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Contra la muerte: Sal de sangres en

sangre, de Alicia Kozameh

María A. Semilla Durán


Universidad Lyon 2

La obra de Alicia Kozameh es una inagotable reserva de voces que ponen en jaque al
mundo, indagando en sus profundidades y en sus residuos. Compleja, multiforme,
personalísima, signada por los ecos de dolorosas vivencias personales de la autora y
reconocible por los sofisticados dispositivos de mediación necesarios para contarlas, esa
obra acoge y deconstruye géneros diversos, que incluyen el cuento, la novela, el poema
en prosa, la poesía1. Desde su primera novela publicada —Pasos bajo el agua (1987)—, el
horizonte de su literatura no ha dejado de ampliarse ni su ambición de crecer. Una prueba
indiscutible de ello es la pentalogía que, bajo el título genérico de Sal de sangres, ha sido
publicada entre 2018 y 2021: Sal de sangres en guerra (2018), Sal de sangres en declive
(2019), Sal de sangres en pánico (2020a), Sal de sangres en incendio (2020b), y Sal de sangres
en sangre (2021).
Cada volumen aporta una declinación específica, retomando a su manera ciertas
constantes de la literatura de Kozameh, en la que la escritura, como la Historia, se presenta
como un territorio de disputa en el cual se juega la totalidad del ser, y en la que el cuerpo
reivindica una materialidad agónica. (Semilla Durán, 2019: 268). En la declinación
poética de las Sales de sangre se dibujan espacios, itinerarios, bifurcaciones. La guerra y sus
agujeros negros preparan la abstracción geométrica del declive y sus paradojas; el mundo
así rediseñado se hunde en la violencia extrema que enciende el pánico y desemboca en
los incendios que aniquilan, pero iluminando. La última secuencia, circular, se cierra
sobre sí misma, cuando la sangre ya no es genérica, sino propia. Los cuatro primeros están
constituidos por fragmentos de prosa poética, que se van enhebrando al ritmo de la lectura,
y en los que, como ya hemos dicho en alguna ocasión, “la materia de la lengua se organiza
en función de itinerarios analógicos […] y de variaciones metafóricas que erigen inestables
edificios simbólicos.” (265). El quinto y último, que acaba de editarse, reanuda el ejercicio
virtuoso de la poesía en verso, impuesta como forma —según Alicia Kozameh— por la
temperatura emocional del acontecimiento que se revive. Intentaremos, con esta reflexión,
esclarecer algunas de las significaciones de Sal de sangres en sangre, que cierra el ciclo y
donde la escritura, como siempre, penetra hasta el hueso2 de la experiencia.
Sal de sangres en sangre, el último volumen de la pentalogía, puede ser visto como la
continuidad lógica de los precedentes, pero también como una ruptura. Si bien reanuda

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con las grandes obsesiones que podemos rastrear desde el inicio del ciclo, toda ambigüedad
referencial, generalidad o abstracción son ahora depuestas por la voz poética, que deviene
más narrativa y testimonial, puesto que buena parte de los poemas que lo componen gira
en torno a hechos reales, históricos, protagonizados por seres con nombre y apellido, en
fechas precisas, en condiciones inequívocas. Desde la dedicatoria: “A Eduardo Próspero
Kozameh, asesinado por la triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en Rosario, Argentina.
Baleado la noche del 12 de septiembre de 1974 y fallecido tres días después, el 15 de septiembre”,
se impone al lector un marco histórico de lectura, una circunstanciación indubitable.
Eduardo Próspero Kozameh, tío de Alicia Kozameh —médico, docente universitario,
militante político— y su muerte, intempestiva pero no inexplicable, constituyen el núcleo
de Sal de sangres en sangre, y a la vez son el espacio poético en el que se entrecruzan otras
muertes y sus respectivos duelos, que han marcado la vida de la autora. En el esfuerzo por
nombrarlos, pensarlos y contenerlos, la voz de la sobrina los dice y se dice, asumiendo así
la tarea de redefinirse a sí misma.
Texto político y familiar, texto introspectivo y elegíaco, Sal de sangres en sangre
sortea sin embargo todo riesgo de idealización o sentimentalismo, al aproximarse a los
núcleos dramáticos del duelo con un tono que oscila entre la constatación descarnada,
casi clínica, y la intensidad del estallido, constante en la poética de Kozameh y que tiene al
cuerpo como caja de resonancia. La reduplicación del término sangre en el título conduce
a una redefinición o ampliación de los diversos sentidos que se han atribuido hasta ahora
al sintagma3, puesto que a la noción de sangre derramada/desparramada, ya presente en
los cuatro volúmenes anteriores, en este caso se suma la de “sangre de mi sangre”, la del
patrimonio genético, la de la pertenencia familiar. También se acentúa, si cabe, la dicotomía
propia a la fluencia misma de la sustancia en acto: la de fundar la vida —circulando en
las venas del ser vivo y nutriéndolo— y la de visibilizar (instituir) la muerte violenta —
fluyendo fuera del cuerpo por los agujeros de la herida—. Correr, circular, derramarse,
secarse, transmitirse, transfundirse… todas las virtualidades son declinables entre esos dos
extremos, y cada una encarna una forma de vivir o de morir.
El libro está organizado como un diálogo entre las voces del tío (en caracteres
normales) y la sobrina (en cursiva), que se alternan, se superponen, se responden y se
hacen eco, sin que en el cuerpo del texto se les atribuyan nombres, aunque las identidades
respectivas no dejen mucho lugar a dudas. Podríamos definir esa relación en los mismos
términos utilizados por Janis Breckenridge en su análisis de Mano en vuelo: “In this way,
Kozameh’s melodious words evoke interdependence and symmetry both in the reciprocity
of the narrating subjects and in their mutually dependent gazes” (287).
En ambas voces coexisten espacios de reflexión y de introspección —ligados
a escenas intimistas o a rituales cotidianos—, con secuencias narrativas que ponen en
escena los conflictos personales, los de las relaciones familiares, o los que afectan la vida
pública, colectiva. El tío y la sobrina ven, narran, piensan y actúan; ponen en escena una
dramaturgia en la cual sus voces toman a menudo el lugar-voz del otro/los otros, pero
también se completan especularmente. No accedemos, por el contrario, a la subjetividad
de los miembros restantes de la familia —la madre, el padre, la hermana— cuyas figuras
son siempre plasmadas por los ojos de uno de los dos protagonistas que los miran, con su
carga de afectos y desafecciones.

