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Oración Final
Te adoramos, Señor, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al
mundo. Que yo comprenda, Señor, el valor de la cruz, de mis pequeñas cruces
de cada día, de mis achaques, de mis dolencias, de mi soledad.
Oración Final
Oración Final
Oración Final
Oración Final
Oración Final
Oración Final
Te adoramos, Señor, y te bendecimos, porque por tu Santa Cruz redimiste al
mundo. Muchas veces, tendría yo que analizar la causa de mis lágrimas. Al
menos, de mis pesares, de mis preocupaciones. Tal vez hay en ellos un fondo
de orgullo, de amor propio mal entendido, de egoismo, de envidia.
Oración Final
Yo digo que me pesan los años, que no soy el de antes, que me siento
incapaz. Dame, Señor, imitarte en esta tercera caída y haz que mi
desfallecimiento sea beneficioso para otros, porque te lo doy a Ti para ellos.
Señor, pequé, ten piedad y misericordia de mí.
Oración Final
Te suplico, Señor, que me concedas,
por intercesión de tu Madre la Virgen,
que cada vez que medite tu Pasión,
quede grabado en mí
con marca de actualidad constante,
lo que Tú has hecho por mí
y tus constantes beneficios.
Haz, Señor, que me acompañe,
durante toda mi vida,
un agradecimiento inmenso a tu Bondad. Amén
Oración Final
Oración Final
Oración inicial
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese así mismo, tome su cruz y
sígame» (Mt 16,24).
Desde hace veinte siglos, la Iglesia se reúne esta tarde para recordar y revivir
los acontecimientos de la última etapa del camino terreno del Hijo de Dios.
Hoy, como cada año, la Iglesia que está en Roma se congrega en el Coliseo
para seguir las huellas de Jesús que, «cargando con su cruz, salió hacia el
lugar llamado Calvario, que en hebreo se flama Gólgota» (Jn 19, 17).
¿Qué quiere decir tener parte en la cruz de Cristo? Quiere decir experimentar
en el Espíritu Santo el amor que esconde tras de sí la cruz de Cristo. Quiere
decir reconocer, a la luz de este amor, la propia cruz. Quiere decir cargarla
sobre la propia espalda y, movidos cada vez más por este amor, caminar...
Caminar a través de la vida, imitando a Aquel que «soportó la cruz sin miedo a
la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 12, 2).
Oremos
Señor Jesucristo,
colma nuestros corazones con la luz de tu Espíritu Santo,
para que, siguiéndote en tu último camino,
sepamos cuál es el precio de nuestra redención
y seamos dignos de participar
en los frutos de tu pasión, muerte y resurrección.
Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R/. Amén.
Le dice Pilato:
«¿Qué es la verdad?»
Está cada vez más convencido de que el imputado es inocente, pero esto no le
basta para emitir una sentencia absolutoria. Entonces, los acusadores recurren
a un argumento decisivo: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el
que se hace rey se enfrenta al César» (Jn 19, 12).
Son los inocentes los que pagan el precio de la hipocresía humana. No bastan
decisiones a medias. No es suficiente lavarse las manos. Queda siempre la
responsabilidad por la sangre de los inocentes. Por ello Cristo imploró con
tanto fervor por sus discípulos de todos los tiempos: Padre, «Santificalos en la
verdad: tu Palabra es verdad» (Jn 17, 17).
ORACIÓN
Amor inconmensurable: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo
único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna»
(Jn 3, 16).
Esta verdad sobre Dios se ha revelado a través de la cruz. ¿No podía revelarse
de otro modo? Tal vez sí. Sin embargo, Dios ha elegido la cruz. El Padre ha
elegido la cruz para su Hijo, y el Hijo la ha cargado sobre sus hombros, la ha
llevado hasta al monte Calvario y en ella ha ofrecido su vida.
«En la cruz está el sufrimiento, en la cruz está la salvación, en la cruz hay una
lección de amor. Oh Dios, quien te ha comprendido una vez, ya no desea ni
busca ninguna otra cosa» (Canto cuaresmal polaco) La Cruz es signo de un
amor sin límites
ORACIÓN
«Dios cargó sobre él los pecados de todos nosotros» (cf. Is 53, 6). «Todos
nosotros como ovejas erramos, cada uno marchó por su camino, y el Señor
descargó sobre él la culpa de todos nosotros» (Is 53, 6). Jesús cae bajo el
peso de la cruz. Sucederá tres veces durante el camino relativamente corto de
la «vía dolorosa».
Hay que volver a las palabras del profeta, que siglos antes ha previsto esta
caída, casi como si la estuviera viendo con sus propios ojos: ante el Siervo del
Señor, entierra bajo el peso de la cruz, manifiesta el verdadero motivo de la
caída: «Dios cargó sobre él los pecados de todos nosotros». Han sido los
pecados los que han aplastado contra la tierra al divino Condenado.
