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KANT, LO BELLO Y LO SUBLIME

Cualquiera que estudia la carrera de filosofía lee en algún momento La crítica de


la razón pura y/o La crítica de la razón práctica, donde Kant habla de los juicios
científicos y éticos, de lo verdadero y de lo bueno. Pero pocos llegan a leer La
crítica del juicio. ¿Qué dice sobre lo bello?

Aquí me gustaría revisar las ideas básicas de este libro tan sugerente e
interesante. Antes de empezar, hay que saber que sus reflexiones sobre lo bello y
lo sublime forman una parte integral de su proyecto en general. Para entender bien
lo que dice sobre lo bello es importante entender qué pretende en su proyecto
filosófico general Entonces, ¿en qué consiste este proyecto? Pues, empecemos con la
palabra “crítica” ya que se encuentra en los títulos de sus tres libros más
importantes. Para Kant, “crítica” significa un examen del alcance y los límites de
nuestros poderes cognitivos. Semejante examen es necesario para determinar hasta
donde es posible la metafísica.

“Metafísica”, ¿qué significa eso? ¿Qué es lo que busca el pensamiento metafísico?


Para Kant la metafísica busca verdades sobre el mundo que no sean empíricas, o sea,
que no dependan de la experiencia. Si una verdad depende de la experiencia entonces
sería contingente. “Está lloviendo” es semejante proposición cuya verdad
determinamos acudiendo a la experiencia. Lo que la metafísica busca son verdades
necesarias y a priori. No es necesario que esté lloviendo ni a priori porque
tenemos que experimentarlo para confirmarlo. Estas verdades metafísicas tienen que
ver las más de las veces con cuestiones del espacio y el tiempo, el orden en la
naturaleza, nuestra propia naturaleza, el libre albedrío, la posibilidad de la
moralidad, Dios, etc. A lo largo de la historia un sin número de cosas distintas se
ha dicho sobre estos temas, las más de las veces de forma dogmática, sin
fundamentación argumentativa.

Para evitar que la reflexión sobre estos temas sea dogmática y salvajemente
especulativa hace falta precisamente una crítica, en el sentido kantiano. No te
subirías a tu coche y en el camino saltar de repente hacia un barranco esperando
poder volar. ¿Por qué? Porque conoces los límites de tu coche, de lo que es capaz.
De igual manera Kant dice que tenemos que conocer los límites de nuestra razón para
no sobrepasarlos e irnos hacia el barranco del dogmatismo.

Además de ser a priori, estas verdades tienen que ser sintéticas, es decir,
proposiciones que afirman más de sus referentes de lo que puede derivarse de un
mero análisis de sus conceptos. “Ningún soltero es un hombre casado” es una típica
proposición analítica porque el concepto de no estar casado está implícito en el
concepto de soltero. Kant busca verdades que afirmen más de lo que está lógicamente
implícito en el concepto, pero que también en el momento de afirmarse no tengan que
acudir a la experiencia. Para esclarecer, veamos las posibles combinaciones.

Proposiciones cuyo predicado no está lógicamente implícito en el sujeto son


sintéticas y las que sí son analíticas. Proposiciones cuya enunciación dependen de
la experiencia son “a posteriori”, las que no son “a priori”. Las proposiciones
sintéticas a posteriori son las de la ciencia natural: “Está lloviendo” o “La luz
viaja a 300.000.000 de metros por segundo”. Las analíticas a priori son las del
tipo “Ningún soltero es un hombre casado.” El tipo de proposición que le interesa a
Kant son las sintéticas a priori, o sea, las que amplían nuestro conocimiento del
mundo, haciéndolo sin recurrir a la contingencia de la experiencia. Así que, la
tarea fundamental de la filosofía para Kant es la de dar cuenta de la posibilidad
de juicios sintéticos a priori. Esta tarea la lleva a cabo en sus tres críticas. En
la primera, da cuenta del conocimiento científico necesario y universal, en la
segunda, mediante el imperativo categórico, da cuenta de la necesidad y
universalidad moral de ciertos actos, y en la tercera da cuenta de la posibilidad
de juicios estéticos universales y necesarios.
La Crítica del Juicio está dividido en dos partes, la primera sobre el juicio
estético y la segunda sobre el juicio teleológico.
Vamos a ocuparnos sólo de la primera parte sobre estética. Esta parte está a su vez
dividida en dos, una que se ocupa del análisis de lo bello y otra sobre lo sublime.
Kant aborda su análisis de lo bello dividiéndolo en cuatro secciones o momentos,
cada uno tratando un aspecto o característica distinto de los juicios de gusto.
Veremos que estos juicios son desinteresados, universales, que tienen una finalidad
sin fin, y que son necesarios.

Creo que todos estarían de acuerdo que en el mundo que la ciencia describe hay
proposiciones verdaderas y falsas, y para muchos, en cuanto al mundo de acciones
que la ética trata hay cierto rango de actos que pueden juzgarse como
universalmente buenos y malos. Pero cuando llegamos a la estética parece predominar
la sabiduría popular de que “Con el gusto se rompen géneros”. Esta idea se expresa
en una frase latina que dice, “De gustibus non disputandum est” lo cual significa
que sobre el gusto no se puede disputar. Cada quien con su gusto. Hay que tener
claro que Kant no está de acuerdo con esto. Va a tratar de dar cuenta de la
posibilidad de juicios estéticos universales y necesarios. Para que veamos que esta
meta de Kant resuena con nuestra experiencia común consideremos lo siguiente. Aquí
vemos una construcción arquitectónica. Aquí hay otra construcción muy famosa que
todo el mundo dice es bellísima. ¿Existe alguien que diría que esta casa es más
bella que el Taj Mahal? No creo. ¿Cómo puede explicarse esta gran diferencia de
opinión?

Kant empieza en la primera sección al hacer una distinción importante. Imaginemos


una flor de la que hacemos una presentación mental. Si, mediante el entendimiento,
referimos esta presentación al objeto externo, esto da pie a una cognición,
mediante la cual podríamos hablar del tamaño de la flor, su color, etc. Pero si
queremos decidir si es bella o no, no hacemos eso. Más bien referimos la
presentación al sujeto y a su sentimiento de placer o displacer. Un juicio hecho
así no es lógico sino estético. Cuando decimos “la flor es bella” la base que lo
determina no es objetiva sino subjetiva.

En el resto de este primer momento de su análisis de los juicios de gusto Kant


quiere establecer que tales juicios, cuando sean puros, son totalmente
desinteresados. Hace un momento vimos que cuando juzgamos algo estéticamente
referimos la presentación de la cosa al sujeto y a su sentimiento de placer o
displacer. Desde luego, experimentar algo como bello es placentero, da una profunda
sensación de satisfacción. Lo que quiere sostener Kant es que la satisfacción que
determina un juicio de gusto no puede encerrar interés alguno. Para él, el interés
es lo que llamamos la satisfacción que relacionamos con la presentación de la
existencia de un objeto. Por ejemplo, no se permite que uno de los jueces en un
concurso de belleza sea esposo o pariente de una de las participantes porque habría
precisamente un conflicto de intereses. El esposo de una de ellas no podría
contemplar la mera presentación de su esposa porque el juicio que emitiría sobre su
belleza iría ligado a un interés en la existencia del objeto (su esposa) y todo lo
que eso implica.

