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Desiree Herrera

Solo Eres Una Niña


Amores prohibido I
Mariané Lombardi, es dulzura y midez. Su vida ha girado torno a las
desgracias. La pérdida de sus padres en aquel fa dico accidente de avión,
la dejó vacía, en consecuencia, la tragedia dictaminó su futuro en manos
de un sujeto que pondría su mundo de cabeza. Terminó bajo los cuidados
de su o, Ismael.
Ismaíl Al-Murabarak, es un hombre sombrío, suspicaz; con un pasado que
lo sigue a todas partes. Vive bajo los tormentos, sin éndose grande bajo
los reflectores y un completo miserable en las penumbras de su solitaria
vida.
Ismael no sabía amar, hasta que ella entró en su vida.
Dedicado a mis lindos lectores, quienes son una fuente de inspiración, un
incen vo que me impulsa a volar con las alas de la imaginación.
“La vida está llena de tanto: Giros, curvas peligrosas y de rectas que por
muy derechas que sean, pueden torcerse en poco”.
Carta a Mariané

Mariané, dulce y cálida como el verano.


Su sonrisa es la de un ángel y sus enormes ojos caramelos, la inocente
mirada que perturba mis sen dos; resulta una dulzura tenerla cerca y no
poder tocarla, una amargura. No se da cuenta de la miríada de sensaciones
que despierta en mí.
No sabe el peligro que emana la candidez en ella.
Su piel es blanca como la nieve, grácil y suave cual seda.
Sobre sus mejillas escarlatas alguien ha tenido la fantás ca idea de pintar
diminutas pecas.
Me vuelve loco su abundante cabello rojizo que con rebeldía, permite el
aterrizaje de varios flequillos en su frente.
Poco a poco su midez me absorbe. Y su voz…
Su voz es el aliciente que calma mis tormentos. Roba los suspiros y sonrisas
que el pasado me ha obligado a reprimir.
Ella, Mariané Lombardi, ene el poder de detener el empo, entonces mi
vida gira torno a la suya.
Prólogo
Desde el enorme ventanal de cristal se alzaban con pretensión los elevados
edificios, los rascacielos y el tráfico de la icónica ciudad de New York, que
por la noche brillaba bajo las luces de una urbe que no dormía y de los
autos desplazándose por la autopista. Enfundado en un costoso traje
italiano, estaba el magnate, tomando una taza de café árabe mientras
observaba la fabulosa vista de la ciudad, un poco reflexivo.
De pie, con una mano en los bolsillos de su pantalón Armani. Miraba cada
cierto empo el reloj en su muñeca. Como si temiera que el empo
avanzara, deseando con ímpetu que la manecillas del reloj dejaran de girar.
No atendió las llamadas a través del interfono. Tampoco las citas que tenía
pautadas para ese día; su mente era un caos, su vida un completo desastre.
No había cabida para algo más que la joven dulce y mida, absorbiendo su
estabilidad.
No era un sen miento insano, pero tampoco aceptable. Él la amaba con
ansias, con locura y ardor.
La amaba tanto que estaba dispuesto a sufrir su ausencia, condenarse a
una vida sin ella, sabiendo que Mariané merecía ser feliz.
Algo que él no podría darle, no si la joven que amaba era la hija de su
hermano.
1
Un par de ojos caramelos se clavaron en él. La dueña se movía con
desasosiego de un lado a otro, posada como un ángel en el centro del
ves bulo; con el rostro cubierto de su abundante cabellera rojiza que caía
sobre sus hombros y espalda. Estaba un poco despeinada y asustadiza.
Tenía un precioso ves do grácil, de mangas cortas, ba sta. Las zapa llas
blancas desgastadas y una extraña muñeca de trapo a la que abrazaba con
fuerza.
Además de ser una mirada curiosa, también estaba cargada de cierto
temor; es que el intenso parpadeo perpetuo de su o sobre ella, la hacía
cohibirse. No había nada avieso en él, pero tampoco encontró
sen mientos, porque su mirada se hallaba desér ca y carente de emoción.
Como si su presencia no le fuera de agrado. Solo pudo darse cuenta de
cuan acaudalado era: Ataviado en un pantalón azul navi, camisa blanca
remangada hasta los codos y calzando impolutos zapatos italianos. A juzgar
también por el lujo que la rodeaba en un enorme piso ostentoso de tres
plantas, ubicado en el centro de la ciudad de New York, bastante moderno.
Dejó de estudiarlo, volviendo a estar cabizbaja.
En cambio Ismaíl mantuvo el contacto visual. Le pareció hermosa, una niña
de apenas doce años de edad con una extraordinaria belleza que causaba
arrobamiento a cualquiera. Incluso a él.
Sin ó que se le escapaba el úl mo hálito, que una profunda sensación
desgarradora en su pecho, agitaba sus sen dos.
—Seguro no me recuerdas, pero soy tu o, Ismaíl.
No encontró un a sbo de acritud en sus palabras, aunque profunda y
varonil, la gen leza se deslizó en la gravedad de su voz. Escuchó sus pasos
avanzar en su dirección. El hombre con suma cautela se paró frente a la
pequeña que se mostraba re cente. Se puso a su altura y le acarició la
mejilla salpicada de diminutas pecas.
—Debes saber que voy a cuidar de . Ha sido la voluntad de tu padre y no
pienso fallarle —susurró apartándole el cabello que cubría su autén ca
beldad.
Apenas sonrió, lo suficiente para embobarlo en cues ón. Cándida y dulce y
luego llegó su cantarina voz, como una agradable melodía que emi ó
etérea de sus cuerdas vocales.
La vocecita angelical viajó directo a su cabeza.
Ella…
Era un dulce de caramelo y vainilla, envuelto en papel rojizo.
—Soy Mariané, papá nunca me habló de .
«Por supuesto que no te habló de mí. Ni siquiera estoy seguro de que me
eligió como tu tutor estando lúcido» Pensó.
—No sé por qué no lo hizo, pequeña. Quisiera enseñarte tu habitación,
¿quieres verla? —le ofreció su brazo.
Al principio dudó. Decidió tomarle la mano, a él le sorprendió el gesto,
pero no dijo nada. Además, sus pequeños dedos eran delicados y estaban
bios, como un cálido verano.
Ella nunca se atrevió a mirarlo de nuevo a los ojos. Hacerlo, sería como
meterse en una cueva a oscuras y no encontrar la salida. Como un mar de
noche, eran un par de zafiros ensombrecidos y sin que se diera cuenta lo
observó de manera fur va; Ismaíl era hombre alto, quizás metro noventa,
fornido, de rasgos masculinos muy marcados. Tenía una barba incipiente y
el cabello ébano peinado con elegancia. Aturdida y haciendo acopio de un
valor casi inexistente, dejó de observarlo de reojo, comenzando a subir las
escaleras de mármol traslúcido. Su pobre corazoncito se agitaba con fuerza
en su pecho, dentro su caja torácica.
Atravesaron un largo pasillo iluminado, en las paredes blancas colgaban
unos extraños cuadros en cada extremo. Solo reconoció el nacimiento de
Venus, una pintura de Sandro Bo celli, con la iluminación focalizada en la
obra de arte, recordó verla en algún viejo libro, cuando su padre le
permi a tomarlos de la enorme biblioteca en su oficina. Pensar en ello
resultó en melancolía y nostalgia, los echaba de menos, tanto que sen r la
imperiosa necesidad de tenerlos, dolía. La rozó el desapacible sen miento
de la pérdida, el terrible vacío de su ausencia y la de su cariñosa madre, y
no se vino abajo porque estaba segura que no habrían brazos para
sostenerla, ni palabras bonitas asegurando un porvenir mejor; solo
susurros lejanos que retornaron de los escondrijos de su mente, cuando el
ahora aún no exis a y la vida valía la pena vivirla intensamente.
Cuando era feliz.
La primera vez que subió a una bicicleta, se recordó a sí misma sobre el
asfalto mojado, sus ojos abarrotados de lágrimas mientras se esclavizaban
a ese par de raspones en sus piernas y rodillas. Su padre llegó, con la
mirada cargada de angus a y le secó con tacto el rostro. La cargó
llevándola al interior de la casa y le curó las heridas, siempre estuvo allí
para levantarla y ella se aferraba a él como si su vida dependiera de él. Con
una sonrisa podía devolverle a su tristes y opacos ojos acaramelados, la
alegría. Y por las noches mamá solía leerle cuentos, hornearle galle tas de
chocolate y acompañarla en su visita nocturna a la cocina. Juntas,
sumergían la galleta en la lechita caliente, una costumbre que las volvió
más unidas. No pudo mi gar el dolor, pero sí ocultarlo de esos ojos azules,
mirándola con profundidad todo el empo.
Tuvo que ser fuerte y regresar a la realidad, su único presente.
Habían varias puertas de lado a lado, pasaron de largo y se detuvieron
frente a esa pintada de un adorable rosa suave. Mariané le soltó la mano y
en el acto le desagradó la ausencia de sus dedos adosados. Aun así,
mantuvo la compostura. Esperaba que a ella le gustara su habitación; se
esforzó las úl mas tres semanas en afinar los detalles. No le importó
gastarse una fortuna en muebles, juguetes y aparatos electrónicos. Si ella
era feliz, él se sen ría sa sfecho.
Al menos por una vez, un ser altruista.
Empujó con ligereza la puerta y la animó a pasar. Avanzó vacilante, cada
paso que daba envuelto de inseguridad y echando un vistazo a las cuatro
paredes barnizadas de blanco, otras rosadas, desnudas. Pero había una
cama grande de dos plazas, ves da de sábanas de seda charmeuse,
rodeada con cor nas de dosel cuan dormitorio de ensueño. Sobre la
mesilla de noche descansaba con presunción una lámpara de flor de loto
de cristal. La delicadeza que transmi a le produjo un escalofrío en todo el
cuerpo, no supo la razón. Quizás temía que, si no tenía cuidado, se hiciera
añicos una vez se instalara en la habitación.
Miró hacia otro lado encontrándose con una cómoda llena de juguetes, al
lado un estante repleto de libros. Dio cinco pasos y revisó algunos, solo por
curiosear si estaban sus favoritos, en efecto, los encontró. Un poco más
decidida, se movió con soltura hacia el diván a los pies de la cama y dejó a
su lado la muñeca de trapo, susurrándole algunas palabras que Ismaíl no
entendió.
No dudó en su alma pura, llena de inocencia. Una flor en medio del campo
que abría sus pétalos, pareciendo inmarcesible, intocable. La observó en
silencio, admirando sus movimientos temblorosos, el hipnó co parpadeo,
constante, de sus largas pestañas adornando sus grandes ojos caramelos.
Era tan hermosa que temía no poder dejar de contemplarla. Mariané sin ó
la intensidad de sus orbes y bajó la cabeza jugueteando con el dobladillo
del ves do. Le avergonzó que la mirara, imperioso. Supo que se acercaba a
ella, pese a eso no apartó la vista de la inmaculada madera noble y de sus
pies balanceándose de un lado al otro.
Se quedó ahí, rodeada de esponjosos almohadones rosados.
Se le cortó la respiración cuando su pulgar e índice se posó en un
movimiento imprevisto bajo su tersa barbilla, no pretendía ser meloso,
sino delicado, mientras sus miradas se encontraban en un san amén.
Nerviosa por el dueño de aquel par de dedos, tragó con dificultad la bilis
en su garganta, mientras sujetaba con excesiva fiereza la muñeca contra su
pecho. El color carmesí se acumuló en sus mejillas, acompañando lo que
parecía ser una obra de arte, al montón de pecas que sur an su rostro
cuan parecidas a pinceladas en papel.
—No te voy a hacer daño, ni mucho menos, Mariané. Y espero que sea de
tu agrado la habitación.
Se relajó. No había de que preocuparse, su o era amable y lo único que le
quedaba en la vida. Estaba siendo muy dulce y ella solo le daba, a cambio,
desconfianza.
—Gracias, o Ismaíl. —soltó erna.
Su fina y cariñosa voz, fue como un soneto a oídos del hombre
embelesado.
Correspondió con una sonrisa curvada, paseando las yemas de sus dedos
sobre una mejilla, trazando una caricia que se desvío a su comisura,
entonces se apartó abrupto. Lo que acababa de hacer se lo reprochó su
mente, convir éndose en una escena indecorosa en su consciencia.
Ajena a sus tormentosos pensamientos, con nuó el escru nio.
Un tocador blanco de madera pulida y reluciente, le robó la atención: lleno
de cremas y perfumes, ahí se imaginó peinando su larga cabellera fuego.
Había una mesa en la que permanecía un ordenador acompañado de la
silla giratoria, blanca acolchada. Avistó dos grandes puertas corredizas de
cristal y un sofá blanco perlado cercano a estas en el que, sentada, podría
admirar la lluvia caer mientras bebía un chocolate humeante, imaginó.
—Es el balcón, puedes salir y mirar la ciudad, por las noches es mucho
más interesante. Las luces, el sonido de los autos…
—Me da miedo las alturas —confesó negando con la cabeza, temerosa.
Él, asin ó de inmediato.
—En endo. Pero, ¿estarás bien?
—Sí, me gusta este lugar. Es todo bonito.
—Supongo que te gustará también el ves dor. Anda, es aquella puerta.
Le señaló con el dedo, apreciando esa vivaz sonrisa que asomó, ansiosa.
Caminó hasta la puerta de madera blanca y la empujó, bajo la atención de
Ismaíl. Abrió mucho los ojos, impactada con toda la ropa y calzado. Se
me ó de lleno en el ves dor de lujo, inspeccionando con minuciosidad los
ves dos que colgaban de perchas; también jerseys, pantalones, overoles,
sudaderas, gabardinas, pijamas y zapatos depor vos, zapa llas, pantuflas…
Boquiabierta, sin poderse creer dueña de un sin n de cosas, deslizó una
sonrisa e inspeccionó algunas de las prendas, con ojos llenos de brillo.
Al final encontró varios cajones llenos de ropa interior que aún
conservaban la e queta y accesorios; horquillas de oro de diversas figuritas
y diseños, cadenas de Tiffany, un broche de hermosas esferas, a la par un
brazalete Harry Winston, un diseño exclusivo que tenía su nombre
grabado en la parte superior: Mariané Lombardi. Una pieza con diamantes
que sostuvo en su palma con intriga. Era hermoso, brillando como una
noche estrellada. Pensó que era la joya de fantasía más llama va de entre
las demás —en su inocencia, ignoraba el hecho de poseer en sus manos
una fortuna, tres millones de dólares —se quedó embobada en la pieza y
se la puso, apreciando el contraste que hacía con su piel.
—Acerté con el brazalete, me alegra.
Alzó la cabeza, él se acercaba. Sus mejillas se ntaron de un escandaloso
escarlata. Pletórica, pero un poco avergonzada aceptaba todo aquello que
ni en otra vida, tendría. Seguro era una carga para su o, una gran
responsabilidad que, si se hartaba de ella, desecharía.
—Sí, gracias —emi ó clavando la vista en la madera noble bajo sus pies.
Otra vez se sen a incapaz de sostenerle la mirada. La ponía nerviosa; de
pronto se sin ó Caperucita roja y el dueño de los zafiros, el lobo.
Se preguntó si tendría alguna relación, temiendo que fuera cierto lamentó
ser la intrusa, un mal tercio.
—La puerta con gua es el baño —avisó sacándola de cuentos y
precipitadas cavilaciones.
—¿Me lo enseñas? —pidió quitándose el brazalete y lo dejó en su lugar.
—Por supuesto.
Ella envolvió sus dedos con los de Ismaíl. Cada vez que lo hacía se sen a
extrañamente bien, anhelando que la embargara la sensación que producía
su tacto tórrido, en su piel.
Sin palabras, recordaba el baño de su an gua recámara como un diminuto
espacio con una vieja ducha, un retrete y el lavamanos. Contempló las
puertas de la ducha que eran transparentes, sin marco, con varios
cabezales de lujo. Él le explicó conciso, que aquellos tres cabezales
proporcionaban corrientes de agua relajantes. Le asin ó con una mida
sonrisa. Con nuó diciéndole que si prefería darse un baño, podía disfrutar
de uno espumoso en la bañera. Siguió recorriendo el ostentoso lugar;
váter, lavabo de mármol al igual que el piso y las paredes, encimeras
sofis cadas de mármol traslúcido. Un armario con varios compar mientos
para todo po de ar culos, incluso medicinas y productos de aseo
personal.
—El suelo está clima zado, solo debes encender el termostato —explicó
aunque la chiquilla seguro no sabía de lo que hablaba —. Luego te
muestro, Mariané.
—¿Puedo darme un baño con espumas, ahora? —inquirió ansiosa.
—Cuando quieras. Si necesitas algo, no dudes decírmelo. —añadió —.
También está Brenda que te ayudará con lo que sea.
—Está bien.
Suspiró dándose la vuelta y marchar. Pero su pequeña mano le atrapó el
antebrazo, casi de inmediato la apartó, apenada.
—Gracias, o Ismaíl.
A modo de respuesta le regaló una sonrisa genuina y se marchó dejándola
con una marea de emociones, flotando en lo más profundo de su ser.
Mariané no se imaginaba que aquellos ojos, que aquel hombre apenas era
el comienzo de embrollos, de un deseo que ardiendo debajo de su piel y
solo entonces encendía él, los consumiría vivos.

2
A la puesta del sol, ya se estaba poniendo el camisón para dormir. La tela
suave y liviana se amoldó a su cuerpo. Dio varios giros frente al espejo de
cuerpo completo, bailando con cierta torpeza, creyéndose una bailarina o
la princesa de un cuento de hadas.
Aún sin acostumbrarse al lujo que la rodeada, sen a que no encajaba ahí.
Todo lo que veía, tanteaba, sen a, estaba lejos de ella.
Dejó la danza al escuchar dos toques
Secos sobre la puerta. Recordó que podría ser Brenda. Nerviosa, se
aproximó caminando de pun llas. Respiró hondo, arrugando los dedos de
los pies y giró con suma cautela el picaporte. Se encontró a una señora
bajita, de mejillas regordetas, cabello corto castaño sobre los hombros,
asomando una sonrisa que rasgaban sus ojos miel.
La dejó pasar sin pronunciar una sola palabra.
A veces el silencio se volvía di cil de romper, no obstante esbozó una
sonrisita de labios apretados.
—Soy Brenda Shied, y es un placer conocerte, hermosa. El señor Al-
Murabarak, me ha dado instrucciones de cuidarte y si necesitas algo, aquí
estoy —le dio un beso en cada mejilla.
—Hola señorita Shied… —emi ó balanceándose sobre sus pies descalzos.
—Oh no linda, llámame Brenda. Al-Murabarak me habló de , creo que se
ha quedado corto —alegó. La aludida se movió incómoda —. Eres
realmente una niña preciosa.
Enrojeció. ¿Ismaíl pensaba eso de ella?
Brenda alargó la mano y tomó un mechón de su cabello rojizo. Se quedó
inmóvil, a veces olvidaba cómo era sen r el tacto cariñoso de otra persona
que no fuera de sus padres, y ellos desafortunadamente no estaban.
—Tienes un cabello hermoso —alardeó aspirando sobre su melena fuego
—. Y huele a vainilla.
—Es que ayer me lavé el cabello con el champú que compró mi o.
—Vaya, amo la vainilla, desde que tengo uso de razón es mi olor favorito.
Estoy segura que nos llevaremos bien.
—Podríamos ser amigas, Brenda —dijo con un a sbo de midez.
La castaña chilló de la emoción, haciendo que Mariané soltara una risita.
—Estupendo. Ven, pequeña —la dirigió al tocador —. ¿Has comido algo?
—inquirió una vez empezó a cepillarle el cabello. Sus movimientos eran
excesivos en remilgos, evitando causarle dolor.
Se le empañó la vista, recordando a mamá, echando de menos su tacto, su
voz, su sonrisa. Anhelando que volvieran esos momentos, cuando la
peinaba haciéndole trenzados y en el acto le cantaba al oído.
El cálido instante se ensombreció. Tragó el nudo atascado en su garganta,
parpadeó alejando espesas lágrimas y forzó una sonrisa.
—No he cenado —pronunció a duras penas.
—Entonces debemos solucionar ese problema. ¿Qué quieres comer? —la
miró a través del espejo.
Reflexionó en su pregunta.
—Yo…
Lo pensó unos minutos. Manjares exquisitos volaron a su mente, desde lo
más sencillo hasta esos agasajos de pla llos costosos que solía comer con
sus padres en ocasiones especiales. Pero esa noche se conformaría con lo
que pidiera Ismaíl, de todas maneras sabía cual era su lugar ahí, no
pretendía exigir si no le correspondía tomarse tantos atrevimiento.
—Nada especial, cenaré lo que ha pedido mi o. —se encogió de hombros.
Brenda asin ó.
No estaba segura si compar a los mismos gustos que Ismaíl, pero con
certeza supo que Mariané era diferente a las niñas que tenían una vida
igual a la suya; no exigía, no ordenaba. Ella era humilde, un ángel que no
conocía de egoísmo o de ambición, a pesar de haber vivido el trágico
accidente de sus padres, con los que tuvo una vida sencilla o un poco más
limitada, Mariané no parecía absorbida de manera interesada, por las
riquezas delante de sí.
Le tejió una trenza inglesa, dejándole algunos flequillos que con rebeldía,
cayeron sobre su frente de blanco marfil. Sus enormes ojos caramelos
brillaron por el resultado.
Se calzó las pantuflas y la abrazó, agradeciéndole lo que hizo.
—Vamos a la cocina —incitó tomándole la mano.
Atravesó por segunda vez el largo trecho del pasillo hasta empezar a
descender, de su mano, las elegantes escaleras en forma de espiral. La casa
era gigantesca, que podría perderse en su interior si no tenía cuidado.
Observó cada cen metro; desde la pulcritud de los peldaños hasta las frías
paredes pintadas en tonos negro y blanco.
La cocina combinaba colores álgidos, como el gris y blanco. Sobre la isla de
granito de la cocina había un solitario jarrón de vidrio sin una sola flor que
lo animara. Aunque el lugar estaba lleno de los úl mos artefactos
modernos, le pareció tan vacío como su estómago. La condujo al comedor,
apremiando que tomara asiento en uno de los taburetes. Se subió con
sigilo, temiendo que el taburete se quebrara. Brenda miró la escena con
una sonrisa diver da. Luego le aseguró que no se preocupara por ello; los
taburetes de cristal eran resistentes.
El lugar estaba inmaculado, generando con contundencia una atmósfera
palaciega en el ambiente. Aunque la decoración de lujo y cada espacio
envuelto de suntuosidad, le provocara un extraño escalofrío de pies a
cabeza.
Se quedó a su lado, mientras tomaba el delicioso smoothie de moras que
ella le había preparado. Cuando se lo bebió todo, la castaña le pidió que
esperara en la mesa.
Obedeció acercándose a la mesa rectangular bordeada de madera oscura y
superficie de cristal, al igual que las sillas pertenecientes. Alzó la cabeza
perdiendo la mirada en la inmaculada y pretenciosa araña de caireles de
cristal, que reinaba desde las alturas. Demasiada opulencia para su gusto. Y
su o tenía ciertamente una obsesión por el cristal y lo ostentoso. Cruzó las
manos sobre la mesa, mirando su reflejo. Las trenzas inglesas le hacían ver
más chica de lo que era, a la vez coqueta y erna. Se resis ó a la idea de
deshacerlas, solo porque Brenda tuvo la amabilidad de hacerle el lindo
peinado.
La mencionada apareció con dos platos de comida. Dejó uno frente a ella y
otro en el lugar que ocuparía en cues ón, su o. Contempló el plato con
nostalgia, pero no dijo nada.
—Bon appé t.
—Gracias.
A los segundos trajo el vino, una copa y un vaso de zumo de naranja para
Mariané. Luego de eso, Brenda se despidió, explicando que su turno había
terminado.
Ismaíl, hizo acto de presencia. Traía en la mano una copa de champagne
que terminó de un sorbo. Se aflojó la corbata y tomó asiento, al otro
extremo de la mesa. Se removió incómoda en la silla. Sin ó la potencia de
sus zafiros posados en ella, haciendo que los bártulos temblaran entre sus
dedos. Bajando la cabeza, los dejó encima de una servilleta doblada.
—No te gusta la comida italiana, ¿cierto, Mariané? —indagó casi
afirmando. La miraba estudiando sus movimientos. Al ver que se mantuvo
taciturna, agregó —: eso sería extraño, después de todo tus raíces son
italianas.
Estaba tensa. Ni siquiera se movía. ¿Miedo? No estaba segura, tal vez solo
era el hecho de no encontrar un puente, cruzarlo y romper con la
desconfianza que se ancló en su interior. Ismaíl se aterrorizó de que la
pequeña le temiera. Se aclaró la garganta llamando su atención. Ella
levantó la cabeza con len tud, como si no quisiera encontrarse con el lobo.
Ismaíl, se le quedó mirando, casi era una mirada aguda, plagada de
sen mientos inconexos.
—Lo siento.
—Y, ¿por qué lo sen rías? A menos que hayas hecho una travesura…
—No, yo me he portado bien, o Ismaíl.
—Lo sé. Eres una niña tranquila. Se te da bien ser un ángel. Y creo que
también te pongo algo nerviosa. ¿Quieres que te deje sola? Puedo comer
en el despacho, no tengo problema. —miró el rolex. Poco faltaba para
atender a un posible inversionista y sumergirse largo y tendido en el
complicado mundo de los negocios. Lo único que no se le daba fatal,
comparado con sus relaciones amorosas —. Quiero que estés cómoda, esta
también es tu casa, pequeña.
¿Sola? La idea estaba lejos de parecerle atrac va cuando ahora más que
nunca necesitaba compañía, además, no quería estar a solas en un lugar
tan grande.
—Gracias. Y no quiero que me deje sola.
—Bien. —le brindó una cálida sonrisa.
Se la devolvió en un gesto pasajero, que aunque e mero, le pareció la
eternidad en sus labios, la sonrisita de un alma que invocaba un febril
deseo naciente. No tan lejos como está el poniente de nosotros, pero sí lo
suficientemente oculto y confuso para no darse cuenta en ese momento.
Comenzó a dar gracias por la comida y luego a engullir con elegancia;
incluso limpiarse la comisura, un gesto fugaz al que Mariané le puso
reparo, resultaba ser un acto calculado, educado y excesivo en remilgos.
Dejó de comer al percatarse que Mariané comió un solo bocado y ahora se
encontraba cabizbaja, abstraída en el plato.
—Solía comer lasaña con mamá. —reveló nostálgica.
Ismaíl, le dio una mirada compasiva; verla triste, le dolía. Algo que nunca
sin ó por otra persona. Quizás si tenía corazón y no un pedazo de hielo
clavado en el pecho. La vio estremecerse en la silla, sus hombros hundirse
con cada sacudida, estaba llorando. Estuvo a punto de levantarse e ir a
consolarla, pero algo desconocido lo detuvo. No pudo moverse, ni siquiera
hacer el amago. Ella abandonó el asiento y echó a correr, presa en el llanto
convulso.
Se tomó la cabeza con las manos, frotándose la sien. Lidiar con emociones
no era lo suyo, tampoco con los sen mientos de una niña que había
sufrido la recién pérdida de sus padres. Sería más di cil de lo que creyó. Se
sin ó mal y pensó que una buena manera de enmendar su falta de tacto,
era teniendo un gesto amable con su sobrina. Tenía que demostrarle que
no era un monstruo, que dentro de él también la a un corazón y que de
alguna manera que ni él sabía explicar, la quería.
Cortó un trozo de pudin, tomó un cubierto y dos servilletas colocándolas al
lado del postre. Subió las escaleras y tocó la puerta. Esperaba que quisiera
verlo. Volvió a mirar la hora, ya tenía que irse a su despacho.
Con una len tud que enloquece, la puerta cedió y se asomó sin mirarlo a la
cara.
—¿Puedo pasar?
Asin ó limpiándose los ojos. Se hizo a un lado para que pasara y lo esperó
sentada en el diván. Ismaíl alargó la mano, ofreciéndole el delicado plato
de cristal con el tenedor de plata.
Se le quedó mirando en silencio.
—No es ramisú, pero sí un postre ruso, medovik, con leche condensada y
crema pastelera. Te va a gustar.
Sus largas pestañas bañadas de lágrimas, bailaron en un rápido parpadeo.
Aceptó el postre y bajo su profunda mirada se llevó un trozo a la boca. A
cambio de su amabilidad, Ismaíl recibió su hermosa sonrisa, que no tenía
precio. Valía demasiado, incluso más que un puñado de diamantes.
—Gracias, está delicioso —admi ó sin ocultar el dulce gesto que formaban
sus delicados y rosados labios.
Se le quedó mirando lo que pareció una vida, pero la verdad es que tan
solo fueron unos segundos. Al menos ya sonreía, sur endo en él, plena
sa sfacción.
Se sin ó aliviado y una mejor persona.
—De nada, descansa.
—Usted también, o Ismaíl. Gracias por el pudín, yo… —dejó la frase
inconclusa —. Hasta mañana.
No pudo decirle lo mucho que empezaba a apreciarlo.
—Buenas noches, Mariané. —se limitó a decir.
Tenía una cena a medias que rar, y un compromiso laboral pendiente.
De modo que salió de la habitación.
Mariané, se terminó el dulce y antes de meterse a la cama, se lavó los
dientes con el cepillo eléctrico, luego de eso buscó la mejor posición sobre
la cama y con la luz de la flor de loto, se iluminó para leer un cuento que
encontró en el estante.
Después de un rato decidió dormirse.
Soñó con un príncipe azul, cabalgando en un caballo que venía hacia ella.
Estaba tumbada bajo la sombra de un sicómoro en una zona bastante
arboleda llena de colores vivaces, donde un cielo celeste brillaba en la
extensión y la brisa inspiraba una hermosa manera de pensar, eunoia.
El príncipe tenía unos ojos zafiros, el cuerpo fornido, lucía realmente
apuesto y se detuvo frente a ella, esbozando una sonrisa ladeada que
esfumó el sueño, los sin sen dos y los inventos de su cabecita
preguntándose aún cuando la luz de la luna se filtraba por la ventana, si
habría sido solo un desliz de su imaginación.

3
Un roce inocente, palpitaciones disparadas y su agradable hálito
perdiéndose en su aliento. Pronunció su nombre como un loco y
despertó aliviado de que fuera un sueño, pero en el fondo de su ser
reclamaba con urgencia los dulces labios de Mariané, besarla con avidez
y delirio.
Bajo la noche oscura que llenaba su habitación, se revolvió el cabello,
soltó sonoros suspiros que cargaban con la vergüenza y horror que
sen a soñando indecoros con su sobrina. ¿Qué sucedía con él? ¿qué
estaba haciéndole esa chiquilla? Los úl mos días no podía dejar de
pensarla; ella siempre estaba presente en su mente; sus manías, la
delicadeza de sus gestos y su sencillez, que no dejaba de sorprenderlo.
Dejó la cama no pudiendo volver a dormirse y abandonó la habitación
con la cabeza echa un líos. Anduvo por el pasillo cernido de
sen mientos culpables, sin reparar en su rumbo sin sen do.
El constante la do célere de su corazón, manifestó un repen no vuelco
al fijarse en la puerta de su habitación. La razón de su tormento yacía en
el interior, dormida.
Cedió una vez más a sus impulsos y giró el picaporte, asomó la cabeza
observando el descanso de un ángel plácidamente en la cama. Bajo la
luz de una luna tes go y entre suaves sábanas de seda, Mariané dormía
sublimemente. Entró y se acercó a ella, sigiloso. El destello de sus labios
cincelados lo abrumó, parecía sonreír, andar por las nubes o estar
soñando algo agradable. Otra vez su hermoso rostro se grabó a fuego en
su memoria, el halo de luz que emi a su expresión, provocando que la
bengala se avivara, que la atracción inexplicable hacia su alma fuera
celes al, lo que irónicamente en la vida real solo podía conducirlo al
infierno.
Ni siquiera la imposibilidad de perturbar su pureza, una tormentosa
prohibición que carcomía sus entrañas, volvió endeble lo que sen a.
¿Cómo podía una persona en cuatro meses desequilibrar su mundo?
Aunque intentaba, ponerle freno a la situación nada atenuó, ella era un
imán que lo acercaba, pero que no podía tocar; no quería dañarla,
menos saciar la sed que tenía de beberla si al final terminaría
consumiendo su frescura.
Todo ese empo salió con varias mujeres, aunque nada serio, prefería
las aventuras sin ataduras, los amoríos antes de quedar atrapado en un
compromiso.
Se inclinó sobre ella, sin llegar al roce, olía a vainilla, a dulzura. Olía a
todo eso que no debía aspirar, pero lo hizo dejando la cordura a orillas
de un olvido a consciencia, todo por la inconmensurable urgencia de
tener su esencia clavada en él.
Se había deshecho las trenzas, ahora todo el cabello rojizo estaba
regado sobre las almohadas y algunas hebras rojizas en su frente.
Apenas alargó la mano para apartarle varias briznas de su abundante
cabello, entonces la pequeña se removió balbuceando incoherencias.
Quiso quedarse más empo a su lado, pero evitaría a toda costa incidir
o rarse al precipicio pensando egoístamente. Sacudiendo la cabeza se
incorporó y retrocedió dos pasos encontrando el ángulo perfecto de
admirarla en todo su esplendor.
Ni la primorosa lámpara de loto, tenía el su l aspecto que ella.
Como un ladrón a medianoche, escapó antes de ser descubierto y casi a
regañadientes volvió a la cama, listo para dormirse y fingir al amanecer
que no pasaba nada.
La verdad no estaba preparado para subirse a un avión y vivir unos días
sin ella.
Mariané se acurrucó en la otomana que estaba en el living, junto a la
chimenea, tomando un chocolate humeante que hizo Rabab, la había
conocido un par de días después de Brenda. Llamándole la atención que
llevase una tela negra en la cabeza, la incer dumbre hizo que le
preguntara su o. Al final supo que Rabab Manzur usaba siempre un
Burka, así eran las cosas al otro charco del mundo y ella se mantenía
fielmente a su cultura y religión, aunque estuviera en suelo americano.
No discu ó más acerca del tema. Lo que le dijo Ismaíl ese día le pareció
un asunto complejo.
—Aquí estás, te estaba buscando por todos lados.
La enérgica y americana irreverente, Marina Evans, apareció dejando el
trote, soltando un suspiro al saberla enterita; solo estaba tomando un
chocolate caliente, no afuera donde el invierno azotaba con violencia.
—¿Ya llegó el señor Griezmann? —inquirió fa gada.
No odiaba estudiar, pero es que el francés es rado terminaba siendo un
agobio. Y el señor Antoine se le agotaba con facilidad la paciencia.
—No, no es él, Mariané. Es tu o, ha llegado de viaje y quiere verte.
Asin ó disimulando con apenas una media sonrisa la alegría que
causaba su retorno.
—Gracias, Mari.
—Date prisa, él está en el despacho. Yo ya debo alistarme antes de que
caiga la noche —explicó.
Y es que ya era viernes, acercándose otro fin de semana que como solía
pasaba a solas con su o. La servidumbre laboraba solo: lunes, martes,
miércoles y viernes. Pero Brenda también venía los jueves y si se daba el
caso uno que otro fin de semana, cuando Ismaíl tenía un compromiso
en la empresa.
Me ó los pies en las pantuflas y tras despedirse de la rubia, se
encaminó hasta el despacho. Tocó antes de atreverse a girar el
picaporte, de modo que al oír su voz que le concedía el permiso, abrió.
No era la primera vez que estaba en su reino lujoso. Todo a su alrededor
resultaba sinigual, elegante e inasequible. Él una pieza más, que a
diferencia de ella, sí encajaba perfectamente.
—Hola o.
Apartó la mirada de su ordenador poniéndole atención a la pelirroja que
echó tanto de menos.
—Mariané, ahí estás, ¿cómo has estado? Acércate —incitó poniendo
sobre su escritorio caoba una bolsa de regalo. Estaba ansioso por saber
cuál sería su reacción —. Lo he comprado pensando en , ábrelo, por
favor.
Con un hormigueo en las manos y cierto nerviosismo, avanzó
alternando la vista en su o y el obsequio.
—Estoy bien, gracias por el regalo —pronunció de antemano.
Rasgó la envoltura con cuidado. Como si no fuera suficiente con toda la
cómoda repleta de juguetes y una vida millonaria, ese día le daba un
iPad, se le quedó mirando anonadada.
—¿Esto es para mí?
Recordó, avergonzada, aquel día que Ismaíl la pilló escuchando música
de su iPad. Quizás por eso ahora le daba uno, para que no usara el suyo.
Sea cuál fuera el mo vo, se lo agradecía.
—No me digas que no querías uno…
—No, no es eso, al contrario, muchas gracias o Ismaíl. —repi ó
sorprendida.
Sin pensarlo, rodeó el escritorio y se lanzó a sus brazos, a modo de
agradecimiento. Ismaíl se tensó al principio, luego pudo devolverle el
abrazo, cerrando los ojos; aunque a duras penas consiguió relajarse.
Al poco empo el contacto sico se esfumó.
—Estaba en deuda con go, después de dejarte sola unos días —explicó
sosteniéndole la mirada, Mariané retrocedió un paso, cayendo en el
bamboleo que solía al ponerse nerviosa —. Por cierto, Antoine no
vendrá hoy. Le han surgido algunos inconvenientes, pero con seguridad
estará aquí el lunes temprano.
—¿Por qué no puedo ir a un colegio normal?
—Ya te lo he explicado, Mariané.
—Nunca lo has hecho —refutó bajito.
—Es que soy un hombre que siempre está bajo los focos, cualquier paso
en falso, incluso el más mínimo error afecta mi imagen, sin importar lo
bueno que he hecho.
—¿Qué ene que ver eso conmigo? —inquirió arrugando el ceño.
Respiró hondo.
—No estoy diciendo que seas un error, jamás pensaría eso, Mariané.
Solo que no me voy a precipitar a inscribirte en un colegio en el que me
reconozcan como el millonario que de pronto ene una hija, no quiero
darle material a la prensa. Ellos siempre buscan de tergiversar los
hechos, inventando falacias.
—Sí, pero… ¿algún día podré ir?
—Te prometo que así será. Hoy pediré comida china, ¿alguna
sugerencia? —desvió el tema.
—Pizza.
—Será pizza —le guiñó un ojo.
Se sonrojó volviendo a su lugar rápidamente. Tomó el regalo esbozando
una sonrisa que borró al instante.
—Siento haber tomado ese día tu iPad.
—Te lo he oído decir unas tres mil veces, déjalo ir, no pasa nada. Ahora
pediré el delivery, no debe tardarse más de veinte minutos, espérame
en el living.
Asin ó mida.
—Con permiso.
Salió abrazando su obsequio, en cuanto pisó el exterior dio varios
sal tos de la emoción. No era de aferrarse a las cosas materiales, pero
amaba escuchar música desde aquel día que Ismaíl olvidó el iPad en el
comedor. Moría por decirle el lunes a Brenda.
Subió a su habitación, dejó el regalo en la cama y se miró en el espejo.
El pijama blanco de jirafas le sentaba a la medida, ladeó la cabeza
decidiendo hacerse un moño desprolijo, al final se lo dejó suelto. Lo
esperó sentada en la otomana, la taza de chocolate a medias seguía
sobre la mesita de centro. La llevó a la cocina y la fregó antes de
regresarse al Living.
Ismaíl hizo acto de presencia, venía con el cabello revuelto, como si
acababa de tomar una ducha. También traía un pijama puesto, pero
nada de estampados ni dibujitos, el suyo era completamente negro
dándole ese aire de jovialidad y peligro. En realidad, se le pareció más a
un lobo de ojos azules, pero no se consideraría su presa. Él podría ser
afable, cercano y no frío y desér co siempre. Con toda la elegancia, casi
pasos calculados, se sentó en el sofá con el móvil en la mano.
—El repar dor de pizza viene en camino. Dime, ¿qué hiciste estos días?
Se encogió en su lugar. No se le daba bien pla car, excepto con Brenda.
—No mucho.
Si no, sus respuestas eran concisas.
Aún había un muro que los separaba, que ella no se atrevía a escalar, y
él ajeno a ello, no la ayudaba a cruzarlo.
—¿Nada? Apuesto a que tuviste unos días más interesantes que yo, no
te imaginas lo que implica hacer un viaje de trabajo, es agotador.
—El lunes hice un pastel con Mari, bueno Brenda nos ayudó también, le
dije a Rabab, pero tenía que encargarse de la cena.
Luego de eso desvió la mirada arrepen da de haber relatado aquello.
Quizás su o se enfadara con ella, ni siquiera le había guardado un
pedazo de pastel.
—Y-yo… —lo miró fugaz —. Lo siento.
—¿Por qué? No estoy molesto, Mariané. Puedes hacer lo que quieras —
aseguró deslizando una sonrisa —. ¿Hicieron un pastel de chocolate?
—Sí —contestó animosa —. Brenda le puso fresas y banana, quedó
delicioso.
—Es bueno saber que la pasaste bien. He tenido unos días de mucho
trabajo, pero en cuanto me desocupe un poco, entonces te llevaré
adonde quieras.
—No lo creo, digo, las playas deben de estar congeladas —susurró
desinflándose en su lugar.
Ismaíl la miró con ternura.
—En cuanto sea verano, tendrás las mejores vacaciones de tu vida. Es
una promesa que no romperé, Mariané.
Sus ojos brillaron, hace mucho que soñaba con aquellos días de sol y
playa que pasó con sus padres en Alguero, Italia.
—¿Me llevarás a Italia? —preguntó contenta, con cierta ansiedad
haciendo de su interior un torbellino.
—Si eso es lo que quieres, este verano iremos a Italia.
El contacto visual se deshizo con el sonido del mbre. Ismaíl se levantó
murmurando que había llegado la cena. Mientras tanto, se quedó en la
otomana, incrédula a la idea de poder viajar el próximo verano a la isla
de la que atesoraba gratos momentos.
Su o no tardó en regresar, traía dos cajas de pizza y gaseosas. Al final
se sentaron cerca de la chimenea, sobre los cojines que habían
esparcido encima del alfombrado persa.
—Cuéntame de , me apena no saber mucho sobre mi sobrina —
expresó observando de soslayo la pantalla trémula de su móvil. Ella le
sonrió —. Siento que apenas llevas dos días aquí, aunque ya son cuatro
meses, lo único que sé de es que te gusta el ramisú, la lasaña,
además le temes a las alturas, por otro lado te gusta la playa.
—No me gustan los aviones, pero cuando papá y mamá tenían que
viajar, ellos nunca me soltaban la mano. El aterrizaje es lo que me da
más miedo.
—Debes hacerte a la idea de que para ir a Italia debemos subir a un
avión. Pero me sentaré a tu lado y tomaré tu mano, te recordaré que
estoy ahí, a tu lado y no te soltaré, Mariané.
Se le pusieron acuosos los ojos.
—¿Harías eso?
—Por supuesto, no estás sola, tenlo siempre presente. ¿De acuerdo? —
alargó la mano y acarició su delicada mejilla.
—¿Puedo abrazarte? —inquirió con un dejo de midez.
Se quedó en silencio, poco a poco acortó los cen metros alejándolos y
la envolvió en su calidez.
—Nunca me dejes sola.
—Jamás te dejaré sola, Mariané.