Han sido ellos los que determinan el peso de la cruz que él lleva a sus
espaldas.
Han sido los pecados los que han ocasionado su caída. Cristo se levanta a
duras penas para proseguir el camino. Los soldados que lo escoltan intentan
instigarle con gritos y golpes. Tras un momento, el cortejo prosigue.
Jesús cae y se levanta. De este modo, el Redentor del mundo se dirige sin
palabras a todos los que caen. Les exhorta a levantarse. «El mismo que, sobre
el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a
nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido
curados» (1 Pe 2, 24).
ORACIÓN
María, sin embargo, recuerda que tiempo atrás, al oír el anuncio del Ángel,
había contestado: «Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra» (Lc 1,38). Ahora ve que aquellas palabras se están cumpliendo como
palabra de la cruz.
«Vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor
semejante al dolor que me atormenta» (Lm 1,12).
ORACIÓN
¿Acaso no fue El quien dijo: «El que no toma su cruz y me sigue detrás no es
digno de mí?» (Mt 10,38).
Un día, ante la crítica de los presentes, Jesús defendió a una mujer pecadora
que había derramado aceite perfumado sobre sus pies y los había enjugado
con. sus cabellos. A la objeción que se le hizo en aquella circunstancia,
respondió: «¿Por qué molestáis a esta mujer? Pues una obra buena ha hecho
conmigo (...). Al derramar este ungüento sobre mi cuerpo, en vista de mi
sepultura lo ha hecho» (Mt 26,10.12). Las mismas palabras podrían aplicarse
también a la Verónica. Se manifiesta así la profunda elocuencia de este
episodio. El Redentor del mundo da a Verónica una imagen auténtica de su
rostro.
ORACIÓN
Señor Jesucristo,
tú que aceptaste
el gesto desinteresado de amor de una mujer
y, a cambio, has hecho
que las generaciones la recuerden con el nombre de tu rostro,
haz que nuestra obras,
y las de todos los que vendrán después de nosotros,
nos hagan semejantes a ti
y dejen al mundo el reflejo de tu infinito amor.
«Y yo gusano, que no hombre, vergüenza del vulgo, asco del pueblo» (Sal
22[21] 11,7). Vienen a la mente estas palabras del salmo mientras
contemplamos a Jesús, que cae por segunda vez bajo la cruz.
¿Qué nos dice a nosotros, hombres pecadores, esta segunda caída? Más aún
que de la primera, parece exhortarnos a levantarnos, a levantarnos otra vez
en nuestro camino de la cruz.
Cyprian Norwid escribe: «No detrás de sí mismos con la cruz del Salvador,
sino detrás del Salvador con la propia cruz». Sentencia breve pero que dice
mucho. Explica en qué sentido el cristianismo es la religión de la cruz. Deja
entender que cada hombre encuentra en este mundo a Cristo que lleva la cruz
y cae bajo su peso.
Desde hace dos mil años el evangelio de la cruz habla al hombre. Desde hace
veinte siglos Cristo, que se levanta de la caída, encuentra al hombre que cae.
A lo largo de estos dos milenios, muchos han experimentado que la caída no
significa el final del camino.
ORACIÓN
Señor Jesucristo,
que caes bajo el peso del pecado del hombre
y te levantas para tomarlo sobre ti y borrarlo,
concédenos a nosotros, hombres débiles,
la fuerza de llevar la cruz de cada día
y de levantarnos de nuestras caídas,
para llevar a las generaciones que vendrán
el Evangelio de tu poder salvífico.
A ti, Jesús, soporte de nuestra debilidad,
la alabanza y la gloria por los siglos.
R/.Amén.
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por
vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las
entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se
pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas:
¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?»
(Lc 23, 28-3 1)
Son las palabras de Jesús a las mujeres, que lloraban mostrando compasión
por el Condenado.
«No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos».
Entonces era verdaderamente difícil entender el sentido de estas palabras.
Contenían una profecía que pronto habría de cumplirse. Poco antes, Jesús
había llorado por Jerusalén, anunciando la horrenda suerte que le iba a tocar.
Para nuestra generación, que deja atrás un milenio, más que de llorar por
Cristo martirizado, es la hora de «reconocer el tiempo de la visita».
Cristo dirige a cada uno de nosotros estas palabras del Apocalipsis: «Mira que
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en
su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse
conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su
trono» (3, 20-2 1).
ORACIÓN
San Pablo escribe: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente
el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de
siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como
hombre; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de
cruz?» (Flp 2,6-8).
Que no nos asuste la vista de un condenado que cae a tierra extenuado bajo la
cruz.
ORACIÓN
Señor Jesucristo,
que por tu humillación bajo la cruz
has revelado al mundo el precio de su redención,
concede a los hombres del tercer milenio la luz de la fe,
para que reconociendo en ti
al Siervo sufriente de Dios y del hombre,
tengamos la valentía de seguir el mismo camino,
que a través de la cruz y el despojo,
lleva a la vida que no tendrá fin.