Para Kant, los juicios de gusto tienen que ser desinteresados. Para que sean puros
e imparciales, no deben inmiscuir el más mínimo interés en la existencia del
objeto. Habla de dos formas que el interés puede tomar: un interés en lo agradable
y también en lo bueno. Un objeto que encontramos agradable puede despertar un
interés y así impedir un juicio puramente estético. Por ejemplo, el ver este
Mercedes podría producir una sensación placentera por el deseo que tengo de tener
estatus social y de hacer que la gente me mire y que me tenga envidia. Dice Kant
que lo agradable produce una satisfacción condicionada patológicamente por
estímulos. Si la satisfacción que siento en un objeto es condicionada así, no estoy
juzgando estéticamente.

Un interés puede despertarse también al fijarse uno en si un objeto es bueno o no.


Dice Kant, “Bueno es lo que, por medio de la razón y por el simple concepto,
place.” La utilidad de algún objeto que contemplamos puede producir una
satisfacción, pero para determinar su utilidad hay que fijarse en el concepto de su
fin. ¿Qué tipo de cosa es? ¿Para qué sirve? Este concepto de su fin produce una
satisfacción por la existencia del objeto y por tanto encierra algún interés. El
punto para Kant es que, para encontrar belleza en algo, no es necesario pensar en
su fin. Un biólogo sabe el fin de las flores en el proceso de polinización, pero el
concepto de ese fin es irrelevante para poder juzgar las flores como bellas.

A diferencia de todos estos ejemplos que hemos visto, un juicio de gusto es


meramente contemplativo, un juicio que es indiferente a la existencia del objeto.
La satisfacción o placer que se siente cuando juzgamos algo como agradable, bueno,
o bello, no son tres distintos tipos de placer sino tres formas distintas en las
que las representaciones de los objetos pueden relacionarse con la sensación de
placer.

Lo agradable es lo que nos deleita; despierta una inclinación patológica en el


sujeto. Lo bueno es lo que apreciamos o aprobamos, aquello al que atribuimos un
valor objetivo. Lo bello es lo que simplemente nos place.

Este tipo de juicio es libre mientras que los otros dos no lo son porque encierran
un interés que nos obliga. Imagínate alguien que tuviera mucha sed. Le toca ser un
juez en un concurso de vinos. Como comenta Kant, el hambre es la mejor salsa. Si el
juez no sacia primero su sed no se podría decir que esté seleccionando según el
gusto.

Al final de cada uno de los cuatro momentos que constituyen su análisis de lo bello
Kant emite una especie de resumen de lo visto en las secciones anteriores.
Terminando este primer momento dice: “Gusto es la facultad de juzgar un objeto o
una representación mediante una satisfacción o un descontento sin interés alguno.
El objeto de semejante satisfacción llámase bello.”
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En el primer vídeo sobre Kant y la belleza vimos el primer momento de su análisis


que
sostiene que los juicios de gusto son desinteresados.

Pasemos ahora al segundo momento donde analiza el carácter universal de tales


juicios. Cuando Kant dice que un juicio es universal, ¿qué quiere decir?
Simplemente, que es válido para todos. El juicio de que 7 + 5 son 12 es válido no
sólo para algunos cuantos sino para todos. Esta universalidad caracteriza no
solamente los juicios científicos sino los estéticos también. Es algo que se puede
inferir, dice Kant, a partir del carácter desinteresado de los juicios de gusto que
analizamos en el primer momento. Cuando un juicio de gusto es desinteresado,
significa que no tiene ninguna condición privada que individualice el juicio. Dado
que su gusto en un objeto no se basa en alguna inclinación que tiene hacia él,
entonces hay razón para creer que gustará a todos, universalmente. Veremos más
adelante las razones para creer eso, pero de momento es importante entender que la
universalidad del juicio no es posibilitada por conceptos, como en el caso de la
ecuación aritmética que vimos. La universalidad de los juicios de gusto no es
objetiva sino puramente subjetiva. La idea de una universalidad subjetiva parece
ser un oxímoron, una contradicción de términos. Pues lo es si se trata de un gusto
por algo que me agrada, como los tacos, por ejemplo. Como hizo en el primer
momento, Kant nuevamente contrasta lo bello y lo agradable. Un gusto por algo que
me agrada es sin duda subjetivo y no puede universalizarse. El gusto por lo
agradable Kant lo llama “gusto de los sentidos”.
El gusto por lo bello en cambio lo llama “gusto de reflexión”. Los tacos dan gusto,
pero el Taj Mahal da gusto para todos. Los dos juicios son estéticos (porque
refieren la presentación del objeto al sentimiento de placer o dolor del sujeto) y
son por tanto subjetivos, pero sólo el segundo puede exigir una validez universal y
lo hace sin concepto, o sea, sin conectar el predicado “bello” al concepto del
objeto.

¿Cómo lo hace? Una posibilidad es la siguiente. Supongamos que veo una rosa y juzgo
que es bella. Lo hago por supuesto sin concepto y el juicio es por tanto subjetivo
y singular. ¿Cómo pasar de lo singular a lo universal? Podría juzgar varias rosas
de esta manera y, comparándolas entre sí, llegar al juicio “Las rosas en general
son bellas”. En este caso, dice Kant, mi juicio ya no es meramente estético sino
lógico. Básicamente he hecho una inducción, basando el juicio lógico en uno
estético, y pues, esto no se vale. Al juzgar un objeto en términos de un concepto
se pierde toda presentación de belleza. Es por eso, dice Kant, que no puede haber
regla alguna por la que uno podría ser obligado a reconocer algo como bello. No es
cuestión de convencimiento sino de sentimiento.

Pasemos ahora a ver cómo un juicio subjetivo puede universalizarse. El título de la


sección 9 es: “Investigación de la cuestión de si, en el juicio de gusto, el
sentimiento de placer precede al juicio del objeto o éste precede a aquél”. Como
buen filósofo alemán, Kant plantea la pregunta de forma un tanto abstrusa, pero es
muy importante. De hecho, la primera línea de la sección dice, “La solución de este
problema es la clave para la crítica del gusto y, por tanto, digna de toda
atención.”
Primero, ¿qué es lo que está preguntando Kant? ¿Qué quiere saber? Pues, cualquier
experiencia estética tiene dos componentes: el placer que sentimos ante el objeto y
el juicio que emitimos de que es bello. Lo que quiere saber es si el placer viene
primero y luego un pronunciamiento de belleza o al revés, el juicio y luego el
placer. Kant opta por este último: juicio → placer en vez de placer → juicio. ¿Por
qué es tan importante este orden? Pues, lo que vemos aquí no es solamente una
sucesión temporal sino una relación causal. De hecho, sostiene Kant que el placer
estético que sentimos es producto de algo que hacemos con nuestras facultades
mentales. Es sumamente importante que sea así por razones que podemos ver si
volvemos a la primera crítica y su célebre Revolución Copernicana.
Sabemos que para evitar la contingencia del conocimiento que planteaba Hume, Kant
invirtió la relación entre hombre y mundo. En vez de conformarnos pasivamente al
mundo, el mundo se conforma a nuestra manera de saber. En este planteamiento el
agente es activo en la producción del conocimiento. Debido a que el conocimiento se
genera a través de la actividad de nuestras facultades, y esas facultades son
comunes a todos, podemos dar cuenta de la validez universal del conocimiento. Si,
en cambio, el objeto en el mundo fuera determinante para el conocimiento, entonces
los datos que pasivamente recibimos de él jamás podrían universalizarse por razones
que Hume muy bien esclareció.