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Sobre ese dúo que estructura el texto se van inscribiendo otras asociaciones
familiares, otros dúos o tríos sucesivos, cuya combinatoria sugiere, instala o suscita lecturas
indagatorias, en la medida en que el peso de lo no dicho enrarece y complejiza los vínculos.
Fraternidades y filiaciones son así reinterpretadas y reapropiadas; y si el texto no lo explicita,
la lectura habilita todas las hipótesis.

Las tramas, las combinatorias


Dos planos, distintos y correlativos, sustentan la trama narrativa del poema: el factual,
histórico, comprobable; el conjetural o ficticio, cuyos recursos son la hipótesis, la memoria,
la imaginación. Al primero pertenecen las tres muertes y los duelos que las prolongan: la del
tío, la de la hermana enferma, la “muerte” de la hermana melliza malograda, cuyos residuos
deben ser extraídos porque interfieren en la salud de la sobreviviente. Esas tres muertes
se encastran las unas en las otras, se alinean en el fluir de una misma sangre, y aunque la
tercera ocupa menos espacio textual, es importante desde el punto de vista simbólico. Las
tres pueden formar parte de la trama porque la línea temporal es sinuosa y quebrada, lo que
autoriza intrusiones de pasados diversos en el discurso, retóricamente articulados. Incluso
hay momentos en los cuales las dos primeras parecen estar sucediendo simultáneamente, y
las acotaciones de las voces que dicen los acontecimientos se intrincan hasta confundirlas.
La condensación de las temporalidades en una suerte de presente absoluto, que parece
contenerlo todo en cada momento, induce una lectura comprehensiva, en la cual cada
expresión lingüística puede ser interpretada en clave doble.
En el segundo plano, situamos el conjunto de construcciones conjeturales que
permiten a cada voz leer, interpretar o imaginar todo lo que no se sabe del otro; delineando
así subjetividades hipotéticas allí donde el silencio se impone.
Como ya hemos adelantado, los dos personajes principales del poema son el tío y la
sobrina, a cuya presencia tenemos acceso gracias a una forma de perspectivismo virtuoso:
ambos ven y se ven, a sí mismos y al otro; cada uno de ellos actúa como un testigo del
otro y a veces de sí mismo; y es esa mirada la que reúne los fragmentos y edifica las
subjetividades. Los demás personajes que participan en esa especie de danza en la que
los lugares y las funciones alternan y se combinan, son el Padre, la Madre y la hermana
de la sobrina. O sea que, gracias a una estructura compleja y a una técnica depurada del
montaje, se representan dos pares de hermanos: el tío y el padre; dos pares de hermanas:
la sobrina todavía viva y la sobrina casi muerta, como las define el tío. A ellos se suman
los dúos tensos formados por las parejas padre-madre y padre/hija; así como los tríos que
pueden incluir al tío, la madre y la hija/sobrina; o bien al tío, al padre y a la hija/sobrina.
Cada vez que alguno de esos tríos se forma hay una suerte de desplazamiento de roles,
una forma de autoridad confiscada por el tío, que se ejerce en dos sentidos: como gesto
prescriptivo hacia el padre o la madre, como gesto protector hacia la sobrina. Lo vemos
tanto en el episodio en que la madre lleva a la niña a operarse de la garganta y se encuentra
con el tío, quien le reprocha no haberle avisado (Kozameh, 2021: 63); como en el del
trayecto que el padre y la niña hacen en bicicleta, cuando ella tiene un ataque de pánico al
ver unos gatitos abandonados y aplastados por los coches4. La diferencia de actitud entre
el padre y el tío es aquí flagrante: en la reconstrucción de la escena enunciada por la voz

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de la sobrina, el padre reacciona de manera autoritaria con ella, mientras parece temer la
reacción de su hermano:

Callate. Dejá de llorar. Basta de gritos. Basta.


Estamos llegando y tu tío no va a terminar
con las preguntas hasta que le diga qué es (44)

El tío, por el contrario, no sólo no niega el dolor de la niña ni prohíbe su expresión, sino
que lo ve, la acoge y la consuela:

ese llanto. Por qué todo ese desconsuelo.


[…] La alzo, le proporciono el abrazo que
le falta, llora convulsa y no le surgen palabras hasta
que las vomita todas […] (45)

Y si la niña acaba vomitando sus palabras y liberando su angustia, el monólogo interior


del tío analiza la impotencia comunicativa del hermano y a la vez calla las palabras que
hubieran debido decírselo:

[y] las otras palabras, las de mi hermano, obsoletas, opacas,


propinándose golpes, palizas, unas contra las otras,
inservibles, palabras inservibles, las de mi hermano, […] (45)

La intensidad propia a la poesía de Kozameh despliega aquí todas las variantes de la


violencia: el estallido de dolor y de elocución de la niña (vómito), la lucha imposible de
las palabras que no saben o no pueden decir lo que debieran del padre, la brutal definición
del tío. Palabras vomitadas, golpeadas, inservibles: la progresión pone al desnudo las brechas
y las alianzas, que se organizan en torno a una palabra averiada y a una trinidad anómala.
Asistimos, pues, a una suerte de desposesión de la autoridad paterna y a la interferencia
que instala la complicidad entre tío y sobrina, en detrimento de aquella. En todo caso, hay
un desplazamiento de esa función, que ya no es ejercida por quien supuestamente debiera
asumirla, como lo prueban los imperativos con que el hermano instruye al padre:

