto. Según lo que argumentaban algunos, ni las tácticas
ni el marco narrativo se ajustaban a la nueva situación o a los grupos
que debían apoyarlos y ponerlos en práctica. Se requerían otros marcos
y otras tácticas que cuestionaran los anteriores modos de comprensión
dominantes.

Todo ello creo otra manifestación de crisis: una lucha interna por
‘definir’ la situación y manejarla conforme a esa definición. Sin embar-
go, ello no significaba necesariamente que la narrativa progresiva fuera
‘falsa’ o equivocada, como si fuera el recuerdo de un psicólogo social
que se pudiera cuestionar al referirse a los documentos históricos. Los
marcos de significado e interpretación no se pueden calificar como
falsos y rechazarse así, fácilmente. Funcionan más como presuposicio-
nes metateóricas que hacen posible la generalización y la comprensión
transituacional. En ese orden de ideas, y en el ejemplo actual, esos mar-
cos, de manera similar a las categorías kantianas, permiten pensar lo
colectivo. No obstante, hay un cierto nivel de pragmatismo en ello, en
el sentido de que ambos marcos narrativos implican formas de práctica,
tanto a largo como a corto plazo. La narrativa progresiva implicaba
una estrategia a largo plazo de integración que buscaba superar la
marginalización social. La narrativa redentora, por otro lado, y sobre
todo como se articuló por el joven Malcom X en su polémica contra el
sueño imposible de la integración, reivindicaba una estrategia de retiro
y separación. Dentro de este modo pragmático podría también haber
una dimensión temporal implícita: cuánto más se tendría que esperar
para ver quién tenía la razón. Una de las frases más famosas usadas por
Martin Luther King, Jr. en sus sermones era simplemente: “¿Cuánto
tiempo?”. Mientras que para King era un grito de protesta de la narrativa
progresiva, al menos al principio, para Malcom X, la respuesta ya venía
dada por la premisa: “¡Ni un minuto más!”.

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 371


En otro nivel de significado, el concepto de narrativa se puede aplicar
directamente con respecto a la experiencia 13. Al discutir el propósito
y el significado de la Comisión para la verdad y la reconciliación en
Sudáfrica, el escritor Niabulo Ndebele muestra su esperanza de que
las “narrativas de la memoria” que van emergiendo a la luz pública
ayudaran a establecer una comprensión más verdadera de la historia
del apartheid. Ndebele escribe:

El tiempo parece haber rescatado la imaginación. El tiempo le ha dado a la


evocación de la memoria el poder de reflexión que se asocia con la narrativa
[…] La narrativa de la memoria, en la que se evocan los acontecimientos
reales, se yergue para garantizarnos ocasiones donde realizar ejercicios
serios de reflexión (Ndebele, 1998: 20).
Aquí la narrativa se conecta directamente a la experiencia y también
a la reflexión crítica. Es una ‘garantía’ frente a los discursos establecidos
de poder y un control sobre ellos. Llamaría a esto una narrativa social
o moral (Cairns & Roe, 2003), en el sentido de que las historias que
se construyen aquí tienen un referente en una perspectiva normativa
concreta desde dentro de la cual los acontecimientos adquieren senti-
do. Esta forma de pensar no está lejana del marxismo hegeliano como
se desarrolló en los primeros trabajos de Georg Lukacs y la Escuela de
Frankfurt (Eyerman, 1981), en el que algún acontecimiento dinámico,
tal vez un trauma, rompe el flujo de la vida ordinaria y crea la posibilidad
de la reflexión crítica en el despertar de la crisis 14. La palabra crucial aquí
es ‘crítica’, puesto que ella depende de tener algún tipo de perspectiva
o punto de vista desde donde juzgar. En este uso más acorde al sentido

13 Es pertinente en este punto la distinción que realiza Muller (2002), es decir, la que
diferencia entre memoria individual y nacional y el uso de cada una de ellas por
“los individuos en los procesos de reflexión política y de adopción de decisiones”.
También es relevante su estudio de la “individualización” de la historia en Alemania
tras las repercusiones que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.
14 Sobre el papel y el significado de ‘crisis’, véase Habermas (1975) y John Keane (citado

en Mulle, 2002), para quien los “periodos de crisis […] despiertan la conciencia
acerca de la importancia política primordial que tiene el pasado para el presente.
Como regla, las crisis son momentos durante los cuales los vivos pelean por los
corazones, las mentes y las almas de los muertos”.

372 Parte IV. Memorias colectivas


común, las narrativas son historias —en el caso de Ndebele, historias
verdaderas— que nos proporcionan un relato de los acontecimientos
gracias a su estructuración dentro de un marco de significado. Hay en
ello una pretensión de verdad, puesto que se puede probar que esos
relatos son falsos o erróneos, como en mi anécdota introductoria, pero
también hay implícito un momento trascendente, en el sentido de que
los mismos hechos se pueden interpretar de distinta manera, según el
marco narrativo. Por ejemplo, la guerra estadounidense en Vietnam se
podría ver como otra guerra colonial, como muchos activistas contrarios
a la guerra la consideraban, o como una guerra por la paz y la democra-
cia, como la veía el gobierno estadounidense. Murió el mismo número
de personas. Se podría pensar lo mismo en relación con Sudáfrica. Mi
utilización de la narrativa se mueve entre estos niveles, el arraigado en
el sentido común y el metateórico, similar a la noción de paradigma
desarrollada por Thomas Kuhn y que pretende capturar la continuidad,
y el cambio dentro de los marcos de comprensión que guían las prácticas
sociales. Esas narrativas son objeto de contraargumentos que se apoyan
en las ideas de éxito y fracaso, pero también se resisten a ellos.

El pasado en el presente. cultura y la transmisión de la memoria 373


Memoria y contra-memoria: hacia una estética
social de los monumentos del Holocausto1

James E. Young

Introducción

E n concordancia con el lado libresco e iconoclasta de la tradición judía,


los primeros ‘monumentos’ al período del Holocausto no fueron de
piedra, vidrio o acero, sino narraciones. Los Yizkor Bucher —libros con-
memorativos— llamaron la atención sobre las vidas y la destrucción de las
comunidades judías europeas, de acuerdo con el más antiguo medio judío de
rememorar: el libro. En verdad, como lo sugiere el prefacio de uno de estos
textos: “Cada vez que tomamos el libro sentimos que estamos al lado de la
tumba [de las víctimas], porque los asesinos les negaron incluso sus propias
tumbas”2. Los shtetl escribientes esperaban que cuando el Yizkor Bucher fuese
leído, esa lectura podría convertirse en un espacio de conmemoración. En
respuesta a lo que ha sido llamado “síndrome de la tumba de piedra perdida”,
los primeros sitios de memoria creados por los sobrevivientes fueron estos
espacios interiores, estos sitios de sepultura imaginados.
Tal vez sin darse cuenta, el artista conceptual Jochen Grez recientemente
ha recapitulado no solo este síndrome de la tumba de piedra perdida, sino

1 Traducción de Francisco Ortega y Carlos Andrés Barragán.


2 “Forwort” del libro Sefer Yizkor le-kedoshei ir (Przedecz) Pshaytask hurbanot ha’shoah,

(130), citado por Kugelmass & Boyarin (1983: 11).

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 375
también la noción de la conmemoración como un espacio interior. No me
estoy refiriendo a su obra conjunta con Esther Shalev-Gerz, monumento
evanescente en Hamburgo sobre el cual discutiré más adelante, sino a su
monumento invisible, recientemente dedicado en Saarbrücken, el cual
lleva a la idea del contramonumento en nuevas direcciones3. Celebrado
por su participación en el monumento en reprobación del fascismo en
1991, Gerz fue invitado como profesor a la Escuela de Bellas Artes de
Saarbrücken. En un taller destinado a los monumentos conceptuales, invitó
a sus alumnos a participar en un proyecto-memoria clandestino, un tipo
conmemorativo de acción de guerrilla. La clase manifestó su acuerdo de
manera entusiasta, juró mantenerlo en secreto y escuchó atentamente a
Gerz mientras describía su plan: a la sombra de la noche, ocho estudiantes
se adentrarían sigilosamente en la gran plaza adoquinada, en dirección
de Saarbrücken Schloss, el antiguo castillo hogar de la Gestapo durante
el imperio de Hitler. Los estudiantes llevarían bolsas de libros cargadas
con adoquines removidos de otras partes de la ciudad y se dispersarían
por la plaza; se sentarían en parejas, beberían cerveza y gritarían con voces
estridentes como si estuvieran de fiesta. Mientras tanto, furtivamente,
extraerían cerca de setenta adoquines de la plaza y los reemplazarían con
los de tamaño similar que habían traído, cada uno con una lima incrustada
por debajo para, más tarde, poderlos ubicar con un detector de metales.
A los pocos días, esa parte de la misión de conmemoración se realizó tal
y como fue planeada.
Mientras tanto, otros miembros de la clase fueron asignados para inves-
tigar los nombres y las ubicaciones de cada cementerio judío en Alemania,
cerca de dos mil de ellos ahora abandonados o desaparecidos. Cuando
sus compañeros regresaron de la toma de cerveza con sus pesadas bolsas
llenas de adoquines, todo estaba listo para grabar sobre cada uno de los
adoquines los nombres de los cementerios judíos desaparecidos. La noche
después de que terminaron, las guerrillas de la memoria devolvieron las
piedras a sus lugares originales, cada una grabada y fechada. Pero, en un
giro totalmente consistente con el contramonumento de Gerz, las piedras

3 Una discusión más amplia sobre los contramonumentos alemanes se encuentra en


J. E. Young (1992: 267-296; 1993: 17-48).

376 Parte IV. Memorias colectivas


fueron reemplazadas boca abajo, sin dejar trazos de toda la operación. El
monumento sería invisible en sí mismo, únicamente una memoria fuera
de la vista, con lo cual Gerz esperaba que se mantuviera en mente.
Pero, como también lo había percibido Gerz, dado que el monumento
no era visible, la memoria pública dependería de que el conocimiento
de la acción conmemorativa fuese público. Con este fin Gerz le escribió
a Oskar Lafontaine, en ese entonces ministro presidente del Saarland y
vicepresidente del partido social demócrata alemán, para informarle de
la acción y solicitar ayuda parlamentaria para continuar la operación.
Lafontaine respondió con 10.000 marcos alemanes de un fondo especial
para las artes y con una advertencia de que el proyecto entero era paten-
temente ilegal.
Sin embargo, el público se convirtió ahora en parte del monumento.
Una vez los periódicos tuvieron información del proyecto, se desató un
tremendo furor sobre el reporte de la vandalismo en la plaza; los editoriales
preguntaron si era necesario otro monumento como éste; algunos incluso
se preguntaron si todo el proyecto era un engaño conceptual diseñado
meramente para provocar una tormenta en la memoria.
A medida que los visitantes se congregaron en la plaza buscando los
setenta adoquines entre ocho mil, también comenzaron a preguntarse
“dónde estaba” vis-à-vis el monumento. ¿Estaban parados sobre los
adoquines? ¿En ellos? ¿Sería realmente ahí? Al buscar la memoria, Gerz
esperaba que el público se diera cuenta de que tal recuerdo ya estaba en
ellos mismos. Así llegaría a ser un monumento interior: como las únicas
formas levantadas sobre la plaza, los visitantes serían los monumentos
que estaban buscando.
Lo que detuvo a los políticos fue menos equívoco. Cuando Jochen
Gerz se dirigió a Saarbrücken Stadtverband para explicar su proyecto,
todo el contingente cdu (Christlich Demokratische Union Deutschlands)
se levantó y se fue. El resto del parlamento permaneció y votaron por la
existencia pública del monumento. En verdad, incluso votaron para re-
bautizar el lugar como “plaza del monumento invisible”, lo que convertiría
el nombre en el único signo visible del monumento. Si la operación había

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 377
Jochen Gerz and Esther Shalev-Gerz,
Monument against Fascism.

378 Parte IV. Memorias colectivas


o no tenido lugar realmente, el poder de la sugestión había plantado el
monumento donde haría el mayor bien: no en el centro del pueblo, sino
en el centro de la mente del público. En efecto, la obra 2146 Stones: A
Monument Against Racism de Jochen Gerz trae la carga de la memoria a
aquellos que vienen a buscarla.
Luego de tales ‘antimonumentos’, ni la idea del monumento público
ni la aproximación de los visitantes pueden volver a ser las mismas. A
medida que los contemporáneos diseñadores de monumentos trans-
forman la misma idea de monumento al incorporar el sentido de sus
cambios en el tiempo, nosotros como visitantes quizás podamos repensar
nuestra propia relación hacia ellos y a la memoria que encarnan. En lo
que sigue, antes que inspeccionar estos monumentos o seleccionar los
‘buenos’ monumentos de entre los ‘malos’, quisiera explorar una ‘esté-
tica social’ de los monumentos del Holocausto que tenga en cuenta la
vida social esencial del monumento ante los ojos del público. Porque,
de hecho, puede que la interacción con el público sea precisamente lo
que constituye, en últimas, la vida estética del monumento. Lo anterior
para sugerir que el “arte de la memoria pública” comprende no sólo los
contornos estéticos de los monumentos, o su lugar en el discurso estético
contemporáneo. Incluye la actividad que los trajo en existencia, el cons-
tante dar y tomar con los observadores, y, finalmente, las reacciones de
los espectadores a su propio mundo, a la luz de un pasado rememorado
(las consecuencias de la memoria).

El monumento en contexto histórico


Entre más se retrocede en el tiempo sobre los eventos de la Segunda Guerra
Mundial, más prominentes se vuelven sus monumentos. A medida que el
período del Holocausto se forma en los diarios y en las memorias de los
sobrevivientes, en las películas producidas por sus hijos, en las novelas y en
las obras artísticas, la memoria pública de ese tiempo se moldea en proli-
ferante número de imágenes y espacios de monumentos. Dependiendo de
dónde y por quién se construyen tales monumentos, estos sitios evocan el
pasado de acuerdo con una variedad de mitos, ideales y necesidades políticas
nacionales. Algunos recuerdan la muerte de la guerra, otros la resistencia,

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 379
y otros más, la masacre. Todos reflejan tanto las experiencias del pasado y
la vida contemporánea de sus comunidades, como la memoria del Estado
sobre sí mismo. En un contexto mucho más específico, estos monumentos
también reflejan el temperamento de la memoria en la época del artista,
su lugar en el discurso estético, sus medios y sus materiales.
La memoria nunca se hace en el vacío, sus motivos nunca son puros. Las
razones proporcionadas para los monumentos del Holocausto y la clase de
memoria que ellos generan son tan variadas como los sitios. Algunos se
construyen en respuesta a mandatos tradicionales judíos, y otros de acuerdo
con las necesidades de un gobierno de explicar el pasado de una nación a
sí misma. Mientras que el objetivo de algunos monumentos es educar a la
siguiente generación e inculcar en ella un sentido de experiencia y destino
compartido, otros son concebidos como expiaciones de culpa o como un
autoengrandecimiento. Algunos son pensados para atraer turistas.
Además de la iconografía judía tradicional, cada Estado tiene sus
propias formas de remembranza institucional. Como resultado, los mo-
numentos del Holocausto mezclan inevitablemente figuras nacionales

Monumento en el lugar donde se ubicaba el campo de exterminio de Treblinka. Diseñado por


Adam Haupt y Franciszek Duszen, dedicado a la población exterminada en Treblinka, son
17.000 piedras de distintas alturas en torno a un obelisco.

380 Parte IV. Memorias colectivas


y judías, imágenes políticas y religiosas. Por ejemplo, los monumentos
sobre esta época en Alemania recuerdan a los judíos por su ausencia y a
las víctimas no judías alemanas por su resistencia. En Polonia, inconta-
bles monumentos en antiguos campos de muerte y a lo largo de las zonas
rurales conmemoran la completa destrucción del país a través de la figura
de la parte nacional judía asesinada. En Israel los mártires y los héroes son
recordados unos al lado de los otros; ambos redimidos por el nacimiento
del Estado. Así como la forma de la memoria del Holocausto en Europa y
en Israel la determinan coordenadas políticas, estéticas y religiosas, en los
Estados Unidos está igualmente guiada por ideales y experiencias que se
han hecho propias, como la libertad, el pluralismo y la inmigración.
Por sí mismos estos monumentos son de poco valor; son meras pie-
dras en el paisaje. Pero como parte de los ritos de la nación o como el
objeto de peregrinaje nacional de la gente, están investidos con un alma
y una memoria nacional. Porque tradicionalmente la memoria de un
pasado nacional patrocinada por el Estado busca afirmar la probidad
del nacimiento de una nación, incluso su divina elección. La matriz
de los monumentos nacionales entrama la historia de eventos nobles,
de triunfos sobre el barbarismo, y recuerda el martirio de aquellos que
dieron sus vidas en la batalla por la existencia nacional —quienes en el
estribillo martiriológico murieron para que el país pudiera vivir—. Al
asumir las formas y los significados idealizados asignados en esta era por
el Estado, los monumentos tienden a concretizar interpretaciones histó-
ricas particulares. Por sí mismos se sugieren como afloramientos nativos,
incluso geológicos, en un paisaje nacional; en el tiempo, dicha memoria
idealizada aparece tan natural como el paisaje sobre el cual se sostiene.
En verdad, si los monumentos operaran de otra manera socavarían los
propios fundamentos de la legitimidad nacional, el aparente derecho
usual del Estado a existir.
Sin embargo, la relación entre un Estado y sus monumentos no es
unilateral. Por una parte las agencias oficiales están en la posición de
formar la memoria explícitamente como consideran que sea adecuada,
una memoria que mejor sirva los intereses nacionales. Por otra, una vez
creados los monumentos, estos comienzan a tomar vida propia y a menu-

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 381
do son tercamente resistentes a las intenciones originales del Estado. En
algunos casos, los monumentos creados en la imagen de los ideales de
un Estado realmente dan vuelta para volver a fundir estos ideales en la
propia imagen del monumento. Las nuevas generaciones visitan los mo-
numentos en otras circunstancias y les invisten con nuevos significados.
El resultado es una evolución en el significado del monumento, generado
en los nuevos tiempos y en la compañía en la que éste se encuentra.
De hecho, en el transcurso del último siglo la idea del monumento-
conmemorativo y su lugar en la cultura moderna ha generado tanta
disensión como unidad. En verdad la suposición tradicional de la
eternidad del monumento casi lo ha relegado como una forma al mar-
gen del discurso moderno. Una vez se reconoció que los monumentos
necesariamente mediaban la memoria, incluso al buscar inspirarla, ellos
llegaron a ser considerados como desplazamientos de la memoria que
supuestamente deberían encarnar. Aún peor, al insistir que su memoria

Hans Haacke Bezugspunkte 38/88 [Points of Reference 38/88]

382 Parte IV. Memorias colectivas


era tan fija como su lugar en el espacio, el monumento pareció ignorar
la mutabilidad esencial de todos los artefactos culturales. Nietzsche
(1999: 55-58) preguntó: “¿Cuál es el uso para el hombre moderno de esta
contemplación ‘monumental’ del pasado?”. Después de todo la “historia
monumental” era para Nietzsche un desdeñoso epíteto para cualquier
versión de historia que se autoproclamara permanente y duradera, una
historia petrificada que entierra lo viviente
Algunos años después Lewis Mumford (1959: 549) hizo eco del
desprecio de Nietzsche por lo monumental cuando pronunció la muerte
del monumento en su pesimista incompatibilidad con el sentido de las
formas arquitectónicas modernas. Escribió: “la noción de un monumento
moderno implica, en verdad, una contradicción de términos: si es un
monumento no es moderno, y si es moderno no puede ser un monu-
mento”. En la perspectiva de Mumford, el monumento desafió la propia
esencia de la civilización urbana actual: la capacidad de una renovación y
rejuvenecimiento, pues la arquitectura moderna invita a la perpetuación
de la vida en sí misma, promueve la renovación y el cambio, y desprecia
la noción de permanencia; sobre esto el autor escribió: “La piedra da un
falso sentido de la continuidad y de la vida” (1959: 547).
En lugar de cambiar y adaptarse a su medio ambiente, el monumento
permaneció estático, una momificación de ideales antiguos probablemen-
te olvidados. En lugar de poner su fe en los poderes de la regeneración
biológica, fijando sus imágenes en sus niños, los eminentes y poderosos
tradicionalmente vieron, en su vanidad, una inmortalidad petrificada.
En palabras de Mumford: “escriben en piedras las ponderaciones que
hacen de sí mismos; incorporan sus hazañas en obeliscos; confían sus
esperanzas de ser recordados en sólidas piedras unidas a otras piedras
sólidas, dedicadas para siempre a sus súbditos, a sus herederos, ignoran-
tes del hecho de que las piedras abandonadas por los vivos son aún más
desvalidas que la vida a la cual las piedras no pueden ofrecer protección”
(1959: 546). En verdad, después de su mentor Patrick Geddes, Mumford
sugiere que los regímenes más inestables usualmente son los que instala-
ron los monumentos menos movibles, una compensación por no haber
logrado nada más valioso por lo cual ser recordados.

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 383
Recientemente el historiador alemán Martin Broszat, en sus referencias
a la era fascista, ha sugerido que los monumentos tal vez no recuerdan
los eventos sino que los entierran todos juntos bajo las capas de mitos
y explicaciones nacionales4. En esta perspectiva, en tanto reificaciones
o cosificaciones culturales, los monumentos reducen o, en las palabras
de Broszat, “vuelven ordinaria” la comprensión histórica tanto como la
producen. En otra perspectiva, la historiadora del arte Rosalind Krauss
(1996: 288) encuentra que el período modernista produce monumentos
imposibles de referir más que a sí mismos como una marca pura o base.
Inspirándonos en Krauss podemos preguntar, de hecho, si un monumento
abstracto o autorreferencial podrá conmemorar eventos por fuera de sí
mismo. ¿O deberá siempre aludir interminablemente a su propio gesto
al pasado, una conmemoración de su esencia como un signo dislocado,
tratando de recordar por siempre eventos que él realmente nunca co-
noció?
Otros autores han argumentado que, más que personificar la memo-
ria, el monumento la desplaza, y suplanta el trabajo de memoria de una
comunidad con su propia forma material. “La memoria se experimenta
menos desde el interior”, nos advierte Pierre Nora (2008: 26), “cuanto
menos se vive la memoria desde lo interno, más necesita soportes externos
y referencias tangibles de una existencia que solo vive a través de ellos”. Si
el anverso de esto es también verdad, entonces quizás entre más memoria
venga a descansar en sus formas exteriorizadas, menos se experimenta
internamente. En esta era de producción y consumo de memoria en masa,
la memorialización del pasado, su contemplación y estudio parecen estar
4 Para una completa discusión de los comentarios de Broszat véanse la serie de cartas
dirigidas por él a Saul Friedländer y las excelentes respuestas que éste escribió y que
fueron publicadas por primera vez en 1988 en Vierteljahreshefte für Zeitgeschichte
36. Posteriormente, las cartas fueron traducidas del alemán al inglés y publicadas
en ese mismo año en Yad Vashem Studies 19, y reimpresas en New German Critique
44 (1988: 85-126). El intercambio entre Broszat y Friedländer fue inicialmente
producido por la respuesta de Friedländer al artículo de Broszat, Plädoyer für cine
Historisierung des Nationalsozialismus (Súplica por una historización del socialismo
nacional), publicada en Merkur 39 (1985: 373-385). La referencia que Broszat
hizo de los monumentos aparece en sus comentarios sobre “memoria mítica”, que
distingue de la “reflexión científica” (Broszat & Friedländer, 1988: 90-91).

384 Parte IV. Memorias colectivas


en una proporción inversa. Porque una vez que le asignamos a la memoria
una forma monumental, hasta cierto punto nosotros mismos nos hemos
desposeído de la obligación de recordar. Al soportar el trabajo de la me-
moria, los monumentos pueden aliviar a los espectadores de esa carga.

En adición a esto, existe un escepticismo contemporáneo sobre los su-


puestamente valores comunes que todos llevamos a los espacios públicos,
una de las razones de los levantamientos en contra de tanto arte público.
John Hallmark Neff (1990: 857) afirma que “no debería ser sorprendente
que mucho del arte bien intencionado adquirido para espacios públicos
haya fracasado, fracasado como arte y como arte para un sitio cívico”. Esto
significa, de acuerdo con Neff, que sin un conjunto de expectativas, creen-
cias o intereses compartidos, los artistas y su futura audiencia pública no
tienen fundamentos para un compromiso, no tienen un lenguaje cultural
común en el cual puedan discutir sus respectivos puntos de vista.

Pero esta formulación puede estar olvidando una de las funciones básicas
de todo el ‘arte público’: la creación de espacios compartidos que podrían
prestarle un marco espacial común a lo que de otro modo son experiencias
y comprensiones dispares. En lugar de presumir un conjunto de ideales
en común, el monumento público intenta crear un ideal arquitectónico
por el cual, incluso memorias antagónicas o en conflicto, puedan hallar
un modo de figuración. Según esta consideración, la observación de Neff
podría ser modificada: en la ausencia de creencias compartidas o intereses
compartidos, el arte en espacios públicos puede forzar a un pueblo frag-
mentado a encuadrar diversos valores e ideales en espacios comunes. Al
crear espacios comunes para la memoria, los monumentos propagan la
ilusión de una memoria común.

Como se desprende del uso de los espacios conmemorativos por parte


de cualquier Estado, esta función de los monumentos resulta clara para los
gobernantes. Aunque la visión utópica puede sostener que los monumen-
tos no son necesarios como recordatorios cuando todos pueden recordar
por sí mismos, Maurice Halbwachs (2004a; 2004b) de manera persuasiva
argumentó que es principalmente a través de la pertenencia a grupos re-
ligiosos, nacionales o de clase que las personas son capaces de adquirir y

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 385
recordar sus memorias. Es decir, tanto las razones para la memoria y las
formas que la memoria toma son siempre socialmente demandadas, parte
de un sistema socializante por el cual los miembros-ciudadanos ganan his-
toria en común a través de las recuerdos indirectos de las experiencias de
sus antepasados. Si parte del objetivo del Estado, por lo tanto, es crear un
sentido de ideales y valores compartidos, entonces también sería el objetivo
del Estado crear un sentido de memoria en común, como fundación de una
ciudad estado unificada. Los monumentos públicos, los días nacionales
de conmemoración, y los calendarios compartidos trabajan para crear una
locación en común alrededor de la cual la identidad nacional se forja.
En la medida en que todas las sociedades dependen de la suposición
de compartir experiencia y memoria para formar la base de sus relacio-
nes comunes, las instituciones de una sociedad están automáticamente
designadas para la creación de una memoria compartida o al menos de la
ilusión de ella. Al crear la sensación de un pasado compartido, tales insti-
tuciones, como por ejemplo los días de conmemoración nacional, albergan
el sentido de un presente y un futuro común, e incluso el sentido de un
destino nacional compartido. De esta manera, los monumentos proveen,
a los sitios donde los grupos de personas se reúnen para crear un pasado en
común para sí mismos, lugares donde se cuentan narrativas constitutivas,
sus historias ‘compartidas’ del pasado. Estos se convierten en comunidades
precisamente por haber compartido (aunque sea sólo por referencia) las
experiencias de sus vecinos. Hasta cierto punto, incluso, es la actividad
de recordar juntos lo que se convierte en la memoria compartida; una
vez ritualizada, esa recordación conjunta se transforma en un evento en
sí mismo para compartir y evocar.
En adición al contexto nacional, el medio ambiento topográfico de un
monumento también trabaja para generar un significado muy específico
en la memoria. Porque un monumento necesariamente transforma lo
que de otro modo es un sitio benigno en parte de su contenido, incluso
a medida que es absorbido dentro del sitio y hace parte de una localidad
más amplia. De esta manera, un monumento se convierte en un punto de
referencia entre otras partes del paisaje, un nodo entre otros dentro de una
matriz topográfica que orienta al que recuerda y que crea un significado

386 Parte IV. Memorias colectivas


simbólico tanto en la tierra como en nuestras recolecciones. Más aún,
donde los monumentos europeos ubicados in situ a menudo se sugieren así
mismos retóricamente como la extensión de los eventos que conmemoran,
aquellos removidos de la ‘topografía del terror’, inevitablemente tienden a
llamar la atención sobre la gran distancia entre estos y la destrucción.
En este sentido, los monumentos estadounidenses sobre el Holocausto
parecen no estar tan anclados en la historia como en los ideales que los
generaron en primer lugar. Por ejemplo, el Holocaust Memorial Musem
en Washington D. C., Estados Unidos, necesariamente resuena con los
otros monumentos nacionales ubicados en las inmediaciones, recordan-
do el Holocausto como un contrapunto de los ideales democráticos e
igualitarios característicos de la sociedad estadounidense. De la misma
forma, el monumento Liberation, ubicado en el Liberty Park de New
Jersey, forma parte de una tríada inmigrante, con la isla Ellis y la Estatua
de la Libertad, todos a la vista. Un nuevo monumento al Holocausto en
Boston derivará significado adicional al ser ubicado a la vera del Freedom
Trail (rastro de la libertad) e integrará el Holocausto dentro del mito de
los orígenes estadounidenses.

La interrogación estética del monumento


En cada caso, los monumentos del Holocausto no solo reflejan una remem-
branza nacional y comunal, o sus ubicaciones geográficas, sino también
el propio tiempo y lugar del diseñador. Para los artistas contemporáneos
que trabajan decididamente en medios no monumentales, el “arte del
monumento” corta al menos dos caminos. Por una parte, cuando los
artistas contemporáneos son invitados a concebir un monumento sobre
el Holocausto tornan reflexivamente al medio escogido, el estilo y la
forma, porque como para sus contrapartes generacionales en el campo
de la literatura y la música, la gran mayoría de los artistas comisionados
para diseñar monumentos permanecen responsables con respecto al arte
y la memoria. Por ejemplo, Doug y Mike Starn diseñaron un marcador
hipotético para el Anne Frank House en Ámsterdam en el que pusieron
retratos de Anne, en sepia y tomados con cámara automática, en una pá-

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 387
George Segal turned
automatically to the
plaster-white figures of
his earlier work, using
an Israeli survivor as his
388 primary model. Parte IV. Memorias colectivas
gina ampliada de su diario. En lugar de segmentar estas fotografías, ellos
las dejaron intactas en dos series de tres pares, lado a lado, luciendo casi
como gemelas. La página del Diario, la última, está fechada y recuerda las
fechas de una tumba, su epitafio autoinscrito.
Como lo había hecho de manera efectiva con los íconos de grandes
negocios, Hans Haacke revivió un monumento nazi en Graz, Austria,
con el objetivo de recordar a todos la complicidad pasada del lugar. En
Bezugspunkte 38/88 (Puntos de referencia 38/88), una instalación en
toda la ciudad, el artista duplicó la cobertura con banderas engalanadas
de esvásticas que los nazis hicieron del santo patrono del pueblo con el
objetivo de volver la imagen del nazismo en contra de sí misma5. El punto
de referencia de Haacke fue devuelto cuando los neonazis incendiaron el
monumento, acto que el artista incorporó en el texto del mismo al añadir la
inscripción: “En la noche del 9 de noviembre de 1938, todas las sinagogas
en Austria fueron saqueadas, destruidas e incendiadas. Durante el 2 de
noviembre de 1988, este monumento fue destruido por una bomba”6.
En un trabajo titulado Altar al colegio Chajes, Christian Boltanski ha
extendido sus obras anteriores: mezcló fotografías borrosas, bombillos y
cables para recordar un día de escuela judío, los instrumentos de la me-
moria y la dificultad resultante de la memoria. El cubo negro creado por
Sol LeWitt, puesto en la plaza de un antiguo palacio en Munster, recuerda
tanto a los judíos ausentes de Munster como a la propia forma geométrica
(antes de que el monumento fuese desmantelado por las autoridades del
pueblo y luego reconstruido en Hamburgo, Altona).
Cuando fue comisionado para crear un monumento en San Francisco,
George Segal volvió automáticamente a las figuras blancas de yeso de sus
primeras obras y usó un sobreviviente israelí como su principal modelo. De
hecho, como Albert Elsen nos lo recuerda, para muchos artistas contem-
poráneos serán las necesidades del arte, no las del público o la memoria,
las que vengan primero (Elsen, 1989, Winter: 291-297; 1985)7.

5 Véase el catálogo de la exposición hecho por Werner Fenz (1988).


6 Haacke (1989, Spring: 75-78) y Fenz (1989, Spring: 79-87).
7 Sin pretender ser gracioso en este contexto, podríamos especular cómo sería un

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 389
Al mismo tiempo, una nueva generación de artistas en Alemania ha
comenzado a preguntarse si el monumento en sí mismo es más un impe-
dimento que una incitación a la memoria pública. Certeros de su deber
ético de recordar, pero escépticos estéticamente de las suposiciones que
sostienen formas tradicionales de monumentos, los artistas y creadores
contemporáneos de monumentos en Alemania están probando los límites
tanto de sus medios artísticos como de la misma noción de monumento. En
verdad, para muchos de ellos, los monumentos al Holocausto personifican
el dilema alemán de la conmemoración: ¿cómo un país como Alemania
construye un Estado nuevo y justo sobre la memoria de sus terribles crí-
menes? ¿Cómo una nación recuerda lo que, mejor, debe olvidar?

monumento al Holocausto del artista del video Nam June Paik. ¿Sería un video
continuo, mostrando una y otra vez imágenes de un campo de concentración o de
un sitio de deportación? o ¿ haría él un monumento multipropósito, un pedazo de
mármol, con un recuadro con un monitor de video que presentara la secuencia de
conmemoración que queramos insertar? Dependiendo del día y la locación, esta
piedra y video podría conmemorar Auschwitz, Hiroshima o la Primera Guerra
Mundial, para no mencionar cualquier número de futuras catástrofes.

Sol LeWitt Black Form. Forma Negra dedicado a los judíos exterminados,
390 Altona City Hall, Altona, Hamburgo, Alemania, 1987. Parte IV. Memorias colectivas
Uno de las respuestas más fascinantes al acertijo de la conmemoración
alemana es el levantamiento de sus contramonumentos: atrevidos y dolo-
rosamente conscientes, espacios de memoria concebidos para transformar
las premisas de su existencia. Estos artistas son herederos de un legado de
postguerra con un doble filo: una profunda desconfianza por las formas
monumentales, teniendo en cuenta su sistemática explotación por los nazis,
y un profundo deseo de distinguir su generación, a través de la memoria, de
la de aquellos asesinos (Winzen, 1989, Winter: 309-314). En sus mentes,
la lógica didáctica de los monumentos, su rigidez demagógica, recuerda
muy de cerca las características que estos asocian con el fascismo. Por lo
tanto, un monumento contra el fascismo tiene que ser un monumento en
contra de sí mismo: en contra de la función didáctica tradicional de los
monumentos, en contra de su tendencia a distanciar el pasado que deberían
hacernos contemplar, y finalmente, en contra de la propensión autoritaria
en todo el arte que reduce a los observadores a espectadores pasivos.
Para artistas y escultores alemanes como Jochen Gerz, Norbert Ra-
dermacher, Horst Hoheisel y Hans Haacke, así como también artistas y
arquitectos estadounidenses que trabajan en Alemania como Sol LeWitt,
Daniel Libeskind y Shimon Attie, la posibilidad de que la memoria de
eventos tan graves pueda ser reducida a la exhibición de artesanía pú-
blica o un pathos barato es intolerable. Con desdén ellos rechazan las
formas y las razones tradicionales para un arte conmemorativo público;
rechazan los espacios que consuelan a los observadores o redimen tales
eventos trágicos, o consienten en una fácil clase de Wiedergutmachung
(reparación), que pretende enmendar la memoria de gente asesinada. En
lugar de grabar la memoria en la consciencia pública, ellos temen que
los monumentos convencionales protejan la consciencia de la memoria.
Acertadamente, estos artistas temen que en la medida en que permitimos
a los monumentos hacer nuestra tarea de memoria por, nos volvamos más
olvidadizos. Ellos creen, de hecho, que el impulso inicial de convertir en
memoria aquellos eventos como el Holocausto pude surgir de un deseo
opuesto e igual de olvidarlos.
¿Cómo se interroga un monumento a sí mismo? Jochen Gerz y Es-
ther Shalev-Gerz diseñaron una columna de doce metros, cubierta, en

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 391
Jochen Gerz and Esther
Shalev-Gerz Monument
against Fascism.

392 Parte IV. Memorias colectivas


Hamburgo, Alemania, que invitaba a los visitantes a inscribir sus nom-
bres en ella. Cuando las secciones de su Monumento contra el fascismo
fueron cubiertas con grafitis conmemorativos, la columna se hundió en
el suelo por un espacio de siete años. Para los artistas, el espectáculo de
los alemanes enterrando su monumento antifascista parecía ejemplificar
la ambivalencia conmemorativa nacional alemana. ¿Cómo recordar de
mejor forma por siempre a gente desaparecida que en un monumento
desaparecido? ¿Qué mejor forma de acentuar una ausencia que crear un
monumento que se alimenta de su propia ausencia? Al final, los artistas
esperaban que el monumento en desaparición devolviera la carga de la
memoria a los visitantes: las únicas cosas en pie aquí son las memorias-
turistas, forzadas a levantarse y a recordar por sí mismas.
De modo similar, el artista Horst Hoheisel diseñó en Kassel un mo-
numento de “forma-negativa”, una réplica de un monumento destruido,
auspiciado por judíos, y construido por debajo de la tierra en lugar de
encima de ella, y con el cual los visitantes son forzados a “cargar” la me-
moria por sí mismos, a convertirse en sí mismos en monumentos. Otra
obra reciente también captura la ambivalencia esencial de la memoria
alemana, las maneras en las que los sitios dependen de la gente para su
memoria. Así, la proyección de imágenes por Simón Attie y Sorber Ra-
dermacher bañan con imágenes y narrativas de sus pasados recientes lo
que de otro modo serían sitios olvidados en Berlín. Una vez desafiados
de esta manera, la idea del monumento, bien sea del Holocausto o de
otro evento, nunca volverá a ser la misma8.
De hecho, como lo han reconocido muchos artistas contemporáneos,
el proceso de competición conmemorativa es a menudo, en sí mismo,
por lo menos tan gratificante como el resultado final. En el caso del
Holocausto, la memoria es siempre rebatida cuando más de un grupo
o individuo la recuerdan. Una competencia conmemorativa abierta no
solamente hace palpable tales memorias en competencia, también pone
de relieve las complejas y casi imposibles preguntas que cada artista o

8 Para una discusión más elaborada de los contramonumentos de Gerz, Hoheisel y


Radermacher véase J. E. Young (1992: 267-296).

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 393
Horst Hoheisel monument in Kassel.

arquitecto confronta cuando trata de concebir tal clase de monumento.


Entre los dilemas que enfrentan los elaboradores contemporáneos de
monumentos del Holocausto se encuentran, por ejemplo: ¿cómo recordar
eventos reales horrorosos en los gestos abstractos de formas geométri-
cas? ¿Cómo crear un punto focal para la recordación entre las ruinas sin
desacralizar en sí mismo el espacio? ¿Cómo encarnar la recordación sin
parecer desplazarla?
Estas y otras preguntas surgieron con la primera competencia por
un monumento en Auschwitz-Birkenau en 1957, y tienden a repetirse
en los concursos subsiguientes. Como cabeza del aclamado jurado de
diseño elegido para el concurso de Auschwitz, el escultor Henry Moore
escribió:

394 Parte IV. Memorias colectivas


La escogencia de un monumento para conmemorar Auschwitz no ha sido
una tarea fácil […] Esencialmente lo que se ha intentado es la creación
—o en el caso del jurado, la selección— de un monumento al crimen y la
fealdad, al asesinato y al horror. El crimen fue de tales proporciones que
cualquier obra de arte debe estar en una escala apropiada. Pero aparte de
esto, ¿es posible crear una obra de arte que pueda expresar las emociones
engendradas por Auschwitz? (Moore, 1964).

En la opinión de Moore, un gran escultor —un Michelangelo o un


Rodin— podría estar a la altura de la tarea. Pero de las 426 propuestas
que el jurado revisó, ninguna fue completamente satisfactoria. Muchos de
los trabajos fueron brillantes, reconoció Moore, pero ninguno satisfacía
los criterios de todos los miembros del jurado, el cual incluía artistas,
arquitectos, comentaristas y los más críticos de todos los integrantes:
los sobrevivientes. Para artistas que trabajan en el período del expre-
sionismo abstracto y conceptual, y para arquitectos atentos al diseño
postmoderno y deconstructivista, su público está claro. Los artistas,
los críticos y los curadores generalmente aplauden tales diseños pero
se encuentran inmediatamente con el sentimiento de indignación de
los sobrevivientes. Para los sobrevivientes, la punzante realidad de sus
experiencias demanda en lo posible una expresión literal y figurativa.
“Nosotros no fuimos torturados y nuestras familias no fueron tortu-
radas en lo abstracto”, se quejaron los sobrevivientes. O en las palabras
de Nathan Rapoport, diseñador del monumento al gueto de Varsovia,
quien alguna vez preguntó con cierta ironía: “¿Podría yo haber hecho
una roca con un hueco en ella y decir ¡Voilà! El heroísmo de los judíos?”.
Probablemente no.
Todo esto pone sobre la mesa los roles duales del público y la memo-
ria en el arte público, pues, como se hace claro, no todo trabajo de arte
público es un monumento, y no todo monumento es una obra de arte
público. En lugar de paralizarse con el tirón y el halar de tantas partes, el
jurado encabezado por Henry Moore decidió comprometerse. Seleccio-
naron lo que a su juicio eran los tres equipos más fuertes y les solicitaron
trabajar en una propuesta final, bien fuese tomando las mejores partes de
sus proyectos por separado o en el trabajo conjunto de un nuevo diseño.

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 395
Railroads tracks at
Auschwitz-Birkenau.

396 Parte IV. Memorias colectivas


El resultado, una composición conjunta fue finalmente develada al final
de las líneas del tren en Auschwitz-Birkenau en 1967.
Aunque no es un monumento al Holocausto, la obra de Richard
Serra, Tilted Arc (Arco Inclinado), y su remoción de Federal Plaza en
Nueva York también ilustra el dilema que confrontan los elaboradores
contemporáneos de monumentos al Holocausto. Por una parte Tilted Arc
era escrupulosamente fiel a la visión de su autor, su material, su tiempo
y lugar: una pared de acero oxidado de doce pies de alto que cortaba al
través la Plaza ubicada en el bajo Manhattan. Al tiempo, sin embargo, fue
precisamente la misma integridad de la obra y su brillantez lo que alienó
al público al cual estaba dirigida. Tilted Arc no podía haber satisfecho
ambos públicos: no podía complacer a la comunidad de artistas que
casi unánimemente la apoyaron y a los espectadores perturbados por lo
que percibían como una violación a su espacio público. El acertijo con-
tinúa: ¿cómo puede el artista ser responsable tanto de su discurso y del
gusto del público al mismo tiempo? ¿Cómo puede, él o ella, balancear
las necesidades de un público general en contra de las ocasionalmente
obscuras sensibilidades del arte contemporáneo, todo lo cual depende
de la aprobación administrativa cívica?
Pero ese no es un dilema nuevo. Como también lo mencionó Elsen
(1979: 122-125), los escultores modernos y de vanguardia en medio de
las guerras en Europa raramente fueron invitados a participar en la con-
memoración de las victorias o las pérdidas, las batallas, o los muertos de
guerra de la Primera Guerra Mundial. La reluctancia por parte de los do-
nantes y de los patrocinadores del gobierno para comisionar monumentos
abstractos en particular parece haber emanado de dos impulsos paralelos
provenientes del público y del Estado. Por una parte, el objetivo de los
monumentos relacionados con la guerra fue percibido, por lo general, como
algo que valora el sufrimiento al punto de justificarlo históricamente. Por
otra parte este objetivo fue alcanzado en buena forma al recurrir a íconos
heroicos tradicionales para investir la memoria de guerras recientes con
orgullo pasado y con lealtades, con la cual también se podría explicar esa
guerra de forma visible y aparentemente evidente al público. En ambos
casos las imágenes figurativas parecían naturalizar de mejor manera los

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 397
mensajes de conmemoración del Estado. Simultáneamente, no obstante,
también era claro para aquellos en una posición de convertir la Primera
Guerra Mundial en memoria, que el principal objetivo de los escultores
modernos después de la guerra era repudiar y lamentar —no afirmar—
tanto las realidades históricas como los valores arcaicos que aparentemente
la habían generado.
Esto no significa que muchos de los escultores modernos hubiesen
mostrado un gran interés en tales proyectos. En 1918, al final de lo que
fue considerado como el nadir de la civilización europea, los artistas y
escultores resistieron, vociferantemente, evocaciones miméticas tradi-
cionales y las evocaciones heroicas, y argüían que cualquier expresión de
este tipo de conmemoración elevaría y ‘mitologizaría’ los eventos. En la
perspectiva de ellos, incluso otro clásicamente proporcionado Prometeo
falsamente habría glorificado y, al hacerlo, afirmado el terrible sufrimiento
al que había sido llamado a conmemorar. En las mentes de muchos artistas

Railroads tracks
at Auschwitz-
Birkenau.

398 Parte IV. Memorias colectivas


gráficos y literarios de la época esto sería equivalente a traicionar no solo
su experiencia de la Gran Guerra, sino también las nuevas razones de la
existencia del arte después de la guerra: desafiar las realidades del mundo
y las convenciones que las animaban. Si se les exigía estatuaria figurati-
va, entonces únicamente figuras antiheroicas podrían hacerlo, como es
ejemplificado en los patéticos héroes de Wilhelm Lehmbruck Hombre
caído y Joven sentado (1917). Tan auténtica o verdadera como la visión de
estos artistas entre guerras haya podido ser, sin embargo, ni el público ni
el Estado estaban listos para soportar estructuras monumentales basadas
más en la duda que en el valor. El héroe patético fue así condenado por
regímenes totalitarios emergentes en Alemania y Rusia como derrotista
por personificar aparentemente todo lo que era importante olvidar —no
recordar— en la guerra.
En adición a las formas en las que la abstracción fue pensada para me-
jorar el sentido de testigo mimético de una obra, también pareció frustrar
la capacidad del monumento para generar una autoimagen compartida
y escenificar ideales compartidos. En su visión hermética y personal, la
abstracción motiva las visiones privadas en los observadores, lo que de-
rrota los objetivos comunales y colectivos de los monumentos públicos.
Por otra parte, la especificidad de la figuración realista parecería frustrar
múltiples mensajes, mientras que la escultura abstracta puede acomodar
tantos significados como pueden ser proyectados sobre ella. Pero, de hecho,
es casi siempre un monumento como el del gueto de Varsovia el que sirve
como punto de partida para los performances políticos. Es como si una
escultura figurativa como esa fuese necesaria para que los observadores
puedan establecer una relación, para evocar una conexión de empatía
entre el monumento y el observador y que entonces puede ser encauzada
hacia un significado particular.
De esta manera el dilema fundamental que enfrentan los creadores
contemporáneos de monumentos es dual y recuerda que al enfrentar
potenciales testigos en cualquier medio debemos preguntarnos, primero,
¿cómo puede uno referir los eventos en un medio condenado a referirse
a sí mismo? Y, segundo, si el objetivo es recordar —es decir, referirse— a
una persona específica, derrota o victoria, ¿cómo puede hacerse de manera

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 399
abstracta? Para muchos de los que sobrevivieron para dar testimonio del
Holocausto, la memoria y el testimonio son uno solo: atestiguar para estos
sobrevivientes trae consigo la transmisión más literal posible de lo que
ellos vieron y experimentaron. Dado que pocos artistas sobrevivientes
se considerarían a sí mismos como interesados únicamente en la forma,
como es claro en el arte recuperado de los guetos y los campos, incluso
artistas de la vanguardia redefinieron su tarea estética como testimonios
realistas (Blatter, 1982: 22-35). Lo que ha venido a ser denominado como
arte y literatura ‘documental’ les pareció a ellos el único modo en el cual
la evidencia o el testimonio podía ser ofrecido. Pero en la forma como
los historiadores y los críticos literarios han aceptado el impulso en los
escritores que testifican en narrativa, incluso cuando miran, más allá del
testigo, las clases de conocimiento creadas en tal escritura, los observa-
dores críticos de los monumentos del Holocausto aceptan el impulso
paralelo en sus creadores de testificar a través de la figuración literaria
—antes de ir a las formas en las que la memoria pública se organiza en
dichas figuras—.

Warsaw Ghetto Memorial.