Volviendo a nuestra experiencia estética, podemos ver que Kant emplea la misma
estrategia. Si primero sentimos un placer en un objeto y luego, basándonos en ese
placer, juzgamos que el objeto es bello, habremos hecho algo parecido a probar un
taco y, basándonos en el placer que sentimos, pronunciarlo bello. Dice Kant que
semejante placer correspondería simplemente a lo que nos agrada en la sensación y
que por tanto tendría solamente una validez privada. ¿Por qué? Porque en ese caso
somos pasiva y hasta patológicamente condicionados por el objeto, por la
presentación por la que es dado.

Ahora, si descartamos esa opción y vemos el placer como producto de una actividad
mental, todo cambia. Cuando juzgamos lógicamente, el entendimiento y la imaginación
se relacionan para producir conocimiento. Por ser producto de un estado mental, el
conocimiento es universalizable. Cuando juzgamos estéticamente, las mismas
facultades se relacionan y producen, no conocimiento, sino placer. Por ser producto
de ese estado mental, el placer (y el juicio de belleza que lo acompaña) es
universalizable.

Vamos a fijarnos entonces en esta relación de las facultades mentales para ver qué
sucede ahí. Empecemos con la presentación mental de un objeto. Para que ese objeto
se vuelva una cognición, o sea, para que tengamos conocimiento de ese objeto, la
imaginación tiene que combinar la multiplicidad de la intuición, y el
entendimiento, mediante un concepto, tiene que unirlo. Tomemos el ejemplo de esta
pintura de Picasso. Mediante la actividad de las facultades de conocer podemos
hablar del tamaño del cuadro, los colores de los que está hecho, quién lo pintó,
etc. Pero mediante las mismas facultades lo podemos juzgar estéticamente. En este
caso el entendimiento y la imaginación no se ponen a combinar y unificar las cosas,
sino que se encuentran en una relación de lo que Kant llama un juego libre entre
sí. Se encuentran en este juego, dice Kant, porque ningún concepto determinado las
restringe a una regla particular de cognición. Debido a esta indeterminación de las
facultades de conocer, lo que se produce no es un conocimiento sino un sentimiento.

También lo visualizo en términos de una palanca de velocidades de un coche. Cuando


juzgamos lógicamente, las facultades de conocer “se enganchan” al igual que, para
mover el coche hacia adelante, la palanca tiene que meterse en primera, tiene que
engancharse con la transmisión. En un caso producimos conocimiento y en el otro
movimiento. Pero el coche también puede estar en neutro, sin moverse, la palanca
ahí en medio, suspendido, por así decirlo, ante las posibilidades que le rodean.
Algo parecido sucede en la experiencia estética. Por razones que veremos más
adelante, una obra de arte es capaz de mantener el entendimiento y la imaginación
en un estado suspendido, un juego libre entre los dos que no llega a determinarse
con un concepto. La armonía de este juego es lo que produce el placer estético.
Ahora, al igual que la palanca en neutro siendo la condición previa de cualquier
otro estado de la palanca, este armonioso juego entre las facultades cognitivas es
la condición requerida para la cognición en general. Dice Kant que la cognición
descansa sobre esta relación como su condición subjetiva, y por tanto, semejante
relación es universalmente comunicable.
Hace poco hablamos de la diferencia entre el gusto de los sentidos y el gusto de
reflexión.
Si volvemos al dicho de que con el gusto se rompen géneros, Kant diría que sí, pero
precisaría que es el gusto de los sentidos el que los rompen. El gusto de
reflexión,
en cambio, precisamente por tratar de la acción de facultades mentales que son
comunes a todos, es universalizable.

A estas alturas del análisis podemos reconocer que la belleza no es ninguna


propiedad empírica del objeto. Si fuera así podríamos conocerlo mediante un
concepto y también comunicar este conocimiento a otros y obligar su consentimiento
sobre nuestro juicio. Pero la belleza no tiene nada que ver con lo empírico y lo
objetivo. Coloquialmente decimos que X o Y es bello, pero en verdad la belleza es
algo que nosotros aportamos o atribuimos al objeto, aunque no de forma caprichosa.
No cualquier objeto es capaz de provocar esta reacción estética en nosotros, de
modo que alguna cualidad o característica del objeto es imprescindible para la
experiencia estética. Pero sin el sujeto y la peculiar actividad de sus facultades
mentales, esa característica del objeto quedaría como un mero dato empírico.

(…)

¿Por qué hablo de todo esto? Porque las similitudes con el juicio estético son muy
notables.
Primero: la figura tridimensional, al igual que la belleza, no está empíricamente
presente en el objeto. Lo podrías analizar con un microscopio y nunca lo
encontrarías porque tanto la figura como la belleza son productos de una actividad
del sujeto.
Segundo: la imagen geométrica sobre el papel está elaborada por una computadora de
forma muy precisa. No cualquier dibujo puede propiciar este efecto. De igual
manera, no todos los objetos en el mundo son obras de arte. Un poema o una pintura
es producto de elecciones tomadas por el artista. Las palabras de un poema de
Neruda podrían reorganizarse en un nuevo orden, pero perderían su efecto estético
para el sujeto.
Tercero: pueden compararse la actividad de los ojos y la de las facultades
mentales. La aparición de la figura o la presentación de belleza se dan únicamente
cuando el sujeto hace algo particular. Si las facultades mentales “se enganchan” al
aplicar un concepto a la multiplicidad, se pierda toda presentación de belleza. El
entendimiento y la imaginación tiene que estar más bien en ese juego libre e
indeterminado entre sí, al igual que los ojos, para ver la figura, tienen que dejar
de enfocarse y más bien relajarse.

Como en el primer momento, Kant termina este segundo momento de su análisis con la
siguiente definición de lo bello: “Bello es lo que, sin concepto, place
universalmente.”
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Hasta ahora hemos visto dos características importantes del juicio estético. Son
desinteresados y universales. En este tercer momento sostendrá Kant que se
caracterizan por encerrar una finalidad sin fin.

El tema de este tercer momento tiene que ver con fines. ¿Qué papel juegan los
posibles fines de un objeto cuando lo juzgamos estéticamente? Kant empieza con la
siguiente afirmación: “Si se quiere definir lo que sea un fin, diríase que el fin
es el objeto de un concepto, en cuanto éste es considerado como la causa de aquél
(la base real de su posibilidad). Simplificando, un fin es un objeto cuya causa es
un concepto del objeto. Por ejemplo, tengo ganas de un café. El café es el fin, por
lo que formo un concepto del café y actúo para realizar el concepto. O sea, hago
una serie de cosas en base a mi comprensión del concepto de café para realizarlo en
la realidad. Entonces, tenemos que un objeto, como el café, es posible únicamente
por medio de un concepto, o presentación mental, del fin de ese objeto.

Luego dice: “La causalidad de un concepto, en consideración de su objeto, llámase


finalidad (forma finalis).” Esta noción de “finalidad” va a ser importante porque
Kant quiere sostener que los juicios de gusto encierran una finalidad sin fin. Como
final dice: “La consciencia de la causalidad de una presentación o concepto en
relación
con el estado del sujeto, para conservarlo en ese mismo estado, puede expresar
aquí, en general, lo que se llama placer.” Con un lenguaje tan denso y abstracto
Kant se ha desembocado en algo tan familiar para todos: el placer. ¿Qué quiere
decir con todo eso de fin y finalidad y causalidad? Pues, acuérdense que los
juicios de gusto no manejan ningún concepto. En un vídeo anterior vimos esta imagen
y decimos que un biólogo sabrá de qué sirven las flores, su función en la
polinización, etc. Pero el fin de las flores es irrelevante para juzgarlas bellas.

