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El regreso de Eneas

Autor: Virgilio

Esta es una versión que fue adaptada por: Silvia Pérez

Un oráculo predijo que la hija del rey latino se casaría con un hombre

llegado del mar que fundaría un gran imperio. Ese hombre es Eneas. Pero

su antiguo prometido, llamado Turno, está dispuesto a pelear por su amor.

Cuando las majestuosas puertas del Olimpo se abrieron, Júpiter increpó a

los dioses con estas palabras:

- ¡Les advertí que el linaje de Eneas fuera bien recibido en Italia! ¿Por

qué desoyeron mis órdenes promoviendo esta guerra en el Lacio? Ya

llegará el tiempo de batallar cuando la feroz Cartago se lance contra

el pueblo de Roma. Ahora, ¡Olviden sus disputas y juren una alianza

pacífica!

- ¡Oh, poderoso Júpiter! – Intervino la hermosa Venus-. Turno, el rey

de los rútulos, y su ejército han cercado a los troyanos, que han

padecido el destierro y enfrentado horribles tempestades en el mar.

¿Acaso deben sufrir más? ¡Era mejor terminar sepultados bajo las
cenizas de Troya! – Y señalando a Juno agregó-: Esto es culpa de

Juno y su sed de venganza. Es ella quien infunde el odio en los

latinos, ¡quiere borrar la estirpe de Eneas de la faz de la tierra!

- ¡Mentiras- reaccionó la acusada-! Eneas fue quien desató esta guerra

al desafiar a Turno.

- ¡Silencio! - rugió Júpiter-. Ni latinos ni troyanos tendrán mi ayuda.

Que los hados decidan de quién será el triunfo.

Mientras esto sucedía en el Olimpo, Eneas se desplazaba en su barco por

aguas tranquilas, seguido por veinte naves del rey Tarcón; las tripulaban los

más experimentados capitanes y soldados de Etruria, ahora al servicio de

los troyanos. Eneas y el joven Pelante – hijo de Evandro, rey de los

arcadios- se hallaban conversando en cubierta cuando de pronto, entre la

espuma del mar, emergió un grupo de ninfas. La más hermosa, Cimodocea,

se aferró a la embarcación y con suave voz dijo:

- ¡Aquí nos tienes, Eneas! ¡Somos tus antiguas naves! Cuando nos

dejaste atracadas, Turno quiso incendiarnos con sus flechas, pero la

diosa Cibeles nos transformó en criaturas del agua. Ahora nuestra

casa es el fondo del mar.

Conmovido el héroe preguntó:

- ¿Traen algún mensaje para mí?


- Así es. El resto de los troyanos han sido sitiados por las huestes del

indómito Turno, y luchan denodadamente, también Ascanio…

- ¡Ascanio, hijo mío!

- Las tropas que enviaron Evandro y Tarcón ya están allí, pero no

logran penetrar el cerco que mantiene a tus troyanos en peligro de

muerte. ¡Alza tu escudo, forjado por Vulcano, y ve cuanto antes al

rescate de tus hombres!

- Dicho esto, las ninfas empujaron las naves con tal fuerza que en un

suspiro arribaron a la costa.

Amanecía.

Eneas levantó su escudo hacia el sol, y un destello dorado llegó hasta los

ojos de los troyanos, que resistían al límite de sus fuerzas. La voz de

Ascanio quebró el silencio.

- ¡Es mi padre! – exclamó. ¡Y viene con refuerzos!

El grito de entusiasmo de los troyanos hizo temblar la tierra.

Al oírlos, Turno cabeceó con desconcierto.

- Están casi diezmados- se dijo- ¿Qué festejan?...

La respuesta la obtuvo al mirar hacia el mar, plagado de incontables naves.


La fornida figura de Eneas, erguido sobre la proa de su barco, se recortaba

entre todos. Pero Turno no se amedrentó.

- ¡A sembrar la playa con sus cabezas!- vociferó a sus hombres. Y se

lanzaron en carrera hacia la costa, como una jauría feroz.

- ¡Al ataque! – rugió Eneas saltando de su nave, espada en mano.

Con la agilidad y la fuerza de un dios, derribada uno a uno a sus oponentes,

que caían como pasto talado. Las flechas hostiles rozaban su yelmo y

rebotaban en su escudo, pero no tocaban su cuerpo, desviadas por la

invisible Venus que volaba junto al héroe.

