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M A N U E L ROJAS
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elaleph.com
Primera parte
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certificado de nacimiento?
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-No, señor.
¿Su libreta de enrolamiento?
-No, señor.
-¿Entonces?
-Necesito ese certificado. Debo embarcar. No
tengo trabajo.
-Escriba y pida sus papeles. ¿No tiene
parientes en Argentina?
-Sí, pero...
-Es la única forma: usted me trae sus papeles y
yo le doy el certificado que necesita. Certificado por
certificado. ¿Dónde nació usted?
(Bueno, yo nací en Buenos Aires, pero eso no
tenía valor alguno, lo valioso era el certificado,
nunca me sirvió de nada el decirlo y las personas
a quienes lo dije no demostraron en sus rostros de
funcionarios entusiasmo ni simpatía alguna, faltaba
el certificado; y los peores eran mis compatriotas:
además de serles indiferentes, que fuera natural de
Buenos Aires, no lo creían, pidiéndome, para
creerlo, un certificado. ¡Tipos raros! A mí no me
creían, pero le habrían creído al papel, que podía ser
falso, en tanto que mi nacimiento no podía ser
sino verdadero. No es difícil fabricar un
certificado que asegure con timbres y estampillas,
que se es turco; no es fácil, en cambio, nacer en
Turquía. Y mi modo de hablar no se prestaba a
equívocos: lo hiciera como lo hiciese, en voz alta
o a media voz, era un argentino, más aún, un
bonaerense, que no puede ser confundido con un
peruano o con un
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Libres, Arequipa,
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Su rostro se animó.
Respondí afirmativamente.
-Lo conozco desde hace muchos años.
La noticia me dejó indiferente. Se inclinó y dijo,
con voz confidencial:
-Fui el primero que le tomó en Argentina las
impresiones digitales, y me las sé de memoria; eran
las primeras que tomaba. ¿Qué coincidencia, no? Es
un hombre muy serio. A veces lo encuentro por
ahí. Claro es que no nos saludamos.
Se irguió satisfecho.
-A mí no me importa lo que es, pero a él
seguramente le importa que yo sea empleado de
investigaciones. Nos miramos, nada más, como
diciéndonos: «Te conozco, mascarita», pero de ahí
no pasa. Yo sé distinguir a la gente y puedo decir
que su padre es... cómo lo diré..., decente, sí,
quiero decir, no un cochino; es incapaz de hacer
barbaridades y no roba porquerías, claro, no roba
porquerías. No. El Gallego, no.
Mientras hablaba distribuía fichas aquí y allá en
cajas que estaban por todos partes. Luego,
tomando un pequeño rodillo empezó a batir un
poco de tinta negra sobre trozo de mármol.
-Por lo demás, yo no soy un policía, un pesquisa,
nada; soy un empleado, un técnico. Todos
sabemos distinguir a la gente. Además, sabemos
quién es ése y quién es aquél. ¿Por qué traen a
éste? Acogotó a un borracho para robarle dos
pesos. Hágame el favor: por dos pesos... ¿Y a este
otro? Se metió en
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muy
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-Mendoza.
-¿Todo a pie?
-Ochenta kilómetros en tren, escondidos, en la
cordillera.
Miró en derredor.
-¿No anda solo?
-Ahora sí.
-¿Qué se han hecho sus compañeros?
-Marcharon hacia el sur.
-¿Y usted?
Aquel «¿y usted?» le servía para muchos casos; ¿
y usted por qué no fue?, ¿y usted, quién es?, ¿y
usted, de dónde viene?, ¿y usted, qué dice?
Respondí, por intuición:
-No quiero ir al sur; mucha agua. No me
interesan las minas.
Inclinó la cabeza y dijo:
-Sí; pero es lindo. ¿Cómo sabe que es lluvioso?
-Lo habré leído.
-Es cierto, llueve mucho... También he estado en
Argentina.
Me enderecé.
-Volví hace dos años.