En este tercer momento Kant quiere afirmar dos cosas principalmente:


1. La belleza de un objeto se juzga en la ausencia de un concepto del fin del
objeto.
2. A pesar de la ausencia de un fin determinado, el objeto manifiesta finalidad.
Este concepto de finalidad es importante porque gracias a él sentimos placer en lo
bello.

Para entender esto mejor, consideremos las siguientes dos analogías: Voy caminando
en una jungla. Por todos lados abundan colores y formas propias de una jungla. Todo
aquí es natural, nada producido por un ser humano. En el camino me topo de repente
con una vieja máquina de escribir. De inmediato me doy cuenta de que este objeto no
pertenece al entorno de la jungla. No es una forma natural. Al ver la máquina veo
claramente la intención humana que la creó. La hizo con un fin objetivo.

Es importante aquí hacer una distinción entre dos tipos de fines, o más bien dos
diferentes maneras de conceptualizar un fin. Una manera es lo que podríamos llamar
“interna” y responde a la pregunta ¿cómo? La otra es “externa” y responde a la
pregunta
¿para qué? ¿Cuál es la diferencia entre los dos? Hablemos primero del concepto
interno
y para ilustrarlo tomemos el ejemplo de construir un librero de madera. Cuando uno
produce o crea algo tiene que haber en primer lugar una intención de simplemente
hacerlo, terminarlo. En el caso del librero tengo un libro con un instructivo, me
dice las dimensiones de las piezas, las mido, y las ensamblo. Una vez terminado, el
librero es el cumplimiento de una intención. Formé lo que podríamos llamar un
concepto interno del objeto. Recuerdan que el objeto es el fin cuya causa es el
concepto. A lo que voy es que este fin “interno” tiene la propiedad de dar cuenta
de todas las propiedades del objeto. Pongo los clavos aquí, por ejemplo, porque es
lo que me dice el instructivo. Cuando formamos un concepto de un “fin interno”
responde a la pregunta ¿cómo? ¿Cómo construir un librero? Pues hay que formar
conceptos del objeto que tengan que ver meramente con su realización, con medidas,
materiales, y colocación, etc.

Pero este tipo de fin interno no da cuenta completamente del librero. Falta el “fin
externo” o el “para qué”. ¿De qué sirve un librero? Los objetos tienen una utilidad
más allá de ser simplemente lo que son. En el caso del librero el fin externo más
claro es: guardar libros. Este fin responde a la pregunta ¿para qué? Muchas veces
puede haber múltiples fines externos. Un librero puede servir como mera decoración,
para guardar otros tipos de objetos, o para ocultar un desperfecto en la pared.

Si regresamos a nuestra máquina de escribir en la jungla, vemos tanto su fin


interno como su fin externo. Su fin interno sería el concepto de ella necesario
para producirla: el conjunto de piezas, materiales, etc., para ensamblar una. Su
fin externo sería el para qué, su uso. Como comentamos, escribir cosas sobre papel,
aunque también se podría usar para decoración (si es un modelo antiguo), o pisarla
para alcanzar un libro en el librero que acabamos de terminar, etc.

Bueno, dejemos la máquina de momento y seguimos el camino. Pronto me topo con otro
objeto extraño, pero no lo reconozco. Digamos que es un trozo de madera que parece
haber sido tallado. Está claro que este objeto no pertenece a la jungla, no emerge
de ella como algo natural, pero a diferencia de la máquina de escribir, no sé qué
es, de qué sirve. Tiene un fin interno porque podría formar conceptos que me
permitieran duplicar el objeto. O sea, sé el cómo pero no el para qué. ¿Es un
simple adorno que se cuelga de un collar, un artefacto religioso, un juguete, algo
para sujetar el cabello? Un wittgensteiniano diría que se parece mucho al famoso
dibujo pato/conejo. A lo mejor fue creado por un accidente natural, cómo un rayo
cayendo sobre un árbol. Sin embargo, a mí parece haber sido diseñado, como si
tuviera un fin.

Esta característica de la belleza que estamos discutiendo – finalidad sin fin, o


más
bien sin un fin externo – es muy parecida a esta noción. En este momento varias
cosas
me rodean: bolígrafos, una lámpara, un encendedor. Estas cosas me manifiestan
finalidad porque he conocido primero sus respectivos fines. Dado que he escrito
antes con un bolígrafo, sé cuál es su fin, y por tanto el verlo ahí sobre el
escritorio no me resulta nada extraño. Su finalidad, como algo que se presta a
usarse, se me manifiesta muy claramente. La diferencia con nuestro ejemplo de la
madera tallada es
que su finalidad se manifiesta primero, antes de su fin. Desconozco el “para qué”
de
este objeto, pero sin embargo se me presenta como algo final, algo que tiene
finalidad.
Normalmente, como en el ejemplo del bolígrafo, es al revés.

Entonces, este trozo de madera me resulta misterioso, no sé su fin, pero me llama


la
atención porque lo veo como algo que se presta a un fin. Tiene finalidad diría
Kant. Podría investigar y quizá encontrar el fin, pero de momento me resulta
enigmático. Este carácter misterioso o enigmático es precisamente lo que logra
ejercer sobre nosotros una obra de arte. La diferencia es que la ausencia o el
desconocimiento de un fin externo para lo bello qua bello no es una característica
accidental, como lo es para el trozo de madera, sino esencial.

Como en el caso de la flor, si conozco su fin (la polinización) debo hacer caso
omiso de él en el momento de juzgarlo estéticamente. La polinización puede explicar
ciertas características de la flor, pero no explica su belleza. Si un ser humano
hizo nuestro trozo de madera, lo habrá hecho por una razón, un fin. Las obras de
arte, en cambio, aunque hechas por seres humanos, carecen de algún fin objetivo que
da cuenta de su belleza.
Volvemos ahora a la cita que hicimos al principio. Ahí Kant decía: “La consciencia
de la causalidad de una presentación o concepto en relación con el estado del
sujeto, para conservarlo en ese mismo estado, puede expresar aquí, en general, lo
que se llama placer.”
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Hasta ahora hemos visto tres características de un juicio de gusto: son


desinteresados, universales, y encierran una finalidad sin fin.

Volvamos entonces a esta frase, “finalidad sin fin”. Es importante que no nos
fijemos en el fin del objeto que juzgamos bello, o al menos que el fin no determine
el placer que sentimos al contemplar el objeto. ¿Por qué? Porque si el gusto que
sientes en un objeto va en función de su utilidad, pues eso implica un interés.
Acabas juzgando el objeto según una inclinación privada patológicamente
determinada. Como hemos visto, el juicio de gusto es desinteresado. Lo único que
importa es la presentación del objeto y cómo afecta a las facultades de la
imaginación y el entendimiento.

Pero, aunque hacemos caso omiso del fin, el objeto tiene que encerrar finalidad.
¿Qué
es eso? ¿Alguna vez has estado caminando y ves algo en la distancia, pero no estás
seguro de qué es? Entrecierras los ojos, pero aun así no lo identificas. Sabes que
tiene que ser algo y si sólo te acercaras sabrías qué es. En otras palabras, desde
donde estás no sabes qué es, no puedes determinar su fin, pero sabes que algún fin
ha de tener. A esta distancia el objeto ambiguo tiene finalidad porque capta tu
atención y mantiene a tus poderes cognitivos en un estado de suspenso, incapaces de
engancharse y emitir un juicio conceptual. Ese carácter de finalidad es
precisamente lo que tiene la obra de arte para Kant. Vimos en la sección 9 que el
juego libre entre la imaginación y el entendimiento que el objeto suscita, debido a
la finalidad que encierra, es lo que produce el placer que sentimos y en base al
cual juzgamos el objeto bello. En la sección 12 dice Kant que ese placer tiene
cierta causalidad, a saber, “la de conservarnos en este estado ante la
representación y de mantener las facultades del conocimiento ocupadas sin intención
ulterior alguna. Dilatamos la contemplación de lo bello porque esa contemplación se
refuerza y reproduce a sí misma.” ¡Lo que dice Kant aquí es maravilloso! Lo mágico
de una experiencia estética se debe a esta dinámica tan delicada y efímera.