400 Parte IV. Memorias colectivas


Hacia una estética social de los monumentos del Holocausto
Resulta claro en este momento que el arte público y, en particular, los mo-
numentos del Holocausto exigen indagación tradicional histórica del arte.
La gran mayoría de las discusiones de los espacios de conmemoración del
Holocausto ignoran la esencial dimensión pública de su representación,
que permanece ya bien formalmente esteticista o piadosamente histórica.
De tal manera que mientras que es cierto que un escultor como Nathan
Rapoport nunca será considerado por los historiadores del arte con el
aprecio que se tiene a sus contemporáneos Jacques Lipchitz y Henry Mo-
ore, tampoco su obra puede ser desestimada sólo sobre la base de su perfil
popular. Descaradamente figurativa, heroica y referencial, su obra parece
estar condenada por la crítica por las mismas cualidades —accesibilidad
pública y referencialidad histórica— que la hacen monumental. Pero, de
hecho, puede que sea esta popularidad la que en últimas constituya el per-
formance estético del monumento —y que lleva a que tales monumentos
demanden revelación pública e histórica, aun cuando se condenan ellos
mismos a la obscuridad crítica—. En lugar de detenernos en preguntas
formales, o en aspectos de referencialidad histórica, debemos preguntarnos
cómo estas representaciones de la historia finalmente se tejen en el curso
de los eventos que están tomando lugar.
A pesar de que las cuestiones en cuanto al arte —culto o popular—
continúen informando el debate sobre los monumentos del Holocausto,
éstas no deben dictar por más tiempo las discusiones críticas. En su lugar,
deberíamos mantener en mente el exceso reductivo —en ocasiones vulgar—
en las representaciones conmemorativas populares, incluso a medida que
cualificamos nuestras definiciones de kitsch y cuestionarnos su utilidad
como una categoría crítica para la discusión de los monumentos públicos.
Más que tener una actitud paternalista, reconocemos el peso abrumador
del gusto del público y que ciertas formas convencionales declaradas
en el arte público pueden, de modo eventual, tener consecuencias en la
memoria pública —independiente de que pensemos que deban o no te-
nerlas—. Lo anterior para reconocer los anticuados, a menudo arcaicos,
aspectos de tantos monumentos del Holocausto, incluso si vemos más allá
de ellos. También para reconocer que arte público como éste demanda

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 401
razones críticas adicionales para que la vida y los significados de tales
obras puedan ser sostenidos —y no oprimidos— por el discurso de la
historia del arte.
Porque hay una diferencia entre el declarado arte público —ejempli-
ficado en monumentos públicos de ese orden— y el arte producido en
exclusiva para el mundo del arte, de sus críticos, de otros artistas y de las
galerías; una diferencia que todavía necesita ser reconocida. La gente
no viene a los monumentos del Holocausto porque estos sean nuevos o
porque sean la última moda; como lo notan rápidamente los críticos, la
gran mayoría de estos monumentos no son nada de lo anterior. Mientras
que una gran cantidad de arte contemporáneo es producido como autorre-
flexivo o mediorreflexivo, los monumentos públicos del Holocausto son
elaborados específicamente para ser referenciales de la historia, y dirigir
a los observadores más allá de ellos mismos, hacia una comprensión o
evocación de los eventos. Como monumentos históricos públicos evitan,
generalmente, hacer referencia hermética a los procesos que los trajeron
en existencia. Mientras que mucho del arte contemporáneo invita a los
observadores y a sus críticos a contemplar su propia materialidad, o su
relación con otros trabajos antes y después de sí mismo, el objetivo de los
monumentos no es remarcar su propia presencia tanto como los eventos
pasados porque ya no están presentes. En este sentido, los monumentos
del Holocausto apuntan más allá de ellos mismos.
En su fusión entre el arte público y la cultura popular, la memoria his-
tórica y las consecuencias políticas, estos monumentos, por consiguiente,
demandan una crítica alternativa que vaya más allá de aquellas sobre arte
culto o popular, gusto y vulgaridad. Más que identificar los movimientos
y las formas de las cuales la memoria pública nace, o de preguntar si estos
monumentos reflejan de manera adecuada, o de acuerdo con una moda, la
historia del pasado, transitamos a las variadas formas en las que este arte
se sugiere a sí mismo como la base para una acción política o social. Esto
significa que aquí debemos preguntar no sólo cómo el entrenamiento de
quien elabora el monumento y su época dan forma a la memoria, y cómo
el monumento puede reflejar la historia pasada; además, más importante,
qué rol desempeña ese monumento en la historia contemporánea.

402 Parte IV. Memorias colectivas


Warsaw
MemoriaGhetto Memorial. hacia una estética social de los monumentos del Holocausto
y contra-memoria: 403
Debemos concentrarnos menos en si esto es arte bueno o malo y más
en las consecuencias que tiene el arte monumental público en la vida de la
gente. Esto es para proponer que, como cualquier espacio de arte público,
los monumentos del Holocausto no son ni benignos ni irrelevantes, pero
se sugieren a sí mismos como la base para una acción social política y
comunal. Con el permiso de Peter Bürger (1984: 87), yo quisiera sugerir
aquí una reelaboración de lo que él ha llamado el “análisis funcional del
arte”, adaptado para examinar los efectos sociales de los espacios monu-
mentales públicos9. El objetivo aquí será explorar no solo las relaciones
entre la gente y sus monumentos sino también las consecuencias de estas
relaciones en el tiempo histórico.
Mientras que algunos historiadores del arte tradicionalmente han
descalificado tales aproximaciones como antropológicas, sociales o
psicológicas, otros han abierto su indagación para incluir temáticas am-
plias de la sociología del arte: los monumentos públicos en este caso son
ejemplares de la vida social de una obra de arte, son la vida interna de la
sociedad. Como ya lo ha sugerido Marianne Doezema, hay mucho más del
performance del monumento que meramente su simple estilo, o escuela
de diseño. Ella afirma:

El monumento público tiene una responsabilidad aparte de sus cualidades


como una obra de arte. No es solamente la expresión privada de un artista
individual; también es una obra de arte creada para el público y, por lo
tanto, puede y debe ser evaluada en términos de su capacidad para generar
reacciones humanas (Doezema, 1977).

Para mí tal reacción hace referencia, además de al efecto emocional, a


las consecuencias reales para las personas en sus monumentos. No tanto
por la pregunta sobre cómo se conmueve la gente por estos monumen-
tos, sino a qué fin han sido movidos, a qué conclusiones históricas, a qué
comprensión y acciones en sus propias vidas. Esto es para sugerir que no

9 Bürger define el “análisis funcional del arte” como una reexaminación del “efecto
social de las obras de arte (función), el cual es el resultado de la conjunción del
estímulo que emana del trabajo en sí mismo y un público definible sociológica-
mente […]”.

404 Parte IV. Memorias colectivas


podemos separar el monumento de su vida pública, que la función social
de dicho arte es su performance estético.
Alguna vez Robert Musil (1979: 61) escribió: “No hay nada en este
mundo tan invisible como un monumento […] Estos son erigidos para
ser vistos —en verdad, para atraer la atención—. Pero al mismo tiempo
están impregnados con algo que repele la atención”. Este algo es la rigidez
esencial que los monumentos comparten con todas las demás imágenes:
cuando una semejanza vitrifica necesariamente su (de otro modo dinámico)
referente, un monumento convierte una memoria maleable en piedra. Y
es este terminado el que repele nuestra atención, el que hace al monu-
mento invisible. Es como si la vida de un monumento en la vida comunal
se volviera dura y pulida, como su forma exterior, y su significado tan
fijo como su lugar en el paisaje. Los monumentos que descansan de esta
manera —en éxtasis— parecen entonces presentarse a sí mismos como
partes eternas del paisaje, tan naturalmente dispuestos como los árboles
y las formaciones rocosas.
Como una pieza inerte de piedra, el monumento esconde su propio
pasado; un secreto celosamente guardado que apunta fuera de su propia
historia a los eventos y significados que le llevamos durante nuestras
visitas. Precisamente porque los monumentos parecen recordar todo
menos su propio pasado, su propia creación, nuestro objetivo crítico aquí
será revestir el monumento con nuestra memoria sobre el comienzo de
su existencia. Nada de lo anterior está destinado a fijar el significado del
monumento en el tiempo, lo cual efectivamente lo embalsamaría. En su
lugar, espero poder reanimar estos monumentos con la memoria de sus
pasados adquiridos, vivificar la memoria de los eventos al escribir en ellos
nuestra memoria de los orígenes del monumento.
Al retornar al monumento algo de la memoria de su propia génesis, nos
acordamos de la fragilidad esencial del monumento, de su dependencia
en otros para su vida; que fue hecho por manos humanas en tiempos y
lugares humanos, que ya no es más una pieza natural del paisaje en don-
de estamos. Pues a diferencia de las palabras en una página, los íconos
monumentales parecen personificar ideas, invitando a los observadores a
confundir la presencia y el peso material por una inmutable permanencia.

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 405
Si en su barnizado exterior nunca vemos realmente el monumento, yo qui-
siera intentar aquí romper su cobertura eidética, aflojar el sentido, hacer
visible la actividad de la memoria en los monumentos. Es mi esperanza
que una crítica pueda salvar nuestros íconos de del endurecimiento de la
recordación y los convierta en ídolos de evocación10.
Todo lo anterior busca expandir los textos de estos monumentos
para no solamente implicar su concepción y ejecución entre realidades
históricas, sino también sus actuales y cambiantes vidas, e incluso su
eventual destrucción. Esto es para poner en perspectiva el propio proceso,
los muchos y complicados ejes históricos, políticos y estéticos sobre los
cuales la memoria se construye. Porque ni la memoria ni la intención son
monolíticas: cada una depende de una gran cantidad de fuerzas —ma-
teriales, estéticas, espaciales, ideológicas— que convergen en un sitio de
conmemoración. Al revestir estos monumentos con la memoria de sus
orígenes espero resaltar el proceso del arte público sobre su, a menudo
estático, resultado: la siempre cambiante vida del monumento sobre su
aparente rostro congelado en el paisaje11.
Porque con demasiada frecuencia los monumentos de una comunidad
asumen el terminado brillante, el terminado exterior de una máscara de
muerte, sin reflejar la memoria actual, sin dar respuesta a los problemas
contemporáneos. En lugar de personificar una memoria ya consagrada,
tal aproximación puede vislumbrar la vida interior del monumento —las
intempestivas fuerzas sociales, políticas y artísticas— normalmente
oculta bajo su taciturno exterior. Al considerar el proceso de elaboración,

10 Sugerí una crítica similar de los monumentos en una forma mucho menos elaborada
en mi artículo Memory and Monument (Young, 1986: 112) que luego fue ampliado
y reimpreso en Writing and Rewriting the Holocaust: Narrative and the Consequences
of Interpretation (1988). Para una excelente discusión, mucho más bosquejada, de
la “batalla entre iconoclasia e idolatría” véase Mitchell (1986: 160-208).
11 Para una apropiada promulgación de la clase de crítica que estoy proponiendo

aquí, en la cual cuento las “biografías” de docenas de monumentos del Holocausto


ubicados en Alemania, Austria, Polonia, Irreal y América, véase The Counter-
monument: Memory against Itself in Germany Today (Young, 1993) y The Biography
of a Memorial Icon. Nathan Rapoport’s Warsaw Ghetto Monument (Young, 1989,
Spring: 69-106).

406 Parte IV. Memorias colectivas


fortalecemos la idea del monumento, y como consecuencia tenemos en
cuenta el proceso de producción de esos artefactos culturales, su carácter
esencial de constructo.
Con este fin ensancho la vida y la textura de los monumentos del
Holocausto para incluir: los tiempos y lugares en los cuales estos fueron
concebidos; su construcción literal entre realidades históricas y políticas;
sus formas acabadas en lugares públicos; sus lugares en la constelación
de la memoria nacional; su siempre cambiante vida en la mente de sus
comunidades y de la gente judía en el tiempo. Con estas dimensiones en
mente, buscamos no solo las formas en las que monumentos individuales
crean y refuerzan memorias particulares del período del Holocausto, tam-
bién las maneras en las que los eventos vuelven a entrar en la vida política
informados por los monumentos.
En un nivel más general podríamos preguntar, sobre todos los monu-
mentos, cuáles significados son generados cuando el reino temporal es
convertido en forma material, cuando el tiempo colapsa con el espacio, un
tropo por el cual es entonces medido y percibido. ¿Cómo los monumentos
entraman el tiempo y la memoria? ¿Cómo estos imponen límites en el
tiempo, una cara a la memoria? ¿Cuál es la relación de tiempo con lugar, de
lugar con memoria y de memoria con tiempo? Finalmente dos preguntas
fundamentalmente interrelacionadas: ¿Cómo un lugar particular forma
nuestra memoria de un tiempo específico? y ¿cómo esta memoria de un
tiempo pasado forma nuestra comprensión del momento presente?
En tales cuestionamientos, también reconocemos la parte integral que
tienen los visitantes en el texto del monumento: cómo y qué recordamos
en la compañía de un monumento depende mucho de quién somos, por
qué nos importa recordar y cómo observamos. En otros sitios donde he
incorporado las respuestas de otros visitantes a mis descripciones de los
monumentos, reconozco que al compartir el espacio de conmemoración
con ellos, sus respuestas se convierten en parte de mi experiencia, en
parte de todo el texto de la memoria. Todo lo anterior sugiere la cualidad
fundamentalmente interactiva, dialógica, de cada espacio de conmemo-
ración. Porque la memoria pública y sus significados dependen no sólo de
las formas y figuras en el monumento en sí, sino también de la respuesta

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 407
Monumento en el campo de exterminio de Majdanek,
408 cerca de Dublín, Polonia. Diseñado por Wikto Tolkin, 1969.Parte IV. Memorias colectivas
de los observadores al mismo, de los modos en que es usado política y
religiosamente por la comunidad, la manera en que alguien lo ve bajo
circunstancias muy específicas, y los modos cómo sus figuras entran en
otros medios y se plasman en nuevos ambientes.
A través de esta atención a la actividad de la memorialización puede que
quizás recordemos también que la memoria pública es construida, que la
comprensión de los eventos depende de la construcción de la memoria, y
que hay consecuencias mundanas en las diferentes clases de comprensión
histórica generadas por los monumentos. Desde esta perspectiva encon-
tramos que el performance de los monumentos del Holocausto depende
no de una distancia medida entre la historia y sus representaciones monu-
mentales, pero sí de la confusión entre la memoria pública y privada, de la
actividad memorial por la cual las mentes que reflexionan sobre el pasado
inevitablemente se precipitan en el presente momento histórico.
No es suficiente preguntar si nuestras memorias recuerdan o no el Ho-
locausto o incluso cómo lo recuerdan. También debemos preguntar hasta
qué punto hemos recordado. Esto es, ¿cómo respondemos al momento
contemporáneo bajo la luz de nuestro pasado recordado? Lo anterior
para reconocer que la forma de la memoria no puede ser divorciada de
las acciones tomadas en su beneficio, y que la memoria sin consecuencias
contiene las semillas de su propia destrucción. Porque si fuéramos a ob-
servar pasivamente sólo los contornos de estos monumentos, si dejáramos
inexplorada su génesis, y si permaneciéramos sin cambiar durante el acto
de recolección, podríamos decir que no hemos recordado nada.

Memoria y contra-memoria: hacia una estética social de los monumentos del Holocausto 409
Escultura de la memoria en la obra de
Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 1

Andreas Huyssen

Un extraño extravío
tomó cuerpo allí mismo, tú
estuviste
a punto
de vivir.
Paul Celan2

E n los últimos años ha habido una sorprendente emergencia en el


arte postminimalista de lo que en principio podría llamar escultura
de la memoria: una clase de escultura que no está centrada en una sola
configuración espacial, pero que poderosamente inscribe en el trabajo
una dimensión de memoria localizable, e incluso corpórea. Esta es una
práctica artística que claramente es distinta del monumento o el monu-
mento conmemorativo. Su lugar está en el museo o en la galería más que
en un espacio público. Su destinatario es el observador individual más que

1 Traducción de Carlos Andrés Barragán.


2 (N. de E.) El poema aparece en la colección publicada en 1963 con el título Die
Niemandsrose. El autor del ensayo tomó la antología bilingüe (alemán e inglés) Poems
of Paul Celán (Celan, 1995: 175). La versión en inglés dice: A strange lostness was/
palpably present, almost/ you would/ have lived. La traducción en español se puede
encontrar en las Obras Completas (Celan, 1999: 161).

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 411
la nación o la comunidad. En el manejo de materiales y conceptos, esta
práctica se relaciona a una tradición específica de instalación artística; su
dependencia enfática en una dimensión de la experiencia la somete mucho
menos a convenciones genéricas que el monumento o el monumento con-
memorativo. Los monumentos articulan la memoria oficial y su inevitable
destino es ser derribados o llegar a ser invisibles. Por otra parte, la memoria
vivida siempre es localizada en los cuerpos individuales, en su experiencia
y en su dolor, incluso cuando involucra una memoria colectiva, política
o generacional. Anticipándose a Freud, Nietzsche reconoció ese simple
hecho cuando dijo: “sólo aquello que no cesa de doler permanece en la
memoria”. La escultura se expandió a la instalación y la incorporación de
las huellas de la memoria descansa en las tradiciones del cuerpo humano
esculpido. Sin embargo, en los trabajos en cuestión, el cuerpo humano
nunca es olvidado, aunque esté tan ausente y elusivo como lo estaría en
cualquier memoria del pasado.
Las esculturas hechas por artistas como Miroslav Balka de Polonia, Ilja
Kabakow de Rusia, Rached Whiteread de Inglaterra, Vivan Sundaram de
India o Doris Salcedo de Colombia presentan una clase de trabajo sobre la
memoria en la que cuerpo, espacio y temporalidad, materia e imaginación,
presencia y ausencia activan una compleja relación con el observador. Su
presencia contundente contrarresta el triunfalismo de nuestra cultura
acerca de imágenes mediáticas y de la inmaterialización electrónica en
el espacio virtual; asimismo, estas esculturas hablan imponentes a las
inquietudes que han emergido sobre memoria y ausencia en la última
o en las dos últimas décadas. En estos trabajos el objeto material nunca
sólo es la instalación o la escultura en el sentido tradicional; se trabaja en
tal forma que articula la memoria como un desplazamiento del pasado al
presente, y ofrece una huella del pasado que puede ser experimentada y
leída por el observador.
Así, los objetos abren un tiempo-espacio extendido que desafía al
observador a moverse más allá de la presencia material de la escultura en
el museo y a entrar en un diálogo con la dimensión temporal e histórica
implícita en la obra. Al mismo tiempo estas esculturas no caen en el en-
gaño de la autenticidad o la pura presencia. En el uso de los materiales

412 Parte IV. Memorias colectivas


y su acomodación (a menudo viejos y descartados), éstas presentan un
conocimiento de que toda memoria es recolección y representación. Al
contrario de muchos ejercicios artísticos vanguardistas en el siglo xx, esta
clase de trabajo no está energizado por la noción de olvido. Su sensibilidad
temporal es decididamente postvanguardista. No sólo teme la borradura
de un pasado específico (personal o político), que por supuesto puede
variar de artista a artista; más bien trabaja en contra de la supresión de
un pasado en sí mismo, el cual, en sus proyectos, permanece indisoluble-
mente conectado a la materialidad de cosas y cuerpos en el tiempo y en
el espacio.
Quisiera sugerir que las distintas formas de desplazamiento temporal
y espacial en las esculturas de artistas como Salcedo, Sundaram, Balka y
Whiteread marcan un momento específico en la cultura de la década de
1990; una cultura que sería frívolo llamar post-postmoderna, pero que,
no obstante, es significativamente diferente del postmodernismo de las
décadas de 1970 y 1980. Esto no significa que tales esculturas de memoria
son de alguna manera ‘expresivas’ de un espíritu unificado, totalizado, de la
época (Zeitgeist); a pesar de compartir un lenguaje postminimalista, estas
obras son muy diferentes en términos de las políticas, las historias y los
lugares que las inspiraron. Lo anterior para sugerir, sin embargo, que ellas
son parte de una amplia problemática de reestructuración del sentido de
espacio y tiempo en nuestra era de medios de comunicación, ciberespacio
y globalización. Respetando la especificidad en la obra de cada artista, este
ensayo está enfocado en un solo ejemplo sobresaliente de lo que yo llamo
memoria de la escultura: una obra de Doris Salcedo.
La obra es una de tres en una serie de esculturas tituladas Unland (1997),
que fue exhibida primero en New Museum of Contemporary Art en la
ciudad de Nueva York en 1998, lejos de su lugar de origen. Si la tierra es
el lugar de la vida y la cultura de una comunidad y una nación, entonces
la “no-tierra” (Unland) sería su negación radical. Como un neologismo
poético, implícitamente ésta retracta las promesas contenidas en su pariente
lingüístico “utopía”, el no-lugar de un futuro alternativo imaginado. De
este modo, lejos de personificar la imaginación de otro y mejor mundo, la
no-tierra es el anverso de utopía, una tierra donde incluso la vida ‘normal’,

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 413
con todas sus contradicciones, dolores y promesas, felicidades y miserias,
ha llegado a ser no habitable. Como artista que trabaja en un país des-
pedazado por ciclos de violencia y anarquía, Salcedo no deja duda sobre
cómo la identidad de esta no-tierra le sirve como inspiración melancólica.
Es su patria, Colombia.
Tal lectura del título de la obra sugiere una práctica de arte político
explícita y directa; nada podría estar más allá de la verdad. La escultura
de Salcedo captura la imaginación del observador en su inesperada y
obsesiva presencia visual y material, en una manera que no se relaciona
fácilmente a su misterioso título y subtítulo: Unland: The Orphan’s
Tunic3. El efecto fascinante no se da a la primera vista a medida que el
observador se aproxima a lo que en la distancia parece ser una simple y
ordinaria mesa con algunas superficies desiguales. La fascinación viene
de manera deferida, nachträglich4, como diría Freud. La obra se agudiza
a medida que el observador se compromete. El silenciado pero expresivo
poder de esta escultura crece lentamente; depende de la duración, de
una contemplación sostenida, de las asociaciones visuales, lingüísticas y
políticas tejidas dentro de una densa textura de comprensión. Y provoca
nuevos cuestionamientos sobre la escultura como objeto material que sos-
laya los ya trillados debates entre abstracción y figuración, objetivización
y teatralización, acción plástica o instalación.
Si la escultura clásica captura el momento saliente o cristaliza una
idea o ideal en el flujo del tiempo, entonces la escultura de la memoria de
Salcedo se abre dentro del flujo del tiempo, porque la temporalidad en

3 (N. de E.) De acuerdo con la artista el título de la obra fue sugerido por la traduc-
ción de Michael Hamburger al inglés del poema de Paul Celan. Posteriormente,
la artista no encontró un término igualmente evocador para el título en español y
decidió mantenerlo en el original. Comunicación personal (marzo 17, 2009).
4 (N. de E.) Según el Diccionario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis (1993: 280),

la palabra nachträglich se traduce como posterioridad. Según estos autores, es un


término utilizado por Freud en relación con su concepción de la temporalidad y de la
causalidad psíquicas: experiencias, impresiones y huellas mnémicas son modificadas
ulteriormente en función de nuevas experiencias o del acceso a un nuevo grado de
desarrollo. Entonces pueden adquirir, a la par que un sentido nuevo, una eficacia
psíquica.

414 Parte IV. Memorias colectivas


sí misma está inscrita en la obra. Dramatiza sus materiales, mantiene una
noción enfática de trabajo, objeto, escultura, en lugar de disolver la obra
en un performance. Encarna una temporalidad expandida y como objeto
desempeña el proceso de memoria. The Orphan’s Tunic es un objet trouvé (un
objeto encontrado), una mesa de cocina, usada y abusada, residuo material
y testigo. El objeto que aparece simple y sin pretensiones a primera vista
comienza a tomar vida a partir de una inspección cercana. Su complejidad
tiene tanto que ver con lo que está ahí ante los ojos del espectador, como
con lo que está ausente. Aquello que es heimlich5 y familiar, la pieza de
mueble de todos los días, pasa a ser unheimlich (ominosa) pero lo familiar
es preservado y negado en lo unheimlich, tal y cómo lo es la tierra en el
título Unland —inspirado por Paul Celan—. Porque uno se da cuenta
de que lo que parecía una mesa con diferentes niveles de superficie está
realmente hecho de dos mesas de diferente largo, ancho y peso, violenta-
mente sobrepuestas una sobre la otra; la mesa más pequeña, un poco más
ancha y alta, brilla con un blanquecino gris luminoso, la mesa larga, café
oscura, con marcas ennegrecidas por el uso constante.
Las dos mesas están mutiladas. En donde chocan y están montadas
una sobre la otra, los dos conjuntos de patas interiores están arrancados.
(Véase imagen 1)
A medida que la mirada del espectador recorre la superficie, el brillo
blanquecino revela ser una cubierta de seda, la túnica, una muy delgada
seda natural que cubre la superficie y cae sobre los bordes de los lados
cubriendo las dos patas restantes.
5 (N. de E.) Freud usa el término unheimlich para designar lo ominoso. Este término
corresponde a lo familiar que regresa, pero de modo alterado. Esto quiere decir que
lo ominoso genera inicialmente tranquilidad y después se manifiesta como extraño,
inquietante y causa de temor. Las películas de terror de los años setenta y ochenta
del pasado siglo usan esa técnica muy frecuentemente (la inocente muñeca que se
desdobla en el agente de terror, la bebé de la familia que resulta poseída, etc.). De
esta forma, lo ominoso hace evidente que el sujeto está habitado por el inconsciente;
de hecho, lo constituye, lo descentra y le da prioridad a la alteridad dentro de la
identidad. Así, cuando regresa lo ominoso, es precisamente el retorno de aquello que
nos constituye como diferentes y que hemos reprimido y prohibido (el id), percibi-
do como una amenaza por el superyó. En otras palabras, lo ominoso es aquello que
debería permanecer oculto y ha salido a la luz (Freud, 1995r: 215-251).

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 415
Imagen 1. Unland the orphan’s tunic.

La seda es tan delgada que el ojo descubre las grietas visibles debajo,
los huecos entre las cinco tablas que conforman la superficie de la mesa
y otras pequeñas grietas y cavidades atribuibles al uso anterior de la
mesa. La seda se deshila sobre el hueco entre las tablas del medio, su-
giriendo que tal vez la mesa aún se está expandiendo, y se dobla dentro
de algunas de las pequeñas grietas como si estuviese creciendo dentro
de ellas, apegándose como una piel protectora a la desigualdad de la
madera. Examinar la superficie de esta mesa es como mirar la palma de
una mano, con sus líneas, pliegues y arrugas. El efecto es de cercanía, de
intimidad y al mismo tiempo un sentido de fragilidad y vulnerabilidad
que contrasta con la firmeza de la mesa de madera. De repente la mesa
parece no ser más que una huella, una huella silenciosa. Pero una hue-

416 Parte IV. Memorias colectivas


lla que ha sido trabajada tan laboriosamente por la artista, que ahora
ha adquirido un poderoso lenguaje. La obra habla un lenguaje que es
estéticamente complejo, sin resultar estetizado, y sutilmente político,
sin apelar al mensaje directo.
El trabajo de Salcedo sobre la familiaridad de la mesa de cocina que se
ha convertido en ominosa no está atado a la psicología individual, ni tam-
poco estamos tratando con la estética negativa en el sentido de distorsión
o desfamiliarización en Adorno o el vanguardismo. Lo que está en juego es
una traducción artística consciente de una patología nacional de violencia
en una escultura que al testificar articula dolor y desafío. El trabajo no
simplemente está ahí como un objeto en el presente, aunque es por mucho
del presente. Dirige al observador a otro tiempo y lugar que están ausentes,
aunque sutilmente inscritos dentro de la obra: es la “extraña pérdida” de
Celan, que es “palpablemente presente”. El arte de Doris Salcedo es el arte
del testigo; la artista como testigo secundaria para ser precisos; la testigo
para vidas e historias de vida de gente por siempre marcadas por la expe-
riencia de violencia que continúa destruyendo la familia, la comunidad, la
nación y, por último, el espíritu humano en sí mismo.
Durante algunos años Salcedo viajó por la tierra buscando y escu-
chando las historias de gente que había atestiguado y sobrevivido la
violencia gratuita, a quienes perdieron padres y hermanos, esposas,
amigos y vecinos a manos de la guerrilla, narcotraficantes y paramilita-
res. El caso de The Orphan’s Tunic, como Salcedo lo dice, es la historia
de una niña de seis años en un orfanato, quien fue testigo del asesinato
de su madre. Desde esa experiencia traumática, la niña usa el mismo
vestido, día tras día, un vestido que le hizo su madre poco antes de ser
asesinada: el vestido es una marca de memoria y un signo de trauma.
La historia nos fuerza a tomar literalmente The Orphan’s Tunic como
un índice de una muerte, una vida, de un trauma, de algo que pasó en
el mundo real. Al mismo tiempo el vestido se traduce como túnica y se
convierte en metáfora para la pérdida y el dolor de la niña —una marca
permanente de identidad—.
Esta dimensión metafórica es puesta, entonces, mediante otra perspec-
tiva que agrega a su textura. La selección de la palabra ‘túnica’, a través de

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 417
un implícito Eng führung6, apunta a otro poema de Celan, un poema de
Lichtzwang, un poema sin título, como si fuera el mismo huérfano.

Ihn ritt die nacht, er war zu sich gekommen,


der Waisenkittel war die Fahn,

kein Irrlauf mehr,


es ritt ihn grad.

Es ist, es ist, als stünden im Liguster die Orangen,


als hätt der so Gerittene nichts an
als seine
erste
muttermalige, ge-
heimnisgesprenkelte
Haut.

Lo arrebató el caballo de la noche, había vuelto a sí mismo,


el blusón de huérfano por bandera

ya no hubo extravíos,
lo arrebató por derecho.

Es, es como si estuvieran en el aligustre las naranjas


como si él así arrebatado no llevara puesto
más que su
primera
piel
maternal de lunares,
estelar de misterio7.
6 (N. de E.) Engführung o stretto es una respuesta musical que ocurre en una fuga
cuando el sujeto es imitado antes de concluir. Su efecto es la intensificación. Véase
Randel (1999).
7 (N. de E.) El autor del ensayo usa la versión en inglés publicada en Poems of

Paul Celan (295). La traducción al inglés dice: Night rode him, he had come
to his senses, / the orphan’s tunic was his flag, / no more going astray,/ it rode him
straight––/ It is, it is as though oranges hung in the privet,/ as though the so-ridden

418 Parte IV. Memorias colectivas


El poema, deshaciéndose en la obra de Salcedo a través del subtítulo de
la escultura, provee la conexión entre la túnica y la piel, o entre el vestido
y el cuerpo; una conexión que prueba ser central para la transposición
estética y material de evento, idea y concepto en la obra terminada. La
investigación documental, poesía y materiales se mezclan en la escultura,
la cual vive separada de su dimensión temporal tanto como descansa en
su presencia espacial.
Este doble efecto temporal y espacial es acentuado cuando, mirando aún
más de cerca, podemos notar miles de minúsculos huecos, muchos de ellos
separados por entre ¼ a 1/8 de pulgada, con cabello humano enhebrado
a través de ellos, en dirección descendente, dentro de la madera; vuelven
a la superficie y entran otra vez. Si la seda es marcada desde abajo por la
desigualdad y las divisiones naturales en la superficie de la madera, está
ahora marcada desde arriba por miles de cabellos que parecen pequeñas
marcas de lápiz pero que realmente retienen la túnica de seda cerca de la
mesa. Ahora es como estar mirando el otro lado de la mano y notar el fino
y corto cabello que crece en la piel.
Si la túnica es como la piel —la primera/piel/maternal de lunares, este- /
lar de misterio—, entonces la mesa gana una presencia metafórica de cuer-
po, ahora no de un individuo huérfano, pero de una comunidad huérfana
privada de una vida normal. Exhibida como una escultura de la memoria
lejos de su casa, en un mundo artístico internacional, esta obra aparece
por sí misma huérfana y sin hogar en los espacios que ahora ocupa.
¿Cómo podemos entender esta combinación del cabello humano y
madera? Ambos son residuos materiales de organismos previamente vi-
vos y ahora detenidos en su crecimiento. La obra claramente juega con el
contraste: el pelo frágil, delgado y vulnerable, reminiscente de las famosas
pilas de cabello que conocemos por las fotografías del Holocausto, cabello
que entonces sugiere no vida, sino muerte. La madera de la mesa, por otra
parte, es sólida, garante de estabilidad. Pero así como el cabello ha sido
cortado, las mesas han sido mutiladas. Los miles de hoyos taladrados a

had nothing on/ but his/ first/ birth-marked, se-/ cret-speckled/ skin. La traducción
en español se puede encontrar en Celan (1999: 313).

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 419
través de la superficie con una broca de 1/64, poco antes de el cabello
pudiese ser cosido, no son la menor de las varias mutilaciones. La sola
idea del esmerado trabajo involucrado sorprende. Que completamente
absurda actividad es coser cabello, montones de cabello, a través de una
superficie de madera. ¿Pero es solamente absurda? ¿O es también un acto
de reparación? Si la tabla representa la comunidad, la familia, la vida en
su extensión temporal, entonces el cabello —la huella inorgánica de un
cuerpo humano, de la víctima de la violencia— cosido a través de la su-
perficie de mesa, es el enhebrado del dolor y sus recuerdos a través de la
superficie de la historia.

Imagen 2. Unland orphans tunic detail.

420 Parte IV. Memorias colectivas


Quizás la parte más sorprendente de la escultura es la densa banda de
cabello que parece como tejida a través de la mesa justo en el umbral entre
la túnica de seda y la superficie descubierta de la mesa café. Aquí la túnica
parece cosida y sujetada por el cabello, asegurada en su lugar —cabello,
piel, textura, cuerpo, todo eso ocurre con una particular densidad en esta
parte de la escultura—. Es cerca de donde las dos mesas están atascadas una
con la otra, cerca de donde las cuatro patas del medio han sido arrancadas,
es el umbral que hace que la estructura de la mesa parezca vulnerable. En
este punto se podría derrumbar, si desde arriba se aplicara presión. Y es
precisamente este tenue umbral el que parece fortalecido por la banda
de cabello, duramente consistentemente tejida de un lado de la mesa al
otro y hacia abajo en los costados. Marca el final de la túnica en un lado,
y el fin de la árida superficie café en el otro; llega a ser una textura densa.
Aquí, el cabello aparece como proveyendo fuerza, mientras que la mesa
parece vulnerable: una inversión imaginativa de la naturaleza básica de
los materiales. No obstante lo absurdo que pueda parecer este proyecto
de coser cabello a través de la madera también es un desafío: reta la im-
placabilidad de la madera y también reta lo absurdo y lo gratuito de la
violencia en Colombia.

Como todo el trabajo de Salcedo, The Orphan’s Tunic es acerca de la


memoria al borde de un abismo. De la memoria en un sentido literal, tanto
del contenido de memorias específicas de actos violentos, de la memoria
como proceso y como estructura en el momento en que la obra entra en
dialogo con el espectador. También sobre la memoria en un sentido espa-
cial, aproximándosele, nunca llegando del todo, obligando al observador
a interiorizar algo que permanece elusivo, ausente —la muerte violenta
de la madre que deja una hija huérfana, la huérfana presente únicamente
en esa túnica residual, la cual ahora parece más como un manto que cubre
parte de la mesa. Los eventos que tomaron lugar alrededor de esta mesa,
las sillas, la gente, la comida y la bebida servida allí permanecen ausentes
por siempre—. Si la gente, en especial los indígenas, pertenecen a la tierra,
como lo ha sugerido Salcedo en una de sus pocas entrevistas, entonces
Unland marca la ausencia de la gente del sitio comunal. Una ausencia que
se logra por medio de la muerte y el desplazamiento.

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 421
Si Unland: The Orphan’s Tunic es adecuadamente vista como una
escultura de la memoria, es inevitable que surjan preguntas: ¿qué es de la
esperanza?, ¿qué es de la redención?, ¿qué clase de política de la memo-
ria, si hay alguna, implica la práctica artística de Salcedo? Claramente la
obra desafía las políticas de redención y sugiere el reto en un sentido más
amplio: primero, el desafío de cualquier representación de esa violencia
auto perpetuada que sería demasiado ‘legitimizador’ llamar política;
desafío también de una cultura de la memoria ‘espectacularizada’ y de su
obsesión con sitios públicos de conmemoración, monumentos y monu-
mentos conmemorativos.
Salcedo sabe cómo los monumentos públicos y los monumentos conme-
morativos tienen que servir como claves de olvido a través de la estetización,
o de un comentario político directo. Su trabajo no confía en los mecanismos
de la memoria pública, aunque, al mismo tiempo, desea desesperadamen-
te nutrir tal memoria. Esta es la esperanza mínima que la obra sugiere.
Como forma escultural, más que monumental o conmemorativa, la obra
se dirige al individuo espectador, inscribe su complejo mensaje y deja a
los observadores conmovidos por la memoria de una imagen poderosa.
Pero la realidad de la violencia, sabemos, continúa constante. No hay un
fin a la vista para el ciclo de violencia que alimenta en Colombia, como
Cronos devorando a sus propios hijos en la mitología griega.
Finalmente, está el desafío de Salcedo —o, deberíamos decir, su de-
cisión de vencer— al peligro siempre presente de la estetización, debido
principalmente al uso que hace de objetos y materiales simples. Incluso
si nuestra mirada no es cautivada en el placer estético, Unland: The
Orphan’s Tunic nos obsesiona con su compulsiva belleza. Como ocurre
con otras obras artísticas exitosas en las que se articula el trauma en me-
dios y materiales únicos, la escultura de Salcedo mueve al espectador al
borde de un abismo únicamente velado por la belleza de la misma pieza.
El velo, sin embargo, es indispensable para nosotros para confrontar
cara a cara el trauma y convertirnos en testigos de una historia que no
debemos olvidar.
Esculturas de la memoria como las hechas por Doris Salcedo actual-
mente se producen en India, y Sudáfrica, en países del antiguo bloque

422 Parte IV. Memorias colectivas


soviético y en Latinoamérica. Puede que los trabajos estén influenciados
y codificados de diversos modos por el sistema artístico occidental, el
cual en sí mismo está convirtiéndose en global, pero las tradiciones y
memorias inscritas serán invariablemente locales y ancladas en el espacio,
motivando al espectador a comprometerse con ellas. El ocaso del modelo
euronorteamericano que privilegiaba la última vanguardia, facilita la
emergencia híbrida de tiempos y espacios diferentes en prácticas artísti-
cas y en su recepción. Sin duda, la fractura geográfica y temporal del arte
contemporáneo genera problemas de legibilidad cuando estos trabajos
son expuestos en otros lugares con otras historias. El arte siempre ha
interactuado benéficamente con formas de lectura, comentarios e inter-
pretación, que llegan a ser generativos del diálogo entre el espectador y la
obra. Leer en una cultura globalizada requiere nuevas habilidades y nuevos
conocimientos; trabajos como los de Salcedo fomentan un diálogo más
allá de las fronteras del arte occidental.

Imagen 3. Unland orphans tunic detail.

Escultura de la memoria en la obra de Doris Salcedo: Unland: The Orphan’s tunic 423
Pero aparte de las invariables historias específicas, localidades y memo-
rias corpóreas que las obras exigen al espectador, la escultura de la memoria
establece la necesidad de detener el ritmo, y demanda el reconocimiento
de asuntos propios de la vida diaria. Como escultura insiste en la insu-
perable materialidad del mundo, tanto de objetos como de cuerpos. Sus
inscripciones de tiempo y desplazamientos de espacio necesitan ser leídos
pacientemente. Generalmente no se encuentran en la superficie del arte
documental o explícitamente político. Esto complica la recepción. El
observador tiene que apoyarse tanto en asociación, analogía, interioriza-
ción del trabajo como en explicaciones que pueden o no ser ofrecidas en
títulos, catálogos y reseñas. En primera instancia los artistas querrán llegar
a la imaginación del espectador a través del lenguaje de sus materiales, de
lo sugestivo de las marcas, de los usos del espacio y la configuración. Si el
trabajo es exitoso en cautivar la atención del espectador, si sugiere signifi-
cado y al mismo tiempo se resiste al consumo fácil, si proporciona placer
en su configuración estética sin negar una ganancia cognitiva, entonces
está cumpliendo con su trabajo. La obra trabaja en contra de las estructu-
ras de olvido en nuestro mundo contemporáneo, ya sea que dicho olvido
esté impuesto por un Estado y su sistema de “desaparición” de personas
(Salcedo), provocado por la transformación de una sociedad comunista
anterior en la cual el recuerdo y el olvido público y privado aparecen con
gran confusión (Balka o Kabakow), o simplemente producido por la
obsolescencia planeada de objetos (¿y personas?) en el consumismo de
nuestras sociedades occidentales. Dicho arte también desafía el drenaje del
tiempo y el espacio en el hiperespacio. Alimenta la necesidad humana de
vivir en estructuras de temporalidad extendidas y en espacios reconocidos,
no importa cómo estén organizados. También enriquece al espectador al
implicarnos en su lento trabajo sobre la indisoluble relación entre espacio,
memoria y experiencia corporal. Luís Buñuel (1997: 10) dijo alguna vez:
“Hay que empezar a perder la memoria, aunque sea solo a retazos, para
darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra vida”. El
arte de Doris Salcedo y otros artistas trabajando sobre memoria y espacio
en escultura e instalaciones nos ayuda a no olvidarlo, y al mismo tiempo a
mirar de forma renovada la manera en que nosotros mismos negociamos
el espacio y la memoria en nuestras vidas diarias.

424 Parte IV. Memorias colectivas


Recordando el Holocausto:
duelo y melancolía1

Frank Ankersmit

E scribir acerca del Holocausto plantea sus propios problemas es-


pecíficos. Por lo general, suele bastar con que el teórico respete la
verdad y sea inteligente, aunque, como todos sabemos, eso, de por sí, ya
es bastante difícil. Pero escribir acerca del Holocausto requiere tener,
además de eso, el tacto y el talento para saber cuándo y cómo evitar las
trampas de lo inapropiado. Toda discusión acerca del Holocausto corre
el riesgo de terminar en un círculo vicioso en el que los malentendidos
y la inmoralidad se estimulan y refuerzan mutuamente. Y sólo existe
una categoría estética, que no es otra que la de lo apropiado, que puede
permitirnos evitar los bloqueos a los cuales conduce de manera inevi-
table una investigación que sólo atiende a lo verdadero y lo éticamente
bueno. Por lo tanto, cuando tenemos que confrontar el desafío más
grande —la explicación del Holocausto— debemos apelar a la estética
y no a las categorías de la verdad fáctica y de lo moralmente bueno. El
reto último para la escritura de la historia y también para el historiador
no es fáctico o ético, sino estético.
Una gran parte de la reciente teoría de la historia se ha dedicado al
problema del tacto y a dirimir cuál es la clase de discurso ‘apropiado’ para

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 425


hablar del Holocausto (Ankersmit, 2001). El conflicto de opiniones
sobre estas cuestiones se puede presentar de diferentes maneras. Sin
embargo, en el contexto actual la mejor manera de mostrar ese proble-
ma es describirlo como un conflicto entre la ‘historia’, por un lado, y
el ‘recuerdo’ o la ‘memoria’, por el otro. Esta cuestión se puede resumir
de la manera siguiente. Algunos historiadores y teóricos, como Berel
Lang, argumentan que se debería adoptar el “discurso de la historia”
a la hora de hablar del Holocausto. Su argumento consiste en que el
lenguaje objetivista y frío del historiador es el que mejor satisface los
requisitos de la delicadeza y la propiedad del discurso, mientras que,
por ejemplo, es inevitable que el lenguaje de los novelistas parezca
una intrusión violenta y una autoafirmación en un mundo que debería
permanecer inalterado. Por ello, sería la estética del lenguaje de los
historiadores, y no la de los novelistas, la que permitiría ocuparse de
la manera más respetuosa posible de las realidades del Holocausto.
Sin embargo, otros piden que se abandone el discurso de la historia a
favor del de la memoria, puesto que sólo este último lenguaje puede
proporcionarnos la estética de la autenticidad que deberíamos usar
cuando hablamos del Holocausto. Y, siguiendo a Shoshana Felman
y Don Laub (1992), se podría seleccionar el lenguaje del testimonio
por ser el lenguaje más apropiado dentro del dominio más amplio del
lenguaje de la memoria.

Ahora bien, ¿qué es lo que está en juego en este debate? La historia y


el discurso de la historia tienen por finalidad describir y explicar el pa-
sado, y eso es lo que principalmente esperamos que haga un historiador.
Él cumple con ese fin, por lo general, mediante la reducción a lo que ya
conocemos, de lo que inicialmente era extraño, raro e incomprensible
en el pasado, es decir, haciéndonos ver aquello que es extraño en tér-
minos de lo que ya comprendemos. Ello hace que la escritura histórica
sea esencialmente metafórica. Pensemos en el ejemplo del Iluminismo:
todos estamos familiarizados con la realidad de una habitación que
súbitamente se ve iluminada por una lámpara o una vela. Y con ello se
nos invita a relacionar las realidades del pensamiento del siglo xviii con
esa otra realidad de un modo significativo. Por ello, podemos afirmar

426 Parte IV. Memorias colectivas


que la metáfora es el fundamento de la escritura histórica y la fuente de
sus propiedades estéticas esenciales2.
Sin embargo —y lo anterior nos lleva a la posición estética que aparece
como alternativa— ¿es factible, o incluso posible, hacer lo que acabamos
de describir en el caso del Holocausto? ¿Existe acaso una realidad a la
cual podamos reducir el Holocausto y en términos de la cual podamos
explicarlo? ¿Existe quizá un modelo bien conocido y bien establecido
de comportamiento humano de cual podamos derivar el Holocausto?
Es obvio que no. Cuando nos referimos a los crímenes nazis como “in-
nombrables” o “impronunciables” deseamos expresar con esos adjetivos
que no hay realidades o conceptos mediante los cuales estos crímenes
se puedan describir o representar apropiadamente. El Holocausto nos
lleva hacia “los límites de aquello que puede representarse” por el his-
toriador, parafraseando el título de la importante antología editada
por Saul Friedländer, dedicada a este tema. Por consiguiente, esa es la
razón por la cual la conciencia estética de las elevadas exigencias de lo
‘apropiado’ ha convencido a algunos historiadores y teóricos de que se
debería cambiar el discurso de la historia por el de la memoria, con el
fin de explicar ‘apropiadamente’ el Holocausto.
Su argumento es que la memoria está libre del elemento de la apropia-
ción y de la posesión intelectual que es tan típico del lenguaje metafórico
y reduccionista del historiador. La memoria hace referencia a la dirección
de nuestra mirada en vez de inducirnos a identificar lo que vemos en esa
dirección. Es típico que la forma más fuerte de la memoria, la nostalgia,
se vea siempre acompañada de una conciencia intensa y dolorosa de la
distancia insuperable que hay con el objeto del deseo nostálgico3. La
memoria y la nostalgia siempre dotan a su objeto del aura de lo inal-
canzable. Y es por ello que el discurso de la memoria respeta más esas
realidades innombrables que asociamos con el Holocausto que lo que

2 Para el desarrollo de esta afirmación veáse The Dialectics of Narrativist Historism


(Ankersmit, 2001: 123-148).
3 Para una exposición de la nostalgia como una dimensión de la conciencia histórica

contemporánea, véase mi libro Historia y Tropología. Ascenso y caída de la metáfora


(2004).

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 427


lo hace el discurso del historiador. El discurso de la memoria reconoce
que nunca podremos apropiarnos de esas realidades y que cada intento
de hacerlo será ‘inapropiado’.
En un ensayo muy penetrante, Jonathan Webber (1992: 3) asoció el
Holocausto con un tel olam, un “término bíblico que designa un lugar
cuyo pasado físico debería borrarse para siempre”. Ello quiere decir que
el Holocausto debería permanecer para nosotros como un ‘lugar vacío’
por siempre, como un lugar que nunca podemos esperar poseer o ocupar
en la práctica de la manera en la que el historiador espera apropiarse o
terminar poseyendo el pasado con la ayuda de sus metáforas. El discurso
de la memoria es ‘indexador’ y apunta o indexa el pasado, lo circunscribe,
pero sin intentar penetrar en él. Viene a la memoria aquí la manera en
la que el poeta holandés Armando presenta el Holocausto: no remite
simple y directamente a las atrocidades cometidas en los campos de
concentración, sino que incrimina al paisaje, a los árboles que rodean
esos campos y a la tierra que ha sido testigo de estas atrocidades, y todas
esas cosas se convierten, por lo tanto, en cómplices del crimen en cierto
sentido (Van Alphen, 1993: 109-25). Aquí, el acceso al Holocausto es
‘indexical’ y metonímico en lugar de metafórico.
La metonimia favorece la simple contigüidad, respeta todas las con-
tingencias impredecibles de nuestros recuerdos y es, como tal, el opuesto
mismo de la orgullosa apropiación metafórica de la realidad. La metáfora
tiene la pretensión de ir directamente al centro del asunto, mientras que
la metonimia simplemente nos hace movernos hacia aquello que ocurrió
para que nos situemos junto a ello, y lo hagamos de manera continua, ad
infinitum. La metonimia vincula una red de asociaciones que dependen
de nuestras experiencias personales y de un conjunto de factores contin-
gentes, en lugar de forzar que la realidad (pasada) encaje en las matrices
de una apropiación metafórica de la realidad. Esa es la razón por la cual
también la metonimia —y no la metáfora— es el discurso preeminente
en el psicoanálisis. Porque en el psicoanálisis no nos referimos directa-
mente a la esencia metafórica de nuestra mente, sino que reencontramos
el camino hacia nuestra mente mediante el abandono de nosotros mismos
al movimiento impredecible y casi browniano de la asociación.