Estábamos sentados en la orilla sur del
Aconcagua, cerca ya, del mar. Las aguas, bajas allí,
sonaban al arrastrarse sobre los guijarros. Recogió
las tortugas, que avanzaban hacia el río.
-¿Y por qué ha dejado su casa? -pregunté.
Me miró sorprendido.
-¿Y usted?
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polaco además, se
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-Tampoco.
-¿Se le perdió la llave?
-Nada de eso: no tengo casa, señora ni llave.
Estoy cansado y quiero dormir.
-Entonces todo nos une y nada nos separa.
-Con confianza, amigo; hay buena ventilación y
los precios son módicos.
-Eso sí, hay que irse temprano.
-Los vigilantes no dicen nada por la noche,
pero en la mañana les da por hablar hasta por los
botones.
«Era aquél un albergué de vagabundos, pero de
unos vagabundos muy especiales: entre ellos se
encontraban hasta individuos que tenían cuentas
en las cajas de ahorros y en los bancos. Allí
dormían personas de los dos hemisferios y de
levante y de poniente: españoles y chilenos,
yugoslavos y peruanos, italianos y argentinos;
algunos que andaban en parejas, solitarios otros, sin
que ninguno fuera lo que la gente llama un vago;
es decir, un hombre que por un motivo u otro no
quiere trabajar; al contrario, tenían oficio y hasta
profesiones; zapateros, por ejemplo, como el
chileno Contreras, y abogados, como el español
Rodríguez.
-Todo español, por el hecho de serlo y
mientras no demuestre lo contrario, es abogado -
decía.
«Había también mecánicos y carpinteros,
albañiles y torneros. ¿Qué hacían allí, durmiendo en
una caldera abandonada, si eran hombres de
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personas
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El policía sonrió:
-No será porque andaba repartiendo medallitas -
comentó.
Y después, mirando a Ezequiel, preguntó:
-¿No sabe lo que hace su padre?
Ezequiel enrojeció.
-Sí -logró tartamudear.
-Bueno, por eso está preso -explicó el policía.
Y siguió explicando:
-Y ahora lo tomaron con las alhajas encima y
adentro de la casa. No hay modo de negar nada.
Los dos hermanos callaron; lo que el hombre
decía ahorraba comentarios. Se atrevieron, sin
embargo, a hacer una última pregunta:
-¿Qué podríamos hacer nosotros?
El policía, extrañado, los miró y les preguntó:
-¿No saben lo que deben hacer?
-No.
El hombre dejó su escritorio y se acercó a
ellos; pareció haberse irritado.
-¿Qué clase de hijos de ladrones son ustedes? -
preguntó, casi duramente-. ¿Qué han hecho otras
veces? Porque no me van a venir a decir que es la
primera vez que El Gallego cae preso.
Joao y Ezequiel se miraron.
-Sí -aseguró Joao- mi mamá le ponía un
abogado.
-Bueno -dijo el policía, con un tono que
demostraba satisfacción por haber sacado algo en
limpio-. ¿Y por qué no se lo ponen ahora?
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Vacilé, entonces.
-Subí: no tengás miedo -dijo afectuosamente el
hombre.
No tenía miedo. No era el primer muchacho
que salía a correr el mundo. Subí al vagón.
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Segunda parte
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-No.
-¿Tiene algún sobrenombre?
-Sí, me llaman Don Roge.
-Ese no es sobrenombre.
-¡Qué le vamos a hacer?
-¿Por qué lo traen ahora?
Don Roge, que había contestado con facilidad
a todas las preguntas, no supo qué responder a
aquélla y volvió la cabeza hacia uno de los
gendarmes: ¿por qué lo traían? El gendarme
contestó:
-Desorden y atentado contra la propiedad.
-Bueno; con parte al juzgado. El otro.
Rogelio Sánchez, asustado por aquel cargo, que
no entendía, se apartó.
-Alberto Contreras, pintor; cerro Polanco,
callejón La Veintiuna; sí, por ebriedad; casado; no
tengo sobrenombre.
El hombre opaco y picoteado, que escribía con
gran rapidez, afirmó la lapicera en el tintero, volvió
la cabeza y miró detenidamente al pintor Alberto
Contreras.
