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EL DESAFÍO DE INCORPORAR LA ESPIRITUALIDAD A LA EDUCACIÓN

Maximiliano Koch S.J.1


Junio, 2022
Introducción
La Convención de los Derechos del Niño reconoce “el derecho de todo niño a un
nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social” (Art.
17.1). Este nivel de vida apto para el desarrollo pleno no ha sido todavía alcanzado por la
mayoría de los países latinoamericanos, a pesar de los esfuerzos y estrategias empleados
por los gobiernos, asociaciones públicas y privadas, instituciones religiosas y aún por el
esfuerzo de algunos individuos. En efecto, es posible constatar un grave desajuste social
que afecta a personas, instituciones y aún a estructuras de gobierno.
Las instituciones educativas que pertenecen a la Compañía de Jesús deberían
procurar aún con mayor insistencia este equilibrio entre las distintas dimensiones humanas.
Cabe recordar que el P. General Peter-Hans Kolvenbach SJ, al comentar el documento
“Características de la Educación de la Compañía de Jesús”, señaló:
La promoción del desarrollo intelectual de cada estudiante, para completar los
talentos recibidos de Dios, sigue siendo con razón un objetivo destacado de la
educación de la Compañía. Su finalidad, sin embargo, no ha sido nunca acumular
simplemente cantidades de información o preparación para una profesión,
aunque estas sean importantes en sí mismas y útiles para que surjan líderes
cristianos. El objetivo último de la educación jesuita es, más bien, el crecimiento
global de la persona que lleva a la acción, acción inspirada por el Espíritu y la
presencia de Jesucristo, Hijo de Dios, el ‘Hombre para los demás’. Este objetivo
orientado a la acción está basado en una comprensión reflexiva y vivificada por
la contemplación, e insta a los alumnos al dominio de si y a la iniciativa,
integridad y exactitud2.

Sin embargo, debemos reconocer que nuestros currículos escolares no suelen


garantizar la educación integral de los niños, sino que enfocan su acción en el desarrollo
cognitivo de las personas, con algunas acciones que promueven la educación emocional, la
educación sexual, la educación física y, con algunos acentos más o menos marcados, la
educación religiosa.

1
Director de Pastoral de Fe y Alegría del Uruguay. Doctor en Derecho Internacional, Universidad
Pontificia Comillas; Master in Religious Education, Institute of Education, University College London.
Artículo escrito a petición del Centro Virtual de Pedagogía Ignaciana para su publicación en el Boletín de
Selecciones Junio-Julio 2022.
2
Kolvenbach, P. H., Discurso en la Universidad de Georgetown, 7 de Julio de 1989
Por otra parte, el proceso de secularización dificulta aún más la educación espiritual.
En ocasiones, los obstáculos son externos, como es el caso del retraimiento de los subsidios
que algunos países destinaban a la formación religiosa. Pero, en ocasiones, son las propias
instituciones educativas las que optan por una posición“neutra” u objetiva, para evitar que
alumnos o familias se sientan discriminadas, como si ello fuera posible 3.
Asumir la educación de esta manera es, a mi entender, fuente múltiples
desequilibrios. Así, Apple (2013) ha denunciado que la promoción de la afectividad y
espiritualidad sólo se hace con relativo éxito en colegios privados, mientras que las escuelas
gratuitas que se sitúan en colegios vulnerables no suelen proveer herramientas para ello.
Consecuentemente, sólo aquellos niños cuyas familias han podido afrontar
económicamente la educación privada, podrán desarrollar su espiritualidad de forma más
plena, alcanzado en consecuencia una mayor consciencia de su presente y proyección hacia
el futuro (Torralba 2012).
Las siguientes páginas pretenden abrir un debate sobre temas controvertidos y
responder a algunos interrogantes:
 ¿Por qué deberíamos educar la espiritualidad?
 ¿Por qué deberían hacerlo nuestras instituciones educativas?
 ¿Por qué deberíamos hacerlo a través de nuestras prácticas religiosas?
 ¿Qué criterios deberíamos seguir al tiempo de escoger las prácticas que pueden
ayudar a la formación?
De este modo, se aspira que educadores, directivos y responsables de las redes
educativas de la Compañía de Jesús que trabajan en educación básica y media -en especial,
aquellos que trabajan en contexto de vulnerabilidad- seamos conscientes de la importancia
que tiene la educación espiritual y religiosa de nuestros niños. En consecuencia, se advierte
que no se analizarán las múltiples causas históricas, económicas, políticas e ideológicas que
han limitado la promoción de la espiritualidad en el sistema educativo latinoamericano.