ORACIÓN
Señor Jesús,
que con total entrega has aceptado la muerte de cruz
por nuestra salvación,
haznos a nosotros y a todos los hombres del mundo
partícipes de tu sacrificio en la cruz,
para que nuestro existir y nuestro obrar
tengan la forma de una participación libre y consciente
en tu obra de salvación.
A ti, Jesús, sacerdote y víctima,
honor y gloria por los siglos.
R/.Amén.
«Han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis
huesos» (Sal 21 [22], 17-18).
Los golpes de los soldados aplastan contra el madero de la cruz las manos y
los pies del condenado.
En las muñecas de las manos, los clavos penetran con fuerza. Esos clavos
sostendrán al condenado entre los indescriptibles tormentos de la agonía. En
su cuerpo y en su espíritu de gran sensibilidad. Cristo sufre lo indecible. Junto
a él son crucificados dos verdaderos malhechores, uno a su derecha y el otro a
su izquierda. Se cumple así la profecía: «con los rebeldes fue contado» (Is
53,12).
Cuando los soldados levanten la cruz, comenzará una agonía que durará tres
horas. Es necesario que se cumpla también esta palabra: «Y yo cuando sea
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). ¿Qué es lo que
«atrae» de este condenado agonizante en la cruz? Ciertamente, la vista de un
sufrimiento tan intenso despierta compasión.
Pero la compasión es demasiado poco para mover a unir la propia vida a Aquél
que está suspendido en la cruz.
¿Cómo explicar que, generación tras generación, esta terrible visión haya
atraído a una multitud incontable de personas, que han hecho de la cruz el
distintivo de su fe?
¿De hombres y mujeres que durante siglos han vivido y dado la vida mirando
este signo?
Cristo atrae desde la cruz con la fuerza del amor, del Amor divino, que ha
llegado hasta el don total de sí mismo; del Amor infinito, que en la cruz ha
levantado de la tierra el peso del cuerpo de Cristo, para contrarrestar el peso
de la culpa antigua; del Amor ilimitado, que ha colmado toda ausencia de
amor y ha permitido que el hombre nuevamente encuentre refugio entre los
brazos del Padre misericordioso.
ORACIÓN
Cristo elevado,
Amor crucificado,
llena nuestros corazones de tu amor,
para que reconozcamos en tu cruz
el signo de nuestra redención
y, atraídos por tus heridas,
vivamos y muramos contigo,
que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo,
ahora y por los siglos de los siglos.
R/.Amén.
DECIMOSEGUNDA ESTACIÓN: JESÚS MUERE EN LA CRUZ
«Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43). Así responde
Jesús a la petición del malhechor que estaba a su derecha: «Jesús, acuérdate
de mí cuando estés en tu Reino» (Lc 23,42) La promesa de una nueva vida.
Este es el primer fruto de la pasión y de la inminente muerte de Cristo. Una
palabra de esperanza para el hombre.
Jesús al morir quiere que el amor maternal de María abrace a todos por los
que Él da la vida, a toda la humanidad.
Poco después, Jesús exclama: «Tengo sed» (Jn 19,28). Palabra que deja ver la
sed ardiente que quema todo su cuerpo.
Cuando llega la hora de nona, Jesús grita: «¡Todo está cumplido!» (Jn 19,30).
Ha llevado a cumplimiento la obra de la redención. La misión, para la que vino
a la tierra, ha alcanzado su propósito.
«Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Dicho esto, expiró.
«El velo del Templo se rasgó en dos...» (Mt 27,51). El «santo de los santos»
en el templo de Jerusalén se abre en el momento en que entra el Sacerdote de
la Nueva y Eterna Alianza.
ORACIÓN
Señor Jesucristo,
Tú que en el momento de la. agonía
no has permanecido indiferente a la suerte del hombre
y con tu último respiro
has confiado con amor a la misericordia del Padre
a los hombres y mujeres de todos los tiempos
con sus debilidades y pecados,
llénanos a nosotros y a las generaciones futuras
de tu Espíritu de amor,
para que nuestra indiferencia
no haga vanos en nosotros los frutos de tu muerte.
Han devuelto a las manos de la Madre el cuerpo sin vida del Hijo. Los
Evangelios no hablan de lo que ella experimentó en aquel instante. Es como si
los Evangelistas, con el silencio, quisieran respetar su dolor, sus sentimientos
y sus recuerdos. O, simplemente, como si no se considerasen capaces de
expresarlos. Sólo la devoción multisecular ha conservado la imagen de la
«Piedad», grabando de ese modo en la memoria del pueblo cristiano la
expresión más dolorosa de aquel inefable vínculo de amor nacido en el corazón
de la Madre el día de la anunciación y madurado en la espera del nacimiento
de su divino Hijo.
