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acuerdo de haber manifestado este convencimiento ante el antropólogo jefe mientras

nos sentábamos en la terraza de una pequeña cafetería en el muelle. El antropólogo

jefe me miró y sonrió.

–Estoy dispuesto a apostarme algo al respecto –dijo.

–Hecho –le respondí.

Nos apostamos cien dólares a que el vudú no podría afectarme. Nos dirigimos

a la casa de un sacerdote vudú con el que él había estado trabajando. El anciano

vivía en una destartalada cabaña de madera, sobre una colina que dominaba la

ciudad. Tras las presentaciones habituales en el criollo haitiano de la zona, que mi

colega hablaba con uidez, él pasó a explicarle al hombre que yo no creía en el

vudú, que pensaba que la magia del anciano era una invención, y le dijo que quería

darme una lección. Yo entendía su ciente francés como para captar algunas

palabras.

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–No le haga daño -dijo.

El anciano se volvió hacia mí y sonrió.

–¿Quieres creer? –me preguntó en un entrecortado inglés, y se echó a reír a

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