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Por: REDACCION EL TIEMPO
21 de agosto 1999 , 12:00 a. m.
El mundo del upac parece creado por una mente enfermiza. O si no, analicen este caso de la
vida real. Hace tres años, Pedro Rodríguez (por ponerle un nombre cualquiera) compró un
apartamento de 90 millones de pesos. Vendió sus pertenencias para reunir 45 millones y
quedar debiendo otro tanto. En aquel momento, las cuotas que pagaba (unos 800.000 pesos
al mes) eran comparables a las de un arriendo.
Hoy día debe pagar cuotas de dos millones de pesos. Como no está en condiciones de
hacerlo, debe vender el apartamento. Su deuda con el banco, después de tres años de pagos
cumplidos, es de 90 millones de pesos. Conclusión, debe entregar el apartamento para
quedar en paz con el banco, pues para ellos vale eso: los 90 millones de pesos que debe.
Si este tipo de situaciones las padece el estrato seis, mejor ni pensar en qué clase de país
vivimos.
Eduardo Ariosto
ARTICULO
Nos encontramos en tiempos preocupantes. La crisis climática, las ostensibles desigualdades, los conflictos
sangrientos, las transgresiones de los derechos humanos y la devastación individual y económica que ha
traído consigo la pandemia de COVID-19 han creado en nuestro mundo más tensiones de las que he visto en
toda mi vida.
Nos encontramos en tiempos preocupantes. La crisis climática, las ostensibles desigualdades, los conflictos
sangrientos, las transgresiones de los derechos humanos y la devastación individual y económica que ha
traído consigo la pandemia de COVID-19 han creado en nuestro mundo más tensiones de las que he visto en
toda mi vida.
Sin embargo, la amenaza existencial que ensombreció la primera mitad de mi vida ya no recibe la atención
que debería. Las armas nucleares han desaparecido de los titulares y de los guiones de Hollywood, aunque el
peligro que representan es tan grande como siempre y crece año tras año. No hace falta más que un
malentendido o un error de cálculo para desencadenar el exterminio nuclear – una espada de Damocles que
conllevaría no solo muerte y sufrimiento a una escala horrorosa, sino el final de la vida en la Tierra.
Merced a una combinación de buena suerte y buen juicio, nadie ha empleado armas nucleares desde que
incineraron Hiroshima y Nagasaki, en 1945. Pero con más de 13.000 armas nucleares en los arsenales de
todo el mundo, ¿cuánto nos puede durar la buena suerte? La pandemia de COVID-19 nos ha hecho más
conscientes de las consecuencias catastróficas que pueden derivarse de un acontecimiento poco probable.
Al terminar la Guerra Fría, los arsenales nucleares se redujeron drásticamente e incluso se eliminaron. Hubo
regiones enteras que se declararon libres de armas nucleares. Surgió un sentimiento generalizado y
profundo de rechazo a las pruebas nucleares. Como Primer Ministro de mi país, ordené que Portugal votara
por primera vez en contra de la reanudación de las pruebas nucleares en el Pacífico.
Pero el fin de la Guerra Fría también nos dejó una peligrosa falacia: que la amenaza de una guerra nuclear
era cosa del pasado.
Nada más lejos de la realidad. Esas armas no son un problema del ayer, sino que siguen siendo una amenaza
presente y creciente.
Hoy corremos más riesgo de que se empleen armas nucleares que en todo el período transcurrido desde la
era de los simulacros y los refugios atómicos de la Guerra Fría.
Las relaciones actuales de ciertos países que poseen armas nucleares se definen por la desconfianza y la
competencia. El diálogo, en general, brilla por su ausencia. La transparencia se debilita y las armas nucleares
van cobrando más y más importancia a medida que las estrategias de seguridad nacional van hallando
nuevos contextos en los que cabría utilizarlas.
El panorama nuclear es como la yesca: un accidente o un error de cálculo pueden hacer que salte la chispa.
Nuestra gran esperanza para dar marcha atrás y alejar al mundo del cataclismo nuclear es el Tratado sobre
la No Proliferación de las Armas Nucleares, más conocido como TNP, que data de los años más duros de la
Guerra Fría, en 1970.
REPORTAJE
Cerca de 8,2 millones de estudiantes no universitarios han visto cómo se cerraban las
puertas de sus centros educativos y cómo, a la vez, las carencias de sus hogares se colaban
aún más en su trayectoria académica
Llegó el coronavirus y abrió las grietas del debilitado sistema educativo en España. Se
hablaba de la escuela como ascensor social, como el lugar de encuentro en el que las
diferencias de origen quedaban corregidas. En el interior de las aulas, hacía tiempo que no
era así, los sucesivos recortes en el presupuesto (en 2010 supuso el 5% del PIB y en 2019
no llegó al 4,2%) habían dejado a los niños más desaventajados en la encrucijada, sin los
apoyos en clase necesarios para crecer al ritmo del resto. El pasado marzo, cerca de 8,2
millones de estudiantes no universitarios vieron cómo se cerraban las puertas de sus centros
educativos y cómo, a la vez, las carencias de sus hogares —el 14% de ellos no dispone de
Internet en casa o de dispositivos digitales— se colaban todavía más en su trayectoria
académica y, en el largo plazo, en su camino hacia el prometido futuro laboral.
De otra de las patas, la emocional, poco se había hablado. Para los alumnos de segundo de
Bachillerato la interrupción de las clases supuso la quiebra de sus esquemas, del orden y la
norma que imperan en el año previo al acceso a la Universidad. Tuvieron que reaccionar de
golpe, sobreponerse al caos y al drama y tomar las riendas, desde sus habitaciones, de unos
estudios con una tradición demasiado pautada y con poco ensalzamiento del trabajo
autónomo. Fue la selectividad más multitudinaria que se recuerda (más de 225.000
aspirantes). Y los resultados no fueron malos, la tasa de aprobados fue del 93%. Los
estudiantes españoles estuvieron a la altura, pero aún están por ver los efectos que la
pandemia dejará en las futuras generaciones. Ya sean universitarios o no.