4
Tan pronto llegó el verano, hicieron las maletas; vacacionar en la
paradisíaca isla de Cerdeña se convir ó en el des no perfecto. Se decantó
por un ves do de lino, eligió las sandalias tachonadas y se soltó el cabello.
Con premura salió de la habitación; abajo se despidió de Brenda, después
de la extrover da americana, por úl mo de Rabab.
—Pásala bien, cielito —la castaña la acunó en sus brazos.
—Te echaré de menos, Brenda —murmuró a su oído, poniéndose de
pun llas.
A pesar de eso, no podía medirse la felicidad que la embargaba, ni
expresarla en palabras.
Camino al aeropuerto se quedó dormida sobre el regazo de Ismaíl. Hank,
su chofer, conducía el BMW. Verla serena, plácida sobre él, hizo que se
perdiera en ella. Se entretuvo contándole las pecas de sus mejillas,
viajando por el tobogán de sus largas pestañas, ahí, esclavizado de su
belleza eclesiás ca.
La florecilla más hermosa que había visto jamás.
Con pesar la despertó y luego atravesaron el hangar privado,
posteriormente abordaron el lujoso avión; además del piloto y copiloto,
con ellos viajaría una Azafata. La mujer era la rubia más esbelta que
Mariané había conocido, tenía una sonrisa encantadora y la voz impostada.
Se movía sin problemas con esos tacones altos, incluso daba la impresión
que hacía del pasillo su pasarela, moviendo siempre las caderas de manera
provoca va, sobre todo si Ismaíl era quien le pedía algo.
Siempre volvía luciendo un escote revelador, inclinándose en demasía para
luego dejar caer el pla llo o la copa en un acto calculado; Mariané se daba
cuenta de las intenciones femeninas, algo que tampoco pasó
desapercibido Ismaíl.
—¿Necesita algo más, Señor Al-Murabarak? —inquirió casi saboreando en
sus labios rojos, el apellido del mencionado.
—No, gracias, así estamos bien.
En su boca, la sonrisa seductora se transformó en una simple mueca
forzada con la que pretendía ocultar la moles a azotando su interior.
—Lo que usted diga, con permiso —por úl mo miró a la pelirroja como si
quisiera hacerla picadillo.
Comieron un poco, al final y con un poco de esfuerzo, la niña se aventuró a
pla car de trivialidades con su o. Podía escucharla por horas, por toda la
eternidad y no se aburriría jamás de su melódica voz, de la manía de bajar
la mirada cada que él no dejaba de contemplarla. Cuando sonreía, se veía
tentado a sacarle una foto, fantaseando con la idea de colgarla en su
alcoba, entonces podría apreciarla cuando quisiera.
Que lo atontara no un poco, sino demasiado, le asustó. Mientras ella le
contaba que prefería un atardecer antes de una noche estrellada, a él su
imaginación lo llevó a escenarios que solo se volverían reales en un mundo
paralelo.
Sacudió la cabeza, úl mamente pensar en ello ya no era inusual, pero sí un
precipicio y no podía permi rse caer al vacío.
El salto sería mortal.
—¿No te atrae la idea de contar las estrellas?
—No hay colores y hace frío, en cambio al atardecer el cielo se pinta de
rojo, naranja y rosado.
—Encuentro fascinante un cielo tachonado de estrellas, tanto como el
atardecer o el amanecer —susurró encandilado con el hipnó co parpadeo
de sus caramelos. Y agregó—: pero no más que pasar estos días con go,
Mariané. Eso no ene comparación.
Se quedó sin palabras. ¿Qué debía decir a eso? Su admisión había sonado
poé ca, sincera, inesperada…
Desvió la mirada, ya el escarlata llenaba su rostro. La risa de Ismaíl hizo
que volviera a mirarlo. ¿Se burlaba de ella? Frunció el entrecejo, enfadada.
—Ahora pareces el rosicler de un amanecer.
—No te rías de mí —exigió cruzándose de brazos —. No es necesario que
digas lo mucho que te molesta llevarme con go a Italia solo porque no
romperías una promesa.
Ahora fue él quien borró la sonrisa, su expresión se ensombreció.
—No me molesta estar estos días con go. ¿Por qué afirmas un hecho que
no es verdad?
Se quedó callada.
—Mírame, Mariané.
Obedeció a regañadientes.
—No tenías que traerme si realmente soy un mal tercio.
La miró estupefacto. No parecía la misma Mariané de pocas palabras, que
todo se guardaba y tartamudeaba al hablar.
Sin pretender sonar rudo, tampoco insensible, le sostuvo la mirada con la
expresión neutra.
—Basta, no sigas diciendo estupideces, en ningún momento me he burlado
de . Y estás lejos de ser un mal tercio, Mariané.
La aludida se estremeció, bajó la cabeza y se dedicó a mirar por la
ventanilla esquivando cualquier contacto con él. Ismaíl, suspiró profundo y
le dio un sorbo al vino, aún con el cristal entre sus labios, no dejó de
observarla. No le habló con dureza, fue flexible; no demasiado severo,
trató de convencerse.
—Quiero que este verano sea inolvidable para ambos, sé que nos acercará
más como familia —explicó cauto.
Y era justo esa palabra, familia, azotando con fiereza los pensamientos
febriles, desenlaces apasionantes y le recordaba el abismo entre los dos. Al
empo que la tentación afloraba ignorando prohibiciones, el riesgo de caer
y perder el juicio, se pintaba como una idea atrac va, sana y pasajera.
Aquellos intrusos pensamientos rondaban su cabeza, a veces solo unas
cuantas copas de Whisky lograba mi gar el deseo de tenerla, no solo en su
imaginación.
—Lo sé. —emi ó desinflándose.
—¿Lo sabes? —asin ó asomando una media sonrisita —. Perdóname, no
debí hablarte así, evitemos estropear este agradable momento. Y los que
se avecinan.
—Esta bien, o Ismaíl.
Durante el aterrizaje apretó su mano, afirmando la promesa de jamás
dejarla sola, nunca soltó su dedos entrelazados a los suyos. Su tacto
caluroso junto a sus dedos fríos, invierno y verano, calor y frío, resultó
electricidad. Como si dos estaciones se habían puesto de acuerdo para
encontrarse, sin la oposición de la primavera ni de los caducos de un
otoño, ahí estaban dos sols cios uno al lado del otro.
Mirándola a sus ojos caramelos se planteó la idea de ver a un psicólogo,
ella y su resplandeciente beldad, lo volvía un loco irracional.
—Ya todo pasó, en cues ón estaremos en el auto —le habló despacio,
tes go de su menudo cuerpo tenso; aún no le soltaba la mano, de todos
modos no era moles a seguir con su palma y la suya enlazadas.
La estudió con la cautela de una serpiente, dedicándole la agudeza de una
mirada, sin llegar a la introspección.
—¿Estás bien? —la pregunta surgió cargada de preocupación, saberla
taciturna aunque el temblor había sucumbido, no disipaba el mal
presen miento de que algo anduviera mal con la pelirroja.
—Sí.
Desde el fondo de su ser emanó un suspiro de alivio.
Ella recargó la cabeza en su pecho, jugando con el adoso de sus manos.
Ismaíl no dijo nada, estaba encantado de tenerla cerca, sin embargo su
agudeza hacía flamear su ins ntos oscuros, encendiendo las alarmas. Le
aterraba cruzar los límites, atravesar lugares que no le correspondían,
quererla en silencio, desearla con fervor. De pronto sin ó que su mente se
había podrido, extraviado en la irrealidad, mientras se sumergía en la
oscuridad de la lujuria pecaminosa.
Durante el trayecto en auto, estuvo abstraída en una de las islas más
bonitas del Mediterráneo, el lugar idóneo para pasar unas vacaciones de
ensueño. Cerdeña era un paraíso. No recordó que fuera así de hermosa la
isla.
Ismaíl iba al volante, cada cierto empo mirándola a través del retrovisor.
—¿Te gusta lo que miras?
Solo bastaba con ver sus ojitos pizpiretos y darse cuenta.
—Es como si fuera la primera vez. —canturreó y largó un sonoro suspiro.
—Porque la úl ma vez que viniste, estabas más pequeña y los detalles no
son tan ní dos ahora.
Negó rotundamente.
—En realidad es como si fuera la primera vez porque es con go.
—Tiene sen do. ¿Sabes cómo se le conoce a Cerdeña?
—No, no lo sé.
—Como la isla del viento por el azote del viento mistral, los que vienen del
noroeste.
—Isla del viento… —repi ó sorprendida por el dato.
Hicieron una parada en un reconocido restaurante, se sentaron en una
mesa lejos del resto de los comensales. El maître, se acercó dándoles una
calurosa bienvenida. Ismaíl tomó la carta e inspeccionó el menú con ojo
agudo. Era exigente con la comida, observó a su sobrina. De seguro le iba a
gustar su elección.
—Dos platos de Langosta Catalana, vino blanco, el mejor que tengan, jugo
de naranja y de postre la seadas.
—Subito signore, con permesso.
—¿Tienes hambre? —le preguntó captando su atención.
—Bastante —admi ó sobándose la barriga.
—Imagino —le regaló una sonrisa —. ¿Habías venido antes a este lugar?
Negó con la cabeza.
La orden llegó: La langosta catalana un plato de pescado refinado y sabroso
pico de Alghero; acompañado de una especie de ensalada con cebolla y
tomate. Vino de la cosecha del 80 y el zumo de naranja.
—Buon appe to, buona cena.
—Grazie. Tu u sembra squisito —comentó en un perfecto acento italiano.
Ella lo miró maravillada.
Cuando el señor amable se re ró, aspiró sobre el pla llo. Olía bien, se
permi ó llevar un bocado a su boca y saborear el sabor dulce y delicado de
ese precioso crustáceo. Pero Ismaíl empezó a dar gracias por la comida
antes de empezar a engullir, apenada, dejó de comer y al igual que él, bajó
la cabeza.
La noche lo envolvió todo, llegaron al Hotel Sa Cheya Relais & Spa. Había
reservado dos habitaciones con guas y así, tenerla cerca. Quedó
encantada, lanzándose a la cama, entre tanto, él se quedó en pies. Debía
marcharse, dormirse en los abisales donde las nieblas lo cubrían todo,
pero aun entre las brumas, la silueta de un ángel con el pelo rojizo siempre
aparecía.
—Nos vemos mañana, Mariané. Llámame cualquier cosa. —se despidió.
Giró sobre sus talones. Mariané se levantó pronto y lo abrazó por detrás.
—Gracias por traerme hasta aquí, te quiero o Ismaíl —expresó aferrada a
él.
Estuvo a punto de emi r una respuesta, pero el te quiero de sus labios lo
silenció una fuerza interna, no pudo devolverle el gesto.
A la mañana después de tomar junto a su o el desayuno en el buffet
compuesto de platos con nentales y especialidades locales, se fueron a
una playa cercana.
Caminó inmersa en sus pensamientos, dejando que el sol tostara su piel;
hundiendo sus pies descalzos en la arena, añoró que los momentos vividos
dejaran de ser solo recuerdos. De pronto una sombra se posó sobre ella y
antes de volverse una mano familiar tomó la suya, volviendo ausente el
vacío; sonrió al mirar el adoso. Alzó la cabeza encontrando un par de
zafiros deslumbrantes por el sol de la mañana.
—¿Estás bien? Hace rato que andas distraída —le habló con dulzura.
Detuvieron el paso.
—Pensaba en ellos, ojalá pudiera devolver el empo —emi ó bajito, sus
ojos se llenaron de lágrimas resbaladizas empapando sus sonrojadas
mejillas.
—Lo siento mucho, Mariané. Por favor, que la imposibilidad de hacerlo no
te arrebate la sonrisa, la buena perspec va de momentos por vivir —
susurró poniéndose a su altura. La chiquilla prisionera de la desazón y
nostalgia, se abalanzó a él, escondiendo el rostro en su cuello, sujeta con
tanta fuerza que a Ismaíl se le rompió el corazón —. Dime, ¿qué hago para
borrar la tristeza de un alma como la tuya, florecilla?
Se apartó a duras penas.
—No quiero que me dejes como ellos lo hicieron, o Ismaíl —dijo con la
voz en un hilo trémulo, débil.
—Ya te dije que nunca lo haré. ¿Por qué sigues dudando de mi palabra? —
inquirió elevando su barbilla, con ambos pulgares borró el rastro de
lágrimas. No dijo nada, sorbió por la nariz y volvió a rodearlo efusivamente
—. Eres la hija de mi hermano, mi sobrina, yo jamás voy a dejarte a la
suerte.
—¿Jamás?
—Nunca. —afirmó apartándola con cuidado, entonces se agachó un poco y
depositó un beso en su mejilla.
Mariané permaneció quieta, encontrando en sus zafiros el refugio
inesperado, la cueva en la que ya no temía perderse porque era su des no
seguro; pero en esas cuencas sombrías y dilatadas, descubrió que también
podría quedarse toda una vida, lo que irremediablemente desataría un hilo
de enredos, caídas, lágrimas y sería ese fuego des lando de sus poros lo
que haría el deseo fecundo.
Entonces sería un hecho encontrarse adictos el uno al otro.
No lo sabían, al menos no ella, pero él tenía el presagio de que tarde o
temprano iba a corromperla, no podría evitarlo, aunque quisiera. Eso lo
desquiciaba realmente, perdía el juicio rotulando vez tras vez sobre ello.

5
Las estaciones fueron fugaces, deteniéndose en la primavera de ese año en
que Mariané alcanzaba la edad de catorce años y una semana después le
llegó su primera menstruación. Era toda una montaña rusa de emociones,
enfadada, alegre, distante o depresiva. Odiaba no tener el control sobre sí,
perder los estribos por una tontera. Ella no era así. Se desconocía al punto
de asustarle y la impotencia de no saberse manejar provocaba el
malhumor repen no. Esa tarde se enfureció porque su maleable cabellera
no se desenredó con facilidad.
No estaba Brenda que la ayudara.
Resopló por enésima vez, perdiendo la paciencia. Mirándose en el espejo
retornó el deseo de llorar, vaciar de su mirada llorosa, hasta la úl ma
lágrima sobre el tumulto de almohadas. La fealdad se dibujaba en su
propio reflejo, como si realmente lo fuera.
Antes de lo que catalogó como una pesadilla, así consideraba pasar de niña
a señorita, venía arrastrando consigo una serie de cambios bruscos de
humor, náuseas repen nas, dolores de vientre que confundió con un
corriente dolor de panza.
Tuvo el fugaz impulso de tomar la lámpara de cristal y romperla contra el
suelo noble en un acto de rabieta. No lo hizo. No sabría que hacer si su o
se enfadaba. Y de lo que ella por su inestabilidad sería capaz de decir,
como una mala contesta.
—Mariané, te traje algunas cosas, ¿puedo pasar? —su profunda voz le
detuvo el corazón.
Menos mal que no se empecinó con la lámpara. Antes de emi r una
respuesta, se hizo un moño desprolijo e intentó estar serena. Ismaíl la
ponía demasiado nerviosa, hubiera preferido a Brenda y no precisamente a
él.
¿Cuándo se volvió complicada la vida? ¿En qué momento el pudor se hizo
intenso? Casi dos años atrás se recordaba hablando de irrelevancias con su
o, ignorando que más allá de su palabrería tonta, exis a la lógica, el
sen do de las cosas. Ahora de la noche a la mañana, no podía saberlo
cerca sin padecer de ese molesto flaqueo en sus piernas. Hablarle era
di cil, por eso los úl mos meses no cruzaba más de tres palabras con él.
Ismaíl viajaba mucho y cuando estaba en casa, se encerraba en su
despacho. No tenía el valor de irrumpir en su reino y pedirle que la
acompañara durante el almuerzo o la cena. Cuando lo intentó, se topó a un
hombre cansado, envuelto en las responsabilidades laborales, negándose
de inmediato a su invitación. De modo que no se atrevió a una segunda
vez, estaba segura que habría sido en vano.
Vivía al compás de las manecillas del reloj, agitado, dejándose llevar por el
ajetreo incesante del mundo de los negocios; Ismaíl era un hombre que
bajo las luces tenía la atención de decenas, pero fuera de los focos, cuando
las apariencias caían, solitario y retraído, otro ermitaño más que retrocedía
a las viejas andanzas: la soledad que solo acompañaba con varias copas de
Whiskey o Champagne.
Una vez pensó que con la llegada de Mariané sería diferente, que
equivocado estaba, al cabo de unos meses retrocedió, se alejó intentando
esclarecer el hilo de ideas oscuras, perturbadoras y prohibidas que lo
conducía a una sola razón o a perderla completamente pensando en ella.
Y Mariané se acostumbró a sus ausencias.
La unión que una vez forjaron estaba desvaneciéndose, la distancia
silenciando sus voces y la evasión los estaba volviendo un par de
desconocidos.
Por primera vez le importó ponerse decente y no presentarse a sus ojos
como un desastre andante. Se movió hasta el espejo, mientras cuidaba de
su apariencia se acomodó el overol de jeans. Entonces, tras tomar una
bocanada de aire se acercó; giró el picaporte. Lo encontró ahí, de pie en el
marco de la puerta sosteniendo unas bolsas.
La miró como solía, profundo.
A ella se le cortó la respiración. Sabía que era un hombre guapo, pero solo
ahora se dio cuenta que le atraía. Que sus ojos zafiros cada vez que la
estudiaban hacía dar a su corazón un salto triple en caída libre. Resultó
di cil mirarlo a los ojos, dejar de balancearse sobre sus pies.
Estaba mal, muy mal pensar en él de otra forma que no fuera la correcta. Y
no había nada más incorrecto que imaginarlo asido a sus labios, pegado a
su cuerpo y en ocasiones en un escenario ín mo, respirando junto a él.
—¿Me vas a dejar pasar, Mariané? —preguntó sacándola de un trance.
Avergonzada, se hizo a un lado y una vez estuvo adentro cerró a sus
espaldas. Ismaíl dejó lo que trajo en la cama y volvió a observarla. La notó
taciturna, percibiendo que algo le angus aba se fijó en sus ojitos
hinchados, renuentes a mantener el contacto visual; él sabía que cada mes,
por unos días, tendría que lidiar con una chica hormonal. Sería di cil
manejar la situación, adivinar lo que pasaba por su cabeza, su estado
emocional. En la vida se había encontrado con rubias furiosas, castañas
sensibles, pero jamás con una pelirroja bordeando la histeria o llorando sin
exis r un mo vo convincente.
Ella no sería la excepción, de hecho parecía ser el peor de los casos, de
entre todos el más complicado.
Extraviada desde el diván, alzó la cabeza y se perdió en un punto fijo de la
habitación. Sus grandes ojos caramelos estaban rojos, hinchados de tanto
llorar. Sabía que a veces las mujeres se ponían sensibles en sus días. Y su
florecilla se abría a una nueva etapa, la cruel y dulce adolescencia.
—Te compré analgésicos por si enes dolor, cólicos menstruales, o dolores
de cabeza.
Asin ó emi endo un gracias, casi inaudible. Después miró con los ojos de
par en par los paquetes de toallas sanitarias y otros ar culos personales. La
vio enrojecerse, como si esa tarde, el arrebol de las nubes bajó para
quedarse en sus mejillas. Sabía que le apenaba que una figura masculina le
comprara ese po de cosas. La verdad no tuvo opción, con la salida
repen na de Brenda y la ausencia del personal de limpieza, fue él mismo a
la farmacia más cercana y le compró lo que creyó que necesitaba una chica
en su situación.
—Ya estoy al corriente de todo. Es normal, no debes de estar avergonzada.
Y comprendo que no quieras hablar conmigo precisamente de esos temas.
—señaló.
Brenda se lo dijo en la mañana, antes de irse a casa por mo vos familiares.
—Señor Al-Murabarak…
Estaba en medio de la revisión de un proyecto. Dejó el discar y quitándose
los anteojos le pidió a la mujer que tomara asiento.
—Gracias, es urgente por eso no toqué la puerta, sé que está ocupado. —
torció los labios mirándolo apenada por la intromisión.
—¿Qué sucede? ¿Le ha pasado algo a Mariané? —soltó levantándose de su
trono.
Lo imitó negando y asin endo a la vez. Confuso arrugó el ceño, a punto de
inquirir nuevamente.
—No es lo que cree, ella está bien —se apresuró a decir. Soltó un suspiro
aliviado —. Hoy subí a hacer la cama de la niña y encontré las sábanas
manchadas de sangre, es su primer periodo. Hablé con ella, estaba un poco
asustada; le dije que es normal lo que le está pasando a su cuerpo, ya sabe,
la pica conversación que debiera darle una madre a su hija. Intenté ser lo
más concisa posible, por ahora resolvimos el problema, si sabe de que
hablo…
Parpadeó incrédulo. El día había llegado, y no tenía remota idea de cómo
manejar con ello.
—Por supuesto —respondió al cabo de unos segundos procesando la
no cia —. Le compraré lo que necesita, quizá deba acompañarme, las
compras se me dan fatal.
—Es que debo irme ahora, se me presentó un incidente familiar. No puedo
quedarme, pero puedo hacerle una lista, así no se hace líos.
—Me parece perfecto. Gracias por avisarme.
Le pasó un bolígrafo y una libreta a rayas. Brenda escribió, después se
marchó. Reflexivo, apoyó los codos sobre el escritorio y sujetó su cabeza.
Releyó lo escrito y se fue a duchar.
—No quiero que me veas. —su vocecita colgando de un hilo, lo trajo
devuelta.
Mariané se puso a llorar. Bajó la cabeza y se ocultó detrás de su
desordenada cabellera roja, sacudiéndose trémula. No supo qué hacer, si
acercarse y abrazarla, o marcharse y darle privacidad. Terminó haciendo lo
que dictaminó su corazón. Acortó la distancia y se agachó solo un poco.
Como si temiera hacerle daño, con excesiva su leza le destapó su rostro
angelical, no le soltó las manos; acarició su muñeca adornada por el
brazalete.
Lo que tanto evitó, resurgía con mayor fuerza de atracción, conectando sus
almas en un encuentro fur vo, cómplice en las penumbras de un silencio
de miradas sostenidas.
Mariané tragó con dificultad el nudo en su garganta. Lo tenía muy cerca.
Podía sen r su cálido aliento rozarle las facciones, un extraño hormigueo
en su estómago y el calor que los envolvía en una burbuja di cil de
franquear.
El hilo de caricias sobre su húmeda mejilla, la obligó a cerrar los párpados.
Su o tenía los dedos fríos como un témpano. Tembló como una hoja seca
en medio de una fuerte ráfaga de viento; suspiró abriendo los ojos,
palpando que entre el encuentro de miradas, exis a una inquietante
tensión. Y ninguno se atrevía a romperla.
—Una preciosa jovencita no debería llorar. Prométeme que no estarás más
triste, Pequeña. —sostuvo su rostro, apreciando el escarlata que se iba
intensificando sobre sus mejillas sur das de pecas.
Soltó el aire y sorbió por la nariz.
—Lo intentaré —lo rodeó con sus bios y delgados brazos, escondiendo el
rostro en su cuello. Percibió la bergamota, limón y lima que exudaba su
cuerpo, el almizcle personal que echaba de menos; un bálsamo en días
grises.
Se tensó. Después de dos años, todavía no se acostumbraba a devolver o
corresponder afecto. Aunado a que cada vez que la tenía cerca, algo se
agitaba con fuerza en su interior. Regresó con ahínco el invento de su
mente tejiendo escenas indecorosas, imaginando que la besaba con
pasión, mientras sus ávidos dedos la exploraban con urgencia. Negó con la
cabeza, correspondiendo al mido abrazo que proporcionaba su menudo
cuerpo.
—No enes de qué avergonzarte — Acunó su rostro —. ¿Cenarás conmigo?
Podemos comer fuera de casa, conozco un restaurante que te va a
encantar.
—No tengo hambre. Prefiero quedarme a descansar. Lo siento, o Ismaíl.
—declinó en las garras de un desánimo.
—No pasa nada, me preocupo por , quiero que estés bien y si crees que
un descanso va a aminorar el malestar, hazlo. —le pasó una mano por su
despeinado cabello, recogiendo en el acto un rebelde mechón rojo que
acomodó detrás de su oreja, antes de ponerse en pies y sonreírle —.
Cualquier cosa me llamas. Brenda regresa la semana que viene.
—Está bien.
—Pero al menos deja que te prepare algo de comer, no quiero que te vayas
a la cama sin probar bocado.
—No te molestes, seguro enes que trabajar. Estaré bien —volvió a
rechazar, encogiéndose de hombros.
—Insisto, Mariané.
De pronto se levantó con brusquedad.
—¡Pero he dicho que no tengo hambre, ya vete y déjame tranquila! —
rugió antes de siquiera poder darse cuenta de lo que había soltado, de la
manera grosera.
Ismaíl, no podía creer que su sobrina se hubiera revelado, con insolencia,
contra él. Estrechó la mirada en su dirección, furioso, pero no quería caer
en discusión. Sin embargo, no pasaría por alto su falta de respeto.
Se tapó la boca con ambas manos, arrepen da.
—Yo… lo siento.
—No vuelvas a alzarme la voz, Mariané. —advir ó con suma seriedad, sus
ojos se habían ensombrecido—. No voy a tolerar una jovencita rebelde,
irrespetuosa o que se olvide de sus modales cada vez que esté en sus días.
—Ya le he dicho que lo siento mucho. —repi ó con la voz en un hilo,
temblorosa.
—Antes de emi r algo, piensa bien lo que dirás. —con nuó; sus ojos
incinerados, apretando la mandíbula con fuerza.
Ella se encogió en su lugar, asustada.
—Quiero estar sola. —pidió en un temeroso susurro, ya lo había visto
romper cosas a su paso cuando se enfadaba. Temía que eso sucediera de
nuevo.
—Descansa.
Abandonó la habitación cerrando con fuerza la puerta, ella se estremeció
en el diván.

6
El francés es rado tamborileó el dedo índice en la mesa en un acto de
impaciencia. No había día en que la pelirroja no lo sacara de sus casillas.
Ella Resopló desde su silla, implorando al cielo que se acabase la clase.
Miró la hora en el móvil que tenía sobre su regazo. Hace un par de días
atrás que Ismaíl se lo obsequió. Ese mismo día volvió a comentarle sobre
su deseo de cursar la secundaria. Le recordó que él mismo se lo prome ó,
aún así, seguía recibiendo clases en casa.
Seguía esperando una respuesta de su parte.
—Necesita prestar más atención. Vous me comprenez, mademoiselle,
Lombardi?
Tardó en comprender sus palabras.
—Lo sé, pero no se me da bien la sica —pronunció desinflándose.
—Pretextos, es solo eso. Si atendiera lo debido, no se aburriría y
entendería lo que le explico —aseguró con voz agria —. Es todo por hoy,
nos vemos la semana que viene.
Empezó a guardar sus cosas.
—Le prometo que me esforzaré un poco más. —dijo poniéndose de pies.
—Eso espero —la miró serio y tomó su male n —. Tengo prisa, el lunes sin
falta estaré aquí. Termina los ejercicios, sé que puedes hacerlo.
Asin ó intentando acordarse de hablarle en francés. Algo había copiado de
él, cada vez que le daba las lecciones y aunque no era su fuerte, se atrevió
a soltarlo.
—Oui, monsieur Griezmann. Je ferai ça. —le regaló una sonrisita nerviosa.
El hombre correspondió a secas y se marchó.
¡Auch! Ni siquiera lo había impresionado un poquito.
—Estúpido francés. —masculló tes go de sus apresurados pasos.
A solas respiró profundo, recogió los cuadernos esparcidos en la mesa y lo
llevó todo a su habitación. Se lanzó a la cama expulsando un suspiro de
felicidad. Al fin podría escuchar las canciones de su playlist en Spo fy.
Haciéndose bolita recordó que poco faltaba para verano, quizá al igual que
el año pasado no iría a ningún lugar del mundo. Mejor no se hacía ilusiones
y de paso se ahorraba la moles a. Pasó con los cascos puestos largo y
tendido. Tras una ducha caliente, Brenda le llevó la cena. Comió sentada en
el sofá blanco, observando a través del cristal de puertas corredizas hacia al
balcón, como la tarde se alejaba pintando el horizonte de naranja y un rosa
armonioso.
—Cielito, ten un feliz fin de semana, te quiero.
—Y yo a , Brenda. Hasta pronto. —la besó en la mejilla.
Al rato se animó a ver un canal de videos musicales online. Buscó en el
armario un ves do organdí y regresó al compás de la música, con dificultad
imitó los pasos de baile algo complejos. Cantó a todo pulmón la canción, y
detuvo abrupta la torpe danza al escuchar pasos en el exterior.
Se asomó al pasillo, encontrando la soledad paseándose en la extensión de
su pulcritud. Salió cautelosa y avanzó de pun llas, paró la marcha en su
puerta. Jamás había tocado siquiera el picaporte dorado que sobresalía
entre la oscuridad de la madera. Se deba ó si era correcto introducirse en
su espacio, ir contra la moral y principios que se le inculcó.
Y justo esa moral despareció cuando al cabo de unos minutos se decidió
por lo azaroso. Tuvo la osadía de meterse en la habitación de Ismaíl y
curiosear un poco. Barrió con sus ojos todo el espacio; en el centro había
una cama King ves da con lujosas sábanas negras y grises de seda, muchas
almohadas blancas que al inclinarse y aspirar olían a él. A los pies de la
cama, un diván negro con almohadones blancos. Se acostó boca arriba
absorbiendo contra la colcha el delicioso perfume Armani y su toque
personal, que la embriagó. Elevó la cabeza observando el cuadro con
iluminación focalizada que colgaba en la pared blanca, al pie de la cabecera
de la cama. Era algo abstruso, aburrido; al empo que escalofriante. El
resto de las paredes eran grises. Fingió un estremecimiento y de un salto
se puso en pies. A los costados de la cama encontró burós de madera
oscura con atrac vas lámparas de cristal.
Dis nción y solemnidad en cada cen metro, ahí encajaba su o. Además,
cada elemento volvía el lugar frío, enigmá co como él solía. A veces no
tanto, cuando se lo proponía, Ismaíl resultaba ser agradable, como lo fue
durante las vacaciones en Cerdeña o esa vez que estuvo toda la noche
cuidando de ella, sosteniendo su mano. Le había pedido sin rodeos que se
quedara a su lado o no podría conciliar el sueño. Y él lo hizo pensando en
su bienestar.
—No quiero que te vayas, no quiero dormir sola.
—Duérmete, prometo que no me iré. ¿Ha sur do efecto el analgésico?
Asin ó recargando la cabeza en su fornido pecho. Cercana a su calor, a sus
la dos tranquilos le encontró sen do a la vida, o al menos se dio cuenta de
que a su lado nada malo le pasaría y era ahí, en sus brazos, que siempre
quería estar.
Él era su mitad, otra parte faltante en un extraño rompecabezas que aún
tenía piezas sueltas, algunas de ellas rebotando en los escondrijos de su
mente.
—¿Puedo tomar tu mano? —inquirió haciendo un puchero —. Así sabré
que no te has ido.
Cauteloso unió sus dedos, el roce lo enloqueció. Pero se abstuvo, fingiendo
tener todo bajo control.
—Intenta descansar, mañana te sen rás mejor y podremos ir a pasear.
Absorta lo miró unos segundos y con la mano que tenía libre le repasó la
barbilla.
—Eres bueno conmigo, gracias por todo, o Ismaíl.
—Yo hago lo correcto, al menos eso intento hacer con go.
—Te debo una disculpa por lo que sucedió el jueves. No quería actuar
irrespetuosa.
—Y yo exageré. Olvídalo eso ya pasó —le restó importancia y dejó un beso
en su frente.
Mariané se hizo bolita deshaciendo hasta la distancia más impercep ble
entre los dos.
—¿Qué me estás haciendo, florecilla?
Casi en la inconsciencia lo escuchó y no supo diferenciar la realidad de un
sueño, pero su voz sonó sincera cargada de consternación intensa que no
podría pertenecer a la irrealidad.
Con nuó estudiando su alrededor.
Encontró una chimenea y el enorme televisor pantalla plana ubicados al
frente. Cerca una otomana de terciopelo blanca. Se lo imaginó sentado ahí
durante el invierno, tomando chocolate caliente y galle tas. Aunque
seguro era más probable que bebiera una copa de champagne o vino.
Se acercó a las cor nas negras sa nadas del enorme ventanal que
permanecían cerradas y las corrió quedándose sorprendida. Ante ella tenía
una de las mejores vistas a la ciudad, observó las luces de los autos
moviéndose al ritmo de un tedioso tráfico, la que provenía de los edificios
y rascacielos eminentes. Manha an resplandecía con superioridad bajo la
noche fresca. Tocó con los nudillos el vidrio que la apartaba de sen r la
libertad del aire pero también el vér go. Al rato las cerró; con sorpresa
inspeccionó otra pintura que la perturbó. Gracias a la luz focalizada, miró
una joven de su complexión, delgada, de tez blanca y con el cabello rojo,
posaba de espalda, desnuda. Su mano descansaba con una extraordinaria
delicadeza sobre su rojizo, sosteniendo apenas el pelo. No tenía firma de
autor.
Sin ó los pulmones trabajar con dificultad hasta atrofiarse. ¿Por qué
tendría su o una pintura de una pelirroja desnuda, como ella, en su
habitación?
Su mente era una maraña de ideas disparatadas sobre él. Incluso
retorcidas. Supuso que por eso nunca le permi ó que entrase al
dormitorio. Temía que viera con sus propios ojos, el verdadero Ismaíl, sus
perver dos gustos. ¿Le gustaba mirar chicas desnudas? No era menester
observar el rostro de la chica para atar que era una adolescente. Entonces
su o era un pedófilo. Abrió los ojos con horror, mientras un chisporroteo
causó una hoguera en su interior. Al mismo empo de parecerle una
locura, su atrevida cabeza paseó entre escenas de amor y desborde de
pasión, de esas que miró alguna vez en una película, a escondidas. Solo
que fantaseó con la idea de ella como protagonista.
Con ser la joven de la pintura.
Antes de proyectar la imagen de un posible hombre alto y fornido que se
acercaba a ella para besarla con fervor, se vio atrapada por la aparición de
Ismaíl desnudo, acabando de salir del baño. Las go tas resbalaban por
todo su torso desnudo. Traía el cabello mojado y revuelto, emanando
jovialidad y sensualidad por doquier. Tenía un cuerpo espectacular,
ejercitado y bronceado; brazos fuertes, espalda ancha musculosa, los
hombros rectos. Se le aceleró el corazón, su presión arterial voló por los
aires y no pudo moverse. Sin embargo, seguía mirándolo de pies a cabeza,
con los ojos muy abiertos. Recorriendo con mirada curiosa las fornidas
piernas de su o, quedándose boquiabierta sin quitar la mirada de aquello
que descubrió: su in midad. Era enorme. Jamás había visto la desnudes de
un hombre, las partes ín mas del sexo opuesto.
Mariané estaba nerviosa, avergonzada por haber irrumpido en la
privacidad de la persona que se había encargado de ella. Él, la había pillado
esa noche en su habitación. Y en un acto tonto, se cubrió los ojos.
Ismaíl, sabía que esta vez no podría detenerse. Ella despertaba en él sus
más oscuros ins ntos pasionales. Encontrarla ahí con un ves do organdí,
tapándose la cara, lo desconcertó. Estaba descalza, vacilante e incapaz de
irse, no dejaba de murmurar que lo sen a. Él lo sen a más que ella,
porque ahora nada apagaría el fuego que le quemaba por dentro y el
incesante deseo de poseerla, nublando el raciocinio.
A pasos agigantados se encontró frente a Mariané. La curiosa florecilla que
lo volvía loco. No le importó que luego por la mañana llegara el
arrepen miento. Ahora no había cabida para retrocesos y la imperiosa
necesidad de avanzar y enredarse en sus labios, adueñarse de su cuerpo, lo
empujó a cometer el pecado imperdonable de tocar un ángel.
—Mariané…
Rozó el contorno de sus labios con la punta de sus dedos; su boca dulce y
exquisita lo tentó a probarla, recorrió en silencio su piel aterciopelada.
—¿Qué haces aquí? —susurró ronco.
Contuvo el aliento cuando este tomó un flequillo de su cabello y lo aspiró.
Se quedó mirándolo con los ojos de par en par mientras lo ponía detrás de
su oreja.
La contemplaba como si fuera una obra de arte.
—Yo…
—No tenías que estar aquí, Mariané. —gruñó.
Primero le tomó las manos vacilantes y acarició su mejilla antes de
estampar la boca contra labios inexpertos y deliciosos que temblaron en la
tardía correspondencia de un beso. La obligó a retroceder, nunca dejó de
besarla. Su menudo cuerpo chocó contra la pared y puso una mano detrás
de su cabeza evitando que la dureza de la fría pared le causara una lesión.
Mariané era pequeña y él un hombre grande, por lo que la ayudó a
enredarse en su cadera y con nuó besándole la clavícula, su atrac vo
cuello, perderse en la hendidura y respirar su vainilla; incluso se atrevió a
darle una mordida en el lóbulo de la oreja y hundir la nariz en su sagrado
pecho, que resultó apoteósico.
Atacó con urgencia sus labios cincelados, mordiendo su inferior. Juntó sus
frentes y se permi ó un momento para verla a los ojos. Ella los tenía
cerrados, respiraba por la boca entreabierta, como si estuviera a poco de
sufrir un infarto. Los zumbidos de su corazoncito retumbaban contra su
pecho. Le repasó la mejilla, palpando el calor que transmi a su piel
enrojecida.
—Mírame, Mariané. —ordenó con voz profunda y grave.
La aludida parpadeó insegura, encontrándose con un par de zafiros
ensombrecidos. Su penetrante mirada le produjo escalofríos. Se
encontraba en una posición comprometedora, ella enrollada a su cadera
desnuda. Nada la apartaba de sen r su hombría. Bajo la profunda atención
de Ismaíl, le rodeó el cuello y negó con la cabeza.
La nebulosa que los envolvía aclaraba y oscurecía a la vez, una ida y vuelta
tortuosa que arreme a desconcertando a los dos. Como si quemarse los
destruiría y aún así declinar la tentación de arder una opción que por
completo descartaría.
—Esto no es correcto, sin embargo se siente como si lo fuera. —recordó
ahogada.
Silencio.
—Ya no me he resis do, todo este empo te he deseado con ansias, como
un loco. —confesó atormentado.
—Pero soy tu sobrina.
—Es una de las razones por las que me he abstenido, pero ya no puedo
más. Todos tenemos límites y hoy tú, lo has oscilado. —admi ó besándole
la punta de la nariz.
Con midez, le acarició la nuca y se aferró más a él.
—Creo que me atraes, pero sé que nunca pasará algo entre nosotros, sería
una locura. —admi ó aturdida.
—Entonces debería dejarte ir, hacer como si esto nunca pasó.
—No borraré de mi cabeza este día, tú me has dado mi primer beso. Eso
nunca se olvida.
—Quisiera ser el primero en tu vida, pero no tengo el derecho, soy indigno
de . Mereces lo mejor.
—¿Y si te digo que quiero concederte el derecho? —se atrevió a formular,
aunque por dentro moría de nervios y temor.
No dijo nada. Con ella acuestas caminó hasta la cama y la depositó con
excesiva delicadeza entre sábanas oscuras de seda. Empezó a besarle la
punta de los dedos del pie, deteniéndose en sus ojos caramelos cargados
de expecta va. La admiró con detenimiento, buscando en ellos el rechazo,
inseguridad o miedo.
—¿Estás segura, Mariané? ¿O podrías salir corriendo y encerrarte en tu
habitación? No pasa nada.
No iba a hacer nada que ella no quisiera.
—No lo sé, tengo miedo.
—Tener miedo es normal. Debes relajarte, prometo ser cuidadoso.
—¿Me quitarás la ropa? —inquirió alarmada. Encogiéndose en su lugar.
Se apartó enseguida buscando una toalla para cubrirse.
—¿En qué demonios estoy pensando? Solo enes catorce, mejor vete,
antes de que sea tarde —le pidió. Mariané atrapó su antebrazo y lo besó
con delirio. Susurrando contra su boca que lo deseaba, que quería que
fuera el primero.
Resultó di cil negarse a la pe ción y ardería en el infierno por atreverse a
robar la pureza de una florecilla, con tal de saciar el tórrido deseo carnal.

7
Sus labios entreabiertos, su palma perdiéndose bajo el ves do organdí; el
tejido de hilos finos de seda cediendo a los ávidos largos dedos masculinos.
Suave su piel blanca como la mismísima seda de un tafetán acompañando
el desliz de sus manos.
La necesitaba como un loco irracional.
Se encargó de no dejar un espacio de su piel sin ser besado. Buscó en el
baño un condón y se lo puso, al volver terminó de desnudarla; atrapó con
la mano uno de sus mon culos y se lo llevó a la boca. Sus pezones estaban
endurecidos. Lo rodeó con la punta de la lengua y volvió a succionar,
masajeando el izquierdo. Eran pequeños, delicados y perfectos. Ella en
todo su esplendor, la joven más hermosa. Se acercó a su oído y susurró que
era perfecta.
Mariané no respondió.
Gimoteaba apretando los párpados y se sostenía de sus hombros para no
desvanecerse; Ismaíl contemplaba los gestos de su rostro cada vez que
jadeaba y gemía, deleitándose en su fina voz y constantes arqueos de
cadera. Deslizó un dedo en su interior para prepararla. Repi ó el acto
mientras ella se retorcía, ardiendo, pidiendo que no se detuviera. Pero
seguía un poco tensa.
—Relájate, pequeña…
Tomó su mano y se hundió un poco en ella. La pelirroja arañó la almohada
soltando un grito de dolor, algunas lágrimas se le escaparon y su
respiración se volvió errá ca, casi al punto de resollar. Salió de su interior y
avisó que la siguiente embes da le dolería un poquito más. Y se enterró en
ella, saboreando sus labios, ahogando en su boca quejidos deliciosos.
Mariané nunca se soltó de su espalda aguantando el escozor de tenerlo
dentro. El vaivén de caderas la sumergió poco a poco en el placer y se
olvidó de la complicada realidad.
Una noche trémula, una noche cómplice en la que dos almas se lanzaban al
vacío, sin importar el impacto de la caída. El tono susurrante, cariñoso y el
hálito bio escapando de sus labios: mezcla explosiva y pecaminosa que se
llevó la cordura y la inocencia.
Gemía bajo el calor corporal de su cuerpo, en su boca que la besaba con
vehemencia y ardor. Hasta que el clímax los azotó a los dos y perdieron la
cabeza.
Después de lo sucedido, ninguno se atrevía a emi r algo. Mariané seguía
pensando que todo era parte de un sueño, entretanto, a Ismaíl lo estaba
aplastando un enorme cargo de consciencia que no dejaba de mar rizar.
—¿Tienes familia? —curioseó dibujando una hilera de líneas imaginarias
en su torso.
Volvió al presente que ni siquiera debía vivir a futuro y la besó en la frente,
inhalando su aroma. La pregunta surgió intempes va, aunque él no se
atrevería a increpar.
—Sí.
—¿Por qué no me lo habías contado?
—Hasta ahora que lo preguntas —respondió con incomodidad —. Ellos
viven al otro lado del mundo. Tengo una hermana, hija del primer
matrimonio de mi padre. Pero no somos tan unidos.
—¿Por qué?
—Digamos que somos diferentes. —zanjó, deteniendo ese rumbo, por el
que iba la conversación, hacia un terreno movedizo.
Mariané se dio cuenta de que no quería hablar de su familia y desis ó de
una vez por todas, no queriendo meter las narices, o entrometerse en lo
que no era de su incumbencia. Era un hombre cerrado y estrecho. No
hallaba la manera de conocerlo más allá de lo que él le permi a. En el
fondo sabía que arrastraba con un pasado familiar, fantasmas que quizá lo
forjaron así, frío y reservado respecto a su familia paterna y no
precisamente se refería a los Lombardi. Su padre, Donato Lombardi le
contó que Ismaíl, este, había encontrado a su verdadero padre un hombre
árabe mul millonario que al saberlo su hijo le ofreció el mundo a sus pies.
Hasta ahí llegaba la historia, Donato no le contaría de los embrollos y de lo
que fue de Ismaíl en ese entonces.
No había entrado en detalles, porque una niña como su pequeña Mariané,
no debía conocer la oscuridad, jamás.
La joven volvió a conectar con él. Eclipsada en sus brazos, dio un suspiro
sonoro.
Le aliviaba que ningún vínculo sanguíneo los uniera, al menos no estaban
come endo incesto.
—¿Cuál es tu debilidad? —inquirió de repente, su voz exudaba cierto
temblor —. Yo amo el chocolate.
La vio con una sonrisa ladeada. De alguna manera pretendía romper la
tensión que había quedado entre ellos posterior al fogoso encuentro.
Pero prefería hablar de eso que un interrogatorio acerca de su familia. La
historia era compleja, con algunos errores del pasado y no era el momento
idóneo de contarle hasta la rivalidad con su hermanastro, su padre.
—Tengo muchas debilidades, Mariané. La pintura, el cristal, pero… —
acercó la boca a su oído —. Mi perfecta debilidad eres tú, florecilla.
Sus mejillas se ntaron de un escandaloso carmesí.
—No es cierto, no puedo serlo, ni siquiera soy perfecta. —se ocultó en su
pecho avergonzada.
Ismaíl hizo que sus miradas volvieran a sostenerse. Aquel par de ojos
caramelos pululaban clavados en los suyos, zafiros sombríos.
—Pues para mí lo eres. Solo enes que mirarte al espejo y darte cuenta de
tu belleza excepcional, eres hermosa, única. —enumeró rozagante,
dándole un beso corto en los labios.
—Y tú el hombre más apuesto sobre la faz de la erra—admi ó mida,
tocándole la barbilla angulosa y fuerte.
—Mariané, no puedes decirle a los demás lo que hicimos.
—¿Es un secreto? —inquirió apoyando los manos sobre su pecho,
mirándolo con inquietud.
Antes de responderle, sonrió acariciándole el cabello, incluso con todo el
pelo rojizo revuelto se veía linda.
—Sí, un secreto florecilla.
Asin ó al cabo de unos milisegundos.
—¿Quién es la pelirroja de la pintura? —quiso saber.
Volvió a mirarla.
—No te lo puedo decir.
—Porque soy yo. —susurró dándole un beso en los labios.
—Eres tú. —confirmó avergonzado —. Colgué la necesidad de tenerte para
conformarme con solo mirarte, cada noche.
—Pero hoy me enes con go y no me quiero ir de tu lado. —emi ó
acariciando el indicio de una barba incipiente.
—Ambos sabemos que no es así de simple. Solo eres una niña, Mariané —
largó un bufido —. ¿Te hice daño?
—Fuiste delicado conmigo. ¿Cuántos años enes?
Elevó las cejas, que preguntona resultó la taciturna Mariané.
—Treinta, soy un viejo a tu lado.
Negó rápidamente —. Claro que no, eres solo un poco más maduro que yo.
Y me gustas, eso creo.
—Estás confundida…
—Quizás sea la confusión más hermosa que me ha pasado en la vida.
Permaneció un rato reparando en sus palabras. Ella se acomodó entre sus
brazos. Sobre su musculoso pecho trazó círculos, sin endo la necesidad de
acurrucarse en el calor que su cuerpo proporcionaba y de envolverse en su
adic vo almizcle. No sabía que era lo que sen a exactamente, solo que le
gustaba sen rse así, querida y apreciada por el dueño de los ojos más
profundo, el lobo. Los síntomas de un enamoramiento seguían
repercu endo en su ser: la dos desbocados, alas en la boca de su
estómago y un manto de extrañas sensaciones ver ginosas bajo su vientre.
Ismaíl la admiró en silencio, su dulce compañía le resultaba un aliciente. No
la merecía. Pero era tan egoísta que se durmió con su aroma a vainilla, con
la bieza de su cintura debajo de su palma y bajo las sábanas, con sus
pequeñas piernas adosadas a las suyas.
A la mañana siguiente, la luz del alba se enredaba en su rojizo. Su rostro
lucía angelical recibiendo el cálido sol de la mañana iluminando sus mejillas
pecosas, también se resbalaba por esas largas y tupidas pestañas
cubriendo sus ojos caramelos. Jamás pensó tenerla así, en su cama.
Completamente desnuda. Mariané, se movió quedando boca arriba, uno
de sus senos se libró de la sábana. Le picaron los dedos por ir a tocarlo. Se
contuvo; tuvo la dicha de hacerlo anoche.
Dejó de verla, volvió al ves dor anudándose la corbata. Se calzó los zapatos
italianos y se puso perfume. Cuando regresó a la habitación, ya su florecilla
había despertado. Permanecía sentada en la cama, con la sábana oscura
aferrada torno a su delgado cuerpo, despeinada, con los ojos plagados de
vergüenza.
—Buenos días, me alegra que despiertes, dormilona.
Su respuesta fue casi muda. Saludó en un tono bajito, como si no quisiera
que la escuchara.
—Debo irme a trabajar.
Asin ó y se cubrió el rostro con una de las almohadas. El perfume Armani,
saturando el espacio, cada cosa presente, le recordó la noche de ardiente
pasión. Una ligera moles a entre las piernas, rodó en su cabeza escenas
que debían ser censuradas.
De entre tantos chicos ¿Tuvo que perder la virginidad con su o?
No podía verlo a los ojos.
—¿Te sientes bien?
Se preocupó moviéndose hasta ella. Apartó la almohada. Mariané de
inmediato se cubrió con las manos. De modo que está vez, le destapó el
rostro con delicadeza.
—Me estás asustando. Dime cómo te sientes.
—No lo sé…
—Ma kan yjb ‘an’ afqad eaqli maeak allaylatalmady. Kunt ‘ahmaq sakhifa.
Permaneció inmóvil, retraída, a duras penas pudiendo respirar con él tan
cerca. No entendió siquiera una sola palabra que dijo. Era la primera vez
que se expresaba en ese raro idioma. Lo miró alejarse, denotando
remordimiento, escupiendo maldiciones. Como si le molestara la
consciencia; sus facciones se habían endurecido.
Se volvió mirándola con una mano en la barbilla. Con ojos cargados del
hos gamiento que azotaba su interior.
—Se supone que no deba sen rme así… —dejó el comentario a medias —.
Pero no me obligaste a nada, tampoco me hiciste daño, yo…
Pero eso no le quitaba peso a la situación, no hacía a un lado el hecho de
que se acostó con una menor de edad, siendo de su propia familia y aún
así tenía el descaro de quererla, guardarse el secreto de una noche y en el
fondo de su ser, anhelar una segunda vez.
—No se trata de eso, Mariané. Anoche, cuando estuvimos juntos,
rompimos las reglas. ¡Se supone que soy el adulto de los dos! —su
exclamación de frustración la hizo encogerse en su lugar—. Fue un error, sí,
algo que pude evitar.
—Anoche también me dijiste cosas lindas, que incluso te atraigo y…
Le tomó el mentón cortando su palabrería para que lo mirara y prestara
atención. —No quería desvirgarte, eres mi sobrina, Mariané.
—Dijiste que me deseabas, con ansias, con locura. Ha sido todo una
men ra, un montaje para que me acostara con go. —aseguró molesta, con
el rostro contraído debido al llanto que no cesaba.
Soltó un sonoro suspiro, se sentó al borde de la cama y sostuvo su rostro
empapado de lágrimas.
—Te pedí que fueras a tu habitación y decidiste quedarte. —le recordó
fingiendo serenidad, cuando realmente la sangre le hervía.
Ella lo miró frunciendo el entrecejo. Soltándose con brusquedad, se
levantó aún con las sábanas alrededor de su pequeño cuerpo.
—No soy la única culpable, o Ismaíl. —masculló con amargura.
Se frotó la sien, lleno de frustración. Al verla que todavía seguía ahí
mirándolo con odio, decidió hablarle.
—Si quieres puedes usar mi baño, por favor.
—No, gracias. —negó enseguida y salió de la habitación arrastrando las
sábanas oscuras.
Entre la espada y la pared, atrapado, ahogándose en la angus a, clavó los
ojos en la cama deshecha; percibiendo su vainilla, el aroma de su cuerpo
que tejió en su cabeza los recuerdos de una noche desenfrenada, todo
esclareció, ní do y perturbador. Acababa de arrepen rse por meterse con
ella, también por haberle dicho que fue todo su culpa y no de él la mayor
parte de lo que pasó.
No debió gritarle como un maldito cre no.
Sin éndose un completo miserable, decidió ir a hablarle. Quería enmendar
las cosas con su florecilla, recordarle que apreciaba ser el primero en su
vida. Pero también que no podría repe rse.
Como era jueves, no había nadie más que ella encerrada en su habitación y
él, merodeando por el pasillo, esperando el momento de entrar y hablar
con calma. Cuando escuchó sus pasos en la madera noble, se acercó a la
puerta y dio tres toques en seco.
—¿Vienes a seguir echándome la culpa en cara? —cues onó con voz
quebradiza.
—Hablemos por favor, no quise decirte eso.
Abrió sin prisa, permi endo que entrara. Se sentó en el sofá cercano al
balcón. Él hizo lo mismo, manteniendo la prudente distancia. Llevaba el
cabello recogido, me da en un ves do holgado blanco; la brisa que se
colaba arrastraba en su dirección, el dulzor de la vainilla que lo enloquecía.
—Lo siento. Me me en tu habitación sin permiso, es que tuve curiosidad
de . —comenzó a decir abstraída en algún punto de su dormitorio.
—¿Curiosidad?
Al fin, fue capaz de verlo.
—Eres un hombre di cil de conocer, de descifrar. A veces, ni me diriges la
palabra, a veces no sé si recuerdas que también vivo aquí —se detuvo
observándolo —. Quise saber más de , además creí que no estabas, no
me percaté de tu llegada.
Cortó el contacto bajando la cabeza.
—Creí que alejarme te sacaría de mi cabeza y ha sido peor la cura de la
enfermedad —señaló riendo a secas. Volvió a estar serio y agregó —:
Anoche no sé que me pasó, perdí el control y no estuvo bien, pequeña.
—No me arrepiento de lo que sucedió, si de llenarme de ilusiones que al
final seguirán siendo lo mismo, ilusiones que se romperán tarde o
temprano.
—No digas eso, eres mi sobrina…
—No soy tu sobrina, Ismaíl. Ambos lo sabemos.
Hubo un silencio agudo, sus miradas se toparon, ella furiosa, él sin dar
crédito a su respuesta soltada con tanta espontaneidad que se preguntó
qué más sabría Mariané sobre el pasado.
—Pero sigue estando mal. —hizo el amago de tocar su rostro y se alejó.
—No quiero seguir hablando con go, así que vete y déjame sola.
Estaba en su derecho de hacerlo, se le había plantado enfrente de brazos
cruzados, con una ceja alzada, en otro momento habría sido la escena más
diver da. Sen a como lo inexplicable, lo que nunca había sen do por
alguien, lo apresó. Un muro volvía a interponerse y esta vez ni sabía cómo
derrumbarlo.