Además de la noción de finalidad sin fin, Kant habla también en este tercer momento
del aspecto formal del juicio de gusto. La estética de Kant es formalista, lo cual
quiere decir que el juicio se fija en la forma o composición del objeto, no en la
naturaleza de sus elementos. En la sección 14 dice que en las bellas artes el
diseño es lo esencial. El gusto estético va en función no de lo que nos agrada en
la sensación sino meramente de lo que nos gusta por la forma. Como ejemplo, dice
que los colores que iluminan una pintura pueden hacer que el objeto sea vivo para
los sentidos, pero no lo pueden hacer bello. Aquí tenemos una famosa obra de Andy
Warhol. Los colores de los que está compuesta no contribuyen al diseño formal de la
obra como veremos si lo comparamos con esta obra. Mismos colores, pero otro diseño.
O esta obra. En los tres casos el diseño es distinto por lo que tenemos una
apreciación distinta de la belleza de cada uno. Y si comparamos tres variantes de
la misma obra de Warhol, vemos que los diferentes colores no cambian nuestra
apreciación. Podemos entender este aspecto formal de la obra en términos espaciales
o temporales. En obras visuales como la de Warhol, se trata del dibujo de una
figura, en este caso el rostro de Marilyn Monroe. Para obras que ocupan tiempo,
como la música, se trata de la composición o arreglo de elementos, como notas,
sobre el tiempo. Escucha esta frase musical. Y ahora en otra clave. Por ser
diferente claves los sonidos son distintos, pero no importa desde un punto de vista
estético porque formalmente es la misma canción. Tampoco importaría que se tocara
con la flauta o la guitarra porque lo que importa es la composición o relación de
las notas entre sí sobre el tiempo. Kant termina el tercer momento en la sección 17
donde dice que no puede haber ninguna regla del gusto que mediante conceptos
determine lo que sea bello.

Eso ya lo sabemos porque lo que determina el juicio de gusto no es el concepto del


objeto sino el sentimiento del sujeto. Así que, no puede haber ningún principio del
gusto tal como lo es para el conocimiento. Si existiera tal principio sería posible
poner a alguien delante de una obra y convencerle u obligarle a sentir placer. Eso,
sin duda, es absurdo. Si quiero sentir el placer de comer tacos, lo tengo que hacer
yo. Nadie me los puede degustar en mi lugar. Del mismo modo el gusto estético es
una habilidad que uno mismo tiene que desarrollar. Por supuesto, el placer en lo
bello no proviene del estímulo patológico como en los tacos, sino de la manera en
que la presentación de la forma del objeto ocupa las facultades de conocer. El
artista ha creado la obra de tal forma que la imaginación y el entendimiento no
llegan directamente y con facilidad a embragar la una con la otra en un juicio
lógico, sino que se encuentran en un estado indeterminado de juego libre entre sí.
Ese juego, posibilitado por la finalidad del objeto cuyo fin se ignora, es lo que
produce el placer en base al cual juzgamos el objeto bello.

Como de costumbre, Kant termina este momento con su correspondiente definición de


lo bello. Dice, “Belleza es la forma de la finalidad de un objeto en cuanto es
percibida en él sin la representación de un fin.”

Pasemos ahora al cuarto y último momento de su análisis. Aquí Kant quiere sostener
que los juicios de gusto son necesarios. Volviendo al ejemplo de los tacos, puedo
decir que de hecho me provocan placer, pero ese placer es contingente. De
casualidad se da en mi caso, pero no era necesario que me gustaran. En cambio, lo
bello guarda una referencia necesaria con el gusto.

Dice Kant que es una necesidad de tipo especial. Sabemos que los juicios cognitivos
proceden con un principio objetivo. Si haces el juicio de acuerdo con el principio
puedes afirmar que el resultado del juicio es necesario. Al otro extremo son los
juicios empíricos del mero gusto de los sentidos (otra vez, el ejemplo de los
tacos). Estos juicios no manejan ningún principio y por tanto uno no puede afirmar
que el juicio “Me gustan los tacos” sea necesario. En mi caso se dio así, pero eso
es meramente contingente.

En medio de estos dos extremos es el juicio estético. Maneja, en efecto, un


principio,
pero es subjetivo, no objetivo. Este principio determina lo que gusta o no, no por
conceptos sino por el sentimiento. Ahora bien, uno podría pensar que un principio
subjetivo basado en el sentimiento sería igual al caso de los tacos. Pero no es así
para Kant ya que, como vimos en la sección 9 que es la más importante para él, el
gusto que sentimos no es un gusto de los sentidos, como lo es para los tacos, sino
un gusto de reflexión. Lo que determina el placer no son las papilas de la lengua
sino las facultades del conocer, la imaginación y el entendimiento.

Dice Kant que la necesidad que caracteriza los juicios de gusto se basa en un
principio subjetivo que no es más que el juego libre que se da entre la imaginación
y el entendimiento cuando se encuentran ante un objeto bello.

Esta relación que se da entre las facultades de conocer la llama un sentido común y
es precisamente este sentido común lo que constituye el elemento a priori que
permite la universalidad de los juicios de gusto. Lo permite, sostiene Kant, porque
la relación en la que se encuentran las facultades ante un objeto bello es la
condición de posibilidad de cualquier otra forma de relacionarse, incluso la que
posibilita los juicios cognitivos. Si estos últimos son universalizables, entonces
los otros lo son también.

La definición de lo bello que Kant deduce de este cuarto momento es la siguiente:


“Bello es lo que, sin concepto, es conocido como objeto de una necesaria
satisfacción.”

Con esto cerramos los cuatro momentos de la Analítica de lo bello. Antes de pasar a
hablar de lo sublime quiero, en el siguiente vídeo, hablar de algunas secciones
posteriores en las que Kant habla sobre el arte en general, el arte fino, y el
papel del genio, cosas que influyeron mucho en el movimiento romántico posterior.
5

Todo eso está en la parte del libro que se llama “La analítica de lo bello”. Lo que
sigue en el texto es la sección sobre el análisis de lo sublime, pero lo vamos a
saltar de momento e ir a una sección que se llama “La deducción de juicios
estéticos
puros” ya que aquí Kant sigue con el tema de lo bello y plantea unas cuestiones
importantes y muy interesantes.

Hasta ahora, lo que ha dicho sobre lo bello tiene que ver con el lado del sujeto,
de experimentar una obra de arte y juzgarlo bello. En este vídeo veremos lo que
dice sobre el lado del objeto, de la obra de arte en sí y su creación.

Empezamos en la sección 43 que se llama “Sobre el arte en general”. Kant nos ayuda
en entender las particularidades de la obra de arte al distinguirla de lo que no
es. La distingue de la naturaleza, la ciencia, y el oficio.