Ahora este íntimo vínculo de amor debe transformarse en una unión que
supera los confines de la vida y de la muerte.
Y será así a lo largo de los siglos: los hombres se detienen junto a la estatua
de la Piedad de Miguel Ángel, se arrodillan delante de la imagen de la
Melancólica Benefactora («Smetna Dobrodziejka») en la iglesia de los
Franciscanos, en Cracovia, ante la Madre de los Siete Dolores, Patrona de
Eslovaquia; veneran a la Dolorosa en tantos santuarios en todas las partes del
mundo. De este modo aprenden el difícil amor que no huye ante el
sufrimiento, sino que se abandona confiadamente a la ternura de Dios, para el
cual nada es imposible (cf. Lc 1, 37).
ORACIÓN
«Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere,
da mucho fruto» ( Jn 12, 24). El sepulcro es la última etapa del morir de Cristo
en el curso de su vida terrena; es signo de su sacrificio supremo por nosotros
y por nuestra salvación.
ORACIÓN
Señor Jesucristo,
que por el Padre, con la potencia del Espíritu Santo,
fuiste llevado desde las tinieblas de la muerte
a la luz de una nueva vida en la gloria,
haz que el signo del sepulcro vacío nos hable a nosotros
y a las generaciones futuras
y se convierta en fuente viva de fe,
de caridad generosa y de firmísima esperanza.
A ti, Jesús, presencia escondida
y victoriosa en la historia del mundo
honor y gloria por los siglos
R/.Amén.
Oración Final
Oración
Primera Palabra:
"Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lc 23,34)
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la cruz para pagar con tu
sacrificio la deuda de mis pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme
el perdón de la divina justicia: ten misericordia de todos los hombres que
están agonizando y de mí cuando me halle en igual caso: y por los méritos de
tu preciosísima Sangre derramada para mi salvación, dame un dolor tan
intenso de mis pecados, que expire con él en el regazo de tu infinita
misericordia.
Segunda Palabra:
"Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43)
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y con tanta
generosidad correspondiste a la fe del buen ladrón, cuando en medio de tu
humillación redentora te reconoció por Hijo de Dios, hasta llegar a asegurarle
que aquel mismo día estaría contigo en el Paraíso: ten piedad de todos los
hombres que están para morir, y de mí cuando me encuentre en el mismo
trance: y por los méritos de tu sangre preciosísima, aviva en mí un espíritu de
fe tan firme y tan constante que no vacile ante las sugestiones del enemigo,
me entregue a tu empresa redentora del mundo y pueda alcanzar lleno de
méritos el premio de tu eterna compañía.
Tercera Palabra:
"He aquí a tu hijo: he aquí a tu Madre" (Jn 19, 26)
Cuarta Palabra:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27, 46)
Desamparado se ve
de su Padre el Hijo amado,
maldito siempre el pecado
que de esto la causa fue.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y tormento tras
tormento, además de tantos dolores en el cuerpo, sufriste con invencible
paciencia la mas profunda aflicción interior, el abandono de tu eterno Padre;
ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me
haye también el la agonía; y por los méritos de tu preciosísima sangre,
concédeme que sufra con paciencia todos los sufrimientos, soledades y
contradicciones de una vida en tu servicio, entre mis hermanos de todo el
mundo, para que siempre unido a Ti en mi combate hasta el fin, comparta
contigo lo más cerca de Ti tu triunfo eterno.
Quinta Palabra:
"Tengo sed" (Jn 19, 28)
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y no contento con
tantos oprobios y tormentos, deseaste padecer más para que todos los
hombres se salven, ya que sólo así quedará saciada en tu divino Corazón la
sed de almas; ten piedad de todos los hombres que están agonizando y de mí
cuando llegue a esa misma hora; y por los méritos de tu preciosísima sangre,
concédeme tal fuego de caridad para contigo y para con tu obra redentora
universal, que sólo llegue a desfallecer con el deseo de unirme a Ti por toda la
eternidad.
Sexta Palabra:
"Todo está consumado" (Jn 19,30)
Y cumplida su misión,
ya puede Cristo morir,
y abrirme su corazón
para en su pecho vivir.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz, y desde su altura de
amor y de verdad proclamaste que ya estaba concluída la obra de la
redención, para que el hombre, hijo de ira y perdición, venga a ser hijo y
heredero de Dios; ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y
de mí cuando me halle en esos instantes; y por los méritos de tu preciosísima
sangre, haz que en mi entrega a la obra salvadora de Dios en el mundo,
cumpla mi misión sobre la tierra, y al final de mi vida, pueda hacer realidad en
mí el diálogo de esta correspondencia amorosa: Tú no pudiste haber hecho
más por mí; yo, aunque a distancia infinita, tampoco puede haber hecho más
por Ti.