8
Se tumbó en la silla giratoria, palpando que la soledad resultaba agobiante.
Se quejó de la rigidez en el cuello, temía que fuera la maldita migraña.
Se frotó la sien clavando la vista en el mini bar. No podía beber, lo sabía,
aún así lo hacía. Sen a un hormigueo en el lado izquierdo de su cara, aura,
eran los síntomas que le adver an el terrible dolor de cabeza que había
padecido desde adolescente. En cualquier momento llegaría; buscó un
analgésico para apaciguar el dolor, se lo me ó a la boca y con un sorbo de
agua lo tragó.
Pensaba irse a la cama, aguardar los minutos o quizás horas infernales que
traía la migraña. Pero tenía una reunión pendiente, que no podía cancelar
a úl ma hora y varias citas pautadas. Llamó a Brenda para no ficarle que
viniera a quedarse con Mariané. Luego de recibir su afirma va salió de
volada y condujo en su depor vo hasta la empresa.
Brenda la encontró hundida y cabizbaja en el taburete, se hallaba distraída,
al punto de no darse cuenta de lo que ocurría a su alrededor, como por
ejemplo de su llegada.
—Bueno días, mi niña. ¿Todo bien? —avanzó y se plantó frente a ella.
Apenas alzó la cabeza, deslizó una sonrisa débil y soltó la cuchara.
—Buen día, Brenda. Ya no soporto estar aquí todo el día, odio a mi o, lo
odio. —escupió ardida y la abrazó sin intenciones de alejarse pronto.
La mujer se quedó de piedra.
—¿Puedo saber qué ha sucedido? —inquirió preocupada, la aludida negó
con la cabeza renuente a soltarla.
—No quiero hablar de eso. —murmuró sollozando.
Movida por su llanto, Brenda levantó su barbilla y dejó un beso en su
frente. La tristeza se desbordaba en su mirada y en sus labios sucumbiendo
al temblor.
—No sabré cómo curar tu dolor si no conozco la razón. Igual no te
presionaré, cielito —prome ó limpiando su rostro mojado —. ¿Por qué no
terminas de comer? Luego podríamos inventar cualquier cosa para pasar el
día, ¿te parece?
—No, ya no tengo ape to. Subiré a mi habitación, así termino algunos
pendientes. Haz lo que quieras, Brenda, no enes que preocuparte por mí.
Sin más y dejándola boquiabierta, se re ró apresurada. ¿A dónde se había
ido la pequeña Mariané? Miró a todos lados, no había nada qué hacer, vino
a cuidar de ella y se encontraba con esta adolescente que declinaba por
primera vez, le dolió un poco el rechazo.
Por su parte, Mariané escaló cada peldaño sin contenerse, se tornó
borrosa su visión y al final cayó en medio del pasillo experimentando como
algo en su pecho se volvía trizas. Se recogió apoyando la espalda en la
pared, con las piernas flexionadas contra su abdomen y ocultó la cara entre
sus rodillas.
Al rato, se levantó y anduvo como si el alma le pesara. Salió al balcón de su
habitación, solía evitar ese lugar puesto que temía a las alturas y desde ahí
era realmente descomunal el vér go que la oprimía. Ya no se sen a tan
inminente como siempre.
Sin importar que la lluvia cayera sobre ella, dio vueltas, elevó la cabeza al
cielo y dejó que las go tas la empapara. Debajo de sus pestañas las
espesas lágrimas emanaron y se mezclaron con el agua dulce de la
repen na precipitación; la amargura se ató en su garganta, causándole
moles a.
Su voz hizo eco a su alrededor, aumentando el incesante llanto.
—Creí que alejarme te sacaría de mi cabeza y ha sido peor la cura de la
enfermedad…
—Anoche no sé que me pasó, perdí el control y no estuvo bien, pequeña…
—No me arrepiento de lo que sucedió, si de llenarme de ilusiones que al
final seguirán siendo lo mismo, ilusiones que se romperán tarde o
temprano.
—No digas eso, eres mi sobrina…
—No soy tu sobrina, Ismaíl. Ambos lo sabemos.
¿Por qué la había endulzado si terminaría dejando un resabio en su vida?
Por otro lado, Ismaíl no encontraba la manera de direccionar sus
pensamientos hacia la junta. Escuchó atento al señor Donovan, pero no
pasó mucho para volver a pensarla. Todo torno a Mariané empezaba a
volverse abstruso. En medio de la retahíla de palabras, su imagen se
proyectó; cálida y serena, dulce y hermosa, con su abundante cabello rojo
cayendo en ondas. Ella una obra de arte pintada con su leza etérea,
perfecta.
—¿Alguna objeción? —preguntó mirando a los presentes.
Ninguno levantó la mano. Así pudo dar por terminada la reunión. Después
de dar apretones de manos por todos lados y alguno que otro abrazo, se
encerró en su oficina. Se tomó un respiro aflojando su corbata.
A través del interfono le pidió a Danna, su asistente, que le trajera una taza
de Gahwa, o café árabe acompañado de dá les o frutos secos. Minutos
después, la chica tocó con sus nudillos emi endo un saludo mido.
—Adelante. —le permi ó el pase.
Ingresó con cautela y depositó la taza y la bandeja sobre el escritorio.
—Con permiso.
—Gracias señorita Smith, puede irse a casa.
Sabía el efecto que tenía en las mujeres y con la jovencita no había
excepción. La pobre se volvía un manojo de nervios cada que se acercaba,
podía percibir ahora mismo como sus delgadas piernas flaqueaban y
jugaba con sus manos temblorosas. Dejó de mirarla antes de que se
desmayara o algo parecido.
Tomó la taza y un puñado de dá les. Tras su re ro, se puso en pie
caminando al otro extremo de la oficina.
Desde el enorme ventanal de cristal se alzaban con pretensión los elevados
edificios, los rascacielos y el tráfico de la icónica ciudad de New York, que
por la noche brillaba bajo las luces de una urbe que no dormía y de los
autos desplazándose sobre la autopista. Enfundado en un costoso traje
italiano, estaba el magnate, tomando una taza de café árabe mientras
observaba la fabulosa vista de la ciudad, un poco reflexivo.
De pie, con una mano en los bolsillos de su pantalón Armani. Miraba cada
cierto empo el rolex en su muñeca. Como si temía que el empo
avanzara, deseando con ímpetu que la manecillas del reloj dejaran de girar.
No atendió las llamadas a través del interfono. Tampoco las citas que tenía
pautadas para ese día; su mente era un caos, su vida un completo desastre.
No había cabida para algo más que la joven dulce y mida, absorbiendo su
estabilidad.
No era un sen miento insano, pero tampoco aceptable. Él la amaba con
ansias, con locura y ardor.
La amaba tanto que estaba dispuesto a sufrir su ausencia, condenarse a
una vida sin ella, sabiendo que Mariané merecía ser feliz.
Algo que él no podría darle, no si la joven que amaba era la hija de su
hermano. En el fondo se men a a si mismo, si Mariané salía de su vida,
caería en el desasosiego eterno. Contempló una vez más el mundo
exterior, desde su burbuja solemne, solo una florecilla podía entrar ahí y
quedarse para siempre.
Anocheciendo condujo a un club nocturno. Sin embargo, nunca se bajó del
auto, permaneció en el asiento, mirando la tediosa fila de personas
aguardando entrar. Tenía pase vip, solo debía acercarse al robusto hombre
de color y mostrarle su iden ficación, y no lo hizo. Quitarse las ganas con
alguna mujerzuela del lugar solo iba a recrudecer la situación.
Al final se fue a casa, estacionó el Lamborghini en el parking subterráneo
privado. Tomó el ascensor directo a su piso. Brenda estaba en el living
caminando en círculos.
—Señor Al-Murabarak…
—Brenda, disculpa la tardanza. Hank te llevará a casa, gracias por cuidar a
Mariané.
Se alegró de verlo.
—Respecto a ella, apenas probó bocado en la mañana, no almorzó,
tampoco ha cenado y no quise subir a convencerla porque al mediodía me
exigió que la dejara en paz.
—Lamento su comportamiento, Brenda. Deja que yo hable con ella.
—Está bien, nos vemos el lunes. —se despidió.
Se obligó a estar sereno, siendo hos l no arreglaría las cosas. Ascendió los
peldaños, cada paso envuelto de sonoridad contra el suelo. Paró en su
habitación, ni siquiera hizo el amago de tocar, ingresó enseguida.
—¿Mariané?
No recibió respuesta. Vio un bulto moverse en la cama a través de las
cor nas de dosel. No lo pensó y las corrió encontrando a su florecilla
trémula. La tocó y se estremeció de saberla en las garras de una fiebre
peligrosa.
Asustado se movió hasta el baño y regresó con paños que posteriormente
sumergió en el agua contenida dentro de un cuenco.
Abría y cerraba los ojos en la debilidad febril. Murmurando sin sen dos,
susurrando que no la dejara sola. Agitó el termómetro y se lo puso debajo
de la lengua. Comprobó que su calentura ascendía a los treinta y nueve
grados.
—Estás muy caliente, Mariané. Llamaré al doctor —decidió preocupado.
—M-me siento mal —lloriqueó —. Y tengo mucho frío.
Al tercer intento, Marc atendió su llamada. Le explicó la situación, que
necesitaba su ayuda urgentemente. Pero el doctor se disculpó, afuera
había una repen na tormenta que provocó un accidente múl ple lo que
obligó el cierre de la avenida. Aunque quisiera, no podría presentarse. Tiró
de su pelo, en el desespero, abrumado en la angus a de no conseguir
resolver el problema.
—¿Qué se supone que deba hacer? —inquirió con voz temblorosa.
—Primero mantener la calma. La fiebre podría darse debido a un resfriado.
¿Se ha mojado con la lluvia? Los resfriados son muy comunes…
—No, no lo sé. Acabo de llegar a casa. Pero ella no ha salido de aquí —
afirmó y volteó a mirarla, lánguida. Se sacudía entre escalofríos —. Su pelo
está húmedo, pero no sé con certeza si se ha mojado con la lluvia.
—Deberías preguntárselo, quizá salió al balcón y se empapó. Revisa su
temperatura, intenta bajarla con toallitas húmedas, si no mejora podrías
hacerle un baño de inmersión. Paracetamol o ibuprofeno ayudan a
disminuir la fiebre y aliviar los dolores musculares —suspiró al otro lado de
la línea. Ismaíl se grabó todo a la perfección —. Intentaré estar mañana
temprano.
—Te lo agradezco, Marc. Estamos en contacto, adiós.
Dio grandes zancadas hasta ella, empezó a poner los pañuelos en su frente.
Palpar el calor extremo emanando de su cuerpo le preocupó en demasía.
—Te pondrás bien, florecilla. —le prome ó besando la cara interna de su
mano.
Observó por las puertas de cristal la lluvia imper nente. Volvió a mirarla,
su semblante cansado, lo enloqueció. Media hora pasó y como no
funcionaba, decidió preparar la bañera y desves rla, la dejó en ropa
interior y la cargó en brazos hasta sumergirla en el agua. Se quejaba, pero
todo lo hacía por su bien.
—Te odio, te odio mucho, o Ismaíl. —decía agitándose.
El tragó grueso, con nuó bañándola con tacto y dulzura. La sen a menos
caliente. La sacó de la bañera envolviéndola de inmediato en un albornoz.
Mariané se quejó agarrando su brazo, la atrapó antes de verla desfallecer
de lo débil que estaba.
Sus enormes ojos caramelos se movían sobre él, entonces lo abrazó
escondiendo el rostro en su pecho. Correspondió al gesto dando una
calada a su cabello que desprendía vainilla.
—Tengo mucho frío, abrázame fuerte. —pidió ceñida a él.
Le tocó la frente, la calentura había descendido considerablemente. Sonrió
tomando su rostro y se inclinó a sus labios dejando un beso casto.
—Necesito ves rte, ¿O puedes hacerlo sola?
Negó aferrada a él.
En la habitación la despojó de la úl mas prendas empapadas, dejándola
desnuda a la luz de la luna. Esperó al borde de la cama. Ismaíl retornó con
las bragas y un camisón de seda. Se sostuvo de sus hombros mientras él le
ponía la ropa interior, se sonrojó aunque el malestar dejaba a un lado el
pudor, o al menos hacía menos intensa la vergüenza. Luego le puso el
camisón y le secó el cabello.
—Cogiste un resfriado, ¿te mojaste?
—Lo siento. —es lo único que dijo.
—Mariané, no tenías que mojarte con la lluvia, mira como ha terminado —
se sentó detrás de ella y empezó a desenredar su melena —. Ni siquiera
has comido lo suficiente.
—Si tú no me quieres, no quiero vivir Ismaíl.
Su comentario sonó sincero, aterrador, probablemente empezaba a delirar,
en todo caso se le erizó la piel.
—No digas eso, necesito que te recueste. Abre la boca —le puso el
termómetro bajo la lengua. Al rato exhaló aliviado de ver que había bajado
a treinta y ocho grados —. Iré a prepararte algo de comer.
Átona, se me ó a la cama. Iba arroparse, Ismaíl lo impidió, asegurando que
aún tenía un poco de fiebre y cubriéndose solo conseguiría aumentar la
temperatura.
Se las ingenió preparando un caldo de pollo. No tenía dones culinarios,
pero se defendía. Mientras esperaba, se quitó la corbata y se sacó los tres
primeros botones de su camisa blanca. La tormenta no había amainado.
Respiró hondo.
La situación entre los dos no era la mejor. Desde que se atrevió a tocarla,
todo se volvió complejo. La quería, pero sabía que no podían estar juntos,
la gente hablaría con veneno sobre ellos, juzgarían una relación entre
ambos. Estaba condenado a vivir sin ella. No le pertenecía, pero se sen a
dueño de sí.
Exhausto y confuso se quejó de un dolor pulsá l de una lado de su cabeza.
Ni la migraña que lo adolecía resultó tan espantosa como todo lo que
acontecía.

9
Mariané abrió la boca, era raro que Ismaíl estuviera dándole de comer. Su
delicada atención le resultaba agradable y un aliciente su compañía. Estaba
agotada pero el caldo empezó a sur r efecto y se sin ó más animada.
—Debes descansar —susurró limpiando su comisura con una servilleta de
tela. Torció los labios y negó con la cabeza —. Lo harás si quieres mejorar,
¿de acuerdo?
—Duerme conmigo —imploró haciendo un puchero —. Lo haré si te
quedas.
—No es correcto…
—¿Besarme hace rato si lo ha sido? —lo retó entornando la mirada.
Permaneció callado. Esbozó una sonrisa a medias, ella se contagió y alargó
la mano acariciándole la barba incipiente.
—¿Te sientes mejor?
—Casi, solo estaré bien si me besas. —insis ó atrevida.
El nte rojo en sus mejillas delató el nerviosismo que intentaba cubrir con
ese desparpajo pasajero. Le tocó la frente para cerciorarse si su
comportamiento se debía al retorno de la fiebre. Apenas le encontró un
quebranto.
—Me daré una ducha y cuando vuelva espero encontrarte dormida. —
advir ó alejándose.
—¿No me darás un beso de buenas noches? —preguntó frunciendo el
ceño.
Él negó tomando el picaporte y lo giró.
—Descansa, Mariané.
Marchó por el pasillo luchando con el cruce de pensamientos
descarrilados, lo ensombreció el hecho de saberse en la perdición de sus
labios, de su tacto, de su belleza indescrip ble.
Se tomó la cabeza soportando la intensidad del dolor azotando.
En el baño buscó analgésicos, solía tener en frascos los que había recetado
su doctor. En cualquier momento sur ría efecto. Se duchó tardándose
bastante empo y otra media hora en el ves dor. Enfundado en un mono
pijama y camiseta negra, se me ó a la cama. Cerró los párpados deseoso
de liberarse de las fuertes palpitaciones.
En el decurso fue obnubilando el estupor.
La calma lo embargó pronto, dejando apenas un ves gio de cansancio que
no lo retuvo de volver a su habitación y verificar que estuviera dormida. Se
asomó sin causar ruido, ella suspiró observándolo en las penumbras que
había dejado al irse apagando las luces.
—No estoy dormida, no lo haré hasta que estés a mi lado. —repi ó
decidida.
Caminó hasta plantarse al frente, la miró extraviado, asomó una sonrisa y
se sentó tomando su mano entre las suyas.
—Solo esta noche te llevaré a mi habitación y dormirás conmigo, pero no
volverá a repe rse.
—No deberías afirmar algo que no podrás cumplir. —suspiró inmersa en el
lazo de sus manos. Clavó la vista en él, la esperanza brillaba en sus orbes
—. Si nos queremos, no importa el mundo. Ni siquiera corre por nuestras
venas la misma sangre.
—Apenas enes catorce y yo treinta, la diferencia de edad ya lo hace un
problema.
Deshizo el adoso de mala gana.
—Pero te quiero Ismaíl…
Su expresión se enserió.
—Sabes que no es posible. Con el empo dejarás de sen r eso por mí, te
toparás con algún chico, lo querrás y entenderás que ha sido una simple
confusión lo que hoy te pasa conmigo.
—¡Que no es una estúpida confusión! Estoy enamorada de —confesó.
—Es suficiente, florecilla. ¿Puedes andar?
Puso los brazos en jarras, enfadada.
A sabiendas que intentaba manipularlo, la cargó, con ella a cuestas se
encaminó a su habitación, la dejó sobre la cama. Se acostó a su lado,
Mariané le dio la espalda. Inhaló su vainilla a distancia; cansado de la
pantomima la abrazó por la cintura, deshaciendo el resquicio.
—Ojalá las circunstancias fueran diferentes, pequeña.
Se giró con parsimonia, sus ojos se encontraron en un san amén. Le tocó
la tersa mejilla, embaucado e irresoluto. Ella lo ponía indefenso; perdía el
control y se volvía un completo masoquista. El desvío de su mirada se ancló
en sus labios rosados, ella an cipando lo que pasaría, cerró sus ojos y lo
esperó ansiosa. Su boca experta se enredó en la suya, labios que sabían a
perdición.
Respiraban entrecortados, besándose con dulzura al empo que ferocidad
esporádica. Jadeó conteniendo el oxígeno. Ismaíl le besó el cuello y
repar ó un caminito de ósculos mojados hasta su clavícula. La necesidad
de sen rse era ineludible y los atravesaba estrepitosamente una miríada
de sensaciones explosivas.
Durmió en su pecho, él nunca soltó su cintura. Esa noche descansó como
nunca. Se dio cuenta que por ella arder en el infierno, perderse y olvidarse
del qué dirían valía la pena. Esa noche, la tormenta en el exterior se había
ido, pero se me ó en su interior, sacudiéndolo en la remota probabilidad
de olvidarla. Entre lo onírico y la realidad chocando entre sí transcurrieron
las horas, agonizando por ella.
Quiso que pararan las manecillas o que se volvieran sempiternos los
momentos a su lado.
A la mañana el doctor Marc Evanson la examinó. Como si nunca estuvo
febril, se mostró sonriente y enérgica. Por su estado gripal le recomendó
tomar té caliente, an gripales y evitar mojarse con la lluvia, ducharse tarde
o exponerse al sereno de la noche.
Ismaíl estuvo al corriente de las instrucciones que daba el especialista.
—Te acompaño a la salida.
Ambos salieron dejándola sola. Se desinfló en la cama, sin perder empo
se adecentó. Lo acompañó durante el desayuno, junto a él dio gracias por
la comida.
Lo miró raro, bebía quién sabe qué en una extraña tasa sin asas. Ismaíl se
percató que lo miraba con rareza y fue inevitable deslizar una sonrisa.
—Estoy bebiendo café árabe, junto a estos dá les frescos —explicó
diver do con su expresión —. Lo suelo hacer a veces. ¿Quieres probar?
Asin ó divagando, le inclinó a sus labios la Finjaan. Apenas probó un
pequeño sorbo retrocedió haciendo una mueca.
—¿Tan terrible ha sido? —inquirió burlón.
Se recompuso negando con frenesí.
—Sabe horrible, no sé cómo puedes beber eso. —señaló y tomó de su
zumo de naranja para quitarse el mal sabor que le quedó en la boca.
—No exageres. —discrepó guiñándole un ojo —. Cambiando de tema
¿Cómo te fue con el tutor?
La mención hizo que rodara los ojos y recordó los ejercicios pendientes.
—Es di cil, creo que puedes ayudarme con unos ejercicios de sica. Debo
entregárselos mañana.
—A úl ma hora acordándose de sus deberes, eh.
—Lo sé, pero ayer me enfermé, no lo olvides.
—Lo que pudiste haber evitado. En fin, terminamos y vas por tus
cuadernos. ¿De acuerdo?
—Sí, gracias.
Ismaíl se había graduado con honores en la escuela de finanzas de Harvard.
Los números, cálculos o cuentas se le daba a la perfección. Acabó
explicándole en el despacho, lo observó atenta, cada cierto empo
perdiéndose en sus facciones esculpidas, era atrac vo, guapo, su debilidad.
No podía concentrarse en lo que decía si su hermosura la ponía boba.
—¿Estás prestando atención, Mariané?
Ba ó la cabeza y dio un rápido asen miento.
—No mucho. —admi ó con las mejillas sonrojadas.
Para el almuerzo pidió comida china por delivery.
A los días se recuperó por completo. Su o al mediodía como le había
prome do le compró un tarro de helado sabor a chocolate.
Le preguntó a Rabab dónde estaba su sobrina. La mujer se encogió de
hombros, no la había visto desde el desayuno. En la conversación apareció
la irreverente Marina, asegurando que Mariané estaba en su habitación. Le
agradeció y cogió una cuchara antes de dirigirse a la planta de arriba.
Se topó con la puerta entreabierta, la empujó con ligereza y cerró. No
estaba en su cama. Quizá tomaba una ducha.
—He llegado Mariané. —informó mirando a todos lados.
Su aroma estaba impregnado en esas cuatro paredes. Aspiró hondo, era
adic vo.
—¡Estoy aquí…
Se asomó en el baño encontrando a su florecilla acomodándose el cabello.
La miró contenido, verla con el pelo todo revuelto como un nido de
avestruz le incitó a reírse, reprimió las ganas aclarándose la garganta.
—Intento hacerme el peinado que vi en un tutorial. —explicó avergonzada.
—Por supuesto, creo que estarías más cómoda mirándote en el tocador.
—¡Me trajiste helado! —celebró quitándole el tarro de las manos. —
gracias, Ismaíl.
—Disfrútalo, nos vemos más tarde.
—No, no te vayas —le agarró el antebrazo —. Quiero compar rlo con go.
—Créeme, será mejor que te deje sola. Ahora mismo no tengo todo bajo
control. —admi ó en un murmuro por lo bajo.
En desacuerdo largó un bufido y se me ó una cuchara en la boca gimiendo
en el acto.
—Está delicioso, ¿seguro que no te apetece? —inquirió ofreciéndole una
cuchara, Ismaíl la aceptó y se miraron fijamente a los ojos. —debería darte
un beso en agradecimiento.
La sentó en la encimera del lavabo y se me ó entre sus piernas. Mariané
gimió echando la cabeza hacia atrás. No podía pensar con claridad, ni él
recuperar el raciocinio para ponerle freno al descontrol. Calmando la
desesperación que rugía en sus almas, se acariciaron los labios en un acto
parsimonioso y ladrón de suspiros bios. La apretó contra sí, famélico y le
alzó el ves do empezando a depositar besos pingados en su pecho. Se
retorció rándole de la corbata, mirándolo con anhelo febril.
—¿Es lo que quieres, florecilla? —soltó cargado de excitación.
En respuesta, empezó a sacarle los ojales de la camisa torpemente y con
dedos temblorosos. Una sonrisita brotó de sus labios dando un
asen miento en el acto. Ismaíl le tomó con delicadeza el rostro, sus zafiros
la contemplaban con lujuria, deseoso de poder saciarse, aunque de ella
siempre tendría hambre.
—Sí quiero.
—Sé que está mal, pero no puedo detenerme, no cuando el deseo es
intenso y la locura ha tomado el control —admi ó besándola con ardor, la
cargó y salió con ella acuestas. Como si se tratara de una frágil copa de
cristal, la dejó en la cama y se encargó de quitarle el exceso de tela que
estorbaba.
Acarició cada parte de su cuerpo, sin dejar un cen metro sin venerar;
exploró con honra y cariño sus puntos más sensibles, tomándose el empo
necesario de admirar su menudo cuerpo de ángel, un hermoso ángel que
lo volvía loco y un completo dependiente de su existencia para respirar.
Sin ella no tendría lógica vivir.
La anhelada segunda vez ya era un hecho y entre el fuego que ardía en
ambos, anhelaron una eternidad de momentos así.
—Me quiero quedar así, toda la vida con go, Ismaíl —expresó tras
recuperar el aliento.
—Si de mí dependiese declarar un des no juntos, lo haría Mariané —
susurró besándole el lóbulo de la oreja —. Lo que hacemos está mal, digo
que no habrá una próxima vez y acabo haciéndolo de nuevo, ya no más.
Esto se está saliendo de control y debemos evitar dañarnos.
—Podemos estar juntos, yo te quiero.
—¿No me acabas de escuchar? —soltó con rudeza. Salió de la cama y
empezó a ves rse.
Tocaron la puerta, de modo que se apresuró. Mariané empezó a ponerse el
ves do. Se le iba a salir el corazón del pecho si los descubrían.
—Cielito, ¿bajarás a almorzar? La comida está lista.
Miró a su o con preocupación.
—Brenda, estoy conversando con Mariané, estará en unos minutos en el
comedor.
—Perfecto señor Al-Murabarak, no sabía que estaba ahí. Con permiso.
El re ro fue inmediato y pudieron volver a respirar con tranquilidad.

10
El lado vacío de la cama conservaba su olor, podía sen rla junto a él; el
desvarío no se disipaba, la flama ardiente invadía hasta los sueños más
profundos. Vino el insomnio y lo despertó de febriles deseos
envolviéndolo. Una necesidad de calmar sus ansias, besarla y tocarla lo
desterró de sus principios más arraigados. Las ganas de hacerla suya,
pronunciar su nombre, era intensa. La evocó desnuda, su piel blanca
respondiendo a sus toques, ahí, mirándolo con expecta va, subiéndose a
horcajadas sobre él y gimiendo mientras la recorría con alevosía y
desesperación.
Necesitaba respirarla, probarla y volverse conflá l en sus brazos. Se
endureció y tuvo que tomar una ducha fría o no podría conciliar el sueño.
El verano de ese año llegó. Ismaíl decidió que viajarían a Francia. La no cia
embargó de felicidad a Mariané, jamás había ido. Uno de sus sueños era
conocer París, la ciudad del amor. Marina y Brenda le ayudaron a empacar
sus cosas. Todo marchaba a la normalidad, hasta que se encontró en la
nebulosa, presa de un llanto descomunal por una extraña razón que no
supo explicar. La americana se re ró dándole espacio, no solía ser buena
consolando a los demás, su fuerte era hacer reír a las personas hasta doler
la panza. Eso de lidiar con emociones grises se lo dejaba a su compañera.
—¿Por qué lloras, Mariané? Has esperado esto mucho empo, no hay
razón para estar triste.
Sentándose a su lado la abrazó por los hombros.
—No lo sé… —sorbió por la nariz —. No puedo evitar hacerlo.
—Ya verás que te va encantar el viaje, la pasarás bien. —acarició el dorso
de su mano. La aludida asin ó echándose a sus brazos, efusivamente.
A la mañana arribaron a Francia envuelta en la luz radiante del verano.
Ismaíl la despertó después del aterrizaje. Se mostró cansina,
bamboleándose al caminar. Evitando que se fuera de bruces, se enganchó
a su delgado brazo, avanzando a su paso. El letargo que la envolvía era tal,
que vaciló al caminar dando varios trompicones; sin darle otra opción la
levantó del suelo y atravesó el hangar hasta abordar el auto que los
esperaba. Como aquel viaje a Italia, la pelirroja posó la cabeza en sus
piernas y volvió a sucumbir.
Se alojaron en un pres gioso hotel, el Le ballu, ubicado en París, a 1,7 km
de la sala de conciertos La Cigale, las habitaciones contaban con aire
acondicionado y un bar. Se sirvió un vaso de whisky y se lo bebió sentado
en la cama. Por su parte, Mariané miró la tremenda pantalla plana, la
encendió alegre de contar con canales vía satélite. Además, en la
habitación había una cocina, escritorio y el baño privado. Pero estaba
segura que nunca la usaría. Saldrían a comer a algún restaurant, como
siempre.
Esa mañana Ismaíl se fue al sauna, dejaría a su florecilla descansar y
volvería antes del mediodía para almorzar con ella en el restaurant del
hotel. Después de unas horas, fue a su habitación y tocó; se había puesto
ropa cómoda. Abrió somnolienta, tallando sus ojos y lo miró bostezando.
—Me quedé dormida viendo un programa. —susurró bajito.
Él la tomó por la barbilla y le besó la frente. El encuentro de miradas se
sostuvo unos segundos; nerviosa, empezó a balancearse sobre sus pies.
—Te sigo notando exhausta a pesar de que dormiste bastante durante el
viaje y luego varias horas esta mañana. ¿Tienes hambre? —inquirió
sonriéndole de lado. Ahogó un suspiro sonoro y asin ó recargando su
cuerpo del marco de la puerta.
Su o se veía jovial, fresco, bastante atrac vo, lucir guapo en decibeles no
le ayudaba mucho a calmar el temblor de sus piernas. La descolocó. Olía
exquisito y tenía el cabello un tanto desordenado que abrumaba. Parecía
un chico rebelde y sexy, lejos de parecer el mismo hombre maduro de traje
y corbata. Igual le fascinaba de las dos formas.
—Posterior a eso podremos ir a la piscina, ¿qué dices? —incitó animado.
La intensidad de sus zafiros le atontó al grado de quedarse taciturna un
corto instante. Dándose cuenta de que la miraba frunciendo el ceño, ba ó
la cabeza apenada.
—Preferiría quedarme leyendo un libro.
—No seas aburrida, Mariané. Hemos venido a salir de la ru na, no a
quedarnos en la habitación haciendo lo mismo.
—No me siento cómoda luciendo un bañador que me sienta terrible. Odio
mi cuerpo, Ismaíl. —confesó pintándose escarlata.
Los úl mos días nadie le sacaba de la cabeza que estaba tan delgada como
un spaghe , lo que era completamente falso.
—¿Te escuchas a misma? Eres hermosa, que nadie te diga lo contrario. —
hizo el amago de abrazarla y se resis ó retrocediendo al interior.
—No es cierto —emi ó quebrándose en un hilo —. Lo dices para hacerme
sen r mejor, deja de men rme.
Respiró profundo, la sensibilidad que mostraba Mariané le indicó una cosa;
andaba en sus días o esos días estaban cerca. Avanzó resuelto a rodearla,
se relajó cuando sus brazos la envolvieron, aferrándose con fiereza a su
cuerpo.
—¿Estás en tus días de gruñona, alegre y triste a la vez? —soltó.
Se apartó consternada, como si hubiera dicho algo de otro mundo.
—¿Qué?
—No, no tengo el periodo si es a lo que te refieres —escupió enfadada —.
Ahora déjame sola.
—Lo que tú digas, te doy media hora para que estés lista y almorcemos.
¿De acuerdo?
—Sí.
Al saberse sola dejó salir el aire retenido. Hurgó en la maleta encontrando
el tonto bañador verde manzana, de mala gana se lo puso y un ves do
veraniego de transparencia a juego con las sandalias de estampados
florales. Se ató el cabello sin importar que varios flecos cayeran en su
frente. En un bolso me ó el protector solar y algunas cosas que
probablemente necesitaría. No creyó dar de frente con él al abrir la puerta,
se le cortó la respiración notando como sus piedras se oscurecían dándole
una repasada, sin disimulo, de pies a cabeza. Encogió los dedos de los pies
en un acto de incomodidad. Que la mirara profundo, sin intenciones de
ocultar el sombrío deseo, la dejaba sin aliento.
—Ya se hace tarde, será mejor que nos demos prisa. —le ofreció la mano,
no se negó a tomarla a pesar de quemarse con su tacto.
El cosquilleo los atravesó imperioso, indicio de un fuego lento ardiendo
dentro de ambos, que intentaban ocultar, sin mucho afán, porque podía
palparse en el aire, cuando se observaban en un intercambio de miradas
directas e indirectas, incluso pícaras y sugerentes. Era como admi r que
algo les pasaba y callarlo evitando la catástrofe o la condena de quienes no
entenderían la libertad de su amor cálido y sincero, fogoso y eterno.
El restaurante era un si o pacífico y acogedor. Se decantaron por algunos
platos exquisitos, disgustando en compañía de la afabilidad del personal
que los atendió con cariño.
Durante la tarde se acostaron en las tumbonas frente a la piscina
deslumbrante bajo el poderoso sol del sols cio. Tan solo el resplandor la
obligó a recogerse. Sacó la crema protectora y empezó a untarla en sus
piernas. Ismaíl contempló la escena bajo sus gafas de sol negra, le habría
echado una mano si no hubiera tantas personas que probablemente los
miraran extrañados. Se levantó y caminó hasta la piscina, Mariané que
empezó a seguirlo con la mirada pasó con dificultad saliva, su o se había
quitado el shorts y ahora nada más llevaba un Speedo marcando su
virilidad. La imagen absorbió su naturaleza de razonar, abruptamente le
robó el aliento.
Se le secó la boca.
Experimentó la necesidad de aquel fornido y bronceado cuerpo atado al
suyo, que aquella sonrisa de costado que le dedicó antes de lanzarse en un
perfecto clavado, se volviera cómplice del silencio de su boca anhelando
besos ávidos y desesperados. Una esbelta y atrevida morena se impuso en
su campo, le echó una mirada lascivia a Ismaíl que nadaba experto y volvió
a clavarla en ella mostrando sus dientes con picardía.
—¿Tu padre está casado? —preguntó interesada. Con una mano en su
estrecha cintura —. No me malinterpretes, es simple curiosidad.
—No es mi padre. —escupió mordiente, dedicándole una mirada asesina.
—No te enfades, niña. ¿Es tu hermano? Mira, seré directa. Vine a Francia a
diver rme y ese hombre es un buen par do.
—Ismaíl es mi o, pero está casado, de hecho ha venido su esposa con
nosotros. —min ó diver da al ver su reacción estupefacta, decepcionada y
al final tornándose molesta.
—Es todo lo que quería saber. —se dio la vuelta y anduvo exagerando el
contorneo de sus caderas. Cada cierto empo se volteó a ver si captaba la
atención de Ismaíl.
La desgraciada falló y Mariané sonrió victoriosa.
Quejándose de un insoportable calor, se sacó el ves do y se ró a la
piscina. Ismaíl nadó hasta ella. Endurecía de solo saber que bajo el agua su
florecilla llevaba un bañador de dos partes y cercano a ella fantaseaba con
la idea de más tarde deshacer los nudos de una parte superior e inferior y
devorarla sin dar tregua. En vez de con nuar mar rizándose con la
tentación, le preguntó por la exuberante morena.
—¿Qué quería esa mujer?
—Nada. —se encogió de hombros. No le diría que esa zorra quería rar
con él.
—Que raro —achicó la mirada en su dirección. Claramente estaba
min endo.
Desvió la mirada y se sumergió evadiendo su cercanía. La imitó, bajo el
agua la persiguió; Mariané no era una experta nadadora y cansada salió
rápido al exterior boqueando como pez.
Ismaíl emergió a su lado.
—Men rosa. —acusó tocándole la punta de la nariz.
Entonces se alejó y salió de la piscina. Desde ahí, la pelirroja se estremeció
furiosa al ver a la fémina mordiéndose el labio con sensualidad
aproximándose a Ismaíl. Sin perder empo abandonó también la piscina y
corrió hasta ambos interponiéndose. No supo hasta ese momento lo buena
actriz que era.
—Tío Ismaíl, deberíamos volver, no me estoy sin endo bien. —habló
rápido, quejándose de una falsa dolencia.
—¿Qué te sucede, Mariané?
—No lo sé, es un dolor de cabeza, quizás por la insolación. Por favor, por
favor, volvamos.
—Seguro no es nada —habló ella y le tendió la mano —. Es un placer, soy
Paula.
—Oh, Paula —miró a su sobrina llorando y supo que algo no andaba bien
—. Disculpa, debo irme.
De modo que retornaron a la habitación. Por el camino no volvió a
quejarse, incluso tuvo el descaro de hacerle la ley del hielo. Entró con ella a
la habitación y le puso el seguro.
—¿Qué sucede con go, Mariané? —inquirió serio —. ¿Necesitas que llame
al doctor o es otro de tus juegos?
—Deberías agradecérmelo. Ella solo se aprovecharía de , o Ismaíl —
soltó ardida —. No tuve opción.
Ismaíl rio a secas, ya entendía todo. Su florecilla estaba haciendo una
escena de celos. Era tácito, innegable. Como un animal famélico la acorraló
contra la pared y su cuerpo. Sus pequeñas extremidades intentaron
escapar, se burló de ella, aspirando sobre su cuello.
—Intentas provocarme. ¿O me lo vas a negar? Estás celosa, es eso —la
respiró hondo, quedándose con un mechón de su rojizo, seguía húmedo.
—debería cas garte…
—No quiero que beses a alguien más o que toques a otra persona que no
sea yo. —confesó sin tubeos.
—Así que admites ser una chica celosa.
Tomó con delicadeza su nuca y lamió su boca eufórico, sensual, flameando.
Ella se alzó de pun llas, Ismaíl envolvió su palma férrea a su pequeña
cintura, no la dejaría caer. Gimió contra sus labios jugosos y abrió la boca
permi éndole el paso de su lengua experta bregar con la suya, inmersos en
la calentura que ascendía se tocaron con desafuero, intentando aplacar el
calor consumiendo la razón.
Con el corazón a toda marcha la besó con delirio, se dejaron perder; sus
pulmones ardieron. La torturó descendiendo entre sus piernas, su lengua
paseándose entre sus muslos suaves. Ella agarró su cabello ébano
creyendo desfallecer en el acto. Ismaíl alzó la mirada sujetando entre sus
dedos el nudo de la parte inferior de su bañador.
Sen a el pecho comprimido.
—Verás una constelación de estrellas mientras te hago mía, perderás la
cabeza y gritarás mi nombre, florecilla. —declaró ronco, deshaciendo el
nudo y se fundió en el néctar de sus labios húmedos, saboreando la
inmensidad que conducía a sus laberintos.
Pronunció su nombre entrecortada, agarrándose de sus hombros. Se
sacudió entre espasmos, girando los ojos; él se bebió todo de ella y se
incorporó cargándola hasta la cama.
Mariané sabía que su cas go no había terminado y sonrió bajo su cuerpo,
admirando al hombre deseoso que la apreciaba con ojos hambrientos.
Nunca deseó tanto ser devorada por el lobo.

11
Cenaron en el restaurant Le Ciel de París, Sobre la parisina torre Mont
Parnasse. Ismaíl le explicó, como dato curioso, que la decoración la hizo el
arquitecto Noé Duchaufor. Desde allí podía verse la torre Eiffel y los demás
monumentos; la visión nocturna de la ciudad de las luces, sería un regalo
inolvidable.
—¿Por qué frecuentas este po de lugares? —barrió su alrededor
ofuscada. Elogiaba la comodidad de las mesas, el servicio atento y el
ambiente agradable, pero ver tanta gente elegante, comiendo con
remilgos, le provocó dolor de panza. Le causó desagrado presenciar la
superficialidad con la que se desenvolvían. Empeoró al percatarse de la
atención femenina sobre Ismaíl.
—No ene nada de malo, ¿ enes algún problema? —la miró serio —.
Tampoco es la primera vez que vienes a un si o así.
—Es incómodo —se encogió en su si o —. Y esa mujer no deja de mirarte
—masculló rodando los ojos.
El maître llegó con la carta, se decidió por la entrada: Tourteaux Saint
Jacques, que consis a en carne de cangrejo y carpaccio de Saint Jacques
refrescado con cilantro. Y luego Corazón de filete de carne de riso o de
patata Charlo e Peas Goumands y mini zanahoria, salsa de trufa
Melanospurum.
—¿Alguna vez habías comido algo así? —inquirió consciente de la rubia
que no dejaba de mirarlo.
—No. —dijo lacónica pero cortante.
Se llevó el cristal a los labios y dio un sorbo de champagne sin quitarle la
mirada de encima. La sen a distante y retraída desde hace rato. Intentó
tomarle la mano sobre la mesa, evitó hasta el roce dedicándole una mirada
asesina.
—¿Quieres hablarlo? Odio este silencio entre nosotros. —admi ó con
disimulo, no iba a perturbar la tranquilidad de los demás comensales.
—Quiero volver al hotel.
—Termina de comer, pido el postre y nos vamos.
Expiró resignada.
Le pasó la carta, Mariané se decidió por un Chocolate Grand Cru: cremosa
crémeux, Araguani Chan lly, Jivara Tonka mousse. Por su parte él eligió
torta dulce o La Pomme En Lingot: sablé gianduja y mousse de caramelo.
Tras comer canceló la cuenta y se re raron.
El trayecto a la habitación se hizo eterno, emi ó uno que otro comentario,
pero ella jamás dijo algo.
—Debemos hablar, y no te lo estoy pidiendo. —demandó tomándole el
brazo, se fijó en el agarre.
—No tenemos de qué hablar.
—¿Ah no? —la pegó a su cuerpo, posesivo —. De pronto sonríes, exiges, te
pones celosa y luego ni la palabra me diriges. Supongo que debes tener
una explicación para ello.
Mariané podía sen r su agitada respiración arreme endo contra su rostro.
—Nunca te he exigido nada.
—Salvo que no mire a otra mujer, que no bese o la toque —elevó una ceja
disfrutando de verla roja, trémula en sus brazos —. No puedes evitar que
las mujeres me miren, pero siéntete orgullosa de tener lo que ellas desean.
Tragó grueso. La excitación se retorció dentro de sí, su fuero interno
ardiendo en llamas se arraigó en su vientre hormigueando. Jadeó de sen r
sus manos sobre su espalda baja; interceptada por un mareo logró que él
la atrapara por la cintura; la tensión sexual se esfumó.
—No me siento bien, esta vez no te miento, Ismaíl.
—Deberías irte a la cama, ha sido un día largo. ¿Segura que no enes
insolación? Quizás eso te ha dado el dolor de cabeza, de hecho te noto
roja. —añadió tocándole las mejillas.
—Me puse bloqueador solar, además no pasé mucho expuesta al sol. —
rodó los ojos.
—Será cansancio entonces, ve a dormir, Mariané. —le besó la frente.
—¿No te quedarás conmigo? La habitación es inmensa, me siento sola, y
como no me siento bien temo que a la madrugada me pase algo y no
pueda llamarte a empo…
Sus zafiros se volvieron dos rendijas observándola con una sonrisita.
—Es una buena excusa, florecilla. No te en endo, hace un momento
estabas molesta conmigo, ahora me quieres en la cama —suspiró —. Una
noche nada más —juntó sus frentes; inhaló su perfume, su esencia, el
aroma natural de su cuerpo y exhaló por la nariz. Lo volvía loco, un maldito
men roso, porque sabía que no sería la úl ma vez que durmieran juntos,
que no exis ría el úl mo beso, el úl mo roce. Quería creer que todo eso
estaba lejos de pasarles.
—Siempre habrá otra noche y luego otra, lo sabes.
—¿Ah sí? Es tu culpa —acusó robándole un beso —. He olvidado
abstenerme, con go no tengo el control, pasa que me he vuelto un
completo loco dependiente de tu existencia, de tu dulzura, de esa adic va
inocencia que posees.
—Ya no soy una niña, Ismaíl. Podríamos intentarlo, no lo sé, la gente no
ene que saberlo; será nuestro secreto y de nadie más.
La plá ca colindaba de un tema al otro. Torció los labios, haciendo una
mueca. ¿Secreto? Sabía que eso significaba men rle al mundo, a las
personas allegadas, al personal de la casa, a todos. Era un enorme riesgo
que no podía permi rse correr. Pero una vez más echaba andar la cordura,
lejos, al empo de acercarse al desa no de un amor complejo, imposible.
—¿Qué quieres exactamente, Mariané? —se atrevió a cues onarle, ya
conocía la respuesta. El brillo en sus ojitos caramelos delataba lo que
sen a por él.
—B-bueno la verdad…—empezó a jugar con el dobladillo de su ves do
cachemira. La tela suave y sedosa se amoldaba perfecta a su silueta. Lo que
ella empezaba a odiar de sí, él lo amaba. Podía darse cuenta de que, bajo la
seda rosa palo, se escondía un monumento merecedor de honra y amor.
Temblaba en el profundo nerviosismo de no saber expresar sus emociones,
la atrajo a él, todavía seguían en medio del pasillo desolado, para suerte de
ambos. Desquiciado con todo ese rojizo sur endo sus hombros y espalda,
los barrió a un lado y depositó un beso en su hombro descubierto.
—¿Estás segura de eso? ¿Quieres ser mi novia, florecilla?
En ese momento todo la sangre se acumuló en sus pecosas mejillas y se le
abrieron los ojos de par en par. Las palmas le sudaban, el corazón brincaba
advir éndole la posible taquicardia. Cada emoción la endo, impidiéndole
respirar.
—Estás tomándome el pelo, bromeas… —susurró incrédula.
Pero la expresión de Ismaíl era seria.
—No jugaría con algo así. Intentémoslo ahora —ocultó un mechón de su
pelo tras su oreja —. ¿No es eso lo que quieres?
Perpleja, abrió la boca buscando a entas una contesta idónea. Llegado el
momento había imaginado abalanzarse a sus brazos y de sus labios
emergiendo un sí cargado de felicidad, pasaba que no podía creerse su
propuesta y sumergida en el desconcierto no encontraba las palabras
certeras.
—Y-yo… —balbuceó antes de cubrirse la boca, alejarse y vomitar la cena a
sus pies.
Lo úl mo que recordó es ponerse a llorar avergonzada, atravesada por un
terrible malestar y desfallecer en el temible nubarrón de la inconsciencia.
La luz del exterior le torturó el globo ocular, se movió quejumbrosa sobre
la cama. Parpadeó lento, evitando que el resplandor repen no le quemara
los ojos. Eran como aguijonazos. Balbuceó nublada, encontrando en su
campo a Ismaíl que la miraba con ojos temerosos.
—Mariané me has asustado. Algo anda mal con go.
—¿Qué ha sucedido?
—Luego de vomitar te desmayaste. Me preocupa que haya sucedido, debe
exis r alguna razón.
Se miró a sí misma, llevaba ropa de dormir. No lucía como una chica que
acababa de vomitar, tampoco apestaba. Pero el mal sabor seguía en su
boca.
—No te dejaría así, decidí ducharte. Debería llevarte al doctor, él sabría
decirnos que ha causado todo eso. —besó su frente, exudaba
preocupación.
—Necesito lavarme los dientes —susurró poniéndose de pies. La ayudó a
incorporarse y al percatarse de la inestabilidad al caminar, le tomó el brazo
—. ¿Podrías dejarme sola?
—¿Qué? Podrías caerte, mírate.
—No pasará… —afirmó esperando que Ismaíl saliera del baño. Solo cuando
así fue, empezó a cepillarse los dientes.
Recompuesta, abandonó el baño. Su o caminaba de un extremo al otro
de la habitación. Nada más de verla se le acercó y la agarró por el
antebrazo temiendo que volviera a ocurrir el incidente. Estaba bien, ya ni
rastro de algún bamboleo tenía. Pero le permi ó meterla a la cama, que sin
decirse nada, se acostara a su lado y sen r su mano envuelta en su cintura
recordándole su compañía.
—No necesito visitar un doctor, estaba emocionada, de pronto todo se ha
mezclado, sumado al hecho de comer mucho y… —divagó.
—No estaría mal descartar algún virus raro, infección o lo que sea. —
persis ó.
Giró quedando a escasos cen metros de su cara. Repasó con sus dedos
largos y escuetos, su barbilla masculina. Probablemente tenía razón o
estaba exagerando por una tontera.
—Hazlo si vuelvo a sen rme así, Ismaíl.
—Estás haciendo un trato conmigo y no debería aceptarlo, pero esta vez te
lo dejaré pasar —le tocó con dulzura el contorno de sus labios. La besó con
afán, su mano se dirigió a su mejilla y la acarició en un acto parsimonioso
—. Descansa, florecilla.
—Buenas noches, Ismaíl.
Se acomodó en su pecho, cerró los ojos y se sumergió en los abisales de la
inconsciencia; nada más importaba cuando se dormía con la persona que
quería.