428 Parte IV. Memorias colectivas


La naturaleza esencialmente indexada de la memoria se expresa de
forma más clara mediante los monumentos, donde la memoria se puede
contrastar con la referencialidad de la historia. El monumento no nos
dice algo acerca del pasado, de la manera en la que el texto histórico
(metafórico) lo hace, sino que funciona como una señal (metonímica).
En otros términos, el monumento funciona como un índice: nos exige
mirar en una cierta dirección sin especificar qué es lo que en última
instancia encontraremos mirando hacia allí. Es más, al conformarse
con su mera indexabilidad, el monumento no sólo nos deja libres, sino
que nos invita enérgicamente a proyectar nuestros propios sentimien-
tos y asociaciones personales en esa parte del pasado que nos señala.
El monumento acepta y respeta con generosidad todos nuestros senti-
mientos y asociaciones y no nos exige dividirlos entre aquellos que van
directamente a la esencia del asunto (suponiendo que exista esa esencia)
y aquellas que eluden esa pretensión. Ésa es la razón por la cual el mo-
numento y la memoria difieren de manera tan evidente de la historia y
del texto histórico escrito. Y es por ello también que la dimensión del
monumento se explota de manera tan sutil e ingeniosa por el llamado
antimonumento4. Este último se construye para desaparecer de la vista
4 James Young describió el primero de estos antimonumentos como sigue: “In-
augurado en 1986, este pilar de doce metros de alto y un metro cuadrado de
base está construido en aluminio hueco, plateado, con una fina capa de plomo
blando y oscuro. En una inscripción temporal cerca de su base se puede leer
en alemán, francés, inglés, ruso, hebreo, árabe y turco (creando así su propia
ciudadanía): ‘Invitamos a los ciudadanos de Harburg, y a los visitantes de la
ciudad, a añadir aquí sus nombres a los nuestros. A medida que más nombres
vayan cubriendo esta columna de plomo de doce metros, ella gradualmente se
irá hundiendo en la tierra. Algún día desaparecerá completamente y el lugar
donde se encuentra el monumento de Harburg estará vacío. Al final, frente a
la injusticia sólo nos mostramos nosotros mismos’. En cada esquina inferior de
la columna, atados por un cable de cierta longitud, hay lapiceros de acero con
los que se pueden realizar inscripciones en el plomo blando. Cuando se termina
de cubrir de inscripciones conmemorativas cada una de las secciones de metro
y medio [en las que se divide la columna], el monumento va hundiéndose en la
tierra, en una cámara tan profunda como la altura de la columna. Cuantos más
visitantes participen de manera activa, más rápido cubrirán cada sección con
sus nombres y antes desaparecerá el monumento. Después de ir descendiendo
bajo la tierra durante cuatro o cinco años, no quedará nada sino la superficie

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 429


con el transcurso del tiempo, de manera que un simple espacio vacío, un
tel olam, por así decirlo, nos recuerde que ahora sólo existe en nuestra
memoria. De esta forma, el contramonumento nos exige sutilmente
interiorizar su indexicalidad esencial.
Ahora bien, los índices pueden adoptar muchas formas diferentes.
No comparten las ambiciones del lenguaje, cuyo único fin es esconderse
detrás de la realidad a la que se refiere, y, por consiguiente, sólo tiene
idealmente una única forma: la del mundo que se describe en él. El mo-
numento es, al final, una obra de arte y se le concede el mismo rango
amplio de autorrepresentación que le otorgamos a la obra de arte. En
consecuencia, el monumento puede ser cualquier cosa y pasar de una
obra de arte que absorbe plenamente nuestra atención a costa de lo re-
presentado a ser el antimonumento que hemos discutido en el párrafo
anterior y que desaparece por completo por su ambición de no ser nada
más que un mero índice o señal.
A la hora de considerar las muchas variedades que puede adoptar un
monumento y las muchas formas distintas en las que puede funcionar
como una señal que conduce hacia el pasado, no hay nada más instructivo
que Yad Vashem, el monumento oficial de Israel dedicado a la memoria
del Holocausto. Ya en 1942, cuando los primeros informes acerca del
Holocausto llegaron a Israel, Mordechai Shenhavi, del kibbutz Mish-
mar Ha’emek, propuso conmemorar simultáneamente lo que llamó “la
Shoah de la diáspora” y la participación de los luchadores judíos en los
ejércitos aliados. Shenhavi también sugirió el nombre de Yad Vashem,
que significa literalmente “un monumento y un nombre”. Ese nombre
se inspira en el libro bíblico de Isaías, en el que Dios anuncia como re-
cordará su pacto con el pueblo judío: “Tendrán, en mi casa y dentro de
mis muros, un monumento y un hombre, en lugar de hijos e hijas. Les
daré un nombre eterno que nunca podrá borrarse” (Young, 1993: 30)5.
Todo aquello que Nora asociaría muchos años después con la noción de

superior del monumento, que se cubrirá con una lápida inscrita”. Véase Young
en esta antología.
5 Véase también información adicional acerca de Yad Vashem en la publicación de

Holocaust Martyrs and Heroes Remembrance Authority.

430 Parte IV. Memorias colectivas


lieux de memorie se hallaba así presente en el nombre de Yad Vashem.
Después de que el Knesset6 aprobara una ley formal en mayo de 1953,
Yad Vashem se desarrolló sucesivamente y terminó siendo un elaborado
complejo de monumentos que conmemoran todos ellos los crímenes
innombrables cometidos por los nazis contra el pueblo judío.
Hay varias cosas acerca de Yad Vashem que pueden sorprender al
que lo visite por primera vez. En primer lugar, a diferencia de la llama
eterna bajo el Arco del Triunfo en París, o de los monumentos a lo largo
del National Mall en Washington, o de los monumentos a las víctimas
de la Segunda Guerra Mundial en Ámsterdam, Yad Vashem no está
situado en el centro de la ciudad de Jerusalén, sino en sus afueras. Sean
cuales sean las razones que en verdad hicieron que se localizara allí, hay
algo profundamente simbólico acerca del lugar en el que se encuentra.
Es como si en París, en Washington, en Ámsterdam y en otros muchos
lugares sólo fuera el centro existente de la ciudad el que pudiera dotar
exitosamente al monumento de la preeminencia que se supone que
posee en el corazón de la nación, mientras que Yad Vashem no necesita
el apoyo situacional: el corazón de la nación está en Yad Vashem y Yad
Vashem crea un centro de duelo dondequiera que éste.
Además, cuando se camina por los senderos y los monumentos de Yad
Vashem, se pueden ver en la distancia, sobre las colinas dibujadas contra
el cielo, como en uno de esos frescos casi surrealistas de Fray Angélico,
las casas blancas del nuevo Jerusalén. Las afueras de Jerusalén, debido a
su serenidad callada y a su refulgente blancura en contra del cielo azul,
parecen convertirse en parte del propio monumento o incluso en una
forma de completarlo profundamente pleno de sentido. Es como si una
redención de los innombrables horrores del pasado que se recuerdan
en Yad Vashem se expresase a través de la blancura muda y absorta de
este nuevo Jerusalén. Aquí estamos lejos del viejo centro, tan cargado
del pasado de los judíos, los cristianos y los musulmanes, y de todas
esas luchas y sufrimiento humano que han teñido esos pasados. Aquí
hemos llegado a un espacio que está realmente entre el cielo y la tierra,

6 (N. de T.) Parlamento israelí.

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 431


donde se podría construir una nueva ciudad de Dios. De esta forma,
Yad Vashem parece absorber el silencioso paisaje que lo rodea dentro
de sí y darle un significado.
Pero hay algo más que incita a la reflexión. Una experiencia común
entre aquellos que visitan Yad Vashem por primera vez es que se pierden
una y otra vez en el lugar. Aunque el terreno en el cual está localizado
Yad Vashem no supera las siete hectáreas, y aunque hay placas que indi-
can claramente la localización de los diferentes monumentos, hay algo
característicamente laberíntico en torno a todo el complejo. Es como
si fuese renuente a la hora de mostrarnos los secretos traumáticos del
pasado que allí se conmemora, como si esto secretos pudieran mostrarse
sólo uno por uno al visitante para que así pueda darse cuenta mejor de su
enormidad. Así, en cierto sentido, el laberinto de Yad Vashem parecería
imitar los pormenores de dos mil años de historia judía y las situaciones
confusas a las que ese pasado arrojó al pueblo judío. Los detalles de las
instalaciones pueden también recordar al visitante los, en apariencia,
inacabables viajes laberínticos que los judíos de Salónica, Francia y los
Países Bajos tuvieron que hacer antes de llegar a su miserable destino.
Y, por último, el camino errático que ha tenido que seguir el visitante le
puede hacer recordar la paradoja de que el camino al crimen más grande
en la historia humana puede permitirse ser uno tan tortuoso y oscuro,
tan sumamente diferente de la vecina Vía Dolorosa (la que fue vista por
los ojos del mundo y de la historia), y aún así alcanzar su destino con
una precisión letal.
Al seguir los caminos del laberinto de Yad Vashem, el visitante pasa
delante de los numerosos monumentos que se han ido instalando allí,
en realidad de una manera bastante casual, desde 1953. Como es lógico,
la mayoría de ellos fueron diseñados originalmente para Yad Vashem,
como los Soldados, luchadores del gueto y partisanos de Fink; el pilar
de acero de 21 metros de alto realizado por Schwartz y dedicado al
heroísmo de aquellos que se rebelaron en los campos y en los guetos; o
el profundamente conmovedor Korczak y los hijos del gueto de Sakstier,
que conmemora al profesor que no quiso abandonar a los hijos huérfa-
nos de judíos a su cargo y prefirió morir con ellos en Treblinka. Otros

432 Parte IV. Memorias colectivas


monumentos imitan a los erigidos en otros lugares, como el monumento
de Nathan Rapoport, Levantamiento del Gueto de Varsovia, o la copia
del monumento Huesos Secos, que Nandor Glid construyó para Dachau
(Young, 1993: 66), un aterrador monumento en el que alambre de púas
y los cuerpos retorcidos que gritan parecen haberse convertido los unos
en una metamorfosis de los otros y cuyas formas esqueléticas resaltan
enérgicamente contra un cielo en el que parecen fundirse gradualmente.
Nos hace recordar las líneas del poema Todesfuge de Celan:

er ruft streicht dunkler die Geigen dann steigt ihr als Rauch in
die Luft dann habt ihr ein Grab in den Wolken da liegt man nicht eng

grita sonad con más tristeza sombríos violines y subiréis como humo
en el aire
y tendréis una tumba en las nubes no se yace estrechamente allí7.

El visitante, que no está familiarizado con la experiencia de ver tan-


tos monumentos diferentes uno al lado de otro, se siente sobrecogido y
confundido por los sentimientos y asociaciones que provoca cada uno
de ellos. ¿Por qué tantos monumentos?, se pregunta. ¿Por qué no hay
algo que sea esencialmente exclusivo de cada monumento, en el sentido
de que cada monumento sugiera una perspectiva o función como un
prisma de aquello que conmemora? ¿No es sólo gracias a esa exclusividad
delicada que el monumento puede desaparecer, mediante una lógica
propia, detrás de aquello que conmemora y que puede conseguir en la
realidad una resurrección de aquello que se recuerda en el lugar dejado
por su ser evanescente? En otros términos, ¿la presencia de diversos mo-
numentos acaso no nos invita a concentrarnos en el hecho de que todos
son intentos por conmemorar algo, con el resultado de que sólo vemos
formas de conmemorar el pasado en lugar de aquello que se conmemora?
¿Y ello no trae consigo el riesgo de hacer que el monumento se convierta

7 (N. de E.) El autor del ensayo usa la edición en alemán e inglés de los poemas de
Paul Celan, traducida por Michael Hamburguer (Celan, 1995: 65). La traducción
del español al alemán se toma de Valente (1995: 27). Agradezco a Monserrat Or-
doñez (q.e.p.d.) la referencia.

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 433


en una especie de telón que nos separa del objeto de conmemoración
en lugar de acercarnos a él?
Sin embargo, una de las experiencias más extrañas que tiene el visi-
tante de Yad Vashem es que evoca justo lo contrario. De hecho, la llama
al soldado desconocido en París o el memorial de Londres a aquellos
que cayeron durante la Primera Guerra Mundial tienden a convertirse
en parte del mobiliario de estas ciudades. Esos monumentos ‘solitarios’
comenzarán a interactuar con sus entornos y a convertirse en un feti-
che impotente sobre el cual podemos proyectar lo que queramos 8. De
hecho, como la encarnación de la fusión de lo privado y lo público, de
la historia de la nación y del ciudadano individual, pueden recordarles
a la viuda o al huérfano, el marido o el padre que perdieron durante
la guerra, pero también sirven por igual para recordarnos una joven
pareja que un día soleado y cálido encontró por primera vez su sombra.
Autores como Diderot y Musil ya sabían que los monumentos son, por
así decirlo, seres bastante sociales a los que les gusta hablar con nosotros
usando el lenguaje que utilizamos cotidianamente y que nos permite
reducir el mundo a los límites de nuestras propias preocupaciones. Los
monumentos están siempre dispuestos a abandonar lo que representan
a cambio de participar en nuestra vida diaria.
Sin embargo, Yad Vashem, mediante su inmensa multiplicación
de monumentos, nos impide que lo domestiquemos. El número de
monumentos y las diferencias entre ellos destacan su autonomía en
relación con su entorno y con los demás monumentos en una especie
de ‘intertextualidad’ monumentalista. Yad Vashem nunca se degrada
a la condición penosa de convertirse en un simple escaparate de las
distintas formas en las cuales puede recordarse el Holocausto. ¿Por
qué ocurre eso? ¿Por qué las muchas formas diferentes en las cuales se
recuerda este pasado y se representa allí no ocluyen ni oscurecen una
realidad rememorada y representada? ¿Se debe al inmenso peso del
pasado rememorado que siempre hace que cada una de sus represen-
taciones se vea empequeñecida y que siempre acecha como una oscura

8 Como argumentó, Monumentos de Musil (1979).

434 Parte IV. Memorias colectivas


sombra por encima de cada representación que se hace del mismo? ¿A
que cada uno de los monumentos es un testimonio de otro aspecto de
los sufrimientos sin nombre y de los crímenes que conmemora? ¿Se debe
a que el Holocausto siempre traspasa los límites de la representación?
¿O a que el Holocausto parece quedar por fuera de la historia narrable
y representable, de manera que los monumentos que lo conmemoran
se reducen a la condición de meros signos, como números o sílabas
impotentes, incapaces de tener un significado y de ser algo más que
una referencia pura y desnuda? Y, por lo tanto, ¿se podrá decir alguna
vez que el monumento del Holocausto es una representación conme-
morativa de ese acontecimiento porque ningún monumento podrá
jamás añadirle ningún significado a la referencia pura y desnuda? ¿Es
ese, entonces, el secreto de Yad Vashem?
Hacerme estas preguntas me conduce en este momento al problema
de cómo Yad Vashem puede ayudarnos a comprender la conmemora-
ción del Holocausto. Con el propósito de hacer claras mis intenciones,
quiero contrastar los dos monumentos más espectaculares de Yad Vas-
hem: la Cripta del Recuerdo y el Memorial de los Niños. Con estos dos
monumentos se pueden discernir el espectro completo que se extiende
del significado a la pura referencia y la experiencia del referente vacío
de significado a la que me he referido anteriormente. Comenzaré con
la Cripta del Recuerdo, transcribiendo la descripción dada por James
Young :

Los paneles de madera del Ohel Yizkor —que significa literalmente la


Cripta del Recuerdo— tienen inscritos los nombres de los 22 campos
de concentración más grandes, en orden geográfico aproximado. En una
esquina, justo debajo de una claraboya abierta al cielo, una llama eterna
titila en frente a una lámina de bronce alabeada, que parece abrirse como
los pétalos de una flor negra. La llama se ve bañada por el rayo de luz hu-
meante que llega desde arriba y está justo detrás de una lápida blanca de
granito que cubre un pozo en el que están depositadas las cenizas traídas
de los campos de concentración […] Se podría considerar de una manera
más exacta como un matzevah colectivo para víctimas desconocidas, como
una cripta (Citado en Young, 1993: 254).

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 435


Esto es lo que hace que la Cripta del Recuerdo sea el monumento ofi-
cial del Estado de Israel a las víctimas del Holocausto y este es el sentido
en el cual el monumento no es distinto de los monumentos erigidos en
muchos países en honor de aquellos que han caído o la nación, aunque,
sin duda, son los nombres de los campos los que separan efectivamente
este monumento de sus compañeros en otros países. ¿Qué pudiera,
siquiera remotamente, asemejarse a los horrores que asociamos con los
nombres terribles de Sobibor, Treblinka, Majdanek, Chelmno, Stutthof
y sobre todo Auschwitz-Birkenau? Hay nombres que tienen una reso-
nancia tan grave y profunda en nuestras mentes que incluso tenemos
dificultades para creer que remiten realmente a lugares que existen en
nuestro planeta. Tan es así, que cuando vemos en el largometraje de
Lanzmann, Shoah, las estaciones de tren con los nombres de lugares
como Treblinka o Sobibor, tendemos a reaccionar al principio con el
mismo escepticismo que manifestaríamos si alguien nos informase que
exploradores han descubierto recientemente el infierno (o el cielo) en
alguna parte remota del globo.

Justamente es la clase de asociaciones que evocan estos nombres


terribles la que permite que la Cripta del Recuerdo sea la clase de mo-
numento que es y ello garantiza su ’efectividad’. El monumento, por así
decirlo, moviliza todo aquello que hemos oído y sabemos acerca de los
campos de concentración, acerca de lo que sufrieron seis millones de
judíos, la mitad de ellos polacos y la otra mitad judíos étnicos, y lo que
tantos prisioneros de muchas otras naciones sufrieron allí. Así, de nuevo,
somos conscientes de las proporciones del crimen. De la misma manera
que una lupa concentra la luz sobre aquello que enfoca, el monumento
concentra nuestros sentimientos, asociaciones y conocimiento sobre el
Holocausto en un momento de conciencia del Holocausto tan cercano
a su contemporaneidad como sea posible. Eso es lo que hace de Cripta
del Recuerdo la clase de monumento del Holocausto más adecuada para
una generación que está todavía bastante cercana a él y para la cual el
acontecimiento no se ha diluido en un pasado que contiene otros ho-
rrores (con frecuencia olvidados) como el genocidio de los aztecas y los
indígenas americanos, la Guerra de los Treinta Años, el tráfico de esclavos

436 Parte IV. Memorias colectivas


de los siglos xvii y xviii y todo lo que vino después de la Revolución
Francesa. El monumento presupone que nuestras memorias, asociaciones
y conocimiento están ya presentes de una forma u otra. Si no tuviéramos
conocimiento del Holocausto, la Cripta del Recuerdo no sería para
nosotros sino una mera lista de nombres extraños y ajenos.

El Memorial de los Niños, que conmemora el millón y medio de


niños judíos que fueron asesinados durante la guerra, es diferente y su
contraste con la Cripta del Recuerdo puede ayudarnos a profundizar
nuestra comprensión de la conmemoración del Holocausto. Permítase-
me comenzar mi argumento con una breve descripción de los detalles
relevantes del Memorial de los Niños. El monumento fue encargado
por un superviviente del Holocausto, Abraham Spiegel, que hoy tiene
la nacionalidad estadounidense, cuyo hijo Uziel pereció en Auschwitz.
Fue diseñado por el arquitecto israelí Moshe Safdie. En el monumento
se pueden distinguir tres niveles. En el primero, que queda fuera del
edificio del mismo, hay unos 20 pilares de base cuadrada que van cre-
ciendo en altura, todos ellos con una terminación irregular en su parte
superior. La intención del artista es, sin duda, aludir con ello a las vidas
truncadas de los niños que fueron asesinados en los guetos y en los cam-
pos, mientras que la blancura de los pilares simboliza su inocencia. Esa
alusión se ve reforzada de una manera muy ingeniosa por el hecho de que
un plano inclinado conecta la parte superior de los pilares y ello parece
expresar el hecho de que niños de diferentes edades fueron asesinados
por el mismo cataclismo histórico. En el segundo nivel encontramos la
sala de recepción del memorial, en donde podemos ver fotografías tri-
dimensionales de los niños cuyo destino conmemora el memorial. Pero
el verdadero corazón del monumento se encuentra en el tercer nivel.
Desde la recepción, descendemos unos cuantos pasos y llegamos a un
pasillo octogonal estrecho y oscuro, pero alto, que corre en torno a un
pilar central también octogonal. Ambos lados del pasillo están recubier-
tos por espejos que se encuentran detrás de paneles de plexiglás. Cinco
ner neshama, o velas votivas, son la única luz del sala; los espejos hacen
que las velas se multipliquen infinitamente en galaxias de luz, detrás,
delante, por encima y por debajo del visitante del monumento y, cada

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 437


uno de esos reflejos simboliza el alma de uno de los niños. Una música
suave, que diríase más un quejido, puede oírse en el fondo mientras que
una lista aparentemente sin fin de los nombres de los niños asesinados
por los nazis se escucha en todas las lenguas europeas.
El efecto es a un tiempo asombroso y profundamente conmovedor.
A diferencia de la Cripta del Recuerdo, no necesitamos tener ningún
conocimiento o recuerdos previos del Holocausto para que tengamos
que enfrentar sus horrores y la dimensión inimaginable del crimen. Por
lo tanto, este monumento no canaliza nuestras emociones y sentimientos
ya existentes, sino que, en cierta forma, tiene éxito en crearlos. Construye
o produce el componente en la clase de recuerdo del pasado que podemos
asociar con la Cripta del Recuerdo. Expresándolo de una manera distinta,
aunque más interesante, experimentamos el Memorial de los Niños y lo
que conmemora, en lugar de que nuestra experiencia se vea organizada
por el monumento, como ocurre en la Cripta del Recuerdo. El Memorial
de los Niños termina, por así decirlo, comienza donde termina la Cripta
del Recuerdo y, como argumentaré, es precisamente por ello que para
las futuras generaciones el Memorial de los Niños es un monumento
más adecuado del Holocausto que la Cripta del Recuerdo.

Las ambivalencias de lo ‘kitsch’


Para una comprensión adecuada del Memorial de los Niños lo mejor será
comenzar con una crítica a éste. En el New York Review of Books, Avishai
Margalit (1988, noviembre: 23) tachó al memorial de ’kitsch’. Aunque
sin duda no es así como yo los percibo, puedo imaginar no obstante que
la acusación tenga sentido a los ojos de los propios supervivientes del
Holocausto o al menos para algunos de ellos. Porque todo lo que ellos
necesitan y pueden soportar, con justicia, es la mera referencia con tacto
(metonímica o indexada) a sus experiencias (como ocurre con la Cripta
del Recuerdo), en lugar de ver la memoria de sus experiencias contami-
nada por una experiencia esencialmente mediada, que sólo puede ser una
caricatura de sus propios sufrimientos y que incluso puede considerarse
como un intento por darle un significado a esos sufrimientos con los que

438 Parte IV. Memorias colectivas


nunca podrá coincidir con lo que el Holocausto todavía significa para
los supervivientes. Pero, y ese es mi argumento, esa es precisamente la
razón por la cual el Memorial de los Niños es el monumento apropia-
do para aquellos que ya sea por el lugar o la fecha de nacimiento solo
serán siempre espectadores del Holocausto, en contraste con aquellos
que fueron sus víctimas. Mientras que el Holocausto en sí vincula a los
supervivientes unos con otros mediante un nexo para siempre indiso-
luble, ese lazo sólo puede crearse en una generación posterior por un
monumento como el Memorial de los Niños (aunque hay que admitir
que será muchísimo más débil).
Consideremos ahora cómo reaccionar frente a la acusación de Mar-
galit de que el Memorial de los Niños es ‘kitsch’. Para responder a esa
pregunta, me tomaré más en serio su acusación de lo que probablemente
querría el autor y comenzaré analizando más detalladamente la noción
de ‘kitsch’. De hecho, lo kitsch es una de las más interesantes categorías
estéticas y está muy íntimamente relacionada con lo que, en un análisis
último, es el contenido de cualquier experiencia artística y estética.
Como veremos, una elaboración de esta idea puede eliminar gran parte
del ácido en la condena que le hace Margalit. Inicialmente, asociamos
el concepto de ’kitsch‘ a términos como ’vulgar’, ’banal‘, ’pretencioso‘,
’extravagante‘, ’pegajoso‘, ’exhibicionista‘, ’afectado‘, ’coqueto‘. Todos
ellos son términos llamativos que tienen como común denominador la
noción de ’inautenticidad’.
Ahora bien, la ‘inautenticidad’ es una acusación peculiarmente
paradójica dentro del mundo de la estética. Porque podríamos decir,
con justificación, que todo arte, que toda representación estética de la
realidad, es ‘no auténtica’, es decir, que es una copia falsa de la ‘cosa real’.
Por ello, muchos filósofos, como Platón y Rousseau, han desconfiado
profundamente del arte y defendido un “ocaso de la mentira (estética)”,
parafraseando a Oscar Wilde. Y, en cierto sentido, esta crítica del arte es
irrefutable, porque esa es una manera en la que puede concebirse el arte
sin caer en ninguna inconsistencia. Se podría expresar de la siguiente
manera. Supongamos que hubo un momento de la historia en que se creó
la primera obra de arte y todo mundo era consciente de lo que estaba

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 439


ocurriendo. En esa etapa, todo el mundo debe haber visto la primera
obra de arte como una copia esencialmente falsa del mundo real. Por lo
tanto, en ese momento la realidad se convirtió en sí misma, durante un
momento, en una obra de arte, mientras que la primera obra de arte era
su imitación llamativa, banal, pretenciosa y “parecida a lo kitsch”. De
ese modo, si nos remontamos al origen del arte, todo arte es inautén-
tico. Pero justo después de que se haya aceptado esta primera obra de
arte, la realidad pierde su carácter estético, se convierte nuevamente en
realidad, y la categoría de kitsch se reserva ahora para distinguir entre
el buen y el mal arte, mientras que, aunque pueda parecer raro, el arte
malo, el kitsch, se critica por ser aquello que todo arte es esencialmente.
Por decirlo en pocas palabras, todo arte es en su origen kitsch en cierto
grado, y lo que ahora llamamos kitsch nos recuerda ese origen y la na-
turaleza de todo arte.
De una manera paradójica, esa verdad nos la presenta el fiero y ra-
dical ataque de Herman Broch (1977) a lo kitsch. Al respecto escribe:
“La esencia de lo kitsch es la sustitución de una categoría ética por una
estética; el kitsch no desea funcionar de una manera moralmente buena,
sino agradar estéticamente; sólo está interesado en conseguir un efecto
agradable”9. Y en otro lugar Broch (1977: 58) es incluso más explícito:
“La diosa de la belleza en el arte es la diosa de lo kitsch”. En pocas pala-
bras, es justo aquello que hay de estético en el arte lo que puede hacer
que el arte sea kitsch. Por lo tanto, cuando ataca lo kitsch, Broch lo
critica paradójicamente por aquello que, en su propia opinión, el arte
es esencialmente en sí.
Y esto puede ayudarnos a aclarar la relación entre la Cripta del Re-
cuerdo y el Memorial de los Niños, y entre la clase de experiencias que los
dos monumentos pueden evocar a los visitantes de Yad Vashem. Ahora
podemos entender por qué algunos de los supervivientes del Holocaus-
to verán el Memorial de los Niños como una manipulación kitsch de
sus experiencias de los horrores de los campos. Preferirán la Cripta del
9 Esta es también la razón por la cual Broch identifica lo kitsch con das radikal Böse;
de esta afirmación se deriva igualmente que el ne plus ultra del esteticismo debe ser
también el ne plus ultra del mal (1977: 76)

440 Parte IV. Memorias colectivas


Recuerdo porque deja sus terribles memorias intactas y se abstiene de
manipularlas. Pero puesto que todo arte se origina en esta manipulación
de la realidad, tiene su propia razón de ser en dicha manipulación, y de
esta forma puede representar una realidad para aquellos que no la han
experimentado en la práctica, la acusación del superviviente de que el
monumento es kitsch es una prueba de su ‘elocuencia’ como recordatorio
del Holocausto para aquellos que pertenecen a generaciones anteriores
y no lo han experimentado por sí mismos. Expresado en otros términos,
si este momento supremo —como vimos en Broch— de la transición de
la realidad al arte y a la representación de la realidad evoca en nosotros
asociaciones súbitas con lo kitsch, la acusación de Margalit identifica el
Memorial de los Niños como el monumento del Holocausto para aquellos
que pueden sólo conocer el Holocausto a través de su representación. Por
lo tanto, lo que el superviviente del Holocausto le objeta al Memorial de
los Niños es justo lo que hará que una generación posterior se acerque
más a ese acontecimiento.

La necesidad del recuerdo neurótico

Volvamos a Broch otra vez. Puesto que lo kitsch, al ser la esencia del arte
depende del schönen Effekt, del efecto estético, Broch (1955: 295-309)
concluye que lo kitsch es una forma neurótica de arte cuyo fin, como el
de todas las neurosis, es la represión de la realidad. Y, de acuerdo con
lo anterior, podríamos añadir que este argumento implica que todo
arte, al ser una represión de la realidad, es esencialmente neurótico. Es
obvio que esta asociación entre arte y neurosis forma parte del núcleo
de la última teoría de la cultura y de la civilización humana que elaboró
Freud, quien describe lo siguiente en Totem y Tabú:

Las neurosis muestran por una parte concordancias llamativas y pro-


fundas con las grandes producciones sociales del arte, la religión y la
filosofía, y por otra parte aparecen como unas deformaciones de ellas.
Uno podría aventurar la afirmación de que una histeria es una caricatura
de una creación artística; una neurosis obsesiva, de una religión; y un
delirio paranoico, de un sistema filosófico (Freud, 1995t: 80).

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 441


Y el argumento de Freud es prácticamente igual al que formula Broch:
el arte es una “ilusión”, un mero “efecto” estético, vacío por completo,
incapaz de “inmiscuirse en el reino de la realidad” (Freud, 1995u: 148).
Hay una “incongruencia” entre la realidad y el arte que es reflejo de
otra incongruencia muy parecida entre la realidad y la percepción que
el neurótico tiene de ella.
Esta incongruencia puede definirse con más precisión si compara-
mos las especulaciones de Broch y Freud acerca del arte con una de las
cuatro principales definiciones de lo bello que proporciona Kant en su
Crítica del Juicio. Es muy bien conocida la definición que afirma que “lo
bello está fundado en una finalidad puramente formal, es decir, en una
finalidad sin fin” (Kant, 1924: 66). No será necesario ocuparse aquí de
todos los tecnicismos acerca de lo que Kant llama el juicio subjetivo y
reflexivo del gusto, puesto que la idea básica que está tras la definición
es bastante clara. Supongamos que agarramos una rosa en nuestra mano
y pensamos que esa cosa es hermosa. Pensamos que es hermosa, nos
propone Kant, porque nos parece (subrayo el pronombre en primera
persona) que todos sus componentes hubieran sido dispuestos con
algún fin, aunque es obvio que no podríamos decir cuál. Porque ¿cuál
es el fin de la rosa en sí, y no como un regalo a nuestro ser amado, por
ejemplo? Por ello, podemos decir que la belleza reside en tener una
finalidad, pero sin un fin.
De hecho, la definición de Kant puede ayudarnos a aclarar cómo se
debería concebir la neurosis que Broch y Freud asociaron con el arte
y, de manera más específica, lo que podríamos asociar con la subcate-
goría concreta de obras de arte constituida por los monumentos y los
memoriales. Porque aquí la dimensión de ‘incongruencia’ que se acaba
de mencionar está presente de manera visible. Piénsese en la extraña
relación entre el monumento o memorial y aquello que conmemora.
¿Qué es lo que una estructura de piedras, una llama, una columna de
acero y otros objetos similares podrían tener que ver con la muerte
cruel de millones de hombres jóvenes en una guerra o con el genoci-
dio criminal de una nación entera? Si se nos pidiera dar ejemplos de
objetos que encajen en la categoría kantiana, objetos que tuvieran una

442 Parte IV. Memorias colectivas


finalidad pero sin un fin, ¿qué mejor ejemplo podríamos dar que el de
los monumentos y los memoriales?
En este momento, sin embargo, podría quererse plantear la objeción
de que los monumentos y los recordatorios tienen todos ellos como
propósito conmemorar los principales acontecimientos de nuestro
pasado colectivo y que, por consiguiente, tienen “una finalidad con
un fin”. Es obvio que, en un cierto sentido esta objeción es cierta, pero
olvida una característica fundamental de los monumentos y recorda-
torios: que este propósito de conmemoración sólo se puede conseguir
por la ausencia de fin del monumento. Precisamente sólo por que el
monumento es un recipiente abierto a nuestras memorias y asociacio-
nes puede funcionar como tal. El monumento debe, por expresarlo de
alguna forma, crear y encarnar una ‘apertura’, un vacio cuasi sagrado
en nuestro espacio público, con el objetivo de cumplir adecuadamente
sus funciones. Y crea esta ‘apertura’ al encajar en la definición kantiana
de arte como algo que tiene “una finalidad sin fin”. Porque, como se-
ñalamos hace un momento, es debido a esta incongruencia en relación
con lo conmemorado que el monumento físico como tal, como le pasa
a la bella rosa, no tiene finalidad: no nos da cobijo, no podemos vivir
en él, no se puede usar para nada. Simplemente está ahí y su finalidad
reside precisamente en carecer de cualquier fin.
El ejemplo más asombroso de esta verdad es el campo de concentra-
ción de Auschwitz-Birkenau. Se debe recordar que Auschwitz-Birkenau
fue la maquina más mortal que el hombre haya creado nunca, y deja
diminuta incluso a la bomba atómica en su capacidad de producir ase-
sinatos dolosos. Pero si se elimina ese propósito, exactamente el mismo
lugar, con sus edificios y resto de elementos, puede sufrir una metamor-
fosis y transformarse en un monumento al Holocausto. Estos edificios
que perpetraron el Holocausto (o contribuyeron a que se perpetrase)
son los edificios más mortales jamás levantados por un hombre, pero
pueden, no obstante, convertirse en un monumento al Holocausto en
el mismo momento en el que su fin se suprime. En la inmensurable
distancia o diferencia que hay entre el campo de concentración con su
fin original y sin él, se hace realidad el memorial por excelencia para

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 443


conmemorar el Holocausto. Porque es esta inmensurable diferencia
la que transmite el Holocausto, lo simboliza y está cercana a ser una
representación de él.
Quiero defender que esta finalidad sin un fin y esta neurosis que
debemos asociar con el monumento no son defectos del mismo, como
se podría pensar, sino precisamente su justificación. Para expresarlo
mediante una paradoja: puede haber acontecimientos de nuestro pa-
sado colectivo que tal vez nunca jamás podamos asimilar, que podrían
causar una enfermedad o neurosis perpetua y sin fin en nosotros. Hay
aspectos de nuestro pasado de los que se puede decir con justificación
que curarnos de ellos, permitir que el vacío que crearon en nuestra
mente colectiva pueda ser nuevamente reclamado por la llamada vida
normal, que podamos ser capaces de vivir con estos aspectos de nuevo,
nos convertiría en personas cuyo futuro estará en peligro de repetir
ese pasado desgraciado. Hay heridas que nunca deberían dejarnos de
doler y, a veces, en la vida de una civilización, estar enfermos es mejor
que tener salud.

El duelo y la melancolía
Otra vez comienzo haciendo referencia a Freud. En su ensayo Duelo
y Melancolía, él distingue entre dos reacciones que podemos tener
frente a la pérdida de una persona querida, o frente a la pérdida de
abstracciones o ideales profundamente apreciados, como la libertad o
del ideal del humanismo, por tomar un ejemplo propuesto por Rüsen 10.
Una de esas reacciones se describe por Freud como ‘duelo’ o Trauer.
Como destaca Freud, aunque el duelo puede causar desviaciones muy
inquietantes del comportamiento normal, no se debería presumir que
en ese comportamiento haya algo patológico que requiera la asistencia
de un médico o psicólogo. El duelo es la forma fundamentalmente
‘sana’ de superar una gran pérdida, y debe hacerse énfasis en el verbo

10 Me refiero aquí a la conferencia dada por J. Rüsen para el Departamento de Historia


de la Universidad de Groningen, el 24 de abril de 1995, titulada Duelo.

444 Parte IV. Memorias colectivas


‘superar’. La pérdida acaba finalmente por aceptarse por quien hace
duelo, aunque sea después de un periodo que a menudo es en extremo
difícil, y eso le permite a la persona continuar con su vida intacta a pesar
de la pérdida. Y es en ello en lo que un monumento como la Cripta
del Recuerdo puede ayudar a los supervivientes del Holocausto: al ser
como un lente, el memorial concentrará los recuerdos del Holocausto
sobre cierto lugar de manera tal que, a través de su intensidad profun-
da, esos recuerdos puedan transformarse en el holocausto de la propia
memoria, transformando así los recuerdos que representan una carga
insoportable en el aire que respiramos y que nos da vida. “De hecho,
una vez cumplido el trabajo del duelo —escribe Freud— el yo se vuelve
otra vez libre y desinhibido” (Freud, 1995k: 243). Por eso, la Cripta del
Recuerdo es el memorial apropiado para aquellos que han sido testigos
directos del Holocausto.

La melancolía es diferente de todo lo anterior. Es una noción psico-


lógica que rara vez aparece en los escritos de Freud, pero que tiene un
pasado muy interesante que se remonta a los inicios de la civilización 11.
Freud distingue en la melancolía dos elementos que son relevantes para
esta discusión. En primer lugar, señala que, en la melancolía, la inversión
libidinal en el objeto amado no se libera para que podamos invertirla
en nuevos y diferentes objetos —como ocurre en el caso del duelo—,
sino que se repliega sobre el yo. Y, continúa, “pero ahí no encontró un
uso cualquiera [dentro del sujeto], sino que sirvió para establecer una
identificación del yo con el objeto resignado. La sombra del objeto cayó
sobre el yo, quien en lo sucesivo pudo ser juzgado por una instancia
particular, como el objeto abandonado (Freud, 1995k: 246). Es como
si la pérdida del objeto amado dejara una cicatriz psicológica en el yo
y esa cicatriz se experimentara por el yo como una metamorfosis del
objeto amado, con el resultado de que la pérdida se convierte, podríamos
decir, en un componente real del yo que sólo se extingue, en última
instancia, con el propio yo. De esta forma, la melancolía, a diferencia

11 Para una explicación excelente de la historia de la melancolía véase R. Kuhn


(1976).

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 445


del duelo, produce una especie de estasis o estancamiento, una clase de
enfermedad psicológica crónica, una neurosis permanente del yo para
la cual no se puede pensar cura alguna.
El segundo aspecto que Freud le atribuía la melancolía se relaciona
muy de cerca con el anterior. “El melancólico nos muestra todavía algo
que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentido yoico {Ich-
gefühl}, un enorme empobrecimiento del yo […] Ha perdido el respeto
por sí mismo y debe tener buenas razones para ello” (1995k: 243-245). Y
Freud enfatiza que esta pérdida del yo, que toma normalmente la forma
de un “desagrado moral con el propio yo” (1995k: 245), un desagrado
moral del yo consigo mismo. Y la explicación dada por Freud no es me-
nos interesante en este contexto. Argumenta que la persona melancólica
tiene una conciencia permanente de haber fracasado irreparablemente en
relación con el objeto amado que ha perdido. Así que si se toman ambos
aspectos de la melancolía conjuntamente, lo que la melancolía supone es un
sentimiento de culpa moral, un sentimiento que acaba siendo permanente
puesto que en el yo reside una copia de la apertura o el vacío causado por
la pérdida del objeto amado. En cierto sentido, esta apertura o vacío en
nosotros mismos es la contraparte de la apertura o el vacío que crean el
monumento y el memorial.
Ello me lleva, por último, a la cuestión de cómo la explicación freu-
diana de la melancolía puede ayudarnos a explicar la clase de experiencia
evocada por el Memorial de los Niños y más específicamente porque
ésta es la clase de memorial del Holocausto que cumplirá mejor con la
tarea de conmemorarlo para las futuras generaciones. En primer lugar,
la experiencia evocada por ese monumento no es una experiencia del
pasado (en el sentido de que quienes han experimentado directamente la
destrucción de la judería europea pueden decir que tienen una experien-
cia del Holocausto o que han visto reactivadas sus experiencias por un
monumento como la Cripta del Recuerdo), sino una experiencia acerca
del pasado. Pero, como tal, la experiencia evocada por el memorial y por
su capacidad particular de conmovernos profundamente puede conseguir
el mayor grado de experiencia acerca de algo. Sin embargo, como todo
arte que hace en la mimesis de la realidad, hay en la experiencia acerca de

446 Parte IV. Memorias colectivas


algo inevitablemente un elemento de no realidad. La experiencia acerca
de algo nunca puede ser la experiencia de la realidad que nos viene dada
por la experiencia de algo. Por ello, el Memorial de los Niños no tiene
relación con el duelo, el trauma y la asimilación del trauma a los que
la Cripta del Recuerdo puede contribuir. La experiencia acerca de algo
se nos presenta de la mano de la neurosis y de la melancolía en vez del
trauma. A continuación, como el análisis de Freud de la melancolía nos
ha dejado claro, los sentimientos evocados por la melancolía estimulan
una conciencia vaga, pero persistente, de fracaso moral por nuestra parte
en relación con el objeto de la memoria o de la conmemoración.

Es precisamente eso lo que el memorial del Holocausto debe ser para


las generaciones futuras. No debe buscar la superación del pasado ni la
reconciliación con sus horrores. La memoria del Holocausto debe ser una
enfermedad, un trastorno mental que nunca debemos dejar de sufrir y
no sólo debido a los crímenes en sí que se cometieron contra los judíos,
sino también porque el genocidio permanecerá para siempre como una
posibilidad en la historia humana futura. Nunca debemos olvidar la
paradoja de que los grandes crímenes siempre encuentran la menor de
la resistencia, precisamente debido a que son los más exitosos a la hora
de traspasar las barreras que hemos erigido a lo largo del tiempo contra
la crueldad humana. Hasta cierto punto podemos impedir que ocurra
aquello que podemos más o menos predecir, puesto que lo podemos
incluir en nuestra lista de males potenciales que tenemos que evitar.
¿Pero quién podría haber previsto el Holocausto? Y justo porque no
podemos prever los excesos de este orden es por lo que, dadas ciertas
circunstancias, esos sucesos pueden ocurrir de un día para otro. Esa es la
lección que podemos aprender de los escritos de Hannah Arendt, Berel
Lang o Zygmunt Bauman.

La sociedad moderna, la que nació como tal de la Revolución Fran-


cesa, tiene una afinidad natural con el crimen sin corazón, sin centro y
sin autor: la clase de crimen que puede por esa misma razón trascender
incluso la imaginación más depravada y sedienta de sangre. El peor de los
estigmas de la historia humana no será más que un simple niño rabioso

Recordando el Holocausto: duelo y melancolía 447


ante este crimen sin corazón. El recuerdo melancólico y neurótico del
Holocausto puede y debe ayudarnos a prevenir que se vuelvan a desen-
cadenar estas aterradoras potencialidades de la modernidad. Eso es lo
que Auschwitz y Yad Vashem deben significar para nosotros.

448 Parte IV. Memorias colectivas


Trauma histórico y subjetividad masculina1

Kaja Silverman

[…] si no hay virilidad que no sea consagrada


por la castración, es un amante, castrado o un hombre
muerto (o incluso los dos en uno el que se oculta para
la mujer detrás del velo para solicitar allí su adoración.
Jacques Lacan (2005: 712)

E l largometraje narrativo predominante anima al espectador a que


sustituya el objeto perdido con su ‘impresión de la realidad’ y con
ello a que niegue la ausencia fenomenológica que ‘conoce’ muy bien. En
consecuencia, el efecto-realidad del cine se deriva parcialmente de su
intensidad perceptiva, es decir, de la primacía que le otorga al registro
imaginario2. Sin embargo, ese efecto es también el resultado de una ope-
ración ideológica específica. El sonido y las imágenes de un largometraje
sólo inducirán una creencia general en la medida en que pertenezcan “al
modo privilegiado de representación mediante el cual se le ofrece a los
miembros de una formación social una imagen concreta del consenso

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.


2 Para un estudio acerca de la relación del cine con el registro imaginario, véanse Metz
(1979: 42-57); Baudry (1976: 104-28), y Rose (1976/77: 85-104).

Trauma histórico y subjetividad masculina 449


social y con la cual [se les pide no sólo que] se identifiquen”, sino que, en
la práctica, se identifican. En otras palabras, un texto cinematográfico
satisface el deseo de realidad del espectador sólo si tanto el texto como el
espectador habitan lo que Jacques Rancière (1977: 289) llama la misma
“ficción dominante”.
El falo representa o forma parte de esa ficción dominante, puesto que
es en ella donde asume las propiedades de visibilidad, rigidez y verticali-
dad que cualifican de manera más apropiada al pene3. En otras palabras,
es sólo dentro del acervo narrativo y representativo dominante de una
cultura que “se desarrolla” el significante paternal en un órgano concreto
y se convierte en un objeto disponible para el sujeto masculino como
su imago. Puesto que dicho imago más que ser un reflejo de ese sujeto
masculino refleja su imagen sobre el sujeto mismo, sólo podrá negar su
castración en tanto no se dé cuenta del ‘marco’, es decir, sólo en tanto la
ficción dominante sea el medio natural del sujeto. La pérdida de fe en esa
ficción llevará también a la pérdida de fe en el falo y, por consiguiente, a
una crisis de la subjetividad masculina.
A diferencia de su contraparte freudiana, el psicoanálisis lacaniano
siempre ha estado dispuesto a reconocer que la subjetividad masculina se
funda en una carencia; a conceder que “lo que llamaríamos un hombre,
el ser hablante masculino, desaparece en sentido estricto por efecto del
discurso […] al ser inscrito dentro de éste únicamente como castración”4.
Por desgracia, el psicoanálisis lacaniano neutraliza a continuación, con
rapidez, las consecuencias radicales de esta desviación con respecto al
paradigma freudiano y, al hacerlo así, refuerza la diferencia sexual y el
orden simbólico existente.
3 En la significación del falo, Lacan (2005: 672) escribe: “El falo es el significante
privilegiado de esa marca en la que la parte del logos se une al advenimiento del
deseo. Puede decirse que ese significante es escogido como lo más sobresaliente de
lo que puede captarse en lo real de la copulación sexual, a la vez que como el más
simbólico en el sentido literal (tipográfico) de ese término, puesto que equivale allí
a la cópula (lógica). Puede decirse también que es por su turgencia la imagen del
flujo vital tal en cuanto pasa a la generación”.
4 Jacques Lacan, Seminaire xviii, p. 4 (citado en Rose, Feminine Sexuality, p.44).

Tomado de «L’envers de la psychanalyse»: Le Séminaire xviii, 1969-70.

450 Parte IV. Memorias colectivas


En ningún otro lado esa neutralización es más explícita que en una en-
trevista realizada por Hèléne Klibbe a Serge Leclaire, uno de los seguidores
más ortodoxos de Lacan (al menos hasta mediados de los años setenta).
Aunque el tema de la conversación es la homosexualidad, la entrevista se
dedica casi exclusivamente al tópico de la castración, descrito como la
base necesaria e inevitable para la subjetividad masculina y femenina. Sin
embargo, lejos de oponerse a los papeles tradicionales que definen cada
género, ese patrimonio común se ve negado al instante por la anatomía,
que dicta una muy diferente relación del hombre y de la mujer con lo
simbólico.
Leclaire argumenta que debido a que el sujeto masculino posee un pene,
se encuentra en una posición desde la que puede negar su castración y así
aspirar al poder y el privilegio. Está en el lado “correcto” de lo simbólico,
pero en el lado “equivocado” del conocimiento. El sujeto femenino, por
otra parte, tiene una “prueba” visible de su castración y en consecuencia
se aleja de lo que en última instancia no son sino fines ilusorios. Aunque
está en el lado “equivocado” de lo simbólico, está en el lado “correcto”
del conocimiento. La formulación de Leclaire se apoya todo el tiempo
en una analogía teológica extendida, que recuerda en muchos sentidos la
invocación que hace Lacan de Santa Teresa en Seminaire xx:
Llamemos “dios” al falo. Es una vieja tradición. No hay por qué ver a “dios”.
En sentido estricto, no se tiene ninguna imagen de él. “Dios” —el falo— es
invisible. Por lo tanto, la relación con el falo se ve marcada por una rela-
ción no formalizada, una relación de exclusión. Al mismo tiempo, todo
está en relación con el falo; todo está en relación con “dios”. Supongamos
que hay un niño, Jesús, el hijo de Dios, que actúa como mediador. Ahora
reemplacemos “el niño Jesús” con el pene, que resulta ser el representante
más conveniente del falo. Debido a que el hombre tiene en su cuerpo una
relación con su pene como el representante del falo, en síntesis, su inclina-
ción natural le lleva a olvidar el hecho de que el falo (“dios”) es invisible,
inconmensurable, innombrable. Pero la mujer no tiene a este representante
en su cuerpo; por lo tanto, su relación con el falo es menos encubierta.
La tentación de la mujer a olvidar el hecho de que el falo está ausente es
menor. En consecuencia, las relaciones del hombre y de la mujer con res-
pecto a la castración son profundamente diferentes. Me estoy refiriendo a

Trauma histórico y subjetividad masculina 451


la castración como la relación con el falo, con lo Invisible, con un término
innombrable. Usando el lenguaje lacaniano, diría que el falo es simultánea-
mente significante y objeto […] En toda la evolución de la mujer, no hay
nada que se interponga como un velo entre el “dios” invisible, el falo, y la
manera en la que ella habla. Para el hombre la posesión del pene, que está
completamente investida de energía, actúa como un velo gracias al cual
se niega el carácter fundamental de la castración. El hombre termina por
creer que no ha sido castrado (Leclaire, 1979).

Este pasaje se caracteriza por una contradicción interna importante.