1. La educación espiritual: un asunto de justicia


Sostiene Nancy Fraser que el significado más general de “justicia” es la paridad en la
participación (2010). Esta capacidad de interactuar socialmente como pares se ve socavada
por cuatro grandes problemas institucionalizados: el económico, cultural, el político y el

3
Señala Torralba (2012) al respecto: “no existe, y jamás ha existido, una educación neutral, objetiva,
pura, ajena a la historia y a la biografía del educador. La supuesta reivindicación de una educación neutral
me parece profundamente naif, inocente, incluso insensata. Siempre se educa desde un determinado
lugar, en un determinado contexto, desde una pirámide de valores, desde un trasfondo de convicciones
y creencias, sean o no religiosas” (pp.31-32).
2
afectivo – espiritual. Respectivamente, estos problemas generan desigualdades en la
distribución de recursos, en el reconocimiento y en la valoración de las minorías, en la
representación en la esfera pública y en el desarrollo de la confianza en las relaciones
(Fraser 1997, 2010; Lynch 2002; Mills 2016). Estos cuatro problemas están entrelazados y,
en consecuencia, deben abordarse de manera conjunta, salvaguardando la especificidad de
cada uno (Lynch 2009).
Consecuentemente, un grupo de teóricos ha postulado que la justicia social en
términos de participación sólo podrá ser alcanzada si se contrarrestan las desigualdades
económicas, políticas y culturales, junto con las desigualdades afectivas y espirituales,
puesto que estos cuatro factores causan desequilibrios sociales e individuales (Mills 2016).
Así, Apple (2013) ha sostenido que la educación tiene la grave tarea de asumir este desafío
para evitar que las desigualdades se reproduzcan.
A pesar de ello, es posible constatar que, al tiempo de diseñar los currículos, las
instituciones educativas no necesariamente procuran un equilibrio en estas cuatro
dimensiones. En especial, la afectividad y espiritualidad han sido relegadas al ámbito
privado y personal y, en consecuencia, no han sido estudiadas como un problema social. Sin
embargo, hoy se reconoce que las relaciones afectivas tienen, por un lado, implicaciones
colectivas, porque “las sociedades dependen del amor y el cuidado que típicamente brindan
las mujeres a los niños y otras personas dependientes” (Lynch et al. 2009a: 2).
Por otro lado, se ha enfatizado cómo el desarrollo humano individual depende de la
relación de cuidado: “las relaciones de amor, cuidado y solidaridad ayudan a establecer un
sentido básico de importancia, valor y pertenencia, un sentido de ser apreciado, querido y
cuidado. Ambos son un componente vital de lo que permite a las personas llevar vidas
exitosas y una expresión de interdependencia fundamental” (Lynch et al. 2009a: 1). Así, la
promoción de la “justicia afectiva y espiritual” parecería necesaria para asegurar la paridad
de participación en la vida social.
En efecto, el sub-desarrollo espiritual tiene implicancias personales y sociales, si
entendemos que la espiritualidad “es la dimensión dinámica de la vida humana que
concierne al modo a través del cual la persona (individuo y comunidad) experimenta,
expresa o indaga el sentido de su existencia; el modo como se relaciona con el momento
presente y consigo misma, con los otros, con la naturaleza, con Dios y con aquello que es
significativo o sagrado” (Torralba 2012, p. 47). Un analfabeto espiritual (Torralba 2012) sería
incapaz, por tanto, de autodeterminarse, decidir, actuar y obrar por uno mismo, así como
de convertir la vida personal en un proyecto individual en conexión con el mundo que lo
acoge.

3
En conclusión, el equilibrio social y justo sólo puede ser abordado si las instituciones
procuran el desarrollo pleno de las personas, incluyendo el aspecto espiritual.
Paradójicamente, las instituciones que velan por la formación de los niños no suelen tomar
este asunto con seriedad. El reto que se presenta a las instituciones educativas de la
Compañía de Jesús no debería ser menospreciado, en especial a las que trabajan en
contextos de vulnerabilidad, como la red de educación Fe y Alegría.