12
Mariané se levantó con el alba. No supo por qué ya no quería estar ahí,
lejos de casa. Esa mañana, después de recibir el servicio a la habitación, se
lo pla có a Ismaíl y llegaron a la conclusión de que volverían a los Estados
Unidos. Solo habían pasado tres días allí, y ya era un hecho el retorno. Ese
día vomitó después de regresar de almorzar con su o. Estaba sola en la
habitación, empacando lo poco que sacó de la maleta, sumida y de repente
deteniéndose abrupta, sin ó el ácido ascender por su garganta. Angus ada
por su estado, prome ó contárselo a él, en cuanto estuvieran en casa.
Por desgracia, Mariané se desmayó después del aterrizaje, en cuanto
pisaron el hangar privado. Abrumado, le ordenó a Hank conducir al
hospital. En el trayecto despertó confusa, admi endo el miedo que sen a.
Lloró en sus brazos. El chófer se limitaba a conducir, no le concernía emi r
algún comentario.
—El doctor te examinará, Mariané.
Los miró por el espejo retrovisor, se les veía absortos en una situación que
los volvía más que o y sobrina. De solo imaginar, se sin ó perverso, ahí no
pasaba nada, echó andar el disparate y volvió a centrarse en la carretera.
Conocía a Ismaíl, su jefe era un hombre sombrío, ambicioso, serio, que
tenía a sus pies lo que deseara, no un pedófilo o algo parecido. Pero era
tácita la forma en que miraba a Mariané, así se veía a la mujer que un
hombre desea y ama.
Las cavilaciones, conjeturas atrevidas incluso impensables, se confirmaron
al ser cómplice de un fur vo beso de labios. Contempló consternado la
escena por el espejo. ¿Olvidaron que él iba al volante? Apartó la mirada
haciéndose el desentendido.
Mariané abrió los ojos haciéndole una seña a Ismaíl, apuntaba a Hank.
Despreocupado le dijo al oído que su chofer apenas quitaba la vista del
frente.
El doctor Marc Evanson los atendió enseguida. A la pelirroja se le hicieron
unos análisis de sangre. Por consiguiente Marc le pidió a Ismaíl que lo
acompañara a su oficina.
—¿Qué ene Mariané? —soltó inquieto.
Entrelazó las manos sobre el escritorio. Ismaíl lo miraba de hito en hito.
—Debemos esperar los resultados, pero tengo mis sospechas, falta que se
avale con el análisis, por supuesto.
—¿Q-qué sospechas, a qué te refieres, Evanson?
—Esperemos los resultados, será lo mejor, Ismaíl.
—¡No! Dime qué mierda ene mi sobrina —escupió desesperado —. ¿Hay
algo malo en ella?
—Ismaíl deberías calmarte, no vamos a ningún lado alterados.
—Lo siento —se tomó la cabeza, frotándose la sien —. Me preocupa que
se enferme gravemente.
—Es normal que nos preocupemos. Sé cuanto te importa Mariané, pero
debes estar preparado para lo que sea. —advir ó.
—De acuerdo, Marc.
Se quedó a medio pasillo, transcurrida la hora los resultados estaban listo.
La enfermera se los dio, explicándole que Evanson estaba con Mariané
dándole la no cia.
Se estremeció en su lugar. Aplastado por la imperiosa verdad que resurgía
del papel. Sus ojos habían recorrido la hoja en un paseo veloz, no entendió
mucho, o sí, pero el shock, la insistente negación se adueñaba de su
cerebro. No quería dar crédito a lo que decía ahí.
—Espere señorita…
Necesitaba que alguien se lo confirmara.
—Louisa Roe —se presentó concisa —. ¿Necesita algo?
—Hablar con Evanson.
—Se lo no ficaré, quédese en la sala de espera.
—También necesito ver a Mariané. ¿Sabe que significa esto? —agitó la
hoja en su mano.
La mujer suspiró y tomó el examen. Al cabo de unos segundos lo miró
asin endo con la cabeza.
—El análisis demuestra que la paciente está esperando un bebé, señor Al-
Murabarak. —le explicó sin ahondar en el asunto.
—¿Qué? N-no…
—Respire profundo, sé que puede ser di cil procesar la no cia. ¿Es su
sobrina? —le habló despacio, palmeando su hombro —. ¿Por qué no se
sienta?
Ismaíl negó en todo el revuelo, desconcertado y sumido en el cruce de
pensamientos fugi vos. Todo se ensombreció a su alrededor. Dejó a la
mujer ahí, echando a correr hasta la habitación en la que estaba Mariané.
La vio a través del vidrio, Marc le hablaba, pero su florecilla no lo veía a la
cara. Ni siquiera se inmutaba. Decidió interceder, tocó la puerta y esperó a
que el doctor le abriera.
Circulaba en su sistema un miedo colosal y feroz, lo estaba devorando. Su
mundo se tambaleaba, anunciando el derrumbe de su vida perfecta. Ya no
había forma de esconder lo que tenía con Mariané y, de saberse la verdad,
estaba expuesto al desastre, al golpe contundente del mundo exterior.
—Ismaíl, Mariané te necesita, no es fácil asumir la realidad. Está
embarazada, ¿ enes idea de quién es el padre? —inquirió en un ligero
susurro.
Asin ó con lágrimas. Se agarró los costados de la cabeza abrumado; no era
capaz de men rle a todo el mundo.
—Soy un imbécil.
—Estaré en mi consultorio, lo que hablemos es confidencial. Recuerda que
además de doctor te tengo es ma, eres un amigo —le dio un golpecito en
la mejilla —. Dale tu apoyo, Mariané está destrozada.
Se alejó dejándolo ahí, de piedra. Envuelto en la bruma, avanzó hasta ella
postrada en aquella cama. Se inclinó tembloroso y besó su frente, invadido
de un tormento aniquilante. La debilidad surcaba sus facciones, lánguida y
triste.
—Perdóname, florecilla. ¿Qué demonios es lo que hice? —murmuró con la
culpa que adolecía. Apretó la sábanas con las manos conver das en dos
puños.
Todos los recuerdos retornaron en bucle, lo que hicieron mal, los besos,
arrebatos acalorados, el delirio y la locura colisionando en los dos.
Repercu eron los errores, lo que pudieron haber evitado y no estar
viviendo ahora las consecuencias. El desenlace que los condenaba a lo
indefinible. Ella sollozó perdiendo la firmeza al hablar.
—No quiero e-este bebé ¡N-no lo quiero Ismaíl! —susurró rabiosa, con la
voz pendiendo de un hilo trémulo.
Hundido en la desazón, sin saber que hacer en una situación de tal
magnitud, se movió de un lado al otro cual animal enjaulado. Pasaba por
su cabeza el miedo de que la prensa mordaz se pusiera al corriente, que de
la noche a la mañana lo señalaran en los tabloides, temía los comentarios
malintencionados, hos les, la lengua mordiente de las personas de mente
suscep bles. Miró a su florecilla sacudirse en el llanto silencioso,
tapándose la cara. El reflejo de hace un par de años cándida y fresca quedó
como una pertenencia del pasado, en su lugar una flor marchita que creyó
inmarcesible, una inocencia que acabó consumiendo, un presente que los
ataba porque habían roto las reglas.
—No enes qué hacerlo, digo, no voy a decidir por los dos, es tu cuerpo,
pero también es mi hijo —señaló sin endo un nudo en la garganta.
Lo que vivía lo llevó a un atajo de su memoria directo a lo que marcó su
adolescencia. Una vez, cuando todo parecía desparpajo y las chicas un
simple juguete que, cuando se aburría, desechaba por otro. Ruby regresó
del escondite de su memoria causando aprehensión, el ahogo desapacible,
el amargo de un conflicto familiar; sus demonios.
Cuando aquello ocurrió pensó que no saldría de aquel poso en nieblas. El
suicidio de Ruby lo dejó con una carga dolorosa, la muerte de su bebé, la
pequeña a la que llamaría Angeline, destruyó su mundo y ya no fue el
mismo. Dejó de pensar en todo eso cuando encontró a su verdadero
padre, que lo forjó otro persona, reconocía eso. Su padre biológico,
Mohammed Al-Murabarak, le dio oportunidades inimaginables, pero a
cambio despreció la familia adop va que tanto lo ayudó, alejándose, se
olvidó del amor, puso en primer lugar el dinero, la ambición que se arraigó
en su ser.
La disputa con el padre de Mariané se dio por la joven Ruby, una británica
que llegó a los Estados Unidos en busca de sueños y terminó quitándose la
vida tras caer en las garras de un depresión suicida.
No quería eso para Mariané. De solo imaginarlo se le resolvía las entrañas.
Decidido, se acercó e hizo que le prestase atención.
—¿Qué sugieres? —inquirió serio —. ¿Quitarle la vida a un inocente?
No la obligaría a nada, pero no significaba que apoyaba matar a su bebé.
Sería cruel y malvado. No podia siquiera sostener la idea en su cabeza.
Jugó con sus dedos, reflexionando. No estaba es sus planes ser mamá, ni
siquiera conocía a profundidad la extensión de la palabra.
—No quiero ser mamá, Ismaíl… —rogando le tomó el antebrazo con
fiereza.
—Entonces estás dispuesta a abortar, ¿es eso lo que quieres? Podrías
morir, es un proceso que a tu edad resulta fa dico. Yo no estoy de acuerdo
que tomes el riesgo, no voy a perderte —habló afectado —. Por otro lado,
lo peor podría pasar si deseas con nuar, es un embarazo riesgoso. Joder,
me siento un egoísta, un maldito miserable. ¡Todo esto es mi culpa!
—Ismaíl es nuestra culpa. —corrigió apretándole la mano.
—Estoy me do en problemas, podrían meterme a la cárcel por
embarazarte. ¿Estás consciente de eso?
—Lo sé —le tembló el labio inferior, llorando —. Quiero que lo hagamos
juntos, pero tengo miedo.
—Yo también tengo miedo, no te imaginas cuánto. Es incierto lo que
sucederá mañana, eso lo sabemos, pero si lo intentamos… —pausó
sorbiendo por la nariz. Sus zafiros estaban inyectados de sangre, jamás vio
a su o tan deshecho.
—Ismaíl tendré el bebé, quizás esté tomando la peor decisión, no lo sé… —
respiró hondo. Algunas traviesas lágrimas se le saltaron. Ismaíl posó la
palma bajo su barbilla y le besó los labios —. ¿No vas a dejarme sola en
esto?
—Eso nunca, florecilla. Me haré cargo de la situación. Con a en mí,
¿Puedes hacerlo? —averiguó angus ado.
Sacudió la cabeza dando un rotundo sí. Él la abrazó cariñoso, besándole los
cabellos.
—Ismaíl… —llamó insegura.
—¿Qué?
—¿Sigue en pie la propuesta? —quiso saber.
—Solo si tú quieres —pronunció dejando un ósculo en el dorso de su
mano.
Mariané respondió tomándole una mano y se la puso en su abdomen.
Ismaíl contempló el acto lleno de regocijo, se le empañó la vista tan solo
con rozar su piel a sabiendas que un pedacito de cada uno habitaba en su
interior.

13
Se le contrajo el rostro, presagiando que la migraña llegaría pronto, se
preparó para dormir. Dio vueltas en la cama sin endo la necesidad
absorbente de volcar el pasado en oscuridad; haberlo recordado ese día, lo
revolvió todo. Un nudo se aferró en su garganta, feroz. Angeline se había
ido por su culpa, jamás tuvo la oportunidad de conocerla, pero esa
personita dejó maltrecha su alma y un hueco sin fondo en el corazón.
Mariané lo sobresaltó con su esporádica llegada. Estaba en el marco de la
puerta con un camisón sa n blanco que le cubría hasta las rodillas. Pensó
que había bajado un mismísimo ángel del cielo, posándose su lmente ahí.
Sonrió admirando a la dulce despeinada que, como cada noche, se
aparecía con la excusa de no poder conciliar el sueño.
—¿Puedo dormir con go?
—No enes que pedirlo, siempre hay suficiente espacio —habló
encendiendo una de las lámparas, al instante deshaciendo un poco la
oscuridad. En el acto apretó los párpados, las punzadas se paseaban
alrededor de sus ojos. Mariané anduvo hasta la cama y se acomodó a su
lado —. ¿Cómo estuvo tu día?
—Aburrido —apenas elevó la cabeza —. Ojalá estuvieras más aquí.
Lamentó que su deseo resultase por el momento, imposible. No podía
desligarse de la responsabilidad laboral. Las úl mas semanas estaban
siendo ajetreadas, apremiantes, por doquier contratos y reuniones, la
mayoría, fuera de la ciudad. Hasta los fines de semana se quedaba hasta la
madrugada sumergido en la pantalla de su portá l, salvo ese día que
decidió posponerlo por un dolor de cabeza.
—Intentaré sacar empo, pero no te prometo nada, florecilla.
—Está bien —resopló —. Sé que enes mucho trabajo, me das todo lo que
necesito, no sé por qué me quejo.
—No te estoy dando el empo suficiente. —admi ó colando sus manos
bajo ese suave camisón y con cariño le acarició el abdomen abultado. Su
tacto cálido la encendió. Le gustaba que la tocara, y también a su bebé que
respondía en un san amén a sus movimientos circulares —. Sabe que es
papá, por eso patea fuerte.
Mariané negó, era un soberbio.
—Hace lo mismo conmigo, pero debo confesar que sucede al instante que
posas tus manos en mi barriga —suspiró —. ¿Quieres que sea niño o niña?
La idea de que fuera niña le emocionaba, podría comprarle ves dos
coquetos, accesorios y le daría su muñeca de trapo. Todavía la conservaba,
tenía un valor sen mental, que con el empo adquiría más. Lo único que le
quedó de su madre, y sen a que, mientras la tenía con ella su esencia
maternal estaba a su lado, un vínculo infinito.
—Sano y fuerte, una florecilla hermosa o un precioso pelirrojo inteligente
como tú. —declaró con la incesante necesidad de besarla.
—Creo que tendrá el color de tus ojos, tu encantadora sonrisa y le daré
todo mi amor. —comentó posando las manos sobre las suyas, guiando el
recorrido de sus toques ávidos.
—Le daremos todo nuestro amor, Mariané. ¿Sabes? Eres lo mejor que me
ha pasado en la vida. —confesó alzándole la barbilla —antes de , todo
parecía gris, monótono, sinsen do. Ahora hay más color. —rozó sus narices
provocando que riera y lo besara atendiendo el llamado de su boca experta
enredarse en sus labios rosados.
—Creo que también soy un torbellino de problemas.
—No digas eso. Eres mi huracán, arrasando siempre, desestabilizando mi
mundo. Pero si lo dejas de hacer, no me sen ría vivo, todo volvería a ser
corriente y carbonizado —se movió plácida, esbozando una sonrisa,
hipno zada con sus palabras. Ismaíl la miró pícaro tocándole los pezones
endurecidos —. No llevas sostén, florecilla.
—Tienes los dedos fríos… —se quejó ahogando un gemido.
Disfrutando de verla así, jadeando, le alzó el camisón y los dejó expuestos,
besó cada uno de sus senos; se retorció rasguñando las sábanas entre sus
dedos. El juego de caricias cesó intermitente, no podían ir más allá aunque
el deseo flameaba implacable. La dejó ardiendo, sumida en el delirio que
había provocado su boca y la bieza de su lengua sobre sus mon culos.
—Durmamos, hasta mañana.
El sol ya estaba alto. Somnolienta se movió al espacio vacío de su cama,
olía a él. Acostumbrada a los amaneceres solitarios, fingiendo no afectarle,
se apresuró dejando la habitación. Paró a mitad del pasillo, al toparse a
Rabab. La mujer, ya estaba enterada de su embarazo, no cia que le
recordó una experiencia personal, a raíz de ello se volvió más afable de lo
que ya solía con la pelirroja. Todo sucedió al cabo de unas semanas de que
todo explotara. Ismaíl, bordeando la locura, cansado de soterrar la verdad,
reunió al personal incluyendo a Hank y les contó de su relación con
Mariané y lo de su embarazo.
Hubo un silencio sepulcral, no faltó la perplejidad de quienes apenas
podían dar crédito a la declaración. Se mantuvieron al margen, aunque
escandalizados, no tenían derecho de meterse en un tema que solo les
concernía a ellos.
—¿No enes que estar en cama? —le preguntó cruzada de brazos.
—Tal vez —desvió la mirada —. Me quedé con Ismaíl —explicó mientras él
carmín se vanagloriaba en sus mejillas.
—Comprendo. Ve a la cama, enseguida Brenda te subirá el desayuno.
—De acuerdo. —obedeció retomando el andar.
Cuando Brenda subió a su habitación, le pidió que se quedara un rato
haciéndole compañía, pla caban de trivialidades evitando hablar de lo que
pasaba. La mujer notaba que, cada cierto empo Mariané se quedaba
inmersa en cualquier objeto presente. Sabía que
—¿Quieres contarme? Soy todo oídos y también una tumba —simuló un
cierre con sus labios.
—¿De qué hablas? —se removió incómoda.
—No enes que decirme, pero si decides hacerlo, te escucharé.
Jugó con sus manos. Había tanto que le gustaría expresar, en vez de eso, se
reprimía, se me a en su pequeño caparazón encapsulando todo lo que
podía. Sin embargo con ella si dejaba entrever su lado interno sin ponerse
una frazada en el exterior.
—Desearía que Ismaíl estuviera más empo conmigo. Le echo mucho de
menos cada segundo. Si todo no fuera tan complicado…
—Se nota que te ama, lo eres todo para él. No los juzgaría jamás.
—Las demás personas no dudarán hacerlo, nos comerán vivos y no sé si
podré soportarlo. —le tembló el labio inferior.
—No ene que importarte la opinión de las personas. Ellos no conocen la
verdadera historia, prefieren creerse la que más morbo tenga y lo de
ustedes es sincero, real, bonito —hizo que la mirara a los ojos —. No te
llenes la cabeza de preocupaciones, cielito.
No podía ser una relación real.
—Lo nuestro es prohibido, soy su sobrina y es mayor que yo. —recordó
exasperada.
—Claro que no —refutó tomándole la mano, la acarició suavemente sin
apartar la vista de sus ojitos quebrados —. No es tu o en realidad y por la
edad, bueno, solo hay años de aprendizaje, muchas morirían por estar en
tu lugar.
—No sé si este sea mi lugar. A veces pienso lo que pensarían mis padres de
esta relación, siento que les he fallado.
—Estás donde perteneces y cuando el pequeño o la pequeña nazca, todo
será diferente. Ser mamá no es algo que tenías planeado pero una vez
sucede se vuelve lo más importante en la vida.
—Hablas como si tuvieras experiencia.
—No se necesita haberlo vivido, al sol de hoy he visto tantas películas y
telenovelas que me he vuelto experta en esos temas. —comentó jocosa.
Brenda se quedaría esa noche en la habitación de huésped. Ismaíl la había
llamado avisándole que llegaría a la madrugada, le pidió que cuidara de
Mariané. Así que se quedaron viendo una serie policiaca y luego de eso le
dio el beso de buenas noches, despidiéndose hasta la mañana.
Recurrió a medianoche a la cocina, eso creía, somnolienta no tenía noción
del empo. Hace mucho que no hacía la ru na de ir y sentarse en el
taburete de cristal para tomarse un vaso de leche con galletas. Callada,
evitando ocasionar un alboroto, se lo sirvió y bebió absorta, gimiendo de
complacerse a sí misma. Luego revisó la nevera, encontró un tarro de
helado, se le hizo agua la boca y no se resis ó.
—Te hacía durmiendo —el eco de su voz le hizo espabilar todos los
sen dos. Sobresaltada, dejó de comer —. Si se te antojaba algo, ¿por qué
no le dijiste a Brenda?
—No soy una lisiada. —siseó cortante. Suspiró dejando de lado el helado
de chocolate —. Y no quise molestarla —añadió dulcificando el tono.
Ismaíl venía con la camisa desabotonada arriba, mostrando el pecho, la
corbata en la mano y así todo desordenado, le aturdió. ¿Por qué tenía que
ser terriblemente guapo?
—Pudiste caer por las escaleras, todo está a oscuras. —rugió mientras se
acercaba a ella
—No exageres, tengo una buena visión nocturna. Que tú no veas bien por
la noche, no significa que yo esté igual de ciega.
—Oye, no estoy ciego. Y deja de hablarme así que no soy cualquier
persona.
—Se me olvidaba que hablo con el señor de la casa. ¿No quiere que le haga
una reverencia? —inquirió sarcás ca.
La fulminó con la mirada.
—¿Por qué tan hos l y sardónica? No te hice nada, ¿o sí? No lo recuerdo,
eh.
—No me eches la culpa a mí, son mis hormonas de embarazada. —se
encogió de hombros —. ¿Por qué no vas a dormir y me dejas sola?
Su expresión se oscureció, avanzó, tensó la mandíbula. Lo úl mo que
quería era discu r. Ella se estremeció en su lugar tes go del fuego de sus
ojos centelleante, quemándola.
—Deberías fijarte en cómo me hablas, Mariané.
—Lo siento —bajó la cabeza arrepen da —. No sé qué sucede conmigo.
—Creo que lo haces adrede —afirmó una vez la tuvo enfrente, como un
conejillo asustado, renuente a sostener el contacto visual —. Mírame a los
ojos cuando te hablo.
Lo hizo a regañadientes, con una len tud que enloquece. Tenía los ojos
llorosos y se rompió ahí; inhaló hondo, confuso con su comportamiento
cuádruple, no supo si abrazarle o simplemente quedarse quieto temiendo
el rechazo. ¿Se supone que era normal la brusquedad con la que Mariané
pasaba de estar bien a mal?
No soportó más la distancia y la abrazó.
—No me gusta que me hables así —emi ó dolida, agarrada a su cadera.
Él, se dio cuenta de que un poco de manipulación había detrás de los
sollozos. Lo hacía cada vez que actuaba mal, asumía que en parte era su
culpa por mimarla o consen rla demasiado. Pero odiaba verla triste, de
modo que le repi ó que lo sen a mucho, logrando al final que se calmara y
dibujara una linda sonrisa. Había tenido un largo y tedioso día de oficina,
anhelando una ducha y descansar plácido, por lo que le incitó subir a la
habitación y dormirse con él. Por supuesto, no lo rotuló mucho, estaba
encantada de volver a la cama de Ismaíl y llegar a la inconsciencia nublada
por su olor.

14
Acudieron a la cita pautada para ese día. Evitando llamar la atención,
decidieron que se haría por las noches. Marc los esperaba en su
consultorio; los recibió cálido. Mientras Mariané se cambiaba detrás de las
cor nas, los hombres aprovecharon de hablar un poco. Ismaíl confesó
sen r cierta ansiedad por saber el sexo del bebé, entre otras cosas le contó
como andaba la pelirroja. Evanson se mostró comprensivo y dándole una
palmadita en la espalda aseguró que las mujeres embarazadas se ponían
histéricas por todo, felices por nada y triste sin mo vos. Era la montaña
rusa más ver ginosa con la que debía lidiar. Le agradeció por el consejo y
cambiaron de tema con el regreso de la joven.
Conocía bien lo que debía hacer, se subió a la camilla y esperó ser
atendida. Marc le sonrió, después de decirle a Ismaíl que corriera una silla
y se sentara cerca de la cama, volvió a dirigirse a ella preparándose para
hacer la ecogra a. Extendió el gel en su estómago y movió el apara to en
la zona proyectándose de inmediato en la pantalla la imagen de su bebé.
—¿Todo bien? —quiso saber, angus ado.
Había tomado la mano de Mariané, que nerviosa no dejaba de mirarlo,
siempre temía que exis era una anomalía o algo parecido. Se mantenía
absorta en la proyección, tensa.
—Todo marcha en orden. Su corazón late al ritmo de la madre, bombeando
unos 25 litros de sangre por día. Y su tamaño es grande con relación al
cuerpo, los oídos comienzan a endurecerse los huesecillos internos. Puede
percibir sus voces y el corazón de su madre.
Se relajaron.
—Entonces no hay ningún problema…
—Hasta ahora no tenemos de qué preocuparnos. ¿Quieren escuchar su
corazón y saber el sexo?
Ansiosos dieron un rápido asen miento de cabeza. Y fue el momento más
eufórico que sin eron, saltaron las lágrimas, se asomaron las sonrisas y se
abrazaron cómplices de un la r que enlazaba sus vidas. Supieron que era
una nena. Ismaíl la besó en la boca, conmocionado con la no cia, ella lo
recibió entre sollozos de alegría. El doctor los dejó a solas, pasado un
empo regresó dándole indicaciones a Ismaíl de la dieta y medicinas que
debía seguir Mariané.
—Nos vemos en la próxima cita, no olviden llamarme si surge un problema.
—estrecharon manos y cada cuál tomó su camino.
Rumbo al piso, la joven miraba la foto que Evanson le dio. Sonreía
tontamente, repasando con sus dedos el contorno de lo que, según dijo
Marc, era su hija. Que todo marchara correctamente le parecía demasiado
bueno. Miró de perfil a Ismaíl que estaba concentrado en la conducción, lo
guapo que era le descolocaba y la volvía un flan. Tuvo que respirar hondo y
calmar la necesidad de acercarse y besarle hasta saciarse de él. La alteraba,
eso no dejaba de pasarle, como si fuera la primera vez.
Le echó de nuevo la culpa a la revolución de hormonas en su interior.
Un hombre así de atrac vo debía ser la debilidad de toda mujer.
Consciente de ello, de lo que seguro despertaba en las féminas, sin ó
celos, incesante moles a que se esfumaron al reflexionar un poco y
recordar orgullosa de que ese hombre era suyo y el padre de su pequeña.
—Tenemos que elegir un nombre para ella. ¿Tienes idea? —emi ó
llamando su atención.
—Podemos hacerlo mañana.
—Eso quiere decir que pasaremos el día juntos —conjeturó chillando de la
emoción. Al ver que este lo confirmaba aprovechó el semáforo en rojo de
quitarse el cinturón y besarle la mandíbula —. Gracias, gracias, gracias.
—Sí, florecilla pero vuelve a tu lugar —hasta cerciorarse de que volvía a
ponerse el cinturón, se puso en marcha. Siquiera debía estar de copiloto, la
próxima vez lo tendría en cuenta —. Pienso dedicarle todo el fin de semana
a la persona más importante de mi vida.
—Podríamos empezar a preparar su dormitorio. No digo que lo hagamos
mañana mismo, pero si empezar a planificarlo.
—Me parece una buena idea —le guiñó un ojo.
Tuvo que usar el manos libres y atender una llamada internacional. Se puso
nervioso, no dejaba de tamborilear los dedos en el volante, mientras
observó a Mariané cabeceando de la somnolencia en el asiento.
—Darelle…
—¿Así saludas a tu hermanita?
—Estoy conduciendo, dime ¿Ha sucedido algo?
—Que te llame a esta hora no significa que son malas no cias. Nuestro
padre está perfecto, ni hablar de mí. —soltó una risita —. Además aquí es
la cinco de la mañana y te quería dar los buenos días antes que nadie. Vale,
echaba de menos hablar con go ¿Cómo estás, Ismaíl?
—No ha pasado mucho, también los extraño.
—Eso ha sonado irreal. ¿Por qué hablas bajito?
—Aunque no me creas, tengo sen mientos Darelle y quiero verlos. Pero…
—¿Qué pasa?
—Olvídalo. Salúdame a mi padre. A todos por allá.
—Ya quieres colgar, eh. Bueno, uno de estos días te doy una sorpresita
hermanito. ¡Por Alá! Que así será. —prome ó alegre —. Te quiero, cuídate.
—Yo también te quiero, estamos en contacto.
Respiró aliviado. Mariané fingió en toda la conversación estar dormida,
buscando a entas ese nombre en su cabeza. No lo encontró, porque
nunca antes lo había escuchado. Se la estaba comiendo la incer dumbre,
tampoco se atrevía a preguntarle, quizás temiendo descubrir algo que no
le agradara. Y si preguntaba… ¡No! Estaría montando otra escena de celos
y eso estropearía la noche.
—Hemos llegado —la zarandeó cuidadoso y con nuó sin inmutarse—.
Creo que tendré que cargarte.
Gruñó cuando la alzó en sus brazos, se acurrucó contra su pecho.
—Vaya, sí que estás pesada, florecilla.
Despertó abrupta, olvidándose de con nuar fingiendo. No le hacía gracia
que Ismaíl le dijera gorda.
¡Eso no era cierto!
—¿Insinúas que estoy obesa? Porque no es gracioso, Ismaíl.
—Ya sabía que estabas despierta y te aprovechas de la situación para que
te cargue. Solo digo que pesas un poco más, nunca dije que seas obesa.
—Has dicho que peso —con nuó fulminando.
Dentro de la caja metálica le comió la boca hasta quitarle el aliento; ella
tuvo que enroscar sus manos torno a su cuello o se desvanecería. Vaya
forma de callarle el enfado. La miradas sobraron y se precipitó a sus labios
nuevamente, admi endo seductor contra el halo de su expresión carmín,
lo bien que le sentaba el embarazo.
—Así estás perfecta, siempre lo eres —añadió habiendo un roce de narices
entre risitas tontas.
—¿Debería creerte? —se llevó un dedo a la barbilla, dudosa.
—Siempre digo la verdad.
Habían llegado al piso. La dejó en el suelo una vez entraron al living.
Mariané caminó hasta el sofá dejándose caer. Ismaíl se tumbó a su lado
acariciándole el abdomen, quería hablarle a su princesa, sen r sus
movimientos.
—¿Quién es Darelle? Aseguras ser siempre sincero, pero no me cuentas
sobre ella —enfa zó dejándolo con la mandíbula desencajada. —Sí. ¿Quién
es esa mujer?
—Es mi hermana, déjalo ya, te conté el otro día que tengo una familia y
vive lejos de aquí, de hecho al otro lado del mundo.
—Es que nunca me dijiste su nombre. —pronunció exhalando —. ¿Ellos
saben de nosotros…
—¿Qué? Por supuesto que no. No les cuento todavía nada —tomó una
bocanada de aire. Era una cues ón que lo apresaba instantes, sabía que su
padre le daría una reprimenda. Y Darelle, ella se enfadaría mucho —. Debo
hacerlo en algún momento, lo sé.
Cenaron algo ligero, no dejó de darle vueltas al asunto de su familia,
llegado el momento de conocerlos no tenía idea de cómo reaccionar.
Tendría que indagar más adelante sobre ello. Perdida en los caireles de
cristal imaginó que la hermana de Ismaíl la miraría desdeñosa, el señor Al-
Murabarak ni la mano le daría, si es que los árabes saludaban así. Por
andar distraída acabó llenándose la comisura de salsa; Ismaíl se inclinó a
ella y con una servilleta de tela se deshizo de la mancha.
—Pareces una nena.
—Pero no lo soy. Estaba pensando —lo miró seria.
Llevaba su melena rojiza en un recogido que exaltaba su perfecto cuello. En
poco empo la pequeña distaba mucho de ser aquella niña temerosa de
zapa llas desgastadas.
—Recuerdo que llegaste con todo ese cabello revuelto, parecías tener
miedo y me quedé ahí, observándote.
—Hablas como si fue hace siglos, tan solo han pasado unos dos años y
medio. Se siente que fue ayer.
—Cambiaste todo. Desde mis prioridades hasta diversiones banales. —
Confesó llevando el cristal a sus labios.
—No sé que decir a eso. Supongo que soy la causa de tus rupturas
amorosas, la culpable de que rechazaras ir a un club nocturno y acostarte
con cualquier bonita mujer, solo por tener que estar en casa conmigo. Eso
tuvo que ser…
—No sigas, antes de llevaba una vida libre, sí, pero vacía y no volvería a
todo eso por nada del mundo.
Su confesión, que no creyó del todo, la dejó muda. ¿En serio prefería estar
con ella, que las diversiones estrepitosas? Quizás se había cansado de
meter a la cama a muchas, el estómago se le retorció de solo imaginarlo.
—Pero tuviste muchos amoríos ¿A todas las trajiste aquí? —averiguó a
sabiendas de que sí.
—No, puedes sen rte otra vez orgullosa porque eres la primera que
duerme en mi cama. —susurró con la expresión neutra —. Ya es empo de
que dejes a un lado las inseguridades Mariané, no miento al decirte que
me importas o al confesar que las aventuras son parte de mi pasado.
Porque te encontrarás muchas veces, en la internet o de la boca de
muchos, que me enredé con muchas mujeres, que perdí la cabeza por unos
cuantas copas y acabé haciendo una locura. Sin embargo ya no soy ese
Ismaíl.
Se levantó brusco de la silla.
—Todavía no terminas de contarme tu pasado y ¿A qué clase de locura te
refieres?
Ismaíl negó furibundo y la dejó. La soledad abismal se interpuso cerrándole
la tráquea. Afectada dejó los bártulos sucumbiendo al plañir.
—¡Ismaíl!
15
Las paredes la apretaban imperiosamente. El llanto que la atrapaba era
apabullante y la sacudía feroz; se hizo ovillo admirando en sus manos la
ecogra a. ¿Habría imaginado algo así? No, ella nunca reflexionó en su
futuro, pero menos pasó por su cabeza estar envuelta en una situación
similar. Las circunstancias pintaba un panorama gris, blanco o negro, tenía
el presen miento que pronto las cosas se irían en picada, hasta recrudecer.
Se acobijó, sin dejar de dar vueltas a lo sucedido. Clavó la vista en su
abultado vientre y volvió a fijarse en el eco. ¿Tomó la decisión acertada o
se había equivocado? La estudió un buen rato antes de guardarla en uno
de los cajones de la mesita. Ya no estaba segura de eso.
De nada en lo absoluto.
Las lágrimas brotaban seguido de gemidos ahogados, devorándola un
silencio agudo, corta venas, extendiéndose como una herida dolorosa que
la zarandeó abruptamente en el intento fallido de conciliar el sueño.
Odiaba los resquicios que los alejaban, ese infierno entre los dos
quemando avances, deshaciendo el presente construido.
¿Cómo podía sen r amor y odio al mismo empo por una persona?
Meditó en el curso que había tomado su vida, ese rumbo torcido o fuera
de regla; era obvio que las diferencias estarían obstaculizando, por ello
siempre exis rían los choques y nunca la balanza correcta. No creyó que
fuera fácil encontrar el equilibrio, pero se había vuelto cuesta arriba
lograrlo, casi imposible. Su inmadurez y la experiencia de Ismaíl chocaban,
a veces para bien y tantas veces para mal.
Además él con nuaba empecinado en esconderse detrás de esa fachada
de hombre desconfiado sombrío e indescifrable, lo que le complicaba
conocerlo con profundidad.
Giró el brazalete en su muñeca, finalmente decidió quitárselo y ponerlo en
la mesita de noche. Y con un poco de suerte se lo sacó a patadas de la
cabeza, ya al amanecer vería qué hacer.
Enfadado por el hecho de no ser lo suficiente valiente para hablarle del
pasado, Ismaíl asestó un puñetazo contra la pared de su despacho, los
nudillos se le pusieron blancos, con nuó haciéndolo hasta que la sangre
hizo su aparición. El hilo carmín recorría sus dedos. No conforme con ello,
se roneó de su pelo, enloquecido. Empezó a caminar en círculos cuán
león entre rejas y a rar cosas por doquier; ya venía siendo empo de
poner las cartas sobre la mesa, en su caso, de ser completamente sincero.
Solo así dejaría de ser esclavo de sus propios demonios. Eso, nadie tenía
que decírselo pero, ¿y si dejar de ser prisionero no era buena idea?
Lo detenía un temor absorbente, el miedo implacable de perderla para
siempre.
Hace tanto que no sen a estar entre la espada y la pared como ahora. La
incapacidad de contarle acerca del pasado le frustraba a rabiar. Era un
bucle de hechos enlazados, tormentosos, todos desembocando en el
fa dico desenlace de separaciones, muertes, disputas y rencor.
A la mañana los dos se hicieron la ley del hielo. Ninguno se atrevía a decir
algo. Comieron evitando el roce, las miradas. Mariané dejó a medias su
plato, poniéndose de pies dispuesta a encaminarse a su habitación, pasaría
el día ahí, tal vez escuchando música o se pondría a repasar las lecciones
que Antoine le dejaba mediante correo. Haría todo por mantener la cabeza
ocupada. El francés no estaba al tanto de la situación, simplemente un día
Ismaíl decidió llamarle y no ficarle el nuevo método: clases virtuales. Por
supuesto, el señor Griezmann no inquirió al respecto, tampoco se opuso al
cambio. No se quejaba de la buena remuneración que recibía por su
trabajo. Una buena razón de seguir impar endo clases a la pelirroja de la
forma que fuera.
—No podemos seguir así.
—Seguiremos así mientras tú seas estrecho y bipolar. —escupió ardida.
Le ofendió esa indolencia que rezumaba hasta por los poros. Riendo a
secas, se aproximó azaroso. La joven permaneció inmóvil, con los vellos de
punta. Detrás su risa forzada se camuflaba el ardor del enojo, en sus ojos
inyectados de sangre aniquilando, el descontrol.
—No digas que es mi culpa, para ser justos, tú tampoco me cuentas mucho
de y lo de estrecho, cerrado o cual sea el concepto que me pongas te lo
acepto pero… ¿bipolar? —la miró con el entrecejo hundido, la furia le
cruzaba las facciones ensombrecidas—. Eres la única que se pone histérica,
depresiva y de pronto sonríes o te enfadas. Sabes perfectamente que he
tenido días largos, de trabajo, lo único que quiero al llegar es un poco de
paz y ¡no! Porque estás tú armando un maldito berrinche o haciéndote la
celosa, ¡lo nuestro, esto que tenemos, defini vamente es un error! —
respiraba como un búfalo, se plantó frente a ella sin quitarle la asesina
mirada de encima. Parecía otro Ismaíl y ese sujeto le asustaba—. Siento
que nunca va a funcionar, jamás seremos una pareja normal, de hecho esto
que ahora llamamos relación, es retorcido y está fuera de lugar.
Lo había dicho impetuoso, sin reparar realmente en lo que expresó,
olvidando el efecto que podía sur r en ella. Estaba tan furibundo que, no
medía palabras, tampoco lo exaltado que estaba.
—Es bueno que estemos diciéndonos las cosas cómo las sen mos, después
de todo no esperaba menos de , te gusta las mar a los demás —susurró
apretando los dientes, una mezcla de moles a y decepción asidua al dolor
por su franqueza —. Podemos dejarlo hasta aquí, terminemos de una vez
por todas con el error y ve a buscar a alguien que sí esté a tu altura.
Si eso sucedía, no sabría qué hacer. Pero no actuaría desesperada, no iba
arrastrase a su pies.
—¿Es lo que realmente quieres? —Inquirió apretando la mandíbula.
El enfrentamiento se intensificó, se volvieron enemigos, luchando por
ganar a como de lugar.
—Lo que siempre quiero no resulta. Debería estar estudiando en la
secundaria, haciendo amigos y no en un noviazgo con un hombre que casi
me dobla la edad —siseó envalentonada —. No debí con nuar con este
proceso, ha sido la peor decisión además de envolverme en este desastre
con go.
—Eso no parecía importarte al principio —recordó serio —. Permi mos
que esta locura surgiera, una y otra vez. Lo disfrutabas tanto como yo y si
termino con go no significa que estoy renunciando a ser par cipe de este
proceso.
—Pues, ¡no me siento a gusto teniendo en mi vientre un bebé nuestro,
ojalá hubiese abortado! —increpó golpeando su pecho.
Él agarró sus manos y después con brusquedad le atenazó el rostro, para
que lo mirara a los ojos. El agarre desmedido y agresivo la hizo gemir y que
sus orbes se salieran de sus cuencas por la sorpresa.
—No vuelvas a expresarte de esa manera respecto al tema, estás hablando
de nuestra hija, no de cualquier cosa que se desecha, ¡¿me has
entendido?! —la soltó solo al ver que asen a y retrocedió, intentando
calmar su agitada respiración —. Eres una chiquilla, pase lo que pase, no
dejas de serlo y de comportarte como tal, una cría. —dijo mordaz, luego la
señaló para dictaminar y adver rle a la vez —No te atrevas a cometer una
estupidez o me conocerás y vas a arrepen rte mucho, Mariané.
El odio revoleó entre sus miradas, la tensión emergiendo inexorablemente
y lo que se decían eran como miles de dagas clavándose mutuamente. La
batalla no terminó ahí. Imponente como siempre se le acercó a la joven,
abrasador, calentando con sus ojos chispeando de enfado su menudo
cuerpo hundiéndose por temor.
—En todo caso no pudiste aguantarte la ganas por esta tonta chiquilla —
dijo amargamente. Le tembló la voz, y no paró. La necesidad de expresar
todo lo que rebullía en su interior subía por su garganta apresándola. — Y
no hace falta conocerte, eres un imbécil, es todo lo que hoy me dejas claro.
Ojalá no me hubiera enredado con alguien como tú, así de frío y
detestable, o Ismaíl. No estaríamos viviendo este sórdido momento, con
permiso.
Giró sobre sus talones, todo parecía destrozarse, lo que quedó ayer por la
noche en puntos suspensivos ya se dirigía a ese punto y final el sábado.
La felicidad había durado solo un suspiro.
No le permi ó avanzar más de tres pasos, había apresado su muñeca,
volviéndola a él de un movimiento.
—Llegaste a mi vida, no pude hacer nada al respecto, excepto hacer la
voluntad de tu padre. Pero no estabas en mis planes… Solo de la noche a la
mañana apareciste, simplemente sucedió y no pude cambiarlo —
contraatacó en un rugido violento.
Esa, fue la estocada contundente con el blanco fijo a su corazón. Lo miró
con los ojos llenos de lágrimas espesas.
—Creí que le había dado color a tu vida, tal vez sen do o toda esa
cursilería de la que me hablaste. Pero me doy cuenta de que no son más
que palabras vacías.
Se zafó del agarre y corrió, lo que pudo, hasta la segunda planta y le puso
seguro a la puerta. No quería volver a verlo, nunca más.