-Es malo negar el sobrenombre -dijo-. Es más
fácil encontrar a un individuo por su apodo que
por su apelativo.
-Pero no tengo. ¡Qué quiere que le haga!
Alberto Contreras era rechoncho, de color
pardo, ojos redondos, cara abotagada y cuello corto;
hablaba, además, huecamente.
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-No, usía.
El juez manoteó sobre los papeles, levantando
unos, bajando otros; después pareció contar algo,
y dijo:
-Aquí hay cuatro partes: hurto, riña, lesiones y
desorden, y treinta y siete detenidos. ¡Qué
barbaridad! Parece mitin.
Pensó un instante; tal vez el número le
acobardaba: no es lo mismo juzgar a uno que a
treinta y siete. Después dijo:
-Pedro Cárdenas.
-Aquí, señor -respondió un hombre, avanzando
un medio paso.
-Juan Contreras.
-Presente -contestó otro.
El juez siguió nombrando y a cada nombre un
detenido salía de la fila. Dirigiéndose al gendarme,
dijo:
-Que esperen afuera.
Los hombres salieron sin mucho entusiasmo;
la salida les significaba una mayor espera.
Quedamos los que veníamos por riña y desorden,
pero, aun así, el juez pareció intranquilo.
-No entiendo -murmuró.
El secretario se levantó y se acercó a él,
cambiando algunas palabras en voz baja; el juez le
entregó uno de aquellos papeles. Sin vacilar y
mirando el papel, el secretario empezó a recitar más
nombres. Cuando terminó, había tres grupos en la
sala. Devolvió el papel al juez y se retiró a su
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-Sí, mi cabo.
Después de un segundo, dijo con forzada
sonrisa:
-¿No lo habrán sacado y mandado a otro
calabozo?
El cabo echó hacia atrás la redonda cabeza y
cloqueó una larga carcajada.
-¿Quiere usted que revise todos los calabozos?
- preguntó, riendo aún-. No, mi señor, cuando aquí
se pierde, no dirá un reloj, sino nada más que una
cuchara, es como si se perdiera en el fondo de la
bahía de Valparaíso: nadie la encontrará, y si
porfiáramos en hallarla tendríamos que seguir
registrando la ciudad casa por casa. La cuchara se
alejaría siempre.
Se acercó al hombre, y poniéndole una mano
en el hombro le dijo:
-Cuando caiga preso otra vez, si es que tiene
esa desgracia, no se le ocurra traer al calabozo un
reloj de oro o de plata o de acero o de níquel o de
lata o de madera; véndalo, regálelo, empéñelo,
tírelo, pero no lo traiga, o escóndalo de tal modo
que ni usted mismo sepa dónde está. Si no,
despídase de él: se lo robarán.
Y dándose vuelta hacia los presos, gritó:
-¡Para adentro, bandidos!
Había cierto tono de mofa en su voz.
Volvimos a entrar, silenciosos, ocupando de
nuevo cada uno su lugar; sólo el hombre del reloj de
oro quedó de pie largo rato ante la reja. No sé qué
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-Francisco Luna.
-Aquí -contestó el hombre, deteniéndose.
Se acercó a la reja.
-Le traen ropa de cama y una comida -
comunicó el gendarme.
El hombre no contestó; era la peor noticia que
podían darle. Ya no saldría en libertad ese día.
El gendarme, que también estaba en el secreto,
no se molestó por el silencio del hombre y se fue,
para volver al poco rato con dos muchachos
mandaderos, uno de los cuales llevaba la ropa de
cama y el portaviandas el otro. El hombre rechazó
la comida.
-Llévatela -dijo al niño-. No quiero comer.
Recibió la ropa y la arrojó con violencia sobre el
sitio en que se sentaba, como si tampoco la
quisiera o le molestara recibirla; volvió a sus pasos,
y sólo ya muy tarde, quizá después de medianoche,
cuando el cansancio pudo más que su esperanza y
que su orgullo, estiró la frazada y la colcha y se
acostó. Su cara morena, toda rapada, estaba llena
de amargura y desolación.