Su argumento se basa en la afirmación de que el falo no puede verse, aga-
rrarse o nombrarse, en resumen, en que es irrepresentable. Sin embargo,
el pene (que puede verse, agarrarse y nombrarse) se describe como “el re-
presentante más apropiado para el falo” y también como la encarnación o
“hijo” de este último. La relación entre el falo y el pene está, por lo tanto,
totalmente mitificada. Parece al mismo tiempo milagrosa (es decir, más
allá de toda explicación racional o secular) y natural (es decir, existencial
y lógicamente motivada). En cualquier caso, la relación parece escapar a
la determinación social. Se nos dice simplemente que “así sucede”.
Un rechazo parecido a admitir que el falo podría estar en algún sentido
vinculado a la cultura es evidente en la afirmación de Leclaire de que “el
hombre termina por creer que no ha sido castrado” (con la implicación
que esta percepción es completamente espontánea) y también en su pre-
cipitada generalización de que “en toda la evolución de la mujer, no hay
nada que se interponga como un velo entre el ‘dios’ invisible, el falo, y la
manera en la que ella habla”. La diferencia sexual y el significante paternal
se sitúan en un espacio que está más allá de la causación histórica o de la
intervención política, en una especie de “tiempo sagrado”. La contundente
metáfora teológica no sólo contribuye notablemente a este sentido de
inmutabilidad, sino que ayuda a disimular las contradicciones del pasaje
y a transformarlas en una paradoja.
El análisis que hago aquí comparte con Lacan y Leclaire la presunción
de que la subjetividad masculina está fundada en la castración. También
comparte con esos dos teóricos la perspectiva de que la carencia de la cual
reniega el sujeto masculino es, en última instancia, la suya propia. Sin

452 Parte IV. Memorias colectivas


embargo, mi posición adopta un enfoque muy diferente con respecto a la
relación entre el género y esa carencia: mientras que la pérdida del objeto y
la subordinación a un orden simbólico preexistente pueden ser el ‘precio’
necesario que hay que pagar para entrar en el lenguaje, no existe ningún
imperativo que dicte que la carencia se identifique exclusivamente con
uno solo de los sexos. En absoluto, es inevitable que el sujeto masculino
se construya a través de una serie de mecanismos de defensa calculados
para protegerlo del conocimiento acerca de cuáles son los términos que le
permiten participar del significado, ni tampoco que el sujeto femenino se
constituya a través de su asimilación obligatoria de su propia castración y de
la del sujeto masculino. Como observa Martin Thom, “tanto la castración
simbólica como la fantasía del cuerpo fragmentado son universales en la
experiencia humana, puesto que representan el hecho de haber nacido,
de haberse incorporado, dentro de un mundo en el que existe el lenguaje.
[Sin embargo], su articulación, la relación concreta del uno con el otro,
diferirá dentro de cada formación social concreta” (Thom, 1981: 165).
Lo que estoy intentando sugerir con todo esto es que el psicoanálisis
lacaniano ha concentrado su atención en la experiencia universal de la
castración simbólica en lugar de en las maneras (múltiples y variables) en
las cuales se articula. Aunque nos enseña la lección de vital importancia
de que el pene no es el falo, disminuye el valor de esa lección al definir
ese término como “el significante destinado a designar en su conjunto
los efectos del significado, en cuanto el significante los condiciona por
su presencia de significante” (Lacan, 2005: 669-70). De esta forma, el
psicoanálisis lacaniano desvía la atención crítica de las prácticas discursi-
vas que sitúan al falo no sólo como el significante privilegiado dentro de
nuestro orden cultural, sino como el significante del privilegio (su con-
dición como indicador de un complejo de diferencias psíquicas, sociales,
políticas y económicas).
Lejos de pertenecer a una clase de “tiempo sagrado”, más allá de las vici-
situdes de la historia y de las particularidades de las diferentes formaciones
sociales, el falo es siempre el producto de las actividades de significación y
de representación dominantes. Esas actividades son vulnerables a la inte-
rrupción y la transformación. En consecuencia, el falo nunca es más que

Trauma histórico y subjetividad masculina 453


un destilado de los semas y valores privilegiados en un orden simbólico
dado. De hecho, a menudo es menos que esa ‘visión’ colectiva, puesto
que su significado y función pueden variar en cierta forma, incluso de
un discurso a otro. Lo que hace que el falo parezca en cierto sentido ‘más
grande’ y más ‘palpable’ es el apoyo constante que la ficción dominante
le otorga a la representación de ese significante: la circulación intermi-
nable de una amplia variedad de imágenes y sonidos ideales paternos. Es
también a través de esta producción de imágenes y sonidos que el pene
“termina” por parecer “el representante más apropiado del falo”, puesto
que esa producción audiovisual afirma una y otra vez la identidad de estos
dos términos disyuntivos.
De esta forma, no es que el sujeto masculino acabe simple y espontá-
neamente por creer que no está castrado. Esa creencia se introduce en él
a través del flujo incesante de imágenes y sonidos paternales dentro de
los cuales constantemente se le anima a que se “’encuentre’ a través de
un desplazamiento que exterioriza hacia el sujeto femenino las pérdidas
que le afligen y, por último, aunque no menos importante, a través de su
subordinación a la ficción dominante, por medio de la cual la formación
social que la construye coordina sus diversos discursos. Puesto que esta
operación final requiere generalmente una serie de castraciones adicio-
nales, la subjetividad masculina fálica se podría decir también que está
predicada a partir de la renegación cultural masiva de la carencia sobre la
cual se fundamenta.

Cinema y crisis social


El cine clásico es vital en la construcción de esta subjetividad. No sólo
provee una gran cantidad de representaciones paternales, sino que estruc-
tura las proyecciones que son tan necesarias para el sentido de potencia
personal del sujeto masculino. Sus imágenes, sonidos y estructuras na-
rrativas se extraen de la reserva ideológica de la ficción dominante y sus
mecanismos de sutura actúan para introducir al sujeto espectador en esa
ficción e inspirarle confianza en su capacidad para resolver el conflicto y
neutralizar la oposición. Esta confianza es un prerrequisito tanto para la

454 Parte IV. Memorias colectivas


identificación del sujeto masculino con el falo como para la renegación
del sujeto femenino de la carencia masculina.
Perder la fe en la ficción dominante no sólo conduce por lo general a
una pérdida de fe en la capacidad masculina, sino que el espectáculo de la
castración masculina puede llevar sin mayores problemas a un cuestiona-
miento destructivo de la ficción dominante. La subjetividad masculina es
una especie de punto de quiebre, en el que se combinan muchas veces la
crisis social y el conflicto violento en su expresión más radical. Durante
períodos de crisis, el largometraje narrativo clásico, escenario privilegiado
para revelar, a través de la disolución de las diferencias sexuales, la carencia
o impotencia masculina, permite detectar rupturas importantes entre la
ficción dominante y la formación social más general.
Varios largometrajes realizados en Hollywood entre 1944 y 1947 son
una muestra poco usual de las castraciones mediante las cuales el sujeto
masculino se constituye y las presentan con un candor poco habitual (el
terrible precio de entrada al orden simbólico y luego las pérdidas que
sufre dentro de ese orden). Los largometrajes El orgullo de los marines,
Salve, héroe victorioso, La feria de la vida, Encantos de juventud, Días
sin huella, La culpa de Janet Ames, Recuerda, ¡Qué bello es vivir!, Gilda
y Los mejores años de nuestras vidas dramatizan, todos ellos, el colapso
temporal de los mecanismos a través de los cuales el sujeto femenino se
ve ‘normalmente’ obligado a aceptar la carencia masculina5. De hecho,
muchos de estos largometrajes atribuyen a un personaje femenino el
control narrativo y escópico que usualmente son atributos del personaje
masculino. Como subrayó un espectador contemporáneo: “La primera
cosa que debe observarse acerca de estos largometrajes es que la expresión
descriptiva —el chico consigue a la chica— no tiene ya validez”. En Días
sin huella es la heroína, y no el héroe, quien besa; en Recuerda es ella
quien entra en la habitación de él en medio de la noche; en El orgullo de
los marines, cuando las cartas y las llamadas telefónicas no tienen ningún
éxito, la heroína invade el hogar ’físico‘ del héroe, y allí, aún frente a su
5 Véase mi trabajo Lost Objects and Mistaken Subjects: Film Theory’s Structuring Lack
(1985: 14-29). Una versión más completa de ese artículo se incluye en The Acoustic
Mirror: The Female Voice in Psychoanalysis and Cinema (Silverman, 1988).

Trauma histórico y subjetividad masculina 455


desesperado “¡Sácame de aquí!”, le insiste al hombre en que deben casarse
(Deming, 1969: 39-40)6.
Estos largometrajes también se caracterizan por una pérdida de fe en
lo familiar y en lo autoevidente. El héroe ya no se siente en casa, en el
hogar o pueblo donde creció, y se resiste a la (re)asimilación cultural. Se
le ha separado de las narrativas y posiciones del sujeto que constituyen la
ficción dominante y sólo regresa a la fuerza a esas narrativas y posiciones
del sujeto. Es incapaz de alinearse con el falo porque ya no es capaz de
creer en lo vraisemblable o verosímil. En varios casos, la revelación de la
carencia masculina se muestra como un síntoma de una crisis histórica
mayor. Cartas a mi amada, El orgullo de los marines, Salve, héroe victorioso,
Días sin huella, Los mejores años de nuestras vidas y La culpa de Janet Ames
identifican todos con claridad esa crisis de la Segunda Guerra Mundial
y la posguerra. En cada caso, el héroe regresa de la guerra con una herida
física o psíquica que le hace incapaz de funcionar adecuadamente en su
vida civil.
Volveré dentro de un momento a ocuparme del que, tal vez, sea el más
interesante de estos largometrajes. Es aquel que se concentra obsesiva, y a
veces eróticamente, en la castración psíquica y social de sus tres protagonis-
tas masculinos y que se niega obstinadamente a suspender la incredulidad
frente a la ficción dominante o sus representaciones fálicas, e insiste en
que las formulaciones ideológicas de los Estados Unidos anteriores a la
guerra son incapaces de resolver las contradicciones de la posguerra en ese
país y, en consecuencia, de ocultar la carencia masculina. Ese largometraje
es Los mejores años de nuestras vidas (1946) de William Wyler. Antes de
ello, quisiera aclarar el modelo teórico que uso para explicar la relación
entre la película y su ‘momento’ histórico.

Formaciones sociales, ficciones dominantes e historia


El análisis textual que desarrollaré a continuación se apoyará firmemente
en tres categorías teóricas generales: formación social, ficción dominante
6 La primera versión de este libro se terminó en 1950, aunque sólo se publicó dieci-
nueve años más tarde.

456 Parte IV. Memorias colectivas


e historia. La primera de estas categorías se comprenderá como el “nexo
complejo, sobredeterminado y contradictorio de las prácticas discursivas,
en las cuales el sujeto humano se constituye y vive en una relación de
interioridad absoluta” 7. La formación social es un nexo que incluye
no sólo el lenguaje, la literatura, el cine, los discursos ‘académicos’, las
ciencias sociales, el derecho y la política, sino toda actividad e intercam-
bios sociales. Lejos de hacerse coherente en torno a un único modo de
producción, como ocurre en última instancia en el paradigma althus-
seriano8, la formación social designará aquí la totalidad no unificada de
las prácticas discursivas dentro de las cuales y a través de las cuales los
sujetos que constituyen un determinado socius conducen sus existencias
materiales.
La segunda de mis categorías, la de ficción dominante, no se opone
aquí ni a una realidad recuperable en última instancia, ni a la condición
de conciencia ‘verdadera’. El término ‘ficción’ subraya lo construido y no
tanto los fundamentos ilusorios de la realidad, mientras que ‘dominante’
separa del conjunto total de imágenes, sonidos y elaboraciones narrativas
de una cultura aquellos elementos a través de los cuales se establece un
consenso, que median entre los discursos contradictorios que existen
en una formación social y que permiten la identificación del grupo y sus
deseos colectivos. Por lo tanto, una ficción dominante es algo más que un
conjunto de posibilidades de representación y narrativas para articular
el consenso. Es también una estructura libidinal o un “mecanismo para
preparar tal texto para ulteriores invasiones ideológicas” ( Jameson, 1989:
7 Como Rose & ál. (1977: 46) continúan explicando en su síntesis de la situación
actual: “No se contempla ninguna región o ningún nivel de la formación social que
quede por fuera de las prácticas discursivas que conforman las actividades materiales
de los sujetos humanos concretos […]”.
8 Paul Hirst (1979: 50) argumenta que debido a que Althusser describe las estructuras

estatales ideológicas (eei) como estructuras del Estado, “estas resultan unificadas,
a pesar de su diversidad aparente y necesaria, por la función y por el hecho de que
todas ellas representan la ideología de la clase dominante. La unidad de las eei es,
por lo tanto, la unidad de su función y del fundamento de su función, la ideología
de la clase dominante y la clase dominante. El Estado en el análisis de Althusser
puede, por lo tanto, considerarse como unificado por la función del mantenimiento
de la sociedad de clases”.

Trauma histórico y subjetividad masculina 457


25); inversiones que son tan vitales como el trabajo o el intercambio de
bienes para el mantenimiento de la formación social. Puesto que la plu-
ralidad de discursos que constituye una formación social se integra sólo
dentro de la ficción dominante, las formaciones sociales dependen de las
ficciones dominantes para su sentido de identidad y unidad. Una ficción
dominante se alimenta de lo que Ernesto Laclau llama una “voluntad de
«totalidad»”; es el mecanismo mediante el cual una sociedad “intenta
instituirse a sí misma como tal sobre la base de la clausura, de la fijación
del significado, del no reconocimiento del juego infinito de diferencias”
(Laclau, 1983: 24). Una formación social concreta será sólo capaz de
mantenerse contra la presión antagonista de los estímulos externos en
tanto la ficción dominante tenga los recursos libidinales adecuados y
sea capaz de determinar la distribución de esos recursos.
Aunque ningún campo de la formación social escapa al discurso, esa
formación se encuentra bajo el acoso constante de aquello que permanece
por fuera del discurso: de lo biológico, de lo ecológico y de lo que aquí
vamos a entender por ‘historia’. Fredric Jameson, en un cierto punto
de su libro Documentos de cultura, documentos de barbarie, describe la
historia como aquello que “hiere”, como aquello “que rechaza el deseo e
impone límites inexorables a la praxis tanto individual como colectiva,
que sus ‘astucias’ convierten en desoladoras e irónicas inversiones de su
intención declarada” (1989: 82). Siguiendo la ruta bastante poco or-
todoxa de Jameson, definiré la historia como una fuerza capaz de abrir
una brecha en el tejido de la ficción dominante y alterar así su economía
interna. En resumen, la identificaré con el trauma.
Los intentos de Freud de explicar el comportamiento de aquellos
que padecen traumas de guerra le llevaron en Más allá del principio
placer a una formulación escandalosamente fisiológica de la psique
humana. Esa formulación puede que le plantee al psicoanálisis más
problemas de los que soluciona, pero demuestra ser especialmente útil
como modelo para conceptualizar la relación entre historia y ficción
dominante. Lo adecuado de esa formulación se justificaría no sólo por
los parecidos temáticos que vinculan el análisis que realizo aquí con la
elaboración en Más allá del principio placer, sino también por su con-

458 Parte IV. Memorias colectivas


vergencia teórica, es decir, por su presunción común de que el trauma
se puede comprender mejor como la ruptura de un orden que aspira
a la clausura y al equilibrio sistémico, ruptura que se produce por una
fuerza dirigida hacia la alteración y la desintegración.

Al igual que la psique descrita por Freud, la formación social desarrolla


un “escudo protector” mediante el cual se protege contra los estímulos
externos. En otros términos, construye una ficción dominante. Este es-
cudo protector o ficción dominante articula los deseos del socius. En la
medida en que los sujetos individuales accedan a esos deseos invirtiendo
en las representaciones y narrativas correspondientes, la ficción dominante
—como el escudo protector de la formulación freudiana— cuenta con
“reserva energética propia” y de esa forma consigue “preservarlas del in-
flujo nivelador, y por tanto destructivo, de las energías hipergrandes que
laboran fuera” (Freud, 1995ñ: 27). Esos efectos tienden a compensar esas
energías y, por tanto, evitan su destrucción. En otras palabras, la ficción
dominante mantiene su economía libidinal intacta.

El escudo protector o ficción dominante también estructura la per-


cepción sensorial, y convierte la visión y el oído en estructuras “para la
recepción de estímulos” (Freud, 1995ñ: 27). Subordina el ojo y el oído a
un régimen escópico y de auditorio específico, que determina lo que puede
ser visto y oído, y también la función más general a la que contribuirán
esas actividades. La ficción dominante aísla, pues, los órganos sensoriales
de las cantidades excesivas de estímulos y de las “clases inadecuadas” de
éstos. Lo hace en parte mediante la puesta en marcha de mecanismos de
defensa como la proyección, la renegación y el fetichismo.

Sin embargo, la ficción dominante es impotente para proteger al


sujeto individual o a la formación social contra cualquier estímulo que
sea lo suficientemente fuerte para penetrar sus defensas e interrumpir su
economía libidinal. La historia quiebra periódicamente esa ficción domi-
nante, como también lo hace el terror que quebranta el escudo protector
descrito por Freud. Cuando ello ocurre, la formación social y sus sujetos
se ven desbordados por excitaciones que no se pueden ignorar o asimilar,
y que conducen a un displacer profundo.

Trauma histórico y subjetividad masculina 459


Freud asocia las situaciones de esta tipo con el trauma: “Llamemos
traumáticas a las excitaciones externas que poseen fuerza suficiente para
perforar la protección antiestímulo”. Creo que el concepto de trauma
pide esa referencia a un apartamiento de los estímulos que de ordinario
resulta eficaz. Un suceso como el trauma externo provocará, sin ninguna
duda, una perturbación enorme a la economía {Betrieb} energética del
organismo y pondrá en acción todos los medio de defensa. Pero en un
primer momento el principio de placer quedará abolido. Ya no podrá im-
pedirse que el aparato anímico resulte anegado por grandes volúmenes de
estímulo; entonces, la tarea planteada es más bien esta otra: “dominar el
estímulo, ligar psíquicamente los volúmenes de estímulo que penetraron
violentamente a fin de conducirlos, después, a su tramitación” (Freud,
1995ñ: 29). El verbo ‘ligar’ tiene naturalmente un sentido muy específico
en los escritos de Freud. Se refiere al proceso por el cual las memorias que
están caracterizadas por un alto nivel de intensidad afectiva y sensorial
terminan sometidas al control lingüístico. Es el proceso por el cual esas
memorias se ligan a significantes y, en consecuencia, a un significado. Los
recuerdos en cuestión se transforman totalmente por esta operación de
ligazón9: de hecho, podría ser más preciso decir que otra cosa ocupa
el lugar de los vestigios mnemónicos originales y alucinatorios. Esa
“otra cosa” es un significado o, más bien, un grupo de significados
potenciales. Entre el recuerdo profundamente afectivo y sensorial y
el significado hay un instante de completa discontinuidad: el instante
en el cual el significante interviene.
Sin embargo, la historia (al menos la que caracteriza Documentos de
cultura, documentos de barbarie y el análisis que estamos haciendo) no
puede ligarse. Siempre está ausente y es irrepresentable al mismo tiempo.
Lo que puede ponerse bajo control lingüístico es el trauma que genera
dentro de los sistemas establecidos de representación y significación y que
los sujetos que dependen de esos sistemas para su sentido de identidad
experimentan. La historia se hace sentir a través de las crisis que crea y
los cambios que ‘inspira’ en la ficción dominante y en la formación so-
cial. Esas crisis y cambios terminan en última instancia dominados por
9 Para una discusión más completa sobre la ligazón, véase Laplanche (1973).

460 Parte IV. Memorias colectivas


las mismas articulaciones que las hicieron en primer lugar disponibles al
pensamiento. En otras palabras, la historia es accesible sólo a través de los
textos, cuya organización misma rechaza. Se trasmite al dominio cultural
a través de la operación del significante, es decir, mediante el elemento
cuyo funcionamiento más amenaza.
Y es precisamente porque la historia amenaza la significación que se
siente aquí su fuerza de una manera tan palpable. Esa fuerza altera el
equilibrio de la ficción dominante, generando irregularidades temporales
e incluso, en ocasiones, un cambio radical dentro de la práctica textual. Es
en el nivel de estas irregularidades y cambios, como sugiere Jameson, que
deberíamos buscar los vestigios de esa ficción dominante, puesto que es
“la desviación del texto individual respecto de alguna estructura narrativa
más profunda [la que] dirige nuestra atención hacia aquellos cambios
determinados en la situación histórica que bloquean una manifestación
o réplica completa de la estructura” (1989: 117).

Masculinidades traumatizadas en la posguerra


En la película de Los mejores años de nuestras vidas la historia es sinónimo
de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, ese acontecimiento en ningún
momento se representa de manera directa, sino que sólo se puede ver por
sus efectos posteriores: los miembros mutilados, el alcoholismo, las pesadi-
llas recurrentes, el desempleo, las mujeres fatales que rompen hogares, los
pilotos de bombarderos incapacitados y la claustrofobia de la vida en una
pequeña ciudad; circunstancias todas ellas a las que el largometraje otorga
un lugar privilegiado. Los mejores años de nuestras vidas también se aparta
conscientemente de lo que por aquel entonces eran las estrategias formales
convencionales del cine de Hollywood. Por último, no hace ningún esfuerzo
por alinear la subjetividad masculina con los valores fálicos. En lugar de
ello, el largometraje identifica sus principales caracteres masculinos con
deshechos, con lo que no puede ser absorbido por la ficción dominante. Se
caracteriza por lo que Siegfried Kracauer (1948, June: 572) llamó “la fatiga
ideológica”: una pérdida de creencia en la familia, en la vida de la pequeña
ciudad y en la capacidad del sujeto masculino. Kracauer señala que:

Trauma histórico y subjetividad masculina 461


Los personajes de esa clase pocas veces se han visto antes en la pantalla.
Ofuscados, a merced del viento, embotados incluso cuando hacen el amor,
vagan de un lugar a otro en una confusión cercana al estupor […] Es como
si esos inocentes hubieran sido arrastrados fuera de su universo encantado y
tuvieran que enfrentarse al mundo tal y como es realmente; a un mundo que
no es receptivo en absoluto a sus ingenuos sueños y esperanzas. El personaje
del soldado que ha cumplido con su servicio militar y deja el ejército nos
certifica que ahora sólo son individuos corrientes, aturdidos por el shock
de tener que reajustarse a la vida civil (Kracauer, 1948, June: 572).
Los mejores años de nuestras vidas es uno de los largometrajes mediante
los cuales teórico del cine André Bazin elabora su sueño realista. Hasta un
cierto punto, los argumentos que Bazin defiende en el caso de Wyler se
parecen también a los que presenta cuando nos habla de Vittorio De Sica.
En el ensayo sobre Los mejores años de nuestras vidas, como en su trabajo
sobre El ladrón de bicicletas, alaba lo que podría llamarse la ‘autenticidad’
del acontecimiento profílmico (Bazin, 1966)10. Sin embargo, mientras
que Bazin atribuye el realismo del largometraje de De Sica a su reflejo
transparente del acontecimiento profílmico, el realismo de la película de
Wyler lo atribuye a las dificultades técnicas que crea el acontecimiento, es
decir, a los problemas operativos planteados por el uso de un estudio de
grabación completo y a tamaño real, y de un maquillaje no teatral:

En una distribución de los valores presentes de forma concéntrica, citaré


primero el realismo del decorado, construido en dimensiones reales y en
su totalidad (lo que sospecho que complicaría el rodaje puesto que sería
necesario elevar las “secciones” para darle a la cámara la perspectiva adecua-
da). El vestuario de los actores era exactamente el mismo que sus personajes
habrían vestido en la vida real y sus caras no estaban más maquilladas que las
que pueden verse en cualquier ciudad. Sin duda, esta atención escrupulosa,
casi supersticiosa, a ser fiel a lo cotidiano es sin duda rara en Hollywood,
pero su verdadera importancia reside no tanto en su tangible fuerza de
convicción para el espectador, sino en las alteraciones que debe haber
introducido de forma inevitable en la puesta en escena: la iluminación, el
ángulo de la cámara, la dirección de los actores (Bazin, 1957: 156).
10 (N.de E.) El espacio profílmico corresponde a todo lo que se ha dispuesto para la
grabación. Concepto acuñado durante los años cincuenta del siglo xx.

462 Parte IV. Memorias colectivas


Bazin hace equivalentes así el realismo de Los mejores años de nuestras
vidas con sus cualidades traumáticas, con sus desviaciones de una práctica
cinematográfica que no es ya capaz de conseguir convencernos con sus
representaciones después de las convulsiones de los años cuarenta. No sólo
la ruptura del largometraje con las convenciones formales de Hollywood
estuvo motivada por esas convulsiones, sino que a través de ellas se hace
posible una “interpretación de esa inundación, de ese ciclón de realidades
que [la guerra] había liberado sobre el mundo” (Bazin, 1957: 155).
Wyler establece también una conexión íntima entre la historia y la
estructura de la película. De hecho, destaca no sólo que “la película fue
producto de ese periodo y fue el resultado de las fuerzas sociales que estaban
produciéndose cuando terminó la guerra”, sino también que fue “escrita
por los acontecimientos” (1977: 104), es decir, que su enunciación estuvo
coaccionada por un estímulo externo. Igual que Bazin, Wyler distingue
categóricamente aquí entre su propio largometraje y el cine convencional de
Hollywood. Para aquellos que han visto los cadáveres en Dachau —escribe
Wyler—, Hollywood parece no sólo “aislada de las principales corrientes
de nuestro tiempo”, sino “a gran distancia del mundo” (1977: 116).
La fuerza de los acontecimientos que frenaron la ‘escritura’ de Los
mejores años de nuestras vidas se manifiesta en parte a través de las señales
formales (el foco lejano, los planos largos) que diferencian este trabajo de
la mayoría de los largometrajes del periodo. También se manifiesta en el
fin realista de la película, mediante su deseo por conectar al espectador
con “las principales corrientes de nuestro tiempo”. Por último, la historia
se deja sentir a través de la desmitificación sistemática de los “paradigmas
narrativos preexistentes, tradicionales o sagrados, que han sido heredados”.
Jameson (1981: 122) asocia esa desmitificación con la “representación
realista” (me apresuro a añadir que no es mi intención valorar el realismo
o imputarle algún valor de verdad. Ni tampoco es mi intención privilegiar
los planos largos o el foco profundo como algo capaz de ofrecer ‘más’ que
la clásica edición de un largometraje o un enfoque convencional. Su valor
histórico reside meramente en su desviación de una norma establecida).
Los paradigmas narrativos heredados que Los mejores años de nuestras
vidas desmitifica de manera más sistemática son aquellos que sirven

Trauma histórico y subjetividad masculina 463


para construir el sujeto masculino apropiado. Lejos de obligar al sujeto
femenino a que exponga su propia carencia a la mirada de su contraparte
sexual, le pide repetidamente a la mujer que acepte la carencia del hombre,
a que reconozca y asuma la castración masculina. De esa forma, reordena
radicalmente la economía libidinal del cine clásico, en donde los deseos
del espectador se organizan en torno al masoquismo de las mujeres y la
magnanimidad de los hombres11.
Como he sugerido antes, en varias otras películas de este periodo se
invierte también el paradigma clásico, pero ello se justifica en última
instancia por la restauración física, psíquica o social del sujeto masculi-
no herido (incluso El orgullo de los marines, que es inusualmente brutal
acerca de la ceguera de su héroe, muestra cómo él empieza a recobrar la
visión hacia el final). Sin embargo, Los mejores años de nuestras vidas no
ofrece una resolución fácil como esa, ni tampoco explica su desviación
de la ortodoxia de género prometiendo que la caricia sanadora del sujeto
femenino restaurará el sujeto masculino herido a su antigua potencia.
En lugar de ello, atribuye a una descomposición ideológica la alienación
social y psíquica del veterano que vuelve a casa; una descomposición que
se muestra causada en parte por la exposición masiva de la población
masculina a la muerte y la disolución (es decir, a esa fuerza que amenaza
todas las formas de coherencia cultural) y en parte a las contradicciones
sociales de los Estados Unidos en la posguerra.
El primero de los muchos traumas escópicos que aparece regularmente
en Los mejores años de nuestras vidas ocurre en un aeropuerto militar en
el que Al (Fredric March), Homer (Harold Russell) y Fred (Dana An-
drews) esperan el vuelo en el que van a regresar a Boone City. Homer
muestra sus ganchos, que hasta ese momento había ocultado, cuando él
y Fred se acercan al mostrador para firmar la lista de pasajeros. Fred y
la azafata de tierra entrecruzan una mirada de asombro a través de las
prótesis metálicas. Homer expone sus ganchos otra vez cuando está a
bordo del avión, al ofrecerle cigarrillos y lumbre a Al y Fred. Esta vez las
11 Andrew Tyndall propuso esta formulación del cine clásico en el contexto de un
debate general en la conferencia Cinema Histories/Cinema Practices, patrocinada
por la Universidad de Wisconsin-Milwaukee en 1982.

464 Parte IV. Memorias colectivas


reacciones son mucho más moderadas, pero Homer comienza a hablar
casi inmediatamente de lo que significará volver a ver a su familia y su
novia (Cathy O’Donnell) sin sus manos. “No saben qué aspecto tienen
estos [ganchos]” —expresa con preocupación. “Te irá bien; espera y ve-
rás” —responde Al, con falsa seguridad. “Si… espera y verás —responde
Homer amargamente—. Wilma es sólo una niña. Nunca ha visto nada
parecido a estos ganchos”.
Aquí Homer articula la temática de su amputación, la temática de la
diferencia intolerable, accesible a la vista, que coloca a su portador como
el otro y también como un ser inferior, y que le confiere al espectador un
conocimiento no deseado. Sus ganchos tienen una función muy similar
a la que tienen los genitales femeninos dentro de la explicación de Freud
de la renegación12; ellos también son testigos de una ausencia o pérdida
intolerables. La comparación entre los brazos mutilados de Homer y el
cuerpo femenino que aparece en la explicación psicoanalítica clásica de
la diferencia sexual se hace todavía más llamativa cuando Homer asocia la
ignorancia escópica de Wilma a su juventud e imagina que su afecto será
incapaz de sobrevivir a la revelación. Una y otra vez la película insiste en
esa fórmula que convierte el espectáculo de los ganchos de Homer (y aún
más sus muñones) en algo primitivo y traumático, y subrayando que a la
vista de los civiles es un “ser mutilado”.
Sin embargo, la primera y única vez que vemos sus miembros amputados
es en el momento en el que Wilma abraza de manera más apasionada a
Homer. Esa secuencia comienza con Wilma entrando en la cocina de la
parroquia en la que Homer está comiendo un bocado antes de acostarse,
y ella le presiona para que aclare los términos de su relación. Homer le
contesta bruscamente al principio de manera autoprotectora, pero final-
mente permite que ella le acompañe a su dormitorio y le ayude a desves-
tirse. Después de haberse quitado los arneses y los ganchos, se compara a sí
mismo con “un niño pequeño que sólo puede conseguir las cosas llorando
para que se las den” y se prepara para descubrir lo que cree que será una
mirada de disgusto. Pero la mirada de Wilma no contiene sino ternura y
12 Para la explicación de la renegación, véase Freud (1995v: 259-276; 1995w: 141-
150).

Trauma histórico y subjetividad masculina 465


mientras lo acuesta (un ritual antes realizado por Peggy [Teresa Wright]
con Fred, y Millie [Myrna Loy] con Al) ambos amantes se abrazan.
Debido a que la carencia de Homer se localiza sobre el propio cuerpo
y debido a que se manifiesta a través de los miembros amputados y de la
impotencia física, también sitúa al personaje en la posición que normal-
mente se reserva para el sujeto femenino en el cine clásico. No sólo es objeto
de una mirada social inquisitiva, que le obliga a explicar su apariencia a
los extraños en los mostradores de las tiendas, sino que el acto de desves-
tirse se convierte en la ocasión para una inversión erótica intensa. En un
ensayo publicado en 1947, Robert Warshow subraya la carga sexual de la
secuencia en la cual Homer le muestra sus muñones a Wilma y atribuye
esa carga sexual a la ‘feminización’:

[…] [Homer] ha perdido sus manos y con ellas el poder de ser sexual-
mente agresivo […] Cada noche, su mujer tendrá que acostarle y serán
las manos de ella las que tengan que usarse en el momento de hacer el
amor. Tras el pathos de la escena […] se siente una corriente de excita-
ción, en la cual la desgracia del soldado se convierte en una especie de
cumplimiento de un deseo, tal y como podría soñarse en la realidad:
tiene que ser pasivo. En consecuencia, puede ser pasivo sin sentir culpa
(Warshow, 1962: 112).
Los muñones de Homer y los ganchos que compensan en parte esa
pérdida conducen a una crisis no sólo de la visión, sino de la representa-
ción. Una crisis que es el resultado de la combinación del detalle docu-
mental con el espectáculo de la castración masculina. Como el propio
Wyler observa, la decisión de que el personaje del marinero incapacitado
lo interprete un verdadero amputado le da a la imagen de ese personaje
una credibilidad que no podría tener de otra manera, y también implica
involucrar al espectador de una manera más profunda de lo que es habi-
tual en todas las interacciones visuales en las que aparece ese personaje
(“Queríamos que fuese Russell el que representara el papel en vez de un
actor. Por muy buena que fuera la actuación que hiciese un artista de un
hombre sin manos, la audiencia siempre podría tranquilizarse diciendo
‘Es sólo una película’. Con Russell en el papel de Homer, esa tranquilidad
era imposible” [Wyler, 1977: 107]). Warshow presenta una idea similar,

466 Parte IV. Memorias colectivas


pero se queja de que el elenco le da a la película demasiada autenticidad
y ello disuelve los límites entre el cine y la vida:
Todo en torno al marinero afecta de manera especial al espectador porque
el personaje lo interpreta un hombre que realmente perdió sus manos en la
guerra. No se podía hacer otra cosa, supongo, pero es uno de los elementos
que hace que la película invada el mundo real y le transmita su falsedad
(Warshow, 1962: 111).
A pesar de las distintas valoraciones que hacen de la película, Wyler
y Warshow están de acuerdo en que la elección de Harold Russell para
el papel de Homer Parish fue una escogencia fundamentada en la verosi-
militud. Aquí pueden verse al menos dos importantes cuestiones, una de
ellas perteneciente a la “impresión de realidad” del cine clásico y la otra
que afecta al proceso de renegación a través del cual el cine ha construido
tradicionalmente el sujeto masculino. La doble amputación de Harold
Russelll no hace que “la película invada el mundo real”, pero coloca la
imagen de los brazos de Homer Parish en un nivel de representación di-
ferente al del resto de la película. En cualquier otro punto de la película,
incluyendo la actuación de Russell, existe una dimensión teatral o de
simulación a la cual no pueden reducirse los muñones y los ganchos. La
lesión de Russell no está más “presente” que cualquier otro acontecimiento
profílmico; también es material grabado y su “desarrollo” es puramente
“ficticio” (Metz, 1979: 43). Sin embargo, en este caso la representación
fílmica ejerce una fuerte atracción referencial, que parece apuntar más allá
del texto y de la actuación de Russell hacia su cuerpo y los rastros que han
quedado allí a causa de la guerra.
Debido a ello, existe una especie de doblamiento de la creencia, un re-
fuerzo de la renegación que Metz y Comolli identifican con la experiencia
cinematográfica. La imagen de los muñones y de los ganchos de Russell
tiene además la función de minimizar “la distancia que el ‘sí, lo sé/ pero
de todas formas…’ tiene que llenar” (Comolli, 1980: 133). Niega el sig-
nificante cinematográfico, e inclina el espectáculo de una manera incluso
más precipitada hacia el referente u objeto. Sin embargo, al mismo tiempo
lo que se confunde con más facilidad con ‘la realidad’ en Los mejores años
de nuestras vidas, lo que provoca el ‘impulso repentino’ de la representa-

Trauma histórico y subjetividad masculina 467


ción hacia el acontecimiento profílmico, es precisamente lo que el cine
clásico más se esfuerza por negar y contra lo que dirige los mecanismo
defensivos de proyección, renegación y fetichismo: la carencia masculina.
El doblamiento peculiar de la creencia en torno a la castración del sujeto
masculino puede ser con facilidad la característica más traumática de la
ya intensamente traumática película de Wyler.
Homer no es la única exhibición de carencia masculina en Los mejores
años de nuestras vidas. La castración de Fred se muestra también cons-
tantemente, especialmente después de quitarse el uniforme de la Fuerza
Aérea. Cuando consigue al final encontrar a su esposa (Virginia Mayo),
un día después de su regreso a Boone City, ella le saluda con entusiasmo,
fascinada por las cintas que decoran su pecho. De hecho, le responde
como si él fuera un espectáculo, como si fuera una imagen glamurosa y
heroica. “Vamos, cariño, ponte donde pueda verte bien —prorrumpe—.
¡Oh, fantástico!”. Sin embargo, la primera vez que lo ve con ropas de civil,
reacciona con un disgusto visible, desagradada por el traje raído y pasado
de moda que lleva su marido, con sus connotaciones de pertenecer a la
clase trabajadora. Le ruega literalmente que vuelva a ponerse el uniforme,
exclamando con satisfacción después de que él lo hace: “Ahora tienes un
aspecto fantástico […] Ahora pareces tú mismo […] Ahora estamos otra
vez donde empezamos”.
Fred vuelve pronto a ponerse su ropa de civil, y se convierte en un es-
pectáculo todavía más penoso cuando se ve obligado a volver a la tienda
en la que trabajaba antes de la guerra y ponerse la bata blanca de vendedor
y escanciador de sodas. Sólo le vemos en una ocasión en su trabajo como
vendedor, y en esa escena un niño pequeño lanza al aire un avión de ju-
guete por encima de la cabeza de Fred y simula dispararle. El avión es un
recordatorio irónico de la altura desde la que ha caído desde que regresó.
El avión que da vueltas en círculo ruidosamente alrededor del mostrador
de cosméticos, en una tienda atestada, también es una indicación de la
manera en la cual la ideología intenta rescatar el trauma de la historia
mediante la trivialización de la representación.
La mano de una mujer se agita en el aire y de un golpe hace caer al
aeroplano que gira. La cámara enfoca a Peggy, dueña de la mano, que ha

468 Parte IV. Memorias colectivas


estado de pie en silencio fuera del cuadro, observando ese pequeño drama.
La expresión de su cara, que muestra a la vez simpatía y fascinación, sugiere
que su mirada ha sido capaz de captar la complejidad multifacética de la
escena. Una vez más, el sujeto femenino goza de un acceso privilegiado
al espectáculo de la carencia masculina. Aquí, como en el intercambio
nocturno entre Wilma y Homer, ese espectáculo está erotizado, saturado
de deseo femenino. Ese mismo día, más tarde, Peggy le confía a sus padres,
Al y Millie, su intención de romper el matrimonio de Fred con Marie, y
revela con ello no sólo la inversión que está haciendo en el antiguo piloto
de bombarderos, sino también la que hace en la desintegración que Fred
representa cada vez con más fuerza.
Peggy conoce a Fred en el bar de Butch la noche del regreso de Fred
a Boone City. Puesto que no tiene sitio donde dormir, los Stevensons le
acogen en su casa y Peggy le cede su cama. Los gritos de Fred despiertan
a Peggy durante la noche; ella va al dormitorio y rescata a Fred de una
pesadilla recurrente en la que aparece un aeroplano en llamas (una pe-
sadilla que repite su peor experiencia durante la guerra). Cuando Peggy
entra en la habitación, Fred está sentado con los ojos abiertos de par en
par. La respuesta inmediata de Peggy es cubrirle los ojos, como si quisiera
protegerle de una visión intolerable. Ese gesto vuelve a situar al personaje
masculino en el lado del espectáculo. Peggy le obliga a tumbarse y limpia
su cara con un paño mientras le susurra, una y otra vez, “Vuélvete a dor-
mir”. Peggy realiza estos gestos de enfermera con una ternura todavía más
apasionada que la que muestra Wilma cuando mira el cuerpo mutilado de
Homer. El deseo de Peggy por Fred puede retrotraerse a este momento
de descubrimiento.
Marie adopta una actitud muy diferente hacia lo que ella considera la
“diferencia” de Fred. Le dan vergüenza sus pesadillas y las considera como
síntomas de anormalidad psicológica y fracaso social. Esas pesadillas son
también una prueba adicional de lo que ella ya sospecha: que a Fred lo ha
“contaminado” una fuerza antagónica a los “buenos tiempos” que ella desea.
“¿Estás bien de la cabeza? —le pregunta irritada—. ¿Puedes sacarte todas
esas cosas de tu cuerpo? Tal vez sea eso lo que te tiene atrapado. Sabes,
la guerra ya se acabó. No vas para ningún lado hasta que dejes de pensar

Trauma histórico y subjetividad masculina 469


en ella. ¡Vamos, líbrate ya de ella!” (Es irónico que la película le confíe a
Marie la expresión más clara de la disfunción que ocurre cuando la historia
invade a la ficción dominante y a sus sujetos con cantidades enormes de
estímulos externos. De hecho, la guerra ha infiltrado el ‘sistema’ de Fred
y el trauma no ha podido ‘ligarse’ todavía).
Cuando Fred pierde su trabajo en la tienda a causa de un altercado allí
y Marie le anuncia luego que quiere separarse de él, decide dejar Boone
City. De camino al aeropuerto militar, se detiene en la cabaña de su padre
para recoger la ropa que Hortense le ha lavado. Mientras está allí, arroja a
la basura varios recuerdos de guerra, incluyendo una mención honorífica
del ejército como piloto distinguido. Lo que una vez fueron sus posesiones
más valiosas se convierten en basura; son testigos de experiencias que no
solo no pueden absorberse dentro de lo vraisemblable, sino que amenazan
su positividad. Después de que Fred parte, su padre recoge la mención
honorífica con manos temblorosas y la lee en voz alta. Lo que emerge es
un relato de la más pura negatividad, de una pulsión de muerte liberada
por igual contra el enemigo y el yo:
A pesar del dolor intenso, del shock y de la pérdida de sangre, con una
desconsideración total hacia su seguridad personal, el capitán Derry volvió
a incorporarse a su puesto en el escuadrón, guió a su formación en una
trayectoria perfecta hacia el objetivo y lanzó su bomba con gran precisión.
El heroísmo, la devoción al deber, la capacidad profesional y la serenidad
bajo fuego enemigo mostrados por el capitán Derry en las circunstancias
más difíciles son una prueba del más grande de los honores que pueda
recaer sobre su persona y sobre las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos
de América.
Justo antes de que se lea la mención de guerra de Fred, vemos como
éste llega al aeropuerto militar para tomar un avión que le lleve lejos de
Boone City. Cuando le preguntan si quiere ir al este o al oeste, responde
que le da lo mismo. Debido a que la guerra ha invadido su inconsciente,
la falta de hogar será igual de intensa vaya donde vaya.
Mientras que Fred espera el siguiente avión, camina por un campo
lleno de cientos de bombarderos de la Segunda Guerra Mundial. Los
aviones han sido desprovistos de sus motores y sus alerones, y van a ser

470 Parte IV. Memorias colectivas


convertidos en chatarra. Como Homer y Fred, están inhabilitados y
nadie los quiere, son una “deshonra” que debe suprimirse porque ello
“escapa a esta racionalidad social, a este orden lógico sobre el cual reposa
un conjunto social” (Kristeva, 1989: 89). Fred trepa a uno de los aviones
y cruza entre la acumulación de polvo y mapas gastados hasta llegar al
asiento del bombardero. La cámara filma un plano exterior desde debajo
de la nariz del avión, en el que se muestra a Fred desde un ángulo bajo,
en un plano medio a través de la ventana de plexiglás. Cuando su mirada
se dirige a la derecha del espectador, la cámara vuelve a cambiar de plano
y se mueve con la mirada de Fred hacia uno de los soportes exteriores
de los motores. A continuación, la cámara hace un paneo de derecha a
izquierda a lo largo de la superficie del bombardero y pausa brevemente
en cada uno de los soportes exteriores de los motores, haciendo énfasis
en su inminente partida. Por último vemos un tercer plano exterior en el
que la cámara cambia de foco rápidamente de un plano largo a un plano
corto de la nariz del avión, inclinándose levemente para mostrar a Fred,
que sigue inmóvil detrás de la ventana. Los dos últimos planos exteriores
imponen una división y niegan lo que afirman al mismo tiempo. En el
primero de esos planos se disimula la ausencia de motores y hélices con
una partitura musical que evoca el sonido del despegue. En el segundo
plano, el ángulo bajo de la cámara y su enfoque desde abajo simulan el
movimiento de un avión que se prepara para el vuelo, aun cuando la ima-
gen del B-17 incapacitado muestra la imposibilidad de que ese hecho se
llegue a producir.
Esa renegación extraordinaria no tiene por propósito principal cubrir
una carencia, sino empujar la negatividad a sus límites. Cuando Fred se
imagina a sí mismo en lo alto una vez más, en una misión de bombardeo,
revienta lo vraisemblable. En ese momento escapa de la racionalidad social
y opta por el no-yo por encima del yo, por el exterior amenazante frente
el interior coherente, por la muerte sobre la vida13. La película pone todo

13 Kristeva (1989: 96) habla del “excremento y sus equivalentes (putrefacción, infección,
enfermedad, cadáver, etc.)” como un “peligro proveniente del exterior de la identi-
dad: el yo (moi amenazado) amenazado por el no yo (moi), la sociedad amenazada
por su afuera, la vida por la muerte”.

Trauma histórico y subjetividad masculina 471


su peso formal detrás de esta negatividad a través de las divisiones que
hemos descrito antes. Cuando coloca el sonido contra la imagen, o el
ángulo y el movimiento de la cámara contra el significado icónico, tam-
bién realiza una inversión en deshechos, privilegia lo que está más allá
del conjunto social por encima de lo que queda dentro de él.
En el primer plano exterior de la nariz del bombardero con que termina
la secuencia, la cara de Fred parece haber abandonado toda consistencia
y haberse convertido en parte de la textura de la ventana de plexiglás.
Y aunque vuelve a la vida y al trabajo cuando lo llama un empleado del
lugar, nunca abandonará realmente el patio de chatarra. En la última
secuencia de la película, cuando Peggy se encuentra con Fred en la boda
de Homer y le dice que ha oído que está “en algún tipo de trabajo de
construcción”, Fred le responde: “Es una manera optimista de decirlo.
Estoy en realidad en el negocio de la chatarra, una ocupación para la
que mucha gente siente que estoy bien cualificado por temperamento y
formación. Es un trabajo fascinante”. Aún más, cuando Fred le propone
a Peggy que se case con él en los momentos finales de la película, lo
hace siguiendo las líneas de su carencia de manera fiel (“Peggy, sabes lo
que ocurrirá, ¿no? Nos llevara años llegar a algún lado. No tendremos
dinero ni un sitio donde vivir. Tendremos que trabajar […] soportar
que nos maltraten”).
Los mejores años de nuestras vidas termina con una boda y con la pro-
mesa de otra. Sin embargo, esos matrimonios no tiene el valor metafórico
usual. En lugar de ser una afirmación del orden cultural, dramatizan (y
erotizan) la castración masculina. Además, las dos parejas de amantes
permanecen manifiestamente aisladas en medio de esta ceremonia con
claro carácter social. Ese aislamiento indica no sólo el aislamiento de
la pareja con respecto a sus familias y vecinos, sino con respecto a la
ficción dominante.
Cuando Homer pone el anillo de matrimonio en el dedo de Wilma
y ella amorosamente coloca su mano en el frío metal de sus ganchos,
los espectadores se sienten disgustados por ese espectáculo extraordina-
riamente desnaturalizado. El contacto de la carne y el acero evoca otra
crisis de la contemplación, y despierta el temor, la ansiedad y el dolor.

472 Parte IV. Memorias colectivas


Al, de pie en el centro de la imagen en un plano posterior, agarra con
fuerza el brazo de Millie, un gesto que revela no sólo la tensión en la
habitación, sino las dificultades de su propio matrimonio, y su deseo
apenas contenido de romper el acuerdo fálico.
En el plano izquierdo ocurre otro intercambio escópico, que no es
contemplado por nadie más dentro de la diégesis. Fred (en un plano
medio) mira hacia Peggy (en un plano largo) y ella le devuelve la mirada.
Ese intercambio visual evoca el afecto generado por el “acontecimiento
principal”, lo que es un desplazamiento motivado en parte por la proxi-
midad de Fred a Homer como su padrino de bodas y en parte por el
conocimiento que tiene Peggy (y el espectador) de que él también está
marcado por la castración. Puesto que Fredd y Peggy celebran su reunión
escópica cuando se están leyendo los votos de matrimonio, esos votos
tienen también una doble tarea, al ligarlos a ambos de manera anticipada
al beso y a la expresión de la carencia que le seguiría pronto.

Conclusión

Debido a que son muy cercanas a las reacciones que Freud le atribuía
al sujeto masculino ante la vista de los genitales femeninos (Freud,
1995v: 263), hay dos clases de respuestas críticas frente a Los mejores
años de nuestras vidas que merecen nuestra atención aquí. Una de esas
respuestas descarta la exhibición conspicua de la castración masculina
e insiste en la conformidad de la película con el paradigma clásico. Así,
Roger Manvell argumenta que el largometraje (contra una corriente de
oposición fuerte, pero no especificada) “defiende tercamente la estabi-
lidad sagrada del hogar y la familia, e incluso […] de la libre empresa
y de las virtudes del capitalismo” (Manvell, 1974: 248), mientras que
Michael Wood la caracteriza como “una historia escapista y dulce”
(Wood, 1975: 119). La otra respuesta reconoce no sólo la negatividad
de la película, sino la concentración de esa negatividad en la subjetividad
masculina. Sin embargo, se defiende contra el desagradable espectáculo
a través de la desaprobación moral, a través del horror que le producen
las criaturas mutiladas que pueblan Los mejores años de nuestras vidas.

Trauma histórico y subjetividad masculina 473


Kracauer (1948, June: 571), por ejemplo, ve en la película de Wyler
“un hombre ordinario que duda en seguir la voz de la razón y un adalid
liberal incapaz de manejar el bloqueo emocional en torno a él” En esa
dirección, Warshow escribe que “las relaciones sexuales de los personajes
proyectan una imagen de una claridad poco común del sueño familiar
de Hollywood (y de los estadounidenses) de la pasividad masculina.
Los hombres son ineptos, nerviosos, inarticulados y antojadizos como
niños” (Warshow, 1962: 112).
La elección de Warshow del verbo ‘proyectar’ es bastante relevante para
nuestro análisis, pero su uso va en una dirección totalmente contraria a la
que hemos empleado aquí14. Asocia esa proyección con la construcción
de Hollywood del sujeto masculino en vez del femenino e identifica el
primero de los dos con las cualidades que convencionalmente sirven
para identificar el segundo. Además, Warshow interpreta Los mejores
años de nuestras vidas como un ejemplo típico del cine de Hollywood,
en vez de como un texto que rompe en ciertos aspectos claves con el
modelo normativo. Esta lógica retorcida apunta en última instancia al
reconocimiento que tiene que hacer Warshow de la carencia que continúa
afligiendo el sujeto masculino del cine clásico, a pesar de las numerosas
proyecciones y renegaciones dirigidas contra esa carencia. Se ve obligado
a efectuar ese reconocimiento por Los mejores años de nuestras vidas y se
resiste a ello haciendo una condena general de Hollywood.
Si tuviera espacio, discutiría otras dos películas del periodo de guerra,
La culpa de Janet Ames (1947) de Henry Levin y ¡Qué bello es vivir! (1946)
de Frank Capra15. El primero de estos filmes pide a las espectadoras que
contemplen el sujeto masculino con su “imaginación” en vez de con sus
ojos, que renieguen su conocimiento de la carencia masculina y que se
“fuercen a creer” que el pene es el falo. La segunda reconoce no sólo la
castración masculina, sino el masoquismo masculino. En conjunto, Los

14 Véase mi Lost Objects and Mistaken Subjects (Silverman, 1985).


15 Una versión mucho más larga de este ensayo, en el que se incluyen análisis de
La culpa de Janet Ames y ¡Qué bello es vivir!, aparecerán en mi libro de próxima
publicación, Kaja Silverman. Male Subjectivity at the Margins (New York: Rout-
ledge, 1992).