Y ni se te ocurra volver con la nena


por la misma calle que
usaste para venir. Ni se te ocurra.
Repito: ni se te ocurra. (47)

La interlocución —que es orden, palabra performática— instala un nivel de sentido


proferido y pragmático; mientras que la niña es testigo del otro diálogo, mudo, en el que se
miden los hombres antes que los hermanos; en los que la condición masculina prima sobre
la fratría: “Los hombres, los dos hombres, mirándose // Los hombres, los hermanos, mirándose”
(46).
Incluso en el momento crítico de la muerte de la hermana mayor, el tío organiza,
decide, exige, increpa al hermano o a la cuñada por su incapacidad para comprender a la

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sobrina viva, o les da órdenes que la cuñada y el hermano acatan, no sin que las miradas
digan lo que las palabras callan y que solo ellos tres parecen compartir:

[…] Ojos, todos, que


no hablan. No hablan. Yo no hablo. No
tengo voz y necesito no tenerla. (112)

De alguna manera, los triángulos familiares que se hacen y se deshacen a lo largo del
texto no respetan las posiciones clásicas de cada uno de los miembros, sino que éstos
hallan su contención o su satisfacción en una figura a la vez ineludible y rectora: la de
Eduardo Kozameh, que siendo hermano, cuñado y tío, se consolida como la versión deseable
de la paternidad. Él, que aparentemente vive solo, con sus pipas, su música y sus libros,
que se enfrenta cotidianamente con la muerte por los avatares de su profesión, y que
piensa cotidianamente en la propia muerte por su actividad como militante; él, que en la
intimidad medita acerca de sus dudas y del sentido de la vida y de la responsabilidad; en el
escenario familiar, social y político se constituye como un modelo ético, siempre presente
donde pueda necesitárselo, siempre dispuesto a la solidaridad y el riesgo. Pero también
acosado por un secreto o una culpa que nunca formula, ni siquiera en sus silenciosas
conversaciones consigo mismo:

capto en la atmósfera las señales de las deudas


que me corresponde saldar (31)

[…] Me veo escupir contra


la tierra todas las rabias y desavenencias
que […] ya no caben en mi esófago (34)

En la voz de la sobrina hallamos igualmente indicios de esos mandatos enigmáticos de


silencio y de sus efectos somáticos y poéticos. Si las rabias y desavenencias obstruyen el
esófago del tío, ella se ahoga como efecto de la pulsión del decir:

Me estrangulo, alguien me
estrangula, alguien
me aprieta la yugular como
si jugara a matarme.
[…] Justo allí, justo allí donde nacen
el rumor, la letra, el habla, los sollozos.
Basta, basta porque estoy
perdiendo la vida,
[…] porque necesito permiso para
pronunciar, necesito permiso
para permitir que se pronuncie.
Para que
todo sea dicho. (22)

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Aquello que no está siendo pronunciado, lo no dicho, puede matar. Si la respiración —la
pausa5 — es necesaria para dar el salto y afrontar la vivencia trágica, para convertirla en
experiencia, aquello que ha sido ocultado obstruye la garganta, donde se aglutinan las
palabras que deberían decirlo y no pueden. Como siempre en la obra de Kozameh, los
cuerpos son lenguaje; “continentes de deseos y rechazos, fuentes de tensiones, terrores y
fluidos; cuerpos parlantes cuyas oquedades se abren o se cierran según las circunstancias y
los estímulos; cuerpos textuales.” (Semilla Durán, 2019: 20)
El conflicto se plantea entre dos exhortaciones paradójicas: la necesidad de decir y la
imposibilidad —¿la prohibición?— de hacerla realidad. La sangre debe fluir para alimentar
la vida; la palabra debe fluir para preservarla. La sangre que circula en las propias venas es
un vínculo de afiliación y transmisión; la poesía un fluir —derramarse o desparramarse6 —
de la palabra:

[…] El golpe
[…] de las letras destrozándose unas contra
otras, formando montañas con sus restos,
edificando borbotones, eludiendo espacios
habitables, fugándose de los ahogos,
provocando ahogos hasta el ahogo mismo, hasta el final… (23)

La disputa se da a la vez contra el silencio y en el lenguaje. Las palabras del padre se golpean
entre sí, las letras de la poesía de la hija se destrozan unas contra otras. Ambas ahogan,
tratan de salir a borbotones, como las sangres, y de luchar contra las muertes posibles.
Esas falencias de la palabra, esas voces que pugnan por materializarse, esa fisicidad de la
impotencia puede ser leída tanto en el plano de las subjetividades individuales –procesos
introspectivos o creativos–, como en el de las configuraciones familiares –secretos que
corroen–, como en el marco del contexto político y social: “contra la prepotencia de las
cosas, es decir, contra el poder que somete y olvida. Y sobre todo que mata y elimina.”
(Foffani, 1988: 22)
Ahogarse en sangre, ahogarse de horror, ahogarse de letras amontonadas y palabras
sin pronunciar… Tomar aire cuando las imágenes del espanto paralizan, para poder seguir
escribiendo. Sacarse las palabras de adentro para poder respirar. Decir para ser, restituyendo
lo debido. Muertes literales, muertes metafóricas, muertes del otro y muertes propias que
la escritura alberga, ordena y exorciza.