Primero la naturaleza. Vean este panal de abejas o éste de avispas. ¿Son bellos,
¿no? Para Kant, objetos de la naturaleza pueden juzgarse como bellos, pero advierte
que no son obras de arte. Sólo aquellos objetos producidos libre y deliberadamente
pueden considerarse arte. El panal es un producto, pero lo califica de un mero
efecto de la naturaleza, en este caso algo efectuado por el instinto de las abejas.
El producto que llamamos arte es una obra (opus en latín), resultado de un proceso
libre y racional. Pero todo el trabajo racional de los humanos no termina en obras
de arte, y por tanto Kant distingue arte de ciencia, al igual que distinguimos
poder de saber, y habilidad práctica de habilidad teórica.

Dice que no llamamos arte aquello que se puede hacer en cuanto sólo se sabe que es
lo que se quiere. A un químico le pido una solución de ácido acético (vinagre).
Sabe en qué consiste este líquido y ese conocimiento es suficiente para que lo
haga. El líquido que me entrega no es por tanto una obra de arte. Pero si le pido
un poema de amor, conocimiento del objeto que deseo no basta para que lo haga.

Finalmente, distingue el arte del oficio. Tengo un bueno amigo pintor. Una vez le
encargué una pintura del Buda. Le enseñé varias representaciones que había
encontrado en internet y en base a ellas le dije cómo quería que quedara. Me dijo,
“Darin, te quiero mucho, pero esto no lo puedo hacer. Bueno, puedo hacerlo, pero no
me gusta. Prefiero que salga de mi imaginación.”

Mi amigo expresó la idea tras esta distinción de Kant. El arte que se hace por
oficio, o el arte mercenario, es algo que consideramos trabajo, una labor, un medio
hacía un fin (normalmente dinero). El arte libre en cambio es, como quien dice, su
propia recompensa. Al crear la obra el artista se siente en una especie de juego
dice Kant. Esta sensación de juego es posible porque la actividad es libre.

Nuevamente, Kant insiste en el carácter libre de la creación artística. Cualquier


cosa que huele a mecanismo u obligación produce un objeto, pero no es arte. Sin
embargo, por importante que sea la libertad, la creación de una obra no se hace en
un vacío sino en el contexto de cierto mecanismo que impone restricciones, como la
prosodia o métrica en la poesía. Si la poesía no tuviera la métrica, acabaría
siendo prosa. Como dice el dicho, es bueno tener una mente abierta, ¡pero no tan
abierta que cae al suelo!

Ahora bien, saltando a la sección 45, vemos que Kant habla nuevamente del arte y la
naturaleza. Acabamos de ver que distingue los dos, pero aquí dice algo que parece
contradecir eso. Cuando experimentamos una obra de arte, estamos conscientes de que
es arte, producto de una actividad humana. Al mismo tiempo, sin embargo, debería
parecerse como producto de la naturaleza, o sea, como algo libre de toda coerción o
aplicación de reglas.
Todos hemos visto pésimas actuaciones, como las que suelen salir en las
telenovelas.
Nos pueden gustar las telenovelas por diversas razones, pero no por razones
estéticas.
Una buena actuación es una que parece natural, creíble, como si la estuviéramos
viendo
en vivo. En una buena película, a pesar de saber que es una representación
artística
y no real, nos engancha y nos perdimos en la trama. Sea en el cine, la pintura, o
la
literatura, un mal artista se apoya demasiado en las reglas de composición. Sigue
una fórmula y la obra, cuando la termina, no es más que una bola de clichés, cosa
que violenta nuestra experiencia y nos aburre (o provoca risa como en el clip que
vimos).

Todo artista, dice Kant, tiene una intención al hacer una obra, pero esa intención
no debería hacerse patente. Al examinarse una buena obra de arte puede verse que
obedece con rigor ciertas reglas. Es sólo que no debería hacerlo de forma que el
esfuerzo se note. Como dice Kant, "la forma académica no debería transparentarse;
no debería haber señal alguna de que las reglas las ha tenido el artista ante sus
ojos y han puesto cadenas a sus facultades del espíritu."

Cualquiera que haya intentado escribir un poema o pintar un retrato sabe lo difícil
que es lograr ese efecto de naturalidad. ¿Puede uno tomar clases, practicar muchos
años y llegar a ser un Picasso o un Beethoven? ¿O más bien reside este talento de
forma innata? Kant opta por la segunda opción. Genio, dice Kant, es el talento
(dote natural) que da la regla al arte. Es innato, no logrado, por lo que el arte
bello es producto más de la naturaleza que del hombre. De hecho, dice que genio es
la predisposición mental innata mediante la cual la naturaleza da la regla al arte.

Dado que la mayoría no somos grandes compositores o poetas, tendemos a atribuir


estatus elevado a los que los son. ¿Pero en qué razón basa Kant esta idea casi
metafísica del genio como vehículo para la expresión de la naturaleza? Lo explica
de la siguiente manera. Todo arte presupone reglas. Como ejemplo, el Museo
Guggenheim en Bilbao, España. Es una obra de arte, pero está basado en reglas que
podrían explicitarse. O sea, otro arquitecto estudiándolo podría reproducirlo. El
problema es que el concepto de arte bello no permite que un juicio sobre la belleza
de su producto sea derivado de regla alguna que tenga un concepto como su base de
determinación. Es decir, al juzgar el objeto, no podemos recurrir a ningún concepto
de la manera en que el producto es posible.

Por eso, Kant concluye que el arte bello no puede producir la regla mediante la
cual su producto se realiza, sino sólo la naturaleza actuando en el sujeto que da
la regla al arte. Kant deriva de esto unas consecuencias interesantes.
1. Lo que el artista de verdad hace no es una habilidad que puede ser aprendida al
seguir alguna regla, sino que consiste en un talento para producir algo por el cual
ninguna regla determinada puede darse. Por tanto, la cualidad más importante del
genio es la originalidad.
2. Pero no basta que el genio sea simplemente original ya que cualquier tontería
también lo puede ser. Así que, lo productos del genio tienen que ser modelos, es
decir, ejemplares. Sirven como estándar o guía para que otros refinen su gusto y su
capacidad de juzgar.
3. ¿Se acuerdan de Platón echando los artistas de la república? la razón que dio
hace tanto tiempo es la misma que Kant da aquí. El genio no puede describir
científicamente cómo realiza sus productos. No puede comunicar a otros preceptos
que les permitirían realizar semejantes productos, porque el genio mismo desconoce
los preceptos. Por tanto, no puede hacer un plan de trabajo para realizar X número
de obras en X tiempo. Cómo decía Platón, tiene que esperar la inspiración de las
musas, o en términos de Kant, de la naturaleza.
En la sección 47 Kant profundiza en el tema del aprendizaje y la imitación. Lo que
el genio hace es lo más lejos posible de un espíritu de imitación. No imita sino
genera de forma original. Es por eso que el talento del genio tiene que ser innato
y no aprendido porque el aprendizaje no es más que la imitación. Hoy en día, cuando
alguien piensa en un genio, piensa casi siempre en alguien como Albert Einstein. Es
el icono por excelencia de lo que significa ser genio. Pero en esta sección Kant
plantea que no es así. Para él, alguien como Homero es un genio. De hecho, hay más
diferencia entre Homero y Einstein que entre Einstein y una persona común y
corriente, digamos este cajero.