474 Parte IV. Memorias colectivas


mejores años de nuestras vidas, La culpa de Janet Ames y ¡Qué bello es
vivir! nos proporcionan una demostración muy eficaz de que el falo es
siempre el producto de la ficción dominante y que cuando esa ficción
demuestra ser incapaz de dominar el estímulo que proviene de un trauma
histórico, el sujeto masculino se ve desprovisto entonces de la capacidad
de contemplarse a sí mismo dentro de esa configuración idealizada. Me
he concentrado aquí en el largometraje de Wyler no sólo porque invierte
el régimen escópico del cine clásico (un régimen que se desarrolla en
torno a la castración femenina), sino porque erotiza abiertamente la
carencia masculina. Además, a diferencia de las otras películas con las
que puede agruparse, Los mejores años de nuestras vidas no intenta con-
tener la negatividad que libera, ni tampoco facilita en algún momento
una identificación fálica por parte de los personajes masculinos o por
los espectadores masculinos. En esa expresión artística se desata parte
de la ‘inundación’ o del ‘ciclón’ de la guerra.

Trauma histórico y subjetividad masculina 475


Parte V

Genealogías
y usos del trauma

a
Una perspectiva feminista del trauma1

Laura S. Brown

P ara comenzar a pensar en cómo una terapista feminista podría


contribuir a los estudios sobre el trauma, miro en el Manual de
Diagnóstico y Estadística (dsm iii-r) de la Asociación Norteamericana
de Psiquiatría (apa) (1987) —la biblia del diagnóstico psiquiátrico— la
descripción de trauma y de los criterios para diagnosticar el trastorno de
estrés postraumático (tept), que es el síndrome psiquiátrico que aparece
tras sufrir la experiencia del trauma. El libro se abre casi por sí solo en la
página correcta, de tantas veces como lo he abierto por allí. El trauma
es la única constante en mi trabajo como psicoterapeuta.
Leo de nuevo las palabras con las que comienza la descripción del
diagnóstico; aquellas con las que se definen las condiciones necesarias y
suficientes para efectuarlo, es decir, la definición de un acontecimiento
traumático que debe haber ocurrido para que el clínico pueda recurrir a
ese diagnóstico: “La sintomatología esencial de este trastorno consiste
en la aparición de síntomas característicos después de un acontecimiento
psicológicamente desagradable, que se encuentra fuera del marco normal
de la experiencia habitual” (Asociación Americana de Psiquiatría, 1988:
296). Las categorías de los síntomas aparecen a continuación: la reexpe-

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Una perspectiva feminista del trauma 479


rimentación de los síntomas, las pesadillas, las ensoñaciones (flashbacks);
la evitación de los síntomas, las marcas del aturdimiento psíquico y los
síntomas del aumento de la activación; la hipervigilancia, la dificultad
para dormir, la distracción cognitiva. Pero sobre todo: un acontecimiento
que está por fuera del rango normal de la experiencia humana.
Entonces me acuerdo de lo dicho por un abogado defensor que me
interrogaba después de que lo hubiera hecho el abogado demandante,
en un caso en el cual yo era la terapista de la demandante, una mujer
joven cuyo padrastro había abusado de ella sexualmente durante muchos
años. Mi paciente estaba demandando a su padrastro por los perjuicios
causados, con la esperanza de poder obtener una indemnización que le
diera los recursos para continuar en terapia el tiempo suficiente como
para sentirse curada. El trauma de esta mujer había sido repetitivo,
continuado durante un largo período de tiempo, lo cual es cierto para
muchos de los supervivientes del incesto. Era una mujer que, en mi opi-
nión, sufría de tept. Tenía todos los síntomas: es evidente que el incesto
es traumático. Pero el abogado de la contraparte estaba en desacuerdo.
¿Cómo —preguntaba este abogado que representaba al perpetrador—
podía mi paciente sufrir de tept? Después de todo, ¿acaso el incesto no
era algo relativamente común? Pocos minutos atrás, yo había testificado
que un tercio de todas las niñas son abusadas sexualmente antes de los
dieciséis años. El incesto no era inusual, no estaba “por fuera del rango
[normal] de la experiencia humana”. ¿Cómo podíamos calificarlo de
trauma? Y, por tanto, ¿no era mi diagnóstico equivocado (y por deriva-
ción, cualquier cosa que dijera acerca del daño que se le había causado
a mi paciente)? Tal vez estuviera bien preparada para responder a esa
pregunta simplemente porque ya la había oído antes muchas veces.
¿Cómo era posible que un acontecimiento como ese, que les ocurre con
tanta frecuencia a las mujeres durante su vida, estuviera por fuera del
rango de la experiencia humana?
Diana Russell (1986), en el libro del que tomé esas estadísticas, llamó
al incesto el “trauma secreto”. Para las niñas y las mujeres, la mayoría
de los traumas ocurre de hecho en secreto. Ocurren en la cama, donde
nuestros padres y padrastros y tíos y hermanos mayores nos molestan

480 Parte V. Genealogías y usos del trauma


sexualmente en el silencio supremo de la noche. Detrás de las puertas
cerradas de las relaciones maritales, donde los hombres golpean y a veces
violan a sus esposas y amantes. En los asientos traseros de los automóviles,
donde las mujeres son obligadas a mantener relaciones sexuales por sus
novios, sin que sepan, hasta muchos años después, que lo que les pasó
podía llamarse violación. En las oficinas de los médicos y terapistas que
explotan sexualmente a sus pacientes, sabiendo que su posición social
es probable que los proteja (Brown, 1989). Estas experiencias no son
inusuales estadísticamente. Se sitúan sin ningún problema dentro del
“rango [normal] de la experiencia humana”. Son las experiencias que
podrían ocurrir hoy en la vida de cualquier niña o mujer en América
del Norte. Son experiencias a las cuales tienen que acostumbrarse las
mujeres; posibilidades para las cuales las mujeres abren espacios en sus
vidas y en sus psiques. Son acontecimientos privados, que a veces son
conocidos sólo por la víctima y por el perpetrador.
Esta imagen de los acontecimientos traumáticos ‘normales’ es la que
determina cuál es mi problema como terapista feminista con las defini-
ciones clásicas de las etiologías apropiadas para el trauma psíquico. La
“experiencia humana” detallada en nuestros manuales de diagnóstico,
objeto de gran parte de las obras escritas importantes sobre trauma,
con frecuencia significa la “experiencia humana masculina” o, como
máximo, la experiencia común a las mujeres y los hombres. El rango
de experiencia humana termina por ser equivalente al rango de que lo
que es normal y usual en las vidas de los varones de la clase dominante:
ser de raza blanca, joven, sin minusvalías físicas, educado, de clase me-
dia, cristiano. El trauma es, por lo tanto, aquello que altera esas vidas
humanas concretas, con exclusión de otras cosas posibles. La guerra y
el genocidio, que son obra de los varones y de la cultura dominada por
ellos, son traumas que se suelen reconocer en la sociedad; también lo
son los desastres naturales, los accidentes de tráfico, los barcos que se
hunden en un océano helado.
Los acontecimientos públicos, visibles para todos, que no suelen casi
nunca ser portadores de un estigma para sus víctimas —en otras palabras,
las cosas que les pueden pasar y les pasan a los varones—, todas esas cosas

Una perspectiva feminista del trauma 481


constituyen traumas en el vocabulario oficial. Rara vez se culpa a sus vícti-
mas por estos acontecimientos. Todavía tengo que encontrar algún texto
que hable de la patología caracterológica de las personas que deciden de
manera consciente habitar en llanuras de aluvión o en las trayectorias de
un tornado, o de las que inician guerras o van al mar en barcos que pueden
hundirse; escritos donde se hable de esas personas con la clase de escrutinio
que se emplea para hablar de las mujeres golpeadas o las supervivientes de la
violación o del incesto. En las disciplinas de la salud mental, esta distinción
es relevante; la mujer “con una conducta autodestructiva” que ha sufrido
maltratos en su relación de pareja recibe un trato bastante diferente —y
peor— que el superviviente de un accidente de tren, aunque los síntomas
que presentan ambos sean similares. Se supone que la mujer ha contribuido
a su problema, en concreto, a consecuencia del origen interpersonal de
su malestar psicológico (Brown, 1986); el accidentado se ve casi siempre
como la víctima inocente de un acontecimiento casual.
Una de las tesis que exploraré aquí es que un análisis feminista nos
pide ir más allá de las experiencias públicas y masculinas del trauma y
pasar a las experiencias secretas, privadas, que viven las mujeres en la
esfera interpersonal a manos de aquellos que amamos y de los que de-
pendemos. Si queremos comprender completamente los significados y
las molestias del trauma psíquico y su presencia en las vidas de todos los
humanos, nosotros (pronombre con el que quiero referirme a quienes
que se ocupan de las disciplinas de la salud mental y de las ciencias del
comportamiento) debemos intentar encontrar los significados de esas
diferentes clases de acontecimientos que constituyen un ataque a la in-
tegridad y a la seguridad de aquellos que no son miembros de las clases
dominantes. Cuando lo hagamos, debemos hacernos preguntas acerca
de cómo hemos llegado a comprender lo que constituye un aconteci-
miento traumático y cómo algunas experiencias han sido excluidas y se
han puesto en contra de sus víctimas, a las que se las culpa por lo que
les ha ocurrido.
También tenemos que afrontar el desafío que plantea ese análisis fe-
minista y las preguntas que surgen de él para examinar las definiciones de
lo que es humano y para observar cómo nuestras imágenes del trauma se

482 Parte V. Genealogías y usos del trauma


han reducido y construido dentro de las experiencias y realidades de los
grupos dominantes en las culturas. El que subyuga, después de todo, es
el que escribe los manuales de diagnóstico e informa el discurso público
a partir del cual hemos construido nuestras imágenes del trauma ‘real’.
Muchas veces tal trauma ‘real’ es, únicamente, esa forma de trauma
de la cual hace parte el grupo dominante, como una víctima, en lugar
de cómo un perpetrador o un etólogo del tema. Los traumas privados,
secretos e insidiosos sobre los cuales llama la atención un análisis femi-
nista suelen ser casi siempre aquellos acontecimientos que expresan y
perpetúan la cultura dominante y sus formas e instituciones. El examen
feminista nos pide también que comprendamos cómo la presencia y
amenaza continuas del trauma en las vidas de las niñas y de las mujeres
de todos los colores, de los hombres de color en los Estados Unidos,
de las lesbianas y los gais, de las personas que padecen la pobreza y de
quienes tienen discapacidades, están en nuestra sociedad, como un ruido
de fondo permanente más que como un acontecimiento inusual. ¿Qué
significado tiene que admitamos que nuestra cultura es una fábrica que
produce numerosas personas heridas que deambulan?
La terapia feminista, que es la orientación de la comprensión del de-
sarrollo humano y de la psicoterapia a la que me adhiero, es una filosofía
que se inspira en un análisis feminista para comprender e intervenir en
el malestar psicológico humano. Las terapistas feministas compartimos
ciertas presunciones. Entre ellas que la tesis de que la personalidad se
desarrolla dentro de una red compleja de interacciones entre lo interno,
que serían las experiencias fenomenológicas del individuo, y lo externo,
es decir, el contexto social en el que esa persona vive (Lerman, 1986).
La constante interacción entre esas dos dimensiones, donde el contexto
incide en la fenomenología y ésta, a su vez, crea el lente a través de la cual
se observa y se interpreta el contexto, exige prestarle la misma atención
a ambos aspectos de la experiencia humana. A este respecto, la terapia
feminista evade el tipo de pensamiento dicotómico que caracteriza gran
parte de la psicología dominante en la cual se tiende a destacar en exceso
una u otra perspectiva en detrimento de un enfoque más integrador. Esta
atención sobresaliente a la interacción entre lo interno y lo externo es

Una perspectiva feminista del trauma 483


especialmente trascendente cuando, como terapistas feministas, intenta-
mos comprender el significado del trauma psíquico. La teoría feminista
de la terapia también intenta que las experiencias de las niñas y mujeres
sea un aspecto fundamental de la misma, y prestar atención a los aspectos
diversos y complejos del género en ese trabajo de teorización, en lugar
de comparar a las mujeres con la norma antropocéntrica que se basa en
las experiencias masculinas de los hombres blancos.

¿De qué hablamos cuando nos referimos a trauma?


¿Qué fines se buscan cuando definimos formalmente que un agente estre-
sante traumático es un acontecimiento que queda por fuera de la experiencia
humana normal y, por inferencia, se excluyen aquellos acontecimientos
que ocurren con una tasa de incidencia tan elevada en las vidas de ciertos
grupos que los convierte, en la práctica, en actos regulares, ‘normales’ en un
sentido estadístico? Defenderé que esos parámetros funcionan de manera
tal que crean un discurso social sobre la vida ‘normal’ que a continuación
le achaca una psicopatología a las vidas cotidianas de aquellos que no
pueden protegerse por sí mismos de esos acontecimientos con alta tasa de
incidencia y que responden frente a ellos con la manifestación evidente
de un dolor físico. Ese discurso define el ser humano como aquel que no
está sujeto a esa clase de acontecimientos frecuentes y confina al resto a
la categoría de menos que humano, de personas que merecen menos que
un trato justo.
Consideremos por un momento a mi paciente, una mujer blanca de
clase trabajadora, con poco más de cuarenta años, que padece una inca-
pacidad en este momento para ejercer su trabajo en una fábrica. Creció
en la pobreza, su primer hijo nació antes de cumplir los veinte años y,
siempre sin casarse, vivió de los subsidios públicos y de un trabajo ilegal,
no declarado ante las autoridades, hasta que contrajo matrimonio poco
después de cumplir los veinte años y dio a luz a su segundo hijo. Su pareja
resultó ser un maltratador y por eso lo abandonó cuando su primer hijo
se convirtió en objeto de la violencia del marido. A lo anterior le siguie-
ron años de inestabilidad; como no conocía ningún oficio, consiguió

484 Parte V. Genealogías y usos del trauma


trabajo como pudo, donde se lo ofrecían, en horarios que la permitían
estar con sus hijos cuando se podía. Gran parte del trabajo que podía
conseguir era físicamente peligroso: estaba expuesta a hojas afiladas, a
productos químicos tóxicos y cáusticos, a grasa caliente, a suelos húmedos
resbalosos. Más de una vez estuvo de baja por lesiones laborales. Al fin,
después de cumplir los treinta años, aparentemente su vida comenzó a ir
bien. Se casó con un buen hombre, que no abusaba de ella ni de sus hijos
y que tenía un trabajo estable. Asistió a la escuela profesional y aprendió
lo suficiente como para conseguir un buen trabajo, donde le pagaban
bien y tenía seguridad social. Un trabajo que ella pensó que la ayudaría
a tener la vida calmada y predecible que siempre ha añorado.
Después de llevar unos cuantos meses trabajando, quedó incapacitada
por una lesión repetitiva. Por desgracia para ella, ocurre antes de que el
mundo de la medicina laboral descubra el túnel carpiano. Su problema
es difícil de diagnosticar. Se le acusó de fingir la enfermedad para no ir a
trabajar. Comenzó a ser objeto de abusos verbales y emocionales por un
jefe de equipo que la penalizaba por cada día que no podía desempeñar
sus ocupaciones laborales habituales a pleno rendimiento. Sufrió final-
mente una depresión, y el miedo la incapacitó para trabajar tanto como
el dolor de sus manos. La constelación de elementos se enmaraña aún
más por las intervenciones de los funcionarios del servicio de salud que
le dicen que está fingiendo, que está intentando conseguir algo a cambio
de nada. La tensión repercute en su matrimonio. No puede dedicarse a
ninguna de sus aficiones o incluso lavarse el pelo sin sentir dolor.
Percibo a esta mujer como una persona traumatizada; la primera vez
que la veo entrar a mi oficina tiene todos los síntomas de ser víctima
del trauma. Las pesadillas en las que su supervisor la grita, el terror an-
ticipatorio de volver a lesionarse en el lugar de trabajo y de que otra vez
no se le crea, el embotamiento físico y el retraimiento, la pérdida de la
esperanza, el sentimiento de que su antiguo y familiar yo ha desaparecido,
se ha perdido en algún lugar de las evaluaciones sin fin de su capacidad
de volver a trabajar y retorcer cables otra vez. Pero el psiquiatra al que
la remite la compañía de seguros de la empresa no puede considerar su
experiencia como un trauma. Se sujeta a la definición del dsm iii-r, que

Una perspectiva feminista del trauma 485


señala que padecer lesiones en el trabajo y ser acosado por ello no es,
en absoluto, inusual y, por consiguiente, no puede ser en ningún caso
traumático. En su informe, censura a aquellos que extienden la defini-
ción de trauma con el fin de incluir esos acontecimientos cotidianos.
Mi paciente, que funcionó bien y demostró valor en los momentos di-
fíciles por los que había pasado en su vida, tiene, según el psiquiatra, un
desorden caracterológico, una predisposición a venirse abajo al menor
inconveniente en su vida. Su historia de trabajos irregulares, común para
cualquier mujer pobre, se define como signo de una patología, al igual
que su rabia ante el trato que recibe de su empleador cuando intenta
por primera vez informar de su lesión y recibir tratamiento para ella.
Sus experiencias pasadas, en las que se lesionó en entornos peligrosos
de trabajo, se interpretan como una prueba de su tendencia a buscar el
peligro y desarrollar problemas somáticos. El médico dictamina que
mi paciente no ha sufrido trauma alguno a causa de su trabajo, que sus
problemas emocionales se los causa ella y que su empleador no es res-
ponsable de los mismos.
Leo la hoja de vida de su psiquiatra, adjunta a su informe. Es un
varón blanco de clase media. Pasó directamente de la licenciatura en
la universidad a una prestigiosa escuela de medicina y desde entonces
ha ido de un trabajo a otro, siempre en entornos interesantes. Su vida
es una representación de la cultura dominante; en esa cultura las vidas
como las de mi paciente simplemente no existen. ¿Cómo respondería ese
médico, cómo manejaría la situación, ante un conjunto de circunstancias
como las que esta mujer debe enfrentar cada día? ¿Qué efecto tendría
en él que no se le creyera por principio cuando dijese que le duele algo
o que estaba asustado? Si pasara horas en el trabajo todos los días con
el temor de volver a lesionarse, de ser objeto del abuso verbal y de la
humillación, ¿cómo se sentiría?
Negar que la experiencia en torno al trauma de esta paciente —y la
de muchas otras mujeres— sea en realidad traumática e insistir en que
sólo una persona que padece desórdenes y está enferma responde a esa
forma de trato experimentando un grave malestar psicológico, transmite
el mensaje de que se va a tolerar la opresión con base en el género, la

486 Parte V. Genealogías y usos del trauma


clase, la raza u otras variables; que el dolor físico como respuesta frente
a la opresión es patológico y no es una respuesta normal frente a acon-
tecimientos anormales. Ese dolor no se debe ver como algo traumático.
El maltrato en el trabajo, el acoso sexual para el mundo académico, sí,
puede que sean molestos, pero traumáticos no. En más ocasiones de las
que puedo contar he oído acusar a las mujeres que han sobrevivido a esas
circunstancias de que exageran en su reacción. Como el abogado defensor
de un acosador sexual dijo: “Bueno, pero no la violaron, ¿no?”. Admitir
que estos ataques cotidianos a la integridad y a la seguridad personal
son fuentes de trauma psíquico, reconocer la ausencia de seguridad en
las vidas diarias de las mujeres y otros grupos no dominantes, supone
aceptar lo que está profundamente equivocado en muchas instituciones
sociales sagradas y desafiar la máscara benigna detrás de la cual actúa
la opresión diaria. La colusión de los profesionales de la salud mental
con esa dominación opresiva se puede ver en la insistencia rígida en que
estos acontecimientos, con independencia de sus impactos sentidos y
vividos, no pueden ser traumas ‘reales’.

Otra función de estos rígidos parámetros para la definición de acon-


tecimientos traumáticos genuinos es mantener el mito de la víctima
voluntaria de la violencia interpersonal. Ese mito sirve para conservar
relaciones de poder en una sociedad heteropatriarcal, entre las mujeres
y los hombres, entre las personas de color y las personas blancas, entre
los pobres y los ricos. De nuevo, aún estoy por encontrar obras que
hablen de los supuestos rasgos preexistentes de la personalidad de las
víctimas de los robos que las puedan hacer proclives a ser objetos de esa
violencia; los robos son uno de los pocos tipos de violencia interperso-
nal con altas tasas de incidencia que afectan por igual a ambos géneros.
Pero miremos por un momento el acoso a los gais; es posible decir que
se pueden observar los mismos comportamientos que en cualquier robo
cometido contra una persona, excepto que las víctimas están siendo ob-
jeto de esa violencia porque los atacantes creen que son gais o lesbianas.
Los artículos que se ocupan de la supuesta ‘propensión’ de los hombres
gais a sufrir ataques o ser víctimas de asesinatos existen en realidad y
legisladores homofóbicos como Jesse Helms y William Dannemeyer,

Una perspectiva feminista del trauma 487


cuando se hicieron los primeros intentos por incluir la orientación
sexual como una categoría de análisis para los crímenes de odio, los han
citado como prueba de que los gais y las lesbianas son los que provocan
esa violencia contra ellos (Berrill & Henek, 1990: 269-73).
Aunque se han hecho avances notables en las últimas dos décadas
para alterar esta forma de análisis de los supervivientes de la violencia
basada en el género —a la que pertenece el abuso marital, el incesto y la
violación—, hoy en día nos encontramos en un periodo regresivo en el
que una nueva perspectiva sobre la culpa de la víctima, conocida como
movimiento de la codependencia, ha influido en la opinión pública e
introducido una tendencia que convierte el comportamiento de las
víctimas en algo patológico (Brown, 1990: 1-4). Desde el punto de
vista del análisis de la codependencia, las mujeres maltratadas no son
las víctimas de una violencia aleatoria, que acaban siendo impotentes,
desde el punto de vista fenomenológico, a causa de los comportamien-
tos incesantes de sus abusadores. En lugar de ello, son “adictas a las
relaciones”, siempre enfermas y siempre en necesidad de tratamiento;
buscan esas relaciones a causa de su enfermedad (Norwood, 1985). Las
supervivientes al incesto que tienen problemas con las relaciones íntimas
como adultos no están manifestando las capacidades de supervivencia
que afinaron durante largos años de abusos repetidos; ellas no son más
que “adictas sexuales”, no muy diferentes en este marco de análisis de
aquellos que las atacan (Kasl, 1989).
Si mantenemos el mito de la víctima voluntaria, a quien luego con-
vertimos en un sujeto patológico a causa de su supuesta disponibilidad,
nunca cuestionaremos las estructuras sociales que perpetúan la victimi-
zación. Es mucho más fácil decir que la mujer acosada sexualmente en
el trabajo vuelve a trabajar todos los días (y queda así en las garras del
acosador) porque de alguna forma lo disfruta, o que cayó en el acoso a
causa de una patología de la personalidad preexistente, que preguntar-
nos qué le ocurriría a esa mujer si se quejara o abandonara su trabajo
o intentase buscar otro. Si nos hiciéramos esas preguntas quedaríamos
desconcertados por las respuestas: por saber que esa mujer puede que
nunca vuelva a encontrar un empleo o que se vea arrojada a los lugares

488 Parte V. Genealogías y usos del trauma


más oscuros de su lugar de trabajo donde se la pueda ignorar, convertirla
en algo superfluo.
De igual manera, si continuamos acusando a las madres no partici-
pantes de ser responsables de los ataques incestuosos de sus maridos a
sus hijas y discutimos una y otra vez cómo estas mujeres deben haber
preparado a sus hijas, o se triangulaban con ellas, o han renunciado a
su papel de madre (o a cualquier otra cosa que se nos ocurra pensar),
no tenemos por qué preguntarnos qué clase de cultura continúa re-
produciendo padres que violan a sus propios hijos. Desarrollamos un
diagnóstico de “desorden de la personalidad autodestructiva” para
describir a las víctimas y definimos las expresiones de su trauma psí-
quico como una patología propia inherente a ellas (Asociación, 1988).
No nos preguntamos en lugar de lo anterior si tal vez no necesitemos
ampliar y hacer más compleja nuestras definiciones de trauma psíquico
y sus derivaciones.
Mi colega terapista feminista, Maria Root (1989; 1992), ha comen-
zado a desarrollar el concepto de “trauma insidioso”. Con esa categoría
se refiere a los efectos traumatogénicos de la opresión, que no son
necesaria y abiertamente violentos, o amenazan el bienestar físico en
un momento dado, sino que constriñen el alma y el espíritu. Su mo-
delo sugiere, por ejemplo, que para todas las mujeres que viven en una
cultura en la cual existe un elevado índice de ataques sexuales y donde
ese comportamiento se considera normal y erótico por los hombres,
como ocurre en la cultura estadounidense, existe una exposición al
trauma insidioso. Hoy la mayoría de las mujeres en América del Norte
son conscientes de que pueden ser violadas en cualquier momento por
cualquiera. Todas conocemos a alguien como nosotras que ha sido
violada, la mayoría de las veces en su propia casa, por un hombre que
conocía. En consecuencia, muchas mujeres que nunca han sido violadas
tienen síntomas de los traumas causados por las violaciones. Están hi-
pervigilantes ante ciertas señales, eluden situaciones que no parecen de
alto riesgo, deciden embotar sus sentidos en respuesta a acercamientos
posiblemente amistosos de hombres, pero que también podrían ser el
primer paso hacia una violación.

Una perspectiva feminista del trauma 489


Con frecuencia, la única forma de evitar estas manifestaciones del
trauma es confiar de manera asidua en las defensas de la negación y la
minimización: “Nunca me ocurrirá a mi”. El trauma insidioso de la
violación es una parte de la vida cotidiana para aquellas mujeres cuyas
estructuras de negación están mucho peor procesadas. Y cada día, des-
cubrimos nuevos ataques a esa negación; la muy publicitada violación
en Central Park de una deportista que estaba corriendo ha lapidado para
siempre el mito de que puedes huir si eres lo suficientemente fuerte. Para
cada grupo no dominante en esta sociedad operan fenómenos similares:
los afroamericanos deben anticipar constantemente un Howard Beach 2;
el gay o la lesbiana deben caminar con el temor de ser asesinados por
aquellos que aman; las personas con incapacidades nunca saben cuán-
do serán arrojados por las grietas de la red social que denominamos de
seguridad, tal vez con resultados fatales.
¿Cómo entendemos entonces a la mujer cuyos síntomas de trauma
psíquico son ocasionados en su totalidad por persona interpuesta, a tra-
vés de los mecanismos del trauma insidioso, como puede efectivamente
ocurrir? La teoría dominante del trauma ha comenzado a reconocer que
los síntomas postraumáticos pueden ser intergeneracionales, como en
el caso de los hijos de los supervivientes del Holocausto nazi. Pero aún
tenemos que admitir que puede expandirse transversalmente al interior
de un grupo social oprimido, cuando los miembros de ese grupo están
expuestos a en riesgo constante, durante toda su vida, de verse expuestos
a cierto trauma. Cuando hacemos eso y comenzamos a contar los núme-
ros de aquellos para los cuales el trauma insidioso es una forma de vivir,
debemos, si tenemos algo de moral, cuestionar una sociedad que somete
a tantos de sus habitantes a factores estresantes traumáticos.

2 (N. de E.) Howard Beach es un suburbio de Queens, Nueva York, predominante-


mente italiano y con una trágica historia de ataques raciales contra afroamericanos.
El incidente más publicitado ocurrió el 20 de diciembre de 1986, cuando tres afro-
americanos, cuyo carro se había varado en las inmediaciones, fueron atacados con
bates de beisbol por un grupo de jóvenes blancos. Una de las víctimas murió y las
otras dos sufrieron heridas graves. Varios de los atacantes fueron condenados por el
crimen y por las agresiones racialmente motivadas. Posteriormente en la zona han
ocurrido algunos incidentes similares.

490 Parte V. Genealogías y usos del trauma


La vida en un rango ampliado
Si comenzamos a admitir la perspectiva feminista acerca del trauma psí-
quico y a incluir como factores estresantes traumáticos todos aquellos
acontecimientos cotidianos, repetitivos, interpersonales, que con tanta
frecuencia son fuente de dolor psíquico para las mujeres, entonces también
comienzan a cambiar nuestras visiones del mundo.
Cuando el trauma es inusual, podemos fingir estar seguros, vivir en
el autoengaño cotidiano que nos permite creer en nosotros mismos más
allá del alcance de lo inusual. Podemos ser espectadores, excitarnos ante
la amenaza del riesgo, sentirnos seguros detrás de nuestras barreras psí-
quicas imaginarias; podemos mirar con horror cómo el trauma le ocurre
a los otros, pero asegurarnos de que nosotros no somos los siguientes,
porque estamos a salvo siempre que no protestemos, que no dejemos ver
nuestra cabeza y nos “convirtamos” en objeto de la violencia. Podemos
ignorar las instituciones de la sociedad que parecen colocarnos en una
posición de privilegio mientras pretendamos que no somos los siguientes
(Pharr, 1988).
Pero cuando admitimos la inmanencia del trauma en nuestras vidas,
cuando lo vemos como algo que tiene más probabilidades de pasar de
que no suceder, perdemos nuestro velo de invulnerabilidad. Un análisis
feminista, que ilumine la realidad desde las vidas de las mujeres, dirige la
luz hacia las manifestaciones sutiles del trauma y nos permite ver los filos
cortantes ocultos y las trampas secretas cuyas cicatrices llevamos en noso-
tros o podríamos llevar. Estamos obligados a reconocer que podemos ser
los próximos. No podemos no identificarnos con aquellos que ya han sido
víctimas de un factor estresante traumático cuando sabemos a conciencia
que sólo es casualidad no haber sido víctimas hasta ahora. “Podría haber
sido yo, pero fuiste tú en mi lugar, y pueden que me pase a mí, queridos
hermanos y hermanas, antes de que lo hayamos superado”, canta Holly
Near, en una expresión poética de lo que significa saber en lo profundo
que todos somos vulnerables. Y cuando realizamos esta identificación,
cuando admitimos que todos podemos estar en el lado de la víctima, nos
encontramos mucho más incómodos con aquellas instituciones de la so-
ciedad que en algún momento pueden convertirnos en sus víctimas.

Una perspectiva feminista del trauma 491


Una perspectiva feminista sobre el trauma nos exige abandonar nues-
tras posiciones cómodas, como las de aquellos que estudian el trauma,
tratan sus efectos o categorizan sus clases, en favor de una posición de
identificación y acción. Cuando hacemos eso, debemos estar prepara-
dos para sufrir las burlas de algunos colegas por nuestra pérdida de la
llamada objetividad; debemos anticipar las interferencias diagnósticas
que ocasionará nuestra propia patología, que emergerán cuando enfo-
quemos el estudio del trauma como un paso hacia el desafío y al cambio
de aquellas situaciones sociales que producen y mantienen abiertas las
heridas, en vez de tratar el trauma como otro tópico interesante que
sólo requiere nuestro intelecto y no nuestra alma. Esa acción surge de
un análisis feminista, de una visión feminista de la relación apropiada,
en la cual la reciprocidad y el respeto son la norma en lugar del poder y
la dominación (Heyward, 1989).
En mi trabajo como especialista en el tratamiento de las supervi-
vientes de la violencia interpersonal, me he topado con la presunción
de muchos colegas de que yo debo ser una de ellas; de otro modo cómo
explicarse mi preocupación evidente con estos temas, mi insistencia
en que comprender el trauma y sus efectos es esencial para la práctica
de una psicoterapia ética. Me han diagnosticado a distancia como una
persona que tiene problemas, que hay que tratar médicamente y cuya
curación quedará demostrada el día que ponga fin a mi activismo sobre
esas cuestiones.
En realidad, hasta ahora me he librado de todos los traumas posibles,
menos de los traumas ‘normales’ insidiosos que provienen de ser una
mujer, judía y lesbiana; sólo debo ocuparme de las pequeñas violencias
al espíritu que cualquiera encuentra en su vida cotidiana. Me encuentro
protegida por mi piel blanca, mi condición de persona de clase media alta,
mi educación, mi dominio del lenguaje y mi disponibilidad de recursos
sociales. Nadie me ha violado o golpeado todavía, o me ha echado de
mi casa, o me ha quitado mi trabajo, o ha amenazado mi vida. Ello no
quiere decir que alguien, algún día, lo haga. Al insistir en que lo personal
es político —una verdad sagrada de la visión feminista—, es imposible
suprimir mi ser y mis experiencias de mi comprensión de la etiología, el

492 Parte V. Genealogías y usos del trauma


significado y el tratamiento del trauma psíquico. Debo tener la voluntad
de enfrentarme a su presencia y a su potencial en mi vida, a comprender
las realidades políticas y sociales en las cuales se sitúa el trauma y que me
herirán sin que importe cuán insistentemente lo niegue. Y, por tanto,
es inevitable intentar mejorar el problema en su origen, en la sociedad
en su conjunto. Si yo, si cualquiera de las personas que trabajan en el
campo del trauma, no queremos estar aturdidas psíquicamente, debemos
oír a nuestros pacientes, a los participantes en nuestras investigaciones,
a nuestras propias acciones y discursos para cambiar aquello que puede
volver a herirnos.
Por ello, un análisis feminista plantea diferentes interrogantes; nos
motiva a que revaluemos nuestro enfoque del trabajo con los supervi-
vientes del trauma. ¿Cómo podemos ayudar a que en lugar de desensi-
bilizar a los supervivientes del trauma frente a los desencadenantes de
los síntomas (un enfoque de moda en nuestros días para el tratamiento
de los síntomas postraumáticos), los supervivientes puedan reconstruir
sus visiones del mundo con la conciencia de que el mal puede ocurrir
y ocurre? En lugar de enseñar a los supervivientes del trauma la forma
de conseguir otra vez sus anteriores niveles traumáticos de negación y
embotamiento, ¿cómo podemos facilitar la integración de su reciente
conocimiento doloroso en una nueva ética de la compasión, de sentir
con el otro, de luchar dentro de la red de vida con la cual se relacionan?
¿Cómo pueden aquellos que hacen trabajo de terapia con los supervi-
vientes no terminar traumatizados por su exposición a estas historias
de dolor, y en vez de ello adquirir una sensibilidad más aguda y ser
exquisitamente conscientes de cómo la vida necesita ajustes continuos
para producir lo mejor de sí, y de motivarse para ser actores del cambio
y al mismo tiempo sujetos que se transforman?
En su compresión de la sintomatología postraumática, un análisis
feminista nos mueve a considerar los efectos a largo plazo del trauma in-
sidioso. En lugar de mirar la vulnerabilidad biológica o la presencia de una
patología previa, o de explicar la gravedad y la intensidad de los síntomas
(Van der Kolk, 1987), podemos comenzar a preguntarnos ¿cuántas capas
de trauma se puedan descubrir por lo que parece inicialmente ser sólo un

Una perspectiva feminista del trauma 493


acontecimiento o proceso traumático? La pérdida de un ser querido puede
no ser simple si la muerte ocurre después de muchas otras; la pérdida del
trabajo puede ser traumática cuando ocurre en el contexto de la penuria
económica. Sin embargo, actualmente ambos acontecimientos están ex-
cluidos específicamente del conjunto de factores estresantes traumáticos
en potencia por los autores del dsm-iii. Tomando prestadas las palabras de
Gertrude Stein, un trauma no trauma no es un trauma. El contexto social
y la historia personal del individuo dentro de esa trama social le dieron
significado traumático a acontecimientos que podrían ser sólo tristes o
conflictivos en otro momento y lugar.
En última instancia, un análisis feminista de la experiencia del trauma
psíquico requiere que cambiemos nuestra visión de lo que es ‘humano’
hacia una imagen más incluyente y nos motiva a que realicemos una
revisión radical de nuestra comprensión de la condición humana. Las
disciplinas de la salud mental, a las que se les ha atribuido la posición de
altos sacerdotes seculares, tienen que hacer una elección. ¿Traicionamos,
como hizo Freud hace un siglo, la verdad de lo que sabemos acerca de la
inmediatez y la frecuencia de los acontecimientos traumáticos en la vida
cotidiana (Mason, 1985), o seguimos el potencial radical del psicoaná-
lisis que abrió las puertas a lo inconsciente y lo irracional y pasamos a la
siguiente etapa en la cual recontamos las verdades perdidas del dolor entre
nosotros? ¿Actuamos como servidores del statu quo y decimos que sólo
aquellos que ya están enfermos sufren de toxicidad cultural o denomina-
mos como venenosas aquellas instituciones de la sociedad que pueden
enfermar a cualquiera?
Una perspectiva feminista que atrae nuestra atención hacia la vida de
las niñas y las mujeres, hacía las experiencias secretas, privadas y ocultas
del dolor cotidiano, nos recuerda que los acontecimientos traumáticos
residen en el rango de la experiencia humana normal. Enfrentadas a esta
realidad, estaremos motivadas para incluir en nuestra comprensión de las
respuestas humanas aquellos acontecimientos que son inusuales. Una pers-
pectiva feminista sobre el trauma de la guerra es diferente porque incluye
un conocimiento del contexto social y porque tiene en cuenta la presencia
de un trauma cotidiano e insidioso a la hora de realizar un análisis de lo

494 Parte V. Genealogías y usos del trauma


que hoy se considera el único trauma “real” (Brown, 1987: 13-26). Cuando
comenzamos a reconocer esa realidad, hacemos que nuestras profesiones
sean revolucionarias. Nos oponemos con ello al statu quo y participamos
en el proceso de cambio social.

Epílogo

Hace unos años finalmente cambió la definición de agente estresante


traumático en el Manual de Diagnóstico y Estadística de la Asociación
Estadounidense de Psiquiatría (dsm-iv). Durante los últimos tiempos, mu-
chas personas que trabajan con supervivientes de la violencia interpersonal
han planteado cuestiones similares a las que he presentado en este texto.
Algunas de estas preocupaciones han sido escuchadas; el criterio A para
el desorden de estrés postraumático ya no requiere que un acontecimiento
sea infrecuente, inusual o esté por fuera de una norma humana mítica de
la experiencia. Se le dará un mayor peso a las percepciones subjetivas que
tenga la persona del miedo, la amenaza y el riesgo para su bienestar. Puede
haber cierto reconocimiento de que algunas formas de acontecimientos
traumáticos, como la violación o la victimización criminal, no sólo no son
inhabituales, sino que son bastante frecuentes, y ello partiendo de la base
de la investigación experimental realizada durante el proceso de revisión
del dsm. Sin embargo, la definición sigue sin conseguir abarcar muchas de
las cuestiones planteadas por un análisis feminista. Aunque el debate en el
campo del trauma está progresando, algunas de las cuestiones planteadas
por un análisis feminista acerca de la naturaleza y el significado del continuo
del trauma, en un mundo en el cual algunas personas nunca se ven libres
de estar expuestas a algún tipo de agente estresante traumático, continúan
siendo sobresalientes y necesarias. Estas revisiones del Manual seguirán
planteando también la cuestión de si todos los efectos interpersonales
intrapsíquicos del trauma se pueden describir adecuadamente con un solo
diagnóstico. La revisión efectuada en el dsm iv fracasa en el momento de
proporcionarnos un diagnóstico que describa los efectos de estar expuestos
a la violencia y a la victimización interpersonal repetitiva.

Una perspectiva feminista del trauma 495


Una última observación. Comencé este capítulo con una descripción
de mi enfrentamiento con un abogado en la sala de un tribunal donde
éste se cuestionaba la naturaleza del incesto. Desde entonces he tenido el
placer, de hecho, de que varios abogados hayan leído en voz alta este texto
en los tribunales, ante mí, en un intento por desacreditar mis puntos de
vista. Un abogado intentó sugerir que mis ideas estaban “por fuera del
rango” al recurrir a la mención del título de este artículo. Varios otros
han intentado distorsionar las referencias al trauma insidioso al decir
que representaría un enfoque en el cual todas las mujeres tendrían tept
(infiriendo por ello que había perdido totalmente el control a la hora
de aplicar este diagnóstico). Y otro abogado interpretó las referencias
personales que mencionan mi pertenencia a grupos vulnerables para
intentar despertar la homofobia en un jurado (de manera poco exitosa
cabría añadir, si juzgamos por el resultado final del caso). Eso es lo que
puede ocurrir cuando elaboramos un discurso académico sobre el trauma
a través de una voz diferente, aunque no necesariamente de disenso. No
son consecuencias ante las cuales retroceda, sino únicamente la prueba
de las enormes dificultades que se experimentan cuando se intenta que
el análisis feminista —y convertir desde el punto feminista lo personal
en algo teórico— tenga incidencia en la naturaleza y el significado del
trauma.

496 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Violencia, cultura y la política del trauma1

Arthur Kleinman con Robert Desjarlais

L a violencia, hoy, es una de las principales preocupaciones de los


medios de comunicación y de los círculos docentes. Académicos,
periodistas, médicos y políticos se apoyan en distintas imágenes de la
violencia para discutir acerca de temas tan diversos como la seguridad
internacional, la política de salud pública, la condición moral de los pro-
gramas de televisión y la política nacional y local. Durante la redacción
del informe World Mental Health: Problems and Priorities in Low-Income
Countries (Desjarlais & ál., 1995) (Salud mental: Problemas y priori-
dades en países de bajos ingresos), nos interesamos especialmente en la
apropiación de las imágenes de violencia por parte de los profesionales,
los medios de comunicación y las personas ordinarias, y por los usos que
ellos dan a las consecuencias traumáticas de la violencia. En este ensayo,
intentamos reflexionar acerca de algunas cuestiones fundamentales refe-
rentes al tema, y en especial sobre el trauma producido por la violencia
política. ¿Qué tipo de problema es un trauma de esa clase? ¿Qué es lo
que tienen que decir sobre él las profesiones del campo de la salud? ¿Por
qué esta siendo ‘medicalizado’? ¿Y cuáles son las consecuencias que trae
convertir a una víctima (o a un victimario) en un paciente?

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Violencia, cultura y la política del trauma 497


La violencia política tiene una proveniencia muy antigua. Las guerras,
las ejecuciones y la tortura han sido formas legitimadas de afirmar el
poder del Estado a lo largo de la historia conocida. Aunque es tentador
ver el nivel actual de violencia política como una pandemia, tal violen-
cia ha sido endémica a través de los siglos. Durante la pasada centuria,
enormes brotes de violencia, como las dos guerras mundiales, han sido
momentos álgidos en un registro histórico ya devastador. Es descora-
zonador recordar que, por muy violentos que nos puedan parecer estos
tiempos debido a la cobertura informativa continuada de los conflictos
de ‘baja intensidad’ (término en sí problemático), los terribles conflic-
tos de la Segunda Guerra Mundial produjeron cincuenta millones de
muertes y el desplazamiento de cientos de millones de personas. Aun-
que los campos de la muerte de la Primera Guerra Mundial estuvieron
mucho más delimitados geográficamente y produjeron la mitad de la
carnicería que tan salvaje y despiadadamente se acumularía durante los
años cuarenta, la guerra de trincheras entre 1914 y 1918 marcó, física y
sicológicamente, a casi toda una generación.
Sin embargo, el fin del siglo xx y los principios del siglo xxi consti-
tuyen una época sangrienta. Las insurgencias en Angola y Mozambique,
los regímenes represivos en Guatemala, El Salvador, Sudáfrica y China,
las ‘guerras sucias’ en Sudamérica, las guerras civiles en Camboya y Sri
Lanka, y las luchas étnicas, religiosas y civiles en los Balcanes, Oriente
Medio, sur de Asia y gran parte de África han contribuido a las tristes es-
tadísticas sobre mutilación, muerte, desplazamiento y ruptura social.
El sufrimiento producto de la violencia política incluye una variedad
de traumas: el dolor, la angustia, el temor, la pérdida y la destrucción de
una realidad coherente y con significado. La guerra de ‘baja intensidad’,
por ejemplo, tiene expresamente como fin el control de las poblaciones a
través de la aplicación del terror y la destrucción en comunidades enteras.
La violencia de Estado tiene como propósito controlar a las personas me-
diante el temor y el sufrimiento, un hecho en el que se ha concentrado gran
parte del análisis sociocientífico. Las teorías sociales más sobresalientes
han estado muy influenciadas por una crítica a los abusos de los Estados
autoritarios. Así mismo, durante este período hemos adquirido también

498 Parte V. Genealogías y usos del trauma


una conciencia mayor de la violencia que acompaña a la desorganización
social y a la disolución política. Liberia, Somalia, Bosnia y Ruanda son
ejemplos de las horrendas consecuencias de la violencia cuando no existe
autoridad estatal capaz de mantener el orden y garantizar la seguridad. La
fragilidad del Estado nación y del mundo trasnacional en el que vivimos
hoy permite suponer que la violencia y el terror marcarán cualquier nuevo
orden mundial que pueda suceder al actual.
Durante el acto de infligir la violencia se toman imágenes de ella, de
manera que las fotografías de la mutilación y la destrucción se pueden
usar para aterrorizar y controlar. Daniel Santiago (1990: 293) escribe
acerca de la “estética del terror” en El Salvador:

Los escuadrones de la muerte no sólo matan a las personas[…]; las


decapitan y sus cabezas se colocan en estacas y se usan para poblar el
paisaje[…]; no es suficiente con matar a los niños, sino que se les arras-
tra sobre alambres de púas hasta que la carne se separa de sus huesos
mientras se obliga a sus padres a que miren.

La violación en masa de mujeres cometida por los chetniks serbios en


los pueblos ocupados de los Balcanes, las familias completas quemadas
en Asia del Sur, la mutilación de los cadáveres en Liberia, las “desapa-
riciones” amparadas por el gobierno en Argentina, las acciones terro-
ristas en Oriente Medio, el necklacing2 de aquellos etiquetados como
informantes en los pueblos de Sudáfrica, son todas ellas acciones que
afectan a las poblaciones que las observan directamente o que pueden
hacerlo mediante el conjunto de imágenes simbólicas presentes en la
cultura popular.
Las imágenes de tortura, destrucción y dislocación, y también el
abandono y la orfandad de los niños, son actos calculados para insen-
sibilizar e intimidar a las personas. Es decir, el trauma humano es un

2 (N. de E.) El necklacing (del inglés necklace: collar) es una ejecución sumaria que
se realizaba en Sudáfrica durante el régimen del apartheid. Consistía en colocarle a
la víctima un neumático viejo con gasolina alrededor del cuerpo, el cual se prendía
con fuego.

Violencia, cultura y la política del trauma 499


resultado planeado y deseado3. Su relevancia social se manipula a través
del control de las estructuras culturales creadoras de significado. Por
ejemplo, durante los peores días de la gran hambruna de China entre
1959 y 1961, los periódicos controlados por el Estado informaban acerca
de cosechas espectaculares en el mismo momento en que 30 millones de
personas estaban muriendo de hambre. De esta forma, se impedía que se
realizara una crítica moral al inmenso fracaso de las políticas del Gran
Salto Adelante establecidas por el Partido Comunista chino, pero, a la
vez, el Estado transmitía implacablemente la idea de que podía aprobar
o negar cualquier realidad. Así lo hizo de nuevo después de la masacre
de Tiananmen, cuando los trabajadores disidentes fueron ejecutados
con balas de plata especiales y después se enviaron facturas para que las
familias de los ejecutados pagasen las balas. El mensaje era: “Nosotros
[el gobierno chino] tenemos todo el poder político y también moral”.
Otros regímenes represivos han creado culturas del miedo en la an-
tigua Unión Soviética, Camboya, Sudáfrica, Cuba, Chile y Guatemala.
La creación de la impotencia y la desconfianza a través de las imágenes
de sufrimiento es también una consecuencia traumática (y, en ocasiones,
calculada) de la violencia política. Estas técnicas de violencia tienen
por propósito intimidar a los testigos, suprimir la crítica y prevenir
la resistencia. Intentan propagar la cobardía. Continúan destrozando
cuerpos mucho tiempo después de que la situación política que los
produjo haya cambiado, como en el caso del persistente número de
amputaciones traumáticas producto de los millones de minas personales
que los combatientes enterraron durante la fase activa de las guerras
camboyanas. Estas técnicas de violencia tienen como fin tiranizar a los
ciudadanos mediante el desarrollo de sensibilidades culturales y formas
de interacción social que silencian las historias secretas de la crítica y
esconden las transcripciones ocultas de la resistencia (Scott, 2000). Es
decir, el trauma se usa de manera sistemática para acallar a las personas
mediante el sufrimiento.