Tres muertes, tres duelos


El acontecimiento que constituye el núcleo del poema es la muerte –proféticamente
enunciada desde el inicio por la creación de una atmósfera ominosa– del tío, cuya
representación se construye poco a poco, hasta darle espesor y profundidad, antes de que
el asesinato lo transfigure, no solo en una víctima o un héroe, sino en un heraldo de
los tiempos a venir. Las temporalidades son aleatorias en la mayoría de los casos, y los
acontecimientos del pasado se entrelazan con los de un presente poético que es ya pretérito
para la enunciación, y que se articula en “saltos” que van de la infancia a la edad adulta,
tanto del tío como de la sobrina. Esa línea quebrada de la temporalidad es la que permite

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que se incluyan otros momentos existencial y simbólicamente cruciales, como el de la
muerte de la hermana mayor y la operación que libera a la sobrina de los rastros de su
gemela malograda. Esos son los tres duelos que vertebran el texto, y es en función de tales
traumas que la voz poética se construye y se define a sí misma.
Geneviève Fabry señala las “capacidades del lenguaje poético de acoger voces y
producir presencia desde la muerte” (106). La escritura, que puede ser según los casos
epitafio, recordatorio, sepultura –discursos rituales, en fin– construye el lugar en el que
el ausente se hace presencia, pero no incluye en el caso de Kozameh la dimensión clásica
del llanto o del lamento, sino que nombra, descarnadamente, cada una de sus formas,
y se apoya en ellas para confirmar las vidas que se fueron e interrogarse sobre la propia
existencia. Daremos en nuestro análisis de esas muertes prioridad al orden discursivo por
sobre el cronológico, porque esa disposición poética hace de una de ellas el vértice y la
síntesis de todas las otras.

Primer duelo: La muerte de Eduardo Kozameh


Desde la primera página se organizan los signos anticipatorios: un viento cargado de
presagios quiebra el tono aparentemente trivial de una escena cotidiana, tal emisario de
futuras catástrofes7; y no solo detiene el movimiento del personaje, sino que la convierte
en cadáver metafórico:

[…] y el detestable
ataque del viento, del viento que es
espada y plomo y daga y es
agujas
me obliga a hacerme cargo de que estoy pálida
y rígida y desnuda. (9)

La concentración de contenidos lacerantes en la caracterización del viento8 es a la vez una


intrusión profética de la muerte —los objetos a los que se alude son armas que hieren,
desgarran, torturan y agujerean las carnes—, y un agente revelador de la propia angustia
— “me obliga a hacerme cargo” —, cuya figuración replica literalmente la de un cadáver:
“pálida y rígida y desnuda”, antes de que se opere la transmutación —¿la transubstanciación?
— que iniciará la serie de los efectos, la expansión monstruosa del acontecimiento.
Esa especie de prólogo poético se cierra con la utilización de un término que luego
será retomado de manera sistemática para representar materialmente el impacto que la
muerte del tío produce en la sobrina:

Esquirla (11)9
[…] de su sangre
esquirla pálida rígida desnuda
de su sangre
arena incrustada en la frente
por orden y acción de la
violencia de los vientos. (12)

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La esquirla, a la vez agente letal y fragmento del cuerpo herido, vuelve, como un boomerang,
transformada en esquirla de la sangre del asesinado, de su cadáver, que se acopla así con la
angustia de la sobrina al retomar literalmente el mismo orden de las palabras ya instituido,
solo que ahora resemantizadas y atribuidas a otro objeto. Transitividad del tropo que
apunta quizás al único destino que se abate contra aquellos que resisten a los vientos de la
Historia y su carga de violencia.
A partir de allí, se suceden las variaciones, obsesivas, en torno a la palabra astilla,
que aparece a su vez como un sustituto poético de la esquirla, su equivalencia: “astilla de
hueso”, “astilla de sus vértebras”, “fragmento de hueso y sol”, “esquirla de hueso muerto
ahora muerto”; astilla o esquirla que inscribe su trayectoria en el aire entre el cuerpo del tío
herido y el pómulo de la sobrina, esquirla o astilla que golpea en la piel y en la conciencia,
estableciendo entre ambos cuerpos un vínculo inmediato, fáctico, material que los anuda
y los iguala, sellando un pacto de sangre.
La primera ocurrencia de la palabra esquirla, antes de toda determinación, contiene
en sí las dimensiones posibles de la catástrofe. Se insinúa al fin de la página, y, antes de
desplegar sus virtualidades, abre un compás de espera, atraviesa el espacio en blanco entre
una página y otra, como conteniendo el aliento antes de introducir una primera figuración
—aún metafórica— de la muerte. A partir de allí, las repeticiones y variaciones apuntadas
operan una liberación catártica, y la reactualización de un sintagma completo: “pálida
rígida desnuda”, del que se ha extirpado el polisíndeton, introduce un ritmo más urgente,
más próximo al ahogo de la voz y de la lengua.
Sentadas así las premisas de la escena trágica, es la voz agonizante del tío la que
aporta, ya no la anticipación poética de la muerte, sino su experiencia. Si la voz de la
sobrina transmitía la intuición de un hecho aún no conocido, materializada en las astillas
del cuerpo distante del tío; éste habla en el instante que precede a la muerte, sintiendo
como su propio cuerpo se desangra: “figuras en rojo expandiéndose a mi alrededor” (15),
con la certeza del fin y la vocación de perdurar. Según Enrique Foffani, “Alicia Kozameh
elige la poesía como el único discurso rítmico capaz de hablar sobre lo que no tiene
representación: la destrucción. […] Se trata de la tentativa de que la destrucción hable
desde sí, desde su materialidad, desde el cuerpo mismo en el instante de su desintegración”
(2019: 254).
Una vez más el tiempo parece suspendido, la voz viene de ese espacio imposible que
media entre el ser, el dejar de ser y la dispersión futura:

Desde la blandura de la tierra


humedecido
por figuras en rojo expandiéndose a mi alrededor,
desde mis
cenizas todavía no esparcidas bajo el rojo sol
del horizonte despliego
cataratas de sal
contra el emblema que cargo, contra
los vientos blancos de la historia […] (15)

