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Tres párrafos sobre “la traición de los intelectuales” y la campaña presidencial

Por Juan Guillermo Gómez García

La agitada y aun exacerbada campaña presidencial, pero sobre todo la polarización que,
en forma inevitable e insoslayable, se agudizó casi hasta el paroxismo colectivo en la
segunda vuelta, removieron las aguas estancadas de una intelectualidad nacional cada vez
más insustancial y distante de las realidades nacionales. En el río revuelto de las opiniones
a favor o en contra de los dos candidatos, Petro o Rodolfo Hernández, y tras un
reconocimiento de su adhesión apostando a su ganador, la postura más controversial fue,
sin duda, la de William Ospina.

El autor de la “franja amarilla” (un semi ensayo errático que cayó en su momento como
anillo al dedo en un mundo sin Muro de Berlín y una Constitución confusa) pareció estar
atacado de un paludismo neuronal, muy representativo de esa capa de personajes
públicos, conocidos o auto-reconocidos como “intelectuales”, que se atributen o se les
atribuye (esta es la gracia) un poder directivo espiritual sobre una nación sin rumbo.

Recordó recientemente en alguna columna de “El Espectador” Cristian Garavito, el origen


de la constelación de situaciones en que emerge el concepto de intelectual, entre el
conocidísimo caso Dreyfus (final del siglo XIX francés) y el ascenso de la siniestra ola
hitleriana, como una figura controversial que se hace digno y/o se degrada en el debate
público. Intelectual es, en efecto, no ya el clásico erudito u hombre de letras, el sabio
universitario o pensador excelso sembrado entre su selecta biblioteca de clásicos y
distinguido por sus iguales como un hombre de excepción (aquí lo simulaba
anacrónicamente un Nicolás Gómez Dávila), sino más bien un agitador profesional en el
mundo de la opinión pública, por su naturaleza en constante debate. Crítico, polémico,
incómodo… Genialmente incómodos como fueron Sarmiento, Montalvo, González Prada,
Mariátegui, Vargas Vila, Martínez Estrada, Marta Traba… entre cien más de nuestra
tradición continental latinoamericana.

La mención del sociólogo Karl Mannheim en la columna comentada es más que oportuna,
un necesario referente para ir situando a nuestros intelectuales criollos, también y no
menos afectados por la barahúnda de acontecimientos nacionales, que reclaman y exigen
un esclarecimiento “en tiempo real” de esto y aquello. La diferencia entre los momentos
críticos en que escribe el sociólogo de la cultura (discípulo de Max Weber) y hoy no se
resuelve con decir que eso sucedió hace un siglo y en un lugar muy lejano. La actualidad
de la discusión sobre este fenómeno de resonancia universal salta a la vista: la violenta
polarización del debate público que es también parte de la democratización compulsiva de
la sociedad de masas y sobre todo de los medios diversificados con que hoy contamos
para hacerla vida cotidiana, segunda piel de nuestra naturaleza como seres sociales en
constante ánimo deliberativo.

El peligro latente es comparativo. Sucumbir al ocasionalismo del día a día que no nos
permite discernir entre lo importante y lo sensacional, lo decisivo de lo pasajero; más aún,
que no importa discernir, decantar, ni se precisa de ese ejercicio analítico-dialéctico.
Conformismo aturdidor, al cabo.

El caso de William Ospina al adherirse sin pudor alguno al bufonesco autoritario Rodolfo
Hernández, no es solo síntoma, sino a la vez funesta consecuencia de un intelectual sin
intelectualidad activa. Nada que produzca asombro, como lo expresó en otra columna
reciente de “El Espectador” la poetiza Piedad Bonnet. El oportunismo es parte del
intelectual, desde que se desvinculó de las instituciones que le eran propias: Estado,
iglesia, ejército, universidad. Lo fue, en forma paradigmática, ya el romántico Friedrich
Schlegel. Se hace vacilante, inquieto, sobresaltado. O muy acomodado, trepador.

El anterior Paro nacional puso a prueba a nuestra intelectual inane nacional. Fue la última
de la fila. No solo no se le vio por allí, sino que no tuvo nada qué decir, nada qué
protestar, nada qué controvertir seriamente. Mutis por el foro. Pero hay mucho por decir,
controvertir, afirmar, soñar…. Poetizar. Calló por conveniencia y estratégicamente, no se
exhibió sencillamente porque la gente del Paro no da puestos, no estimula sus egos para
mandarlos con pasajes y viáticos a las Ferias del Libro de Madrid, Guadalajara o Frankfort,
por demás. Dicho de manera técnica: estos novelistas no son hijos de sus obras literarias
sino de la publicidad del mercado del libro de escala.
Los casos de Héctor Abad Facio Lince (un autor otoñal hace al menos quince años) o de
Salomón Kalmanovitz (investigador de una sola pieza: su referencial historia de la
economía colombiana escrita en los tiempos de María Moñitos) son parte de ese
espectáculo de sombras chinescas de una intelectualidad que palidece cuando sale a la
calle en la agitación protestataria, oye hablar de socialismo (palabra desterrada de su
mariano diccionario político de bolsillo), o sencillamente lee el programa de Petro- Francia
para cambiar el país. Da hasta hartera mencionar, así sea de paso, en esta traición de los
intelectuales, los casos de Juan Gabriel Vásquez o Santiago Gamboa, que me ponen a
bostezar y sobre todo amenaza su mención el sistema operativo de mi computador con un
virus letal.

A mí, personalmente, me dan ganas de darles un coscorronazo en la testa (no como el que
el dio el soberbio señorito Vargas Lleras a su guardaespaldas, como si nos encontráramos
en su hacienda del siglo XVII), sino darles una sacudida de ideas nuevas para refrescar sus
espíritus mustios. Ponerlos a leer y releer los Manuscritos del 44 de Marx, por ejemplo.

Pero ya no vale enmendar a estos crepusculares ídolos de barro. Hay una inmensa
juventud ansiosa que nos enseña con su anhelo utópico (Mannheim habla de la juventud
como “sentido de trascendencia”) y que estamos en el deber de enseñarles a su vez. Y no
menos.

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