Séptima Palabra:
"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46)
Oración Final
MEDITACIONES
Introducción
«Se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para
heredar la vida eterna?”» (Mc 10,17).
Jesús respondió a esta pregunta, que arde en lo más íntimo de nuestro ser, recorriendo la vía de
la cruz.
Te contemplamos, Señor, en este camino que tú has emprendido antes que nadie y al final del
cual «pusiste tu cruz como un puente hacia la muerte, de modo que los hombres puedan pasar del
país de la muerte al de la Vida» (San Efrén el Sirio, Homilía).
La llamada a seguirte se dirige a todos, en particular a los jóvenes y a cuantos sufren por las
divisiones, las guerras o la injusticia y luchan por ser, en medio de sus hermanos, signos de
esperanza y artífices de paz.
Nos ponemos por tanto ante ti con amor, te presentamos nuestros sufrimientos, dirigimos
nuestra mirada y nuestro corazón a tu santa Cruz y, apoyándonos en tu promesa, te rogamos:
«Bendito sea nuestro Redentor, que nos ha dado la vida con su muerte. Oh Redentor, realiza en
nosotros el misterio de tu redención, por tu pasión, muerte y resurrección» (Liturgia maronita).
PRIMERA ESTACIÓN
Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?»
Ellos gritaron de nuevo: «Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a
Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Ante Pilato, que ostenta el poder, Jesús debía de haber obtenido justicia. Pilato tenía en efecto
el poder de reconocer la inocencia de Jesús y de liberarlo. Pero el gobernador romano prefiere
servir la lógica de sus intereses personales, y se somete a las presiones políticas y sociales.
Condenó a un inocente para agradar a la gente, sin secundar la verdad. Entregó a Jesús al
suplicio de la cruz, aun sabiendo que era inocente… antes de lavarse las manos.
En nuestro mundo contemporáneo, muchos son los «Pilato» que tienen en las manos los resortes
del poder y los usan al servicio de los más fuertes. Son muchos los que, débiles y viles ante estas
corrientes de poder, ponen su autoridad al servicio de la injusticia y pisotean la dignidad del
hombre y su derecho a la vida.
Señor Jesús, no permitas que seamos contados entre los injustos. No permitas que los fuertes
se complazcan en el mal, en la injusticia y en el despotismo. No permitas que la injusticia lleve a
los inocentes a la desesperación y a la muerte. Confírmales en la esperanza e ilumina la
conciencia de aquellos que tienen autoridad en este mundo, de modo que gobiernen con justicia.
Amén.
SEGUNDA ESTACIÓN
Jesucristo se encuentra ante unos soldados que creen tener todo el poder sobre él, mientras
que él es aquel por medio del cual «se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho»
(Jn 1,3).
En todas las épocas, el hombre ha creído poder sustituir a Dios y determinar por sí mismo el bien
y el mal (cf. Gn 3,5), sin hacer referencia a su Creador y Salvador. Se ha creído omnipotente,
capaz de excluir a Dios de su propia vida y de la de sus semejantes, en nombre de la razón, el
poder o el dinero.
También hoy el mundo se somete a realidades que buscan expulsar a Dios de la vida del mundo,
como el laicismo ciego que sofoca los valores de la fe y de la moral en nombre de una presunta
defensa del hombre; o el fundamentalismo violento que toma como pretexto la defensa de los
valores religiosos (cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 29).
Señor Jesús, tú que has asumido la humillación y te has identificado con los débiles, te
confiamos a todos los hombres y a todos los pueblos humillados y que sufren, en especial los del
atormentado Oriente. Concédeles que obtengan de ti la fuerza para poder llevar contigo su cruz
de esperanza. Nosotros ponemos en tus manos todos aquellos que están extraviados, para que,
gracias a ti, encuentren la verdad y el amor. Amén.
TERCERA ESTACIÓN
Pero Él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro
castigo saludable cayó sobre Él, sus cicatrices nos curaron.
Aquél que tiene las luminarias del cielo en la palma de su mano divina, y ante el cual tiemblan las
potencias celestes, cae por tierra sin protegerse bajo el pesado yugo de la cruz.
Aquél que ha traído la paz al mundo, herido por nuestros pecados, cae bajo el peso de nuestras
culpas.
«Mirad, oh fieles, nuestro Salvador que avanza por la vía del Calvario. Oprimido por amargos
sufrimientos, las fuerzas le abandonan. Vamos a ver este increíble evento que sobrepasa nuestra
comprensión y es difícil de describir. Temblaron los fundamentos de la tierra y un miedo terrible
se apoderó de los que estaban allí cuando su Creador y Dios fue aplastado bajo el peso de la cruz
y se dejó conducir a la muerte por amor a toda la humanidad» (Liturgia caldea).
Señor Jesús, levántanos de nuestras caídas, reconduce nuestro espíritu extraviado a tu Verdad.