3 Véase también sobre los usos políticos de la hambruna la obra de David Keen
(1994).

500 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Cuando aquellos que experimentan la violencia huyen de ella y
encuentran refugio en otro lugar, deben sufrir todavía otra clase de
violación4. Sus memorias de la violación, sus relatos del trauma, se con-
vierten en la moneda con la cual pueden negociar y obtener recursos
materiales o conseguir el nuevo estatus de refugiado político. Cada vez
más, esos complicados relatos, basados en acontecimientos reales, pero
reducidos a una imagen cultural básica de la victimización, se usan
por los profesionales de la salud para reescribir la experiencia social
en términos médicos. La persona que padece la tortura se convierte
primero en una víctima, imagen por excelencia de la inocencia y de la
pasividad que no puede representarse por sí misma, y luego se convierte
en un paciente con el síndrome de estrés postraumático. De hecho, para
recibir incluso la más modesta ayuda pública puede ser necesario pasar
por una transformación en la que aquel que ha experimentado las muy
heterogéneas experiencias de terror político se convierta en una víctima
estereotipada, en un sufridor estandarizado de una enfermedad de manual
médico. Teniendo en cuenta la relevancia política y económica de esas
transformaciones, los que han experimentado la violación pueden desear
e incluso codiciar las consecuencias morales y financieras que entraña
el que te consideren enfermo. Necesitamos preguntarnos qué clase de
transformaciones culturales se experimentan con ello y cuáles serían
las consecuencias de tales transformaciones. ¿Qué es lo que significa
investir a aquellos que han sido traumatizados por la violencia política
de la condición moral de una víctima o un paciente?
Hay una cuestión problemática. Los países del Norte, en su proyecto
encomiable para apoyar la solidaridad en torno a los derechos humanos
y en su oferta de santuario y protección, se apropian de los relatos y
de las imágenes de las violaciones que surgen de la agitación política
y de la opresión en Asia, África, Oriente Medio, América Latina y el
Caribe. No obstante, estos lugares de refugio en América del Norte y en
Europa occidental incluyen sociedades en las cuales la violencia es una
parte crucial de la cultura comercial. El peligro es que los relatos de la
miseria humana que se producen en el extranjero acaben siendo parte de
4 Partes de esta sección se basan en Kleinman & Kleinman (1997: 1-25).

Violencia, cultura y la política del trauma 501


la cultura comercial como ‘infoentretenimiento’ en los noticieros de la
tarde. Las formas espectaculares del trauma foráneo ocultan la miseria
doméstica cotidiana. Esta representación cultural lleva consigo inclu-
so el mensaje condescendiente de que, a pesar de toda la degradación
existente, los habitantes de esos países están ‘por encima’ de esa clase
de abusos asociado con una visión conradiana del lado bárbaro de las
antiguas naciones colonizadas. Es un mito reconfortante que obscurece
el papel de estos países en las principales transformaciones económicas
y políticas que han intensificado la violencia en el Sur. Los relatos de
violencia descontrolada en el llamado Tercer Mundo se usan, por lo
tanto, para domesticar las formas de opresión propias de los llamados
países del Primer Mundo. Las imágenes de los acontecimientos políticos
violentos son las de crisis que ocultan la cotidianidad de la violencia ha-
bitual. Paul Weaver (1994) habla de la validación de las crisis efectuada
por los medios de comunicación como un acuerdo adoptado por los
periodistas, los funcionarios públicos y los grupos con intereses muy
concretos en vender historias.

La medicalización del sufrimiento:


el trastorno de estrés postraumático
Teniendo en cuenta las fuerzas económicas, culturales y políticas que
efectúan presión sobre el sistema de salud de los Estados Unidos, la me-
dicalización de la violencia se puede entender, al menos parcialmente,
como un elemento integral de la intranquilizadora ironía que acabamos
de describir. Para recapitular, la forma en la cual los profesionales que
trabajan en las instituciones para el cuidado de la salud piensan y hablan
acerca del trauma, lo sitúan como una categoría esencial de la existencia
humana, arraigado en la dinámica individual más en que la social y reflejo
más de una patología médica que de experiencias religiosas o morales.
Los psicólogos y los psiquiatras construyen la violencia como un acon-
tecimiento que se puede estudiar fuera de su contexto concreto debido a
sus efectos putativos universales sobre los individuos. Sitúan ese aconte-
cimiento dentro de un modelo de estrés que es, sin duda, simple, como
un malestar que se ocasiona en la persona que sufre un episodio traumá-

502 Parte V. Genealogías y usos del trauma


tico. El trauma colectivo no se menciona. La personificación siempre ha
sido un medio preferido para la representación del trauma causado por
el sufrimiento, como aparece en la Biblia y en los escritos de hoy en día
(Mintz, 1984). El trauma de un grupo se describe mediante los cuerpos
y las palabras de los individuos. Las voces y las expresiones faciales de
las víctimas o pacientes individuales, que pueden retratar de manera tan
vivida el trauma de la persona, no muestran los efectos interpersonales y
comunitarios de la violencia. Estudiemos la personificación profesional
de la violencia política como trastorno de estrés postraumático (tept)
en el sistema de diagnóstico de la Asociación Estadounidense de Psiquia-
tría, contenido en el llamado dsm-iii r, con el fin de ilustrar cómo los
problemas sociales se transforman en problemas de los individuos; cómo
las experiencias colectivas de sufrimiento se convierten en experiencias
personales de sufrimiento, y cómo, por consiguiente, los traumas socia-
les se reconfiguran para que sirvan a los programas de intervención y las
políticas públicas y para las patologías médicas y psicológicas5.

El dsm-iii r declara que la característica esencial del tept


La sintomatología esencial de este trastorno consiste en la aparición de
síntomas característicos después de un acontecimiento psicológicamente
desagradable, que se encuentra fuera del marco normal de la experiencia
habitual (por ejemplo, no debe tratarse de pérdidas de parientes cercanos,
enfermedades crónicas, ruinas económicas o conflictos matrimoniales). El
agente estresante productor de este síndrome es marcadamente angustian-
te para casi todo el mundo y, por lo general, se experimenta con intenso
miedo, terror y sensación de desesperanza. Los síntomas característicos
suponen la reexperimentación del acontecimiento traumático, la evitación
de los estímulos asociados con él, o bien una falta de respuesta general y un
aumento de la activación (arousal) (Asociación Americana de Psiquiatría,
1988: 296-97).

5 Las ideas que se presentan aquí acerca del tept están influenciadas por los escritos
de Allan Young (1990: 65-82). Véase también el capítulo 9, “The New Waves of
Ethnographies in Medical Anthropology” del libro Albert Kleinman (1997: 193-
256).

Violencia, cultura y la política del trauma 503


El dsm enumera los agentes estresantes inductores del trauma y a con-
tinuación describe la variedad de las experiencias traumáticas:

Por lo general, el individuo tiene pensamientos recurrentes e invasores del


acontecimiento, o sueños angustiantes durante los que reexperimenta el
traumatismo. En circunstancias poco frecuentes existen también estados
disociativos, que duran desde pocos segundos hasta diversas horas o incluso
días, durante los que se reviven los componentes del acontecimiento y el
individuo se comporta como si los estuviera experimentando en aquel mis-
mo momento. A menudo existe también un intenso malestar psicológico
cuando el individuo se ve expuesto a acontecimientos que recuerdan algún
aspecto del traumatismo o que lo simbolizan, tales como aniversarios, etc.
[…] (Asociación, 1988: 297).
La descripción del dsm continua con una lista de características adicio-
nales de esa experiencia: evitación persistente de los estímulos asociados
con el trauma; embotamiento o respuesta sensorial disminuida frente al
mundo externo; síntomas persistentes de excitación; síntomas de depresión,
ansiedad, dificultad para concentrarse; inestabilidad emocional; dolores
de cabeza; vértigo, y la mudez o las pesadillas en los niños. Cabe destacar
que el texto oficial señala que “hay estudios que indican que algunos
estados psicopatológicos preexistentes predisponen al desarrollo de este
trastorno” (Asociación, 1988: 299). El diagnóstico diferencial incluye
los desórdenes de ansiedad, depresivos, de ajuste y mentales orgánicos.
La sección del dsm correspondiente finaliza con su presentación tradi-
cional de los criterios de diagnóstico como una elección forzosa entre
síntomas enumerados. Los criterios mínimos incluyen: una de entre las
cuatro formas de revivir persistentemente la experiencia del trauma; tres
de entre los siete tipos de evitación persistente; y tres de los seis síntomas
de un nivel de hipersensibilidad o excitación aguda. Aunque versiones
posteriores del dsm han implementado cambios importantes en el criterio
de diagnóstico, los comentarios que hago a continuación se circunscriben
al dsm iii, como un caso de estudio concreto6.

6 Por ejemplo, los criterios de la redacción profesional del dsm-iv de 1 de marzo de


1993 tienen seis componentes: (1) exposición a un acontecimiento traumático, que
ya no se describe en términos de lo que se presume que es normativo o normal, y

504 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Entre los cientos de estudios que han aplicado estos criterios a po-
blaciones especiales están los informes sobre los altos índices de tept
entre refugiados políticos, víctimas del conflicto étnico, supervivientes
de los desastres naturales e industriales y aquellos que experimentan una
violencia doméstica grave (Desjarlais & ál., 1995). Realizar una crítica
cultural del texto oficial (dsm-iii r) es revelador en varios aspectos.
Primero, el diagnóstico diferencial no menciona la posibilidad de que el
trauma produzca respuestas normales de carácter permanente. Pareciera
que la expectativa es que la respuesta frente al trauma, sin importar cuán
horroroso sea éste, no debería conducir a la persistencia de la rememo-
ración, la evitación o el nivel de activación. La redacción enfatiza que el
acontecimiento traumático queda por fuera del rango de la “experiencia
humana normal”, como el duelo, la enfermedad, las pérdidas en los ne-
gocios o el conflicto matrimonial. Pero si se observa la experiencia sin
duda común, incluso cotidiana, del trauma político en muchas partes del
mundo, la idea de qué es lo usual parece ser sospechosamente etnocén-
trica e incluso provincial en el sentido de pertenecer a la clase media y al
mundo occidental habitual. De hecho, el propio texto dice que “el estrés
[…] debería ser manifiestamente inquietante para casi cualquiera”. Pero
lo que es un agente estresante ordinario en las condiciones que pueden
producirse en Bosnia, Haití, Colombia o incluso en el centro sur de Los
Ángeles, puede parecer extraordinariamente inusual en Cambridge o en
el noreste de Manhattan. Nadie duda de que la violencia política pueda
tener efectos fisiológicos, psicológicos y sociales devastadores, pero ¿por
qué llamar a estos efectos, incluso a los peores de ellos que se experimentan
sólo por una minoría de sufrientes, una enfermedad?

que implica “una muerte o riesgo de lesión reales o la amenaza de sufrirlos”, que
despierta un “temor intenso, impotencia u horror”; 2) revivir persistente del acon-
tecimiento traumático; 3) “la evitación persistente de los estímulos asociados con
el trauma y el adormecimiento de las respuestas generales”; (4) sensibilidad aguda;
(5) los síntomas deben durar por más de un mes; (6) el requisito de que exista una
ansiedad importante, una incapacidad social u ocupacional, u otras incapacidades
notorias en el funcionamiento. Aunque este borrador abreviado elimina algunas de
las presunciones culturales y políticas que caracterizan la versión anterior, la mayoría
de las críticas siguen siendo pertinentes.

Violencia, cultura y la política del trauma 505


De la misma manera en que los veteranos de la guerra de Vietnam
nos dicen padecer serios efectos producto del tept, el diagnóstico se
podría ver como una forma de redefinir los efectos del combate que
anteriormente se denominaban “shock del obús”, “fatiga de batalla” o
cualquier otro término similar. Como Samuel Andrew Stouffer (1949) y
sus colegas mostraron en su investigación sobre soldados estadounidenses
que participaron en la Segunda Guerra Mundial, cuanto más tiempo
un soldado —cualquier soldado— estuviera en combate activo, más
probable era que acabara sufriendo esos efectos traumáticos. Después
de seis meses de combate activo sin relevo, la mayoría de los soldados
de una unidad experimentaban síntomas de esa clase, que los incapa-
citaban para la operación. Como sugiere John Keegan (1976), estos
síntomas son probablemente normativos para los soldados, al menos
desde la batalla de Waterloo, a partir de la cual existen relatos diarios
sobre los efectos de la guerra. Si esto es una enfermedad, entonces es de
una clase que tiene efectos preventivos —en el caso concreto, permitir
ser relevados en los campos de muerte— y orígenes directos en el terror
“normal” de la batalla.
En segundo lugar, se pone un fuerte énfasis en los efectos ‘psicológicos’
de los traumas: “un acontecimiento psicológicamente inquietante” que
se “experimenta habitualmente con un miedo intenso, terror e impoten-
cia”. Como con el resto del dsm, el centro de la experiencia se supone
que es la mente del individuo. Los criterios para el tept no incluyen
los de un nivel de hipersensibilidad fisiológica y excitación aguda, sino
que el énfasis en el texto parece recaer principalmente en las respuestas
emocionales. El problema que tiene localizar el malestar en la mente
del individuo es que esa clase de cartografía tiende a pasar por alto el
hecho de que las causas, el núcleo de la experiencia y las consecuencias
de la violencia colectiva son predominantemente sociales. La violencia
política devasta familias y comunidades y destruye las rutinas de la vida
cotidiana; la fisiología del trauma es, en un mismo grado, el resultado de
un trauma social y un ente en sí mismo. La experiencia del sufrimiento
es interpersonal e involucra la pérdida de relaciones, la ruptura brutal
de vínculos íntimos, el temor colectivo y una agresión a la lealtad y al
respeto dentro de la familia y con los amigos.

506 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Un tercer punto que merece la pena señalar es que los criterios para el
diagnóstico del tept destacan repetidamente la persistencia de los sínto-
mas. La idea consiste en que la experiencia es patológica porque persiste.
La consecuencia es que una respuesta normal frente al trauma no debe
implicar la continuación en el tiempo de las lamentaciones. Esa es una
forma de manejo del trauma muy similar a la que se usa en el duelo. El
duelo sin complicaciones extraordinarias termina, según mantenían los
psiquiatras en el pasado, por lo general, a los seis meses de su aparición
y casi siempre no más de un año después. El duelo que dura más de trece
meses se considera como uno prolongado, incluso patológico. En los
criterios contenidos en el borrador del dsm-iv, la tristeza de la persona
en duelo, la inquietud, la culpa, la dificultad para concentrarse y dormir,
y los pensamientos acerca de la muerte se pueden diagnosticar como un
episodio depresivo grave cuando duran más de dos meses. Se espera que la
persona en duelo pueda continuar con su vida: volver a trabajar, tener otra
relación amorosa. Sin embargo, en gran parte del mundo, la fidelidad para
con los muertos dura más de dos o trece meses, dura incluso toda la vida7.
La idea en el dsm es que el sufrimiento no se puede ni se debe padecer. Se
debe hacer lo posible para que termine. Es parte esencial de la ideología
estadounidense: no hay nada que se deba padecer. Incluso los recuerdos
se pueden “superar”. Están tristemente equivocados. La mayoría de las
personas en todo el mundo, y en los Estados Unidos, deben soportar con
frecuencia lo que muchas veces es insoportable. Ni siquiera la clase media
puede escapar a ciertas formas de sufrimiento. Y las principales memorias
del trauma, individuales y colectivas, no se deben eliminar, sino que hay
que trabajarlas, e incluso conmemorarlas. De hecho, la conmemoración
del trauma colectivo es uno de los medios por los cuales las sociedades
recuerdan (Connerton, 1989).
No es sorprendente entonces que los autores de este influyente texto
tengan muy poco que decir, casi nada realmente, acerca del sufrimiento
humano. Sin embargo, los ejemplos que se dan (desastres naturales,
a­ccidentes, combates, violaciones, tortura, campos de la muerte) son exac-

7 Véase la descripción de Nadia Seremetaki (1991) del duelo en Grecia en donde,


como en muchas otras sociedades, se supone que debe durar largo tiempo.

Violencia, cultura y la política del trauma 507


tamente los que la mayoría de nosotros pensaría que son, por excelencia,
de sufrimiento. John Bowker (1970), quien escribe acerca de cómo las
principales religiones en el mundo se ocupan de los problemas del sufri-
miento humano, muestra algunos de esos mismos problemas, pero desde
un punto de vista totalmente diferente. En el cristianismo, el judaísmo,
el islam, el hinduismo y el budismo la experiencia de la miseria humana
proveniente de la enfermedad, los desastres naturales, los accidentes, la
muerte violenta y la atrocidad se considera como una condición definitoria
de la trayectoria existencial de las personas. La experiencia brutal de la
violencia, que se expresa en el combate, la tortura y la violación entre otros
actos, está bastante generalizada en nuestro planeta, en nuestro tiempo,
si pensamos en los más de cien conflictos armados en las sociedades del
Norte y del Sur y en la represión violenta como política estatal de control
de la población en muchas naciones. Si a eso le añadimos los desastres
naturales y las lesiones causadas por accidentes de tráfico y de otro tipo,
se podría defender que la mayoría del mundo habita en entornos en los
cuales esos acontecimientos son normales, e incluso parte de la rutina de
las personas. Es evidente que los autores del dsm tienen en mente un con-
junto muy diferente de experiencias normativas sociales. Tal vez se piense
que el sufrimiento en América del Norte ha dejado de ser normativo o
incluso normal, como parecería.

Y esa tal vez sea una de nuestras principales quejas acerca del tept: que
medicaliza, como condiciones psiquiátricas, los problemas que, en otros
lugares y durante gran parte de la historia humana, se han considerado
como religiosos o sociales. En conjunto, la ideología subyacente al con-
cepto de tept reproduce una ontología muy específica de la persona: la
de clase media alta en los Estados Unidos. Como ha observado el filósofo
moral y político Charles Taylor (1990: 45-63), la noción de que los seres
humanos se encuentran radicalmente separados de sus entornos sociales,
se definen por una profundidad rica e “interior de emociones”, y procuran
el cambio y la oportunidad de reconstruirse como individuo es bastante
reciente en Occidente. La noción común de que nos habita una subjeti-
vidad profunda interna informa el discurso del tept. La situación nos la
aclara Michel Foucault: una serie de afirmaciones, como las contenidas

508 Parte V. Genealogías y usos del trauma


en el dsm, crean en cierto sentido una realidad o “visibilidad” (Deleuze,
1988) que tiene como efecto crear una forma de ser que “puede y debe
pensarse” (Foucault, 1985). Sin embargo, como antropólogos, tenemos
que defender que hay otras formas de pensar acerca del trauma8.
La construcción social de la miseria humana como tept es sólo el últi-
mo de los ejemplos de lo que Max Weber (Wrong, 1976) tenía en mente
cuando explicó la aplicación creciente de la racionalidad técnica de las
instituciones burocráticas a las esferas de la vida que antes se administraban
a través de los lenguajes religiosos y morales de la experiencia cotidiana.
Es una colonización del mundo de la vida por el discurso profesional. Los
profesionales puede que no pretendan (y probablemente no lo hacen)
aumentar explícitamente su poder profesional y la división del trabajo
del Estado burocrático. De hecho, muchas veces tienen una imagen de sí
mismos como personas que se resisten a los intereses del control social.
No obstante, en Estados Unidos, donde varios miles de trabajadores so-
ciales bienintencionados, de psicólogos y de psiquiatras compiten por un
número limitado de pacientes, el tept se puede ver, sin duda, como una
forma de medicalización que se ve influenciada, al menos en parte, por
los intereses de profesiones muy presionadas por factores económicos que
intentan aumentar el número de trabajos disponibles y sus ingresos en una
época en la que los servicios de salud pública cada vez cuentan con menos
recursos. No se puede transferir el costo a terceras partes por la ayuda que
se presta a aquellos que han experimentado un trauma político. Pero se
puede obligar a los contribuyentes a pagar un trastorno depresivo grave,
cualquiera de los trastornos de ansiedad o el tept. Cualquier problema
psicológico concebible se encuentra contemplado en las listas del dsm
como enfermedad, precisamente porque cuando un profesional trata
una enfermedad tiene derecho a recibir una remuneración, lo cual no
ocurre cuando se atiende la angustia de otros. Por consiguiente, existe
una economía política en torno al uso del concepto de enfermedad (Kirk
& Kutchins, 1992). Espero que no se malentienda lo que quiero decir
con todo esto. No negamos que aquellos que están traumatizados sufran
de forma genuina o que los profesionales de la salud mental no estén
8 Véase Ortega (2008c). También, Veena Das (1992: 139-170).

Violencia, cultura y la política del trauma 509


trabajando de manera competente y compasiva para ayudarles. Tratar a
las personas que padecen de tept puede mejorar los síntomas y limitar
la angustia. No lo negamos ni disminuimos su importancia. No obstante,
les estamos pidiendo a los profesionales dedicados al cuidado de la salud
mental, a los pacientes y a las personas comunes que presten una mayor
atención a las implicaciones culturales, políticas y económicas del tept.
Esas implicaciones, ¿qué limitaciones imponen (o deberían imponer) a
la práctica clínica?

La violencia y el entorno local de la experiencia social


Sin embargo, lo anterior no es la única motivación, y ni siquiera la princi-
pal, de nuestra crítica a la forma en la cual la violencia política se convierte
en un problema de salud. Más bien, lo que queremos defender es que la
medicalización del trauma político violenta la experiencia de ese trauma.
Como resultado, las enunciaciones puramente médicas distorsionan y
descuidan las experiencias sociales que viven aquellos que sufren. En esas
experiencias hay que incluir procesos morales, religiosos y sociales que
contribuyen a los efectos humanos más nefastos de la violencia. Recurrir
a la ‘experiencia’ es, evidentemente, utilizar también un discurso, pero
con ello se presta una atención más detallada a las complejidades locales
que configuran cualquier forma de sufrimiento, además de permitir una
reflexión más profunda. En términos simples, la medicalización de la
violencia política elimina el contexto humano del trauma como eje prin-
cipal de estudio para comprender la violencia. Trata a la persona como un
paciente, como el huésped del proceso de una enfermedad universal, como
víctima de una patología interna. Muchas de las personas que experimentan
la violencia política son víctimas de un daño intencional y sistemático que
tiene su origen no en cuestiones patológicas sino en aquellas relativas al
poder. Pueden desarrollar un síndrome postraumático. Eso quiere decir
que ¿han contraído una enfermedad?, ¿que están experimentando una
reacción psicobiológica muy angustiante, pero normal? Este modelo de
la enfermedad tiende a suprimir la agencia humana. Sin embargo, dicha
agencia está presente aun cuando debe enfrentarse a la gigantesca maqui-
naria del poder estatal (Levi, 1988). Algunos contribuyen a los problemas

510 Parte V. Genealogías y usos del trauma


que padecen como consecuencia de la dinámica de su mundo local. Una
base más sólida de análisis es comprender cómo el mundo local media
entre las fuerzas políticas más generales y las respuestas de los individuos.
Consideremos un ejemplo típico:
El 4 de julio de 1991, la señora Fang, una mujer residente en un pueblo
rural de una provincia del interior de la República Popular de China,
viajó varios cientos de kilómetros para someterse a una serie de evalua-
ciones médicas en un centro especializado de una gran ciudad, donde
fue entrevistada por Arthur y Joan Kleinman. La señora Fang, que se
quejaba de dolores de cabeza, mareos, síntomas visuales, embotamiento
y un dolor general en el cuerpo, síntomas que la habían incapacitado
durante dos años, contó una historia —un relato de opresión política
en China que resulta muy familiar— que la había preocupado durante
muchos meses, tal vez obsesionado. En 1989, cuando estaba embarazada
del que hubiera sido su segundo hijo, se le obligó a abortar durante el
tercer trimestre de gestación. Era su tercer aborto desde 1986. El líder
de su unidad de trabajo le había obligado a que abortara en cada uno
de las tres ocasiones. Sufría desde 1989 y estaba en un estado de ira
continúo y persistente. Era abiertamente crítica de los abortos forzosos
y de la aquiescencia de los burócratas locales hacia esa política opresiva.
Los doctores en el centro médico la habían escuchado, pero al final le
habían diagnosticado un problema persistente de personalidad y un
síndrome temporal relacionado con el estrés, y le habían prescrito varios
medicamentos.
Esa historia, contada de esa forma, podría aparecer fácilmente en un
periódico estadounidense. Ilustraría el trauma de la opresión política
rutinaria en un país autoritario comunista, cuya política de un hijo por
familia se ha convertido en una fuente de críticas para los defensores de
los derechos humanos. En tiempos recientes, el tema también ha sido
destacado por los medios de comunicación por ser una de las razones
habituales que dan las personas que huyen de China y buscan el estatus
de refugiado en los Estados Unidos tras entrar al país ilegalmente. Esa
es la manera en la cual nos apropiamos habitualmente de las historias
como las de la señora Fang. La condición relacionada con el estrés se

Violencia, cultura y la política del trauma 511


ve como el efecto traumático de alguna forma de violencia política: la
inscripción en el cuerpo femenino de la memoria social producto del
control del Estado.
Sin embargo, se puede decir mucho más de la historia que cuentan
la señora Fang y el grupo de gente que la acompañó en su largo viaje a
la búsqueda de ayuda médica. Para comprender esa narrativa, debemos
colocarnos en su mundo: una fábrica de una ciudad rural no muy grande
que se encuentra en una región pobre y remota. La fábrica había recibido
repetidas críticas de la autoridad de control de la población local por no
haber sido capaz de hacer cumplir la política del hijo único. La señora
Fang creía que debido a la campaña oficial de censura dirigida contra la
comunidad local, los líderes de su unidad de trabajo, que por lo demás le
simpatizaban y a quienes consideraba como razonablemente tolerantes y
empáticos, no aceptaron su embarazo. (De hecho, en los dos embarazos
anteriores se le había pedido que abortara al inicio de la gestación). Pero
precisamente porque ella y su marido tenían una buena relación con
los jefes y porque consideraban que los dirigentes tendían a la empatía,
pensó que, una vez que hubiera nacido el niño, los dirigentes no tendrían
más remedio que aceptar la realidad de que iba a haber un segundo hijo
en su familia. Por ello, ocultó su embarazo. Además, lo hizo a pesar de
que sus amigos y colegas, quienes también querían tener más de un hijo,
habían acordado como colectivo evitar los embarazos por un tiempo
limitado, mientras que la unidad de trabajo intentaba eludir la atención
preferente de la crítica oficial. Los trabajadores y los dirigentes estaban
de acuerdo en que, trascurrido un tiempo, la intensidad de la campaña
política cedería, como había ocurrido muchas otras veces en el pasado,
y entonces sería posible negociar en secreto nacimientos adicionales.
Cuando la gestación de la señora Fang estaba tan avanzada que no
se podía ocultar, le reveló su condición a la unidad de trabajo, y todos,
trabajadores y líderes, se enfadaron vehementemente. Le acusaron de
ser egoísta y aventurera. También se le acusó de romper la unidad social
y, por ello, de amenazar a toda la comunidad, incluyendo a aquellas
mujeres que no habían quedado embarazadas ni una sola vez. Cuando
de manera osada les respondió que por desgracia todas las acusaciones

512 Parte V. Genealogías y usos del trauma


eran ciertas, pero irrelevantes, porque pronto daría a luz a un niño, su
unidad se enfureció hasta lo increíble. Tanto los cuadros dirigentes como
los trabajadores le dijeron que su comportamiento era inaceptable. ¿Por
qué habrían de darle un permiso especial, le inquirieron, sobre todo
cuando ella había traicionado la estrategia social que intentaba ayudar
a todas las mujeres de la unidad y cuando les había mentido a todos sin
cesar? El sentimiento general contra ella era muy fuerte. La respuesta de
la Señora Fang fue como añadirle gasolina al fuego. Admitió todas las
acusaciones, pero mientras “sonreía” a sus “camaradas” —y así contaba
ella la historia—, y los líderes frente a ella negaban con movimientos
de cabeza la osadía de su acto; la señora Fang les dijo que tendrían que
aceptar el hecho, les gustara o no, puesto que ahora no había más remedio
que admitir el resultado.
Los miembros de su unidad de trabajo estaban indignados. Además,
cuando los dirigentes encargados del control de población se enteraron
de su embarazo, los líderes de su unidad tuvieron que enfrentar una
crisis que estaba más allá de los límites de lo que podían controlar. Las
consecuencias dramáticas de todo ello constituyen un relato que se debe
contar completo en otro lugar, pero entre ellas estuvieron una petición
colectiva para que la señora Fang abortase, un intento de suicidio de su
marido motivado por la acusación de que era demasiado débil para pro-
teger a su esposa y al feto, un comportamiento suicida de la señora Fang
(que sus compañeros de trabajo consideraron manipulador e insincero),
el aborto forzoso, el duelo. Después vinieron las acusaciones recíprocas
entre los trabajadores y la señora Fang, con peticiones de indemnización
económica, varios fracasos para encontrar una solución de compromiso y
el desarrollo de la enfermedad de la señora Fang, que al principio se había
aceptado de manera reticente, pero que después de dos años de ayuda
médica había causado que se usara una gran cantidad de los fondos del
seguro médico de la unidad, todo lo cual estaba volviendo a recrudecer
las acusaciones y el conflicto.
Lo que se quiere con todo lo anterior es mostrar que para comprender
el sufrimiento de la señora Fang se debe entrar en su mundo y prestar
atención a la compleja disposición de discursos, sensibilidades e inte-

Violencia, cultura y la política del trauma 513


reses en competencia. Ese mundo no es recipiente pasivo del vector de
fuerzas macrosociales, como pueda ser la política nacional de un único
hijo por familia, como tampoco lo es la señora Fang. Al contrario, el
mundo local es un mediador del efecto que tiene la presión política
en las personas. En las interacciones entre los participantes con roles
sociales que constituyen ese mundo, la dinámica entre víctimas y victi-
marios hacen aflorar lo que está en juego en ese nivel local. Hay agencia
social e individual. Los detalles biográficos de la vida de la señora Fang
y la descripción de su entorno nos ayudan a comprender la naturaleza
del trauma político que ella sufrió, mientras que el diagnóstico de una
condición psicosomática producto del estrés no lo hace. No obstante,
ese diagnóstico tendrá consecuencias directas en el proceso social de
sufrimiento. Crea una experiencia interpersonal en la que la señora Fang
es una parte fundamental (aunque no la única).9
El sufrimiento es interpersonal. El trauma político es más que una
condición médica y es diferente de tal condición, aunque tenga efectos
fisiológicos. El proceso político es tan esencial en la apropiación de las
imágenes del sufrimiento como en la experiencia del sufrimiento. La
propia experiencia es característicamente cultural, y se elabora en formas
que difieren de su desarrollo en otras sociedades. Esa es la lección del
caso de la señora Fang.
El trauma de la señora Fang es persistente y ella lo revive continua-
mente a través de sus lamentos de incapacidad, asociados al trauma, y
también de otras formas que permitirían diagnosticar un tept, si éste
se considerara en China, cosa que no ocurre. Pero, en nuestra opinión,
el tept sería un diagnóstico equivocado en este caso por varias razones.
La señora Fang no es una sufridora pasiva de estrés traumático. No hay
tampoco un único relato acerca del trauma en su caso. Cada participante
situado nos cuenta una historia diferente y a veces en conflicto entre sí.
Los síntomas persistentes de la señora Fang son, en parte, el producto

9 Para un estudio acerca de cómo el más común de los diagnósticos que se le aplica
a pacientes como la señora Fang en China ––es decir, la neurastenia–– configura
la experiencia de la ansiedad y, por lo tanto, se convierte en parte de la experiencia
social de los síntomas generados políticamente, véase Arthur Kleinman (1986).

514 Parte V. Genealogías y usos del trauma


de las acciones insistentes de la propia afectada. El trauma en sí es social
en sus consecuencias y la señora Fang contribuyó a que se produjera. ¿Su
caso es patológico? Si es así, ¿su patología es la consecuencia o la causa
del trauma? ¿Y qué tipo de patología es? (tept no es la única etiqueta
potencialmente problemática que se podría aplicar a la experiencia de
la señora Fang. La resistencia a la autoridad política sería igual de pro-
blemática. También lo sería el imaginario de la victimización ingenua.
Y mientras que los psicoterapeutas podrían pensar que están frente a un
trastorno de la personalidad, ¿esa etiqueta equívoca soluciona o empeora
el problema?) ¿Cómo deberíamos entonces abordar el problema de las
consecuencias traumáticas de la violencia política?10

Hacía una etnografía de la violencia política


Desde nuestra perspectiva, las estadísticas epidemiológicas, las encuestas
comparativas psicométricas y las discusiones entre expertos y altos fun-
cionarios sobre la violencia política como un asunto de salud pública o
condición clínica proporcionan una base inadecuada para comprender sus
fuentes, formas y consecuencias. Desde la óptica etnográfica, la violencia

10 Un error adicional en el análisis del aborto forzado como parte de la familia de hijo
único en China aparece cuando examinamos las consecuencias generales de tal
política, que han ayudado a reducir de manera importante la tasa de fertilidad allí,
del 2,5% en 1988 a 1,9% en 1992. Por lo tanto, donde antes las políticas habían
fracasado, las prácticas que han pisoteado los derechos humanos han tenido éxito
en controlar el incremento de la inmensa población. El crecimiento sin control
había amenazado con agotar los suministros alimenticios de China y la posibilidad
de elevar el nivel económico de la mayoría de los trabajadores y campesinos; véase
Kristoff, (1993, September 7). La respuesta de los críticos occidentales al abuso de los
derechos humanos en China cometidos en el control de la población ha sido acusar
a ese país, sin entender el resentimiento de los chinos por lo que ellos veían como
una imposición de los estándares occidentales, con el fin de criticar injustamente
a China y colocar su desarrollo otra vez bajo control de Occidente. Acusaciones
y contraacusaciones van de un lado a otro sin prestar atención a la controversia
político-moral de origen histórico, que es el horizonte de interpretación con el
que se le puede dar sentido a los usos y abusos de los casos locales como el de la
señora Fang. Es decir, es esencial para el énfasis etnográfico de los mundos locales
un marco interpretativo amplio que permita considerar en el análisis las fuerzas de
gran escala.

Violencia, cultura y la política del trauma 515


política se sitúa en el espacio social nativo: un hogar, una calle, un
parque. Estos son los contextos del conflicto étnico y de los disturbios
religiosos en Sri Lanka y la India donde, como observa Stanley Tambiah
(1993: 589), la policía puede decidir no intervenir en una comunidad
y eludir allí sus responsabilidades con respecto a la protección del
público, mientras que en una comunidad distinta pueden ser duros
contra los agresores. Estos son contextos donde las multitudes, como
muestra Veena Das en relación con los conflictos religiosos en la India,
no pierden el control de manera espontánea, sino que se les moviliza,
se les proporcionan armas y se ven incitadas a la violencia por activistas
políticos y matones que quieren “darle una lección” a grupos de personas
concretas; son contextos donde los vecinos de una manzana matan a
los de las otra, mientras que los de la otra, que tienen un pasado con
intereses y relaciones diferente, se protegen entre sí 11.
La descripción de la dinámica de la violencia política en contextos
diferenciados de vida aclara cómo las fuerzas a gran escala alteran las
relaciones interpersonales. Ciertas categorías de personas y ciertos
individuos se exponen a grandes riesgos, mientras que los mundos
locales protegen o incluso fortalecen la posición de otros. El mundo
provinciano es el entorno en el cual la violencia termina incorpo-
rándose en redes de relaciones que o bien intensifican sus efectos, o
bien los atenúan. Esas redes tienen una genealogía, una configuración
concreta de acontecimientos e historias. La violencia por la violencia
es una categoría difícil de comprender, mientras que los contextos e
historias particulares de la violencia se pueden estudiar y comparar. En
lugar de concentrar nuestros análisis en las reacciones psicológicas de
las víctimas, o en los aspectos putativos “esenciales”, “inherentes” a la
violencia como fenómeno, haríamos mucho mejor en prestar atención
a la violencia política y a sus consecuencias como procesos que están
motivados por las especificidades e inadecuaciones superpuestas de
las fuerzas sociales y políticas. Concentrarse en los mundos locales nos
permite examinar los procesos sociales que subrayan la identificación,
la implementación y las respuestas frente a las acciones violentas. De
11 Véase la sección Localidades en crisis en Ortega (2008c: 71-191)

516 Parte V. Genealogías y usos del trauma


esta forma, tales acciones dentro de las comunidades e incluso en los
vecindarios, y los discursos sobre las mismas en ámbitos niveles nacio-
nales e internacionales se configuran recíprocamente.
En la perspectiva etnográfica, quienes experimentan las consecuen-
cias traumáticas de la violencia política se estudian de una manera más
efectiva como una categoría muy heterogénea de sufrientes sociales
y no tanto como pacientes o víctimas. De ellos no se necesita hacer
un relato romántico ni someterlos a un análisis deconstructivo. No
debería haber ningún inconveniente para reconocer que quienes han
experimentado la violencia tienen respuestas fisiológicas y también
psicológicas frente a ella. Esas reacciones se pueden estudiar colectiva
e individualmente. Dichas respuestas nos dicen tanto acerca de la ca-
lidad moral de nuestros mundos interpersonales como sobre nuestros
mundos interiores. Los mundos morales-somáticos son inseparables de
la experiencia del trauma. Éste vincula inextricablemente los procesos
sociales y psicobiológicos que animan la experiencia humana. Conce-
bida así, la experiencia se puede deshumanizar con facilidad por las
perspectivas de las ciencias sociales que únicamente prestan atención
a la parte social de esa dialéctica —y de hecho así ocurre—, pero tam-
bién puede serlo por las ciencias de la salud cuando sólo se permiten
explicaciones biológicas.
Aquellos que sufren el trauma social pueden participar también
de forma activa en la victimización (en la suya y en la de los otros). Se
entiende bien que las instituciones que prestan servicios de salud, en la
medida en que deben proporcionar un tratamiento rápido y efectivo,
piensen más quienes sufren como pacientes. Sin embargo, surge un
problema cuando la medicalización del malestar traspasa las salas de
los hospitales y se convierte en parte del discurso público usual sobre
la violencia y sus consecuencias. La idea de ‘víctima’ es también proble-
mática y muestra que la medicalización no es el único discurso sobre
la violencia que crea dificultades. Los códigos culturales de nuestra
época se apropian del imaginario de la victimización y lo usan para una
variedad de fines políticos. El concepto de ‘víctima’ es una categoría
muy politizada que incluso adquiere el valor de mercancía.

Violencia, cultura y la política del trauma 517


Ser víctima significa estar autorizado para cobrar una indemnización.
En la cultura comercial también escuchamos las voces de las víctimas
y los usos morales que proyectan. Se supone que debemos sentirnos
moralmente mejores, incluso superiores, después de oír sus gritos y de
ver su angustia. Nosotros, a su vez, nos apropiamos en ocasiones de su
miseria para legitimar nuestras propias críticas y reivindicaciones. La
dinámica cultural que genera el ser testigo de un acontecimiento ha
terminado siendo éticamente turbia: ¡convertirnos en testigos de algo
eleva la audiencia de los programas de televisión! Las víctimas se han
transformado en capital cultural. Su indignación está instrumentalizada
por los intereses comerciales y, por ello, la indiferencia y la complicidad
anulan las respuestas morales, lo cual probablemente constituye una de
las comercializaciones más inaceptables de la experiencia humana12.
El énfasis en el contexto macrocultural de la violencia debería garan-
tizarnos que las complejas ironías de la atrocidad y de la opresión ruti-
naria se pueden examinar sin negarle nada de su valor a las experiencias
humanas en torno al trauma. La etnografía de la violencia política, a
pesar de toda su ironía ética, sigue siendo, en el mejor de los casos, un
compromiso que puede describir un lugar nativo en el cual la violencia
es característicamente humana. El trauma político está inseparablemen-
te unido a los procesos morales-somáticos que incorporan la memoria
social al cuerpo y ello proyecta la individualidad de las personas en el
espacio social. Por consiguiente, contexto y evento, proceso y persona,
son inseparables. Ese espacio de la experiencia social donde la violencia
es una manera de vivir (en la terminología de Wittgenstein, una forma
de vida) necesita convertirse en el centro de la investigación, si se quiere
hacer progresar la etnografía para que pueda comprender los procesos
mediante los cuales se renueva la violencia.
La mirada etnográfica debe también prestar atención a la apropiación
de las imágenes de la violencia. Esas imágenes son fuentes poderosas de
motivación para las represalias, la venganza y los ciclos recurrentes de

12 Sobre este aspecto, se han escrito importantes cosas por Pierre Bourdieu (1999), y
por su antiguo estudiante Luc Boltanski en su valioso volumen (1993).

518 Parte V. Genealogías y usos del trauma


agresión. Son también medios potenciales para prevenir localmente la
violencia. Aquí las denominaciones que se aplican al proceso, al igual
que a los participantes y a los resultados de las acciones, contienen en sí
tecnologías y racionalidades completas de las cuales la medicalización
es sólo un ejemplo (aunque importante). La apropiación profesional
de la violencia presente en las narrativas y las imágenes del terror se
extiende a las distintas construcciones intelectuales académicas, y hoy
no es permisible que alguna de ellas se presente como ‘objetiva’ y sin
intereses propios en el estudio.
La objetivación de la violencia política como un ‘problema’ para la
seguridad nacional e internacional, como una ‘crisis’ social o como una
‘epidemia’ de salud pública o de salud mental es también adecuada para
el objeto de la etnografía, que en este caso puede centrar su estudio en las
formas de apropiación de la violencia (y de aquellos que se apropian de
ella). Como se crea un problema público concreto a partir de la compleja
incertidumbre de la vida cotidiana, es un relato que atañe a la formación
de la cultura, a la producción o aparición de patrones culturales a partir de
los procesos diarios de interacción social y de experiencia interpersonal
que incorporan diferencias de clase, étnicas, de bandos y de género. El
relato de cómo nuestros mundos locales u otros más amplios llegaron
a ser lo que son es el de aquellos que poseen la autoridad para legitimar
ciertas narrativas mientras silencian otras. El problema de la violencia
y de sus efectos traumáticos se debe configurar dentro de este contexto
más general si queremos identificar los principales lugares en los que se
puede intervenir (compárese con Gusfield, 1981).
Nuestro argumento no es que las formulaciones del trauma de ca-
rácter clínico, producidas dentro de las instituciones de salud pública
sobre el trauma, no tengan usos adecuados. Los tienen. Ni tampoco
pensamos que ser testigos de la miseria y actuar para ayudar a quienes
sufren sean cosas que se hagan de mala fe. No es así. Lo que buscamos
lograr es situar los marcos de los problemas clínicos, de salud pública y
de política social dentro del discurso más amplio de la violencia, como
problema cultural, y que puedan participar en él, además, los analistas,
los expertos y los observadores. Todos deberíamos, y de hecho debemos,

Violencia, cultura y la política del trauma 519


reaccionar frente al trauma como una forma de sufrimiento social. Sin
embargo, todos debemos ser conscientes también de la manera en que
nuestro lenguaje, acciones y capacidades profesionales están implicadas
en fuerzas políticas y culturales que contribuyen al problema que busca-
mos solucionar. Tan poderosas son las tecnologías y las racionalidades
técnicas que las acompañan, y que usamos para diagnosticar, tratar y
evaluar los problemas de salud mental, que debemos asegurarnos de
que los que sufren la violencia no se ven expuestos a intervenciones po-
tencialmente invasivas o innecesarias. El primer objetivo de un análisis
cultural debería ser evaluar cómo los marcos dominantes en las políticas
públicas contribuyen a dificultar y reducir las posibilidades de reparación,
lo cual en gran medida es una cuestión de cómo esos mismos marcos
se incorporan a los procesos económicos, culturales y políticos mucho
más amplios que constituyen nuestro mundo.
Cuando un diagnóstico de tept puede contribuir a que se destine
el cuidado humano y efectivo hacia las personas que tienen verdaderas
necesidades, debería recurrirse a él. Cuando puede ser una guía para
los programas preventivos, también merece la pena intentar usarlo.
Pero deberíamos tener presente que cualquier formulación del ‘trauma’
produce una realidad sociopolítica específica y limitada. Teniendo en
cuenta el equilibrio inestable entre terapia y violencia, el diagnóstico del
tept se debería evitar siempre que resulte irrelevante o constituya una
carga. El mismo enfoque reflexivo se debería extender a las preocupa-
ciones en torno a la manera en que aquellos que han sufrido la violencia
política son etiquetados en algunas ocasiones como ‘víctimas’, lo cual
es una sobre simplificación. La categoría puede ser válida para muchas
personas, tal vez para la mayoría, pero no para todas. Es más, necesita
comprenderse como una categoría activa de agencia social dentro de un
proceso moral y político13.

13 Desde que se escribió este capítulo, el terrible destino humano de los refugiados
hutu en el Zaire, algunos de los cuales han perpetrado violencia etnocida contra sus
vecinos tutsi, y que huían del nuevo gobierno dominado por estos últimos, forzó a
las organizaciones internacionales de ayuda y a la prensa a empezar a ocuparse de
las complejidades morales y políticas del trauma.

520 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Genealogía de un error categórico: una historia
intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural1

Wulf Kanstainer

L a construcción diferida del Holocausto como acontecimiento cru-


cial del siglo xx está ligada de manera inextricable a la progresiva
popularidad del trauma como una de las categorías interpretativas de
la política y la cultura contemporáneas. En un esfuerzo que sorprende
por su multidisciplinariedad, los expertos de muchas de las profesiones
y disciplinas académicas han estudiado los efectos a largo plazo de la
guerra y el genocidio, que tan importante papel tuvieron en la historia
del siglo mencionado.
En el desarrollo de esos esfuerzos, representantes de diferentes tradi-
ciones intelectuales y epistemológicas, que rara vez están de acuerdo sobre
cuál es el estatus de la realidad y la ciencia, han terminado adoptando el
concepto de trauma como una señal de nuestros tiempos. Pero, a pesar
de las muchas buenas intenciones que confluyen en el reconocimiento
diferido de las terribles consecuencias que han tenido las catástrofes
causadas por hombres, el progreso de la idea de trauma hasta su posición
como paradigma dominante en la investigación y como metáfora cultural
popular ha tenido también algunos efectos colaterales desafortunados.
A medida que cada vez más proponentes de la investigación sobre el

1 Traducción de Carlos F. Morales de Setién Ravina y Juny Montoya Vargas.

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 521
trauma abandonan poco a poco la preocupación acerca de la dinámica
psicológica concreta que originó acontecimientos como la Solución
Final o la Guerra de Vietnam, y convierten con ello el trauma en un
instrumento conceptual de uso general, tienden a eliminar la propia
precisión histórica y la especificidad moral que el concepto ayudó a es-
tablecer inicialmente. Por lo tanto, y como resultado de su propio éxito,
las escuelas predominantes de pensamiento en la investigación sobre el
trauma tienden a mezclar lo traumático y lo no traumático, lo excepcional
y lo cotidiano, e incluso crean confusión acerca de la diferencia esencial
entre las víctimas y los perpetradores de la violencia extrema.
Este ensayo no intenta desarrollar la genealogía del concepto psicoló-
gico del trauma, que es una tarea que ha abordado Ruth Leys2 de manera
convincente. En lugar de ello, reconstruiremos los puntos de inflexión
cruciales en la historia de la interpretación del Holocausto y estudiare-
mos de cerca el concepto relativamente nuevo de trauma cultural, que
se construye a partir de esta tradición filosófica. Esa tarea crítica nos
llevará de los escritos de Theodor Adorno y Jean-François Lyotard a las
publicaciones más recientes de teóricos de la literatura y expertos de los
estudios culturales como Cathy Caruth y Kirby Farrell.
Los textos de Caruth, Farrell y otros no se ocupan directamente de
los acontecimientos históricos relacionados con la Solución Final, sino
que representan el primero de los esfuerzos por construir un concepto
de trauma cultural. Por desgracia, el creciente acervo de obras sobre el
tema ha originado un concepto de trauma cultural estilizado, impreciso
moral y políticamente, que proporciona una pobre perspectiva sobre las
repercusiones culturales y sociales de los traumas históricos.
El problema nace de la construcción de una equivalencia simbólica
engañosa entre el componente supuestamente traumático de toda in-
teracción humana y el sufrimiento concreto de las víctimas del trauma

2 Véanse los ensayos El pathos de lo literal: trauma y la crisis de representación y Freud y


el trauma de Ruth Leys incluidos en esta antología. También Trauma: A Genealogy
(Leys, 2000); igualmente, los muy útiles estudios de Young (1995) y de Lerner &
Micale (2001).

522 Parte V. Genealogías y usos del trauma


físico y mental. Al hacer equivalentes estos dos disímiles problemas de
la representación, es decir, por una parte, el relativismo inexpugnable
en todas las cuestiones de representación, y, por otra, los acuciantes
problemas relativos a la memoria y a la identidad que se encuentran en
los supervivientes del trauma, los proponentes del paradigma del trauma
cultural ignoran las diferencias morales entre víctimas, perpetradores y
espectadores de los actos de violencia. Además, el concepto de trauma
cultural no es muy adecuado para explicar la dinámica psicológica y social
que da pie a las representaciones culturales del trauma y la violencia.
Ambos defectos, el psicológico y el ético-referencial, se hacen bastante
evidentes cuando el concepto se evalúa a partir del legado traumático
que deja el Holocausto entre sus supervivientes y de los efectos no
traumáticos de las representaciones de la violencia, que desempeñan un
papel importante en nuestra cultura popular y entre las que cabría incluir
las representaciones del Holocausto. Al final, nos queda un fenómeno
extraño: una trayectoria de investigación interdisciplinaria que se ha
desviado de su camino y que no tiene ni el rigor ni la perspectiva, ni la
precisión ni la relevancia social, de las dos tradiciones independientes
de investigación sobre el trauma que se intentan integrar y poner en
diálogo. Por ello, después de una explicación y crítica del concepto de
trauma cultural, buscaremos caminos prometedores para reemplazarlo
por herramientas conceptuales más precisas y prácticas para el análisis
de las representaciones de la violencia y sus consecuencias sociales.

