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"La Voz De Una Mujer Me Duele En Todo El Cuerpo"

(*) Trabajo Presentado En Las Jornadas De Escuela: “fundamentos De La Práctica Analítica”, Escuela Freudiana De
Buenos Aires, 29, 30 Y 31 De Agosto Del 2014 -

Hugo Svetlitza

Hace unos años recibo un llamado telefónico solicitando un turno: se presenta como el Dr.
Fulano y manifiesta querer tener algunas entrevistas.
De unos 40 años, simpático, elegante, refiere que es dueño de una clínica especializada en
trastornos sexuales, del cual es también director médico. Dice que su único problema, que lo
traía a consultar, era su mala relación con su ex esposa en lo que hace a la frecuencia en
visitar a su hija de 4 años, deseando él verla más a menudo. “Aunque esto me preocupaba,
creo que por ahí no pasa la cuestión… tengo éxito con las mujeres… pero al salir con unas y
con otras no me brindan el placer que yo espero… Soy muy amigo de X (bailarín de tango muy
reconocido), juntos nos levantamos a María, se hacía la difícil, le propusimos cama de a tres,
aceptó y la pasé bien… pero tampoco me llenó… siempre fui una luz para levantarme mujeres”
Pregunto: ¿Una luz?
Y así transcurrían la mayoría de las sesiones: su narración ubicaba como punto referencial lo
que podría denominarse el arte de seducir mujeres: su trama discursiva me ubicaba en la
transferencia como un alumno dispuesto a recibir las clases magistrales del catedrático;
acepto el semblante, jugando la escena que me propone: ser espectador de sus proezas
amatorias, en donde lo visto y oído era remarcado por mí, “oí lo que te voy a contar…” Sí,
oigo, le repetía yo. “Mirá que a mí me gustan las minas de buena familia, eh, y no las
loquitas” Ya veo, le respondía, puntuando el goce desplegado, siendo yo partícipe necesario
como viajero en ese tour pulsional en ciernes.
De su historia familiar comenta que su padre –también médico– “vivía engañando a mi madre,
ella –profesora en Bellas Artes– era una pobre víctima que siempre negó las trastadas de mi
viejo… él me contaba sus experiencias sexuales con las minas y a mí me interesaba saber
cómo se conquistaba a las mujeres. Hay que tratarlas como reinas, me decía mi padre,
hacerles muchos regalos, sorprenderlas; yo empecé a poner en práctica los buenos consejos:
un día alquilé una limusina y me le aparecí en la casa de una mujer que me gustaba mucho,
¡por supuesto que me la levanté! Se le iluminó la cara al ver la limusina”. Intervengo: de
nuevo la luz; “sí (se ríe) yo de chico era la luz de los ojos de mi mamá, yo dejaba de jugar

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para volver a casa y hacerla feliz a ella, tan contenta estaba en verme, ella tenía una voz muy
dulce, me contaba cuentos”.
La dificultad en la transferencia era cómo horadar su ser exitoso, carente de interrogación
alguna, sin que nada lo conmoviera, tratando yo de encontrar un mínimo punto de fractura, de
hiancia, de grieta, que me permita entrar ahí en un muro impenetrable; cual Sherlock Holmes
empecé a seguir –un poco a ciegas– una pequeña pista: él se sensibilizaba cuando
escuchaba tangos, especialmente los cantados por una mujer; empiezo a “filtrarme” en la
tenue luz que me ofrecía y recorto un significante gozoso, repetido; subrayo ‘la voz de una
mujer’…
Hasta ese momento, el paciente me parecía un histérico perfecto… al exponer sus saberes
sobre el deseo… pero la mostración encubría un Real distinto; le insisto sobre ese significante,
la voz de una mujer: “No sé qué puedo decir... ya te dije que las minas fáciles no me gustan,
es más, me agrada que sean de buena familia, educadas, de clase media… ahora que estoy
hablando me doy cuenta que, quizás, el momento de mayor placer sexual que tuve fue con
Laura –una novia mía de muchos años de pareja–.” Sigo indagando y comenta que el placer
no pasa por la penetración, ni cuando ella gemía, “el mayor placer y que me enloquecía fue
cuando le pedí a Laura que me relate, mientras cogíamos, los detalles de su sexualidad
cuando ella cogía con su anterior novio: la voz de ella contándome los pormenores de su
sexualidad con otro hacía que me enloqueciera de placer y ahí yo eyaculaba…”
No era un histérico; la cesión del objeto a invocante proveniente de su partenaire le permitió
taponar lo temido –oculto y renegado– que es la castración. En el Seminario XVI, “De un Otro
al otro”, Lacan define la perversión como la cesión del objeto a al Otro. Es con este objeto de
goce que el perverso se convierte en instrumento de Goce del Otro, creyéndose agente,
cuando en realidad está posicionado como objeto; “sabe” qué hacer con la falta del Otro,
sabe sobre el goce, obteniendo lo tan ansiado: la completud del Otro, el significante del Otro
intacto.
Es erróneo considerar que el perverso no se angustia: es cuando el Otro no puede obturarse
con el objeto a. El deseo es voluntad de goce; intenta que el analista ocupe el lugar de
disputándole el lugar de a.
Es una fantasía neurótica la idea que gozan sin represión; la perversión no es sin Otro, sin ley:
la ley simbólica está reprimida, en lugar de ella aparece el capricho materno erigiéndose como
ley.
Seduce en su fantasma saber-gozar; enseña, predica, es creyente (cree que el Otro puede
completarse); tiene horror al vacío (horror vacui); defensor de la fe, es un cruzado moderno,
afirma Lacan.
El analista no ocupa el lugar de Sujeto supuesto al Saber, el Saber lo posee el perverso, pero
ignora que no hay saber absoluto sobre el sexo.
El perverso está sometido a la lógica fálica, no es un no sujeto.
El perverso masoquista hace del Otro un Otro del goce para restaurarle el objeto a voz, así, en
el contrato masoquista, el sujeto se priva de la voz para transferirle el poder de la orden a su