16
La imper nencia de un agudo dolor de cabeza serpenteó violentamente.
Miró a la deriva, torciendo la cabeza, sen a los músculos de su cuello
engarrotados. Se había quedado dormido en el escritorio, toda la noche.
Maldijo en voz baja recapitulando en lo ocurrido, echó todo por la borda,
había roto lo poco que quedaba entre ellos y se sen a fatal. La punzada lo
atacó y tuvo que tomarse la cabeza, contrayendo el rostro por el
impactante dolor. Le urgía darse una ducha y acostarse hasta que la marea
embravecida se calmara.
Se frotó las manos notando que el carmín de sus nudillos se había
trasladado a un aspecto violáceo.
Estaba arrepen do de haberle hablado de esa forma, y no encontraba la
manera de enmendar su error. Salió del despacho cerrando de un portazo,
avanzando con dirección a su habitación; en todo el trayecto se sumió en
sus pensamientos cruzando velozmente, no tenía que ser el primero que
tomara la inicia va, así que no haría nada al respecto. Subiendo las
escaleras se la topó descendiendo cabizbaja, ni siquiera lo miró
fur vamente, él tampoco reparó mucho en ella.
En el momento menos idóneo su teléfono sonó aturdiendo sus sen dos.
Atendió sentándose al borde de la cama.
—¿Sí?
—Hijo mío, dime que todo anda en orden. Casi no me llamas…
—¿Qué te da entender lo contrario? Solo he tenido días de mucho ajetreo,
perdóname si no te había llamado, padre.
—¿Ahora estás trabajando?
—No, pude tomarme este fin de semana. ¿Cómo estás?
—Te extraño mucho Ismaíl, apenas hablamos por video llamada, y solo es
para negocios.
—No puedo viajar a Dubái.—recordó exasperado.
—Nosotros podríamos ir a los Estados Unidos. De hecho estamos haciendo
los planes, quizás empezando el invierno. Ya viene siendo empo de
conocer a la pequeña Mariané. ¿Cómo está ella?
—Es una chica di cil, ya no está tan pequeña, pero no me quejo al
respecto.
El dolor pulsá l lo azotó, dejó el móvil sobre la colcha habiendo dejado el
altavoz puesto. Se llevó las palmas de las manos a la frente abrumado. Que
pésimo se sen a disfrazando la men ra. No sabía cómo procesaría la
no cia él y su hermana Darelle. Temía que su relación flaqueara y acabase
yéndose a la mierda.
—Siendo una joven tranquila que no se mete en embrollos, entonces, te
aligera el papel de padre que debes ser.
—Nunca seré su padre, en realidad no nos une nada, me hice cargo de ella
porque así lo quiso mi hermano, lo sabes. No pretendo que me vea como
un padre. —aclaró inspirando hondo.
—¿Quieres qué hablemos en otro momento? Te oyes diferente, alterado
tal vez, Ismaíl.
—No me siento bien, tengo la migraña haciendo de las suyas. Estaremos en
contacto.
—Por supuesto, hablamos luego.
Dejó salir el aire retenido. Sin perder empo buscó en el baño las
medicinas, volvió dejando todo sobre la cama. El dolor casi asesino hizo
que tambaleara, tuvo que agarrarse de la pared y permanecer unos
segundos inmóvil hasta que el mareo se alejara. Reprimió las náuseas y,
tras incorporarse apagó todo, la sensibilidad por la luz recrudecía
imperiosamente la dolencia. Volvió al baño por un vaso de agua que bebió
luego tragándose la píldora.
Se acostó en la cama con las manos cruzadas detrás de su nuca, tenía la
mirada perdida en el techo y apretaba los párpados frecuente, evitando así
la visualización de varias formas, puntos brillantes o destellos de luz.
Permaneció un rato largo postrado, con el entumecimiento en el rostro y
entre sacudidas u otros movimientos incontrolables.
Perdió la noción del empo, pero supuso que fueron dos o tres horas
hasta que pudo liberarse de la implacable migraña. Se duchó de inmediato
y llamó a Luca Belgramo, un conocido, confirmando que iría a la fiesta que
organizó en torno a su aniversario de bodas. Había recibido la invitación
una semana atrás, para entonces, pensaba declinar más adelante.
Sin embargo ya no, esa era su escapatoria, la manera de poder alejarse ese
día de Mariané y evitar otra catástrofe entre los dos. De modo que se
arregló con premura y llamó a Brenda para que se quedara con la pelirroja.
Mariané dejó de rondar por el living. Se le retorcieron las tripas advir endo
la necesidad de ingerir algo, sin más, se dirigió a la cocina. Una vez ahí,
respiró profundo y tras servirse cereales con leche se ubicó en el taburete.
Aletargada, tomó el desayuno. Retraerse en una cosa, aquel solitario jarrón
sobre la isla de la cocina, parecía lo más interesante. Apenas llevaba tres
cucharas y de pronto la inapetencia le cerró el estómago, pero no podía
caer en la inanición. No iba a men r que la idea parecía atrayente, como
una desesperada forma de destrozarse a sí misma pasando hambruna, eso
le abriría los ojos a Ismaíl y todo sería su culpa. ¿En qué estaba pensando?
Una completa locura, sí, no podía hacer eso porque exponía su vida y la de
su bebé a lo fa dico.
Un bebé que no deseaba. Una hija que hubiera deseado sacar de su
vientre. Y se sin ó un monstruo pensando así, no merecía estar pasando
por eso, no, pero la pequeña no tenía la culpa de nada, era tan inocente
como lo fue ella. Empezó a llorar sacudiéndose frené camente.
A su corta edad jamás experimentó la intensidad de un desamor así de
fuerte. Lo peor que podía pasar es que no hubiera reconciliación. Y lo
probable es que de exis r, no sería ella la que dejara el orgullo para hacer
las pases. Humillarse por él no estaba en sus planes, ni ahora ni a largo
plazo. No importa si la gente dijera que perdonar o pedir perdón fuera una
muestra de »humildad«.
Tantos recuerdos forjados, arrebatos carnales, besos fogosos, y ya se iba
todo directo por un caño. Los ojos se le empañaron otra vez, rompiéndose
en el acto.
Lo único que quedó eran retazos, a su parecer, inservibles.
Ismaíl apareció observándola, hundida en el taburete. Se aclaró la garganta
llamando la atención, se contuvo de bajar la guardia e ir a abrazarla. No, no
volvería a ser manipulado por esa chiquilla.
Abstenerse resultó di cil.
—Saldré por ahí, pero vendrá Brenda a cuidarte. —avisó descubriendo su
fisonomía a merced del llanto imparable.
Antes de recibir su respuesta giró sobre su eje, marchando.
Mariané rugió, apartó de un manotazo la taza de cereales, lo volcó
ensuciando el regazo de su ves do. Furibunda, dejó todo el desastre
encaminada a su habitación. A medio pasillo, paró en seco. Ismaíl había
olvidado cerrar su puerta, aquella estaba entornada al descuido. Se movió
insegura de lo que haría, al entrar vio varios frascos regados en la cama, la
chispa de la curiosidad se encendió.
Inspeccionó la e queta con la receta de uno, no entendió mucho. Ahí todo
parecía palabras complejas e imposibles de pronunciar. No era tonta, eso
debía ser suficiente para provocar una sobredosis. Entonces destapó el
frasco nublada por la vaga intención de hacer una estupidez.
¿De qué sufría Ismaíl?
Estudió la habitación, además de estar en orden y pasearse la pulcritud en
su extensión, su perfume la golpeó como un puñetazo en seco, traía ese
vaivén de tranquilidad, la desazón que también le encogía el corazón.
Escaseó el oxígeno, no era bueno que siguiera ahí, porque torturaba cada
cosa que se lo recordaba.
Al final cogió dos frascos llevándose la idea desa nada en ellos. Tardó
demasiado bajo las corrientes de agua fría, reflexionando en el siguiente
paso. De nada tenía la plena seguridad. No pensaba con claridad si su
cabeza estaba atrofiada por un tumulto de hilos rotos: pensamientos que
la confundían, una ruptura reciente, él que le había arrancado el corazón
dejándole en su lugar, añicos.
Lo odió más. Rebobinando en el empo, recordó que tantas veces le
prome ó nunca dejarla. Era un men roso, experto en romperlo todo.
Apoyó la frente de la baldosa, ritando por la permanencia que llevaba
bajo la cascada de agua. Observó como sobresalía su abdomen, no quería
ese bebé, no soñaba con una pequeña entre sus brazos, con darle de
comer y desvelarse por las noches.
El sueño ya desvanecido dejaba la temible pesadilla de que el empo
siguiera el decurso y en cues ón llegara el día de dar a luz. Cerró el grifo y
se envolvió en un albornoz blanco. Volvió a ser tentada con la idea de
tomarse un puñado de esas píldoras.
Sollozando, llenó un vaso de agua y se dejó caer amor guando el peso
sobre sus glúteos, con el frasco anaranjado también. El vidrio tembló entre
sus manos, sacó un puño de píldoras y abrió la boca. Las tragó de golpe,
con todo el contenido del vaso. Ya no hubo reversa, en cues ón de
minutos empezó a sen r que se iba, que rozaba la muerte.
Ismaíl, maldijo al olvidar las llaves de su auto. Tamborileó el pie a oscuras,
en el parking subterráneo. Lo que le faltaba, volver al piso y verla,
seguramente, la encontraría montando una de sus escenas. No, esta vez no
caería tontamente. Suspiró avanzando a paso veloz hacia el elevador.
Dentro de la inmaculada caja metálica, tuvo una corazonada. Quiso restarle
importancia, tal vez era una mala jugada de su cabeza.
Una vez en el piso subió a la segunda planta, hundió el ceño reparando en
el silencio sepulcral que recorría el exterior. Ella podía estar encerrada en
su habitación, durmiendo o seguir donde mismo. Para asegurarse de ello,
volvió a la cocina y lo único que miró fueron los restos de comida, nada
que ver con lo que le recomendó el doctor, regados sobre el suelo. No
parecía haber sido un accidente, lo hizo adrede, estaba convencido.
Con un mal presen miento rondando su cabeza, se estremeció y volvió a
ascender los peldaños. La corazonada arreme ó fuerte haciendo que
atravesara en una impetuosa carrera el pasillo, empujó la puerta rosa sin
vacilar. No estaba ahí, pero de nuevo la punzada de que algo andaba mal lo
incitó a introducirse de lleno.
—Mariané, ¿estás aquí? —llamó sin recibir respuesta, lo que sumado a la
inquietud, le paró el corazón.
Empujó la puerta del baño encontrando la escena más escalofriante.
Turbado y consternado se abalanzó a ella y la movió pronunciando
tembloroso su nombre, no reaccionaba. Mariané tenía los ojos
entreabiertos, el pulso débil y la tez más pálida de lo habitual. El color
había abandonado sus labios rosados y si no actuaba rápido, temía que ella
también lo dejase.
Lo dejó perplejo fijarse en el frasco vacío a un lado de su palma abierta y
laxa. ¿Había tomado sus píldoras para la migraña? Estaba vacío; la miró en
las garras de una posible sobredosis.
Llamó a emergencias, pero el desespero era tal, que decidió cargarla él
mismo, tomando el ascensor y cuando llegó al parking, casualmente Hank
estaba aparcando uno de sus autos como solía, este, además de su chofer,
se encargaba de hacer algunos recados que él mismo, por falta de empo,
no le era posible.
—¡Por Dios! ¿qué le ha pasado? —soltó haciendo rugir el motor. No dejaba
de mirarlos por el espejo retrovisor, perplejo.
Ismaíl apenas podía hilar una palabra, no dejaba de tocarle el rostro, de
hablarle, de mantener viva la esperanza de tenerla consigo. Los ojos se le
cristalizaron y le besó los cabellos acunándola, absorbido por el temor de
perderla. Si le pasaba algo, no podría vivir.
El doctor Evanson y su equipo la atendió de inmediato, tuvo una enfermera
que calmarlo y pedirle que se quedara en la sala de espera.
—Por favor, díganme qué harán todo lo posible por salvarla. —rogó
destruido, sin armaduras —. Si le pasa algo a Mariané, y-yo… me muero.
—Haremos todo lo que esté en nuestras manos, señor Al-Murabarak.
Transcurrieron los minutos infernales, devorándolo. Detestaba el olor a
hospital, el trajín de un lado al otro del personal. Solo al ver a Marc
viniendo a él se puso en pies.
—Dime que todo está bien, Marc —expresó transido. Con la mirada
desorbitada y el cuerpo gélido.
—Ismaíl hemos logrado estabilizar a Mariané, la trajiste justo a empo,
pero…
—¡Maldición! ¿Qué sucede, Evanson?
—Lo siento mucho Ismaíl, no pudimos hacer nada por el bebé, no
sobrevivió.
Ahí es cuando comprendes que lo que pudo haberse arreglado haciendo
las pases, desencadenó en lo inimaginable. Cayó al suelo, llorando, sin
importar quedar al descubierto a la vista de curiosos, destrozado frente al
mundo que lo creía un roble. Se riñó haber olvidado guardar las medicinas,
dejarla sola, dañar su vida, se reclamó un hilo de errores absurdos, tontos
sin poder cambiar nada.
—Ismaíl…
Su voz se escuchaba lejana, la luz se volvió intermitente y en un parpadear
todo se tornó oscuridad absoluta.
17
Mariané permaneció detrás del cristal, en su interior había un invierno
desapacible que le congelaba las entrañas. El frío crudo y despiadado le
calaba el corazón, dejó de ver el panorama otoñal dirigiéndose a pasos
vacilantes y se aovilló en la otomana perdiendo la vista en la flama ardiente
de la chimenea. Los labios le temblaron, sobresaliendo el inferior y se agitó
en el llanto silencioso.
No se inmutó con la llegada de Ismaíl. Lo sin ó inclinarse, no se movió. Él
le acarició el cabello, frotando con dulzura su palma abierta sobre su
espalda trémula.
—Mariané… vamos a la cama.
No respondió. La tomó entre sus brazos; la joven se acurrucó en su pecho,
con nuó sollozando. Hacía siete días que, luego de perder el bebé, no
hablaba, se la pasaba llorando, a duras penas comía.
—Necesito hablar con go, por favor. Sé que soy la úl ma persona con la
que quieres entablar una conversación, pero es urgente lo que tengo que
decirte, florecilla.
La había depositado en su cama, todo el cabello suelto le sur a las
facciones. Sin ó una presión en el pecho, verla exánime y desanimada lo
desquiciaba. La impotencia de no poder hacer nada lo cargaba de
frustración. Tenía un ves do de lana rosado, descalza y lucía tan vulnerable
que le nació el impulso de mecerla en sus brazos, susurrarle que todo
estaría bien, que pronto el dolor sanaría y sus alas rotas se renovarían
permi éndole alzarse en vuelo otra vez.
No haría promesas que no podría cumplir. Tampoco aseguraría un mejor
porvenir siendo él mismo culpable de la calamidad de ahora. Lo que tocaba
terminaba siempre corrompiendo, destrozando, ya lo había hecho una vez.
Solo el empo se encargaría de cerrar la herida.
Apartó de su cara las hebras traviesas y lo miró silenciosa, sentándose con
las rodillas flexionadas. Ismaíl tragó grueso, surcos oscuros le daban ese
aspecto cansino a sus ojos y la delgadez se le empezaba a notar, haciéndole
sobresalir los huesos de la clavícula y otras partes. Le daba miedo que
empeorara.
—No me digas que estás enfadado porque dejé a medias el almuerzo. —
emi ó exasperada, se frotó los ojos y abrazada a sus piernas esperó su
intervención.
—La verdad, me preocupa que te saltes las comidas, que apenas pruebes
bocado. Podrías enfermarte…
—Entonces es eso. —rodó los ojos.
Posó la mano sobre su muslo desnudo, ella permi ó el contacto de su
palma sin intenciones de quitarla.
—Sé que han sido días di ciles, sigo tan abrumado con todo lo que ha
pasado, me afecta tanto como a —la miró con tristeza, sus ojos buscaban
con desafuero sus caramelos idos —. Necesitamos que esto se acabe, y
créeme, no soy capaz de arrancar el problema de raíz si seguimos cerca,
Mariané. Te hice mucho daño y por eso me odio, no imaginas cuánto lo
hago. Y me pregunto qué habría sido si no cruzase los límites, si no me
hubiera vuelto adicto a .
—Yo también me hago la misma pregunta, Ismaíl. Y estoy segura que si no
me hubiese enamorado de , no estaría hecha añicos —pronunció con
amargura. De repente se tapó el rostro afectada y agregó—: Perdóname
por matar a nuestro bebé, me asustó la idea, estaba desesperada y…
—No nos sigamos torturando con algo que es irremediable, también ha
sido mi culpa y evito pensar constantemente en eso. No te voy a men r,
me voy a la cama y despierto deseando devolver el empo o que todo
haya sido una pesadilla —confesó y una lágrima brotó de su ojo derecho
—. Me había ilusionado con la idea de una hija.
—Lo siento.
Se incorporó y caminó al otro extremo baleado por los recuerdos que una
vez más había revivido tras lo ocurrido. ¿Acaso estaba condenado a ser
infeliz, a perder siempre lo que amaba? La historia se repe a, un poco
dis nta, pero dejando los mismos daños colaterales.
—Lo mejor será que nos alejemos. Lo he pensado y, he decidido que en
octubre irás a clases como debió ser desde un principio.
—Seguiré viéndote cuando llegue a casa. No me digas que… —arrugó el
ceño imaginado lo peor, sacando sus propias conclusiones —. ¿Te irás de
casa, me dejarás?
Ismaíl negó volviendo a sentarse a orillas de la enorme cama, le agarró con
dulzura las manos apretándola entre las suyas.
—Mariané en cuanto te hayas recuperado completamente de la cesárea, te
enviaré a un internado —soltó sin anestesia. Se le desfiguró el rostro por la
sorpresa —. Di algo por favor.
Se le hizo un enorme nudo en la garganta. Ya todo estaba claro. Estaba
deshaciéndose de ella, y eso, la rompió aún más.
—Eres un imbécil, Ismaíl. ¡Te odio! —gruñó encogiéndose en su lugar. Las
lágrimas retornaron violentas, dando un desesperado recorrido sobre su
rostro. Él intentó tocarla pero se lo negó de inmediato —. Esto nunca te lo
perdonaré, no, no lo haré…
—Florecilla… es lo mejor para ambos, ya hemos llegado demasiado lejos y
no quiero permi rme volver a incidir.
Volvió a ba r la cabeza oponiéndose a esa decisión. No era la solución, por
supuesto que no. La vista se le puso nublada, llorando convulsa; gruñía
renuente a ceder a la idea. El dolor que la aba a era inconmensurable.
—¡No puedes dejarme, no lo hagas, y-yo te lo suplico!
—Comprende, es lo correcto.
—¡No! —lo apuntó con el dedo, temblorosa —. Me estás dejando y, ¿dices
qué es lo correcto? Debes estar bromeando, Ismaíl. Ah ya en endo, es lo
que siempre has querido ¡dejarme! —añadió acusatoria.
—Por favor, no con núes insinuando algo que no es cierto. Estoy pensando
en tu bienestar, intento enmendar mi error dándote la oportunidad de
tener lo que mereces; estudios, amigos y la vida que cualquier adolescente
querría —explicó tomándole la barbilla, hizo que la soltara. Ismaíl suspiró
profundo. Hacía lo posible por convencerla de que, tomando distancia,
solo así, podrían avanzar y sanar —. Los Ángeles es una ciudad hermosa,
Mariané. Y Rosewood un ins tuto de pres gio.
Mariané se enfadó más y lo acribilló con la mirada. Sabía que en un
internado estaría inherente, clavada siempre ahí, no era lo mismo que ir a
la secundaria y volver a casa al mediodía. Lo que significaba que no
importaba vivir en otra ciudad cuando era consciente de estar interna,
todos los días, en ese tal Rosewood.
—No me interesa la estúpida ciudad de Los Ángeles, tampoco me importa
el ridículo internado y la vida que según tú, todo adolescente se moriría
por tener. ¡Ismaíl no soy uno de ellos! —reclamó imperiosa, con el fuego
de la furia ardiendo por dentro —. En ende que al abandonarme en un
lugar como ese, estás deshonrado la memoria de mi padre. ¡La promesa
que me hiciste!
Debía intentarlo siquiera, jugar con la suerte a ver si esta se ponía a su
favor y lograba hacer cambiarlo de parecer.
—Yo no te estoy dejando a la deriva, ni mucho menos. Y ya le he fallado a
Donato — roneó brusco de su pelo, frustrado —. Tantas veces que me
carcome la culpa. Que no puedo imaginarme tener el perdón de Dios. No
lo merezco, florecilla.
Se quebró, ya no pudo contenerse y abandonó la habitación vagando en la
pesadumbre, andando por ahí, arrastrando con el eminente peso de la
conciencia. Evitaba seguir haciéndole daño, pero tan solo prevenir ya era
un trago amargo, pasar una mala racha. Esa noche se ahogó a raudales de
alcohol, para borrarla, cosa que no logró.
Y el empo avanzó sin curar las heridas, con nuó sin la joven hacerse a la
terrible idea de volar a otra ciudad. No hubo despedida esa tarde de
octubre; el abrazo, el beso en la frente, el úl mo roce de manos o de
labios, quedó remoto. Así lo había querido ella, no despedirse del personal
de limpieza, mucho menos de Ismaíl.
Tan solo cruzaron miradas fugi vas, pero también marchitas, destruidas y
subió al auto con una opresión en el pecho que le impedía respirar. A
través del retrovisor miró al hombre de corbata y peinado elegante
desarmado, fingiendo tener todo bajo control, haciéndose el duro, ese
hermé co ejecu vo con los zafiros aunque perforando, cristalizados.
No había nada en esas piedrecitas rotas, como si el fuego que hubo ahora
ex nto sin dejar siquiera una chispa de esperanza, esa también de volverse
a encontrar que parecía un espejismo del des no; ya todo se había
acabado.
Anduvo sobre la extensión del alfombrado de hojas secas, crujiendo bajo
sus botas, por una zona bastante arboleda, recorriendo con mirada curiosa
los grandes muros que rodeaban la ins tución. El internado tenía cierto
aspecto espectral, pintado de un ocre sus eminentes edificios con grandes
ventanas, lo que inevitablemente, hizo que el ver ginoso escalofrío la
recorriera de pies a cabeza. Mirando cada cierto empo atrás, se le anudó
la tristeza en la garganta, cada paso le apretaba el pecho, haciendo que
respirar doliese y con nuar la marcha casi un acto imposible.
Al fin estudiaría como una persona normal, pero no así…, pasando lo siete
días de la semana detrás de esos altos muros, con el deseo perpetuo de
que llegara el sábado y domingo; lo que significaba que él podría ir a
visitarla.
Esa era la cues ón… ¿Ismaíl iría a verla? Algo le decía que no volvería a
verlo en años. Él tomó la medida drás ca de enviarla lejos, no tenía sen do
pensar ahora en la posibilidad de recibir visitas de su parte.
—En Rosewood no todo es lo que parece, señorita Lombardi.
Ladeó la cabeza, dando un rápido parpadeo. Olvidó por completo la
presencia de la mujer que minutos atrás se había presentado, con un
saludo muy formal, como su profesora de historia: Madeleine Ferguson.
Tenía el pelo lacio oscuro, ojos almendrados que resaltaban sobre su tez
pálida. Era de buen parecido, le calculó más o menos, treinta y tantos años.
No creía que alcanzara los cuarenta, de ser así, entonces que bien se
conservaba.
Se obligó a ensanchar una sonrisa, nerviosa en realidad con la señorita
Ferguson que no dejaba de dedicarle la mirada. Tenía la impresión de que
la pelinegra le hacía una introspección.
—¿Por qué mo vo lo dice? —la voz le emergió vacilante.
—No pareces contenta aquí, quizás no es lo que esperabas. Sí, el internado
es un poco opaco, sombrío pero te aseguro que también es un lugar
acogedor, lo suficiente estricto sin caer en la severidad —explicó dándole
una sonrisa cálida —. Una vez entremos, conocerás tu compañera de
habitación, tengo el presen miento de que se llevarán bien.
—No estaría segura de eso, no se me da bien hacer amistades —se atrevió
a decir y luego quiso morderse la lengua.
—Quizás esta vez sea diferente. —susurró guiñándole un ojo.
No comentó al respecto, estaba segura de que nada sería mejor. Seguía
echándolo de menos, deseando fervorosamente volver a verlo al empo
que no, porque tenerlo cerca siempre traía malos desenlaces. Y pensar que
apenas hacía dos días lo vio por úl ma vez, ni siquiera quiso que la
abrazara, pero en cuanto subió al auto tuvo el impulso de decirle a Hank
que lo detuviera. No lo hizo, se resignó a mirar por el retrovisor como se
alejaba del amor de su vida, dejando atrás lo que consideró su refugio,
además de un corto capítulo de su vida lo suficiente intenso, que la marcó
profundamente.

18
Su compañera de habitación resultó ser una linda castaña de ojos verdes
expresivos. La recibió como si la conociera de toda la vida, efusivamente.
Le mostró el lugar, bastante parlanchina. Mariané sonrió contagiada de su
buena vibra, parecía muy op mista, alegre y diver da. Una combinación
di cil de eludir, Kelly Miller era como una bomba atómica y la joven,
bueno, quizás debía acostumbrarse a ese comportamiento opuesto al suyo,
casi pronoia.
Estudió atenta su lado, al igual que el espacio perteneciente a la castaña,
ahí estaba una cama individual, la mesita de noche con una lámpara
bonita, aunque no tan frágil y hermosa como la flor de loto. También un
armario blanco y cerca de la ventana un escritorio con su silla, encima
yacía una portá l. La habitación contaba con un baño. Observó
retrospec va, un enorme cuadro de la ciudad nocturna de París, sobre la
cabecera de la cama haciendo contraste con el color pastel de la pared.
No olvidaba la cena en Le Ciel de París, las sonrisas y tontas discusiones
antes de que todo explotara. Ba ó la cabeza. Volvió a centrarse en el
minucioso escru nio; todo sobrio, suficiente y cálido.
—¡Al fin tengo una compañera agradable! —chilló saltando emocionada.
Parecía una chiquilla de dos años con una paleta de chocolate. En todo
caso, ella no tenía la misma energía, ni la emoción de estar ahí, la envidió
un poco, lo único que quería era dormirse y olvidar el encierro que apenas
empezaba.
—Quiero descansar, ha sido un viaje largo, estoy agotada.
—Imagino, me permi eron darte el recorrido, una especie de tour para
que conozcas la ins tución, ya será luego. —se encogió de hombros —da
igual, todo por aquí es bastante aburrido. Pero si te gusta admirar la
arquitectura del siglo pasado, lo vas a amar.
—No suena nada interesante. —admi ó me éndose en la cama, sin
importar la ropa que seguía llevando puesta.
—Eso creí. —susurró dejándose caer sobre la colcha. La miró desinflada,
parecía una chica infeliz, lúgubre —. Mariané, ¿no? Parece que no te gusta
estar aquí, ¿te han traído a la fuerza tus padres?
—En realidad no quiero hablar de eso.
—Lo siento, ¿quieres que te ayude a desempacar? —señaló la maleta
cambiando radicalmente de tema.
Odió que se lo recordara, estaba tan exhausta que no tenía ganas de
ordenar sus cosas en ese momento. Por otro lado, sabía que tendría que
levantarse temprano y se pondría de malhumor rebuscando su ropa en la
maleta, a la mañana del lunes. Y seguro tendría que madrugar para ganar
empo pudiendo de esa manera hacer el recorrido con su compañera
nueva. A duras penas puso los pies en el suelo y clavó la vista en la valija.
—Tienes razón, descuida, yo lo haré.
—De acuerdo.
La muchacha, Kelly, empezó a discar en su móvil, posterior a eso se puso
los cascos y empezó a tararear una canción extraña, casi horripilante.
Además de que cantaba desafinada, aturdiendo, casi hizo sangrar sus
oídos. No le importaba, ajena a ello, movía sus hombros al ritmo de la
canción, y lo disfrutaba.
Se movió hasta la maleta y la abrió. Trajo consigo mucha ropa, que junto a
varios uniformes colgados en el armario, acomodó en perchas. Mientras lo
hacía, lágrimas fluyeron en el afán de empapar su rostro. Se las arregló
para no quebrarse y con nuar en la labor. No iba a romperse delante de
una desconocida. Justo debajo de su ves do tanteó algo duro, como un
libro. Sin equivocarse, descubrió una especie de libreta negra con la
iniciales de Ismaíl grabadas en cursivas.
El corazón saltó desbocado y se quedó sin respiración temiendo
encontrarse con algo que le diera un vuelco a su mundo. Con el enigma en
sus manos caminó hasta la cama y sus dedos temblorosos tomaron la
cubierta. Las hojas estaban amarillentas indicándole que aquello tenía sus
años. Al hojear un poco, sin reparar en su contenido, llegó a la parte final
encontrando un sobre, este sobresalía porque a diferencia de las hojas de
la libreta, relucía por su blancura y pudo percibir del papel el perfume de
Ismaíl, como un golpe en seco quitándole el oxígeno.
Miró a Kelly, evitaría a toda costa que se diera cuenta. No se fiaba de ella
todavía, si lo hacía, quizás pondría en riesgo lo que tuvo con su o, su
secreto. La joven no comprendería jamás su amor, la relación que tuvieron,
hasta la vería con malos ojos de solo saber que se enredó con alguien
mayor y como no sabía su verdadera historia, mejor actuaba cauta.
—Supongo que este es el momento en que debo salir y darte tu espacio.
Volveré pronto… —canturreó incómoda.
Mariané parpadeó desprevenida, no se percató cuando la castaña dejó de
escuchar música y ahora se re raba dándole un momento a solas, lo
agradeció, pero sin darle empo a decírselo porque ya había cerrado la
puerta; no perdió el empo, se sentó en posición de indio en la cama y
sacó la carta de aquel sobre blanquecino con el asomo de lágrimas
retenidas al borde de brotar en cascadas y ejecutar el aterrizar.
Para mi florecilla.
Llegaste en un otoño, pero también cuando yo estaba padeciendo el
invierno que todo ser humano experimenta en algún momento de su vida.
Tú no lo sabías, pequeña. Aun sin saberlo hiciste que tu alma calurosa
trajera el verano más cálido.
Por primera vez el vacío fue llenado, la oscuridad esclareció y te volviste la
lógica, mi razón al despertar, el tormento que me llevó a sen r el vér go de
la caída, disfrutando el descenso porque sabía que el impacto podría ser
letal.
Por valió la pena.
No es menester recordar el golpe final.
Ahora que estás a punto de par r, ahora que te llevarás todas las
estaciones, ya no siento nada. Se me ha clavado en el corazón una estaca
que no deja de doler y de presionar mi pecho dejándome sin aliento. El
álgido retorna feroz, porque no me puedo hacer a la idea de que el día de
mañana no estaré mirándote a los ojos, que no escucharé tu melódica voz
o tu risa junto al candor que te he robado.
Mariané, hay tantas cosas que me hubiera gustado contarte, pero soy un
cobarde, que no nunca tuvo el valor de decir las cosas frente a eso que me
vuelve vulnerable y, tú derrumbas todos mis muros. Supongo que también
temía el rechazo.
Perdóname florecilla por quitarte el brillo, la frescura, pero también por
alejarte de mí; sé que al final comprenderás y cuando de nuevo seas esa
flor inmarcesible, que brille con luz propia, sabrás que tomé la mejor
decisión.
Me quedaré con los buenos momentos que nos volvieron únicos; con la
primera mirada que me dedicaste, con el primer roce de manos, el beso
que inició esta dulce locura y me quedo también con la ilusión rota de un
día haber enlazado mi vida a la tuya.
Todo lo que necesitas saber está en la libreta, la tengo desde los dieciséis y
decidí dártela para que ya no existan secretos entre nosotros. Léela,
Mariané, ya tú podrás sacar tus propias conclusiones y yo podré quitarme
un peso de encima.
No olvides que te quiero, que te extrañaré mucho y que aun pasado los
años puedes contar conmigo.
Con cariño, Ismaíl Al-Murabarak.
Antes del alba no la despertó la alarma, lo hizo su compañera, la zarandeó
diciéndole que ya era empo de levantarse. Gruñó haciendo reclamos
medio adormilada. Tenía los ojos hinchados, las facciones enrojecidas y
buscó urgida una excusa creíble ante la mirada curiosa de Kelly.
—No voy a preguntar al respecto, pero si algún día quieres hablarlo, te
escucharé.
Le recordó a Brenda.
Asin ó apretando con fuerza los párpados. Y se alistó con la carta me da
en la cabeza. Incluso haciendo el tour, que por cierto se volvió larguísimo,
las palabras de Ismaíl seguían repercu endo, abriendo heridas, trayendo
nostalgia. La admisión de un pasado sombrío había despertado la
curiosidad por esa libreta que prome ó leer en cuanto cayera la noche de
ese lunes, ahora debía centrarse en su primer día de clases.
El ambiente distendido lo agobió. Abrió con desgarbo la carta de bebidas y
se decantó por un coñac. El barman amablemente acató la orden y se
re ró, volvió dejando el pedido sobre la barra. Ismaíl le agradeció y se
dedicó a beber abstraído en el ayer. Ni con todo el alcohol del mundo en su
sistema, podría olvidarla. Todo apuntaba a que, así hiciera un gran esfuerzo
sobrehumano, sería en vano el intento.
No pasó por alto la coquetería femenina a pocos metros de él. Era una
morena exuberante, apretada en ese ves do celeste que no dejaba nada a
la imaginación y altos tacones de agujas. Su cabello oscuro desprolijo le
hacía ver rebelde; lo miraba mostrando una seductora sonrisa, atrayendo
su atención, pero no le apetecía enredarse en la piernas de cualquier
mujer, de modo que optó por ignorarla y canceló la cuenta de inmediato. El
joven que servía detrás de la barra se percató de la escena.
Era tácito el deseo de aquella mujer que le hizo señas a un mesero del bar,
dándole el recado de darle una servilleta con su número telefónico y la
invitación atrevida de un fur vo encuentro, sin complicaciones, ataduras o
seriedad.
—Señor, la dama de aquella mesa le manda esto.
Se había sorprendido cuando el hombre le habló. Exhaló profundo
recibiendo el papel con cierto recelo. Dedujo las intenciones de la fémina
desesperada, en busca de una noche de sexo, no pasaban desapercibidas.
La desdobló ante el mesero que parecía interesado en el asunto, lo que no
le concernía, pero Ismaíl no le decía nada.
Seguido de su número había escrito: Hola guapo, si quieres podemos
vernos en un lugar más ín mo. Por cierto, soy Katherine.
—¿Quiere que le diga algo? —preguntó el mesero a su lado, claramente
intrigado.
—Sí, dile que agradezco su oferta, sin embargo, no estoy interesado.
Y arrugó la servilleta entre sus manos, entonces se dispuso a abandonar el
lugar, indiferente a la reacción de la tal Katherine, ofendida por el rechazo.
Una vez afuera, respiró hondo, su auto estaba aparcado a orillas de la calle.
Así que abordó haciendo rugir el motor en un san amén. Durante el
trayecto inundado de luces, tráfico y cláxones sonando de un lado al otro,
estuvo sumido en el ahora vacío, que dejó su par da. Sus días transcurrían
lentos, grises, con el constante deseo de poder calcinar los sen mientos
hacia ella.
Apretó los dientes, furioso, y cuando el semáforo cambió a rojo arreme ó
contra el volante, despidiendo la mezcla de sen mientos implacables,
confusos y lacerantes que bullían en su interior. Aún con la luz pasando a
verde se quedó atascado en medio de todo, llorando a mares. Retomó la
conducción nublado, le temblaba el cuerpo y las manos, obligado a
detenerse antes de su des no. La calma lo embargó en cues ón de
minutos, mas al llegar a su piso, regresó la tormenta embravecida. Él, un
náufrago más, ahogándose en el silencio y la agonía, en las aguas de la
melancolía. Rehén de la soledad asfixiante recurrió a medianoche a su
desolada habitación.
Ismaíl preso de un llanto descomunal, se dejó tumbar en la cama de su
amada. Urgido por sen r su aroma, la vainilla eterna de su rojizo, con
palpar el halo de su esencia impregnada en aquellas sábanas rosadas.
Jamás sin ó un destrozo tan grande, que moría por la ausencia de alguien.
Tal vez no lo recordaba, pero estaba seguro que no fue así de intenso.
Pasó largo rato tendido, quejándose por la imposibilidad que siempre se
interpuso entre ellos. Pensó que era estúpido echarse a llorar, comportarse
como un niño débil, porque claramente ya no lo era. De modo que rabioso,
se incorporó y entonces se fijó en el brazalete de Mariané. Lo había dejado
al lado de una nota y apenas se daba cuenta. Frunció el ceño, ¿lo habría
visto Brenda, de ser así, por qué no le dijo al respecto?
Curioso, inspeccionó la nota y antes de ver lo que escribió, aspiró sobre el
papel embargado de una tranquilidad pasajera. Sonrió al ver su hermosa
caligra a, a lápiz, con la que definió lo que fue de ellos, en tres palabras,
eso bastó para traer de vuelta la amargura, la presión en el pecho y la
necesidad de tenerla enfrente.
“Siempre te amaré”.
No supo si quedarse con la resignación, al fin y al cabo el empo pasaría y
lo que hoy sen a podría volverse nulo a futuro, insignificante; o aferrarse al
te amo que daba entre los recuerdos carbonizados una pequeña llama
chispeando.

19
Estudió el horario adjunto a la cubierta interna de su cuaderno. Mañana
martes, tenía clases de historia, biología y sica. En defini va, el día más
aborrecido, los números se le daban fatal y la historia del universo…, todo
eso. Con fas dio arrastró los pies hasta el escritorio pulido y guardó sus
cosas, posteriormente tomó una ducha antes del regreso de Kelly, según
dijo la castaña saliendo de matemá cas, tomaría clases extracurriculares
de música. Resultó extraño y un poco irónico también que la chica
desafinada pudiera decantarse por esa rama, ¿cómo podía gustarle algo
que no hacía bien? Incluso dudaba que pudiera deleitar a un público como
la hacía Marlene o Andrea, las chicas dos años mayor que ella, una tocaba
el piano y la otra el violín, durante los recesos en el cafe n.
Ese día pudo ser tes go de ello.
Se dio una cachetada mental secundando que Kelly también podría tocar
algún instrumento musical y no se lo había dicho. Tendría que
preguntárselo en cuanto la viera. Mariané ya no le dio más vueltas al tema,
pero le hubiera gustado seguir indagando sobre el asunto en vez de
resbalarse por el sendero de los recuerdos. Bajo la ducha fue inevitable
descender la mirada a la cicatriz debajo de su vientre. La rozó con la punta
de sus dedos, el dolor había pasado, pero le recordó sus alaridos de ese
día. Y la pesadilla se reprodujo en su cabeza, como la cinta de una película
de terror.
La luz fluorescente impactó con violencia sus ojos, el olor a medicinas
invadió sus fosas nasales y la debilidad dejaba su cuerpo entumecido, todo
indicaba que, había despertado de la inconsciencia. Estudió la habitación
de hospital, blanca y fría. Había un monitor a su lado marcando su ritmo
cardíaco. Todo le daba vueltas, intentó moverse y no pudo, hablar pero de
sus labios brotó un balbuceo inaudible. Sen a intenso dolor en su parte
baja, como una bes a acribillando bajo la capas de su piel, dolía terrible.
Algunas lágrimas brincaron sobre sus mejillas, apretó las sábanas con la
mano que tenía la vía intravenosa.
Estaba al tanto de lo que ocurría, de lo que desencadenó la pésima decisión
de intentar suicidarse. Pero seguía respirando, lamentablemente, no había
podido quitarse la vida. Sus ojos buscaron con desespero la aparición de
Marc, venía leyendo algo de esas hojas.
—Mariané, ¿cómo te sientes?
Mal, el dolor que la agazapaba en decibeles, no tenía comparación. Negó
con un movimiento ligero.
—Puedes responderme con un sí o un no. —le dijo, cariñoso —. El dolor que
ahora sientes se debe a la incisión de la cesárea, lo siento. Pudimos salvarte
a , pero no a la bebé.
No lloró, su expresión se había congelado, movió la cabeza a un lado,
cortando el contacto visual con el doctor. Apenas una lágrima hizo su
travesía, no creyó que luego de lograr su obje vo se sen ría así, quizás
porque lo alcanzó a medias, se supone que ella tampoco debía exis r. En
todo caso, el remordimiento de conciencia la aplastó. Evanson empezó a
explicarle el porqué, pero lo dejó de escuchar, solo veía como sus labios se
movían sin parar.
—Si necesitas ayuda… un terapeuta te servirá, Mariané. No es fácil superar
la perdida de un hijo.
—Pero todo ha sido mi culpa. —escupió tragando grueso.
—Errar es de humanos. Nadie te va a juzgar si es lo que temes, Mariané. A
veces perdemos el control y entonces ocurre la locura —estudió la hoja y
regresó a mirarla —. Podré darte el alta mañana a la tarde. Ah, Ismaíl
quiere verte, ¿le permito pasar?
—No.
—¿Es lo que quieres?
—N-no. —insis ó quebrándose.
—Le diré que puede entrar. —avisó desapareciendo de su vista.
Permaneció callada; cuando Ismaíl entró y lo miró a ese par de zafiros
inundados, ya no soportó el estupor y acabó soltando el llanto. Nada más
la abrazó, el alma maltrecha se le encogió y no quiso que la soltara.
—Lo siento, lo siento tanto Ismaíl.
—Quédate tranquila, podremos salir adelante. Ahora, debes recuperarte.
—Es q-que… soy una asesina, maté a nuestro bebé.
El hombre pasó con dificultad saliva. La culpa habitaba en ambos, pero,
pretendiendo amainar el terrible sen miento se repe a constantemente
que lo irreversible, no pudo ser provocado adrede. Siendo la verdad
opuesta a la idea sostenida en su cabeza, a pesar de que el doctor Evanson,
ya le había explicado con detalles lo ocurrido. Aunque Mariané lo admi a,
sin embargo, le nacía la imperiosa necesidad de protegerla, no quería que
la historia se repi era al pie de la letra, como pasó con Ruby.
—Fue un accidente…
—No es así, intenté quitarme la vida, sin importar quitársela a ella
también.
No paraba de rezumar lágrimas, culpa, el desmedido plañir fus gando su
interior. Se odiaba a sí misma por arrebatarle la vida a un inocente.
—Aun así, no te culpes por ello.
Le besó la frente, Mariané suspiró sonoramente y se quedó dormida con un
poco de esfuerzo.
Los dedos de las manos se le pusieron arrugados, cerró el grifo y de
inmediato tomó la toalla con la que se cubrió camino a la habitación. Dio
un respingo, Kelly estaba quitándose los zapatos; la saludó agitando la
mano y se encaminó mida hacia el armario.
—¿Alguna vez te has enamorado a primera vista? —inquirió, la pregunta
surgió repen na.
La aludida parpadeó arrugando el ceño, plagada de confusión. No es que
no hubiera entendido la pregunta, lo que sucede es que la inquisición
ocurría fuera de lugar y le removió la herida fresca que no sanaba aún.
—Y-yo…
La castaña chilló emocionada, no la dejó con nuar. —Es un chico, Sean
Santorini, ojos celestes, sonrisa de dios griego… —largó un suspiro
parpadeando coqueta. La pelirroja se le quedó mirando, sin palabras —. Ha
sido un flechazo directo, ahora no puedo dejar de pensar en ese apuesto
italiano, ¿crees que pueda fijarse en mí?
Para nada era experta en esos temas. Mariané se balanceó sobre sus pies,
nerviosa, no sabía que decir al respecto. Tal vez admi r que no tenía
ningún consejo, porque aunque estuvo en una relación, no había similitud
con el caso de Kelly y el joven guapo. Sin embargo decidió objetar algunos
puntos importantes.
—Bueno, ¿cuántos años ene… Sean?
—No lo sé, ha venido de invitado a la clase de música, la profesora le pidió
que tocara el piano. No te imaginas como ha interpretado una pieza de…
—hizo un ademán restándole importancia —. Da igual lo que tocó, pero
fue magistral.
—¿La pieza o él?
Se sonrojó hasta la médula, intentó esconderlo tapándose el rostro
milisegundos. La pelirroja esbozó una media sonrisa. La observaba con
detenimiento y los ojos de Kelly lucían vivaces, llenos de esa magia
ineludible de un alma enamorada. Se sen a ajena a eso, que no pertenecía
a ese entorno aunque siquiera lo había vivido, no de la manera correcta.
Ella jamás podría fijarse en alguien que no fuera como Ismaíl o mejor que
él, cosa que realmente dudaba. Lo de ellos nunca fue amor a primera vista,
se anidó desde siempre en los dos pero con el empo se incrementó hasta
que no hubo marcha atrás.
—¿Y si está en la universidad? —secundó preocupando a la castaña.
—Imagínate, está fuera de mi alcance, no puedo sostener una relación con
un chico mayor que yo. —puso una cara de terror —. Pero… por todos los
Sean así de atrac vos hasta me decanto por el peligro.
Mariané abrió los ojos como platos. De alguna manera, la peor, las
consecuencias resultaban fa dicas si se tomaba el riesgo. No iba a permi r
que Kelly se lanzara al vacío. Es que llevaba un día conociéndola y ya le
tenía cariño.
—No lo pienses tanto, es mayor y casi siempre es mejor mantenerse al
margen de chicos así, porque p-podría aprovecharse de y tal vez… —jugó
con sus manos en la busca exhaus va de palabras idóneas —. ¿Te ha
prestado atención, siquiera una mirada?
—No.
—¡Ahí está el punto! Eres hermosa, pero eso no asegura que se fijará en .
Y supongamos que suceda, ¡bien! sin embargo puede que llegue a oídos de
tus padres y todo acabe en embrollos y todo eso por la cues ón de tu edad
y la suya, que de seguro, debe ser mayor. —recalcó una vez más.
Los ojos se salieron de sus cuencas.
—Si conocieras a mis padres, son tan estrechos, de mentes cerradas y
chapados a la an gua. —puso los ojos en blanco fingiendo un escalofrío —
Y hablas como si te hubiera pasado, ¿has tenido novio, Mariané? —
formuló curiosa en demasía.
Nerviosa, pasó saliva con dificultad y desvió la mirada aclarándose la
garganta.
—No, ¿por qué crees eso?
—Yo solo preguntaba —se encogió de hombros, con desparpajo —.
Tampoco he tenido una relación, ya sabes, soy un ángel de papi y mami.
Pero debo confesar que a los trece di mi primer beso. Fue asqueroso.
La develación se le hizo diver da hasta que, borró la sonrisa al evocar el
primer beso que le dio Ismaíl, había sido intenso, arrebatador y el acto
antecesor de su primer encuentro… ín mo. Nada que ver con algo
desagradable, pero sí que lo fueron las consecuencias por un pecado
delicioso, se atrevía a pensar recordando cada momento unívoco, que vivió
en sus brazos.
—Vístete tranquila, me ducharé hasta ponerme como pasa arrugada. —
expresó largando una estrepitosa carcajada.
—Espera… —la castaña se detuvo mirándola con el ceño fruncido—. ¿Tocas
algún instrumento? No quiero sonar grosera pero ayer te escuché tararear
y lo haces terrible.
—Toco el piano, al menos eso intento —admi ó relajada y añadió con
diversión—: Prometo no perturbar tus días con esta horrenda voz, gracias
por ser sincera, pelirroja perfecta.
—¿Disculpa? Yo no soy perfecta, Kelly. —refutó tomándose aquello como
una ofensa.
—Por supuesto que sí —hizo un puchero erno —. Eres como una
muñequita linda de enormes ojos, en realidad no veo muchas pelirrojas
por aquí en el internado. Acéptalo de una vez, pareces obra de los mismos
dioses, perfecta.
Entonces se me ó en el baño sin darle empo a réplicas. La joven bufó en
desacuerdo, la imperfección le brotaba hasta por los poros. Era tan
imperfecta que por pura suerte seguía respirando. No creería eso de ella si
conociera su pasado, cosa que no le contaría jamás.
Se puso algo decente del armario, secó un poco su cabello y buscó la
libreta que guardó en uno de los cajones del escritorio. No estaba segura si
era empo de enterarse de un pasado oscuro. Trepidó temiendo el regreso
de su compañera, de modo que se mantuvo alerta.
“Ismaíl”.
Era todo lo que decía en la portada interior. La palabra alineada en el
centro de la hoja, le resultó tan solitaria como el dueño de aquella
caligra a perfecta. Con la punta del dedo índice pasó a la siguiente página
encontrando entre el tumulto de letras algunas palabras tachadas encima.
Decidió empezar con la rigurosa lectura, y se extravió entre los párrafos
que contenían verdades y confesiones dejando al desnudo a ese Ismaíl que
nunca llegó a conocer.