2. El desafío de educar la espiritualidad


Nye (2019) y Champagne (2010) han señalado que la espiritualidad forma parte de
la naturaleza humana y que los niños tienen experiencias espirituales desde muy temprana
edad. Algunas situaciones o momentos llevan a que los niños tomen consciencia de su
existencia y sus potencialidades y pueden ser muy profundas, aunque breves en el tiempo.
Pueden ser momentos intensos relacionados con el cuerpo, sensaciones o sentimientos. Sin
embargo, estas experiencias difícilmente suceden cuando los niños se sienten amenazados
puesto que su capacidad de explorar -externa e internamente- se ve limitada. Por ello, los
adultos son responsables de garantizar ambientes de estímulo, seguridad, confianza,
bienestar y respeto para permitir que los niños se sientan cuidados y protegidos (Azar, S.,
2021).
Tradicionalmente, al menos en la cultura occidental, las familias tenían prácticas
religiosas que ayudaban a que la espiritualidad de los niños se desarrolle y adquiera algunas
formas de expresión. Compartían espacios en los que se tomaba cierta distancia de la
realidad y se conectaba con una dimensión sagrada o, al menos, diferente a la habitual.
Estos espacios enmarcaban momentos significativos de la vida: bendición de la mesa,
reunión en torno al rezo del Rosario, asistencia familiar a la Eucaristía o procesiones,
novenas, Navidad, etcétera. Muchas de estas prácticas exigían una preparación previa,
como usar vestimentas especiales, preparar la casa o un plato de comida especial y, con
esto, el entorno indicaba que se estaba por vivir algo extraordinario, un tiempo distinto al
habitual. La catequesis o formación cristiana de los colegios proveía de lenguaje y forma
una experiencia espiritual que la antecedía.
Con el proceso de secularización al que asistimos, muchas de las tradiciones
religiosas, culturales y sociales han desaparecido. En la mayoría de las familias se han
perdido estas prácticas y, con esto, los niños crecen en la inmediatez, sin posibilidades de
explorar el silencio, la reflexión, el agradecimiento, el compartir profundo, la consciencia
del límite y la necesidad, todo lo cual forman parte de la experiencia espiritual. Por ello,
entiendo que debemos hacer una profunda reflexión acerca de nuestra propuesta religiosa
dentro de nuestras instituciones educativas.

4
En efecto, creo que el modo de impartir formación espiritual o religiosa en las
instituciones educativas necesita ser revisado. La ausencia de experiencias espirituales en
el contexto familiar torna el contenido formativo tradicional en palabras vacías y sin raíz
experiencial. Por ello, debemos pensar nuevas estrategias para abordar el trabajo
formativo. En definitiva, nuestras instituciones deberían proponer, a la vez, experiencias
espirituales y contenido.
De este modo, propongo que las instituciones educativas provean espacios
temporales y espaciales para que, a través de experiencias y prácticas, los niños puedan
hacer conscientes las múltiples experiencias espirituales que han tenido y tienen en sus
vidas. Espacios en los que puedan experimentar el silencio, la reflexión, la celebración, el
asombro, la exploración interior y exterior. Espacios en los que las historias de otros seres
humanos muestren modelos de vida alternativos: personas en búsqueda, personas con
sentido, personas que han encontrado respuestas disruptivas. Espacios en los que puedan
abrirse a lo trascendente y comunicar sus percepciones e intuiciones 4.
Los espacios temporales y espaciales son necesarias para que las experiencias
espirituales que los niños han experimentado puedan ser comprendidas, valoradas,
reflexionadas y adquiridas. En definitiva, son espacios en los que las experiencias
espontáneas puedan ser expresadas. Los modos de expresión no son exclusivamente
verbales, sino que, recordando el célebre poema de Loris Malaguzzi “Los cien lenguajes del
niño”, deberíamos reconocer que la música, el arte y la expresión corporal junto con la
contemplación, lo simbólico, lo narrativo pueden ser canales igualmente válidos. Por
supuesto, esto no quiere decir que, enmarcado en estos espacios cuidado, los niños puedan
tener a su vez experiencias.
Puesto que las experiencias espirituales son naturales, debemos preguntarnos:
¿Deben los espacios referirse a experiencias religiosas? En definitiva, nos preguntamos por
el rol que cumplen las religiones en este proceso. ¿Es conveniente o necesario que
recurramos a prácticas religiosas para promover el desarrollo espiritual de los niños? Creo
que la gravedad de estas preguntas exige un tratamiento específico.