¿Pero cómo es posible? Si Kant hubiera conocido a Einstein, habría dicho sin duda
que tenía una mente extraordinaria, mucho más allá de lo común. Pero el punto es
que todos los descubrimientos de Einstein pudieron haberse logrado también mediante
el aprendizaje, mediante una aplicación de reglas que no se distingue esencialmente
de lo que una persona diligente puede adquirir por medio de la imitación. Así que,
podemos aprender los principios a la base de la teoría de la relatividad, pero uno
no puede aprender a escribir los sublimes versos de la mejor poesía. En otras
palabras, Einstein podría mostrar cómo tomó cada paso desde los primeros elementos
hasta las complejas entrañas de la teoría de la relatividad, de modos que otros le
podrían seguir. Pero Homero no puede mostrar cómo sus ideas surgen y se combinan en
su mente, por la simple razón de que él no lo sabe. Por tanto, no lo puede enseñar
a nadie más.

Francamente creo que Kant se excede en este punto. Al igual que un genio artístico,
Newton y Einstein no pueden hacer un plan de trabajo para hacer descubrimientos. Lo
que sí pueden hacer de forma deliberada es una serie de observaciones, pero luego,
la hipótesis que da sentido a todas ellas y las explica viene en un momento de
insight, un flechazo. Esto, diría yo, es parecido a la inspiración en el arte.
Posteriormente, pueden demostrar de forma deductiva cómo todo se relaciona paso por
paso, pero al igual que el artista, no pueden enseñar a otro cómo tener un insight,
cómo generar una buena hipótesis.

En fin, volviendo a Kant, dice que este talento del genio no puede comunicarse,
sino que es conferido directamente a cada persona por la mano de la naturaleza.
Cuando el genio muere, su talento muere consigo hasta que algún día la naturaleza
nuevamente dota a otra persona de la misma manera.

Para terminar, hemos visto que la naturaleza da la regla al arte mediante el genio.
¿Qué tipo de regla es ésta? Dice Kant que no puede expresarse en una fórmula. No
puede servir como precepto. Si fuera así, entonces un juicio sobre lo bello podría
hacerse según conceptos. Más bien, dice Kant, la regla tiene que abstraerse de las
obras que el artista ha realizado. La obra sirve como modelo para los demás, con él
que pueden probar su propio talento. Es un modelo no para ser copiado meramente
sino para ser seguido. Picasso habla de cómo, durante los años de su formación,
imitaba las obras de los grandes maestros, reproduciéndolas con exactitud y
fidelidad, hasta que encontró su propio estilo. Las seguía como modelos sin
esclavizarse a ellas.

En este momento del texto, Kant, de forma muy atípica, admite que no sabe explicar
algo. Dice, “Es difícil explicar cómo esto sea posible. Las ideas del artista
despiertan ideas semejantes en su discípulo, cuando la naturaleza lo ha provisto de
una proporción semejante de las facultades del espíritu.”

Hoy en día hay muchos libros y artículos que hablan de la innovación y la


creatividad. Por lo que he leído ahí, veo que en los más de 200 años que nos
separan de Kant, no hemos avanzado mucho. La creación artística sigue siendo
misterioso. Al menos Kant nos explicó por qué.
6

Hoy vamos a considerar otro tipo de experiencia estética, la de lo sublime. En el


libro Kant dice que hay que distinguir entre dos clases de lo sublime: lo sublime
matemático y lo sublime dinámico.

Empecemos con la primera.


La imagen del cielo estrellado que acabamos de ver es un ejemplo de lo sublime
matemático. ¿Por qué es sublime? ¿Qué entiende Kant por este término? En la sección
25 de La crítica del juicio Kant lo explica. Dice, “Sublime llamamos lo que es
absolutamente grande.” Ok, pues ¿qué significa ser absolutamente grande? Para
contestar esa pregunta hay que entender el concepto de “grande”. Cuando digo que
algo es grande, eso no me dice mucho. ¿Grande con respecto a qué? Hace falta una
comparación con otra cosa. Este rascacielos es grande comparado con una casa, pero
no es nada grande comparado con la Tierra. Ahora bien, estas cosas (la casa, un
rascacielos, la Tierra) son lo que Kant llama magnitudes. Que algo sea una magnitud
puede saberse a partir de la cosa misma sin compararla con otras cosas. Una
magnitud, dice Kant, es una multiplicidad de elementos homogéneos que, en su
conjunto, constituyen una totalidad.

Entonces, las cosas en sí mismas son magnitudes, pero cuando queremos decir qué tan
grande sea una de ellas la tenemos que comparar con otra, con otra magnitud, como
su medida. Por ejemplo, podemos usar la magnitud de una casa para determinar lo
grande que es un rascacielos. Pero cuando usamos esa segunda cosa para medir la
primera, queda indeterminada la unidad de medición de ella. Por ejemplo, podríamos
decir que el rascacielos mide 400 casas de altura. ¿Pero qué significa eso? La casa
misma tendría que ser comparada con aun otra magnitud para tener una idea de la
medición, y así ad infinitum. Como dice Kant, “Está claro que ninguna determinación
de magnitud de los fenómenos nos puede dar concepto alguno absoluto de una
magnitud, sino solamente un concepto comparativo.” Esto es muy parecido a lo que
dice Einstein en su teoría de la relatividad. El espacio y el tiempo no son
absolutos sino relativos.

Entonces, dice Kant, si llamamos algo no solamente grande sino absolutamente


grande, sobre toda comparación, ahí tenemos lo sublime. Sublime es aquello en
comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña. Y de aquí se sigue que lo
sublime no puede hallarse en cosas de la naturaleza. ¿Por qué? Piensa en el objeto
más grande de tu experiencia. Por grande que sea, sería fácil reducirlo a algo
infinitamente pequeño si lo consideramos en otra relación. E igual con algo muy
pequeño. Si lo juzgamos con estándares más pequeños, ese objeto pequeño podría
ampliarse al tamaño de un mundo. Dice Kant que los telescopios nos han
proporcionado experiencias del primero y los microscopios experiencias del segundo.

Considerado así, nada que puede ser objeto de los sentidos podría llamarse sublime.
Más bien, lo que señala la experiencia sublime es algo sobre nuestra propia
naturaleza, pero de eso hablaremos más adelante. En la sección 26 Kant sigue con la
cuestión de la medición de magnitudes. Dice que hay dos formas de estimar una
magnitud: la matemática y la estética. Cuando estimamos la magnitud de algo usando
conceptos numéricos, lo hacemos de forma matemática. Cuando se hace por mera
intuición (con el ojo), es estética.

Por ejemplo, vamos a medir la estatura de la Torre Eifel. Tiene una altura de 3.24
−14 años luz. ¿Qué? ¿Años luz? Tenemos una vaga idea de la longitud de un año luz,
pero aquí no nos ayuda. Kant dice que la magnitud de la medida hay que suponerla
como conocida. Si no, pues hay que estimar su magnitud, y si lo hacemos de forma
matemática, es decir, usando números cuya unidad sería una medida distinta, nos
encontramos con un problema. Vamos a ver. Si medimos nuestra primera medida de
forma matemática, usando otros números, podríamos decir que esta cantidad de años
luz es igual a 324,000,000 micras. ¿Ves que esta nueva medida tiene el mismo
problema? Vamos a medir ella con otra medida, digamos pulgadas - 12.756 pulgadas.
Dice Kant que, si seguimos midiendo de forma matemática, nunca vamos a llegar a una
medida primera o básica. ¿Qué tal si lo medimos así? 324 metros. Ah, eso es mejor.
Ahora tenemos una idea real de su altura. Pero esa medición en metros es
simplemente otra medida.