20
Pasé de ser otro niño del orfanato Wilstermann a ocupar la silla vacía en la
mesa de los Lombardi. No me siento a gusto aquí, todo dista tanto de lo
que conozco. Ya no soy el niño de siete años, hace días he cumplido los
dieciséis y sigo sin acostumbrarme. Parece que no he nacido para dar
recíprocamente o devolver el amor que ellos me dan, quizás sea egoísta y
una admisión malagradecida de mi parte, pero confieso que he tenido
mejores momentos en la soledad que con la compañía de tres personas.
Uno de ellos es Donato, mi “hermanastro”, cada vez que estamos en la
mesa me mira mordaz, me odia desde que llegué, me considera el intruso
al que aborrece por robar la atención de sus padres. Por eso hace de mi
vida un infierno eterno.
Como si realmente me importara ser el centro de atención.
Lía, admito que ha sido buena conmigo, al igual que Adriano, pero no me
comprenden como quisiera.
Ayer Donato ha llegado a casa pasado de copas, lo peor es que se ha
me do a mi habitación y enroscó sus manos alrededor de mi cuello,
intentaba asfixiarme. Forcejeé al despertar de manera abrupta, él maldijo
sin parar, sus gritos de cólera le hacía marcar las venas del cuello; me puse
sobre él y perdí el control, la golpiza pudo haber sido peor de no ser por la
intervención de Adriano, su padre. Luego llegó Lía examinando la escena
con el horror en su expresión.
Mientras Adriano hacía entrar en razón a su hijo, ella se acercó a mi
intentando ver mi labio inferior roto y mis otras heridas en las zonas que
Donato me había asestado un golpe, no se lo permi . Aseguré que debía
tomar aire, salir de aquella casa lo antes posible.
Corrí tanto que mis pulmones ardieron, el viento soplaba sobre mí
revolviendo la pes lencia de la sangre seca en mi ropa, la adrenalina
cruzaba mi torrente sanguíneo, era furia y más ira contenida, tuve que
parar recuperando el aliento de la carrera cerca de un herbaje seco, poco
transitado. Aquel debía ser un si o peligroso, adónde siquiera la luna daba
luz.
Si me quedaba estaría corriendo el riesgo de que algún indigente o
maleante me encontrara, algún loco suelto por ahí que pudiera hacerme
daño.
Pasé la noche en casa de un compañero de secundaria.
Paró de leer, reparando en que algunas hojas próximas fueron arrancadas.
Delineó con sus dedos lo que quedó de páginas rasgadas. Incrédula, así se
sen a luego de enterarse que su padre fuera ese hombre agresivo y celoso.
No se hubiera imaginado tal magnitud de lo que fueron las peleas entre
ellos. Y le llamó la atención que Ismaíl no se refiriera a Lía y Adriano, sus
abuelos, como sus padres.
Parece que nunca le alegró ser parte de una familia. Por eso Ismaíl era así,
ermitaño, demostrando en cada faceta el egoísmo que habitaba en él, un
repelente para humanos. Llegó a la dolorosa conclusión de que hizo lo
mismo con ella, alejándola también. Un poco tenía que ver las
circunstancias que pasaron, todo el revuelo desastroso que vivieron, pero
la distancia siempre la puso él.
Llevaba dos días ahí, sin embargo no recibía la primera llamada de Ismaíl
todavía.
De pronto se sin ó abrumada, suspendida en lo que había leído; apenas
era el comienzo, sopesó exhalando. Kelly volvió con una toalla en la cabeza
en forma de turbante y con disimulo se las apañó ocultando la libreta bajo
la almohada.
Luego retomaría la lectura.
—¿Vendrás conmigo a comer? Ya servirán la cena —le recordó y sin un
ves gio de vergüenza empezó a ves rse delante de ella.
—S-sí, de acuerdo.
Llegó el invierno, el implacable frío de diciembre. Ismaíl estaba entrando
en calor frente a la chimenea, bebía un taza de chocolate humeante que
tras la insistencia de Brenda, no le quedó alterna va que tomárselo. No era
de los que solían calentarse con ese po de bebidas, le hubiera encantado
tomarse varias copas de vino, el mejor que tenía en el mini bar, pero ella
tenía razón; a veces, era mejor algo calen to y dulce.
Úl mamente la docilidad, algo a pico en él, lo estaba dominando. No sabía
si Brenda, Rabab, incluso Marina, le daban excesiva atención al punto de
sen rse como un crío, recibiendo el afecto o solo era las ma. Como si
fuera alguna cosa baldía.
—Señor Al-Murabarak, ha dejado su móvil en el comedor, no deja de sonar
—informó la irreverente Marina dándole el aparato.
—Gracias.
La llamada pertenecía a un remitente desconocido. Hundió el ceño
extraviado en la pantalla trepidante, de todas maneras decidió descolgar
deslizando el dedo en su móvil. Era su hermana, avisándole que recién
llegaron al aeropuerto principal de la ciudad. Le explicó que fuera por ellos,
ya que se olvidó de su dirección. La idea de saber que pronto llegaría su
padre con Darelle, le retorcía el estómago de puro nervios. Le habló
confirmando que enviaría a Hank por ambos, camuflando la sorpresa en el
forzado tono sosegado de su voz.
No dejó de mirar el rolex en su muñeca, el c tac lo desquició. Debía
admi r todo, contarles la verdad y acabar de una vez por todas
derrumbando la men ra.
—¿Preparo dos habitaciones de huésped, señor?
Clavó la vista en la mujer, ido en el cruce de pensamientos angus osos,
presagiando otra inevitable explosión, porque no seguiría sosteniendo una
falacia enorme, no con nuaría haciendo eso.
—Brenda, qué debo hacer…
Al principio la aludida se quedó callada, procesando el hecho de que su
jefe, por primera vez, pedía su opinión, casi rogándole que lo ayudara.
—Yo…, yo creo que debería decir la verdad, créame, se quitará un peso de
encima.
—La sinceridad también trae consecuencias.
—No, admi r o asumir los errores y faltas lo hace mejor persona, señor Al-
Murabarak. —refutó con cariño, una deliberación que lo hizo recapacitar.
Pero Ismaíl se preocupaba aún por cómo iban a reaccionar los dos una vez
expusiera la compleja realidad.
—Decepcionaré a mi padre, y Darelle… ella me creerá un monstruo —soltó
frotándose la sien, cierta moles a enlazada al agobio pululando en su
sistema, lo tenía entre la espada y la pared. Dejó la taza en la mesa de
centro y se plantó frente a ella observándola a sus ojos miel, vagando en la
desesperación —. También es lo que tú y el resto piensa de mí, ¿no es así?
—Nunca, Ismaíl —lo tuteó como pocas veces lo hacía —. Eres un hombre
bueno, lo que sucedió con la niña Mariané no te hace un extraterrestre o
algo similar. En mi opinión, no hiciste correctamente las cosas, todo se salió
de control, se dejaron llevar…, pero sé que la quieres y nunca quisiste
hacerle daño.
—Pero lo hice y nunca me lo perdonaré, ese día pude haberla perdido,
ahora mismo yo podría estar en la cárcel.
—No está pasando eso —le recordó y él asin ó con la cabeza —. Debería
centrarse en el ahora y evitar que el pasado lo siga mar rizando.
Aprovechando la oportunidad, le voy a dar un consejo, vaya a ver a
Mariané, al menos una vez al mes, quizás llamarla de vez en cuando. No
olvide que a pesar de todo, usted es lo único que ella ene en la vida. Al
menos piénselo, Ismaíl.
—Lo haré —susurró razonando en sus palabras —. Por favor, dile a Rabab
que haga la comida favorita de mi padre. Iré a cambiarme.
Sin más, se re ró. Brenda se encaminó a la cocina adonde estaba la aludida
y le avisó lo que dijo Ismaíl. Al rato llegó Marina explicando que había
terminado de hacer su trabajo.
—Ayúdame a preparar dos habitaciones, al parecer Darelle y el padre de
Ismaíl no tardan en llegar.
—¿Qué? —abrió desmesuradamente los ojos —. ¿Darelle y Mohammed
vienen? No puede ser en serio.
—Deja de hacer tantas preguntas y apresúrate a hacer tu trabajo —señaló
Rabab cortando el parloteo de la rubia.
Cual niñita le sacó la lengua sin que la viera y junto a Brenda par ó de ahí a
la segunda planta. No iba a men r que le paseaba por toda la piel cierto
escalofrío, el progenitor de su jefe era algo in midante.
La familia de Ismaíl llegó al mediodía. El recibimiento resultó caluroso, y no
se prolongó más, pues Brenda intervino saludando y luego dirigió a ambos
a sus respec vas habitaciones. Posterior a eso, aunque preferían descansar
después de un largo viaje, aceptaron el almuerzo.
Su hermana parecía más adulta, no una jovencita de apenas vein uno. Sus
gigantescos ojos, pero preciosos, eran grisáceos y con ese perfecto
delineado que solía hacerse los volvía hipnó cos en cada parpadear, tenía
el cabello oscuro y liso, la piel bronceada. La definía: sin filtros y curiosa.
—¿Dónde está la linda Mariané? Ya quiero conocerla. —comentó Darelle
ocupando su lugar en la mesa del comedor, la discreción o prudencia no
era su fuerte, sino su mayor defecto —. ¿Ha salido?
Solo estaban los tres. Mohammed miró a su hijo detectando cierto
nerviosismo en él. Algo lo estaba atormentando, podía verlo en su
profunda mirada. La muchacha volvió a inquirir lo mismo, insis endo,
tampoco obtuvo respuesta.
—¿Qué está sucediendo, Ismaíl? —formuló su padre con un tono
comprensivo, flexible.
—Tal vez deberíamos comer, ya luego pla camos al respecto —susurró
incómodo.
Comieron compar endo miradas cómplices padre e hija. Se percataron de
lo absorto que estaba Ismaíl, apenas llevaba bocado a su boca. Incluso dejó
a medias su plato de Humus.
Decidió hablar con ellos en el living. Pidió a Marina que les trajera Gahwa.
Darelle hubiera preferido Karah chai, su té favorito, sin embargo se
conformó con el café, tenía mucha curiosidad de enterarse de lo que
ocurría. Tras la despedida de la americana suspiró profundo, preparándose
para soltarlo todo.
—Lo que te voy a decir puede afectar nuestra relación —advir ó
recargando los codos sobre cada una de sus rodillas, así sostuvo entre las
manos su cabeza. Le costaba mantener el contacto visual temiendo lo que
se avecinaba —. Cuando me enteré de que Donato me había dejado la
custodia de Mariané, y-yo me negué al principio, tenía miedo de no
hacerlo bien, de lo que iba a pasar a par r de ese momento en el que
tendría que cuidar de alguien más.
—Lo sé, hablaste conmigo, te dije que tomaras la decisión correcta. Y así
hiciste, Ismaíl.
Se levantó, inhaló y exhaló. Se le pusieron cristalizados los ojos, tornando
su campo borroso. Podía sen r el desafuero con el que su agitado corazón
la a.
—Nos estás asustando, hermano. —admi ó la joven echándole un vistazo
intenso —. Habla por favor, dinos que está sucediendo.
—Darelle, basta. Dejemos que Ismaíl
Se tome su empo. —la regañó.
—Lo siento.
El hombre caminó en círculos y apretó los párpados; no importaba si
quería a la joven, de una forma tan absurda y famélica, que casi pudo ser
enfermiza, ya no había nada que posponer o retrasar si al final la luz
triunfaba siempre sobre la oscuridad y la falacia era tan sombría como
perturbadora.
—No imaginé que todo se volviera un desastre y no creí que ella pudiera
gustarme de esa manera…

21
—Pasó el empo y lo inevitable surgió. Me sen un monstruo deseándola
en silencio, de pensarla sin pudor —enterró la cara en sus manos,
avergonzado —. Me esforcé por hacer bien el rol de o, lo juro. Pero a
medida que fue creciendo todo se torció, acercarme a ella significó una
tortura. La quería tanto, pero no de la manera correcta, de modo que
decidí tomar distancia pretendiendo mi gar los malos pensamientos. Dejé
de acompañarla durante las comidas, de entablar hasta la más tonta
conversación con Mariané, incluso una vez cancelé las vacaciones de
verano, creí que solo así evitaría hacer una locura. No sirvió de nada la
evasión que según yo, ex nguiría la intensidad de esa peligrosa atracción.
Porque todo se fue por la borda cuando la encontré curioseando en mi
habitación y me acosté con ella.
Con pesar volvió a sentarse y temeroso inspeccionó el rostro de los dos, la
consternación cruzaba las facciones de su hermana, mientras que su padre
parecía inexpresivo. La fatalidad atravesaba su torrente sanguíneo con un
afán imparable, el mullido silencio que se tendía en el ambiente lo frustró
aún más, si eso era posible. Se puso en pies y caminó frotándose la sien.
—Debes estar bromeando, ¡por Alá! —exclamó con los ojos fuera de orbes,
perpleja —. Solo ene catorce años, ¿acaso eres un pedófilo? Eres
repugnante Ismaíl, no puedo creer que fueras capaz de hacerle eso a una
pequeña—escupió turbada.
Había sido la primera en emi r una opinión, en contra, desaprobando
aquel desa no con el ma z de horror en la voz. No le sorprendía en
absoluto la discrepancia respecto a sus actos de pedofilia.
Ese era el término que lo ataba a todo eso que lo arrojó al abismo,
indiferente al impacto.
Se sin ó sucio, asqueroso y el ser más repudiable sobre la faz de la erra.
Siquiera las palabras más bonitas, con las que se atrevió en un lejano
instante definir la relación a escondidas, podría traslapar lo sórdido y
detestable que fueron los actos en realidad.
—Darelle es suficiente, no seas insensible con tu hermano. —la regañó su
padre.
Le pareció injusto que intentara defenderlo de lo que se merecía escuchar;
en eso se había transformando y ella tenía razón de peso, Ismaíl estaba
consciente de que su hermana tenía el derecho moral de soltarle en sus
narices cuan maldito infeliz se volvió, un bastardo que condenó a esa
pequeña pelirroja que nunca protegió, como debía. Distando de ser su
base, el refugio seguro, a perderla, corromperla y luego de ajar su
inocencia, soltarla en medio del vuelo a sabiendas que no estaba lista para
volar, que solo así lograría dejarla herida y marchita.
—Pero papá…
—Ya me has escuchado, obedece.
—Darelle ene razón, papá ¿en qué momento me conver en un idiota, un
monstruo? —rugió dejando salir las primeras lágrimas. Le faltaba contarle
el nudo o desenlace de la terrible historia y la úl ma estocada, el golpe
final que causó destrozos, que ahora le apretaba el pecho impidiéndole el
habla con fluidez —. No terminó ahí, no pasó una sola vez. Los encuentros
fur vos se repi eron y me decía constantemente que sería la úl ma vez.
Le ocultamos a todos nuestra relación, men mos pretendiendo que nunca
se sabría la verdad, o sí, pero nos engañamos a sí mismos. Hasta que todo
se salió de control y la embaracé. La no cia nos cayó como un balde de
agua fría, un embarazo a su edad podía ser riesgoso. Temí lo peor, padre…
—No puedo creerlo —susurró por lo bajo la pelinegra, decepcionada y
cubriendo su boca por la declaración.
Mohammed la escuchó y le reprochó la intervención con una mirada
aniquilante, pero no le dijo nada. Ismaíl se secó los ojos tomándose un
respiro antes de con nuar.
—Al principio no lo tomó bien, no quería ser mamá y yo lo entendía, me
sen a un imbécil al verla en el letargo, exhausta, con la tristeza en su
precioso rostro. No se merecía eso y no me lo perdonaré jamás.
—¿Qué sucedió después Ismaíl? —inquirió comprensivo —. No me digas
que se terminó decidiendo por el aborto.
—No, todo marchaba bien y pusimos al personal de aquí al corriente de lo
que pasaba. Por otro lado, Mariané y yo resolvimos estar juntos en el
proceso, a pesar de todo nos hacía mucha ilusión un bebé, ya no aterraba
tanto —confesó perturbado, evocar dolorosamente la ní da escena en su
cabeza lo apresaba a rabiar —. Pero éramos tan opuestos, tan diferentes
que llegar a compaginar resultaba algo imposible. Las discusiones, casi
siempre por una tontería, se volvía una explosión segura. Nos hacía daño
seguir así, un día todo se derrumbó y recrudeció esa mañana en la que
encontré a Mariané inconsciente en el baño. Se había tomado un frasco
entero de mis pas llas para la migraña, lo que desafortunadamente le
provocó una sobredosis y aunque ella salió ilesa del incidente, nuestro
bebé no corrió la misma suerte. Fue como volver a revivir en carne viva lo
que pasó con Ruby y aún sigo sin endo el ardor de los daños colaterales.
—Es una verdadera tragedia, ¿qué pasó con Mariané?
—En cuanto se recuperó, la envié a Rosewood, un internado de Los
Ángeles. Está mejor sin mí; tomé la decisión correcta, queriendo enmendar
mi error. Pero la culpa me sigue carcomiendo —añadió con la pesadumbre
recorriendo con ímpetu su interior —. No quise dañarla, jamás fue mi
intención enamorarme de Mariané, amarla con locura. Puedes juzgarme,
insultarme, me lo merezco.
—No haré eso, Ismaíl. Te has equivocado, sí, pero no soy quien para
enjuiciarte. —expresó palmeando su hombro, luego agregó con firmeza —.
Procura que esto no llegue a oídos de la prensa, sería un terrible escándalo
y no nos conviene a ninguno.
—Lo sé.
—Mariané no merece estar en un internado sola. En vez de anteponer sus
intereses deberías pensar en ella y su salud emocional, hermanito —
enfa zó molesta.
—No te metas, Darelle. Déjanos solos por favor. —dictaminó Mohammed
serio.
De mala gana acató, no estaría de acuerdo jamás con sus decisiones
egoístas; ocupó su habitación, escép ca, quedándose atada a la enfermiza
relación que mantuvo Ismaíl con una niña.
Por otra parte su hermano y padre conversaron a solas el asunto con
profundidad. Le pidió a Ismaíl que le aclarara al personal la fiel
confidencialidad respecto a lo que sabían. Cualquier cosa que ellos se le
escapara lo dejaría al descubierto y eso, además de manchar su
reputación, haría que se fuera en picada.
—En endo que no hayan terminado en buenos términos que digamos, a
pesar de ello, creo que deberías traerla y no dejarla en ese internado como
si no tuviera familia.
—¿Crees que debería ir por ella, como si no ha pasado nada, para pasar
navidad juntos? No celebro eso, tú tampoco lo haces, son solo
celebraciones paganas. —se encogió de hombros.
—Ese no es el punto y que no lo celebre no significa que… —resopló,
admi r que le importaba la familia no era propio de sí, lo único por lo que
se desvivía era de llenar sus cuentas bancarias. Pero algo había cambiado,
no supo cuándo, el porqué, sucedió sin percatarse que sus intereses ya no
se inclinaban solo por lo material. —Solo digo que ella te necesita,
independientemente de todo el daño que le has causado. No soy
precisamente el ejemplo de un padre amoroso, con eso no pretendo decir
que tú seas como un papá para ella, pero eres su fortaleza, más allá de eso
el hombre al que ama.
—En ende que sin mí está bien, si volvemos a estar cerca no te aseguro
que todo estará bajo control. He pensado que Brenda puede ir por ella y
llevarla adónde quiera por estos días. Que Mariané escoja el des no y yo
pagaré todo, estoy seguro que no le parecerá una mala idea, después de
todo no iré y ella no quiere verme.
—Si crees que es lo idóneo para los dos, adelante, no voy a refutarlo. Pero
llámala al menos, Ismaíl.
—Ya me la habían dicho, estoy pensando hacerlo. Cuando esté preparado,
padre —explicó agobiado.
—No voy a discu rlo, quiero que estés bien, que sigas dando todo en la
empresa, no dejes que todo esto te derribe, eres un roble al igual que yo
hijo mío. —concluyó.
Su compañera le trajo del cafe n una taza de chocolate caliente. Poco
faltaba para que los Miller vinieran a buscarla. En Rosewood se le daban a
los estudiantes vacaciones a par r de los primeros días de diciembre hasta
principios de enero.
—Te echaré de menos, ojalá pudieras venir con nosotros. —hizo un
puchero.
—N-no, mi o viene por mí —recordó persis endo con la men ra. Eso no
iba a pasar.
—Nunca vino a verte estos dos úl mos meses, me hubiera gustado
conocerlo antes de irme.
—Quizás cuando me traiga el mes que viene —resolvió con una sonrisa
falsa —. Pásala bien, Kelly.
—De acuerdo, al menos te presentaré a mis padres. —añadió y la abrazó
fuertemente.
Sin embargo, los padres de Kelly se negaron ante la pe ción de su hija,
estaban atrasados, debían marcharse lo antes posible o su padre, el señor
Bruno Miller, perdería una junta importante a dos horas de la ciudad.
Mariané se quedó sola, el lado vacío de la habitación le afectó mucho.
Suponía que no era la única que pasaría las vacaciones ahí, pero sí una de
las pocas.
Aprovechando la mañana solitaria, retomó la lectura que, por cues ones
de empo no había podido seguir antes. También porque Kelly siempre
estaba presente y le aterraba que se enterara de su secreto. Tomó un sorbo
y empezó a leer las líneas, cauta, evitando pasar por alto el más mínimo
detalle. Abrió los ojos como platos encontrándose la confesión de Ismaíl,
uno de sus peores demonios.
Ruby se ha quitado la vida, no ha soportado la idea de su bebé muerto,
nuestra pequeña Angeline. Oh Dios mío, soy un miserable, se me ha venido
todo encima y no sé cómo lidiar con el descomunal sufrimiento. La culpa no
es solo mía, Donato lleva gran parte en esta tragedia. Si no hubiera ido a su
apartamento a reclamarle sobre el pasado engaño, exigiendo que
abortara, ella no habría decidido suicidarse. Y yo me odio por haberme
enamorado de la novia de mi hermanastro, le arrebaté lo que quería y de
alguna manera él se vengó quitándome a las dos.
Creo que los dos somos unos idiotas, un par de asesinos porque todo al
final desembocó en la muerte de una persona inocente por nuestras malas
acciones.
Donato confesó todo a la policía, desde su llegada al apartamento de ella
hasta dejarla a solas, presa del llanto convulso. A las 2:30 a.m. una vecina
escuchó los gritos, pero cuando llegó la policía ya era tarde. Ruby estaba
muerta, debido a una sobredosis.
Quería matar a Donato, ese infeliz merecía morir, pero en vez de eso decidí
alejarme. No iba a marcharme las manos por un ser que no valía la pena.

22
No me conformé con pertenecer a una familia adop va, necesitaba
descubrir mi verdadera iden dad. A los diecinueve mientras rebuscaba
entre mis cosas, me topé con una carta. Aquel papel amarillento nunca lo
noté. Le pregunté a Lía, me explicó que cuando me adoptaron la directora
del orfanato le pidió que me lo diera en cuanto fuera mayor. Se disculpó
por haberlo olvidado y más aún dejarlo en una caja que pude haber
desechado al desconocer que eso estaba ahí.
La carta había sido escrita por mi madre, poco antes de morir. Decía que
llegó a New York con su a, una mujer di cil, pero que al pasarse de copas,
despistada y sin cuidado. Se aprovechó de eso y salió a experimentar. Todo
parecía dis nto a su país, más liberal. Cuenta que acabó entrando en un
lugar repleto de personas, un bullicio que se repar a entre la pista de baile
y otros, tomando a raudales. Era un club, ahí vio a mi padre por primera
vez, un hombre mayor para ella. Casualmente tenía la misma edad que tú,
catorce y papá treinta años. Fue amor a primera vista, para mí madre,
Malak, pero solo una noche más para mi padre.
Escribió que quizás le atrajo por pertenecer a su misma cultura, mas no a la
misma posición social.
Estuvieron juntos, al amanecer, confiesa que se encontró sola y asustada.
Con el empo vivió las consecuencias de sus actos. Estaba embarazada y se
lo ocultó a su a, hasta que huyó de ella a un refugio para desamparados.
No se cuidó lo suficiente y sumado al hecho de su corta edad al dar a luz, el
parto se complicó. Murió por mi culpa.
Mariané arrugó el entrecejo, parte de la hoja parecía arrugada, como si
lágrimas hubieran empapado el papel. Se le anudó la garganta, el dolor
embis ó su alma recordándole lo que una vez sufrió. A duras penas
consiguió contenerse y seguir la lectura.
La carta despertó una necesidad inquebrantable por saber más sobre ese
hombre al que amó y nunca más volvió a ver. Solo sabía su nombre y el
nombre de aquel club. Con lo poco comencé a indagar, me llevó un par de
meses descubrir que ese Mohammed era uno de los hombres más ricos de
Dubái. Lo contacté y a diferencia de lo que pensé, quiso conocerme. Insis
hacernos una prueba de sangre, aunque él haya asegurado que un papel
solo confirmaría la verdad que ya conocía. De modo que ahora formo parte
de mi familia biológica.
Es genial poder viajar en un avión de lujo, conocer el mundo, saciar todos
los caprichos que quiera y tener el mundo a mis pies. Mi padre me está
dando una vida inimaginable y la verdad no extraño lo que fui en un
pasado.
No espero que nadie lea esto, pero hoy a mis casi veinte años, soy un joven
que prefiere dejarlo todo en papel, que expresarlo de boca.
A la joven le pareció una admisión grosera y despreciable la de los úl mos
tres párrafos. Era claro que le importaba el dinero y nunca valoró lo que
con humildad, le dieron sus abuelos. Se dejó arrastrar por esa vorágine de
ambición, placeres y olvidó sin intenciones de recordar, el cariño, bondad y
amor que le brindó la familia Lombardi. Consternada pasó la página, se dio
cuenta de que la caligra a parecía mejor que la anterior, las primeras
líneas le dio más o menos idea de la data, lo que explicaba una mejoría
perfecta de su letra.
Me siento mal. Lía era una buena persona, Adriano también. Los echaré de
menos. Empiezo a experimentar ese vacío que ha dejado sus muertes a
entender que fueron piezas fundamentales en mi vida y solo entonces
empiezo a sen rme un rompecabezas desarmado. ¿Por qué me alejé de
ellos? La pregunta ronda como un tornado, desterrando mi mente, me
quedo en la bruma reflexionando; lo sé, es tarde, se han ido y soy
consciente que no podré decirles lo mucho que los quise.
Supongo que mi relación dañada con Donato fue un freno, el impedimento,
el orgullo y siquiera hice el amago de cambiarlo. Lo vi en el funeral, estaba
destrozado, apenas cruzamos miradas. Su esposa, una italiana llamada
Mariola me miró curiosa. La mujer tenía en sus piernas una niña pelirroja
como ella, no le presté atención. Salí urgido de ahí, no pudiendo respirar
con normalidad y conduje hasta mi apartamento necesitando hundirme a
solas en mi propio dolor.
Inconsciente se le escapó una lagrimita, se la quitó con el dorso de la mano
y re ró la libreta de su regazo porque aquello, removiendo sen mientos, le
causó aprehensión en el pecho y ganas de llorar. El ciclón emocional se
calmó pero no quiso seguir leyendo, había sido mucho por ese día. La
guardó en uno de los cajones de la mesita de noche y se hizo ovillo en la
cama deseosa de suprimir la realidad en sueños plácidos en los que solía
refugiarse.
A diferencia de los demás días se despertó por el toqueteo sobre la puerta.
Sobresaltada, se bajó de la cama y preguntó quién era. La voz de la
señorita Ferguson fue suficiente, de inmediato giró el pomo.
—¿Por qué no estás en el comedor? —inquirió dulce.
—Me quedé dormida.
—Eso lo explica, pero debes comer. —recomendó y le brindó una sonrisa
—Vine a informarte que el señor Al-Murabarak ha enviado a Brenda por .
La directora me ha dicho que debes elegir un lugar para pasar las
vacaciones. Eso suena bastante bueno, no todos tenemos la misma
oportunidad de conocer países y eso.
Se le había acelerado el corazón de solo oír su apellido, pero la ilusión
resultó contundente al terminar de escucharla. Lo que fuera que tuvieron
hace mucho que acabó, no tenía que hacerse falsas expecta vas con un
decurso que tuvo su final. Imaginó que le diría que Ismaíl iría por ella para
pasar aquellas semanas juntos, que tonta era al pensar eso.
—Es probable que llegue mañana, me ha dicho. Te dejaré sola, piénsalo —
añadió re rándose.
La joven no quería ir a ningún lado, pero supuso que siendo idea de Ismaíl
decidirse era más una obligación que una opción.
A esas alturas le daba igual el lugar, indiferente a ello se cambió de ropa
para ir a almorzar.
Descolgó la pintura, sin prisa, sin arrepen mientos. Lo decidió después de
llamar a la directora de Rosewood. En vez de deshacerse de aquel cuadro
lo llevó al sótano. Hizo llamar a Brenda a su despacho para darle el
brazalete y la muñeca de trapo, men a si decía que no se veía tentado a
arrojarla en una hoguera y otras veces conservarla por puro masoquismo
suyo.
—Le pertenece, has que se lo quede también —señaló refiriéndose al
brazalete.
La conocía, por eso sabía que podría negarse.
—De acuerdo. —se limitó a decir, pero tuvo que morderse la lengua para
no reprocharle lo que hacía. Él debía ir en lugar de ella.
—Creo que ya sabes lo que enes que hacer.
—He entendido todo, con permiso.
Se marchó. Ismaíl exhaló tumbando su cuerpo en la silla. Echó la cabeza
hacia atrás y apretó con furia los párpados. Hubiera dado todo por ir a Los
Ángeles y mirarla siquiera milisegundos, eso, habría sido un acto suicida,
porque en cuanto la viera regresarían las malas intenciones, el deseo
flameando, la locura, la perdición; ba ó la cabeza desechando la
descolocada idea, como si fuera una aversión o peor, veneno.
De repente se detuvo a mirar la fotogra a sobre su escritorio. Esa ecogra a
que encontró en la habitación de Mariané, lo rodeó la asfixia de los
hechos, ahora solo un escozor ardía, quemaba. Con una mescolanza en su
sistema se levantó con el eco en la mano. Encontró un encendedor y lo
prendió. El papel empezó a consumirse, lo aventó en el cubo de basura
tes go de cenizas casi impercep bles.
Con el corazón par do cayó sobre el frío suelo. El camino de errores por el
que transitó no dejaba de golpearlo. Ahora que estaba solo, se sin ó
perdido, sin encontrar la manera de seguir adelante, no aguantaría sin ella;
se cubrió la cara sumergido en el llanto a mares.
—Ismaíl ya es hora de irnos.
No contestó, parecía que las palabras se le quedaron atascadas en la
garganta. Quiso desaparecer cuando su padre lo encontró así. Mohammed
lo ayudó a levantarse y él, como un chiquillo, lo abrazó sin querer soltarlo.
—No puedes seguir lamentando un capítulo viejo, déjala ir Ismaíl. —le dijo
dándole golpecitos en la espalda.
Pasar la página no lo podría hacer, no se sen a preparado para arrojar
atardeceres, noches, días cargados de risas, besos incluso lágrimas a la
basura. Pero era consciente de una ineludible necesidad de suspirar en
medio de la tormenta o se ahogaría irremediablemente.
Al día siguiente la pelirroja volvió a ver a Brenda, aquellos meses lejos, la
misma eternidad, se deshizo mirándola a sus ojos miel, lo que la embargó
de paz absoluta. De no ser porque debían tomar un avión con des no a
Italia, el des no que había decidió la joven la noche de ayer, el reencuentro
se hubiera extendido.
—¿Cómo está él? —curioseó absorta en la ventanilla del avión. La mujer
giró la cabeza en su dirección a punto de emi r una contesta —. No quiero
saberlo, olvídalo.
—Oye, Ismaíl me pidió que te diera esto, tómalo, por favor. —susurró
dándole el brazalete —. En mi equipaje está tu muñeca.
—No lo quiero, eso no es mío. Pero te agradezco que trajeras mi muñeca,
es lo único que me queda de mamá. —pronunció nostálgica.
Notó a la jovencita tan destrozada como antes. Nada había cambiado esos
meses, con nuaba encorvada en la tristeza, sin recobrar las fuerzas
después de lo lamentable.
—No… no existe una forma de borrarlo todo en un san amén, de avanzar
rápido y ya no sen r dolor, sin embargo la herida sanará en cualquier
momento, ya lo verás. —comentó tomándole la mano y la apretó con
dulzura.
—No me quedaré con ese tonto brazalete. —escupió ardida,
desvaneciendo el adoso.
—¿Estás segura, quieres que lo arroje por la ventanilla? —formuló
probándola, se quedó en silencio y lo arrebató de sus manos.
—No, tal vez yo lo haga después. —resolvió ajustándola en su muñeca.
Brenda dibujó una sonrisa.
—¿Aún quieres saber cómo está Ismaíl?
—No.
La brisa marí ma fría azotó su rostro, el fulgor del sol espléndido y la arena
bajo sus pies descalzos le regaló una sensación de tranquilidad infinita,
pero el añoro también de momentos vividos a su lado, aquellos días en la
isla de Cerdeña, irrepe bles. Caminó recorriendo con sus dedos la barda
de piedra, extenso manto de roca basál ca oscura de determinaciones
abruptas pero con la mirada puesta en el mar interminable. Se abrazó a sí
misma, no había calidez, el invierno era impetuoso aunque no tanto como
en América. Había sido una buena elección la casa rús ca y todo lo demás.
Le pareció sobrio, acogedor y sencillo, al fin Ismaíl no se decantó por algo
lujoso. Porque aunque ella eligió que fuera Italia, no precisamente el si o.
Lo hizo él.
—¿Es suya, no es así? —averiguó casi dándolo por hecho.
La mujer llegando a su lado, asin ó torciendo los labios.
—Hace un par de semanas atrás que la ha comprado, supongo que
planeando estas vacaciones. No te molestes, Mariané —emi ó casi
rogando —. Él intenta arreglar lo malo, al menos compensar el daño que te
hizo.
—Ojalá no lo hubiera hecho, pero me da igual, ene tanto dinero que esto
ha sido como dar una propina. —se encogió de hombros.

23
Con desparpajo se abrigó. Salir por ahí, andar sin rumbo, al menos le
sacaría de la cabeza el intenso pensar, eso creía.
Saliendo evitó un alboroto, si Brenda la pillaba, obvio que no la dejaría
salir. La mujer buscó al mediodía a Mariané y supuso que estaría afuera.
Creyó idóneo permi rle un rato de soledad. Se dedicó a preparar el
almuerzo, cortando algunas zanahorias y papas. Pero pasado ya un empo,
si no volvía, entonces iría a buscarla.
Jugó con su móvil, confundida. Dejó de girar el aparato sobre su regazo. A
lo lejos avistó una pareja sacándose fotos. La escena más empalagosa que
contempló jamás. Siguió observando lo que ocurría ahí, el chico se
arrodilló ante la joven mujer y sacó de su bolsillo… Oh por Dios. Era una
propuesta de matrimonio, se percató de pronto con los ojos de par en par.
Al pareció le dio el sí, porque se dieron un beso largo y apasionado antes
de que él se incorporara de nuevo y le tomase la mano para ponerle el
anillo.
Apartó la vista, recogió sus cosas y anduvo volviendo a caer en el pasado.
Todo se fragmentó, abstruso y ambiguo. Pudieron haber sido ellos
protagonistas de aquel momento, frescos, enamorados, adosando sus
almas con el para siempre, ahora nada más una pequeñez perteneciente al
hubiera que no ocurrió.
Prome ó mirando al cielo gris presagiando la lluvia, que no lloraría más
por un amor inexistente, lo intentaría, ya no iba a mendigar lágrimas por lo
que no recuperaría. De repente se asustó dando un brinco cuando sin ó
una mano posada en su hombro. Se volteó con el corazón desbocado.
Había un chico frente a ella, su expresión era confusa.
—*Non volevo spaventar . Pensavo fosse un’amica, le assomigli da dietro
—parloteó rápido, en un perfecto acento italiano que apenas comprendió.
Era alto, de ojos profundo, le apenó quedarse prendada como una boba a
esos orbes verdes. Lo miró con el ceño fruncido, y sin dar un parpadeo
retrocedió de su cuerpo alejándose a pasos rápido, casi zancadas, sin mirar
atrás; era probable que el chico la creyera una loca. Regresó a la casa
irrumpiendo en la cocina.
El calorcito resultó reconfortante y más al dar una calada profunda a la
mezcla de olores saturando el espacio.
—¿Qué haces? —averiguó curiosa.
Le agradó escucharla. Estaba sana y salva. Se giró dejando de mover la
comida, para hablarle.
—Sopa, ¿ enes hambre? —quiso saber secándose las manos del delantal.
—Bastante.
—Le falta poco. Prueba, ¿está bien de sal? —inquirió tendiéndole una
cuchara. Mariané probó asin endo en respuesta.
—Deliciosa.
—Quisiera que la próxima vez que salgas me avises.
No era una reprimenda, solo un consejo y asin ó.
—Sí, eso haré, lo siento Brenda.
—De acuerdo. —le dijo, sosegada, luego agregó—: Mariané podemos
hacer muchas cosas aquí, aprovechar este mes y el inicio de enero.
—Ismaíl tomó la decisión sin consultarlo, prefería quedarme en el
internado sin hacer nada, tampoco lo haré aquí porque él lo quiera.
—¿Hubieras querido que él viniera en mi lugar?
Sí.
—No, pero esa pregunta tampoco viene al caso.
—Pues tus vivaces ojos dicen lo contrario —con nuó alzando pícara las
cejas, picándola un poco.
—Eso no es verdad. Ismaíl es un completo imbécil y no quiero verlo más
nunca por el resto de mi vida.
A la noche, se enfundó en su pijama y sacó de la maleta la libreta negra.
Tras cerciorarse de que Shied dormía como una roca, estuvo
despreocupada y pudo desvelarse sin miedo a ser descubierta.
Me siento abrumado, ha llegado el día en que por fin miro a la hija de
Donato. Es tan pequeña, mida, ahora que reparo en ella, la encuentro
más parecida a su madre. Ha bastado con mirarla una vez a sus ojos
caramelos, esos que hacen el perfecto contraste con sus mejillas escarlatas
y perderse en el extravío de su delicadeza y midez. Ya en endo que el
sinónimo inmarcesible de belleza es ella: Mariané.
Con el corazón agitado a mil, ba éndose imperioso en su pecho, pasó la
página; hasta le temblaban los dedos de las manos.
Entre ella y yo existe un sen miento complicado. Quema, el ardor se ha ido
intensificando, me arrastra lejos del raciocinio, de todo lo que tenga lógica
o sen do común. Estoy perdido, puedo verlo a través de su alma
transparente y angelical, pero no quiero encontrar la salida. Hay un espiral
dentro de mí, me trae mal, me vuelve loco y ella desconoce el significado
mientras yo me lo guardo en secreto, incapaz de definir el inaceptable error
de sen r esta atracción por un alma pura como la suya.
Mariané paró de leer, le faltó el aliento, de pronto se sin ó acalorada,
obligada a abanicarse con las manos. ¿Debía con nuar? Aunque sabía
cuánto podría afectarle seguir leyendo, la curiosidad de saberlo todo, le
hormigueó el cuerpo entero. Necesitaba, como el aire para vivir, estar al
corriente de los sen mientos de Ismaíl, lo que según su persona, tendría
un impacto nega vo al alimentar la ilusión e irremediable al saberse en las
telarañas de un antaño irrecuperable.
Palpita fuerte mi corazón, la dos descontrolados; sé que está dormida. La
miro bajo la oscuridad de la noche que solo acompaña el luar, esa luz
intrusa resbalándose en sus rasgos esculpidos. Sabe que es perfecta, que
no puede igualarse a su hermosura.
Descansa con inocencia en un sueño imperturbable, dibujando en sus
labios una delicada sonrisa. Ella resplandece en suspiros plácidos que
emite. Me paraliza la realidad, me de ene una parte de mí que sigue
vagando en la cordura. Pero… el vaivén de su menudo pecho blanco marfil,
me incita al desa no, desata en mí la lujuria, volviendo la imposibilidad de
tenerla un deseo oscuro y tórrido.
La siguiente hoja declaraba también su tormento, sus observaciones a
escondidas de las que no se percató jamás. Al pie de la página decía en
letra cursiva, Junio.
El mar está de fondo, el viento un adorno que azota su cabello, se mueve de
un lado al otro bajo el atardecer de sangre y fuego del olvido. Estoy ahí,
cau vado, tes go de los rayos de sol que van quedando y logran atravesar
con su luz, el atrac vo escarlata de sus hebras.
Camina sin observar a su alrededor, no se da cuenta que enta con sus
movimientos; una ferviente necesidad de acercarme a ella no deja de
crecer, pero es infranqueable, teniendo que conformarme con el deleite de
mirarla.
Acabo acercándome a ella, cediendo a la dulce tentación de estar a su lado
y replantear la posibilidad de quererla así, en secreto. Se siente bien su
cercanía. Me mira con sus hipnó cos ojos caramelos, en un parpadear ha
derrumbado todos mis muros.
Marzo
La primavera debiera tener su nombre, porque ella florece en una sonrisa,
una mirada, y en su garganta adonde descansa un vergel, florece el dulce
sonido de su voz como el celes al canto de un ángel. Al que deseo con
ardor y locura, pero soy indigno de siquiera tocar sus alas.
Estoy evitando a toda costa incidir, pero sucederá, llegará el día en que
perderé la cabeza con solo rozar sus labios y no me detendré.
Mayo
La evasión que creí perfecta se está torciendo, retornan los pensamientos
aviesos; son puñaladas oprimiendo mi pecho, cerrando mi tráquea.
Necesito respirarla.
Necesito besarla.
Necesito poseerla.
Ella es una flor que me ha hecho perder la cabeza. Pálida como el
desapacible invierno pero con el alma calurosa de un veranillo. Me alejo
evitando derre r su inocencia, corro presagiando que quedándome solo
marchitaré sus pétalos escarlatas.
La barrera con nuó separando la experiencia y el candor. Hasta que la
distancia fue nada más un espejismo y decidimos saltar a nuestro propio
abismo.
La situación se escapa de mis manos.
No tengo control.
Bajé la guardia, me he rendido.
Me pierdo en su boca, el mundo deja de exis r; en su cálido aliento me
extravio sin querer un retorno lejos de ella. Estoy tocando el cielo y no
quiero bajar a menos que ella esté junto al alba esperando.

7 de Mayo
La amo con ansias, locura y ardor, no soy capaz de admi rlo; con solo
mirarla se da cuenta que me trae loco, fantaseando con su boca rosada
atada a la mía y su cadera al vaivén de un ritmo caliente en el que nuestros
cuerpos se acoplan a la perfección.
Llámenme psicópata, si desearla de esta manera es perverso. Me hace
sen r retorcido y otra persona. Lejos de querer desechar el concepto, me lo
quedo ignorando la lúcida realidad.
Mariané hizo una pausa. Tenía los ojos fuera de sus cuencas, desorbitados.
El ver ginoso manto de sensaciones, se desplegó bajo su vientre dejándola
sin aliento. Admi a, la vergüenza de aquel éxtasis arrebatador, en
consecuencia su pulso se aceleró y el carmín se burló de sí.
¿Qué clase de hombre la afectaba en niveles incalculables, con solo
palabras escritas?
Ismaíl, sin duda.
Entrecortada tomó el borde de la hoja y la pasó sin estar preparada para lo
que seguía, mas ya podía hacerse a una idea. A diferencia de las páginas
anteriores, el texto ahí escrito se encontraba alineado en el centro del
papel.
Dejaré que haga de mis brazos un refugio, que su piel y la mía se fundan en
el calor que nos consume día a día.
Es lo único que decía antes de encontrar en la próxima página amarillenta,
dos cortos párrafos.
Es irónico tenerte cerca pero no poderte querer. Que el día y la noche se
rocen y no puedan estar juntos al igual que tú y yo. Que ironía la vida al
ponerte en mi camino y deba tomar otro rumbo, florecilla.
Nunca me sen tan desorientado tuve que clavar la mirada en sus ojos y
salvarme, porque ella era mi brújula, la dirección correcta a pesar que a
veces los dos encontrábamos la dulce perdición.
Se quedó clavada al tulo de la hoja con gua: Carta a Mariané.
Decidió no leerla ahora, sen a que no era empo de hacerlo. Cerró la
libreta dejándola a un lado y nublada por las declaraciones de Ismaíl que
repercu eron en los trozos de su pobre corazón, No quiso dar todo por
perdido; el rayo de la ilusión cruzó su alma, fugi vo.
Jugueteó un rato con el brazalete y se durmió abrazando la muñeca de
trapo.
A la mañana del día siguiente, las dos se la pasaron viendo películas.
Brenda intentó convencerla de ir a pasear, volvió a negarse, renuente; no le
quedó remedio, permanecieron frente a la pantalla un buen empo,
comiendo palomitas de maíz.
Las semanas posteriores pasaron de volada, enero empezaba, año nuevo
llegó y la estadía en la isla transcurrió sin romper la ru na. Aunque la
mujer le propuso infinidades de cosas, la pelirroja permaneció firme con la
rotunda decisión de quedarse en casa. Sen a que si salía a explorar le daría
el gusto a Ismaíl y eso ¡Nunca!.
Estaba haciendo la maleta cuando de pronto Brenda apareció en la
habitación, tendiéndole un teléfono, que había estado sonando sin parar.
—Es para , deberías tomar la llamada.
La pantalla iluminada parpadeó el nombre de Marina.
Agarró el móvil recelosa; al final le hizo señas avisándole que la dejara sola.
—¿Sí?
—¿Cómo estás, Mariané?
Consiguió atrapar una bocanada de aire, retenerlo y expulsarlo al rato,
turbada. La profundidad de su voz penetró sus sen dos, abrumando,
dejándola en el silencio amargo de la sorpresa.

24
—¿Por qué me llamas, eh? —escupió dolida —. No hagas las cosas más
di ciles, Ismaíl. Colgaré…
—¡No! —rogó. Mariané estuvo a punto de hacerlo, pero una vez más el
corazón mandaba —. Por favor, escúchame. Eché de menos escuchar tu
voz, dime ¿cómo estás, florecilla?
—Mejor sin , es lo que quieres escuchar, ¿verdad?
—También solías serlo a mi lado, si mal no recuerdo. —dijo en un susurro
lejano que se sin ó tan cerca como sufrido.
Resopló enfadada consigo por no ocultar sus sen mientos. El corazón le
golpeaba con fiereza el pecho, quería escapar de su caja torácica,
desesperadamente y eso la desquiciaba.
—Deberías saberlo, eres un idiota. ¿Por qué pensabas que quería
vacacionar? —rugió con furia y resen miento que bullía en su interior —.
Me alejaste, me soltaste, me rompiste en pedacitos el corazón y
¿pretendes enmendarlo con viajes, tonta educación y lujos cada que te dé
la gana? Es absurdo que hayas comprado una casa en Italia.
—Sabía que Brenda te lo diría. Mira, no te molestes por algo insignificante.
No iba a permi r que te quedaras en el internado, por eso lo hice.
—Existen los hoteles, no enes excusas, Ismaíl. Pero como ya te dije, no
quería viajar a ningún lado del mundo. —repi ó enojada.
—¿Podemos hablar como personas civilizadas?
Suspiró profundo y sonoro.
—Sí…
—Bien. Además de querer saber cómo estás, quería contarte que he
tomado una decisión importante.
—¿A qué te refieres? No me digas que decidiste cambiarme de ins tuto
porque…
—No es eso, terminarás los estudios en Rosewood. —recalcó y pudo
respirar aliviada, no soportaría otro cambio —. Se trata de nosotros; siento
tanto que tenga que ser mediante una llamada y no frente a frente. Ha sido
un desastre estos meses, necesito sacarte de mi cabeza, arrancarte de mi
corazón y nunca lo haré si no estoy dispuesto a sentar cabeza. Es necesario
que digamos adiós para avanzar, pero tampoco quiero despedirme, no
quiero un adiós decisivo porque pensaba que pasado los años, tu y yo
podríamos retomar lo que dejamos a medias. Quizás te suene
contradictorio lo que te estoy diciendo, lo sé, es entendible si piensas eso.
Cayó sobre la colcha, deshecha. Respiró hondo intentando recuperar el
aliento, evitando así, el temblor en la voz. Con las terminaciones nerviosas
atravesando cada parte de su ser, decidió emi r una contesta.
—Me dejaste las cosas claras en esa carta, ya no hay nada, lo que tuvimos
se terminó hace empo, cuando decidiste lo peor para mí. Y abandonarme
ha sido algo que no te perdonaré. Ahora…, ¿me dices que pensabas
esperarme? —ironizó.
—Solo creí que el empo nos permi ría una segunda oportunidad, sin
embargo, siento que ya es hora de dejar de vivir a base de sueños e
ilusiones. Deseo que tanto tú como yo progresemos sin estar atados a un
pasado, que el día de mañana cada cual encuentre la manera de rehacer su
vida.
Percibió en su caracterís co tono grave, mucho pesar, el ardor de un dolor
profundo quemando. Estaba forzando un cierre, según él, por el bien de los
dos. A la vez parecía más una excusa para con nuar con su vida como si
nada.
—Entonces me estás avisando que en algún instante vas a casarte y todo
eso, quieres lo mismo para mí, ¿no? —emi ó sin endo como si su interior
se rasgara. Ya la primera lágrima circulaba sobre su mejilla.
—Ser feliz, que seas feliz, es lo que quiero para los dos.
Eso sonó tan estúpido.
—No tengo elección, no me estás dando opciones, de nuevo decides por
ambos y aunque quiera verlo menos complicado todo se vuelve más
confuso.
—Volverás a Rosewood esta tarde, seguirás estudiando, al cabo de unos
años saldrás de ahí y dependiendo de tus calificaciones podrás ir a la
universidad, me haré cargo de eso, aún si ob enes una beca, estoy
dispuesto a pagar todo. Para entonces, tendrás tu propio apartamento y
algún pretendiente, eres hermosa, hay muchos que morirán por ,
Mariané. No enes que quedarte atascada en lo que una vez ocurrió.
—Ahora estás hablando de mi vida como si fuera un plan calculado. Es
probable que no quiera ir a la universidad, no me interesan los chicos y si
obtengo la beca, no permi ré que sigas pagando por mí. —protestó
decidida. Se sen a fatal —. Cuando cumpla la mayoría de edad, podré
valerme por mi misma. Buscaré un empleo y no volverás a saber de mí, lo
prometo.
—No, no estoy planificando tu futuro. Solo digo que lograrás grandes
cosas, en cuanto al dinero, soy tu tutor —le recordó exhalando —. Y
seguiré velando por .
Mariané quiso reírse en su cara.
—¿A distancia? Apenas sé de después de dos largos meses, no puedes
ahora decir que sigues cuidando de mí. Hace mucho que dejaste de hacer
ese papel. —soltó despidiendo amargura en sus palabras.
—No voy a discu rlo, admito que no he sido el mejor, y lo lamento tanto
pequeña. Al menos dime que podemos ser amigos.
—Una amistad que de permi rnos, se conver ría en algo más y sabemos
cómo podría terminar. Seamos sinceros, esto se acabó y nada será como
antes.
Ismaíl se quedó en silencio, a veces creía que la joven tenía la mentalidad
de alguien más adulta, no la de una chica de su edad. Comprendía que
había dado avances apresurados, casi forzados, hacia la madurez que, por
todo lo que pasaron, se vio obligada a correr en vez de dar pasos despacio.
—Tienes razón, es mejor que haya distancia en medio.
—Sí, Ismaíl…
—Dime.
—¿Por qué me diste la libreta? —inquirió a duras penas.
—Te abrí mi corazón, ese es el hombre al que no conociste.
—Leí casi todas las páginas, incluso la carta que me dejaste como
despedida. Conocí tu vulnerabilidad, el dolor de perder a esa chica y a la
pequeña, tu hija. Sin embargo, también tu lado egoísta, ese que te alejó de
mis abuelos.
Silencio.
—¿Solo eso? Si dices que has leído casi toda la libreta, entonces te habrás
dado cuenta de lo que escribí acerca de .
Se sonrojó, sabía que no podía verla, de todos modos empezó a
balancearse sobre los pies, nerviosa en su totalidad.
—Sí, pero eso ya no ene sen do, ya no es importante.
Al otro lado de la línea surgió un suspiro pesado.
—Espero que te hayas diver do por allá.
—Sabes que no es cierto, Brenda ya te habrá puesto al corriente, así que
no enes que fingir, ni yo.
Y es que la joven vio un par de veces cuando la mujer se alejaba para
atender una llamada, pensó que podría ser Ismaíl, pero nunca le preguntó
al respecto. La duda quedó disuelta y las sospechas confirmadas.
—Es hora de decirnos adiós, pero en el fondo sigo aferrado a la esperanza
de que se vuelva un hasta luego, no sabemos nunca lo que nos depara el
des no.
La pelirroja se cubrió la boca, el llanto ascendía por su garganta doliendo,
dejándola atrapada en un trance. El escurridizo móvil se salió de su mano
aterrizando en el suelo. No había podido decir esa palabra, menos colgar la
llamada. Aborrecía las despedidas, pero esa en específica, en demasía.
Ismaíl lo hizo por ambos en cuanto dejó de escucharla.
Volvió a Rosewood, en el fondo de su ser, incompleta, abandonada, sola.
Ex nguida la chispa de la esperanza ya no valía la pena aferrarse a
fragmentos inservibles; la llamada la había secado, le dejó el cuerpo frío y
el alma cristalizada. En el aeropuerto evadió el abrazo de Brenda,
despedirse no estaba en su sistema. Le costó subirse al taxi que había
venido a buscarla junto a la señorita Ferguson en la parte trasera. Estaba
de regreso, detrás de los muros y una vez más en la habitación que
compar a. Se encontró a Kelly que saltó de su lugar para darle un cariñoso
saludo de bienvenida, no pudo siquiera forzar una débil sonrisa.
Ya no podría seguir fingiendo, nunca más.
—¿Estás bien?
—N-no —admi ó átona —. Tengo que decirte algo, es importante, Kelly.
—Por supuesto, soy todo oídos —la acompañó hasta tomar asiento al
borde de la cama —. Con a en mí, Mariané.
—¿Cómo sé que n-no le dirás a nadie? —vaciló al formular la pregunta.
La castaña arrugó el entrecejo, le tomó las manos a la joven estudiando sus
facciones enrojecidas. Sus gigantescos ojos caramelos se movían de un
lado al otro, cuan conejillo amedrentado.
—Somos amigas, al menos eso creía —emi ó tomándole el meñique y lo
enlazó con el suyo —. Te lo prometo, lo que me digas será un secreto y
punto.
—Gracias —miró con una media sonrisa el adoso, al rato se soltaron —. Se
trata de mi o.
—¿Qué sucedió con él?
—En realidad se trata de lo que ocurrió entre nosotros. —aclaró haciendo
que Kelly abriera los ojos como platos —. Cuando mis padres murieron…
Empezó contándole el fa dico accidente que acabó con la vida de sus
padres, que a causa de ello la custodia le quedó a su o. Todo ese empo
la muchacha escuchó atenta, apenas respiraba, estaba centrada en la voz
de Mariané. El hilo de profundas declaraciones la dejaba cada vez más
estupefacta, y no era para menos.
Enterarse de que su compañera de habitación tuvo una relación con su o,
pero no en realidad porque solo era el hermanastro de su padre, hizo que
perdiera el habla, afectada por la confesión, no tenía capacidad de ar cular
siquiera una palabra. Simplemente no era capaz de procesar que la
delgada joven frente a ella intentó quitarse la vida y perdió a su bebé en el
intento.
¡Apenas tenía catorce años!
La pelirroja resultó ser una cajita de sorpresas. Ni en otra vida se habría
imaginado semejante enredo amoroso. Incluso la creyó una santa, sin
embargo estaba enfrente de una chica experimentada, que calló todo el
empo que sufría, un pasado sombrío. Enseguida conjeturó la razón por la
que ahora estaba en Rosewood.
Kelly se puso en su lugar, no habría sido nada fácil pasar por todo eso y
nada más imaginar que le pudo haber pasado a ella, se le crispó la piel.
Con cariño acercó ambos pulgares a su rostro y le limpió las lágrimas, luego
la abrazó; los ojos también se le pusieron acuosos, como un puñal clavado
en el corazón, la castaña grosso modo entendía su dolor.
Cuando se calmó, ahondó en el tema de la vacaciones en Italia y la úl ma
llamada que dejó sus añicos pulverizados. Miller se perdió en su voz
quebrada, prestando suma atención; su amiga seguía enamorada de ese
hombre, pero el amor de ellos era cosa prohibida. Ella era menor de edad y
su o alguien mayor.
Se sin ó en medio de una película narrada en vivo, algo propio de la
ficción, pero esta vez absoluta realidad: perturbadora e impactante.
El asunto tenía aires de complejidad por doquier, no parecía tener solución
a menos que con el pasar de los años, lo dejara de amar, quizás
enamorándose de un chico o al ser mayor de edad ya podrían estar juntos.
Era cues ón de la vida decidir separar para siempre sus caminos o
volverlos a encontrar.
—…por eso no se lo dije a nadie, él estaría en la cárcel, quizás no por
mucho, ene tanto dinero que habría salido ileso. Pero no iba a poner en
riesgo su imagen, ha sido culpa de los dos y no era justo que solo a él le
cayera el peso de la ley.
—Al-Murabarak… —recitó pensa va —. Estoy segura que escuché antes su
apellido, creo que papá lo nombró una vez, no estoy segura.
—Sé que no debí enamorarme de un hombre como Ismaíl. Somos
opuestos, su mundo tan dis nto al mío que no logramos compaginar —se
tapó la cara, avergonzada —. Pasó y no pudimos evitarlo; creí que
podíamos ser felices, tal vez una familia, sin embargo a los ojos de la
sociedad no deja de ser un acto retorcido. Él sería juzgado como un
pedófilo y yo solo una niña, posiblemente la víc ma cuando no es así.