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Y es en ese umbral donde, paradójica o testamentariamente, se afirma por última vez la
coherencia de una vida: “No me aparto de ninguno de los múltiples caminos” (16), y la
voluntad de seguir resistiendo:

No es mi voluntad volverme partículas


flotantes en el aire
de la mañana
[…] No, no estaba en mis planes
volverme volátil, deshacerme en átomos:
[…] No me convierto en moléculas dispersas.
Y no, no desaparezco. (16)

La rotunda afirmación del último verso: “Y no, no desaparezco”, toma en este contexto
un sentido suplementario: las partículas flotantes no pueden sino asociarse a las astillas
que se clavan en el pómulo de la sobrina, con lo cual actualizan la idea de una cadena
de transmisión, e incluso de reencarnación, puesto que pasan a “ser” en otro cuerpo. Por
otra parte, e inevitablemente, si bien en el momento en que el tío fue asesinado todavía el
fenómeno de las desapariciones forzadas no era masivo, el hecho de poner esa afirmación
rotunda en boca del moribundo hace de él a la vez el preanuncio y la síntesis de la historia
por venir.
Al instituir un nuevo vínculo, de hueso y de sangre vertida, que se superpone al
vínculo familiar y lo materializa, el pacto entre ambos habilitará una continuidad política
y ética cuya expresión más acabada son los poemas que estamos leyendo. Es la voz de la
sobrina, finalmente —y no podía ser de otra manera— la que asume la función testimonial
de declarar día y hora, la que termina de instalar el acontecimiento en la Historia y, al
mismo tiempo, la que denuncia a los responsables y sus métodos.

Guerra, guerra fue


[…] mordeduras entre manadas de leones
hambrientos —el cielo de esa noche, la del
12 de septiembre de 1974. (18)

Y es también esa voz la que responde, confirma y constata: “No. No desaparece” (17).
Porque, contrariamente a lo que ocurrirá en la historia por venir, ésta es una muerte de
cuerpo presente. Y sus partículas ya viven en otro cuerpo hospitalario.
Una vez estipulado el pacto y establecidas las reglas de la dramaturgia, la alternancia
de voces va a asumir distintas funciones: trazar el retrato/autorretrato del tío desaparecido
—según cuál de las voces lo exprese o lo interprete—, ya sea adoptando la forma
introspectiva, o bien desde la mirada de la sobrina que lo ha conocido bien, pero a una
edad en la cual era imposible comprenderlo todo. La perspectiva del poema, que incorpora
al presente cronológico el presente siempre activo de la memoria, ficcionaliza y recrea el
cuerpo cancelado, rescata sus rituales y sus misterios; y lo piensa conjeturalmente, desde un
saber adquirido en parte a posteriori, y que no se articula necesariamente en lenguaje, sino
en las preguntas que el lector se plantea. Lo que, de alguna manera, extiende los pactos de
sangre y los pactos de silencio hasta incluirnos.

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También ese tratamiento a-cronológico de la temporalidad hace posible que el
relato de la propia muerte que articula el tío se extienda indefinidamente, como en cámara
lenta, como si la duración de esa muerte fuese infinita. Para Fiona J. Mackintosh, este
procedimiento, ya utilizado en Mano en vuelo, hace posible que un breve lapso de tiempo
sea “hugely expanded to allow for extensive poetic reflection and contemplation in what
María Neder characterizes as a ‘montaje escénico’” (2019: 211), y nos interroga acerca de
“how to keep atrocities in the public eye and mind and not let them be instantly forgotten,
and also asks how to sustain the eternal present of the poetic artefact so that its gesture is
never lost” (219–220)
El personaje se ve cayendo, primero por obra de su imaginación y metafóricamente:
“Me imagino rodando. Me veo ir/cayendo […]” (28); luego literalmente:

[…]Y los estampidos


[…] son más veloces que cualquier mirada.
Alguien ha caído contra algo, quizás un cuerpo,
quizás el mío, mi costado contra la vereda,
un cúmulo de hielo adherido a mi espalda […] (189)

[…] Uno es el cuerpo hasta que


el cuerpo deja de ser uno. De pronto
el cuerpo es grietas, es astillas.
[…] Astillas. Astillas de mí
expulsadas hacia algún vacío. ¿Será
que me expando?
Alguna de las tantas esquirlas, ¿irá a clavarse
en una mano? ¿En algún ojo? ¿En alguna mejilla?
Esquirlas que producen esquirlas que
producirán esquirlas. Somos astillas. De hueso
y de sangre. Somos astillas de sal. De sal de sangres. (190)

Y esa muerte, que no solo no se produce de manera instantánea, sino que, inconclusa en
su duración, se expande en núcleos sucesivos y distanciados entre sí, va progresivamente
invadiendo el espacio del texto, omnipresente; sea por anticipación profética, por la
prolongación del momento congelado de su ejecución física, o por su legado afectivo,
ético y político. Con los vientos penetrantes que la anuncian comienza el libro, con
una explosión de esquirlas/astillas se aloja en la carne de la sobrina, con la declinación
minuciosa de sus virtualidades materiales se abre el camino que a ella conduce. Y cuando
efectivamente esa vida se detiene, el círculo retórico se cierra con la misma precisión que
el biológico, con las mismas palabras, con idéntica progresión: esquirlas/astillas/hueso/
sangre. Paradójicamente, las preguntas que la conciencia del moribundo se formula en
sus últimos destellos de lucidez, han sido respondidas al inicio del libro, por la voz y el
pómulo herido de la sobrina. La continuidad estaba garantizada desde siempre, porque esa
sobrina es también, en parte, su obra. Sólo unas pocas nuevas palabras se adicionan a los
sintagmas ya conocidos para esbozar una última síntesis: “Somos astillas de sal. De sal de