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-Muchachos...
Me salió una voz baja, como si tuviera la
garganta apretada.
-¡Qué pasa! -rezongaron.
-Vengan a ver.
Algo extraordinario habría en mi voz: los
hombres acudieron inmediatamente.
-¿Qué hay?
-Miren.
Hubo un silencio. Después:
-¡Qué más iba a durar! Llegó la nieve y se
acabó el trabajo.
Se vistieron, murmurando, malhumorados,
echando a la nieve a todas las partes imaginables
y no imaginables.
Cinco días después y cuando ya la primera
nevada había casi desaparecido, cayó otra nevazón;
imposible encontrar nada: herramientas, materiales,
hoyos, vigas; nieve de porquería, y tan fría.
-¿Para dónde vas ahora?
-Creo que a Chile.
-¿Y tú?
-Yo, a Mendoza: voy a comprar ropa y vuelvo
a invernar a Las Leñas. El capataz quiere que me
quede.
-¿Y tú, español?
-No sé. También me dan ganas de ir a Chile;
pero primero debo ir a Mendoza a buscar a mi
mujer.
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Tercera parte
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otras
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Contesté:
-Diecisiete.
-Aparentas más. ¿Te han enseñado algunas
mañas? En la cárcel, digo.
No supe qué quería decir con aquello y guardé
silencio.
Insistió:
-¿Sabes trabajar?
Respondí:
-Soy pintor y he trabajado en Valparaíso.
Aceptó la respuesta, pero me hizo más
preguntas:
-¿Te gusta más no trabajar?
-No; pero estoy enfermo.
-¿Enfermo? ¿Qué tienes?
-Tuve una pulmonía mientras estuve preso; un
pulmón malo.
-Sí, se ve que no andas muy bien; tienes mala
cara.
Meneó la cabeza y sacó de alguna parte una
cajetilla de cigarrillos.
-Están un poco húmedos, como cigarrillos de
pescador -dijo-, pero se pueden fumar. ¿Quieren?
Echeverría agradeció, pero no aceptó; fumaba
poco. Cristián y yo aceptamos un cigarrillo.
-¡El Fatalito! -exclamó El Lobo, sonriendo, y
mirando a Cristián, en tanto que echaba un chorro
de humo por sus cortas narices-. ¿Cuántos años
hace que te conozco?
Cristián respondió desabridamente:
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Cuarta parte
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Me preguntó.
-¿Quieres sacar algunos? Saque. Hay muchos.
Saqué dos o tres y, mientras los saboreaba, se me
ocurrió ofrecerme para leer el folletín: era una
manera de retribuirle los duraznos y, al mismo
tiempo, de asegurarme otros para el futuro; el
verano era largo y la fruta estaba más cara cada día.
-¿Quiere que le lea el folletín?
Jamás había leído un folletín y no sabía lo que
era.
-¿No le molestará leer?
-No -le contesté, limpiándome las manos en el
pañuelo-; no me molestará nada.
-Tome, pues -dijo, y me alcanzó el diario.
Lo tomé miré el título del folletín y leí de un
tirón todo lo que allí había. Mientras leía, la
señora lanzó exclamaciones e hizo comentarios
que no escuché. Terminé de leer y le devolví el
diario.
-Gracias -dijo-; lee bien, pero muy ligero; parece
que lo que lee no le interesa.
Al día siguiente se repitió lo del anterior: comí
mis duraznos y leí el folletín y así ocurrió en días
sucesivos y siguió ocurriendo hasta bastante tiempo
después de que se acabara la fruta: la curiosidad me
tomó y no contento con saber lo que sucedía en lo
que leí, quise enterarme de lo sucedido antes. La
señora me facilitó lo anterior; lo tenía recortado y lo
guardaba, y no sólo tenía aquél; tenía muchos otros.
En retribución, en poco tiempo conocí un mundo
desconocido hasta entonces. Entre los folletines
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