Es difícil resistir la considerable fuerza gravitatoria que tiene el para-


digma del trauma y también es difícil desarrollar categorías de compro-
miso y distancia psíquico-emocional que sean más útiles y precisas que la
sólida noción de trauma. Sin embargo, en el transcurso de nuestro análisis
se verá con claridad que la investigación sobre la nueva terminología
ayudará a rellenar un vacío preocupante en los trabajos académicos sobre
el legado de los acontecimientos traumáticos. Necesitamos conceptos
psicológicos que se ocupen de la reproducción del poder y de la violencia,
y que sirvan para analizar los procesos de la transmisión cultural y social,
pero que eviten los excesos morales y existenciales que están presentes
en las premisas implícitas en el concepto de trauma. Esos nuevos con-

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 523
ceptos, que llamaría de ’baja intensidad‘, nos ayudarían a comprender
mejor nuestro compromiso emocional con la violencia y la inversión
que hacemos en ella, y nos permitirían cartografiar el enorme territorio
psicológico que reside entre la experiencia del trauma extremo, por un
lado, y el encuentro mucho más frecuente con la representaciones de la
violencia, por el otro. Con esta mejor precisión conceptual, podemos
diferenciar entre el trauma y la cultura del trauma o, en otros términos,
entre trauma y entretenimiento.

II

Max Horkheimer y Theodor Adorno pertenecen a un grupo muy


pequeño de intelectuales que se ocuparon del legado de la Solución
Final en sus escritos de posguerra (Kuhlmann, 1997: 101–110; Tra-
verso, 2000). Adorno, en concreto, les recuerda persistentemente a sus
compatriotas su culpa histórica y nunca deja de advertirles acerca de la
insuficiencia de sus esfuerzos por asumir la carga del pasado3. Pero in-
cluso las intervenciones de Adorno, por muy excepcionales que fueran
dentro del entorno de posguerra, se basaban en una concepción muy
general de la culpa y en un ambivalente filosemitismo.
La primera interpretación clara y completa de Adorno y Horkheimer
(1994) sobre el nazismo, La dialéctica de la Ilustración, se escribió durante
la guerra sin un conocimiento pleno de los hechos del Holocausto. Este
trabajo en colaboración es un ejercicio impresionante en antropología
histórica y marca un importante alejamiento con respecto a los escritos
marxistas, de inspiración psicoanalítica, elaborados por estos mismos
autores antes de la guerra y que tenían un carácter más convencional.
En su recorrido por toda la historia, Horkheimer y Adorno usaron la
catástrofe del Tercer Reich para explicar los principios fundamentales
de la existencia humana. Según su análisis, los crímenes del régimen nazi
fueron el resultado de un error esencial de construcción de la cultura
humana que data de la prehistoria.

3 N. del E.: Véase, por ejemplo, T. W. Adorno (1977).

524 Parte V. Genealogías y usos del trauma


El modelo antropológico que se presenta en sus líneas básicas en La
dialéctica de la Ilustración divide la historia en cuatro eras diferentes,
caracterizadas por las distintas estrategias miméticas que la humanidad
ha empleado para garantizar su supervivencia. A través de los estadios
del animalismo, la magia, el mito y la Ilustración, los seres humanos
desarrollaron herramientas cada vez más exitosas de representación y
manipulación que les permitieron controlar su temor de la naturaleza
y, en última instancia, dominar la naturaleza de formas siempre más
eficientes, lo que condujo al nacimiento de la ciencia moderna (Adorno
& Horkheimer, 1994: 61-71). Pero la historia de éxito de la autopreser-
vación humana, que alcanza su clímax en la ideología de la Ilustración,
representa sólo uno de los lados de la ecuación. Como Adorno y Hor-
kheimer nos explican, la separación entre sujeto y el objeto hizo que el
individuo en apariencia autónomo volviera, contra sí mismo, el poder
que tenía sobre la naturaleza y socavara las propias bases de su existencia.
El resultado de ello es que cada paso que se daba hacia un mayor control
de la naturaleza mediante la abstracción y la categorización, implicaba
una represión correspondiente de aquellos elementos de la naturaleza
humana que no se correspondían con el rígido sistema de la razón ins-
trumental. Para Horkheimer y Adorno, los campos de concentración
nazi lo único que hacían era subrayar la dinámica autodestructiva que se
encuentra en el corazón de la civilización occidental (1994: 236-238).

Ya en La dialéctica de la Ilustración, pero sobre todo en los escritos


posteriores de Adorno, la acusación general contra la historia y la cultura
occidentales se combina con un aspecto autocrítico radical. Al elaborar su
crítica hasta su conclusión esencial, Horkheimer y Adorno destacan que
la dinámica de la falsa representación, que gobierna la historia humana,
también socava la integridad de su propia posición. Se dan cuenta de
que su propio análisis racional del triunfo de la razón instrumental está
inextricablemente ligado al tejido impenetrable de la culpa del poder y
de la representación que están intentando revelar. Este dilema explica la
estructura retórica del libro con sus muchos fragmentos, exageraciones
y contradicciones (Van der Brink, 1997: 37-59). Al desestabilizar su
propia crítica, Adorno y Horkheimer intentan suspender la reproduc-

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 525
ción fluida del poder y reconectarse, aunque sea temporalmente, con
los modos arcaicos de representación que todavía retienen un elemento
de respeto por lo inconmensurable de la relación entre el objeto y el
lenguaje. Este gesto retórico se perfecciona en la estrategia de Adorno
de pensar mediante una dialéctica negativa que conduce a afirmaciones
tan hermosas, autocomplacientes y derrotistas como la que sigue:

Si la dialéctica negativa exige la reflexión del pensamiento sobre sí mismo,


esto implica palpablemente que, para ser verdadero, tiene, por lo menos
hoy, que pensar también contra sí mismo. De no medirse con lo más
extremo, con lo que escapa al concepto, se convierte por anticipado en
algo de la misma calaña que la música de acompañamiento con que las
SS gustaban cubrir los gritos de sus víctimas (Adorno, 1975: 365)4.

Se podría estar tentado a situarse del lado de Adorno contra el pro-


pio Adorno y concluir que su práctica de la dialéctica negativa no es
todavía lo suficientemente radical. Sus textos, y tal vez también su autor,
de manera inapropiada, parecen estar preocupados por su valor como
referentes intelectuales y, en ese orden de ideas, comparten el proyecto
desagradable de exprimirle algún sentido al destino de las víctimas, como
Adorno (1975: 361) lo expresó en una ocasión. Además, y ello es aún más
importante, La dialéctica de la Ilustración y los textos de Adorno sobre
Auschwitz hacen surgir dos problemas específicos que los identifican
como productos intelectuales de la época de posguerra. Primero, la culpa
totalizadora, absoluta e inevitable de la civilización occidental descrita
por Horkheimer y Adorno oscurece la diferencia entre las víctimas y los
perpetradores del nazismo, y de esa forma se hace invisible la muy con-
creta culpa de los organizadores y administradores de la Solución Final
(Rensmann, 1998: 162). En esta perspectiva, y a pesar de la acusación
vigorosa de Adorno contra la complacencia moral alemana después de
1945, el sistema de pensamiento que nos presenta La dialéctica de la
Ilustración anticipa y refuerza una de las estrategias apologéticas de la
representación que se dieron durante los años cincuenta, cuando los

4 Para un excelente comentario del capítulo titulado “After Auschwitz” en Dialéctica


negativa, véase Bernstein (2001: 371-414).

526 Parte V. Genealogías y usos del trauma


alemanes se imaginaban a sí mismos como víctimas de Hitler, los Aliados
y la historia en general, y preferían ignorar sus propias contribuciones
vitales a la catástrofe alemana. Además, La dialéctica de la Ilustración
proporciona una valoración ambivalente del papel de los judíos en la
historia de la civilización occidental, que tiene algún precedente en la
historia de la filosofía, pero que es un reflejo de temas antisemitas y
filosemitas dentro de la cultura de posguerra alemana.
Para Horkheimer y Adorno, los judíos marcaban el paso y llegaron
tarde en la carrera tenebrosa hacia la Ilustración. Con el tabú de la mímesis
con la prohibición del sacrificio y la idolatría, por una parte, su cultura
retenía elementos de un estadio premitológico de la cultura humana,
como era también, por ejemplo, la insistencia de los judíos en el estilo de
vida “incivilizado” de los nómadas. Esta ambivalencia hacía del judaísmo
una religión superior y más honesta que el cristianismo, pero también se
podía interpretar como una explicación de la Solución Final en la que
se culpa a las víctimas de su propia destrucción (Rabinbach, 1997: 189-
190). Después de todo, en la interpretación de Adorno y Horkheimer,
los nazis eligen como objetivo a los judíos con el propósito de expiar su
persistente no identidad que no deja de recordarles vergonzosamente
el horror de la prehistoria y el placer en la mímesis.
El concepto del trauma no tiene una posición fundamental en la
interpretación que hace Adorno del nazismo. Usa el término sólo de
manera ocasional, por ejemplo, para subrayar el potencial de destruc-
ción futura que el shock de la Segunda Guerra Mundial ha dejado en la
psique de los supervivientes (Adorno, 1998: 55). Esta ausencia ilustra
la posición marginal del concepto del trauma en el discurso de pos-
guerra acerca de la guerra y el Holocausto. Además, la preferencia por
frases menos ‘llenas’ psicoanalíticamente para describir y analizar las
consecuencias de Auschwitz refleja la valoración ambivalente de Ador-
no sobre la teoría y la práctica del psicoanálisis. Por una parte, él y sus
colaboradores consideraban el trabajo de Freud como la última teoría
exitosa de la burguesía sobre identidad y autorreflexividad. Como tal,
las ideas iluminadoras de la teoría del psicoanálisis tuvieron un papel
fundamental en sus explicaciones sobre los orígenes del nazismo, por

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 527
ejemplo, cuando estudian la personalidad autoritaria (Adorno, 1965).
Por otra, la proximidad histórica entre la invención del psicoanálisis y
la catástrofe alemana requería un escrutinio particularmente riguroso
de las posibles interdependencias conceptuales entre ambas. Además,
Adorno despreciaba la práctica terapéutica del psicoanálisis que había
observado en los Estados Unidos. La idea de que los pacientes pudieran
y debieran reconciliarse felizmente con su propio pasado a través de la
terapia parecía una recomendación particularmente desagradable para
la era posterior al Holocausto (Schneider, Stillke & Leinweber, 2000:
68-74). Por último, se podría incluso especular que el concepto de
trauma era algo demasiado cercano para los emigrantes y las víctimas
del nazismo, que sufrían su propia carga de la culpa del superviviente5.
Mientras que esta especulación no se puede probar con seguridad, toca
uno de los aspectos especialmente problemáticos en el discurso actual
sobre el trauma, es decir, la noción de trauma secundario. Volveré sobre
ello posteriormente, pero no se debe abandonar a Adorno sin señalar que
la distancia terminológica con el discurso del trauma, que es evidente
en sus escritos, no implica una distancia estructural también. Más bien,
al contrario: el nuevo imperativo categórico de Adorno y su condena
total de la civilización occidental proporcionan los prototipos de las
reflexiones filosófico-literarias posteriores sobre el significado del na-
zismo que emplean el concepto de trauma.
El imponente argumento de Adorno de que la cultura posterior al
nazismo necesita ocuparse y reconocer sus propios límites de repre-
sentación se ha convertido en un elemento ordinario de la estética del
Holocausto (Köppen, 1993; Krankenhagen, 2001). Pero en contraste
con Adorno, algunos de sus seguidores, que exploraron los límites de la
representación a través de los lentes del trauma, estaban menos impre-
sionados con Auschwitz, menos preocupados en explicar sus orígenes y
más interesados en recurrir al recuerdo de la Solución Final para impulsar
sus propios programas intelectuales de acción.

5 Adorno hace una declaración explícita sobre la culpa del superviviente (1975, 363)
que Bernstein (2001: 392) interpreta como un comentario autobiográfico.

528 Parte V. Genealogías y usos del trauma


III
Lyotard representa un importante cambio de dirección en nuestra
reconstrucción de la evolución de la constelación filosófica que podría-
mos denominar el complejo trauma-Holocausto. Por un parte, se puede
hacer una lectura de la obra de Lyotard como si fuera una traducción de la
dialéctica negativa de Adorno al lenguaje del giro lingüístico (Bernstein,
2000: 128). Por otra, durante ese proceso de traducción, la representación
filosófica de Auschwitz sufre dos importantes revisiones. En Adorno,
el giro contra la filosofía especulativa y el pensamiento fundacional se
encuentra ligado autobiográficamente al nazismo y sus crímenes. Como
lo hacen otros pensadores, Adorno invoca Auschwitz para darle peso a
sus elecciones estéticas y contrastes filosóficos idiosincrásicos, pero la
transformación radical de su pensamiento no hubiera ocurrido sin H­itler6.
En contraste, el considerablemente más joven Lyotard abandonó la fe-
nomenología y su identidad política marxista sólo después del desastre
francés en Argelia y el fracaso del movimiento estudiantil (Browning,
2000: 91-99). Por lo tanto, las frecuentes referencias a Auschwitz en el
trabajo de Lyotard de los años ochenta aparecen de una manera menos
solemne que las referencias similares en los escritos de Adorno. Esta simple
diferencia biográfica nos ayuda a explicar por qué los textos de Lyotard
están menos preocupados con la especificidad histórica de la Solución
Final y sus víctimas. En lugar de ello, Lyotard invoca el Holocausto como
una especie de prueba de tipificación —algo que cuatro décadas después
de la guerra, en el advenimiento de la aparición de una memoria popular
del Holocausto se ha convertido en una práctica común—.
La segunda transformación importante, que separa el estilo de pen-
samiento de Frankfurt de los juegos del lenguaje en París, implica el uso
de la terminología psicoanalítica. Lyotard usa los acontecimientos de
la Solución Final para explicar su crítica lingüística radical a todos los
paradigmas filosóficos fundacionales y totalizantes, pero también (de

6 Adorno comparte su trayectoria intelectual con muchos otros emigrantes judeoa-


lemanes y sus experiencias e intuiciones específicas los sitúan aparte de la escena
intelectual de la posguerra a ambos lados del Atlántico; véase Traverso (2000: 43-50)
y Diner (1988).

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 529
forma algo contradictoria) propone un shock-Ur (choque primordial) en
la psique colectiva de Occidente con el que explica por qué Occidente
se encuentra con tanta persistencia muy preocupado con la erradica-
ción de todos aquellos que viven en sus márgenes, incluidos los judíos.
Como resultado de estas transformaciones, Auschwitz se convierte en
un acontecimiento metafórico, psicoanalíticamente lleno de significa-
do, que es muy adecuado para utilizarlo como arma en cualquier clase
de escaramuza filosófica: una memoria colectiva académica compleja y
abstracta para la edad posmoderna (Pfestroff, 2002: 236).
En La condición postmoderna (1979), Lyotard (2004) ya cuestiona la
precisión y la legitimidad de todas las teorías sociales a gran escala en la
tradición de Hegel y Marx. En su concepto, estos sistemas totalitarios
de pensamiento, practicados en el día a día de una amplia variedad de
disciplinas entre las que estaría la ciencia y la historia, reprimen la cre-
ciente diversidad social y lingüística de la sociedad de la información
posmoderna. Cuatro años más tarde, Lyotard expandió esta celebración
limitada e incluso superficial de la pluralidad en su tratado filosófico
más riguroso, La diferencia (1991). Dejando tras de sí el interés primor-
dial que le prestaba a las narrativas, nos proporciona ahora un modelo
lingüístico más básico que está pensado para expresar la naturaleza
excluyente del lenguaje y la imposibilidad de realizar juicios equitativos
mediante el mimo. Los enunciados o frases temporales son la unidad
lingüística básica de su análisis e intenta demostrar que esos enunciados
se producen a menudo según diferentes conjuntos de reglas y a partir de
antagonistas puntos de vista metodológicos e ideológicos. La colisión
de significados que se produce a continuación hace surgir un dilema
teórico y a menudo una injusticia política. En teoría, las pretensiones
de verdad y las normas antagonistas crean un estado de ‘indecibilidad’
donde no existen legítimos y superiores conjuntos de normas que nos
ayuden a resolver ese tipo de casos.
En la práctica, sin embargo, teniendo en cuenta las diferencias pro-
bables de poder entre distintos hablantes y variadas ideologías, esas
colisiones se resuelven con rapidez, de una manera epistemológicamente
arbitraria pero políticamente predecible. En los casos más extremos, los

530 Parte V. Genealogías y usos del trauma


protocolos predominantes de producción de significado podrían incluso
impedir de modo total la expresión de intereses y sentimientos perfecta-
mente legítimos. Entre muchas otras consecuencias, este dilema socava
la integridad y la posibilidad de la filosofía convencional de la historia
y de la historiografía que se basan generalmente en la presunción de que
las interpretaciones pueden jerarquizarse según su respectivo valor de
verdad (Flynn, 2002).
En este contexto, Lyotard presenta el ejemplo del Holocausto de
una manera particularmente provocadora. En su valoración del acon-
tecimiento, los revisionistas de aquel suceso como Robert Faurisson
presentan un argumento desagradable, pero cognitivamente convin-
cente, cuando exigen que se muestren declaraciones de testigos oculares
acerca del funcionamiento interno de las cámaras de gas nazis antes de
aceptar que esas instalaciones existieron realmente. Es obvio que esa
petición no se puede satisfacer, puesto que todos los testigos del uso del
gas dentro de las cámaras fueron asesinados en ellas. Pero es importan-
te observar, continúa Lyotard, que las reglas de la prueba establecidas
por los revisionistas del Holocausto representan algunas de las muchas
posibles para la construcción de afirmaciones ciertas acerca del pasado
y que estas reglas no se pueden rechazar recurriendo a alguna lógica
aceptada de manera general y de carácter superior para la construcción
de enunciados verdaderos (Lyotard, 1991: 3, 19, 32).
Además, y lo que es más importante, las reglas seguidas por los revi-
sionistas son, en principio, compatibles con la reglas de la prueba que
gobiernan muchos de los proyectos cognitivos, entre ellos la historiogra-
fía. El resultado de ello es que las víctimas que murieron en Auschwitz
son violentadas una y otra vez cuando los acontecimientos de la Solución
Final se procesan según los protocolos epistemológicos establecidos
por la ciencia. En palabras de Lyotard, las víctimas sufrieron un “daño
acompañado de una pérdida de los medios necesarios para probar el
daño” (citado de Lyotard, 1991: 5)7: son víctimas de un equívoco en la
representación, de un differend, que se debería poder expresar mediante

7 Véase también, en este contexto, B. Readings (1991: 122).

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 531
el lenguaje, pero que no encaja en las leyes actuales de la representación.
Lyotard encontró una metáfora convincente para ilustrar este punto
cuando comparó Auschwitz con un terremoto que destruyera todos los
instrumentos sismográficos y, por ello, no se pudiera medir ni representar
con el aplicable sistema de signos y sólo dejara rastros poderosos, pero
imprecisos, de su magnitud (Lyotard, 1991: 56).
Los críticos de Lyotard han señalado adecuada y perceptivamente
que sus comentarios abstractos y generalizadores sobre la comunicación
y la imposibilidad de la justicia se podrían interpretar como otra de
las grandes narrativas dentro de la tradición de la filosofía occidental8.
En adición, se ha argumentado que Lyotard subestima la complejidad
y la sofisticación epistemológica de la historiografía y de otros em-
peños académicos (Norris, 2000). Ambas críticas merecen atención,
pero, para nuestros fines, es más importante destacar que Lyotard usa
Auschwitz, incluso más de lo que lo hace Adorno, simplemente para
ilustrar su creencia en la ‘inconmesurabilidad’ general de la distancia
entre realidad y representación. Además, y esta vez en contraste con
Adorno, Lyotard integra el ejemplo de Auschwitz dentro de un men-
saje potencialmente positivo, aunque sea desasosegante: los desastres
creados por el hombre nos permiten darnos cuenta de la naturaleza
destructiva de los sistemas de pensamiento coherentes y totalitarios,
porque estos sistemas se encuentran en la raíz de acontecimientos
como Auschwitz. En consecuencia, esos desastres también nos ayudan
a resistir la fuerza gravitatoria de las grandes narrativas, por ejemplo,
mediante la adopción de la alteridad y la promoción de la diferencia
más allá de la comprensión de la teoría social y la ingeniería social
(Davies, 1998: 91-92) .
En un momento posterior de su carrera, Lyotard se dio cuenta de
que la resistencia exitosa se había hecho más y más difícil a la luz del
triunfo sobrecogedor de la gran narrativa del capitalismo occidental.
De hecho, en esta etapa, la trayectoria intelectual de su trabajo vuelve a
seguir estrechamente el camino trazado por Adorno, puesto que ambos

8 Perry (2000) y especialmente convincente en este punto M. Frank (1988).

532 Parte V. Genealogías y usos del trauma


ven vestigios de una auténtica no identidad en la campo de la estética,
en el caso de Lyotard (1998) a través del concepto de lo sublime.
Una valoración completa de la complejidad de las ideas de Lyotard
en torno a Auschwitz nos conduce a la conclusión de que la metáfora a
menudo citada de Lyotard sobre el terremoto es confusa. Esa analogía
sólo tendría sentido si asumimos que los aparatos técnicos que se usan
para medir los terremotos son en sí mismos una causa importante de
los movimientos sísmicos destructivos. Pero la metáfora del terremo-
to subraya la compatibilidad estructural entre el estilo filosófico de
Lyotard y el concepto de Freud de Nachträglichkeit (acción diferida
o diferimiento), que Lyotard explora en profundidad en otro estudio
acerca del significado de Auschwitz y la historia del judaísmo. En el
proceso de ese estudio, el trabajo de Lyotard adquiere una dimensión
psicoanalítica explícita que no había sido desarrollada en sus escritos
más tempranos y que también está ausente en el pensamiento de Adorno
sobre la Solución Final.
En la obra Heidegger y “los judíos”, Lyotard busca proporcionar una
fundación ética complementaria para su valoración de la diferencia y
esclarece el papel de Auschwitz dentro de su filosofía. Lyotard asume
que existe un impacto fundacional tan poderoso en los cimientos de
la subjetividad occidental, que tanto nuestra psique como nuestra
cultura nunca han sido capaces de representarlo y asimilarlo. No usa el
término trauma en sí, pero reformula la definición clásica de Freud de
un golpe doble, de movimientos asimétricos e inconexos entre sí, que
consiste de una lesión original de tal profundidad que nunca se registra
en la conciencia humana y luego un afloramiento diferido de síntomas
que no parecen provenir de alguna parte (1995: 15-17). Lyotard se
mantiene deliberadamente vago a propósito sobre la naturaleza precisa
de este trauma fundacional, aunque lo vincula al Holocausto en dos
pasos. Primero, sugiere que los judíos no son parte de la tradición oc-
cidental, porque han encontrado una forma más honesta y diferente de
tratar con el shock inicial al reconocer la imposibilidad intrínseca de
su representación. Como resultado, para el Occidente, que cree en sus
poderes de representación, los judíos constituyen un recuerdo visible

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 533
y doloroso del trauma original olvidado (1995: 22). En este segundo
paso, el argumento de Lyotard explica por qué los judíos, como el eterno
otro, han sido víctimas de esa persecución sin descanso, que culmina en
Auschwitz. Además, esta conexión también explica por qué el signifi-
cado de Auschwitz no podrá nunca ser totalmente comprendido. Una
representación semejante supondría nada menos que una explicación
completa del trauma no representable que se encuentra en el corazón de
la psique occidental (Lyotard, 1995: 45; Seymour, 2000:132).
Los paralelos con el pensamiento de Adorno sobre Auschwitz son
claramente reconocibles, incluso si Lyotard insiste más enfáticamente
que su predecesor en que no quiere que el término “los judíos” se lea
de modo literal. Para él, la expresión “los judíos” designa a todas las
minorías perseguidas en la historia de Occidente (Lyotard, 1995: 3)9.
Con esa advertencia en mente, que también marca cierta distancia con el
acontecimiento histórico de la Solución Final, nos damos cuenta de que
Lyotard ha construido elegantemente una metáfora fluida de un trauma
colectivo profundo y no representable (y tal vez nunca verificable), que
se puede vincular con facilidad a todo tipo de cuestiones y programas
políticos (Seidler, 1998: 115).

IV

Otros pensadores posmodernos han desarrollado ideas sobre el trauma,


la representación y el Holocausto de manera paralela a los esfuerzos de
Lyotard, aunque pocos de ellos han insistido con la misma intensidad
en ese tópico10. Este complejo cuerpo de obras académicas sirvió como
inspiración a Cathy Caruth, la crítica literaria que fue una de las pri-
meras teóricas en consultar tanto textos filosóficos como psicológicos
sobre el trauma. Escribió dos libros breves y elegantes que ha terminado

9 Horkheimer y Adorno (1994: 218-221) ya habían sugerido la ‘intercambiabilidad’


de las víctimas aunque ellos siguieron una interpretación marxista más convencional
del antisemitismo.
10 Véanse las contribuciones Milchman y Rosenberg (1998).

534 Parte V. Genealogías y usos del trauma


siendo muy influyente en las humanidades (1996; 1995)11. Caruth evi-
ta el lenguaje complicado y autorreflexivo, y las huidas dialécticas del
razonamiento que se observan en sus fuentes intelectuales. En lugar de
ello, presenta un modelo compacto de trauma cultural, que se puede
aceptar fácilmente, desprovisto de cualquier referencia al sufrimiento
concreto y que nos convierte a todos en supervivientes efectivos. No
puede sorprender, por lo tanto, que los acontecimientos específicos del
Holocausto o de otras catástrofes similares no tengan ya casi ningún
papel relevante en el mundo de la “luz del trauma” que describe12.
Caruth combina una lectura selectiva de Freud y una interpretación
también reduccionista de la investigación psicológica sobre el trauma
con una crítica a la ilusión referencial del lenguaje. Para Caruth, como
para muchos otros teóricos, la víctima del trauma existe en un estado
temporal de limbo, atrapada entre un acontecimiento destructivo que
no se registró en el momento de su ocurrencia y los síntomas diferidos
que inconsciente y obsesivamente causan de manera repetida una lesión
en el escudo protector de la persona, sin que ello contribuya a la com-
prensión que tiene la víctima de su propio destino. Sin embargo, aunque
el significado de los acontecimientos pasados permanece excluido de la
conciencia y también de las representaciones lingüísticas, Caruth (1996:
4, 11, 17, 57-59, 91-92) interpreta los síntomas (por ejemplo, los tras-
tornos perceptivos [flashbacks], las pesadillas, como representaciones
literales del acontecimiento destructivo original). Con esta creencia,
la autora se sitúa en contravía de la mayoría de las obras empíricas y
teóricas sobre trauma. Aunque una minoría muy activa e influyente de
los investigadores contemporáneos sobre el trauma, que Caruth suma
a su causa, insiste en la precisión y el carácter literal de las memorias

11 Para las aplicaciones del concepto de Caruth de trauma cultural, véanse, por ejemplo,
Hammer (2001), Horvitz (2000) y Ramadanovic (2001).
12 Otros han intentado emplear los conceptos de Caruth en el análisis de las repre-
sentaciones del Holocausto y en la pedagogía del Holocausto, pero han terminado
en una confusión moral donde se mezclan trauma, sublimación y excepcionalidad
como cosas similares, proporcionando así muy pocas intuiciones sobre las dinámicas
social y psicológica de la educación sobre el Holocausto; véase Bernard-Donals &
Glejzer (2001).

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 535
recobradas, la mayoría de los investigadores empíricos cuestionan esa
afirmación simplista. Además, aunque Caruth se dedica con gran empeño
a la búsqueda de pasajes en la ouvre compleja, contradictoria y extensa de
Freud que confirmen sus aseveraciones, la propia noción de que exista
algo que sea una memoria literal, no reformulada y no simbólica, de los
acontecimientos emocionales cruciales en la vida de una persona es una
idea fundamentalmente antifreudiana13. Pero, en cierto sentido, toda
esta crítica, a pesar de ser precisa, estaría pasando por alto el principal
objeto de interés y la fuerza de la contribución de Caruth. La autora
no está interesada en mejorar nuestra comprensión de las experiencias
y tratamientos de las víctimas del trauma, ni tampoco en reconsiderar
los fundamentos teóricos de esos tratamientos. Más bien, se concentra
en la cuestión del trauma porque el fenómeno le parece una ilustración
perfecta y particularmente vívida de su comprensión del funcionamiento
del lenguaje, que Caruth adopta de Paul de Man.
En La resistencia a la teoría, De Man (1990) concede a los críticos
de la deconstrucción que el lenguaje y la filosofía incluyen un elemento
referencial, pero añade justo a continuación que este elemento sólo se
puede percibir en los momentos de crisis dentro de un sistema de repre-
sentación, cuando dicho sistema se desintegra temporalmente debido
a sus propios vacíos y contradicciones. Para Caruth (1996: 90), esta
perspectiva conduce a la siguiente paradoja:
La referencia surge no en su accesibilidad a la percepción, sino de la
resistencia del lenguaje a las analogías de la percepción […] el impacto
de la referencia se siente no en la búsqueda de un referente externo, sino
en la necesidad y el fracaso de la teoría.
El modelo del trauma presenta una gran oportunidad para extender
la teoría de De Man hacia el pasado, al argumentar que nuestro cono-
cimiento de la historia es el resultado del fracaso diferido de la repre-
sentación. En palabras de Caruth (1996: 18):

13 Estos dos aspectos de la crítica al trabajo de Caruth se han desarrollado de manera


muy convincente en Ruth Leys (2000: 266-297); véase también Weigel (1999).

536 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Para que la historia sea una historia del trauma, su significado será justa-
mente referencial, en el sentido en que no se percibe por completo cuando
ocurre o, para presentarlo de una manera diferente, que la historia podrá
ser comprendida sólo en la propia inaccesibilidad de su ocurrencia14.
Las afirmaciones generalizadoras de Caruth tienen graves consecuen-
cias. Puesto que no se contenta con explorar los límites del conocimiento
sobre los acontecimientos pasados de proporciones catastróficas y, en
lugar de ello, subraya el componente supuestamente traumático de todas
las representaciones de la historia, Caruth ha transformado la expe-
riencia del trauma en una condición antropológica esencial. Para ella,
todos somos víctimas y supervivientes del trauma de la representación,
aunque se podría decir que para muchos de nosotros no parece ser una
experiencia particularmente debilitadora15.
Es probable que no sea una coincidencia que Caruth presente su idea
general de trauma en un momento en el que la condición de víctima y
de superviviente ha alcanzado un valor simbólico importante. En estas
circunstancias, ella podía desarrollar completamente un tema inter-
pretativo que ya estaba presente, aunque de manera tentativa, en los
escritos de los emigrantes de la Escuela de Frankfurt durante la guerra
y que ha influenciado muchas investigaciones filosóficas posteriores
sobre el significado de Auschwitz. Desde los años ochenta, parecería
que los consumidores de cultura popular y también los académicos han
encontrado irresistible el atractivo de la figura del superviviente16. Sin
embargo, pocos textos académicos dentro de esta tradición muestran
una envidia del superviviente tan clara como Unclaimed Experience17.

14 (N. de E.) Veáse Caruth, pp. 303, en esta antología.


15 Deborah Jenson (2001: 22) relaciona la valorización del sufrimiento en los escritos
de Caruth con el culto de la herida como metáfora fiel que tiene una larga tradición
literaria tanto en los contextos religiosos como seculares.
16 Para el progreso del paradigma del superviviente en la cultura popular estadouniden-
se, véase, por ejemplo, Shandler (1999); sobre los desarrollos paralelos en Alemania,
véase W. Kansteiner (2003: 253-286).
17 Geoffrey Hartman (1996: 111) ha usado el término “envidia de la memoria” para
este fenómeno.

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 537
Sin darse cuenta, en su introducción, Caruth destaca que lo que
está en juego en la descontextualización y la deshistorización de la
experiencia del superviviente. Siguiendo la exposición de Freud en
Más allá del principio de placer, analiza una intensa escena del relato
épico de Torcuato Tasso, Jerusalén libertada. En la escena en cuestión,
Tancredo, el héroe de la épica, asesina a su amada Clorinda por error,
ya que ella se había escondido dentro de la armadura de un soldado
enemigo. Después de haber reconocido su terrible error, lo vuelve a
cometer cuando corta un árbol en el bosque mágico y del corte surgen
la sangre y la voz de Clorinda, que se queja de este ataque repetido. Para
Caruth, la experiencia y las acciones de Tancredo encajan en el perfil del
trauma: al no haber asimilado la experiencia original está condenado
a repetirla (1996: 1-9). Sin embargo, como señala Ruth Leys, en sus
comentarios a la interpretación que hace Caruth de la escena, Freud usa
el ejemplo de Tasso para ilustrar la dinámica de la confusión repetitiva,
no de la neurosis traumática (Leys, 2000: 193). Además, y lo que es
más importante, Caruth se refiere varias veces a Tancredo como super-
viviente de un trauma, aunque se podría caracterizar, de manera más
precisa, como perpetrador de uno. En el caso del héroe de Tasso, estas
objeciones podrían parecer pedantes, pero es probable que se tuviera
una opinión distinta sobre la cuestión si reemplazáramos a Tancredo
por los organizadores y gestores de la Solución Final.

Caruth puede que sea la teórica posmoderna más exitosa y más


ampliamente leída de aquellos preocupados por los dilemas de la
representación durante la era postraumática, pero sin duda no es la
única. Entre sus compañeros de viaje encontramos críticos literarios
como Shoshana Felman, que ha aplicado las teorías de De Man a sus
análisis de las representaciones del Holocausto, e intelectuales como
Slavoj Žižek, que explora la autorreferencialidad narcisista del suje-
to postestructural a través del psicoanálisis lacaniano (Žižek, 1989;

538 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Felman & Laub, 1992). Como resultado de ello, podemos volver a
contemplar la tradición firmemente establecida de usar el trauma y
sus precursores intelectuales como metáforas para el fracaso de la re-
presentación. Sin embargo, si bien es apropiado insistir en el elemento
problemático de la ‘indecibilidad’ constitutiva de todos los procesos
de comunicación, no es necesario, ni aconsejable, expresar este dilema
de la representación a través de la metáfora del trauma. Decir que el
trauma conlleva, de forma inevitable, un problema de representación
en la memoria y la comunicación no implica lo contrario, es decir, que
los problemas de representación participen siempre de lo traumático.
Incluso, si pueden existir ciertas analogías, debemos reconocer que
nunca tienen los mismos efectos, intensidades y riesgos los dilemas
asociados a la representación y la conmoción del trauma. Por lo tan-
to, es descorazonador que ninguno de los intelectuales que hemos
mencionado haya desarrollado análisis teóricamente ambiciosos y
precisos desde el punto de vista histórico de las consecuencias sociales,
culturales y psicológicas de la violencia extrema y de los desastres cau-
sados por el hombre. Ese fracaso puede ser en sí mismo una respuesta
al legado del trauma y una evasión frente al mismo, pero causa un
cierto grado de frustración conceptual y de intranquilidad ética en
el teórico inclinado hacia la historia. La ambición estética de muchos
tratados filosóficos dedicados al significado de Auschwitz parece
encontrarse en conflicto con el sufrimiento histórico concreto que el
nombre “Auschwitz” designa. Adorno tenía todavía un claro sentido
de esta deficiencia, pero, al igual que sus sucesores menos sensibles,
proporcionó pocas ideas concretas acerca de la relación entre los
acontecimientos históricos de la Solución Final y las generaciones que
vivían en una cercanía temporal relativa en relación con la catástrofe.
En respuesta a este vacío en el discurso teórico contemporáneo sobre
el trauma y lo postraumático, varios teóricos han pedido un enfoque
intelectual del trauma que relacione las tradiciones abstractas y an-
tirrepresentacionales ya discutidas con las perspectivas alternativas
sobre el trauma que se han desarrollado en otros contextos profesio-
nales y que están comprometidas, por lo general, con el paradigma
del realismo (LaCapra, 2005; Rothberg, 2000).

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 539
Desde esa óptica del realismo traumático, Dominick LaCapra ha
expuesto los problemas conceptuales inherentes al discurso Auschwitz/
trauma desde Adorno hasta Caruth. Arguye que los filósofos y los críticos
culturales que siguen a Adorno tienden a desarrollar argumentos que
están en el nivel del caso límite, lo cual explica en primer lugar porqué
se ven atraídos por el tópico de Auschwitz. Sus elaboraciones destacan
las potenciales consecuencias filosóficas radicales de acontecimientos
como el de la Solución Final, que pueden ser difíciles de transmitir al
lector de otra forma, pero esta estrategia de investigación no es la más
adecuada para la exploración contextual y diversa de la dinámica psi-
cológica y cultural que ha configurado las memorias colectivas sobre el
Holocausto. Estos defectos se aplican en particular al uso del concepto
de trauma porque, como argumenta LaCapra de manera convincente,
los intelectuales en cuestión tienden a confundir la pérdida con la au-
sencia o, por ponerlo en otros términos, fracasan a la hora de elaborar
la diferencia entre el trauma estructural y el trauma histórico (2005;
64-65, 76-84).
El trauma estructural designa los cambios ontogenéticos con los
cuales todos los seres humanos tienen que lidiar en sus vidas y que han
sido identificados por el psicoanálisis en sus intentos por describir el
desarrollo de la normalización sexual y la identidad de género. Los riesgos
durante el desarrollo de la persona —por ejemplo, la separación del otro
o el encuentro de lo real— no son superados de la misma manera por
todos los individuos y sin duda implican experiencias traumáticas. Sin
embargo, estos procesos son, por definición, transhistóricos y tienen que
diferenciarse de los acontecimientos históricos, violentos y específicos
que suponen una carga extraordinaria y adicional para las habilidades
de supervivencia psicológica de las personas involucradas18. Aplicar los

18 Los debates sobre la veracidad de las afirmaciones de abuso sexual en los niños,
que recuerdan sus supuestas experiencias traumáticas en el contexto de la terapia,
a veces cuando ya son adultos, subrayan una importante diferencia entre el trauma
histórico y el cultural. Si el abuso pasado es imaginado por la persona, representa un
capítulo del trauma estructural del sujeto fantaseador; si el abuso ocurrió realmente,
representa un trauma histórico. Véase el estudio perceptivo de J. Butler (2000) y J.
Prager (1998: 127-174).

540 Parte V. Genealogías y usos del trauma


métodos y el lenguaje del psicoanálisis al proceso de asumir acontecimien-
tos como el Holocausto requiere ajustes en la terminología y el diseño
de investigación porque, como disciplina, el psicoanálisis se preocupa
sobre todo por explicar el trauma estructural. Esa precisión es necesaria
en particular cuando el lenguaje psicoanalítico se aplica “meramente” en
un sentido metafórico, puesto que este uso es muy probable que ponga
en marcha consecuencias semánticas problemáticas y no intencionadas.
De hecho, puesto que los proponentes del paradigma del trauma cultural
oscilan entre pretensiones empíricas, morales y simbólicas, no sabemos
qué acontecimientos discursivos o no discursivos pueden constituir de
hecho un trauma puramente metafórico. Además, como veremos, las
bases empíricas y morales del concepto de trauma cultural tienen poco
sentido.

VI

Con modelos como Caruth, el campo de los estudios culturales celebra


y lamenta a la vez la ubicuidad del trauma en la cultura contemporánea.
Los críticos pasan rápidamente de los escritos de los teóricos posmoder-
nos a las publicaciones de los psicoterapistas, y de las víctimas reales a
aquellos que sufren con ellas o debido a ellas, y declaran que todos estos
sujetos son participantes y víctimas del proceso de trauma cultural. So-
bre todo, al enfatizar cuán contagioso es el trauma, los proponentes del
paradigma del trauma cultural redefinen el estrés postraumático como
una “categoría que media entre la lesión individual específica y un grupo
o una cultura”. Kirby Farrel, de quien es la cita, también invocó lo que
consideraba que era un ejemplo bien efectivo. En su mente:

Hitler, a quien casi matan durante la Primera Guerra Mundial, infectó


toda una nación con sus síntomas postraumáticos. En cierto sentido, todas
sus políticas intentaron de forma obsesiva deshacer aquella calamidad
temprana desplegando una agresión formidable (1998: 12).
Por muy especulativas que puedan ser las reflexiones de Farrel sobre
las peculiaridades psicológicas de Hitler, que han sido desde hace mucho

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 541
tiempo una preocupación de los psicohistoriadores, no son la parte más
problemática de su argumento. Más importante y más confusa es su pre-
sunción implícita de que las representaciones de los síntomas del trauma
replican esos indicios en las mentes de la audiencia y producen un trauma
colectivo que une a muchos individuos que nunca han experimentado o
sido testigos por sí mismos de los actos de violencia extrema.
Incluso los críticos culturales que reconocen la diferencia conceptual
esencial entre los estados individuales y colectivos de la mente tienden a
construir el trauma cultural como un proceso que de alguna manera se
corresponde con el desarrollo de un trauma psicológico real. Es así que
Ron Eyerman argumenta en su estudio de la memoria colectiva sobre
la esclavitud en Estados Unidos que el trauma cultural se ve mediado
a través de la representaciones que expresan y producen “una perdida
tremenda de identidad y significado, una ruptura del tejido social, que
afecta a un grupo de personas que han logrado algún grado de cohesión”,
como, por ejemplo, una nación o un colectivo más pequeño19. Eyerman
aplica el término “memoria cultural” a las representaciones distorsionan-
tes de la esclavitud en los medios de comunicación masivos y también
a la imagen opuesta de la esclavitud en la subcultura afroamericana. En
tanto que los medios de comunicación estadounidenses inventaron una
imagen idílica del pasado, la contramemoria afroamericana estimuló las
identidades críticas y las estrategias de emancipación que finalmente
ayudaron a producir cambios políticos en el siglo xx20. Incluso este
breve resumen del estudio de Eyerman ilustra que la memoria colectiva
de la esclavitud en los Estados Unidos es mucho más compleja que lo
que implica el término “trauma cultural”. Las variadas, y a veces con-
tradictorias, representaciones de la esclavitud no causaron simplemente
“una pérdida de identidad y significado”, como argumenta Eyerman. Al
contrario, como el propio autor demuestra, algunas de las representacio-
nes del pasado traumático de la esclavitud tuvieron una influencia muy

19 Eyerman en esta antología. Véase también Jeffrey Alexander (2002: 5-85), cuya
reconstrucción de la trayectoria de la memoria popular sobre el Holocausto es
excelente, aunque no convincente en su conceptualización del trauma cultural.
20 Veáse R. Eyerman (2001: 1-22)

542 Parte V. Genealogías y usos del trauma


positiva y fuerte en las identidades de los grupos en los Estados Unidos.
En este caso, como en muchos otros, entre los cuales estaría la cultura
del Holocausto, es probable que debiéramos evitar reducir los complejos
efectos que generan los medios de comunicación del tropo del trauma.
Las experiencias de las víctimas reales del trauma parecen tener poco
en común con los efectos psicológicos colectivos o individuales de las
representaciones de los medios de comunicación, y los estudios de caso
existentes no nos dan ninguna indicación sobre cómo superar ese vacío
de manera responsable, aunque sea sólo en lo metafórico.
Los proponentes de la noción de trauma cultural invocan un amplio
conjunto de ejemplos, entre los cuales se encuentran las reflexiones fi-
losóficas sobre la naturaleza traumática de la comunicación humana, y
también tienen pretensiones empíricas, por ejemplo sobre el aumento de
estrés en las sociedades modernas o de los efectos traumatizantes de los
acontecimientos transmitidos por los medios de comunicación, como
los del 11 de septiembre o la catástrofe del Challenger (Farrell, 1998: 2,
27). Al relacionar los supuestos hechos por los que se produce el trauma
de masas con las teorías antropológicas generales sobre la función del
trauma, los teóricos culturales conectan dos tradiciones diferentes de la
teoría del trauma y dejan ver su considerable atractivo intelectual. Pero
la combinación de las dos maneras distintas de conceptualizar el trauma
hace más arriesgadas sus intervenciones, que tienen ahora que responder
a las demandas de la teoría y la práctica psicoterapéutica y también a las
ambiciones conceptuales de la filosofía especulativa. No es sorprendente
que las celebraciones de moda del trauma no consigan responder de
manera correcta ninguna de esas demandas, pero es descorazonadora
en especial su limitada comprensión del trauma histórico real.
El trauma cultural es una herramienta conceptual útil sólo si po-
demos mostrar teórica o empíricamente cómo la interrelación vida
cotidiana y medios de comunicación electrónicos produce algo si-
milar al trauma en una escala colectiva. Sin embargo, esta empresa se
enfrenta a varios obstáculos. Primero, existe una objeción básica y, sin
embargo, relevante, que señala que el trauma se ha convertido en una
herramienta muy usada en la crítica cultural justo en un momento del

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 543
tiempo en que los índices de crímenes violentos y de accidentalidad
en la mayoría de las sociedades occidentales y, en concreto, en los
Estados Unidos han caído bruscamente (US Department of Justice,
2003). En segundo lugar, especialmente a la luz del número reducido
de víctimas reales de trauma, la cuestión práctica que surge es cómo
muchos miembros de un determinado grupo llegan a sufrir de estrés
postraumático antes de que el grupo en su conjunto se pueda caracte-
rizar como una comunidad traumatizada. De manera alternativa, aún
si el trauma colectivo no se construyera como un agregado de traumas
individuales, seguiríamos teniendo el problema de cómo se define ese
fenómeno colectivo, especialmente si consideramos que es sólo un
acontecimiento metafórico (Matraux, 2001). Por último, todas estas
cuestiones subrayan un defecto más interesante en las obras sobre trauma
cultural: mientras que los analistas del tema destacan el papel de los
medios de comunicación en la creación del trauma cultural e incluso,
en algunas ocasiones, citan la bibliografía psicológica sobre traumas
históricos, estos mismos analistas muestran muy poca curiosidad acerca
del trabajo de sus colegas en los departamentos de comunicación que
han estudiado, durante muchas décadas, los efectos psicológicos de los
medios de comunicación modernos.

VII

Desde que existen los largometrajes y la televisión, los académicos,


los legisladores y los representantes de la industria de los medios de
comunicación han debatido acerca de los posibles efectos negativos del
contenido violento de tales medios (Sparks & Sparks, 2000). Aunque
los expertos todavía proponen explicaciones diferentes para sus descu-
brimientos, que incluso son mutuamente excluyentes, la gran mayoría
de los investigadores está de acuerdo en que la violencia de los medios
de comunicación es un elemento coadyuvante pequeño, pero significa-
tivo, en el comportamiento social agresivo. Además, parece existir un
consenso en que es muy improbable que los adultos y los adolescentes
sufran lesiones psicológicas traumatizantes como producto de su consu-

544 Parte V. Genealogías y usos del trauma


mo de los medios de comunicación, aunque esta positiva conclusión no
se aplica al efecto de la programación televisiva violenta en los niños de
corta edad. Puesto que los niños adquieren la capacidad de diferenciar
claramente entre la realidad y la representación sólo de manera gradual,
pueden sentir un miedo y una ansiedad extremos durante y después
de la emisión de un programa de televisión violento y esta experiencia
puede tener consecuencias gravemente perjudiciales para su desarrollo
emocional y cognitivo (Perse, 2001: 197-223; Weimann, 2000: 79-
121)21. Sin embargo, con la excepción de este caso concreto, la literatura
académica disponible sugiere que el trauma no llega nunca a convertirse
en una herramienta realmente útil para el análisis de la recepción psi-
cológica de los medios de comunicación. De hecho, las investigaciones
recientes sobre las razones por las cuales el entretenimiento violento es
popular comienzan a explicar por qué la representación del trauma, en
contraste con la vivencia del trauma, es tan atractiva y placentera para
los espectadores.
El estudio de la atracción hacia el entretenimiento violento se
encuentra todavía en su infancia. Los expertos han invertido una can-
tidad extraordinaria de tiempo y de esfuerzos para intentar precisar y
comprender los efectos negativos de la televisión violenta, pero se han
preocupado muy rara vez de por qué los consumidores encuentran esta
violencia tan interesante en primer lugar (Sparks & Sparks, 2000). En
esta etapa de las investigaciones, abundan dentro del campo de estudio
hipótesis interesantes y muy especulativas que muestran una variedad muy
amplia de posibilidades. Se nos dice, por ejemplo, que nuestra atracción
por la violencia en los medios de comunicación refleja la trayectoria
problemática de la filogenia humana y representa un caso grave de falta
de ajuste evolutivo. Para nuestros ancestros, el placer de la violencia
extraespecífica e intraespecífica estaba inextricablemente ligado a la
gratificación de sus necesidades más básicas. Por desgracia, puesto que
no podemos cambiar los resultados de miles de años de presión evolutiva

21 Confróntese con J. Potter (2003: 67-84). Véanse también los interesantes comen-
tarios de Ian Hacking (1999: 25-28) sobre la construcción del espectador niño en
los estudios de los medios de comunicación.