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Aun así, se debe reconocer que las instituciones educativas muy difícilmente podrán sustituir o
reemplazar las experiencias espirituales que se tenían en ámbitos familiares. Estas últimas están
determinadas por el vínculo entre el niño y la figura de apego primaria, vínculo que se constituye en los
primeros años de vida y con el padre, madre u otros adultos que desempeñan el rol de cuidador.
Normalmente, los educadores de instituciones formales y no formales de educación son figuras de apego
secundarias. Por ello, las experiencias espirituales familiares dejan una huella afectiva más profunda.
Esto no debería conducirnos al escepticismo, sino hacernos conscientes del desafío que tenemos por
delante. Sobre la relación que existe entre la afectividad y algunos aprendizajes fundamentales que
ocurren en la primera infancia pero que tienen consecuencias en toda la existencia humana puede verse
Sarlé y otros (2021).
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3. La promoción espiritual a partir de las experiencias religiosas
En su exposición acerca de “Neurociencias y espiritualidad”, Christian Plebst
señalaba que las religiones guardan una sabiduría milenaria acerca de la espiritualidad y,
por ello, las neurociencias estudian la espiritualidad a partir de las ritos y prácticas religiosas
(2020). Ciertamente, el fenómeno religioso tiene profundas intuiciones acerca de cómo
cuidar y promover la espiritualidad de las personas. No podríamos en este apartado
mencionar todos los aportes que hacen las religiones a la espiritualidad, por lo que me
limitaré a enunciar cuatro:
a. La periodicidad de las prácticas. Las religiones prevén prácticas o ritos que
deben hacerse con cierta regularidad. En el catolicismo, rezar el Rosario o el
Oficio de las Horas, la Eucaristía diaria o semanal, la Reconciliación, etcétera,
abren espacios periódicos para que las personas puedan conectarse con una
dimensión trascendente. Muchas propuestas pedagógicas insisten en lo
importante de los hábitos en la niñez, los “ritmos”. Así, sabemos hoy que las
rutinas son importantes en todas las etapas de la vida, pero especialmente
cuando transitamos nuestra niñez y esto también implica lo espiritual.
b. La dimensión trascendente. Los ritos y prácticas religiosas permiten tomar
distancia de los acontecimientos cotidianos, de lo inmediato. Por ello, San
Ignacio de Loyola insistía a los jesuitas que hicieran el “examen diario”, la pausa
diaria. Estos instantes permiten que conectemos con nuestro mundo emocional,
nuestro mundo de sensaciones, y tomemos consciencia de lo que nos habita y
qué motiva nuestros actos; también ayudan a que los seres humanos
reconozcamos nuestra finitud, nuestro límite y nuestra necesidad de un Otro
(absoluto) y de otros (nuestros compañeros de camino).
c. La dimensión espacial. Comúnmente, las religiones prevén espacios especiales
para conectar con lo sagrado. En el catolicismo, los templos o iglesias están
reservados, por ejemplo, para orar o celebrar sacramentos. Son espacios
cuidados, donde las personas no se sienten amenazadas, sino que, por el
contrario, buscan refugio interior o, en algunos casos, también exterior. Los
espacios posibilitan la exploración, la apertura, el reconocimiento, la
verbalización. Sabemos que todo esto es necesario para que los niños (y los
adultos) puedan desarrollar algunas facultades relacionadas con el sentido y la
consciencia.
d. Lenguaje a la espiritualidad. Aunque las experiencias espirituales nos permiten
ser conscientes de nuestra existencia y nos permiten proyectarnos hacia el
futuro, muchas de ellas “se pierden” por no volver sobre ellas, reflexionarlas y,