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sangres.” Núcleo semántico y retórico del libro, la sal de sangres es la figura que condensa
todas las atribuciones, todos los desplazamientos, todas las variantes contenidas en los
cinco volúmenes. Sólo queda, para completar el círculo de la letra, del imaginario y de la
memoria, restituir el título del último, también marcado por una circularidad plena: Sal de
sangres en sangre, sal del uno en el mismo, sal del uno en el otro, sal de las mismas sangres
mezcladas, sangre de filiaciones familiares, sangre derramada de las luchas políticas en la
Historia, sangre unánime fluyendo en y más allá de la muerte.
Las últimas horas son representadas desde la mirada de la sobrina. Y la respuesta del
cuerpo y los sentimientos de la ahora joven militante se despliegan en el texto como una
réplica del derrumbe, como una muerte que hace eco a otra muerte: “No podría pararme.
No podría/caminar. Esa oscuridad […] Ya/no estoy aquí. De algún modo me voy yendo.”
(195) Para Paul Ricoeur, “la perte, la séparation comme rupture de la communication —le
mort, celui qui ne répond plus— constitue une véritable amputation du soi-même dans
la mesure où le rapport avec le disparu fait partie intégrante de l’identité propre” (463).
Muerte metafórica y muerte real se confunden y se inscriben en una misma línea, a
la vez de filiación y de afiliación. La sobrina no sólo es aquella en quien él ha pensado antes
de morir, es aquella sobre quien se cierne la amenaza de un destino idéntico; y es la voz
ocasional del primo estudiante la que expresa esa otra forma de continuidad:

[…] basta,
pensá, te va a pasar lo mismo que al tío Eduardo,
dejá la militancia, terminala, vas a caer
en un círculo, vas a quedar cercada (197)

Otra vez los mandatos contradictorios, el mundo que se divide entre los que comprenden
y los que no. La misma advertencia le había hecho el padre al tío, sin que alcanzara para
disuadirlo; quizás porque él mismo sabe que

Uno resulta ser una especie de faro encendido en


medio de la complejidad de la tiniebla con
las propias ideas dando luz al recorrido. La
propia entrega iluminando. (182)

Lo que para otros aparece como un sacrificio inútil, es en realidad asumir un destino que se
eligió a partir de un compromiso esencial, consigo mismo y con los otros: el de una lucha
que también puede ser ejemplo; el de una convicción que busca rasgar las tinieblas de la
injusticia y la opresión. Ni víctima ni héroe: un hombre que, con sus dudas y sus culpas,
decide actuar y paga el precio. Faro encendido que guiará a la sobrina, quien mientras
acompaña el féretro “con mi tío adentro y pesado de/balas y de los restos de la sal de toda su
sangre” (198), ata los hilos que han quedado sueltos, cierra los últimos círculos, convoca
otra vez al mismo viento que la hiriera en las primeras páginas, a las mismas palabras con
que dijera la sideración del presagio:

[…] El viento, que es espada y plomo y es


agujas

VOLUME 37, NUMBER 2 159


me obliga a hacerme cargo de que estoy
pálida y rígida, a pura piel, a puro pensamiento
desgranado. (200)

De un viento al otro, de una inmovilidad a otra, ha(n) transcurrido la(s) muerte(s), se han
desanudado algunos vínculos y otros se han encarnado, se han cavado los vacíos y recogido
los legados. Todo movimiento puede cesar en ese tiempo suspendido, menos la resistencia:

[…] Y aunque cada

célula de desespere, se
retuerza y reclame aire grito a grito,
no hay respiro. (200)

A cada momento de esa muerte diferida, que la voz del tío narra en una suerte de presente
absoluto, la voz de la sobrina le responde, le hace eco, la corrige o contradice, la rescata y
la retiene, o bien retoma el hilo del discurso y lo completa. Como otras tantas maneras de
mantenerlo en vida, de construirle una cripta en el lenguaje.
Al “Me veo escupir contra la tierra” (34) del tío, ella opone: “No escupía contra la
tierra/No derramaba su saliva… La tierra con sus lodos/con sus aguas transparentes … no
estaban/preparados para recibir sus huesos ni su olor/a médula y pólvora” (37). La meditación
insomne del tío: “La ilusión de/un fragor que/nunca llega y que/” (54) es retomada y
condicionada por la cruda voz de la sobrina: “si llega es/bala contra la cuarta cervical,/es
labio contra cemento, canaleta/de vereda gris, es plomo lúcido/cortante ráfaga en la luz y en
la/tiniebla …” (55). A veces se trata de completar una frase que ha quedado en suspenso,
o simplemente de retomar la últimas palabras pronunciadas por el uno para dar lugar a
la voz del otro; o bien se reconstruye un diálogo de encadenamientos lógicos y respuestas
posibles como, por ejemplo, el que introduce la secuencia de la muerte de la hermana. La
desgarradora pregunta de la niña, que aún quiere creer en la omnipotencia del tío médico:
“… Tío, ¿esta vez/no vas a poder salvarla? ¿No/vas a poder?” (73), recibe la descarnada
respuesta del médico primero, del tío después; la desmentida de lo real y sus falencias:
“No. No. No hay nada que/sea posible hacer. Ni yo, podría. Ni nadie./Calmate. Basta de
llorar, ahora…” (74).

Las otras muertes: la hermana enferma y la gemela residual


Segundo núcleo dramático del texto y de la vida, la muerte de la hermana mayor enferma
es evocada una vez más a través de las miradas del tío y de la sobrina menor. La reacción
de los padres es atestada por el tío, implicado en tanto que médico y en tanto que familiar.
En ese entrecruzamiento de mediaciones se construyen las representaciones subjetivas de
la casi-muerta y de su fin. El médico constata el estado clínico en términos objetivos, para
poetizarla luego en una imagen que se emparienta con algunas de las utilizadas para hablar
de la propia muerte en el momento del atentado (cubo de hielo); y ese salto de registro
lingüístico expresa la doble experiencia en su doble condición de profesional y de pariente
cercano. Poetizar la muerte es exorcizarla, al menos en el lenguaje.

