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Rafael de Paula y un Volkswagen

Día 20/08/2010
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ABC-ESTAMPAS TAURINAS

CONOCÍ a Rafael de Paula durante una Feria del Caballo de Jerez, después de una tarde
de toros que no sería digna de quedar en el recuerdo, a no ser por un incidente de
naturaleza sentimental. El gitano estaba pasando por un mal momento íntimo, envuelto
en un triste episodio con su exmujer, y que daría al fin con los huesos del torero en la
cárcel. Aquella tarde, en el ruedo, Paula no sabía qué hacer con su segundo:
descentrado, lo engatusaba con la muleta, pensando en quitárselo de encima cuanto
antes.
De repente, en la plaza, sonó la voz del energúmeno universal —ese fenómeno, por otra
parte, tan español y tan taurino—, que aludía a una supuesta cornamenta amorosa del
torero. (Si el espectador frenético hubiese estado en el tendido de los gitanos, lo habrían
descuartizado allí mismo, y habrían hecho con su figura embutidos diversos para el
invierno siguiente, pero estaba, oculto entre la masa, en algún rincón de sombra.)
Paula, con la espada de matar en la mano, abandonó la arena hecho una furia, maldijo
de forma incomprensible, se introdujo por el burladero y arrojó el estoque, como una
lanza, contra las tablas del callejón. La espada se quedó temblando durante unos
segundos infinitos, a unos palmos de los espectadores atónitos de la primera barrera. Yo
estaba en compañía de Felipe Benítez Reyes, tres o cuatro filas más arriba, y no menos
atónito.
Después de la corrida —que terminó de malos modos, matando Paula al suyo de un
bajonazo, en mitad de un guirigay apocalíptico— nos fuimos a tomar algo un grupo de
amigos a una taberna recóndita, y allí apareció Paula, como si nada hubiera pasado unas
horas antes. Un amigo de Jerez, Rafael Benítez Toledano, se le acercó, lo invitó a beber
con nosotros y de aquella tarde nació una prolongada amistad, sobre todo con el poeta
Felipe Benítez Reyes.
Con Felipe, Rafael viajó en temporada y después de ella por toda España, estuvo en
tentaderos, acudió a fiestas, habló durante mil madrugadas sobre el toreo y la vida. (De
aquellos años surgió el libro de Felipe Benítez, Rafael de Paula, que publicamos en
Valencia, dentro de la colección Quites Libros.) Siempre que Felipe y Rafael viajaban
hacia el Norte, desde Rota o Sanlúcar, procuraban pasar por Valencia, para que
comiésemos un arrocito en la playa, y para que Rafael comprase soldados de plomo
para su hijo pequeño en una juguetería de la calle del Mar.
En cierta ocasión, me telefonearon porque estaban en Benicassim, y querían pasar por
Valencia, camino de casa. Habían ido a recoger con mucha urgencia un coche de
importación que a Rafael, en uno de sus caprichos insondables, le pareció que
necesitaba más que nada en el mundo. Era un modelo de Volkswagen que sólo se
vendía en Alemania. Rafael no solía conducir y tenía, además del coche de cuadrillas
(una espaciosa furgoneta), varios coches diferentes. Pero el caso es que una noche, de
improviso, descubrió que ese modelo de coche faltaba en su vida. Después de múltiples
gestiones y quebraderos de cabeza, el coche llegó a Castellón y Rafael no quiso esperar
a que se lo llevasen a Jerez o Sanlúcar, de manera que convenció a Felipe para recogerlo
en persona y volverse los dos conduciendo.
Pasamos dos días magníficos. Ellos se alojaron en el hotel Excelsior, y estoy seguro de
que comimos, al menos, en Eladio y La pequeña cocina. Durante alguna reunión de
aquellos días, recuerdo que Rafael me dijo, al hablar de la plaza de toros de El Puerto de
Santa María, cuyo ruedo es el más grande de España, que torear allí era como atravesar
un desierto interminable. El gitano y Felipe regresaron al Sur en el Volkswagen,
haciendo paradas turísticas allí donde se les antojó, hasta que llegaron a casa de Felipe,
en Rota. Rafael aparcó el coche en el jardín, llamó un taxi para ir a su casa de Sanlúcar
y el coche imprescindible se quedó allí, cubierto con un hule, durante casi un año.