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 545
en tan poco tiempo, todavía buscamos la excitación de la muerte en la
jungla en la televisión por cable (Zillman, 1998: 193).
Esas explicaciones son compatibles con un amplio rango de mode-
los psicológicos y filosóficos y a menudo se ven alimentadas por ellos,
incluyendo la noción de Jung de inconsciente colectivo o las ideas de
Elías acerca del proceso de civilización, y las especulaciones de Adorno
acerca de la cultura humana y la mímesis, que hemos visto anteriormente
(Elías, 1997; Jung, 1970). Es obvio que los modelos no pueden verificarse
por sí mismos empíricamente, pero han ayudado a diseñar proyectos de
investigación que arrojan alguna luz sobre las dinámicas psicológicas
complejas de la recepción de los medios de comunicación por las personas.
Los psicólogos que estudian los medios de comunicación, por ejemplo,
han realizado una variedad de experimentos diseñados para subrayar la
interdependencia entre valores morales y el placer del contenido violento
en dichos medios. El resultado de estos experimentos es en particular
importante para nuestros propósitos, porque señala un tipo de interacción
emocional entre consumidor y medios que se corresponde con procesos
emocionales similares en la vida cotidiana, donde el consumidor no llega
del todo a identificarse con lo que experimenta.
Parecer ser que los espectadores participan en el universo narrativo
que se desenvuelve en la pantalla de una forma muy parecida a la manera
en que reaccionan ante los acontecimientos reales que experimentan
como meros testigos. En ambas situaciones, examinamos constantemen-
te nuestro entorno social y generamos un juicio moral del comporta-
miento de los conocidos y de los extraños, con independencia de si ese
comportamiento se ha producido en la realidad o a través de medios
electrónicos. Dependiendo del resultado de nuestros juicios morales,
desarrollamos disposiciones afectivas positivas y negativas hacia los
caracteres y disfrutamos de su buena o mala fortuna según sea el caso.
Las disposiciones afectivas negativas nos permiten encontrar placer en
la violencia que se dirige contra personajes poco simpáticos, sobre todo
si les hemos visto victimizar a personas que nos gustan. Los psicólogos
que han desarrollado y comprobado la teoría de la disposición afectiva
argumentan que es mucho más adecuada para explicar nuestra interac-

546 Parte V. Genealogías y usos del trauma


ción con los medios de comunicación digitales y electrónicos que la
noción freudiana más tradicional de identificación. En sus mentes, los
espectadores no se identifican con las representaciones de los medios
de comunicación de la misma manera en la que establecen vínculos con
sus parientes, hermanos o amigos cercanos. Por consiguiente, nuestras
respuestas emocionales al consumo de los medios de comunicación se
representan erróneamente cuando se tratan como gratificaciones vicarías
o sufrimiento vicario (o trauma), porque nosotros nunca nos ponemos
en la posición que tienen los personajes en la pantalla; simplemente,
los observamos y nos relacionamos con ellos según nuestros propios
intereses morales (Zillmann, 1991; 1998).
La teoría de la disposición afectiva es sólo una de las opciones para
explorar la amplia variedad de experiencias y respuestas emocionales que
van desde el sufrimiento personal a la violencia extrema y al trauma, en
un extremo del espectro, al consumo de representaciones violentas en
los medios de comunicación, en el otro. Según las herramientas teóricas
que usemos para cartografiar este espacio, podemos desarrollar distintos
sistemas de gradación y diferenciación. Conforme al modelo anterior, po-
dríamos asumir una variación cualitativa decisiva entre las interacciones en
donde están involucrados seres humanos y sus asociados emocionales más
cercanos, y aquellas interacciones que se producen con el resto del mundo
(incluyendo las imágenes de los medios de comunicación). Cabe indicar
que este modelo sería compatible con la definición de desorden de estrés
postraumático, deot, que sugiere la Asociación Americana de Psiquiatría
(apa, por sus iniciales en inglés) (1988). De forma alternativa, y siguien-
do las propuestas de otros académicos, podríamos asumir una distinción
cualitativa determinante entre realidad y representación y sugerir que los
registros emocionales de nuestra vida social difieren de las inversiones
emocionales que hacemos cuando consumimos los productos de los medios
de comunicación (McCauley, 1998: 160-161; Tal, 1996: 15).
Sin embargo, con independencia de la solución precisa que se dé a este
reto conceptual, deberíamos darnos cuenta de la probabilidad de que
las experiencias traumáticas y el estrés postraumático decrece según nos
desplazamos a lo largo del espectro y que la mayoría de nosotros estamos

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 547
en un extremo de la escala en el que somos lo bastante afortunados como
para observar el trauma sólo a través de los medios de comunicación, y
que es muy probable, por suerte, que nunca experimentaremos la angustia
de los relativamente pocos que sufren el trauma en el otro extremo. Por
lo tanto, surge la pregunta de por qué quisiéramos colapsar ese amplio
espectro, incluso si sólo lo hiciéramos metafóricamente, y subsumir
experiencias de naturaleza muy diferente sobre el trauma bajo la rúbrica
vaga de trauma cultural.
La experiencia de la violencia, el dolor y el trauma está siempre
mediada socialmente. La manera en la que reaccionamos e intentamos
darle sentido al sufrimiento no se puede separar de los contextos sociales
específicos que nos han conformado. La sociedad define y nos ayuda a
poner en acción la diferencia entre el trauma estructural normal, incluso
deseable, y el dolor traumático excesivo22. Además, nuestro entorno tiene
un papel fundamental en la recuperación de las personas con respecto
tanto al trauma histórico como al estructural. Pero esta perspectiva
constructivista no debería confundirnos acerca del hecho de que, en las
condiciones actuales, los medios de comunicación causan traumas sólo
de manera excepcional, aunque representen una fuente importante de
conocimiento social acerca del mismo. Es evidente que ese conocimiento
puede ser de muy distinta calidad. Por una parte, como consumidores
ávidos de violencia televisiva en horario estelar, podríamos llegar a con-
clusiones erróneas acerca de la cantidad de violencia que ocurre fuera
de nuestras salas de estar23. Por otra, las mejores representaciones de los
acontecimientos traumáticos que encontramos en la pantalla nos ayudan
a obtener una perspectiva emocional del sufrimiento de las víctimas reales
al permitirnos experimentar un eco muy lejano de lo que es su conmoción
y confusión psicológicas. Esta experiencia de recepción que podríamos
llamar incomodidad en la disposición afectiva y que LaCapra (2005: 41)
ha llamado “malestar empático”, se beneficia de nuestra capacidad para la
afección mimética. Las representaciones de la violencia, especialmente

22 Sigue siendo excelente sobre este punto el trabajo de E. Scarry (1985).


23 Esos efectos actitudinales de la televisión están relativamente bien investigados;
véase J. Potter (1999: 129-130).

548 Parte V. Genealogías y usos del trauma


las imágenes del cuerpo humano que sufre, pueden despertar en nosotros
reacciones físicas espontáneas de carácter empático. En la mayoría de
los casos, este “contagio afectivo” se incorpora subterráneamente a tipos
de trama armoniosos y redentores como ilustra el ejemplo de nuestra
cultura contemporánea sobre el Holocausto (Bennett, 2000). La gran
mayoría de las representaciones del Holocausto, incluyendo clásicos
como la película La lista de Schindler, proporciona una dosis calculada
de incomodidad empática acompañada de un sentimiento gratificante
emocionalmente como cierre. Ello explica por qué a las audiencias en el
mundo entero les gusta tanto la historia del Holocausto, hasta el punto
que este parece haber asumido las características de un género de horror
con estilo (Miller & Tougaw, 2002a: 3).
Es muy posible que las representaciones del Holocausto tengan
consecuencias retraumatizantes para los supervivientes de la Solución
Final24. Además, asumir el Holocausto para propósitos identitarios puede
tener consecuencias didácticas y políticas negativas (Novick, 1999). Sin
embargo, no hay ninguna indicación de que la apropiación política y
cultural del Holocausto por grandes colectivos, incluidas las comuni-
dades judías en Israel y la diáspora, tenga en ellos efectos dominantes
colectivos que se puedan describir adecuadamente como traumáticos en
un sentido literal o metafórico. Consecuentemente, a pesar del hecho
de que las representaciones del trauma tienen valores políticos y sociales
muy diferentes, ninguna de ellas, de las erróneas a las más depuradas, se
describen con precisión cuando se dice que son traumáticas en y por sí
mismas. En nuestra cultura de violencia, parece ser un fenómeno raro
el trauma cultural que merezca realmente ese nombre.

VIII

En los años noventa, los antropólogos y los filósofos de la ciencia


desentrañaron la intrincada historia de la memoria traumática y del

24 Sobre la semiótica de la retraumatización, véanse los convincentes comentarios en


Tal (1996: 16).

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 549
síndrome de estrés postraumático (Hacking, 1995; 1998; Young, 1995).
En ese proceso, nos enseñaron que las enfermedades mentales, como
muchos otros hechos científicos complejos, son inventadas y reales al
mismo tiempo, porque las bases ontológicas de esas enfermedades nunca
pueden separarse del aparato epistemológico que se usa para definirlas
y tratarlas. Por una parte, un desorden como el deot es “inseparable
de las prácticas, tecnologías y narrativas mediante las cuales se diag-
nostica, estudia, trata y representa”. Por otra, “la realidad del deot
se confirma empíricamente por el lugar que ocupa en las vidas de las
personas, por las experiencias y convicciones de ellas, y por el costo de
las inversiones personal y colectiva que se han realizado en él” (Young,
1995: 5). Como resultado de la relación íntima entre una enfermedad
determinada y su contexto social específico, tiene poco sentido usar un
diagnóstico particular en otros contextos, como intentar realizar una
proyección del deot en la historia pasada. Se requeriría, por lo tanto,
una reelaboración conceptual considerable antes de que el paradigma
del trauma pudiera arrojar reevaluaciones útiles de acontecimientos
históricos como la Revolución Fancesa.
La historización del paradigma del trauma psicológico demuestra que
la evolución de las ciencias sociales y su recepción popular es difícil de
predecir. El paradigma del trauma puede colapsar pronto como resultado
de su excesiva ampliación o puede continuar inventando nuevas clases
de víctimas del trauma durante muchos años más. Sabemos, sin embar-
go, que en la práctica psiquiátrica y también en la teoría psiquiátrica,
el diagnóstico del trauma ha experimentado un “deslizamiento hacia
la diversidad conceptual”, como lo expresa Richard McNally (2003:
281)25. El tratamiento del trauma se convirtió en un negocio lucrativo
después de las repercusiones de la Guerra de Vietnam, pero una vez que
los especialistas trataron el dolor psicológico de los veteranos, de repente
se quedaron sin pacientes adecuados. Puesto que no había candidatos
obvios a la vista, bajaron poco a poco el techo que se utilizaba para
clasificar una experiencia como traumática y nunca más se enfrentaron
a una escasez similar de clientes (McNally, 2003: 279; Young, 1995: 287-
25 Véase también Hacking (2002: 18)

550 Parte V. Genealogías y usos del trauma


290). Por esa misma época, los estudios del trauma en las humanidades
experimentaban su propia versión del deslizamiento hacia la diversidad
conceptual como resultado del éxito de la teoría posmoderna, poten-
ciado por la colaboración interdisciplinaria y por las investigaciones
intelectuales sobre el legado del Holocausto. Convertir el trauma en
una condición humana general fue una gran estrategia para despertar
la conciencia acerca del sufrimiento de las víctimas olvidadas, pero una
vez que esa importante tarea se consiguió, las pretensiones continuas
acerca de la ubicuidad del trauma cultural se trocaron rápidamente en
expresiones de falta de respeto no intencionada hacia las víctimas reales
de la violencia extrema. A la luz de los cambios disciplinarios paralelos
en las humanidades y en la profesión psiquiátrica, el uso liberal de la
metáfora del trauma parece viable desde lo epistemológico, pero perso-
nalmente, en cuanto a lo ético, no me parece responsable, en especial
cuando se usa en entornos no terapéuticos.

Pudiera ser que la Asociación Americana de Psiquiatría (1988) haya


tenido muy buenas razones para revisar su valoración inicial del deot y
extenderlo a una comprensión más variada del trauma. El nuevo enfoque
reconoce el hecho de que los seres humanos reaccionan de formas muy
diferentes frente a los acontecimientos y proporciona la posibilidad
de recibir cuidado psiquiátrico a individuos que antes de ese enfoque
no tenían acceso a ese tipo de atención. Pero para las personas que no
son responsables del bienestar psicológico de los individuos con en-
fermedades mentales y que, por consiguiente, se sujetan a diferentes
estándares éticos de conducta profesional, puede ser útil recordar cómo
se definió el trauma psicológico en sus comienzos. En 1980, cuando la
Asociación Americana de Psiquiatría codificó por primera vez el deot,
el manual de la organización definía un evento traumático como “que
se encuentra fuera del marco normal de la experiencia habitual” y como
“psicológicamente desagradable” para cualquiera que lo experimente
(1988: 296). Puesto que las condiciones de vida no han cambiado tan
radicalmente en los pasados veinticinco años, esa definición parecería
todavía ser un excelente punto de partida, si no para los terapistas, si
al menos para los críticos culturales.

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 551
El concepto de trauma, empleado en los ámbitos individual y colec-
tivo, difiere de manera significativa de conceptos relacionados como
los de identidad y memoria. En contraposición con estos dos últimos
términos, el trauma implica la ocurrencia de alguna lesión real o ima-
ginaria con consecuencias psicológicas, políticas y morales a largo
plazo. Por consiguiente, el uso abiertamente generoso de la palabra
‘trauma’ ha producido un fenómeno curioso. A través de esta apropia-
ción indebida del término, sobre todo en las humanidades, el trauma se
ha convertido en una falsedad moral. La mera presencia de violencia,
real o simbólica, se confunde de manera habitual con la presencia del
trauma, y el resultado de ello es que quienes que están expuestos a la
violencia se conviertan en víctimas sumariamente. Como es natural,
a veces es imposible determinar en qué momento preciso la defensa
política de los afectados, la empatía emocional o la ambición filosófica
nos llevan a una falsa representación metafórica. Las experiencias de
los perpetradores y algunos testigos directos de la violencia puede que
encajen en el concepto del trauma, pero las experiencias de la condición
de espectador no pueden reconciliarse ya por más tiempo incluso con la
noción más flexible de trauma. La honestidad moral y conceptual y la
precisión histórica exigen que se interprete el trauma ante todo desde
la perspectiva de la víctima y sólo luego se expanda cuidadosamente con
el propósito de explorar otros fenómenos que están en los límites del
concepto (Mitchell, 2000: 298). Es así como podemos entender mejor
la combinación excepcionalmente destructiva entre violencia e identi-
ficación que se encuentra en el núcleo de la experiencia del trauma.

El poder de la metáfora del trauma es el resultado de la confluencia


de distintos campos de investigación independientes, varios de los
cuales ya hemos analizado aquí. Con considerable retraso y a dife-
rentes velocidades, las disciplinas intelectuales preocupadas con el
trauma definieron e hicieron que se valorarán más las experiencias de
las víctimas de la Solución Final y otros acontecimientos violentos, al
mismo tiempo que aplicaban también el nuevo constructo a un rango
amplio en exceso de contextos analíticos y discursivos. En las últimas
dos décadas del siglo xx, esta colaboración interdisciplinaria ayudó

552 Parte V. Genealogías y usos del trauma


a crear un espacio ideológico que convirtió la condición de víctima y
sus derechos en un signo distintivo de la vida cotidiana. El análisis an-
terior tiene como propósito develar este concepto maestro ideológico
del trauma enfrentando de forma directa lo que, en apariencia, eran
cuestiones y métodos compatibles de las diferentes disciplinas cientí-
ficas. Nuestra investigación ha mostrado que, al menos en un aspecto
fundamental, los discursos psicológicos y filosófico-literarios toman
trayectorias distintas e incluso se contradicen entre sí. Es obvio que no
hay consenso entre los psicólogos acerca de cuál es la naturaleza precisa
del trauma, pero a pesar de su desacuerdo y de la definición abierta
de lo que se considera el estrés traumático, los psicólogos clínicos y
académicos siguen estando preocupados por la definición y la defensa
de la frontera entre lo traumático y lo no traumático. De hecho, nego-
ciar y mantener esa frontera es una de las raisons d’être de la disciplina
(McNally, 2003). En contraste, el discurso filosófico sobre el trauma ha
socavado de manera sistemática la distancia entre lo traumático y lo no
traumático e identificado elementos esenciales del trauma en nuestra
cultura cotidiana, aún en nuestros empeños académicos cotidianos.
La tensión entre las dos tradiciones de investigación sobre el trauma
explica la inestabilidad inherente al concepto de trauma cultural, la
cual refleja las dificultades para integrar metodologías y trayectorias
intelectuales divergentes.

En lugar de intentar proporcionar un análisis ‘equilibrado’ del


trauma, cuya finalidad fuera crear una comprensión ponderada, hemos
emprendido nuestro análisis desde el polo científico-metonímico y
contemplado, con una visión crítica, el polo literario-metafórico del
espectro del discurso del trauma. Esa estrategia refleja mi convicción
de que los abusos más peligrosos del concepto de trauma ocurren en el
lenguaje abstracto y metafórico de la crítica cultural. En este contexto,
la universalización del trauma ha tenido confusas consecuencias debido
a la valorización del exceso y las rupturas semánticas que privilegian
percepciones estrechas y selectivas de la cultura contemporánea, entre
las que estaría la del Holocausto. El tropo del trauma se ha convertido
en una ficción complaciente de continuidad para las elites intelectuales

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 553
dominantes, que han adoptado retroactivamente la excepcionalidad
de Auschwitz y, desde esa atalaya de la moral superior, no quieren
imaginarse ya un mundo postraumático que pueda volver a estar
amenazado por acontecimientos como la Solución Final. Considerar
nuestra cultura sólo bajo el signo del trauma nos deja con dos únicas
opciones: o emprendemos un proceso de reconstrucción (working
through) cultural (por ejemplo, a través de nuestras contribuciones
a la educación sobre el Holocausto y los estudios sobre el trauma) o
contemplamos cómo nuestras sociedades sufren las consecuencias
adversas que implica supuestamente la negación del trauma cultural
(por ejemplo, nuestra permanente autodestrucción como resultado
del eterno retorno de lo reprimido).
Pero el tropo del trauma devalúa muchas otras posiciones del sujeto
ante las experiencias de la vida. Hace difícil, por ejemplo, interpretar
de manera distinta de la de una pantalla ideológica o un mecanismo
de defensa psicológico, la curiosidad desinteresada con la cual muchos
de los consumidores reaccionan frente a los productos de los medios
de comunicación que se ocupan del Holocausto. Lo irónico es que en
la forma como el trauma se ha aplicado a manera de esquema concep-
tual, la noción excluye la posibilidad de que exista una discontinuidad
y una indiferencia radicales en el periodo posterior a una catástrofe
histórica, y en este sentido representa sólo otra ficción académica
autocentrada.
Un estudio más detenido de la larga historia de la metáfora del
trauma nos recuerda qué fue lo que los filósofos encontraron tan
atractivo acerca del concepto de trauma, cuando comenzaron a con-
templar los legados del nazismo y del judiocidio. Frank Ankersmit
(2002: 75) captura con precisión esa atracción intelectual en la si-
guiente afirmación:
Con frecuencia se defiende que nuestro único contacto con la rea-
lidad o nuestra única experiencia de ella, el único lugar en el que la
realidad nos muestra su verdadera naturaleza, su extrañeza radical y
su indiferencia majestuosa hacia nosotros, ocurre en el trauma. Esto
se debería a que en la experiencia no traumática de la realidad, ella ya

554 Parte V. Genealogías y usos del trauma


se ha visto forzada a situarse dentro de los límites de lo conocido, de
lo familiar y lo domesticado.
Es obvio que las palabras de Ankersmit son un testimonio de la,
en gran parte, problemática estilización del trauma por parte de la
teoría reciente, pero también nos recuerdan que el trauma, aunque
sea subliminal como acontecimiento, sigue siendo un suceso raro,
y que la mayoría de sus representaciones, entre las que estarían los
productos de los medios de comunicación de masas y los textos de los
críticos culturales, tienen efectos apaciguadores y, sin duda alguna, no
traumáticos que, sin embargo, merece la pena estudiar.

Genealogía de un error categórico: una historia intelectual crítica de la metáfora del trauma cultural 555
Epílogo

CARLO TOGNATO1

E n este epílogo haré visible una de las más generales lecciones que
surgen de los estudios sobre trauma, con el objetivo de tentar a
aquellos investigadores que, aunque no están particularmente interesa-
dos en el tema, sí comparten la búsqueda de una mejor comprensión de
las sociedades modernas. Más exactamente argumentaré que cuando se
acerquen a la experiencia traumática podrán recuperar dos facetas de
la vida social moderna que han sido casi permanentemente invisibili-
zadas dentro de las ciencias sociales. Me estoy refiriendo al ‘acto de fe’
como dimensión de la acción humana, y a la concepción melancólica
de la modernidad que durante mucho tiempo ha contribuido al despla-
zamiento de este tipo de actos, ‘los de fe’, fuera de la esfera pública del
mundo occidental.
La experiencia traumática tiende a desafiar la representación, a veces
de una manera muy radical, tal como en el caso del Holocausto. Por
esto, explicarla es una tarea complicada y, por la misma razón, ha sido
objeto de un intenso debate entre los expertos en el campo respectivo.
Con particular referencia al Holocausto, algunos observadores, entre los
cuales se encuentra Hayden White, han abogado a favor de una nueva

1 Quiero agradecer a Sebastián Cuellar por su trabajo de revisión editorial.

Epílogo 557
clase de lenguaje para representar la condición ambigua de las víctimas.
Ellas, de hecho, no pudieron ser ni sujetos ni objetos de las acciones que
vivieron y, por tanto, para expresar la ‘voz intermedia’ de su agencia, que
no es activa ni pasiva, es necesario recurrir, como sugirió Barthes, a la
escritura intransitiva, la misma que ha caracterizado al modernismo y
de la cual Proust ofrece un ejemplo paradigmático.
Ahora bien, el Holocausto constituye uno de los acontecimientos
más significativos de la historia moderna. Una comprensión sofisticada
de la modernidad, en consecuencia, no puede permitirse el lujo de evitar
abordarlo. Los investigadores del trauma han recomendado la escritura
intransitiva para dar cuenta de la experiencia traumática de las víctimas.
Esto, a su vez, constituye un desafío analítico importante para los teóricos
de la modernidad, puesto que los obliga a preguntarse cómo dar el paso
hacia la intransitividad. Aquí, sugeriré que una manera de hacerlo es a
través de la inclusión en sus teorías de la acción de una tercera categoría
—el ‘acto de fe’— al lado de la acción racional y estratégica, y de la acción
interpretativa. Mostraré que en esa medida, se permitirá, por una parte,
iluminar de manera novedosa la relación entre la escritura intransitiva y la
representación del Holocausto y, por la otra, dar mejor cuenta no sólo de
la experiencia traumática de estas víctimas, sino también de cualquier otra
similar en distintos contextos.
No obstante, antes de continuar, es importante disipar desde el co-
mienzo una equivocación muy frecuente con respecto al concepto de
fe. Es práctica común asociarla a la religión, pero en principio la fe se
refiere a un campo de acción mucho más amplio.
Polanyi (1958), por ejemplo, se basa en San Agustín para sugerir
que todo saber se fundamenta en algún elemento de fe. Blanchot, por
su parte, subraya que la fe es una dimensión constitutiva de cualquier
relación entre los seres humanos (Hart, 2004). Derrida, a su vez, señala
que cualquier orientación al otro en un proceso comunicativo implica
una invocación a la fe. Y finalmente, Helm (1999) ha subrayado que la
fe impregna casi cualquier elemento de la vida cotidiana2.
2 Para una discusión más extensa de estos puntos véase R. Ballard (2007[documento
en línea]).

558 Parte V. Genealogías y usos del trauma


Para caracterizar el ‘acto de fe’, el trato que Derrida le da con relación al
concepto de “toma de decisión” es de particular utilidad. Según el autor,
decidir implica curiosamente una etapa de ‘indecidibilidad’ y, por tanto,
tomar una decisión termina paradójicamente pareciéndose a un acto de
locura. Más precisamente, Derrida insiste, junto con Kierkegaard, en que
la decisión siempre involucra, en algún momento, un salto de la fe que
permite al actor avanzar con respecto a los elementos que pueden haber
reunidos para tomar la decisión. El ‘acto de fe’, en otras palabras, lleva a
la acción más allá de los límites de la ‘estrategización’ o la interpretación.
Por esa razón, merece ser añadido como categoría analítica autónoma de
la acción.
Ahora, aunque el ‘acto de fe’ implica ceder frente a la imposibilidad de
tomar una decisión, también afirma la posibilidad de actuar, a pesar de
todo. En este sentido, no apunta ni a una dimensión exclusivamente pasiva
ni activa de la acción humana y por eso constituye un lugar de expresión
de la ‘voz intermedia‘ de la cual Barthes habla. Más importante aún:
una vez reconocido el ‘acto de fe’ como categoría analítica de la acción,
y para dar cuenta del mismo, una teoría de la vida moderna tendrá que
optar por una forma de discurso que la acerque al de la memoria y por
tanto, siguiendo a Ankersmit en este libro, será metonímico en lugar de
metafórico. Intentará, simplemente, aproximarse a su objeto —el ‘acto
de fe’— más que penetrarlo: buscará alcanzar una contigüidad en vez de
explicarlo. Y así, se aproximará a una escritura intransitiva.
Una teoría que logra dar cuenta de la presencia del ‘acto de fe’ en la vida
social estará, por tanto, en condición de detectar cuándo esta dimensión
tan fundamental de la acción humana queda congelada o destruida. Este
elemento, en mi opinión, puede jugar un papel importante a la hora de
iluminar de manera novedosa la relación entre escritura intransitiva y la
representación del Holocausto. Los investigadores del trauma han sugerido
que las víctimas del Holocausto no estaban en condición de descifrar si
ellas eran finalmente los sujetos o los objetos en sus respectivos campos
de acción. Tal condición de ambigüedad —subrayan— constituyó un
lugar de la ‘voz intermedia’ que la escritura intransitiva busca expresar.
Sugeriría, sin embargo, que el Holocausto —y, por extensión, todo acto de

Epílogo 559
violencia masiva que se elabora como traumático—logró algo todavía
más siniestro: extinguió la capacidad de las victimas de hacer ‘actos de
fe’. La escritura intransitiva, por consecuencia, se impone no tanto para
oír el eco de una ’voz intermedia’ presente. La cuestión es más bien de
ausencia que de presencia. Dicha escritura se impone para escuchar a
una ‘voz intermedia’ más y más débil que llega a interrumpirse.
Aunque la debilitación progresiva de esta esfera de la acción humana
parezca haber marcado de una manera particularmente profunda la
experiencia de muchas víctimas del Holocausto, hay también rastros
que indican que cualquier experiencia traumática tiende a interferir
con el ‘acto de fe’. En este libro, Erikson, por ejemplo, sugiere que las
víctimas del trauma son propensas a “perder la fe” en el sentido, en la
moralidad y en el orden que los individuos consideran subyacentes a su
realidad, lo cual es interesante porque apunta a dos consecuencias del
trauma. En primer lugar, lleva a la pérdida de la confianza básica por
parte de las víctimas en el orden social y natural, pero también parece
inhibir de forma aún más poderosa la capacidad de las víctimas para
ejercitar su fe en la vida.
En conclusión, los investigadores del trauma recomiendan la escri-
tura intransitiva para dar cuenta de la experiencia traumática de las
víctimas del Holocausto. Aquí, he sugerido que una teoría de la vida
social moderna puede dar un paso hacia la intransitividad y he añadido
una nueva categoría de acción humana, el ‘acto de fe’, a las otras dos: la
acción estratégica y la interpretación. Esto, a su vez, permite no sola-
mente iluminar una dimensión nueva de la relación entre la escritura
intransitiva y la representación del Holocausto sino que también innova
en la comprensión de cualquier experiencia traumática generalizable
a otros contextos.
Una vez introducido el ‘acto de fe’ como tercera categoría de la ac-
ción humana, asombra que un fenómeno empírico tan general no haya
sido recogido ni por la teoría social clásica ni por la contemporánea.
Al mismo tiempo sorprende que después de décadas de silencio ensor-
decedor sobre esta dimensión de la acción, solo recientemente haya
aparecido en el horizonte de la esfera pública con buenas posibilidades

560 Parte V. Genealogías y usos del trauma


de establecerse en ella definitivamente. Para explicar tal rompecabezas,
propondré tomar en cuenta los efectos invisibles de un fantasma que
ha perseguido a la modernidad y del cual ella aún no se ha liberado
definitivamente.

Durante la Edad Media los teólogos cristianos intentaron dar solución


a la aparente paradoja que surge desde la postulación, por una parte, de
un Dios omnipotente y omnisciente que controla la historia y, por la otra,
de un ser humano capaz de ejercer el libre albedrío. De cierta manera, la
teoría social moderna también tuvo que lidiar con un problema lógico muy
similar cuando intentó explicar la posibilidad de lograr un orden social
con individuos libres. Simplemente, en este caso, la posición estructural
de Dios se adjudicó a la categoría aparentemente mucho más terrenal de
orden social.

De hecho, siguiendo a Alexander (1995: 1), la civilización occidental


heredó de la tradición judeocristiana una concepción de razón de Dios
que fue antagonista con respecto a la subjetividad emotiva de los seres
humanos y que sirvió como ejemplo de razón objetiva para todos ellos.
La modernidad —dice Alexander— surge exactamente a partir de esta
tensión. En el curso de la revolución científica, sin embargo, la razón perdió
su vínculo con Dios. En consecuencia, la promesa de salvación inherente
a la búsqueda de la perfección de la razón de Dios se transformó en la
promesa propuesta por la razón terrenal. En otras palabras, la salvación
por la razón humana se convirtió en el equivalente de la salvación por
medio de Dios.

La ocupación progresiva por parte del pensamiento social moderno de


las posiciones estructurales pertenecientes a las categorías de las doctrinas
teológicas medievales llevó a Löwith (1968) a cuestionar la originalidad
de la modernidad y a sugerir que los más fundamentales conceptos moder-
nos son simplemente versiones secularizadas de la tradición escatológica
cristiana. En la misma línea de Löwith, Bultmann (1976) sugirió que la
filosofía de la historia de la Ilustración, la de Hegel, Marx, y Comte son
transformaciones de la escatología cristiana. Y antes de Löwith, Schmitt
(1975) había ya advertido que los conceptos más importantes de la teoría

Epílogo 561
moderna del Estado son las versiones secularizadas de conceptos teoló-
gicos que han precedido a la modernidad.
En respuesta a este ataque contra la originalidad de la Edad Moderna,
Blumenberg (1983) reconoció que los pensadores de esta etapa termi-
naron ocupando muchas de las posiciones estructurales anteriormente
asumidas por las categorías del pensamiento medieval. Sin embargo, las
llenaron también con contenido nuevo. Solo más adelante los filósofos
de la Ilustración pisarían el terreno de viejos debates teológicos con
el objetivo de sacar definitivamente a los teólogos de la esfera pública
y terminarían ocupando inadvertidamente los lugares propios de las
construcciones teológicas. Desde entonces, los pensadores modernos
se resistirían a reconocer que, en parte, la antorcha de la Ilustración
brillaba con una luz prestada por los conceptos ofrecidos por la teología
medieval.
Parecería, sin embargo, que la inhibición sobre el pensamiento social
moderno llegó más allá. En un esfuerzo para establecer el monopolio de la
razón, la tradición moderna desconoció que los seres humanos aún tienen
la necesidad de asignar significado y coherencia simbólica a sus mundos
y de organizarlos como si aún estuvieran permeados por el telos propor-
cionado por lo trascendente (Alexander, 1995: 4). En otras palabras, tal
inhibición ha operado también con respecto al reconocimiento por parte
de los teóricos sociales modernos de la persistencia del encantamiento
cultural en sus propias sociedades. Sugeriría, sin embargo, que algo muy
similar ocurrió con referencia al ‘acto de fe’. Es decir, dicha inhibición
impidió que entrara en la esfera pública como categoría analítica de
pensamiento social y lo acorraló en la esfera privada de la existencia. La
teoría social moderna, en consecuencia, perdió su oportunidad de oír la
‘voz intermedia’ y de lograr dar un paso hacia la escritura intransitiva.
Durante la segunda mitad del siglo xx, sin embargo, se abrió progre-
sivamente el camino en esta dirección por efecto de la sedimentación
sucesiva de cuatro diferentes concepciones culturales de la moderni-
dad: la teoría de la modernización, la teoría de la antimodernización,
el posmodernismo, y neomodernismo. La teoría de la modernización
extendió una mirada optimista hacia la modernidad y la entramó en

562 Parte V. Genealogías y usos del trauma


una narrativa romántica del progreso y de la universalización. La de la
antimodernización, por el contrario, se presentó como la antítesis de
la primera, y proyectó un cuadro melancólico de la modernidad para
mostrarla como una narrativa épica de la resistencia contra la buro-
cracia y la opresión. El posmodernismo, a su turno, rechazó todas las
ideas de publicidad, heroísmo, y universalismo, y afirmó, en su lugar, la
dignidad de lo privado, de las expectativas reducidas, del subjetivismo,
de la individualidad, de la particularidad y del localismo. Denunció el
fracaso de todas las metanarrativas y enfatizó la pluralidad y la diferencia.
Adoptó un marco intrínsecamente desvalorado y unos géneros cómicos
o satíricos. La caída del Muro de Berlín, sin embargo, resucitó una visión
optimista de la democracia y del mercado y contribuyó para el restable-
cimiento de una concepción cultural más positiva de la modernidad. La
alternativa neomodernista, que llevó a cabo dicho proyecto, propuso
así una lectura que celebraba y renovaba a las sociedades modernas. Así
como la teoría de la modernización subrayó lo común y la convergencia
institucional, el neomodernismo rechazó la idea de una evolución lineal
de la sociedad. Por otra parte, esta última corriente adquirió la sensi-
bilidad posmoderna hacia lo particular y la relacionó dialécticamente
con la sensibilidad hacia el universalismo que heredó de la teoría de la
modernización (Alexander, 1995).
Aquí, sin embargo, quiero sugerir que la teoría social del neomodernis-
mo no logró finalmente una síntesis entre la teoría de la modernización
y la tradición posmodernista. Al hacer hincapié sobre el entendimiento
de la fe en relación con la toma de decisión que Derrida propuso, el
neomodernismo habría podido dar un paso también hacia la intran-
sitividad. Por el contrario, conservó el fetichismo narrativo que había
caracterizado a la teoría de la modernización y que la condenaba a un
olvido sintomático del ‘acto de fe’ como categoría de la acción humana3.
El neomodernismo, en fin, nunca logró liberarse de la melancolía que

3 Mi referencia al fetichismo narrativo tiene que ver con la incapacidad por parte de
dicha teoría de hacer duelo con respecto a las experiencias traumáticas que vivió la
intelectualidad en épocas premodernas y por tanto tiene que ver con su incapacidad
de lograr una reconstrucción del sujeto en condiciones postraumáticas.

Epílogo 563
ha afligido permanentemente a una modernidad incapaz de hacer duelo
frente a la experiencia traumática y de ejercer el control de la esfera pública
occidental, impuesto por las autoridades eclesiásticas europeas.
Es razonable, en consecuencia, sugerir que las diferentes concepciones
de la modernidad están hoy más cerca que nunca de la posibilidad de incluir
el ‘acto de fe’ en sus teorías de la acción y, por tanto, de la posibilidad de
dar un paso hacia la intransitividad.

En resumen, en una sociedad como la colombiana, heredera institu-


cionalmente de las contradicciones que hemos detallado (y, por lo tanto,
de la clausura del ‘acto de fe’ como motivador social) y fracturada por
dislocaciones colectivas que han sido representadas como traumáticas y
que, a su vez, socavan la institucionalidad, especular sobre una nueva época
de reconstrucción de dicha institucionalidad requiere necesariamente
repensar las mencionadas experiencias traumáticas para poder imaginar
itinerarios viables de duelo frente las mismas. En este epílogo, sin embar-
go, he sugerido que el fenómeno del trauma concierne no solamente a los
investigadores sobre el trauma o sobre Colombia sino que también abre
puertas de reflexión a todos aquellos que buscan una comprensión más
profunda de la vida social moderna. Más precisamente, he argumentado
que el análisis de la experiencia traumática puede funcionar de modo
heurístico para recuperar dos facetas de la vida social moderna que han
escapado permanentemente a la mirada de los investigadores sociales.
Me estoy refiriendo, en particular, a una dimensión de la acción humana
—el ‘acto de fe’— y a la concepción melancólica de la modernidad que
ha contribuido durante mucho tiempo al desplazamiento de este tipo de
actos fuera de la esfera pública occidental.

Para sustentar mi punto, he procedido por pasos. Primero, me he


referido al debate sobre la cuestión de la representación del Holocausto
y he recordado la propuesta de los expertos en este campo al recurrir a la
escritura intransitiva para dar cuenta de las experiencias traumáticas de
las victimas. Con base en lo anterior, he preguntado qué necesita hacer
la teoría de la vida social moderna para dar un paso en esa dirección. Al
respecto, he propuesto que la introducción en ella de una nueva categoría

564 Parte V. Genealogías y usos del trauma


de la acción —el ‘acto de la fe’— podría ayudar. He señalado, además,
que dar este paso permitiría iluminar sobre un aspecto fundamental de
la relación entre la escritura intransitiva y la representación del Holo-
causto. Precisamente, la escritura intransitiva permitiría dar cuenta no de
la presencia de la “voz intermedia” de las victimas sino, más bien, de su
marginalización progresiva. Además, una teoría social ‘con fe’ lograría dar
cuenta precisa no solo de las experiencias de las víctimas del Holocausto
sino de la experiencia traumática más general.
Después de discutir este paso hacia la intransitividad, he abordado el
siguiente rompecabezas: el ‘acto de fe’ parece ser un fenómeno empírico
muy general en la vida social; sin embargo, nunca ha logrado establecerse
en la esfera pública occidental como categoría analítica aceptada, contrario
a lo que ocurrió con la acción estratégica y la acción interpretativa. Por
otra parte, hay señales de que las cosas podrían eventualmente cambiar.
La pregunta es, por consiguiente, por qué tardó tanto y por qué ahora. He
sugerido que la teoría social moderna ha expulsado a la fe como categoría
de la acción de la esfera pública y la ha exiliado en la esfera privada, como
consecuencia de la melancolía que por siglos ha generado el control del
trauma por parte de las instituciones eclesiásticas europeas, en contradic-
ción con la esfera pública occidental. La desaparición de la ‘voz intermedia’
en la teoría social, en otras palabras, ha sido el síntoma de una modernidad
melancólica. Los desarrollos en el pensamiento social durante la segunda
mitad del siglo xx, sin embargo, han logrado abonar el terreno para un
retorno del ‘acto de fe’ a la esfera pública. Las teorías de la modernidad,
por consecuencia, nunca han estado tan cerca de oír la ‘voz intermedia’
y, por tanto, de estar en una posición más propicia para dar cuenta de la
experiencia traumática.
Tengo una importante deuda de gratitud hacia Francisco Ortega, el
editor de este libro. Sin su amistad y su estímulo no habría podido recu-
perar, en un momento de mi vida y, más adelante, en mi propio trabajo
intelectual, esa dimensión de la acción humana, el ‘acto de fe’, de la cual
he escrito en este epílogo. Tampoco hubiera podido apreciar el potencial
profundamente esperanzador de una visión de la vida entendida como
secuencia infinita de actos imperceptibles de fe.

Epílogo 565
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616 Trauma, cultura e historia: reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio
Índice temático

A
Acción diferida, 167, 168, 277, 308, 317, 516
Actos del habla, 140, 141
Afecto, 33, 67, 70, 78, 86, 87, 88, 90, 92, 93, 95, 96, 97, 98, 100, 102,
103, 104, 106, 109, 117, 155, 157, 176, 178, 245, 248, 257, 322,
323, 355, 356, 465, 473
Afrontamiento, 95, 102, 103, 105, 106, 109, 106, 116
Afrontamiento colectivo, 106
Afrontamiento masivo, 106
Antimímesis, 186, 188, 192

C
Castración, 172, 173, 176, 177, 301, 304, 316, 328, 449, 450, 451, 452,
453, 455, 456, 464, 466, 468, 472, 473, 474, 475
Catexis, 178, 184
Compulsión, 114, 172, 182, 191, 247, 248, 267, 274, 280, 287, 304,
320, 343, 345
Comunal, 30, 67, 68, 71, 73, 78, 83, 387, 404, 421

Índice temático 617


Comunidad, 29, 30, 31, 32, 36, 52, 53, 66, 68, 69, 70, , 71, 72, 83, 102,
130, 145, 252, 259, 269, 271, 286, 362, 364, 384, 397, 406, 409,
412, 413, 417, 419, 420, 512, 516, 544
Comunidades terapéuticas, 71, 72
Condiciones traumáticas, 67

D
Denegación, 47, 172
Desorden de estrés postraumático (deot), 86, 97, 119, 121, 122, 296,
495, 547, 550, 551
Diégesis, 181, 188, 473
Diferimiento, 317, 533
Disimilación, 185

E
Economía de la narrativa, 251, 254
Economía libidinal, 179, 459, 464
Economía mental, 24
Economía moral, 43
Economía psíquica, 333, 343
Enfoque naturalista, 132
Ensoñación, 276, 313
Escisión del sujeto, 173, 185
Estrés, 65, 66, 85, 86, 99, 122, 128, 502, 505, 511, 514, 543
Estrés agudo, 86

618 Trauma, cultura e historia: reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio


Estrés postraumático, 26, 64, 86, 97, 111, 119, 120, 122, 166,
272, 296, 318, 328, 479, 495, 501, 502, 503, 541, 544,
547, 550
Estrés pretraumático, 293
Estrés psicológico, 85
Estrés traumático, 86, 514, 553

F
Falo, 177, 450, 451, 452, 453, 454, 455, 456, 474, 475
Feminista, 27, 123, 166, 284, 479, 481, 482, 483, 484, 489, 491,
492, 493, 494, 495, 496
Fetiche, fetichismo, fetichista, 54, 55, 116, 222, 243, 244, 249,
250, 251, 253, 255, 434, 459, 468, 563
Flashbacks, 39, 64, 113, 278, 188, 480, 535
Freudiano, 49, 168, 169, 175, 450

G
Grupos transmisores, 140, 157, 162

H
Hipnosis, 15, 25, 180, 187, 188, 190, 191
Histeria, 22, 87, 88, 90, 112, 117, 121, 166, 167, 169, 173, 175,
262, 316, 441

Índice temático 619


I
Identidad, 28, 30, 47, 48, 67, 101, 102, 108, 115, 125, 130, 131, 138,
139, 144, 145, 155, 156, 178, 183, 188, 191, 244, 245, 255, 256,
265, 279, 284, 287, 311, 334, 353, 355, 356, 357, 360, 363, 369,
370, 414, 415, 417, 454, 458, 460, 471, 523, 527, 533, 540, 542,
552
Identidad afroamericana, 353, 355, 363, 369
Identidad colectiva, 101, 102, 138, 144, 155, 156, 157, 162, 354, 355,
357, 358, 359, 364, 369
Identidad nacional, 102, 130, 136, 156, 245, 246, 386
Identidad política, 529
Imaginación, 50, 131, 137, 146,
Imaginación histórica, 241, 242, 261, 266, 267. 268, 270, 288, 289,
291, 292, 293, 372, 412, 413, 414, 424, 447, 474
Imaginado, 136, 137, 221, 268, 413, 540
Imaginario, 30, 72, 111, 137, 230, 257, 269, 278, 449, 515, 517
Incesto, 118, 480, 482, 488, 496

L
Lacaniano, 29, 263, 450, 452, 453, 538
Liberación, 171, 173, 177, 178, 184, 185, 186, 211, 212, 297, 298, 299,
300, 363
Libido, 169, 170, 179, 321
Ligazón, 178, 179, 181, 184, 185, 186, 460

620 Trauma, cultura e historia: reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio


M
Masculinidad, 207
Mecanismos de defensa, 90, 103, 104, 105, 106, 131, 172, 321, 453,
459,
Mímesis, 175, 176, 181, 182, 186, 188, 190, 191,191, 192, 236, 322,
332, 446, 527

N
Nachträglichkeit, 23, 39, 167, 168, 317, 318, 322, 324, 331,332, 533
Naturalista, 33, 34, 128, 132,135, 136, 162
Negación, 43, 67, 100, 104, 105, 111, 113, 114, 173, 177, 181, 201, 210,
230, 238, 256, 264, 278, 289, 290, 300, 413, 490, 493, 554
Neurosis traumática, 23, 24, 31, 32, 88, 168, 169, 177, 184, 192, 248,
254, 302, 308, 316, 319, 325, 344, 345, 346, 538

O
Objetividad, 38, 133, 134, 234, 289, 315, 492

P
Pesadilla, 261, 469,
Pesadilla traumática, 184, 318, 319, 320, 321, 322
Proceso traumático 139, 494
Proyección, proyectar, 104, 105, 106, 141, 393, 429, 434, 459, 468,
474, 550
Psicoanálisis, 17, 21, 22, 23, 24, 25, 29, 105, 116, 118, 123, 131, 133,
168, 169, 170, 172, 173, 174, 175, 179, 180, 262, 264, 267, 272,

Índice temático 621


282, 284, 285, 287, 290, 291, 301, 305, 306, 309, 316, 318, 319,
321, 331, 333, 337, 339, 340, 342, 428, 450, 453, 458, 494, 527,
528, 538, 540, 541
Pulsión(es), pulsional, 90, 103, 104, 116, 168, 169, 170, 171, 172, 173,
178, 182, 184, 470

R
Realista, realistamente, 161, 231, 234, 236, 237, 238, 239, 244, 264,
271, 273, 276, 287, 288, 399, 400, 462, 463
Rechazo, 173, 187, 190, 244
Repetición compulsiva, repetición-compulsión, 24, 25, 274, 280, 345
Represión primaria, 88, 93, 104, 105, 110, 111, 117, 132, 134, 135,
152, 172, 173, 174, 175, 176, 177, 182, 183, 186, 191, 235, 299,
300, 301, 302, 306, 317, 318, 321, 322, 326, 327, 331, 363, 441,
508, 525

S
Seducción, 22, 23, 32, 87, 165, 166, 167, 168, 262, 291
Señal-afecto, 176, 177
Síndrome de estrés postraumático, sept, 26, 501, 550
Sistema, 93, 94, 121
Subjetividad, 38, 197, 201, 202, 203, 205, 206, 207, 208, 232, 234,
269, 278, 279, 280, 365, 449, 450, 451, 452, 455, 461, 473, 508,
533, 561
Sucesiones de traumas parciales, 86

622 Trauma, cultura e historia: reflexiones interdisciplinarias para el nuevo milenio


T
Trastorno de estrés postraumático, tept, 26, 64, 166, 175, 189, 479,480,
496, 502, 503, 505, 506, 507, 508, 509, 510, 514, 515, 520
Trauma colectivo, 28, 29, 69, 99, 101, 102, 109, 130, 161, 503, 507,
534, 542, 544
Trauma individual, 69, 130, 365
Trauma insidioso, 334, 489, 490, 493, 496
Trauma psicológico, 29, 85, 87, 93, 95, 98, 100, 102, 117, 356, 542,
550, 551
Trauma social, 19, 20, 26, 30, 31, 32, 33, 34, 39, 46, 47, 48, 58, 59, 94,
506, 517

V
Verleugnung, 172
Víctima, 24, 25, 33, 59, 99, 104, 113, 122, 142, 143, 144, 145, 155, 182,
186, 188, 189, 190, 202, 203, 248, 277, 302, 308, 312, 315, 327,
333, 344, 346, 347, 348, 349, 350, 420. 481, 482, 483, 485, 487,
488, 491, 497, 499, 501, 510, 517, 518, 535, 537, 552, 553
Victimización, 202, 328, 348, 488, 495, 501, 551, 517

Índice temático 623


Trauma, cultura e historia: reflexiones
interdisciplinarias para el nuevo milenio, es un
título de la línea editorial Lecturas CES, editado
por el Centro de Estudios Sociales, de la Facultad
de Ciencias Humanas. En su composición se
utilizaron las fuentes: Garamond Premier Pro y
Adobe Garamond Pro. Sus páginas internas fueron
impresas sobre Alternative beige de 59.2 gr. y la
cubierta en C2S de 280 gr. Se terminó de imprimir
en Bogotá, en los talleres de Digiprint S.A.,
primera edición, 500 ejemplares.
Colección CES
Pedagogía, saber y ciencias.
Javier Sáenz Obregón, Ed.

El pentecostalismo en Colombia. Prácticas


religiosas, liderazgo
y participación política.
Clemencia Tejeiro Sarmiento, Ed.

Monitoreo de derechos
de la niñez y la adolescencia.
Reflexiones sobre lo aprendido.
Ernesto Durán & Elizabeth Valoyes, Eds.

Lecturas CES
La Influencia clásica en América Latina.
Carla Sofía Bochetti Neri, Ed.

Debates sobre ciudadanía y políticas raciales


en las Américas Negras,
Claudia Mosquera Rosero-Labbé,
Agustín Laó-Montes & César
Rodríguez Garavito, Eds.

Investigaciones CES
Acciones afirmativas y ciudadanía
diferenciada étnico-racial negra,
afrocolombiana, palenquera y raizal. Entre
Bicentenarios de las Independencias y
Constitución de 1991.
Claudia Mosquera Rosero-Labbé &
Ruby Esther León Díaz, Eds.

Cambio empresarial y tecnologías de


información en Colombia. Nuevas formas de
organización y trabajo.
Anita Weiss, Enrique Seco & Julia Ríos
L
a antología que el lector tiene en sus manos responde a la
creciente necesidad de entender el peso de la memoria, en
este caso vinculada a eventos de intensidad emocional y
gran sufrimiento, pues explora un importante, aunque naciente,
campo teórico de estudios que gira en torno a la noción de trau-
ma cultural. La bibliografía a propósito de esta materia ha con-
tinuado hasta el presente y la producción intelectual ha llegado
a tal punto y es de tan alta calidad que no es desacertado decir
que hoy en día existe un campo de convergencias que bien podría
denominarse estudios sobre o en torno al trauma social. El libro
selecciona 18 ensayos que han jugado un papel protagónico en
la construcción de tal campo y los presenta al público hispano-
parlante. Incluye textos recientes fruto de los esfuerzos de varios
autores, que, desde diferentes latitudes, contribuyen al enten-
dimiento de los legados de experiencias históricas devastadoras y
de la profunda convicción de que su lectura y crítica nos puede
aportar herramientas y claridad en el afán de enfrentar nuestras
violencias, muy diferentes, pero igualmente demoledoras.

Grupo Conflicto Social y Violencia


Grupo  de  prácticas  culturales,
4imaginarios  y  representaciones 9 Trauma
Parte II. 789587cultural
198249

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