160 CONFLUENCIA, SPRING 2022


[…] Se muere. La otra
hija de mi hermano llega a su
fin. Se derrite, ínfimo cubo
de congelado hielo, en la cama
de un sanatorio que vibra rodeado de todos sus fuegos. (71)

La sobrina, la hermana, apela a su experiencia junto a la moribunda y la recrea en términos


que oscilan entre la inmediatez de lo cotidiano “los que le pusimos en la boca el/puré de
papas mezclado con un huevo,/el licuado de frutas, el Redoxón y/cada vitamina”) y la
sublimación de la elegía:

Mi hermana, que existió en


su transparencia, en su fragilidad,
en su vacío, en su no saber, en su falta, en
esa nube que hoy
la absorbe desde las alturas […] (72)

Para acabar haciendo confluir ambas aproximaciones en una síntesis que dibuja para
siempre la condición de casi viva de aquella que hoy es la casi muerta.10

los que la
mantuvimos latiendo en un mundo
que nunca había sido suyo. (72)

La pérdida definitiva de la hermana, además de vaciar el mundo cotidiano de sus


quehaceres compartidos, y justamente por ello, provoca también una crisis de identidad.
Desposesión del afecto al que se sustrae el objeto, disolución de los gestos que contribuían
a su subsistencia, ausencia de proyección en un futuro que de pronto parece inasible: si
ser-con-la-hermana implicaba convertirse en el doble que suplía sus carencias, ¿cómo ser
sin ella?

[…] ¿Dónde quedó diluido


el destino de cuidarla para siempre cuando
mis padres murieran? ¿Quién voy a ser? (88)

Las últimas horas de la sobrina casi muerta transcurren entre dos espacios: la clínica en
la que agoniza y donde el tío médico sigue su evolución, la casa en la que los padres y
la hermana son fantasmas cenicientos, ansiosos y mudos. El tío circula entre ambos, en
una suerte de silencio consternado, la boca “clausurada” (91); y en sus idas y venidas se
concentra la tensión de la espera.

[…] Estamos
desnudos a la intemperie acosados por
miradas y emociones abruptas
y secretas. (90)

VOLUME 37, NUMBER 2 161


Una vez más las miradas suplen a las palabras, una vez más se las asocia explícitamente
con el secreto. Oscuras e intensas alianzas entre los adultos revelan otras luchas interiores
nunca nombradas. Una vez más el tiempo se estira y se remansa, y si bien no habrá milagro
que la salve, una serie de artilugios retóricos demoran la escena del duelo, intercalando por
ejemplo un poema que desplaza el eje para hablar de la otra muerte, la muerte futura del
tío (“cayendo […] en ese deslumbrante y nítido precipicio […] Maneras necesarias de /
navegar en el silencio previo a la/deriva, previo al impacto/contra/la calle empedrada”, 93);
o diversas escenas familiares. Pero, sobre todo, en esa aproximación gradual a la muerte
de la “beba de veintiún años” (100), en la que se alinean, como estaciones del calvario, las
escenas especulares de otras muertes, se injerta el relato de la operación de la sobrina viva,
y la explicación clínica de un horror inextricable, en cuanto es el que se ha llevado dentro:

Aquí está: una hermana gemela que iba a estar


unida a vos por el coxis. Eso es lo que
nada dentro de este frasco. Y vos, campeona,
ganaste la carrera. (105)

La paradoja es poderosa: una gemela malograda y extraída del propio cuerpo: “Mi gemela
construida de/angustias y revoluciones celulares/colgada de mi coxis/asida a él con sus uñas casi
eternas”, cuyos residuos, visibles e identificables, están encerrados en un frasco: “ahora
ya es un diamante monstruoso/en sus transparencias de/incredulidad, de vidrio y de formol.”
(108); frasco que, según el tío, “va a perseguirla/sin treguas. Sal de sangres/calcinadas por
el hielo” (109). Una gemela a la que la vincula, más que las células, la lucha por colonizar
el espacio vital; una no nata que alcanzó sin embargo una cierta existencia, otro vertiginoso
cuestionamiento identitario:

¿Una hermana? ¿Y yo fui más fuerte? No


la dejé crecer? ¿Y si ella hubiera prosperado
en mi lugar? ¿Una igual a la que yo soy y con
mi nombre? ¿Qué habría sido diferente? (106)

Entre una gemela no-nata siempre muerta y una hermana nata casi muerta, la configuración
de la fratría adquiere características particularmente dramáticas que atentan contra el
núcleo mismo del ser biológico y de su subjetividad. Insondable juego de espejos que, al
tiempo que espanta, la consagra como la más dotada para la supervivencia, en el centro de
un universo de impotencias y malformaciones. Haber matado a la una y vivir cuidando a
la otra, ser “liberada” quirúrgicamente de la una para que sus restos no ataquen los órganos
sanos y ser “liberada” por la enfermedad de un destino que la ataba definitivamente a la
otra, parecen ser pasos necesarios en la construcción y afirmación de sí. En esa encrucijada
alucinante de las fallas de lo orgánico se teje y se desteje el drama familiar, cuya complejidad
última parece permanecer oculta tras los silencios recurrentes.
Cuando finalmente muere la hermana mayor, es la voz del tío la que pone en escena
a la muerta, y es en tanto testigo que su mirada abarca el dolor de los padres y la hermana
viva. De la “cara blanca y los labios azules” a la” muñeca de estopa” (118), la representación
construye los significantes de la muerte. La imagen de los padres remite una vez más a la