25
Los años habían pasado dejando un ves gio, casi invisible, de resquemor y
opresión. El dolor ya no se sen a fuerte, insoportable o apabullante.
Mariané parecía florecer a sus diecisiete años, de nuevo fresca,
inmarcesible. El curso por el que iba, un camino recto, sin bolas curvas que
la hicieran tropezar.
Estaba a poco de graduarse, de abandonar el lugar en el que forjó tantos
momentos bonitos. Tumbada boca arriba en la cama, se visualizó junto a
Kelly en la universidad; ambas habían logrado quedar en Columbia. La idea
parecía perfecta, aunque aterradora algunas veces, sabía que la
responsabilidad era el doble, hasta el triple. Pero lo que más rondaba en su
cabecita era al fin soltarse de Ismaíl. Se esforzó tanto que al final se ganó
una beca en la pres giosa uni. Lo que significaba que este ya no tendría
que pagarle nada.
—¡Ni te imaginas! —chilló su compañera apareciendo con una enorme
sonrisa.
Por supuesto que se lo imaginaba, con esa cara de boba y la mirada más
vivaz que exis a, ató que se trataba de un chico.
—Pues suéltalo todo. —apremió cambiando de postura.
Se mordió el labio y giró los ojos, próxima a la joven.
—¡El mismísimo Sean Santorini será nuestro profesor en Columbia! —
exclamó emocionada.
La miró con seria preocupación, si su amiga se ponía así con solo saberlo,
no se la imaginaba en la clase del italiano, no le pondría reparo a nada,
salvo a él.
—¿Sabes lo que significa eso? —inquirió abriendo los ojos con desmesura.
—Que perderás todos los semestres por andar babeando en las clases, eso
ocurrirá si olvidas la verdadera razón por la que iremos a la universidad. —
comentó con franqueza.
La muchacha puso los ojos en blanco y volvió a sonreír rándose sobre la
cama, así, con desparpajo y cierto relajo.
—No te preocupes, Mariané. Que no estoy insinuando acostarme con el
profe, al menos no es mi primer obje vo fijo. —replicó extendiéndose en la
colcha.
A la pelirroja se le desorbitó la mirada.
—Pero está en tus planes. Si fuera tú, dejaría ese capricho a un lado,
porque te traerá problemas. Y puede que ande en una relación, no sabes
nada de él, además de su nombre y de que toca excelente el piano.
—Sé lo suficiente de Santorini y no descansaré hasta que ese italiano se
enamore de mí. —zanjó decidida.
Mariané prefirió callarse; era un hueso di cil de roer, el sinónimo de
terquedad absoluta. No seguiría perdiendo el empo, si al final no daría su
brazo a torcer.
—Deberías entenderme, Sean es mayor, sí, pero Ismaíl también y no fue
impedimento para que pasara algo entre ustedes y se enamoraran. —
añadió al rato mirándola con una ceja alzada.
—Tú sabes cómo terminó todo, ahora… —la señaló con el dedo índice,
advir endo —: si estás dispuesta a correr el riesgo, hazlo, al menos lo
intenté.
—Estoy segura de que te enamorarás de un chico, sucederá, así dejas de
ser tan aguafiestas —contestó diver da.
—Soy realista, que es otra cosa. —aseguró y le dedicó una mirada asesina.
Se quedó pensando en sus palabras. Claro que no iba a enamorarse, no lo
permi ría. En el fondo seguía teniendo sen mientos hacia Ismaíl, y se
engañaba constantemente ignorando las señales de ese amor reprimido y
oculto.
—En fin, me voy a duchar. —avisó y pronto se perdió de su vista.
La joven dejó de prestarle atención, nostálgica alargó la mano tomando del
cajón esa libreta negra. Olvidó adrede leer la úl ma página, sin embargo
hace días atrás que prome ó hacerlo la noche de la fiesta de graduación.
Necesitaría al menos una dosis pequeña de lo que fueron, a sabiendas que
ni en un día así de especial, estaría él. Se hizo a la idea desde que Ismaíl
decidió despedirse, más aún cuando los años transcurrieron y no volvió a
recibir una llamada suya. De su parte solo recibía regalos caros, como el
ves do de graduación, que pensó rechazar, y cambió de opinión porque le
pareció bonito.
En realidad no tenía nada que ponerse, de modo que se lo quedó.
Giró el brazalete en su muñeca. Sus labios se elevaron en una sonrisa
pasajera. Aquel accesorio, cuando lo vio la primera vez creyó que era de
fantasía, un par de días atrás averiguó y se encontró con que era un diseño
exclusivo de Harry Winston, eso ya lo sabía mas no que las piedrecitas
rodeándolo, diamantes de verdad. Ahora que sabía el valor de la pulsera,
estaba rotulando en la indecisión de conservarlo o devolverlo a Ismaíl.
Con la fortuna que costaba el brazalete alcanzaba para alimentar a un país
entero. Al menos la mitad, de lo que sí estaba segura es que Ismaíl se gastó
un dinero por algo innecesario, pudo haberle dado un brazalete falso y
evitarse el despilfarro de varios millones de dólares.
Tomaría luego una decisión defini va.
En pies dirigió sus pasos hacia el armario, corrió las puertas y rebuscó el
ves do que colgó, al igual que todo lo demás, en una percha. Cuando lo
sacó de la caja, apenas le puso atención, no quería usarlo y al cambiar de
parecer fijó un día para ponérselo a ver si le quedaba a la medida.
Antes de tomarlo, clavó la mirada en la caja en la que vino el atuendo. Se
agachó y la abrió, algo le decía que debía hacerlo y una vez descubrió la
cajita en el fondo supo que no se equivocó al respecto.
La sostuvo con delicadeza dejando que el grácil terciopelo oscuro rozara su
piel. Su corazón la a feroz, implacable y se le cortó la respiración en cuanto
encontró un broche de hermosas esferas. Nunca lo usó, incluso no lo
recordó hasta ese día.
Debajo yacía una tarjeta pequeña, la desdobló respirando por la boca.
Tenía miedo de lo que podía toparse.
Ahora que está cerca un día importante, es empo de que uses el broche.
Con cariño, Ismaíl.
Quiso ponerse enfadada, sin embargo no le molestaba ni un poco que él le
diera algo así. Lo que le enfureció es que escribiera tanta sequedad en tres
líneas.
Intentó que no le afectara. Ya no era la misma Mariané y esa nueva
persona estuvo resuelta a liberarse del antaño empo atrás. Sería tonto
ahora volverse débil y lúgubre por algo que tuvo su punto y final. Ba ó la
cabeza, lo mejor era tomar aquello como un obsequio cualquiera, que no
tenía ningún significado en su vida.
Cosa que en su interior y en lo más profundo de su alma, ponía en tela de
juicio por lo que sen a todavía su corazón fragmentado.
—¿Puedo saber que es eso? —habló Kelly envuelta en una toalla y otra en
su cabeza en forma de turbante.
Dio un respingo, en un acto estúpido escondió la cajita a sus espaldas.
—N-no es nada…
—¡Hum! —la estudió dejando apenas sus ojos como un par de rendijas —.
No debe ser nada importante lo que ocultas ahí atrás, eh.
—Eso mismo he dicho.
—Sueles ponerte a temblar cuando mientes, para la próxima evita eso y tal
vez te crea.
—Bien —expiró resignada —. Además del ves do, no me había dado
cuenta hasta ahorita, de lo que en la caja estaba, mira, es un broche. —se
lo mostró.
Quedó sorprendida.
—Es hermoso, ¿lo escogió él mismo?
—Sí, hace mucho que lo compró para mí, pero nunca hubo una ocasión
para usarlo y me olvidé de que lo tenía. —explicó con el nudo apretándole
la garganta.
—Tiene un buen ojo para estas cosas. Deberías usarlo en la fiesta.
—Lo sé.
—¿Crees que él venga? —inquirió esforzándose porque no fuera tan
doloroso para Mariané.
—¿Sabes?, existe la posibilidad de que haya hecho su vida, dejémoslo así,
no me haré falsas ilusiones. —le restó importancia como si nada.
—En endo…
Guardó todo y se fue a duchar clavada en la triste realidad chocando con la
fantasía de poder verlo una noche, por úl ma vez.
La necesidad de ponerse al tanto de la vida de Ismaíl, la obligó a buscar su
nombre en Google. Encontró un montón de ar culos destacando sus logros
como empresario del año. Algunas apariciones en galas años antes de que
ella lo conociera, pero un resultado actual, volcó su corazón.
Cliqueó sobre la página, al abrirse por completo se volteó a ver a su amiga,
seguía dormida. No había nada de que preocuparse. Volvió a fijar la vista
en la pantalla de su portá l y cayó en cuenta de su error.
Esa fue la bola curva con la que cayó de bruces.
La curiosidad mató al gato, en su caso, le había matado las esperanzas, la
ilusión, el tonto y absurdo añoro de volver a verlo. Indagar fue como un
puñetazo en el pecho, robándole todo el aliento. No pudo dejar de correr
la vista sobre las líneas, casi con desespero y aprehensión.
El Magnate Se Lanza Al Agua.
El reconocido y co zado empresario de 33 años ha tomado una importante
decisión en su vida. Ha expresado en una reciente entrevista a la revista
Times que se casará con la modelo rusa Zoya Kolovic. Cabe mencionar que
el guapísimo magnate lleva una relación de un año más o menos con la
hermosa europea.
Los rumores empezaron cuando fueron captados en un reconocido
restaurant, según tes gos del lugar, Ismaíl Al-Murabarak se arrodilló para
pedirle la mano a su novia y esta le dio el sí, bastante emocionada. Entre
aplausos y un apasionado beso le gritaron al mundo su amor.
“Zoya y yo hemos decidido formalizar nuestra relación. Es una mujer
encantadora y quiero enlazar mi vida a la suya. Ya era empo de dar este
paso y lo hice en el momento correcto”.
Con estas palabras queda confirmada la no cia de un compromiso. Todavía
no se ha pronunciado para dar la fecha, pero ya se rumorea que antes de
que acabe el año estaría realizándose una de las bodas más esperadas.
Le deseamos todo lo mejor a Ismaíl y Zoya.
¿Qué clase de cas go estaba pagando para sufrir de esa manera? La
perforó una miríada de emociones desgarradoras. Descendieron lágrimas
saladas mojando el teclado, sus dedos esos sobre este.
Ismaíl no podía casarse. ¡No! Él no…
Con las manos temblorosas se cubrió la boca, afectada; Mariané, no sabía
cómo sostener la verdad, se escapaba de sus manos porque no quería
aceptarlo.
—Ve a dormir. Sabías que esto pasaría, Mariané…
—Se siente peor de como lo imaginé. —admi ó dejándose abrazar por la
castaña, que despertó al escucharla llorar.
Con solo leer el tulo en la pantalla, conjeturó lo que sucedía. Estaba a
punto de casarse ese hombre al que, a escondidas, con nuaba amando. Se
le arrugó el corazón de verla así, llorando por un amor perdido, ya
naufragado.
—Vas a estar bien, eres fuerte y enes toda una vida por delante. No
olvides que estoy con go, me importas mucho. Que no te destruya esto,
porque eres mejor persona que él.
—Habita en mí la destrucción, desde que me dejó. —susurró sollozante,
entre espasmos interminables.

26
La directora de Rosewood había decidido fusionar la fiesta de graduación
con la de los chicos de úl mo año del internado masculino Shamberg.
Causó revuelo la no cia, por todos lados el asunto se volvió el tema de
conversación de todas las chicas. Algunas comentaban lo guapo que eran
los jóvenes de allá, además de imponentes y sexys.
Hasta escuchó a Marlene contarle a Kelly lo ardiente que eran. Se alejó
antes de presenciar a las dos empapando el suelo de baba. Si antes había
euforia y planes de lucir hermosas ese día, ahora más, para captar la
atención del sexo opuesto.
A diferencia del resto, no tenía intención de coquetear con nadie. Llegado
el día de mañana obtendría su diploma y asis ría a la fiesta a
regañadientes. Ojalá pudiera escabullirse, la celebración nocturna no le
atraía. Pero la castaña no se lo permi ría, ni Andrea que le había
prome do maquillar su rostro, declarando orgullosa de sí misma que como
ella ninguna lo hacía mejor.
—¿En qué piensas tanto?
—¿Parece que estaba haciéndolo?
—Sí. —respondió dejando en su espacio una paleta de sombras —. Mamá
me ha traído lo que necesitamos, hay más en la mochila.
—Es demasiado.
—No, créeme que no es el cargamento completo. —señaló guiñándole un
ojo.
La pelirroja suspiró hondo, le esperaba un día eterno, de acordarse nada
más se agobió.
El viernes soñado, excepto por Mariané, llegó. Al intemperie se llevó a
cabo la entrega de diplomas. El viento soplaba fuerte, algunas estudiantes
soltaban quejumbrosas palabras porque las constantes ven sca de aire
agitaban sus cabellos. También odiaba que su pelo se volviera desprolijo,
pero no era el fin del mundo.
Su nombre resonó a través del micrófono que tenía la directora. Se armó
de valor para caminar y recibir en el acto la atención de todos. Las piernas
le temblaban y se volvió errá ca su respiración a medida que se acercaba a
los escalones del estrado, subió y forzando una sonrisa recibió el diploma,
se sacó las respec vas fotos con profesores y bajó en medio de aplausos
ensordecedores.
Volvió a su lugar, a la par de Kelly, la siguiente en ser nombrada; la castaña
miró a Mariané ansiosa y se paró.
Cuando todo acabó, muchos fueron a encontrarse con sus padres. Se
quedó en pies, barriendo con la mirada el lugar. No había nadie por ella,
alguien esperándola. Una solitaria lágrima escapó y se limpió con rudeza.
La desquebrajó recordar a sus padres, no estando ahí con ella, lo que pudo
haber sido especial y unívoco.
—¡¿Por qué te quedas ahí?! —escuchó entre el bullicio y luego sin ó que
la jalaban del brazo.
En un parpadear estaba enfrente de los señores Miller. Katy la rodeó con
cariño y sin quedarse atrás, el señor Bruno también. Que afortunada era su
amiga de tenerlos. Sin ó que sobraba, quizás un mal tercio.
—¡Estoy orgullosa de las dos! —exclamó la señora.
Llevaba un llama vo ves do verde esmeralda, que se ajustaba con
perfección a su complexión delgada. Los tacones que calzaba, dorados y
al simos.
—Gracias. —emi ó con un dejo de midez.
—Deberíamos de ir a celebrarlo. —expresó Miller abrazando por los
hombros a su hija.
—Por supuesto, querido. —le habló la mujer dejando un beso en su
mejilla.
Mariané creyó que le mancharía de labial rojo la mejilla, lo que sí pasó.
Entre sonrisas pícaras, con un pañuelo se deshizo de la mancha.
—Listo.
Kelly dio un giro de ojos, se acercó a Mariané y le susurró al oído con
diversión, que disculpara la escena empalagosa que montaban sus padres.
—Descuida.
—Papá y mamá, no es posible salir a celebrar hoy, no olviden que estas
chicas —señaló a su compañera y a sí —. Deben arreglarse para la fiesta de
esta noche, ya será luego.
—Es verdad. Perfecto, entonces mañana salimos a almorzar, tú también
vendrás, eh. —apuntó a la pelirroja.
—¿Yo…
—Claro que irá, mami. —aseguró la castaña.
Ni modo, sonrió dejando la excusa que preparó a un lado.
—Aquí están, debemos volver chicas —apremió Marlene —. Ah, hola
mamá y papá de Kelly, vamos que Andy nos está esperando.
—Vayan a ponerse más lindas de lo que ya. Pásenla bien esta noche. —les
dijo dándole un beso de despedida.
—Pero mucho cuidado con los chicos. —advir ó Bruno.
—Sí, ya lo sé papá…
Quiso soltar una risotada la pelirroja, seguro les daba un infarto si se
enteraban de los alocados planes que tenía la muchacha con el futuro
profesor Santorini.
Pasó la tarde como una prisionera de Andrea que después de hacerle
ondas en todo el cabello, se encargó de maquillar su rostro. Resaltó sus
ojos con un delineado negro, después le aplicó máscara de pestañas.
Apenas sombreó sus cejas y le pintó los labios de un rosa atrac vo,
dejándole un aspecto dulce y natural.
—Has quedado perfecta, tanto que vas a romper corazones esta noche. —
le guiñó un ojo.
Le pasó un espejo pequeño para que fuera tes go del resultado. Parecía
increíble que tan solo algunos retoques hacían la diferencia. Lucía…
coqueta y lejos de quedar abrumada, como pensó al creer que se notaría
radical el cambio, esbozó una sonrisa de sa sfacción.
—No me digas que no te ha gustado.
—Es increíble.
—Admito que no tuve que esforzarme demasiado, posees una
extraordinaria belleza, definiendo el concepto de la misma.
—Gracias… —se ntaron de carmesí sus mejillas. Y no hizo falta ponerse
rubor.
—Opino lo mismo que tú —habló Marlene al borde de la cama, estaba
barnizando sus uñas de un fuerte violeta. Así de irreverente le recordó a
Marina. —Yo digo que el chico que se robe esa inocencia que enes, será
un afortunado.
Kelly compar ó miradas con la aludida, su semblante se puso tenso y más
pálida de lo habitual.
—Ya dejemos el parloteo porque la hora pasa y no perdona. —interrumpió
a sabiendas de cuánto le afectaba a su amiga, el tema.
Andrea indiferente a ello, repuso caminando al baño. —¿Alguna está
pensando perder hoy la virginidad?
La pregunta hizo que a Marlene le brillaran los ojos. Esos orbes grisáceos
vivaces y traviesos.
—Pues si me saco un buen par do… —se encogió de hombros. —lo haré.
La habitación quedó en silencio. Mariané, un poco incómoda con el asunto,
decidió distraerse buscando en el armario su ves do. Tardó bastante
hurgando entre las perchas, ella no tenía nada que perder, eso le
avergonzaba. Había vivido más de lo que todas ellas en su vida, cosas
inimaginables de las que se sen a apenada. La profunda congoja no se
alejaba, así como los fantasmas del pasado que siempre irían detrás de
ella, convir éndose en su temible sombra.
Luego la joven clavó sus celestes en Kelly, esperando su respuesta.
—No, a menos que sea un apuesto italiano, ya saben de lo que hablo. —
agitó con coquetería sus largas pestañas.
—Entonces somos tu y yo, Mar —señaló antes de meterse en el interior del
baño.
—¿Estás bien? —inquirió llegando a su lado —. No te preocupes, acaba de
ponerse los cascos.
Volteó a mirar y, en efecto, la chica escuchaba música terminando con su
mano izquierda.
Un poco más tranquila, suspiró hondo.
—Sí, es solo que siguen mirándome de una forma que no es verdad, soy
una men rosa.
—No es cierto, porque no enes que andar por ahí contándole a todos tu
vida de antes o lo que te pasó.
—Se supone que son amigas, también.
—Eso no viene al caso. Seguro llegará el momento correcto y se lo dirás a
las dos —añadió porque su amiga dejara de sen rse fatal —. No ahora,
nada más por sen r cierta presión no enes que obligarte a hacerlo.
—¿Eso crees?
—Sí, claro. Además ellas deben de tener algunas cosas ocultas que no nos
dicen, tampoco. —se atrevió a declarar en voz baja.
—Esperaré a que Andrea salga el baño para cambiarme. —avisó.
Dadas las circunstancias no se desnudaría delante de ellas. Su fisonomía
distaba de ser normal. Hasta odiaba mirarse en un espejo, que alguien más
observara aquel cuerpo lleno de estrías dibujando sobre sus caderas el
opresor recuerdo.
No era hermosa.
No era perfecta.
No era inocente.
No eras más que una adolescente tocada, destrozada, reparada de la peor
manera.
Y dependía solo de sí, liberarse de las penumbras que la encadenaban a él.
Cuando Andy, así solía llamarla Marlene, salió del baño, se apresuró en
ocuparlo. Adentro se tomó su empo, apoyada del lavabo inhaló y exhaló
repe das veces. Sin prisa se puso el ves do negro. Giró sobre sus pies
descalzos, observándose en el espejo de cuerpo completo.
El tafetán se amoldó a su silueta, elegante y sofis cado, pero sin perder la
sobriedad; la seda acariciaba cada parte de su piel. Tenía un ligero escote
en forma de diamante, sin caer en lo vulgar, favoreciendo su pecho.
Además resaltaba su precioso cuello. La tela llegaba hasta los tobillos, a
medida que caía se soltaba más, lo que le permi ría moverse grácil y con
soltura.
Su melena pelirroja hacía un impactante contraste de color con la
oscuridad de su atuendo. Las ondas cubrían sus hombros y espalda. Los
ojos le brillaron como un par de estrellas. No era un espejismo, era su
reflejo ocultando bajo esa capa de beldad, cicatrices internas.
Con delicadeza se puso el broche en la cabeza.
Encogió los dedos de los pies, dándose cuenta que no tenía calzado que
combinara con el ves do.
—Toc toc, tengo algo para . —canturreó la joven Kelly, al otro lado de la
puerta.
Abrió un poco arrugando el ceño al verle en las manos una caja.
—¿Qué es eso?
—Me lo ha dado la profe Ferguson, creo que de parte de Ismaíl. —
mencionó en un susurro por lo bajo.
—Bien, gracias.
Volvió a encerrarse y esta vez, evitando que su nombre la atravesara como
un cuchillo de doble filo, no dudó en abrirla. Leyó la nota adjunta que
estaba en la parte interna de la tapa, no sin antes arrancarla.
Sabes que las compras se me dan fatal, he olvidado algo importante.
Espero que aún no sea tarde, que la pases bien en tu día. Con cariño,
Ismaíl.
Ignorando el hecho de una nota a secas, casi escrita con palabras robó cas,
revisó el calzado. Eran unos S le os negros con brillantes en los finos
bordes; quedó anonadada, temía sin embargo no saberse manejar bien
con esos elevados tacones.
Se subió a ellos y con un esfuerzo sobrehumano dejó que el pánico de
caerse se disipara; para aminorar aquello, dio pasos cortos, lo que le
permi a el corto espacio del baño.
No estuvo tan mal.
Antes de salir ró por el retrete la nota hecha una bola de papel y salió,
lista, capaz de volver la noche su mejor compañía.
La única que estaba en la habitación era la castaña, bregando con el cierre
de su ves do de seda azul que no cedía ante sus bruscos rones. Se movió
hasta ella y sin decir una sola palabra la ayudó a subirse la cremallera.
—Gracias —expresó y luego al mirarla de frente, quedó noqueada por lo
que contemplaba —. Madre mía, no eres real, ¿o sí?
—No seas tonta, tú también luces impresionante.
Llevaba un ves do azul navi con un escote corazón, aportando esbeltez y
sensualidad por doquier. Ni hablar de sus tacones blancos de aguja.
Alucinante.
—Aún así vas a robarte más miradas que yo —dio por hecho dándole un
toquecito en la punta de su nariz —. En fin, si ya estamos listas, no
tenemos empo que perder.
Se mezcló entre el bullicio de estudiantes, chicos y chicas, todos juntos,
revueltos en un mismo lugar. Aturdida con el ambiente distendido, porque
no solía gustarle los lugares repletos de personas, buscó a su amiga, pero
esta había desaparecido de su lado, como por arte de magia.
Odió no poder ir más rápido, la culpa se la echaba a los S le os, enfadada.
Apenas logró divisar a Andrea, la muchacha estaba hablando con un joven
de peinado prolijo y de pajarita en su cuello. Andy hablaba en serio con lo
de tener sexo. Puso los ojos en blanco y giró sobre su eje chocando,
accidentalmente, con un desconocido.
Sus ojos se abrieron de par en par al presenciar cómo el contenido del vaso
rojo, desechable, se salía arruinando el perfecto traje de aquel individuo.
—Yo… Lo siento tanto, no sabía que… —enmudeció al fijarse de cuan
guapo era el sujeto de ojos cafés. Fue peor cuando le dedicó una sonrisa.
Casi desfallece.
—No, no enes de qué preocuparte, venía un tanto distraído y ahí estabas
tú, ha sido mi culpa.
Pero Mariané no pudo hilar una sola palabra al respecto.

27
—Aaron, mi nombre es Aaron Wahlberg —se presentó, a Mariané la
recorrió un espiral de emociones. No sabía qué decir, de intentarlo temía
tropezar con sus propias palabras y quedar delante de él, una tonta.
—D-discúlpame, estropeé tu camisa, que idiota soy, lo siento…
Acto seguido alcanzó un par de servilletas cerca e intentó limpiar el
desastre causado. No imaginó ponerle las manos encima a un desconocido,
pero estaba tan nerviosa que no reparó en eso. El joven la detuvo,
agarrándola con cuidado por ambos brazos.
—Detente, por favor, no es nada. ¿Cómo te llamas? —trató de conversar,
minimizando el incidente.
—Yo…, Mariané Lombardi. —logró decir recuperando paula namente el
aliento.
—¿Italiana?
—No, mis padres lo eran —explicó esforzándose porque no le fallara la voz.
—Ah, en endo, por eso tu apellido. ¿Quieres conversar un rato? —inquirió
de pronto, se quedó meditando en su pregunta, algo indecisa.
—No, no lo creo, mis amigas están… —observó a todos lados buscándolas
y nada.
—Divir éndose, es lo más probable. —completó la oración por ella y se
quedó a la espera de su contesta.
—Prome eron quedarse a mi lado, al menos Kelly lo hizo —torció los
labios haciendo una mueca —. Los lugares abarrotados de personas suele
ofuscarme, no me siento cómoda aquí, sin embargo vine porque ellas no
iban a permi r que me quedara en la habitación. Pero me han dejado
sola…
—¿No cuenta el que estés conmigo?
Logró sacarle una sonrisa.
—No dejes de sonreír, cuando lo haces brillas, ¿de dónde has salido,
Mariané? —curioseó en un susurró casi hecho poema.
—Creo que debo volver…
—¿A dónde? Pensaba invitarte a tomar aire, afuera, así te sientes a gusto.
—declaró regalando en el desliz de su labios una sonrisa, se le hacían unos
hoyuelos en las mejillas, Mariané lo apreció quedando prendada.
Se fio de él, confiando en su dulce naturaleza, su amabilidad y la facilidad
de convencimiento que la envolvió de inmediato. No supo cómo sucedió,
estar ahí de repente, caminando a la par de un sujeto al que apenas
conocía, lejos del alboroto juvenil. Al cabo de unos minutos de andar sin
rumbo fijo, paró, bajo su atención se quitó los tacones y los colgó en su
brazo derecho. Aliviada de liberar sus pobres pies de la tortura, exhaló
descalza, moviendo los dedos sobre el pasto húmedo. Seguro había caído
una llovizna, caso raro que sucediera estando en temporada de un
bochornoso calor, verano.
Ladeó la cabeza mirando a Aarón. Este negó con un dejo de diversión por
lo que había hecho.
—Me recuerdas a mi hermana, sencilla y natural, así de diferente a las
demás.
Retomaron la marcha. El comentario le pintó las mejillas, ralen zó por un
instante su cuerpo.
—¿Es mayor que tú?
—No, ella ene diecisiete. Está aquí, yo he venido a acompañarla a su
fiesta de graduación.
—Pero tú… ¿no estás en el internado Shamberg? —averiguó tratando de
no sonar intrigada. Sí, sí sen a la necesidad de saber más sobre él.
—No, ¿a poco te parezco de diecisiete? —quiso saber.
La pelirroja asin ó y negó a la vez.
—Es decir, no creí que fueras mayor.
—Cumplí diecinueve, tampoco soy tan viejo.
Ambos sonrieron; la plá ca se hizo larga, pero agradable siempre que
hablaran de trivialidades, nada personal, salvo que fuera de sus estudios.
—Iré a Columbia, me gané una beca con el sudor de mi frente y me siento
bien con ello. —admi ó orgullosa de sí misma.
El tema surgió, luego de que el chico le comentara que estaba estudiando
finanzas en Harvard, a raíz de eso también se acordó de Ismaíl. Coincidían
en algo los dos, sin percatarse los estaba comparando y no, no debía hacer
eso. De hecho ¿por qué rayos seguía haciéndolo?
—Eso es genial, felicidades. —le dijo sincero.
—Sí, bueno…
—¿No era tu obje vo en realidad?
—La verdad no lo imaginé así.
—¿Quieres decirme…
—No, no quiero hablar de eso.
—Cierto, es un día especial, se supone que no debería ser opacado.
—Gracias.
—Estuve de vacaciones por New York, los mejores días de mi vida, sin duda
alguna. ¿Ya enes pensado dónde vivirás?
—Compar remos un piso, Kelly y yo. Es lo que acordamos las dos. —
explicó recordando que volvería a la ciudad de la que tanto atesoraba
malos y escasos buenos momentos.
—Interesante.
—Viví en New York un empo, varios años, no será algo nuevo, si me
siento nerviosa es por la universidad. Temo que no pueda ser suficiente…
—Si crees que enes potencial, agárrate a ello, y no habrá sido en vano la
beca, esa es la razón por la que te ganaste un lugar en una universidad de
pres gio como esa. —animó, se lo tomó como un cumplido.
—De nuevo, gracias.
—Oh no, es un placer levantarle el ánimo a una preciosura como tú. —
alegó guiñándole un ojo y luego le echó un vistazo de arriba abajo,
deteniéndose lo que se volvió una eternidad para la aludida, en sus labios
rosados.
Aquello no supo cómo tomárselo, de inmediato cortó el incómodo
contacto visual. Volvieron a detenerse, él intentaba descifrar que le ocurría
al observarla mida en el balanceo de sus pies.
Trabajaron arduos sus pulmones, ¿él flirteaba? Era probable que estuviera
ligando con ella, se aterró de que fuera cierto. No planeaba eso, no era su
intención buscar un ligue esa noche. Al menos podía echar a correr en caso
de que el joven Wahlberg intentara otra cosa, porque sus piernas sin esos
altos tacones se movían con tranquilidad. No olvidemos la imperiosa
adrenalina que se siente al exponernos al peligro y aunque Aaron no
estaba siendo exactamente… azaroso, peligroso, no lo conocía del todo, no
podía predecir cuál sería su siguiente movimiento.
Ojalá pudiera tener el poder de leer mentes, así sabría qué pasaría por su
cabeza. Conocer las intenciones por las que se había acercado a ella esa
noche, de que fuera tan lindo y amistoso, apenas conociéndola.
—No quiero ser atrevido, pero estás hermosa, nunca vi a una mujer tan
despampanante como tú. —confesó alzándole la barbilla, sin distancia e
medio, cerquita de su cuerpo atravesado por una marea de sensaciones
que provocó él.
—Ahora me estás… asustando —admi ó retrocediendo recelosa.
—Y estoy apenado por hacer eso, no sé que demonios me sucede, parece
que no puedo controlarme frente a una mujer. —se cubrió el rostro,
avergonzado.
En respuesta sonrió para aligerar la tensión que se había formado, sin
embargo ya quería regresar adentro con el resto.
—Será mejor que regresemos —añadió a punto de ponerse los tacones.
Notó su aprieto, y buscando ser un caballero, se ofreció.
—Creo que necesitarás ayuda —le dijo, sin remedio, se apoyó de su cuerpo
—. Deja que lo haga por .
—No…
Iba a protestar, pero ya volvía a estar a nada, y le afectaba también. Se
sostuvo de sus hombros mientras él le ponía los S le os. Todo ese empo
lo respiró de cerca, absorbiendo en suspiros entrecortados su masculino
aroma. Su costoso perfume le aturdió los sen dos; se declaró culpable de
atreverse a pensar que pudiera ser Ismaíl el hombre que ahora tenía
enfrente, lo prefería mil veces a él, agachado tomándose el acto con
delicadeza y luego cuando la mirara a los ojos perderse en sus zafiros.
Pero la mirada con la que se topó era oscura, los ojos cafés que se rasgaban
cuando esbozaba una sonrisa, justo como lo hacía ahora el dueño, Aaron
Wahlberg.
—Gracias.
¡Que desilusión!
De todas maneras no sabía por qué Ismaíl haría algo así, nunca tuvo esos
gestos con ella. Ba ó la cabeza, claro que exis eron, la llevaba a la cama,
se quedaba con ella, la consen a y mimaba, le quiso mucho, pero si
hubiera sido verdad, ahora no estaría sobre los tabloides que tenía otro
amor, con la que se casaría.
Tenía que meterse en la cabeza que lo suyo fue pura hipocresía, un
montaje que terminó destruido. Y la falacia que la arrastró siempre,
disfrazando la demoledora verdad, esa volviendo invisible los muros que
los separaron ya por completo.
—¿Estás bien?
Forzó una sonrisa, lo más parecido a una mueca. Lo picó la curiosidad de
conocerla a fondo, de saber que había detrás de esos ojos cristalizados. Se
tragó la incer dumbre, la urgencia de indagar porque temía volver a
cagarla y no le concernía, no tenía el derecho de meter las narices en sus
asuntos personales.
—Creo que ha sido mucho aire fresco —expresó recalcando su decisión de
que lo mejor era volver al interior.
Asin ó y ambos retornaron manteniendo medio metro entre ambos. En
todo el camino alejó las lágrimas que se avecinaban. Una vez ante el
montón de personas, se miraron.
—Fue un placer hablar con go, Mariané.
—Opino lo mismo, adiós…
Nunca ansió tanto despedirse del chico como ahora. Quizás no aceptaba
que otro le erizara la piel, que alguien más ba era su corazón y la pusiera
nerviosa como lo hacía Ismaíl.
No comprendía cómo el de ojos cafés provocaba una atracción de cada
par cula de su ser siendo atrapada por el imán de su ser.
—No me gustan las despedidas.
»Ya somos dos«.
—Tampoco es como si nos volveremos a ver —repuso confundida —.
Ahora debo buscar a mis amigas.
—No lo sabemos, ten, es mi número de teléfono. —con nuó esperanzado.
Le había dado una tarjeta de contacto. Se quedó observando lo que decía
ahí, además del teléfono. Aaron Wahlberg, gerente de publicidad.
Wahlberg. Inc
Levantó la vista, él ya no estaba. No entendía cómo con diecinueve años ya
tenía un empleo así, ¿gerente de publicidad? La única lógica explicación
que sacó a par r de que su apellido era el nombre de la empresa, es que
fuera hijo del propietario, además de un sabihondo que a su corta edad ya
estaba estudiando su segunda carrera. Porque finanzas no era lo mismo
que publicidad, supuso.
Lo buscó avanzado lento, falló. No lo halló por ningún lado. Lo único que le
afirmaba de su existencia es que tenía un pedazo de papel en manos con
su nombre, apellido y número telefónico. De no ser así, habría asumido de
que la charla afuera, su presencia abrasadora y todo eso solo fue una mala
pasada de su cabeza.
—¡Pero que calzados tan envidiables! —la voz de Mar, pitó en su oído.
Se volteó, ella tenía una sonrisa de oreja a oreja, colgada del brazo de un
moreno alto.
—¿Es esta belleza tu amiga? —inquirió el muchacho, con una lascivia
sonrisa que le puso los vellos de punta.
—Sí, ya deja de verla así Asthon y vámonos. Mariané… —le dio un beso en
la mejilla y le susurró al oído —. Le dices a Andy que no me llame, estoy en
buenas manos, créeme.
—Claro.
—Me encantan tus s le os.
—Gracias, ha sido un regalo.
—Debe de ser alguien que te quiere mucho, porque sé de esas cosas y esos
cuestan un ojo de la cara. —comentó admirando el calzado.
—No lo sabía. ¿Entonces te irás?
—Sí, estaré bien —le dio un beso al tercero que no había dicho otra
palabra, pero que no dejaba de mirarla de esa extraña forma que la hacía
cohibirse —. Asthon es un amor, sigue disfrutando la fiesta, eh.
Ni siquiera lo conocía. Como no era su problema no intentó convencerla de
quedarse, y si lo hacía igual no daría resultado. Un punto a su favor es que
cada individuo era libre de tomar sus decisiones, por algo se le llamaba
libre albedrío, sin embargo hasta Eva, una mujer perfecta, había mordido
de la manzana y fue una pésima decisión. No sabía que sería de Marlene,
imperfecta como ella, además de tener las hormonas alocadas.
Cuando se fue, dejó de preocuparse por nada, lo peor que podía pasarle
seguro no se asemejaría a todo lo que tuvo que vivir. Solo tendría sexo
salvaje con ese po y ya. Se guardó la tarjeta, con disimulo, dentro del
escote de su ves do. En el preciso instante fue interceptada por su amiga,
la castaña.
—Oye, me dejaste sola, Kelly, estuve buscándote y nada ¿en dónde
andabas? —trató de sonar molesta.
—Tranquilízate que no te ha pasado nada, las dos seguimos enteritas. Te ví
salir al lado de alguien, enes que contarme. —exigió ansiosa.
—Solo necesitaba aire, no me manejo bien en todo este mar de personas,
lo sabes. Pero no salí con nadie. —min ó.
—Entonces ha sido mera coincidencia de que salieran al mismo empo,
perdón por malinterpretar los hechos. —le dijo, en el fondo no había
ninguna confusión.
La había visto hablar con un chico, de lejos, pero para evitar incomodarla
más, le siguió la corriente.
—¡Una fiesta de graduación no es fiesta sin baile, chicos! —se escuchó a
través de un micrófono —. ¡Vamos, busquen a su pareja!
—Ven Mariané, te presentaré a una persona, no ene pareja de baile al
igual que tú.
—No, no quiero bailar, ve tú.
—Aburrida —le dijo sacándole la lengua —. Bien, yo sí iré a mover este
cuerpo.
Las luces dejaron de iluminar el gran salón, volviendo tenue, intermitente
en colores de aquella bola colgando en el techo, la música empezó a sonar
más lenta. Terminó atrapada en el centro, que estuvo antes despejado, las
parejas a su lado iban moviéndose al ritmo de la canción.
Se sin ó encarcelada.
Aunque pidió permiso, nadie se hizo a un lado. Frustrada, tuvo el impulso
de salir de ahí a empujones.
Uno… Dos… Tres…
No pudo dar un solo paso.
La agarraron por la cintura unos fornidos brazos, y después sin ó la bieza
de un beso en su hombro, el ronroneo augurando un caos. Mariané deliró
por el roce de labios de su captor en la curva de su cuello. Temblaba bajo
las palmas del opresor en su cintura. Dejó de respirar, enloquecida con esa
boca repar endo besos sobre ella. Lo peor de todo es que el aturdimiento
debido a lo que ocurría, nubló su mente, dejándola en blanco, sin lugar a
inquisi va o cabida para preguntarse quién era ese hombre.
¿Y por qué rayos no lo apartaba?
Su traicionero cuerpo reaccionaba a esos toques varoniles, como si
reconociera al dueño de los húmedos labios, cosa que ella no hacía
todavía. Aquel sujeto tenía el poder de abrumar, desestabilizar y congelar
su cerebro.
Necesitó un par de minutos para conseguir decir su nombre.