No permitas que la razón humana, que tú has creado para ti, se conforme con las verdades
parciales de la ciencia y de la tecnología sin intentar siquiera plantearse las preguntas
fundamentales sobre el sentido y la existencia (cf. Carta ap. Porta fidei, 12).
Concédenos, Señor, abrirnos a la acción de tu Santo Espíritu, de modo que nos conduzca a la
plenitud de la verdad. Amén.
CUARTA ESTACIÓN
Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Éste ha sido puesto para que muchos en Israel
caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción, y a ti misma una espada te
traspasará el alma, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».
Su madre conservaba todo esto en su corazón.
Herido y sufriendo, llevando la cruz de todos los hombres, Jesús encuentra a su madre y, en su
rostro, a toda la humanidad.
María, Madre de Dios, ha sido la primera discípula del Maestro. Al acoger la palabra del ángel, ha
encontrado por primera vez al Verbo encarnado y se ha convertido en templo del Dios vivo. Lo ha
encontrado sin comprender cómo el Creador del cielo y de la tierra ha querido elegir a una joven,
una criatura frágil, para encarnarse en este mundo. Lo ha encontrado en una búsqueda constante
de su rostro, en el silencio del corazón y en la meditación de la Palabra. Creía ser ella quien lo
buscaba, pero, en realidad, era él quien la buscaba a ella.
Jesús sufre al ver a su madre afligida, y María viendo sufrir a su Hijo. Pero de este común
sufrimiento nace la nueva humanidad. «Paz a ti. Te suplicamos, oh Santa llena de gloria, siempre
Virgen, Madre de Dios, Madre de Cristo. Eleva nuestra oración a la presencia de tu amado Hijo
para que perdone nuestros pecados» (Theotokion del Orologion copto, Al-Aghbia 37).
Señor Jesús, también nosotros sentimos en nuestras familias los sufrimientos que los padres
causan a sus hijos y éstos a sus padres. Señor, haz que en estos tiempos difíciles nuestras
familias sean lugar de tu presencia, de modo que nuestros sufrimientos se transformen en
alegría. Sé tú la fuerza de nuestras familias y haz que sean oasis de amor, paz y serenidad, a
imagen de la Sagrada Familia de Nazaret. Amén.
QUINTA ESTACIÓN
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le
cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús.
El encuentro de Jesús con Simón de Cirene es un encuentro silencioso, una lección de vida: Dios
no quiere el sufrimiento y no acepta el mal. Lo mismo vale para el ser humano. Pero el
sufrimiento, acogido con fe, se trasforma en camino de salvación. Entonces lo aceptamos como
Jesús, y ayudamos a llevarlo como Simón de Cirene.
Señor Jesús, tú has hecho que el hombre tomara parte en llevar tu cruz. Nos has invitado a
compartir tu sufrimiento. Simón de Cirene es uno de nosotros, y nos enseña a aceptar la cruz que
encontramos en el camino de la vida.
Señor, siguiendo tu ejemplo, también nosotros llevamos hoy la cruz del sufrimiento y de la
enfermedad, pero la aceptamos porque tú estás con nosotros. Ésta nos puede encadenar a una
silla, pero no impedirnos soñar; puede apagar la mirada, pero no herir la conciencia; puede dejar
sordos los oídos, pero no impedirnos escuchar; atar la lengua, pero no apagar la sed de verdad.
Puede adormecer el alma, pero no robar la libertad.
Señor, queremos ser tus discípulos para llevar tu cruz todos los días; la llevaremos con alegría y
con esperanza para que tú la lleves con nosotros, porque tú has alcanzado para nosotros el
triunfo sobre la muerte.
Te damos gracias, Señor, por cada persona enferma y que sufre, que sabe ser testigo de tu
amor, y por cada «Simón de Cirene» que pones en nuestro camino. Amén.
SEXTA ESTACIÓN
Señor Jesús, buscamos tu rostro. La Verónica nos recuerda que tú estás presente en cada
persona que sufre y que se dirige al Gólgota. Señor, haz que te encontremos en los pobres, en
tus hermanos pequeños, para enjugar las lágrimas de los que lloran, hacernos cargo de los que
sufren y sostener a los débiles.
Señor, tú nos enseñas que una persona herida y olvidada no pierde ni su valor ni su dignidad, y
que permanece como signo de tu presencia oculta en el mundo. Ayúdanos a lavar de su rostro las
marcas de la pobreza y la injusticia, de modo que tu imagen se revele y resplandezca en ella.
Oremos por todos los que buscan tu rostro y lo encuentran en quienes no tienen hogar, en los
pobres, en los niños expuestos a la violencia y a la explotación. Amén.
SÉPTIMA ESTACIÓN
Al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza. Pero tú, Señor, no te quedes lejos,
que el peligro está cerca y nadie me socorre.