EL PAIS

Felipe Benítez Reyes

7 JUN 2007

Nunca he sido aficionado a los toros (¿para qué?), pero fui aficionado al toreo de Rafael
de Paula, supongo que porque este gitano de la ciudad de los gitanos representaba una
anomalía mágica dentro del toreo: alguien capaz de convertir una tarde de toros en un
espectáculo de indecisión y dramatismo, de misterio y desgarro, de frustración o de
gloria. Siempre fue Rafael de Paula un torero imprevisible... incluso para Rafael de
Paula. Una moneda lanzada al aire. Y había veces en que incluso la moneda desaparecía
en el aire: nada. Porque el Paula podía ser una presencia invisible, espectro de sí mismo,
perdido allá en sí mismo o de sí mismo, entre miles de espectadores vociferantes que se
tomaban la molestia de abroncar a un espectro.

Hoy, el Paula es un torero retirado, motivo de fabulaciones y leyendas. En realidad, era


ya leyenda cuando estaba en activo, y la plaza parecía una unánime respiración
contenida cuando el jerezano se abría de capa, expectante la afición ante los designios
de esos duendes que vienen a ser la metáfora de la posibilidad de lo casi imposible. A
veces, esos duendes veleidosos disponían que algún que otro toro se fuese vivo al corral,
pero, en el fondo, ¿quién puede tomarse en serio a esos toreros que son capaces de
matar todos sus toros? La magia también debe fallar. Y son los toreros irregulares los
que conceden credibilidad al toreo, que no puede aspirar a convertirse en una ciencia
exacta, en un guión fijo, en una expectativa previsible: a veces hay que tocar la gloria
con las manos y a veces hay que morder el polvo. El problema es que el polvo puede
morderlo todo el mundo, pero la gloria pueden tocarla muy pocos. La verdadera gloria:
la de lograr convertir un espectáculo canallesco y atroz en una ceremonia
estremecedora. El Paula era de ésos, cuando lo era.
Decía Oscar Wilde que el público es un ente asombrosamente tolerante, capaz de
perdonar todo, salvo el genio. A Rafael de Paula no le perdonaron el suyo. O mejor
dicho: el público no parecía comprender que su genialidad tenía una cara y una cruz, y
que ambas formaban parte de una esencia única. Sólo el genio tiene derecho a no serlo.
Sólo el genio puede ser la sombra patética de sí mismo sin dejar de ser quien es, porque
esa sombra patética es también protagonista principal de la trama.

En mayo de 2000 era feria en Jerez de la Frontera y el Paula compartía cartel con Curro
Romero y Finito de Córdoba. Rafael se dejó vivos sus dos toros y se arrancó la coleta.
Había debutado con picadores en aquella plaza en 1958. Se fue del toreo del mismo
modo en que estuvo durante más de cuarenta años en el toreo: de un modo improvisado
y trágico, desgarrado y pasional, con esa dignidad en carne viva de los perdedores. Se
fue de los toros en medio de un arrebato, porque su vida profesional no fue otra cosa
que eso: un arrebato milagroso, la extraña religión estética de un hombre aterrado del
poder de los dioses y de los duendes, tanto de los malos como de los benéficos. Se fue
porque se puede luchar contra los toros, pero no contra el tiempo, aunque él consiguió
del tiempo una prórroga no menos inexplicable que temeraria.

Con sus rodillas rotas en pedazos, Rafael de Paula se puso durante décadas delante de
los toros con la sola defensa de su anómala sabiduría, de su instinto oscuro, de sus
muñecas lentas y barrocas. ¿Esos célebres miedos de Rafael de Paula? No es más
valiente quien menos miedo tiene, sino aquél que, aun estando muerto de miedo, lleva a
cabo faenas de valiente. Con sus piernas de trapo, con sus rodillas convertidas en una
chatarrería gracias a la cirugía experimental de los años setenta, el Paula fue el torero
más portentoso, más imprevisible, más excéntrico, más desvalido y más hondo de
cuantos ha visto uno, y tardará mucho en nacer -si es que nace- alguien que lleve el
oficio de torear adonde él lo llevó: al territorio de la pura especulación artística, al
ámbito irreal de los arquetipos, al grado de la ensoñación inexplicable.

Una tarde de feria, un torero de 60 años fue vencido por el tiempo. Tenía que matar dos
toros, pero comprendió que lo más lógico sería que uno de esos dos toros lo matara a él.
Rafael de Paula estaba al margen del toreo a fuerza de estar en el núcleo mismo del
toreo: lo suyo era otra cosa. No rompió ningún molde: se limitó a crear un molde nuevo.
Hasta que el molde se rompió por sí solo, claro está. Y el mundo sigue.

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