¿Entonces, cuál es la diferencia? Kant dice que nuestra estimación de la magnitud


de la medida básica tiene que consistir solamente en que se la pueda aprehender
inmediatamente en una intuición. Eso lo hemos hecho precisamente con el metro.
Sabemos que es la longitud de un brazo, de una mesa, de un arbusto, cosas que todos
hemos intuido con el ojo. Todo esto es muy parecido a la paradoja del diccionario.
Leemos una palabra que no entendemos, así que sacamos el diccionario. Encontrando
su definición, lo que encontramos son más palabras. Para entenderlas las buscamos
en sus respectivas entradas y encontramos aún más palabras. Esta definición de
palabras por palabras es como la medición matemática de las magnitudes. Si seguimos
así, nunca vamos a llegar a ningún lado. Lo que hace falta es una intuición o
alguna experiencia
del objeto significado por la palabra. Una definición ostensiva o estética en vez
de lógico-simbólica.

Kant concluye de todo esto que para la estimación matemática de las magnitudes no
hay ningún máximo. La notación matemática es capaz de expresar cualquier cantidad.
Pero la estimación estética de magnitudes sí tiene un límite. La calculadora nos
puede decir cuántas estrellas hay en nuestra galaxia, pero el ojo no. Llega a un
límite. Cuando llegamos a ese límite el objeto nos abruma y da paso a aquella
emoción, lo sublime, que ninguna estimación de magnitudes por medio de números
puede producir.

Vimos en el caso de lo bello que el placer que sentimos es producido por el juego
libre entre la imaginación y el entendimiento. En el caso de lo sublime, ¿cómo se
produce el placer que sentimos? Pues aquí, los elementos que se relacionan son la
imaginación y la razón. En este momento, no voy a hablar sobre la diferencia entre
la razón y el entendimiento.

El punto es que la razón, con su idea de totalidad, exige que la imaginación


entregue
una intuición con forma definida, o sea, un objeto total. El problema es que, en el
caso de lo sublime, el objeto es indefinido porque es absolutamente grande, rebasa
nuestra capacidad. La imaginación progresa hacia el infinito (como en el caso de
ver las estrellas en el cielo nocturno) sin poder abarcar una totalidad. Si lograra
captar un objeto en su totalidad, sería meramente grande y no habría sensación de
lo sublime. La sensación de este último se da cuando la imaginación falla
precisamente en cumplir con la exigencia de la razón.

Pasemos ahora a la segunda clase de sublimidad, lo sublime dinámico. Donde lo


sublime matemático trata de la magnitud de la naturaleza, lo sublime dinámico trata
de su fuerza. Ejemplos son un huracán, un tornado, un tsunami. Ahora bien,
semejantes fenómenos son objetos de miedo; son fuerzas que nos pueden aplastar como
a un insecto. Si alguna vez has estado expuesto a semejante fenómeno, sabrás de lo
que hablo.

El problema es que si te acerca un tornado no vas a estar ahí gozando


tranquilamente
de un placer sublime, sino que vas a estar huyendo a toda velocidad. Por tanto,
Kant dice que el que teme no puede en absoluto juzgar sobre lo sublime de la
naturaleza, al igual que el que es presa de la inclinación y del apetito no puede
juzgar sobre lo bello. La experiencia de lo sublime dinámico se da únicamente
cuando nos hallamos en un lugar seguro, por ejemplo, viendo un huracán, pero
protegido por una estructura muy sólida.

En el pasaje quizá más famosa del libro Kant dice, “Rocas audazmente colgadas y,
por así decirlo, amenazadoras, nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se
adelantan con rayos y con truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes
que van dejando tras sí la desolación, el Océano sin límites rugiendo de ira, una
cascada profunda en un río poderoso, etc., reducen nuestra facultad de resistir a
una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más
atractivo cuanto más temible, con tal de que nos hallamos en un lugar seguro.
Llamamos esos objetos sublimes porque elevan las facultades del alma por encima de
su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de
resistencia de una especie totalmente distinta y superior a la naturaleza.”

Éstos son ejemplos maravillosos, pero uno que no da aquí, por razones obvias, es el
de hang gliding, que en español se llama ala delta creo. Caer del cielo sin duda
provoca miedo, pero por estar en un lugar seguro, al menos relativamente seguro,
provoca más bien la sensación de lo sublime. En experiencias de este tipo, ¿qué es
lo que sucede para que este placer se produzca?

En el caso de lo sublime matemático vimos que hay un intento de calcular una


magnitud y que, debido a que la razón exige una totalidad, la imaginación es
incapaz de hacerlo. Fracasa. En lo sublime dinámico, en cambio, el intento no tiene
que ver con las capacidades calculadoras de nuestras facultades de conocer sino con
la capacidad de resistencia de la voluntad. Lo que se exige aquí es no es una
totalidad sino la libertad, que el humano actúe de forma autónoma sin ser
determinado por la naturaleza.

Hablemos un poco de la voluntad y los actos morales. Hay que distinguir entre
nuestra voluntad sensible, ordinaria, y nuestra libertad moral. La libertad moral
para Kant no significa simplemente “hacer lo que yo quiera” – eso es la voluntad
sensible, el imperativo hipotético determinado de forma patológica. Es decir, “lo
que yo quiera” es causado por mi psicología o fisiología, todo lo cual está al
nivel del yo empírico/ sensible. Esta acción aparentemente “libre” se encuentra aún
en la esfera de la naturaleza. Es para Kant una libertad ilusoria. La libertad
verdadera consiste en nuestra autonomía de leyes naturales (sean psicológicas o
fisiológicas) de modo que pueda haber una conformidad racional a las leyes morales.

Fíjense que estas dos exigencias son formuladas de manera negativa: totalidad =
totalidad sin límites naturales; y libertad = acciones sin determinación natural.
La palabra clave aquí es “natural” o “naturaleza”. Las cosas del mundo cuya
magnitud tratamos de calcular o cuya fuerza intentamos resistir son del mundo
fenoménico/sensible. Cuando fracasamos en estos intentos uno podría preguntar,
“¿Por qué entonces es placentero?” Pues precisamente porque la experiencia apunta a
nuestro lado supersensible o nouménico. Ahí, la idea de totalidad y la libertad
moral de la voluntad son superiores a toda magnitud o fuerza que la naturaleza
puede producir. Nuevamente, Kant dice que estas experiencias “elevan las facultades
del alma por encima de su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros
una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta que nos da valor
para poder medirnos con el todo poder aparente de la naturaleza.”

¡Eso es lo que es sublime! Precisamente porque no puede ser afectado o determinado


por las fuerzas de la naturaleza. La naturaleza no puede dominar lo que nos hace
humano. La moralidad es posible sólo cuando ejercemos nuestra libertad y dejamos de
ser determinados por fuerzas patológicas de la naturaleza. La experiencia de lo
sublime exhibe esta cualidad transcendente de nosotros. Es la revelación de nuestra
naturaleza moral a diferencia de nuestro yo sensible.

Entonces, en los dos tipos de sublimidad, el displacer inicial es redimido ya que


somos llevados a ver el aspecto transcendental de nuestra humanidad. Esto consiste
en la capacidad de pensar y exigir una totalidad más allá de cualquier objeto
meramente sensible de la naturaleza y en la capacidad de pensar una libertad que
transcienda cualquier ley meramente natural.

Vimos en el caso de la belleza que el juicio de gusto encierra una finalidad. La


finalidad en el caso de lo sublime reside en el hecho de que el choque inicial es
aprovechado para exhibir nuestra naturaleza supersensible e indomable por las
fuerzas de la naturaleza. Esto es placentero y por eso nos gusta la experiencia de
lo sublime.

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