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de este modo, apropiárnoslas. Para todo ello necesitamos encontrar canales de
expresión que puedan comunicar, con un grado mayor o menor de certeza, lo
que hemos experimentado. Las religiones proveen lenguaje para algunas de las
experiencias espirituales más profundas del ser humano: el silencio, lo simbólico,
las narraciones de textos sagrados, la posibilidad de expresar nuestro mundo
interior en una comunidad, entre otras.
Se podría alegar que no es necesaria una religión para proveer periodicidad o rutina
a ciertas prácticas, para tomar distancia de lo cotidiano, para encontrar espacios donde los
niños se sientan seguros, para poner palabra (en sentido muy amplio) a nuestras
expresiones espirituales. Reconozco que, aunque en principio esa afirmación puede ser
cierta, no he encontrado aún prácticas que integren esas cuatro intuiciones y otras muchas
que las religiones ayudan a cuidar y desarrollar, como un marco moral y ético y la empatía,
entre otros. En definitiva, necesitaríamos una gran suma de recursos, tiempo, ingenio,
destrezas y personas para ayudar a que los niños desarrollen su espiritualidad dejando fuera
las prácticas religiosas.
Por otra parte, creo que las instituciones educativas formales y no formales de la
Compañía de Jesús deben reconocer y presentar sus rasgos identitarios cuando reciben a
familias que confían sus hijos para que sean educados. Y, en esto, uno de los rasgos
identitarios más fuerte es, por supuesto, su espiritualidad, así como el hecho de pertenecer
a la Iglesia Católica y asumir el compromiso de anunciar la buena noticia de Jesucristo. Nos
recuerda Torralba (2012) al respecto:
No existe comunidad educativa neutral. No lo es la confesional, pero tampoco lo
es la laica. En ambas se administran unos conocimientos que se seleccionan
previamente y, en ambas, se priorizan unos determinados valores y criterios
éticos. Presentar una educación como neutral u objetiva cuando no lo es, ni puede
serlo, me parece una falta de honestidad. Creo que lo honesto es tomar
consciencia del punto de partida y explicitarlo en los procesos educativos. (p. 32).

En conclusión, en contra de las posiciones que afirman que enseñar prácticas


religiosas en instituciones educativas se hace con el propósito de adoctrinar, nutrir templos
y que no respetan la libertad del ser humano, creo que los ritos religiosos pueden favorecer
muy positivamente en el desarrollo la espiritualidad de los niños. Por otra parte, que
nuestras instituciones educativas se presenten a partir de sus rasgos identitarios es un acto
de honestidad. No supone exclusión de quienes profesan una religión distinta o ninguna
puesto que se acepta que existen otros modos de expresar la espiritualidad. Finalmente, se
asume que las prácticas religiosas y sus ritos deben ser adecuados para cada edad,
procurando alcanzar el verdadero propósito que persiguen. Abordaremos ahora algunos

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criterios que podrían guiar nuestra reflexión sobre las prácticas que pueden ayudar en la
espiritualidad de la niñez.

4. Criterios que deberían regir nuestras prácticas para promover el desarrollo


espiritual en la niñez
A lo largo de este trabajo se han mencionado algunas condiciones necesarias para
el trabajo espiritual, como la actitud que los adultos deben tener para que los niños se
sientan acogidos, respetados y escuchados. Asimismo, se ha mencionado que las
experiencias espirituales deben ser periódicas y en un tiempo y espacio adecuado. Estos
son presupuestos mínimos e ineludibles, sin los cuales no conviene abordar el trabajo
espiritual por la vulnerabilidad que experimentan cuando toman contacto con el misterio
de sus vidas.
Además de ello, creo que, al preparar las prácticas, deberíamos discernir qué
aspecto de la espiritualidad queremos trabajar. De acuerdo con Nye (2019), las experiencias
espirituales son experiencias relacionales y ocurren de tres modos igualmente importantes:
a. Relación con uno mismo. Consciencia del propio cuerpo, de sus posibilidades, de
las sensaciones de alegría, placer y gozo o de tristeza o dolor, de sus emociones y
de su regulación. Tiene lugar a partir de las primeras semanas de vida.
b. Relación con los demás. Consciencia de los otros y de las cosas. Tiene una doble
dirección: por un lado, cuando nos preguntamos quiénes son los demás para mí
(alguien que promueve / acompaña / escucha / comparte / enseña o, por el
contrario, alguien que amenaza / silencia / pone distancia) y, por otro, cuando nos
preguntamos quién soy yo para los demás (alguien querido / aceptado / escuchado
o, por el contrario, alguien no deseado / silenciado, etc.).
c. Relación con lo trascendente. Desde muy pequeños, experimentamos una
relación con el misterio. De hecho, los niños tienen una especial apertura y
aceptación de aquello que no somos capaces de comprender. No es una
consciencia que emerge exclusivamente en ambientes religiosos, sino que también
niños que no han tenido ninguna formación la experimentan. En estos últimos
casos, se expresa a través de seres sobrenaturales creados como monstruos (no
necesariamente “malignos”), amigos invisibles, etcétera5.