Jesús está solo bajo el peso interior y exterior de la cruz. En la caída es cuando el peso del mal
se hace demasiado grande, y parece que no hay límite para la injusticia y la violencia.
Pero él se levanta de nuevo apoyándose en la confianza que tiene en su Padre. Frente a los
hombres que lo han abandonado a su suerte, la fuerza del Espíritu lo levanta; lo une
completamente a la voluntad del Padre, la del amor que todo lo puede.
Señor Jesús, en tu segunda caída reconocemos tantas situaciones nuestras que parecen no tener
salida. Entre ellas, las causadas por los prejuicios y el odio, que endurece nuestro corazón y lleva
a conflictos religiosos.
Ilumina nuestras conciencias para que reconozcamos que, a pesar de «las divergencias humanas y
religiosas», «un destello de verdad ilumina a todos los hombres», llamados a caminar juntos –
respetando la libertad religiosa – hacia la verdad que sólo está en Dios. Así, las distintas
religiones podrán «unir sus esfuerzos para servir al bien común y contribuir al desarrollo de cada
persona y a la construcción de la sociedad» (Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 27-28).
Ven, Espíritu Santo, a consolar y fortalecer a los cristianos, en particular a los de Oriente
Medio, de modo que unidos a Cristo sean testigos de su amor universal en una tierra lacerada por
la injusticia y los conflictos. Amén.
OCTAVA ESTACIÓN
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos
por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por
vosotras y por vuestros hijos».
En el camino hacia el Calvario, el Señor encuentra a las mujeres de Jerusalén. Ellas lloran por el
sufrimiento del Señor como si se tratase de un sufrimiento sin esperanza. Sólo ven en el madero
de la cruz un signo de maldición (cf. Dt 21,23), mientras que el Señor lo ha querido como medio
de Redención y de Salvación.
En la Pasión y Crucifixión, Jesús da su vida en rescate por muchos. Así dio alivio a los oprimidos
bajo el yugo y consuelo a los afligidos. Enjugó las lágrimas de las mujeres de Jerusalén y abrió
sus ojos a la verdad pascual.
Nuestro mundo está lleno de madres afligidas, de mujeres heridas en su dignidad, violentadas
por las discriminaciones, la injusticia y el sufrimiento (cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente,
60). Oh Cristo sufriente, sé su paz y el bálsamo de sus heridas.
Señor Jesús, con tu encarnación en María «bendita entre las mujeres» ( Lc 1,42), has elevado la
dignidad de toda mujer. Con la Encarnación has unificado el género humano (cf. Ga 3,26-28).
Señor, que el deseo de nuestro corazón sea el de encontrarnos contigo. Que nuestro camino lleno
de sufrimiento sea siempre un itinerario de esperanza, contigo y hacia ti, que eres el refugio de
nuestra vida y nuestra Salvación. Amén.
NOVENA ESTACIÓN
Lectura del la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios 5, 14-15
Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y
Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y
resucitó por ellos.
Por tercera vez, Jesús cae bajo la cruz cargado con nuestros pecados, y por tercera vez intenta
alzarse con todas las fuerzas que le quedan, para proseguir el camino hacia el Gólgota, evitando
dejarse aplastar y sucumbir a la tentación.
Desde su encarnación, Jesús lleva la cruz del sufrimiento humano y del pecado. Ha asumido la
naturaleza humana de forma plena y para siempre, mostrando a los hombres que la victoria es
posible y que el camino de la filiación divina está abierto.
Señor Jesús, la Iglesia, nacida de tu costado abierto, está oprimida bajo la cruz de las divisiones
que alejan a los cristianos unos de otros y de la unidad que tú quisiste para ellos; se han desviado
de tu deseo de «que todos sean uno» (Jn 17,21), como tú y el Padre. Esta cruz grava con todo su
peso sobre sus vidas y su testimonio común. Frente a las divisiones a las que nos enfrentamos,
concédenos, Señor, la sabiduría y la humildad, para levantarnos y avanzar por el camino de la
unidad, en la verdad y el amor, sin sucumbir a la tentación de recurrir sólo a los criterios que
nacen de intereses personales o sectarios (cf. Exhort. ap. Ecclesia in Medio Oriente, 11).
DÉCIMA ESTACIÓN
En la plenitud de los tiempos, Señor Jesús, has revestido nuestra humanidad; tú, de quien se
dice: «La orla de su manto llenaba el templo» (Is 6,1); ahora, caminas entre nosotros, y los que
tocan la orla de tus vestidos quedan curados. Pero has sido despojado también de este vestido,
Señor. Te hemos robado el manto, y tú nos has dado también la túnica (cf. Mt 5,40). Has
permitido que el velo de tu carne se rasgase para que fuésemos admitidos de nuevo a la
presencia del Padre (cf. Hb 10,19-20).