28
Fue llevada al exterior casi a rastras, recobró el aliento ante el cielo abierto.
El olvido, el dolor, el pasado y presente ahí, toda una mezcla poderosa,
tornado arrebatador, le caló los huesos.
Ni todo el aire circulando afuera, era suficiente para aplacar el ahogo que
se alojó en sus atrofiados pulmones.
Lloraba su alma maltrecha, gemía en su interior lamentos de un corazón
par do e irreparable por una historia desdibujada, arrancada de golpe. No
podía aparecerse así de la nada, doblegarla cuando se prome ó a sí misma
que no se permi ría sen r un solo ves gio de amor por él. Apretó con
fuerza los párpados, mientras el hombre estaba enfrente, esperando algo
más de sus labios temblorosos.
La pilló desprevenida, indefensa aunque el ves do que llevaba esa noche le
sentaba arrebatador y excitante y subida a esos elevados S le os, una
mujer sensual. Por ella estaba tocando fondo, con bengalas prendidas a
través de su torrente sanguíneo.
Nunca se sin ó tan conflá l y dominado.
Mariané lo observó, taciturna, no sabía que decir, verlo ahí la impactó, le
secó la garganta y enmudeció su capacidad del habla. Le costaba creer que
su imponente presencia, no solo era parte de su encadenamiento al
antaño.
Los años no transcurrieron en vano; lucía más guapo, enfundado en un
costoso traje oscuro, el cabello ébano prolijo elegante. Le aturdió en
demasía, con desafuero contundente.
—Mírate, estás hermosa. Necesitaba tanto encontrarte. —declaró dándole
una repasada, quedándose al final colgado a sus enormes ojos caramelos,
en esos orbes bailaba la incredulidad, el miedo, la confusión y una
tormenta a punto de derramarse sobre sus mejillas.
—Ya perdí mucho empo llorando como una estúpida, es tarde, lejos de
he podido avanzar más allá de lo que con go. No puedes aparecerte por
aquí así de pronto, no enes derecho, Ismaíl.
Estaban a un solo paso, pero se sen a como mil kilómetros distanciando
sus almas.
—He sido un imbécil, no te merezco. Pero necesitaba verte, ha sido un
infierno sin , no imaginas cuánto quema la vida con tu ausencia.
No iba a caer en el juego de su traicionero corazón. Que la enredara en sus
palabras, que la perdiera en el laberinto de su voz cargada de urgencia.
—Al menos ya enes quién te caliente la cama, no seré ilusa, no esta vez.
Sé que te vas a casar con una mujer encantadora, aún así vienes hasta aquí
intentando engañarme para que caiga en tus brazos —escupió ardida.
Tenía un gigantesco nudo en la garganta, dolía —. No sucederá, ya he
sufrido mucho como para volver a desangrarme por alguien que no se
quedará. No nos pertenece el des no, no nos corresponde nada, no quiero
verte más, aléjate por favor…
Ismaíl hizo caso omiso, intentaría averiguarlo de cerca; sus la dos
detectaban que la causante, aun pasado los años lo echaba de menos. A
milímetros absorbió su esencia, aunque del aroma a vainilla no quedaba un
solo rastro. El ritmo de su corazón se acopló al suyo. Levantó sus manos,
antes laxas, volviendo la unión de sus palmas un roce eterno. Sen r su piel
le dio vuelo a la esperanza que creyeron marchita, le dio flama a lo que
pensaron hecho cenizas.
—¿A quién engañamos? —inquirió acariciando con la mano que libró del
adoso, su tersa mejilla mojada —. Te deseo, te amo con el alma, te amo
con fuerza, te amo con demencia y locura y percibo que tú por mí sientes
eso.
Quiso reír, el sabor del te amo, más bien era un resabio amargo, men ra y
más engaño pronunciando esa boca que tanto besó. Se armó de valor para
replicar, teniéndolo así, todo ápice de valen a se deshizo.
—Nos engañamos pensando que podrá suceder algo entre nosotros —
señaló furibunda —. ¡Ismaíl, vas a casarte! O me vas a decir que ese anillo
que has puesto en la mano de otra mujer no significa nada.
—Lo único que le da significado a mi vida eres tú, defines mi mundo. Es un
sen miento inquebrantable, que no se rinde fácilmente porque es de
verdad. —confesó con desespero —. Tomé malas decisiones, la peor fue
dejarte aquí, olvidarme de alguna manera de , porque por otro lado
nunca lo hice. Tienes que creerme, florecilla.
Rio con rabia, no creería esa falacia, esa palabrería absurda que no llegaba
a ser demostrada con hechos sinceros.
—Debes irte, vuelve a New York, regresa con esa tal Zoya y rehace tu vida,
a mí déjame tranquila, que solo me las mas. —se le rompió la voz.
Aléjate, suplicaba su mente.
Quédate, gritaba su corazón.
—No puedo, solo soy un infeliz si no estás a mi lado, viviendo en la ruinas
de una soledad interminable, sin todo está perdido, ahora mismo puedo
a volar a New York y cancelaré el compromiso con Zoya. Te amo a , no a
ella, Mariané —susurró rogándole entre lágrimas.
Estaba a punto de caerse por el precipicio, de volver a sen r la caída. Jamás
miró los zafiros más hipnó cos inundados de espesas lágrimas, la estaba
convenciendo, porque era débil, él la conocía, aunque pareciera más una
premeditada actuación, Ismaíl estaba abriendo su corazón en verdad.
Dejándose llevar por su delicioso perfume, bergamota y limón, apenas
pudiendo respirar por la nariz y exhalar, dio un ligero asen miento de
cabeza.
Tal vez pudo haberse negado, pero todavía enamorada de él no supo
mover la cabeza hacia cordura. Estaba decidiendo abalanzarse a los brazos
de la locura y no le importó en absoluto. Sí, la atrapó, la convenció, la
volvía a tener en sus manos y no, no se detendría a meditar en los pasos en
falsos.
La apretó contra sí, dejando un abrazo a medias al direccionar sus labios a
los de ella. La besó con ardor y perdición. Su boca no sabía a despedida,
sino a una ardiente bienvenida que la consumía cuan papel en llamas.
Correspondió enredándose a su cuello, Ismaíl la acercó más poniendo una
mano detrás de su nuca, profundizando el ósculo.
—Odio sen rme una niña a tu lado —murmuró entrecortada, sin abrir los
ojos.
—Y yo de que me enloquezca una chiquilla como tú, así de angelical pero
que encienda tanto fuego —aseguró repasando el contorno de su exquisita
boca —. Estás bajo la capas de mi piel, ahora que lo puedo sen r, no quiero
que vuelva a desaparecer tu tacto.
La joven negó con un revuelo adentro, contradicción en su cabeza
revolcando todo de sí. Que tonta al creer que no era la misma, de confiar
en que no la afectaría como antes. Navegaba en esos ojos azules,
presagiando que pronto acabaría en naufragio.
—No canceles nada, una parte de mí piensa que será un desa no; no seré
la tercera en discordia, la culpable de una ruptura. —intentó convencerlo.
—Ella sabe que lo nuestro es solo una pantalla, le he dejado todo claro, al
cabo de un empo pensábamos divorciarnos. La única razón por la que me
casaría es por un ridículo trato con sus padres, con intereses en medio, a
ellos por dinero si llegase a fusionar sus empresas con las de mi padre. Y Yo
pensé que casándome pararían con todos esos rumores que dispersa
mordaz la prensa acerca de que soy un mujeriego, un hombre que sobre
los treinta todavía no sienta cabeza —admi ó exasperado —. ¡Al diablo
con eso! No me importa nada más que tú, vuelve conmigo.
—No. Estoy cansada de que me prometas sin parar y al final de quedarme
sin nada. —admi ó dolida, a sabiendas de cuál sería el resultado de un
retorno, poco seguro, nada prometedor.
—No será esta vez. Déjame tan solo que esta noche te haga mía, no te pido
más.
Eso iba contra la moral que forjó esos años sin él, que le quitó de pequeña
y ahora no le servía de nada haberla recuperado.
—Ismaíl, no sé por qué te permito que hagas lo que quieras conmigo, pero
si vas a volverme loca, hazlo ya. —emi ó llevada por un frenesí intenso.
Lo besó saboreando la derrota, aceptó haber perdido de nuevo la batalla.
La luna fue tes go de como dos pieles, frío y calor, impaciencia y
descontrol se fundieron sin dar tregua. Les sobró la ropa, la delicadeza y
parsimonia. Se respiraron con necesidad, demencia y en el combate de sus
labios asidos al abismo pasional, cayeron. Los focos se apagaron, solo
estaban los dos dejándose hasta el miedo entre las sábanas de una
habitación de hotel.
—Perfecta… —ronroneó desperdigando una hilera de besos desde el
principio de su pecho hasta el centro de su vientre contraído.
No dejó de mirarla en todo el descenso, con eso ojos atravesados por un
brillo lujurioso y sombrío. La pelirroja perdió los dedos en cada una de sus
hebras oscuras, revolviendo su pelo.
—Ismaíl…
Su lengua experta bregó deliciosamente en ese botoncito por unos
minutos. Encogió los dedos de los pies, tensa, al experimentar una
vorágine de placer. Trepidó de la cabeza a los pies; él se bebió lo prohibido,
volviendo al ataque de sus labios rosados.
Resbaló en su interior con facilidad, dando la primera embes da, luego
aumentó el ritmo sin guardarse el deseo de sen rla hasta el fondo.
Enjaulados en la gloria de sen rse vivos, aun cuando se consumían, no se
contuvieron a nada. Sus caderas bailaban sincronizadas, ellos Jadeando,
gimiendo y gritando en el climax explosivo, se corrieron a la par. Aún
dentro de ella, le besó la frente, repe das veces.
—Te amo, de aquí a la galaxia y de vuelta.
Tras recuperar un poco el aliento, la joven tocó su mandíbula, trazando
caricias sobre una sexy barba incipiente.
—Dolerá mañana, así que por favor no con núes diciendo que me amas.
—pidió bajito, dejando un beso en su cuello.
Se sen a en llamas, siendo en cuerpo y alma, suya.
Ismaíl salió de ella acomodándose a su lado. Tiró de las sábanas
cubriéndose a ambos, la acercó a su fisonomía, abrazándola.
No se hubiera imaginado que acabaría haciendo el amor con Ismaíl, por
ahora, a ninguno les importaba el mañana, el defini vo adiós que llegaría
con el alba.
Fue triste levantarse al amanecer y encontrarse con el lado izquierdo de la
cama ausente de él. Tardó en soltarse de la somnolencia, cuando lo hizo se
levantó en pies. No había una nota sobre el buró, alguna despedida en
papel, nada. Encontró su ropa esparcida sobre el suelo, la recogió
llevándola consigo al baño. Después de cepillar sus dientes, se enjabonó
todo el cuerpo frotándose con rabia cada cen metro, quería borrarlo de su
piel, deshacerse de su almizcle dejado en sus poros.
Bajo la cascada de agua gélida apoyó la frente en la baldosa, permaneció
un rato largo en esa posición, derramando lágrimas inquietantes.
Regresó a la habitación. Se llevó la sorpresa de encontrar un ves do color
beige, ropa interior y unos zapatos de tacón con cierre que se ajustaba al
tobillo. Avanzó examinando el atuendo de cerca; seguro había sido obra de
Ismaíl, en todo caso agradeció, porque no tenía que ponerse la misma
ropa.
No perdió empo, se vis ó rápidamente. Todo le quedó a la medida,
sa sfecha o al menos más calmada, se miró en el espejo. Se arregló el
cabello, lo dejó suelto de modo que se secara con el aire. Giró sobre su eje
ante el sonido de la puerta siendo abierta.
—No me equivoqué respecto a tu talla. Te queda perfecto. —comentó, y la
estudió sin disimulo.
Simplemente inigualable.
—Yo… creí que te habías ido, pensé que… —balbuceó sorprendida.
—Ya ves que no. Esto debe de ser tuyo, ¿no es así? —le mostró la tarjeta,
agitando el pedazo de papel en su mano. Se puso nerviosa, bloqueada. Era
la tarjeta de contacto de ese Aaron —. Aaron Wahlberg, no conozco a este
po y tampoco quiero saber por qué te dio su número.
—No es nada importante, que me haya dado su tarjeta no ene nada de
malo —emi ó sin mirarlo a los ojos. —Pero tampoco puedes reclamarme
algo, entre tú y yo no existe una relación amorosa, lo de anoche ha sido
sexo, lo sabes.
Ismaíl, acortó los pocos metros y se posó frente a ella.
—Es cierto, pero te recuerdo que sigo teniendo tu tutela, hasta que seas
mayor de edad. —mencionó dándole la tarjeta.
Puso los ojos en blanco.
Sin quedarse atrás, tomó su corbata y se inclinó a él poniéndose en punta
de pies.
—Suerte que falta poco, así ya nada me atará a . —contestó dibujando
una sonrisita.
El hombre, le borró la victoria del rostro con un beso profundo que si él no
la sostuviera por la cintura, habría perdido el equilibrio.
—Nunca te vas a librar de mí, nos queremos, nos amamos. El amor que nos
sen mos nos une pase lo que pase… —susurró, besándole las manos con
cariño.
—Sin embargo, no parece ser suficiente… —declaró reflexionando en la
montaña rusa, al bajos y curvas repen nas que les había puesto vida.
Y todo por recorrer juntos un camino incorrecto.

29
Tomaron el desayuno en un icónico, pintoresco y verdinoso lugar dentro
del hotel Beverly Hills; contaba con banquillos dispuestos alrededor de una
fuente de sodas. Mariané, asombrada, perdió la mirada en el entorno.
Ismaíl ya conocía el si o, solía frecuentarlo durante sus estadías a la ciudad
cuando hacía sus viajes de negocios.
Le hizo señas al mesero, que ya lo conocía, este se les acercó de inmediato.
No pasó desapercibido a la hermosa compañía que traía el ejecu vo. Lo
saludó mientras el magnate se acomodaba en su si o; Ismaíl tomó la carta
e inspeccionó con ojo agudo, como solía, los pla llos.
Le preguntó a Mariané qué le apetecía, y ella se limitó a encogerse de
hombros. Le daba igual comer lo que sea, de todos modos no tenía mucho
ape to.
Decidió por los dos qué comerían. El mesero se fue con la orden, tras pedir
permiso.
—No debería estar aquí, Kelly debe de estar buscándome como loca y ni
siquiera puedo llamarla o enviarle un texto.
—Si eso te preocupa, toma —le ofreció su teléfono —. Avísale que estás
bien.
—No, no sé su número.
—Te llevaré devuelta a Rosewood, lo prometo. —le tomó la mano sobre la
mesa.
No volvieron a hablar. Ya llegaba la orden. Pla llos de huevos y bistec,
además de zumo de naranja y café. Comió despacio, obligada a tragar cada
bocado, él, como siempre, se aguantó un momento que dedicó a bajar la
cabeza, y dar gracias por la comida.
No le prestó más atención y, se sumergió en su propio plato.
Al cabo de unos minutos, terminaron de engullir. Ismaíl canceló la cuenta y
le dio una considerable propina al mesero. En vez disponerse a abandonar
el restaurante, la joven inició una charla.
—No te lo dije, pero me gané una beca.
—Lo sé, la directora me man ene al corriente de todo. Estoy orgulloso de
, Mariané. —declaró manteniendo el profundo contacto visual.
Apenas sonrió, mida.
—Viviré con mi compañera de habitación, en un piso en New York, así lo
decidimos, está cerca de Columbia. —explicó y se arrepin ó casi al instante
de habérselo dicho.
—Al final volverás a la ciudad…
—Pero cada quien por caminos separados, es lo más sano para los dos.
—No cambiarás de parecer, ¿cierto? —inquirió con un ves gio de dolor en
la voz.
Largó un suspiro pesado. Diluir todo lo que había ocurrido entre ellos,
resultaba cuesta arriba. Ella se alejaba, él se distanciaba, cada uno
poniendo trabas, excusas, razones absurdas, algunos válidos mo vos, sin
embargo no lo sen an así. De la boca para afuera se negaban, pero el
imperioso sí, los sacudía por dentro. La admisión interna que crujía en sus
corazones.
—Creí zanjado este asunto sobre nosotros —hizo una mueca —. Ahora que
intento olvidarme de , de brillar con luz propia y alcanzar metas, como
cualquier joven de mi edad, tú insistes con algo que no ene futuro. Me
parece contradictorio que me hayas dicho un montón de cosas por
llamada, esa vez, cuando estabas despidiéndote, pero tú también estás
atascado en el pasado. Me dijiste que avanzara, mas tú mismo ahora estás
retrocediendo; por qué no puedes dejarme ir…
—Yo sé que no es lo que quieres, florecilla. Mírame a los ojos, por favor.
Con lágrimas en los orbes, clavó la mirada en él, divagaba en la caó ca
situación a la que estaban expuestos.
—No te quiero en mi futuro, si lo permito temo volver a quedar destruida.
No saldremos ilesos de algo así, Ismaíl. No estamos des nados, no, por
supuesto que no —negó con frenesí —. Quiero una vida sin tantos errores,
sin tanto sufrimiento. En este preciso instante me recrimino haberme
acostado con go, no debió pasar, no debí permi r que sucediera.
El silencio reinó unos minutos.
—Si piensas que lo que estás prescindiendo nos hará más fuertes, no estoy
de acuerdo —discrepó intentando sonar sereno —. Mariané, no seremos
igual que antes.
—Tampoco volviendo a estar juntos —suspiró profundo —. Por favor, te lo
pido encarecidamente, cásate con Zoya, cuál sea la razón de su futura
unión marital, hazlo. Aprenderás a quererla y ya ni recordarás mi nombre.
Sigue tu vida, que yo seguiré la mía.
Se guardó las palabras, la insistencia, el pesar de saberla perdida. Había
volado a Los Ángeles con la pequeña esperanza de recuperarla, con
intenciones de proponerle que fuera otra vez su novia, mo vado por un
amor infinito había resuelto pedirle en el transcurso de su relación que con
él se casara.
Se daba de bruces contra la realidad letal, contenido a mostrarse acabado.
Ya venía siendo empo de rar la toalla, si es lo que ella decidía, no se
opondría, ni rogaría arrastrándose a sus pies.
—Me parece perfecto. Quiero que te vaya bien, de corazón —soltó como si
nada. La verdad, es que traslapaba en una forzada sonrisa, el puñetazo que
le quitó el aliento, todo por el terror de verla par r para siempre —.
Cualquier cosa que necesites, podrás ponerte en contacto con mi abogado,
será un intermediario, si no quieres saber nada de mí.
—Está bien.
Abandonaron el si o, a las afueras estaba aparcado el auto de Ismaíl. Se
subió de copiloto. Callada, inmersa en sus pensamientos, estuvo durante
todo el trayecto. Sen a cada cierto empo la intensa azulada mirada de él
sobre ella, se hizo la desentendida.
Para deshacer el silencio sepulcral, casi asfixiante, el hombre encendió la
radio. Empezó a sonar de fondo una canción desconocida, para Mariané no
tanto, la melodía le invadió el cuerpo entero, erizando su piel.
—Sé que la beca es buena, pero no ene nada de malo que quiera darte
dinero, te servirá mientras no encuentres un empleo, además sigues
siendo menor de edad y yo como tu tutor tengo la obligación de estar
pendiente de tu bienestar, lo cual significa también estabilidad económica.
—No quiero tu dinero. —espetó reacia.
—Mariané…
—No, falta poco para ser mayor de edad, con la beca resuelvo mientras
tanto, Ismaíl.
Ismaíl apretó el volante con fuerza y en el perpetuo deseo de mantener la
calma, exhaló hondo.
—Hace mucho, cuando te conocí… —comenzó a decir, a Mariané no le
agradó nada de lo que hablaría —. Decidí abrir una cuenta a tu nombre, a
par r de los dieciocho podrás disponer de ese dinero, es suficiente para lo
que quieras. Úsalo, no aceptaré un no por respuesta.
—No puedes obligarme a gastarme tu dinero —replicó enfurecida, pero en
un tono bajo, todavía —. ¿De cuánto estamos hablando, Ismaíl?
—Más de cien millones de dólares.
Parpadeó con desmesura, le pareció una barbaridad, y él defini vamente
un loco de remate. Con esa can dad de dinero podría vivir el resto de su
vida. A cualquiera se le hubiera caído la mandíbula al suelo de enterarse
dueño de exorbitante fortuna.
—No, de ningún modo lo aceptaré, debes de estar loco para despilfarrar
tanto dinero.
—¿A eso le llamas malgastar? Ni ene sen do lo que dices, el dinero sigue
intacto y lo vas a usar, ¿cómo podría ser un despilfarro, entonces? —
enervó en desacuerdo.
—No estás entendiéndome o te haces el tonto, ya me doy cuenta. —rugió
envalentonada —. No debería estar sorprendida, primero el brazalete, este
broche que te devolveré en este momento y ahora más de cien millones de
dólares, ¿por qué, dime por qué, Ismaíl?
—Estoy en deuda con go, te dañé, te amé más de lo prohibido, le fallé a
Donato, te dejé y me alejé, ¿con núo? —susurró transitando en su mente
por cada una de las cuerdas flojas.
Se cubrió el rostro con agobio, no quería seguir escuchándolo. Había hecho
una tontería al darle tantos millones.
—No.
—Mariané, será lo úl mo que te pido, después de esto nada más, lo
prometo, te dejaré en paz. Haré lo que me has dicho, solo si aceptas el
dinero. —condicionó implorando también.
—Bien, no te garan zo que gastaré mucho, cuánto tomaré o no, ¿de
acuerdo? —soltó sin remedio.
—Al menos estás accediendo, está bien —dio un sonoro suspiro —. Y no
quiero que me devuelvas el broche, es tuyo —se apresuró en decir antes
de que se lo diera.
Le echó una mirada felina.
Sin ganas de discu r más, aunado a que una disputa siempre la ganaba él,
prefirió dedicarse a mirar por la ventanilla polarizada.
Llegando a Rosewood, Mariané sin ó como sus pulmones trabajaron
rápidamente, el corazón le la a desbocado, sabía lo que a con nuación
sucedería. Bajaría del Lamborghini y él se iría, no por unos cuantos años,
sino en defini va para no regresar jamás.
El auto se detuvo.
—Llegamos, cuídate mucho por favor.
No movió un solo músculo, paralizada de la cabeza a los pies. Aunque
quiso ser fuerte, no pudo, otra vez se estaba rompiendo en pedacitos.
—L-lo haré. —logró pronunciar quitándose el cinturón de seguridad. Ismaíl
hizo lo mismo para acercar el rostro al suyo y con una mano le acarició la
mejilla —. Estaré bien…
—Dame un beso, uno más, Mariané… —susurró con la voz cargada de
tensión.
La muchacha dejó salir la primera lágrima y lo besó sin contenerse, lo besó
con el alma, con el corazón en un puño, con delirio y dolor. Se arrancaron
hasta el úl mo aliento, con tal de expirar lo más profundo de ambos.
Tantos dardos provocando escozor, tanto en aquel minuto en el que
decidieron quedarse prendados a los ojos, para al final decirse adiós, no un
hasta pronto, sino un hasta nunca.
Mientras avanzaba hasta la entrada del internado, no miró atrás. Pero se
quebró en cuanto el rugir de ese depor vo aceleró y se marchó sin reversa.
—Señorita Ferguson… —se alarmó de verla ahí, abriéndole la puerta.
Puso la mejor cara, limpiándose los ojos con el dorso de la mano.
—Buen día, Mariané. ¿Estás bien? —la estudió con profundidad.
Se incomodó en su si o, alternando el peso en un pie y luego en el otro.
—Sí.
No le creyó del todo, pero asumió que la razón de lágrimas resbaladizas se
debía a que el encuentro con su o la emocionó.
Empezaron a andar.
—Espero que hayas disfrutado la cena con tu o, ayer pidió la autorización
para llevarte, iba a decírtelo, pero él me dijo que te daría una sorpresa. —
explicó.
Vaya sorpresa.
—Sí, la pasé bien. Ahora iré a empacar mis cosas.
—En endo, te voy a extrañar. —expresó deteniendo el paso.
—Y yo a usted. —correspondió abrazándola.
En la habitación encontró la soledad recorriendo todos los rincones. Se
quitó los tacones y se desplomó sobre la cama. Perdió la noción del
empo, cayendo en un profundo sueño, no tanto como el algiar
aniquilando su existencia. Ellos siempre fueron una amalgama con
caracterís cas y esencias diferentes, inconsistentes en el amor, perdedores
en su propio juego de dejarse llevar por la marea embravecida, ahora se
ahogaban.
Creyeron que la flama era infinita, que un beso los salvaría, que un
encuentro ín mo podría reparar el daño. Que tontos al engañarse de tan
estúpida manera. Se habían amado contra la corriente, remando en vano.
Él era destrucción, una mina que había explotado dentro de ella,
alejándose después de dejarla en ruinas. Y no, no podían rever r el daño
de entre tantos escombros.

30
Quiso una pausa, silencio, un momento a solas. Estuvo un rato ahí, en el
balcón de su pequeño piso junto a la portá l sobre las piernas. El sol daba
luz cálida, amena con ello, respiró profundo mientras cerraba los párpados.
La brisa en un vaivén juguetón le hacía volar el cabello, sonrió, tenía un
camino por delante que recorrer.
Al rato le dio hambre, se acarició el abdomen. Con flojera se encaminó a la
cocina. El espacio era perfecto, luminoso y muy funcional; Aportando
calidez y texturas, como el terrazo del suelo. Había una ventana por la que
disfrutaba de la luz natural que se colaba de esta estancia. A diferencia del
roble colocado en forma de espiga del suelo del salón y de los dos
dormitorios.
Ya cinco meses ahí, y se sen a un acogedor hogar.
Abrió la nevera, estaba vacía, esperanzada de que encontraría algo en la
alacena se alzó en pun llas y revisó, halló un paquete de galletas intacto. Al
menos era algo. Es que la castaña, aún no regresaba de hacer las compras
de la semana.
Devoró la mitad en menos de cinco minutos y se bebió un vaso de agua.
Regresó al balcón; con desgana empezó a redactar la inves gación a
medias. Revisó los apuntes que había hecho, durante la clase en línea. Se
esforzó mucho para ser admi da en Columbia, desde pasar un examen con
alto puntaje, y otro de inglés aunado a que tuvo que entregar varias cartas
de recomendación por parte de los profesores de Rosewood. Además de
eso, otro requisito como alguna habilidad intelectual, en su caso, descubrió
que era buena con las letras.
Por otro lado, su amiga, al final había logrado aprender a tocar el piano,
decidiendo estudiar una carrera en música.
En fin, ya no estaba segura de querer con nuar, ni poder con todo el estrés
y ajetreo que implicaba cada día asis r a las clases, las tareas y todo eso.
No creyó que sería una estudiante de grado, con la carrera de periodismo.
Era mida, sin embargo el miedo escénico no la atacaba tanto. Como no se
veía a sí misma con un micrófono en la mano, hablando ante desconocidos
o al mundo entero frente a las cámaras, se decantó por periodismo escrito.
Quería ser algo en la vida, lograr por sí misma, obje vos. Aunque no fue
sino hasta el úl mo minuto que se decidió por dicha profesión.
Dada las circunstancias complicadas, el desánimo solía aparecerse por ahí,
la envolvía, la embes a, y cuando pensaba que ya no podía escabullir de su
dominio, volvía a tomar el món. No era fácil deshacerse de los
pensamientos nega vos, lo que parecía todo un reto, pero nada imposible.
Sin embargo, un día se levantaba de la cama y retornaban las ganas de
rendirse, de renunciar. Tan solo palpar el la r ajeno al suyo, sen rlo,
entonces el mundo cobraba sen do, la vida tenía lógica, razón y propósito.
Tendía a recuperar los colores carbonizados, cuando la lucecita en su ser le
iluminaba el alma a oscuras, hábitat hecha cenizas que solo así reverdecía.
Hubo momentos en los que se reía de la ironía de la vida, porque lo que
una vez temió a rabiar, ahora se volvió una fortaleza, y se aferraba a ello
con el corazón.
Mariané posó la palma abierta en su marcado abdomen de diecinueve
semanas, crecía sin parar. Atravesó la zona con sus delicados dedos, dejó
caricias en toda su piel. No tenía miedo, lo único que le gustaría haber
cambiado es que él estuviera viviendo una experiencia así de bonita a su
lado.
Ya era tarde para eso, Ismaíl se había casado hace un mes atrás. Todavía
recordaba estar tomando el desayuno mientras miraba un canal de no cias
matu nas, y lo vio. La mujer a su lado llevaba un despampanante ves do
blanco, él le daba un beso apasionado en los labios. Masoquista, se quedó
reparando en los novios felices, a simple vista era la pareja perfecta de
recién casados.
Por todos lados se difundió la no cia.
“La Nueva Vida Del Magnate Al-Murabarak”.
“La Boda Más Esperada”.
“Ismaíl Se Despide De La Soltería”.
Escribieron algunos diarios, periódicos y revistas, siendo la Times, la que
dio la tonta exclusiva.
Pudo escuchar el rompimiento de su corazón, otra vez, un sonido largo y
atronador. El dolor era agudo, como esquirlas bajo sus pies.
En ese instante, para no ponerse a llorar, buscó a entas el control remoto
y la apagó. Luego se tumbó en el sofá, y reflexionó. La linda rubia de la
pantalla era la señora Al-Murabarak, pero ella tenía adentro su esencia, su
mitad, un trocito de ambos en la matriz, la conexión eterna llenando un
vacío enorme. No importaba nada más cuando un angelito vivía en sus
entrañas.
La pelirroja ba ó la cabeza, harta de los embates de recuerdos marchitos.
No lo necesitaba, a pesar del ardor por las garras del antaño arañando su
interior, quería creer que no le hacía falta una pieza con su nombre en el
rompecabezas de su vida.
—¡He llegado! —gritó Kelly depositando las llaves en la mesita del
recibidor. Pudo oir el impacto del acero contra el vidrio.
Saltó de su lugar, o eso intentó, temiendo caerse. Encontró a su amiga
poniendo las bolsas en el mesón. Una sonrisita se extendió en su rostro, le
había traído el tarro de helado sabor a chocolate.
—Eres la mejor, gracias. —pronunció en un rodeo efusivo, pero dulce.
—Lo que sea por y mi sobrino.
—Podría ser niña, no lo olvides.
—Creo que será niño. Te acordarás de mí. —la apuntó con el dedo índice.
Negando con la cabeza, buscó una cucharita y se sentó en un taburete
cuan pequeña, a devorar su postre favorito. Kelly se encargó de acomodar
todo en la cocina.
—Me encontré hoy con Sean, quedamos en vernos esta noche. Es
oficialmente una cita. —añadió chillando.
A la joven le pareció una locura. Sabía de sus planes con el italiano, pero
una cita significaba que las cosas entre ellos iban en serio, y no solo se
quedaría en el revolcón de esa noche.
Sí, le importaba un bledo las reglas de no confraternización. Al relacionarse
con su profesor, de manera amorosa, estaba pasando por encima lo que a
rajatabla prohibía la universidad. No sabía en dónde iban a parar esos dos,
si todo se resumiría a un simple devaneo o ocurriría una especie de amor
verdadero, esos que duran para toda la vida.
—No sé por qué me da mala espina lo que sucede entre ustedes, eres mi
amiga, te quiero, y lo úl mo que quiero es verte triste.
—No pasará, además lo nuestro es solo atracción sica, y lo demás ya lo
sabes. —le guiñó un ojo con picardía.
—Lo digo por tu bien…
—Lo estaré, ya despreocúpate, Mariané. —le pidió fresca, sin
complicaciones.
—Al menos dime, a qué hora regresas.
—Es una cita, no sé que ocurra luego. —blanqueó los ojos, abriendo una
caja de cereal, y como si nada, se me ó un puñado a la boca —. Lo más
probable es que me aparezca al siguiente día, pero procuraré que sea a
primera hora en la mañana, ¿sí?
—Supongo. —se encogió de hombros.
Las dos se pusieron a hacer el almuerzo, un salteado de vegetales nada
apetecible, preparó la castaña; mientras que la pelirroja hizo spaghe con
salsa. En la mesa, Kelly comió sin afán. Era pésima en la cocina, carecía de
dones culinarios, por eso prefería pedir un delivery o comer afuera.
—Un poco de esto no te engordará —aseguró girando el tenedor en su
spaghe . Ella negó de inmediato —. Creo que exageras, no estás obesa o
algo parecido.
—A mí no me engañas, mira estos rollitos. —señaló su abdomen, más
plano que el suelo que pisaba.
—Yo debería de preocuparme, me pondré como una bola, sin embargo no
reparó mucho en ello.
—Ay no, te sienta perfecto el embarazo —susurró con ternura, posterior a
eso, se puso en pies —. Se me hace tarde, iré a ducharme.
—¿Dejarás a medias tu comida?
—Sí, rala a la basura por mí. —le suplicó uniendo sus palmas.
—Ni modo.
Al cabo de unos minutos lavó los trastes, miró el reloj en la pared, las
manecillas marcaba ya las cuatro y media de la tarde.
Decidió tomar un descanso, la acostumbrada siesta de todos los días.
Aletargada en el sofá, presin ó que pronto se quedaría dormida. Se
adentró en la irrealidad de los sueños, tan palpables que se permi ó sen r
sus labios, su sabor, sus abrazos. Un hilo interminable de ní dos
momentos, ahora blanco y negro, le apretaba la garganta, le oprimía el
pecho al punto de ser insoportable. Mientras más se hundía en los abisales
de la inconsciencia, ansió con implacable y abrupto frenesí poder hacer
volver el empo atrás.
Sin él, desafortunadamente su alma era una dicotomía. No terminaba de
acostumbrarse o de hacerse a la idea de una vida distante a la suya, por
más que pensara en aquella personita, no lograba imaginarse un mundo
sin sus caricias, sin el susurrante tono de su voz.
¿Había sido un error rechazarlo ese día? Tal vez, de no declinar no fuera
una solterona, y encima embarazada.
Despertó cuando el sol ya se había ocultado. Se fregó los ojos hasta
dolerles, nada lejos de la verdad se hallaba repan gada en un sofá,
viviendo en carne viva las migajas de un amor dado por perdido. No podía
pasarse el resto de sus días soltando lamentos por él, que lo más seguro
seguía como si nada volviendo a tener los focos encima, la atención de lo
medios, siendo lo único que le importara.
Estuvo retraída, inmersa en una burbuja que solo explotó con el taconeo
insistente sobre el roble. Giró la cabeza, encontró a Kelly ataviada en un
suges vo ves do rojo, remilgos pero mucha sensualidad, también. ¿De
dónde sacó esas curvas?, no la recordaba así de mujer, le sorprendió que
todo ese maquillaje, altos tacones y ropa provoca va, le hiciera ver de
vein cinco y no dieciocho.
A juzgar por el perfume que vino con ella, eso buscaba, aparentar más.
Estar hombro a hombro con Sean, pero claramente no en el sen do literal,
el italiano era al simo.
—¿No me vas a decir ni pío? —inquirió mordiendo su labio inferior.
Sonrió un poquito nada más.
—Luces asombrosa, perfecta… Espero que Santorini sepa lo que ene.
Se le acercó y la estrechó entre sus brazos, pero evitando despeinarse una
sola hebra de su castaño suelto en ondas.
—A la mañana vuelvo, lo prometo. No olvides tomar tus medicinas, cenar
algo ligero e irte a la cama temprano, hasta pronto. —le dio un beso en
cada mejilla.
Mariané suspiró profundo. ¿Desde cuando se había conver do en su
madre?
—Sí, ya vete.
Marchó enseguida, un par de veces se volteó a ver; la joven desde el sofá,
en cada giro le regaló una sonrisa.
Sola, sin mucho qué hacer puesto que pospuso la tarea para el domingo,
buscó pesarosa la portá l y la llevó consigo al dormitorio. Una vez ahí, se
puso los cascos, escuchaba una canción que le puso los ojos acuosos.
Tejiendo Alas, así se llamaba la dulce melodía removiendo cada fibra de su
piel.
La letra la abrazó.
Frágil, fuerte, triste, ansiosa y quebrada agarró un cuaderno del buró.
Mientras fluía el llanto, permi ó también que lo bullendo en su interior se
escribiera en el papel.
El empo no se de ene, el empo avanza.
Creces en mí tan veloz, ya falta poco para verte. Tú me das fuerzas, soy
valiente al sen rte, cuando escucho tus la dos, hermosa melodía que hace
de lo demás superfluo.
El empo nos quita y nos da.
Me ha otorgado más de lo que he podido imaginar. El miedo se borró de mi
alma, se quedó conmigo la alegría, a pesar de las circunstancias, porque
supe de tu existencia.
El empo duele, el empo sana.
Con días grises de tempestad, el panorama puede ser demoledor y lúgubre,
pero intento enfocar la vista en lo está por venir. Sé que todos los desa os
enen su calma, y tú, tú eres un susurro en la tormenta.
Mariané escribió su nombre y apellido al pie de la hoja, luego soltó el aire
sonoramente, sin éndose a prueba de balas, invencible.

Epílogo
Con el corazón rebotando imperioso en su caja torácica, contó los
segundos, el empo exacto en el que sus ojitos se conectaron a los suyos.
Sen rlo acurrucado en su pecho, su fragilidad y delicadeza, le despertó el
incondicional ins nto maternal. Lo besó con lágrimas empapándole todo el
rostro.
Descomunal marea emocional corría por su torrente sanguíneo. Con
regocijo lo acunó. No podía medirse la sobredosis de alegría expresada en
sus vivaces ojos caramelos, en sus comisuras dibujando una linda sonrisa.
Mamá…
Era madre.
La felicidad llegaba envuelta en una man ta azul, el color de sus ojos
preciosos y no dejaba de ser perfecto el instante por más que dolía una
parte de sí; él la miraba, quieto. Ella le sonreía, enamorada y estudiando
con alegría la ternurita en sus brazos.
Fue amor a primera vista.
Amor bonito.
Amor perfecto.
Amor eterno.
Ocurrió una hermosa sincronía entre sus corazones la endo a la par,
galopando unidos. Estaba en el lugar correcto y en el momento exacto, lo
supo al saberse cayendo por él y quiso quedarse extraviada en sus
deslumbrantes zafiros. Se sen a fuerte, capaz de todo, teniendo cerquita la
fuente de un vigor intenso. Contra viento y marea, contra tempestades o
ciclones, lo protegería, desde ese momento se convir ó en lo primordial, lo
más importante en su vida.
—Mi pequeño Isaac… —susurró conmovida.
Experimentó un mar de emociones inundando su ser, oleadas arrasando
con todo de sí, que se le pareciera tanto a Ismaíl la tenía descolocada, rota
y con un dolorcito en su corazón que no dejaba de sen r. Cuan dos gotas
de agua, a pesar de ser solo un recién nacido, su bebé era todo Ismaíl.
En vez de enojarse con los predominantes genes del hombre, sonrió de
que así fuera, era precioso. Sí, le habría gustado que heredara su peculiar
cabello rojizo, pero tampoco se quejaba de ver sobre su cabeza mucho
pelo oscuro, como el ébano de su padre. Su aroma, bálsamo agradable, le
llenó el alma. Respiró tranquilidad, paz y permi ó el impulso de ser
noqueada por ese indescrip ble olor.
Embobada en su bebé, reflexionó con los ojos acuosos en que Ismaíl ya era
padre pero ni siquiera lo sabía. No lloró, se contuvo de oscurecer el
unívoco momento, porque no quiso opacar la felicidad que invadía su
cuerpo. Además, creyó que ponerse triste no sería bueno para el niño.
Necesitaba transmi rle seguridad, amor, y no arrastrarlo a sus momentos
fallidos.
Aún con heridas lacerantes en el fondo de su ser, las dolencias se
deshacían con solo mirarlo a los ojos, palpar su calorcito junto a ella,
inigualable. Un acto tan su l e inocente como el que hizo al apretarle el
pulgar, pudo acelerar sus la dos, le devolvió la potencia que le urgía para
avanzar, dar todo de ella sin importar lo duro o di cil que sería.
Solo despegó la vista de él, cuando se percató de la aparición de su amiga.
Traía consigo unos globos azules blancos, entre los cuales se podía leer
“Bienvenido bebé”, flores y un bonito oso de peluche. Lo primero que hizo
fue besarla en la frente, luego dirigió sus labios a la manita del bebé.
—No me creo la perfección que ven mis ojos, felicidades Mariané. Eres
mamá… —expresó maravillada con la criatura que sostenía —. Soy a
oficialmente, es increíble, me siento ansiosa y emocionada. ¿Cómo estás?
—inquirió mientras evaluaba a los dos.
La sonrisa de oreja a oreja no desaparecía de su rostro.
—No lo sé…, son tantos sen mientos, todo junto. Ahora que lo sostengo,
que lo conozco, siento que no me falta nada —admi ó largando un suspiro
—. Me gusta lo que vivo, cómo va el curso, y estoy al tanto de que habrán
días di ciles. No será nada fácil, pero será un placer asumir el reto.
—Y te ayudaré, recuérdalo —aseguró besándola otra vez —. ¿Puedo
cargarlo?
—Por supuesto. —le dedicó una dulce sonrisa al dárselo.
Kelly, lo agarró con cuidado. Mariané absorta en la escena sin ó el enorme
nudo ascendiendo por su garganta. En cualquier minuto se rompería, de
sus ojos saldrían lágrimas de desazón.
Que ironía tan inmensa haber llorado una vez por perder un bebé, lo cual
fue su culpa absoluta, ahora que tenía la segunda oportunidad llegaba
experimentar que la alegría se mezclaba con tristeza y la confundía.
Intentar dejarlo de querer, no se podía quedar de lado, imaginando que
tendría por el resto de sus días, el recordatorio de un antaño desintegrado.
Un hijo en común.
El resultado de una pasión frené ca.
La perfecta combinación de su inocencia y extraordinaria belleza suya.
—Se le parece mucho, es idén co…
—Lo sé. —admi ó, hasta la castaña que no lo había visto jamás en
persona, encontró el parentesco de padre e hijo.
—Tal vez…, bueno, creo que él debe saberlo. —soltó.
Ya venía siendo la milésima vez que tocaba el tema; siempre se negaba,
asegurando que él andaba en lo suyo, casado. Decirle implicaba volver a
verle, mantener una relación cercana. Además era probable que la
paternidad fuera a dañarle su reputación, hablarían cosas detestables
sobre Ismaíl, entonces la prensa indagaría sobre lo que pasó antes, lo que
tuvieron a escondidas, y aunque pasaron desapercibidos, esta vez ninguno
quedaría ileso. Un hijo era un secreto di cil de guardar, más tratándose del
primogénito de Al-Murabarak. Los medios buscarían a entas la verdad,
peor cuando el magnate parecía estar en boca de todos por logros y
reconocimientos alcanzados.
Incierto era el futuro, pero lo impredecible se volvería un lío de aventarse a
ponerlo al tanto de la existencia de Isaac. Le faltaba coraje, valen a para
decirle que su úl mo encuentro había dado fruto.
—No, estaremos bien. No necesito un hombre a mi lado, Kelly.
—Y no estoy diciendo eso, puedes criar al pequeño Isaac como madre
soltera, no ene nada de malo, pero sabes que ene derecho de conocerlo
—emanó una exhalación —. Quiero lo mejor para los dos, créeme que este
chiquito necesita también del amor paternal.
—No.
—Isaac no ene la culpa de lo que pasó entre ustedes, una cosa no ene
que ver con la otra, Mariané. —con nuó creyendo que daría su brazo a
torcer.
No ocurrió. Al final tuvieron que hacer como si el asunto quedó zanjado. La
madre de Kelly la visitó también, al mediodía. Le trajo obsequios a su nene,
conversaron un rato. Lamentó no quedarse más empo debido a una junta
que surgió imprevista, y le prome ó visitarla a su piso en cuanto sacara
más empo.
—Descuide, sé que ene un vida bastante ocupada; gracias por tomarse la
moles a de venir. —expresó mientras le daba pecho al varoncito.
La mujer negó con una sonrisa en su atrac vo rostro.
—Cómo crees… Nunca será una moles a. Cuídense mucho, en otra
oportunidad pasaremos un lindo rato. —volvió a decir y luego se fue.
Kelly había ido por unos cafés; de modo que a solas con el bebé en la
habitación, se dedicó a consen rlo. Le susurró despacio que siempre
estaría a su lado, que no lo dejaría nunca y le prome ó amarlo sin reservas.
—Ahora somos tu y yo… bueno, también está la a Kelly —le repasó su
diminuta naricita —. Te amo, eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Es
obvio que no me comprendes, claro que no, solo eres un bebé; yo sí lo
hago, cielo.
Lo aspiró con dulzura. Estaba segura de que su amor por él no tenía
comparación, iba más allá de lo imposible, lejos, transitando el infinito
inmenso.
El decurso con nuó, Mariané perdió la beca universitaria, no podía ser
madre y lidiar con los estudios a la vez. Centrarse en el pequeño Isaac la
distrajo de sen rse mal, o peor, una fracasada. Invir ó empo completo a
él. Al principio fue duro, desvelos, lloriqueos nocturnos, biberones varias
veces al día, darle pecho cada que se ponía tedioso. Los primeros meses
solo lograba dormir una corta siesta por el día, temía que de pasarse
mucho dormida y él se despertase se asustara de no verla.
Ya no vivía con Kelly, decidió que independizarse le ayudaría a tomar las
riendas de su vida. De modo que compró un departamento en donde
instalarse. La castaña no se opuso a su decisión, era lo suficiente adulta
para entenderla, al menos vivirían en el mismo edificio. La visitaba cada
que podía, sobre todo al atardecer y siempre por la noche, la castaña pedía
pizza y veían una película.
Era mediados de abril, segundo mes primaveral; desde su ventana admiró
el reverdecido central park, bebió de su té, exhausta. Isaac dormía plácido
en su cuna. Tendría apenas unas tres horas de descanso, cuando mucho
cinco, hasta que se despertara llorando o haciendo algún berrinche.
Aprovechó de encender su ordenador y googlear algún empleo en la web,
después de media hora entre anuncios pocos favorables, encontró un aviso
perteneciente a una cafetería, el si o buscaba mesera, sin necesidad de
poseer experiencia, además solo tendría que laborar media jornada y lo
mejor es que quedaba a solo unas cuadras de su departamento.
Era como si el universo estuviese a su favor, sin embargo tenía que pensar
en su pequeño de un año. Casualmente compar a la fecha de nacimiento
con la suya. Un inolvidable ocho de marzo. Le pareció muy chiquito para
buscarle una niñera o dejarlo en una guardería, no se lo confiaría a nadie.
Era su tesorito más valioso y simplemente le nacía la impetuosa necesidad
de no apartarse de su lado.
Aunque la oportunidad era buena, descartó ir tras ello. Con todo el dinero
que le dio Ismaíl, podía vivir sin preocupaciones, darse el lujo de lo que le
viniera en gana. A pesar de tanto, u lizaba lo justo, sin llegar a despilfarrar
en tonterías. Días antes le pla có el asunto a su amiga, esta le dijo también
que no había prisa, estaba en un situación económica cómoda que no
tendría de que preocuparse a futuro.
En respuesta, Mariané le dio la razón, pero replicó que le gustaría vivir por
su propio esfuerzo, y no sin éndose una mantenida. Kelly terminó
diciéndole que llegaría el día idóneo, mas no ahora que mucho requería
Isaac de ella.
Dejó de teclear, de todos modos sería en vano.
Posó los labios en la pequeña tacita sin asas, que le recordó a la extraña
Finjaan en la que a veces solía beber, Ismaíl, su karah chai. Y dio un
pequeño sorbo avanzando hacia el pequeño balcón de su modesto hogar.
En el exterior el viento azotó su rostro, casi impercep bles rayos solares
atravesaron su rostro, indiferente al barrullo de la urbe, los cláxones y el
interminable tráfico, se relajó.
Por fortuna tenía una tumbona, la que no tardó en ocupar, después de
revisar las plan tas de flores y algunas plantas medicinales adornando la
zona, colocadas de borde a borde. Cruzó las piernas, somnolienta, todavía
consciente se desplegaron intrusas preguntas en su cabeza.
¿Qué estaba haciendo ahora, Ismaíl?
Quizás besando a la rusa, haciéndole el amor, dándole su cariño y respeto.
Entregando todo lo que una vez le perteneció. La punzada de moles a y
celos flameó en lo más recóndito, cada vez que se olvidaba de olvidarlo,
cada estúpido segundo que se agarraba a las cuerdas sueltas a sabiendas
de que no raría hacia él.
Que idiota fue al enamorarse siendo solo una niña, estúpida de
embriagarse de su pasión, tonta porque cuando Ismaíl le imploró una
oportunidad de volver a estar juntos, entonces decidió desintegrarse a
solas, ahogarse, avanzar por un camino dis nto pero también
inimaginable.
Tenía todo cada que miraba a su adorable pelinegro, sin embargo perdía
hasta el úl mo suspiro reparando en el pasado bajo sus pies, soterrado.
Se paró de súbito, con el sueño ya disipado decidió ir a ducharse. Tenía
pensado salir a pasear por la ciudad; se adecentó y dos horas después ya
estuvo con el nené en la carruela. En la caja metálica, cuando iba
descendiendo, estudió su apariencia en las puertas espejadas. No lucía
nada mal para una salida espontánea.
Caminó un rato por las atestadas calles de Manha an, alzó los ojos
contemplando elevados rascacielos, fascinada con los carteles publicitarios
y luces de neón; Mariané prefería más aire puro que respirar el olor a
humo y asfalto, pero darse una escapadita de vez en cuando le daba placer.
Al ritmo de las demás personas cruzando de un lado al otro, con nuó
andando, empujando de la carruela.

Times Square era el corazón y el lugar más turís co en Nueva York. Tan
llena de luces, ajetreo y muchos taxis amarillos desplazándose por la
autopista. Se detuvo en un café, justo aquel del aviso, tomó asiento en una
de sus sillas rojas.
Sacó del cochecito a Isaac y lo puso sobre sus piernas. El pequeño miraba
todo su entorno asombrado a más no poder. Lo besó repe das veces,
mientras le señalaba los altos edificios. Pero Isaac solo tenía ojos para la luz
proveniente de los carros. Ella no perdió de vista un flamante depor vo
aparcando más adelante. Tuvo una fuerte corazonada, mientras intentaba
ver, pese al frecuente vaivén de transeúntes; incluso se levantó y acomodó
al niño en su si o, no se olvidó de ponerle el cinturón.
Pese a que era de noche, las farolas que alumbraban la ciudad le permi ó
ver el rostro del conductor. El alma se le paralizó al reconocerlo. Venía tan
apuesto como siempre, arrebatador, escoltado por dos fornidos hombres
que no vio antes en su vida. Cuando haría el amago de apartar la mirada,
apareció a su lado una esbelta mujer que le tomó la mano y de pronto ya
los perdió de vista.
Parpadeó con rapidez, pensando que todo había sido una alucinación.
Creyendo que el hombre de traje y corbata no era Ismaíl en verdad, por
desgracia el auto seguía ahí, y ella con una estocada aniquilando, lo que le
disparó el ritmo cardíaco.
Ismaíl había estado a menos de diez metros de ambos, sin pasarle por la
cabeza que su florecilla se encontraba ahí, con su bebé y a menos que
estuvieran des nados, la rela va distancia iba a ser aplastada por sus
pasos caminando hacia la misma dirección.

Agradecimientos
Quiero extender mis gracias a todos los que creyeron en mí, desde un
principio. Primeramente a mi madre, a mi a Mayra Herrera, también a mi
a Dennis por siempre escucharme e impulsarme a seguir. Mariza Biazi,
una linda amiga griega, que encontré en el camino, he recibido desde
entonces su apoyo incondicional. A todos infinitas gracias de parte de esta
soñadora, dramá ca y sensible escritora.
D E S I R E É H E R R E R A una
venezolana, de tan solo veinte años de
edad, que le ene un amor profundo a
las letras, una obsesión desmesurada
por el romance y las situaciones
absurdas.

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