5
Señala Torralba (2012) al respecto: “La cuestión de Dios no es ajena a la vida espiritual infantil. Olvidarse
de esta cuestión, ocultarla, desterrarla de la vida del niño es una opción equivocada y, además, imposible
porque de un modo u otro el niño se enfrenta a tal cuestión” (p. 157)
8
En consecuencia, cuando se planea una actividad, conviene que sepamos qué tipo
de relación (o qué tipos) queremos explorar para ayudar al desarrollo de la espiritualidad.
Esto también ayudará a discernir qué metodología o actividad debemos utilizar. Sobre esto,
existen muchos cuestionamientos acerca del mejor modo de hacerlo. Como Torralba
(2012), creo que “sería un error identificar un único método para acceder al núcleo de la
vida espiritual. Parece más sensato reconocer que existen distintas estrategias (caminos,
decía Teresa de Ávila) para ahondar en esta esfera y observar, críticamente, que cada una
tiene sus virtudes y defectos” (p. 50). Sin embargo, algunos modelos como Godly Play, la
Filosofía para niños, o la Catequesis del Buen Pastor pueden resultar de gran ayuda. Para
preparar una actividad, podemos tener en cuenta que:
 Estructuramos nuestras ideas de forma narrativa y, por lo tanto, se puede trabajar
la espiritualidad a partir de cuentos, canciones, poesías, narraciones, etcétera.
 La narración puede ser pausada con preguntas que ayuden a que los niños se
sientan involucrados y pongan sus sentimientos en los personajes de la historia,
preguntas como: ¿Qué crees que siente…? ¿Tú te has sentido así alguna vez? ¿Qué
crees que pasará ahora? Nótese que las preguntas son siempre abiertas, no
directivas puesto que se trata de que los niños hagan conscientes sus experiencias
espirituales.
 Ayudan en las dinámicas los objetos transicionales. Los objetos suelen ser neutros
(sin color o forma definida) para que los niños puedan “completarlos” con su
imaginación.
 Conviene que los niños puedan expresar su mundo interior a través de múltiples
lenguajes verbales y no verbales (dibujos, danzas, silencio, etc.).

Conclusión
A través de estas páginas, se explica por qué es necesario que las instituciones
educativas deberían promover el desarrollo de la espiritualidad de los niños y por qué las
obras de la Compañía de Jesús tienen una especial responsabilidad, mayor aun cuando se
insertan en contextos de vulnerabilidad. También se ha señalado que las prácticas y ritos
religiosos guardan profundas intuiciones sobre qué debemos promover y cómo hacerlo.
Finalmente, se han mencionado algunos criterios que podrían ayudar a educadores a
planificar las actividades para promoverla.
Si en verdad queremos formar seres plenos, comprometidos, con sentido y sueños,
debemos incluir actividades que ayuden a desarrollar la espiritualidad en la niñez. Y
debemos hacerlo sabiendo la importancia que estas actividades tienen, proponiendo

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caminos transitables y válidos. Creo, por último, que al igual que hemos empleado recursos
materiales y humanos para innovar pedagógicamente en muchas áreas de la educación,
tenemos que hacer lo mismo con el área de la espiritualidad, reconociendo que el niño tiene
necesidad de expresar quién es y qué espera de su vida.

Bibliografía consultada
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Cohen, J. (2006), Social, Emotional, Ethical, and Academic Education: Creating a Climate for
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Feeley, M. (2009), Living in Care and Without Love - The impact of Affective Inequalities on
learning literacy. In K. Lynch, J. Backer, & M. Lyons, Affective Equality. Love, Care and
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Lynch, K. (2007), Love Labour as a Distinct and Non-Commodifiable Form of Care Labour.
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Lynch, K. (2012). Affective Justice as a key issue of Justice: a comment on Fraser's 3-
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Identities. In K. Lynch, J. Backer, & M. Lyons, Affective Equality. Love, Care and
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Nye, R. (2019), La espiritualidad infantil. En qué consiste y cómo enriquecerla. San Pablo,
Madrid.
Sarlé, P.; Ivaldi, E.; Hernández, L. (Coord.) (2021), Arte, educación y primera infancia:
sentidos y experiencias. Metas educativas: Madrid.
Torralba, F. (2012), Inteligencia espiritual en los niños. Plataforma Editorial, Barcelona.

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