Concede, Señor, a los hijos de las Iglesias orientales – despojados por diversas dificultades, a
veces incluso por la persecución, y debilitados por la emigración – el valor de permanecer en sus
países para anunciar la Buena Noticia.
Oh Jesús, Hijo del hombre, que te has despojado para revelarnos la nueva criatura resucitada de
entre los muertos, arranca en nosotros el velo que nos separa de Dios, y entreteje en nosotros
tu presencia divina.
Concédenos vencer el miedo frente a los sucesos de la vida que nos despojan y nos dejan
desnudos, y revestirnos del hombre nuevo de nuestro bautismo, para anunciar la Buena Noticia,
proclamando que eres el único Dios verdadero, que guía la historia. Amén.
UNDÉCIMA ESTACIÓN
Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Y Pilato escribió un letrero y lo puso encima de
la cruz; en él estaba escrito: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos».
He aquí el Mesías esperado, colgado en el madero de la cruz entre dos malhechores. Las manos
que han bendecido a la humanidad están traspasadas. Los pies que han pisado nuestra tierra para
anunciar la Buena Noticia cuelgan entre el cielo y la tierra. Los ojos llenos de amor que, con una
mirada, han sanado a los enfermos y perdonado nuestros pecados ahora sólo miran al cielo.
Señor Jesús, tú has sido crucificado por nuestras culpas. Tú suplicas al Padre e intercedes por la
humanidad. Cada golpe del martillo resuena como un latido de tu corazón inmolado.
Qué hermosos en el monte Calvario los pies de quien anuncia la Buena Noticia de la Salvación. Tu
amor, Jesús, ha llenado el universo. Tus manos atravesadas son nuestro refugio en la angustia.
Nos acogen cada vez que el abismo del pecado nos amenaza y encontramos en tus llagas la salud y
el perdón.
Oh Jesús, te pedimos por todos los jóvenes que están oprimidos por la desesperación, por los
jóvenes víctimas de la droga, las sectas y las perversiones.
Líbralos de su esclavitud. Que levanten los ojos y acojan el Amor. Que descubran la felicidad en
ti, y sálvalos tú, Salvador nuestro. Amén.
DUODÉCIMA ESTACIÓN
Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y, dicho
esto, expiró.
Hoy oramos para que todos aquellos que promueven el aborto tomen conciencia de que el amor
sólo puede ser fuente de vida. También por los defensores de la eutanasia y por aquellos que
promueven técnicas y procedimientos que ponen en peligro la vida humana. Abre sus corazones,
para que te conozcan en la verdad, para que se comprometan en la edificación de la civilización
de la vida y del amor. Amén.
DECIMOTERCERA ESTACIÓN
Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre».
Señor Jesús, aquellos que te aman permanecen junto a ti y conservan la fe. Su fe no decae en la
hora de la agonía y de la muerte, cuando el mundo cree que el mal triunfa y que la voz de la
verdad y del amor, de la justicia y de la paz calla.
Oh María, entre tus manos nosotros ponemos nuestra tierra. «Qué triste es ver a esta tierra
bendita sufrir en sus hijos, que se desgarran con saña y mueren» (Exhort. ap. Ecclesia in Medio
Oriente, 8). Parece como si nada pudiera suprimir el mal, el terrorismo, el homicidio y el odio.
«Ante la cruz sobre la que tu hijo extendió sus manos inmaculadas por nuestra salvación, oh
Virgen, nos postramos en este día: concédenos la paz» (Liturgia bizantina).
Oremos por las víctimas de las guerras y la violencia que devastan en nuestro tiempo varios
países de Oriente Medio, así como otras partes del mundo. Oremos para que los refugiados y los
emigrantes forzosos puedan volver lo antes posible a sus casas y sus tierras. Haz, Señor, que la
sangre de las víctimas inocentes sea semilla de un nuevo Oriente más fraterno, pacífico y justo,
y que este Oriente recupere el esplendor de su vocación de ser cuna de la civilización y de los
valores espirituales y humanos.
DECIMOCUARTA ESTACIÓN
Llegó también Nicodemo, el que había ido a verlo de noche, y trajo unas cien libras de una
mixtura de mirra y áloe. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en los lienzos con los
aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos.
Aceptar las dificultades, los sucesos dolorosos, la muerte, exige una esperanza firme, una fe
viva.
La piedra puesta a la entrada de la tumba será removida y una nueva vida surgirá.
En efecto, «por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo
resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida
nueva» (Rm 6,4).
Hemos recibido la libertad de los hijos de Dios para no volver a la esclavitud; se nos ha dado la
vida en abundancia, no podemos conformarnos ya con una vida carente de belleza y significado.
Señor Jesús, haz de nosotros hijos de la luz que no temen las tinieblas. Te pedimos hoy por
todos los que buscan el sentido de la vida y por los que han perdido la esperanza, para que crean
en tu victoria sobre el pecado y la muerte. Amén.