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partenaire. Sacher Masoch le pide a Wanda ser su esclavo en la “Venus de las pieles”.
El sádico, en cambio, se ubica a través de la voluntad de goce –en el paradigma de la ley
caprichosa– haciendo surgir la voz del Otro, dejando a su partenaire sin palabras. Una parte
de su cuerpo la convierte en instrumento de tortura. La voluntad de goce es un fantasma de
autonomía y un intento de prescindir del Otro y de su deseo.
El exhibicionista da a ver el objeto a a la mirada del Otro, mientras que el voyeurista monta su
escena en un espacio público, gozando sólo si, a su vez, hay otra persona que lo mira: él se
hace objeto mirada ante el Otro. Lacan, en su artículo “Kant con Sade”, remarca la frase
sadiana “tengo derecho a gozar de tu cuerpo”: estructura de su imperativo como ley
universal, no deteniéndose ante la barrera del Bien, configurando un perfil adecuado para su
cumplimiento: la apatía sadiana, es decir, el congelamiento de emociones que pudieran
impedir alcanzar el objetivo de goce.
En su libro “Clínica de las perversiones”, Héctor Rúpolo se pregunta si el deseo tiene una
dirección, situándola en el Grafo en dos lugares diferentes: hacia arriba en la escritura de la
pulsión, y la que va hacia el fantasma; es, precisamente, el deseo el que podría sostener una
posibilidad de análisis, apuntando al falo simbólico; al no ser un psicótico, hay un lugar donde
la castración funcionó –aunque la desmienta–; el deseo –si bien reprimido– es indestructible;
no se puede no desear. Es la dirección del deseo que va hacia la Castración en el Grafo la
que abrirá la puerta, el resquicio con el cual poder maniobrar.
Es la literatura la que nos permite revelar mejor –a falta de mayores experiencias clínicas con
perversos– sus modalidades diferentes: el escritor japonés Yukio Mishima, quien después de
fracasar en el exámen físico para alistarse como Kamikaze en la Segunda Guerra Mundial
formó un ejército privado con el propósito de morir por el emperador, de acuerdo a los códigos
de ética Samurai: su muerte a través del seppuku se la puede pensar como ofrenda en lo Real
al Otro de su propia castración. Catherine Millot, en su libro “Gide, Genet, Mishima”, investiga
las características de la perversión remarcando como fundamento básico la erotización de la
pulsión de muerte, la prevalencia del masoquismo erógeno gozando en el displacer; así, en la
perversión el horror ante la castración es transformado en un goce triunfal sobre la misma. En
“Confesiones sobre una máscara”, de Mishima, se señala la articulación entre erotismo,
abyección y desamparo. En Jean Genet su postura perversa fue enarbolar la abyección como
bandera: “Son pocos los momentos en que escapo al horror, la única manera de evitar el
horror es entregarse a él, aceptarlo, cultivarlo”; a lo monstruoso lo eleva al rango de objeto de
culto. En su obra teatral “El Balcón” consolida su postulado: la podredumbre del orden
simbólico, el carácter ficcional del significante, basculando entre lo verdadero y lo falso. Para
Genet la impostura consiste en que el goce sea limitado por el imperio de una ley.

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