162 CONFLUENCIA, SPRING 2022


de otras muertes metafóricas, y el peso del dolor de la madre es interpretado por el tío
como un espiral de filiaciones inciertas en el que vida y muerte se confunden: “no sabe si
está viva/como la hija viva o muerta como la hija muerta./O viva como la hija muerta. O
muerta como/la hija que todavía parece vivir” (130).
Es la hermana quien desbarata los intentos de transformar ese cuerpo en cuerpo
muerto, cuando se acerca al cadáver y la peina. Ese momento de emoción extrema es
contado dos veces, por el tío que observa y por la sobrina que actúa. El ritmo es obsesivo,
las mismas palabras se reiteran, insisten, imponen su cadencia y materializan el vínculo. La
sobrina viva no sólo “La peina. La peina y la peina. Peina la cabeza lacia” (119) sino que,
con el mismo cepillo, “después me peino yo. Algo de/su pelo en el mío, necesito, y dejar del mío/
en el suyo” (12).
Fusión, transustanciación simbólica, recuperación, presencia en el presente. No hay
muerte en esa circulación celular que da y toma, en ese intercambio obstinado. En ella
habían persistido restos de la gemela que no fue; en ella persistirán restos de la hermana
que llegó a ser. Y las astillas de hueso y sangre del tío penetrarán en su cuerpo y serán sangre
de su sangre, carne de su carne. La sobrina viva, la sobreviviente a las tres muertes, es el
vértice de un triángulo en el cual la vida se extravía y se recompone; en el laberinto de su
sangre y de su furia están todos; en la lucha que sigue los reúne y los reconoce como seres
de su ser, sin renunciación alguna. Y en cuerpo presente.
Notas
1 Lista de las publicaciones anteriores a la pentalogía: Novelas: Pasos bajo el agua (1987), 259 saltos, uno
inmortal (2001), Patas de avestruz (2003, Basse danse (2007), Natatio Aeterna (2011), Eni Furtado no ha
dejado de correr (2013), Bruno regresa descalzo (2016). Cuentos: Ofrenda de propia piel (2004), Bosquejo de
alturas (2020). Poesía: Mano en vuelo (2009).
2 La expresión remite a la publicación colectiva: Hasta el hueso. Nuevos asedios a la literatura de Alicia

Kozameh bajo la dirección de María A. Semilla Durán, 2019.


3 Ver Semilla Durán, María A., “Poéticas de la intensidad, 2019: 267; Foffani, Enrique, “Sal de sangres en

sangre”, el cierre de la pentalogía poética de Alicia Kozameh”, 2021.


4 Recordemos que la referencia a ese episodio aparece ya en las primeras páginas de Pasos bajo el agua, y

no solo actualiza un trauma de infancia, sino que introduce el núcleo narrativo del poemario que estamos
tratando, anticipándolo: “Porque yo he visto gatos muertos. Son el horror. / Aquella primera vez, cuando
papá me llevaba sentada delante de él en la sillita que había instalado en su bicicleta. Yo no pasaba de los
tres años. Íbamos a Alberdi, a la casa de su hermano, que estaba muy vivo y no se imaginaba que iba a morir
veinte años después en la calle, como muchos gatos, pero de balas paramilitares. … Me invadió ese horror
por la primera vez en mi vida. “(Kozameh, Pasos bajo el agua, 15). En el mismo pasaje se hace alusión a otro
episodio contemporáneo de la infancia: el hallazgo de un pajarito muerto: “O la primera fue la del pichón de
gorrión en la cuadra de mi casa, por esa misma época. No sé” (ídem), episodio que también reaparece en Sal
de sangres en sangre, p. 65)
5 “Entrevista a Alicia Kozameh por Erna Pfeiffer en “Tardes de Literatura”.
6 Respecto al uso de esta palabra en Sal de Sangres en sangre, ver Foffani, Enrique, “Sal de sangres en sangre”,

el cierre de la pentalogía poética de Alicia Kozameh”.


7 Ya presente en textos anteriores, señalemos la resonancia extrema que el clima alcanza en los cuerpos.

Lluvias, vientos, oscuridades nocturnas insondables, soles impiadosos: la intensidad cataclísmica de las
sensaciones y de las emociones se refleja y se realimenta en ese entramado de intemperies que acosan, de ecos
hiperbólicos.
8 Recordemos la acción perturbadora y mortífera del mismo elemento en Vientos de rotación particular

(Kozameh, 2004: 83–89)


9 La misma palabra aparecía ya en Mano en vuelo: “Qué se celebra, con tanta furia, con tanto/impacto de

color/de esquirla./Con tanta esquirla danzarina/melodiosa”(2009: 24).

VOLUME 37, NUMBER 2 163


10 La muerte de la hermana es el tema principal de la magistral novela de Alicia Kozameh Patas de avestruz
(2003), y esa misma hermana es una presencia intangible y constante en Eni Furtado no ha dejado de
correr (2013)

Bibliografía
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Fabry, Geneviève. Las formas del vacío. La escritura del duelo en la poesía de Juan Gelman, Rodopy, 2008.
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Libros, Página 12, 20/11/21, p. 18.
———. “El confín de lo humano. Algunas reflexiones sobre Mano en vuelo de Alicia Kozameh”, Hasta el
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———. 259 saltos, uno inmortal, 2001, Navaja.
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https://youtu.be/3Cnsz37zlCw
Ricoeur, Paul. L’histoire, la mémoire, l’oubli, Éditions du Seuil, 2000.
Semilla Durán, María, A. “Estudio preliminar”, Alicia Kozameh. Antología personal, editado por María A.
Semilla Durán, di/Segni, Universitá degli Studi di Milano, 2019, pp. 11–56.
———. “Poéticas de la intensidad: Sal de sangres en guerra”, Hasta el hueso. Nuevos asedios a la literatura de
Alicia Kozameh, editado por María A. Semilla Durán, alter/nativas, 2019, pp. 264–298.

164 CONFLUENCIA, SPRING 2022


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