Los bandos enemigos se enfrentaban con una saña descomunal; imposible

saber cuál saldría victorioso. En eso, el ejército de arcadios, acostumbrados

a pelear a caballo y despojados de sus monturas debido al terreno

escabroso, se batieron en retirada.

- ¡Cobardes! - gritó Palante. Y con admirable coraje se plantó frente

al enemigo y blandiendo su espada exclamó- : ¡Por la nueva Troya!

Ante esa muestra de valor, los arcadios volvieron a la lucha dispuestos a

matar o morir.

En eso se oyó la atronada voz de Turno, quien, señalando a ambos bandos,

ordenó:
- ¡Alto! Yo solo pelearé contra Palante. -Y acercándose al joven

guerrero, agregó provocativo-: ¡Lástima que no esté aquí Evandro, tu

padre, para verte morir!

El joven no se amedrentó y, reuniendo todas sus fuerzas, arrojó su lanza

hacia Turno; pero ésta apenas le rozó el brazo. En cambio, el certero

lanzazo de Turno atravesó la armadura de Palante y se clavó en su corazón.

Con extrema crueldad, Turno ordenó:

- ¡Arcadios! Lleven el cuerpo de Palante ante el rey Evandro. Así

sabrán el precio que deben pagar los aliados de Eneas.

Luego apoyó su pie sobre el joven muerto, se inclinó y le arrancó el cinto

dorado para exhibirlo en su propia cintura, como un trofeo.

En eso, un grito de furia hizo temblar la tierra. Enterado de la muerte de su

joven amigo, Eneas atravesaba el campo de batalla como un león

embravecido, en pos de la cabeza de Turno. La furia redobló sus fuerzas y

así, a golpes de acero, logró quebrar el cerco latino que asediaba a los

troyanos. Finalmente, su hijo Ascanio y los demás soldados pudieron salir a

dar pelea.

Desde el Olimpo, Júpiter contemplaba el desarrollo de los sucesos.

- Querida Juno- dijo a su esposa, en tono socarrón-, veo que los

troyanos se están imponiendo solo “gracias a la ayuda de Venus…”


- Te burlas de mí, ¿verdad? - replicó ella, molesta.

- ¿Eso crees? – Júpiter soltó una carcajada-. Es evidente que Eneas y

sus hombres son capaces de cualquier hazaña, y sin ayuda divina.

- De acuerdo- dijo Juno-. Pero, al menos, quisiera salvar la vida de

Turno. No olvides que por sus venas también corre sangre divina.

- Puedes apartarlo de la batalla, si quieres… aunque solo sirva para

demorar su inevitable final.

Sin perder el tiempo, Juno, oculta dentro de una nube, descendió a la tierra.

Una vez allí, sus manos prodigiosas amasaron el aire hasta crear un “doble”

de Eneas, al que dotó de un yelmo, una espada y un escudo iguales a los

que usaba el héroe troyano. Por último, soltó aquel engendro en el campo

de batalla e, imitando la voz de Eneas, exclamó:

- ¡Acá te espero, Turno! ¡Pelea si eres hombre!

La respuesta del jefe rútulo fue un vigoroso lanzazo. El “falso” Eneas lo

esquivó y “tembloroso”, emprendió la huida.

- ¿Me provocas y luego escapas, cobarde? – gritó Turno, sorprendido.

Y persiguió al falso Eneas hasta el navío donde el fantasma trepó

para ocultarse.
- ¡Da la cara, ratón de bodega! – se burlaba el rey rútulo-. ¿No ibas a

fundar la Troya en esta tierra, de la que ahora huyes como una

gallina?

La poderosa Juno, satisfecha por el resultado de su sortilegio, rompió las

amarras de la nave y sopló con fuerza, hasta empujarla mar adentro.

En el frente de batalla, el verdadero Eneas combatía a sus enemigos con la

violencia de un tifón, en busca de Turno… Pero este se hallaba lejos de allí,

revisando cada rincón del barco en busca del falso Eneas. De pronto, el

espectro abandonó su escondite, se desintegró en el aire y se perdió entre

las nubes. Al verlo, Turno clamó al cielo, furioso:

- ¡He sido engañado! ¡Y mis soldados pensarán que los abandoné!

No comprendía que la astucia de Juno lo había salvado de morir en el

campo de batalla. Desesperado, pensó en quitarse la vida, pero la mano

invisible de Juno aplazó su muerte una vez más.

La guerra se volvía cada vez más cruenta. Congregados en la morada de

Júpiter, los dioses seguían atentos las desdichas de los mortales que caían

como moscas.

Ante la ausencia de Turno, un rey llamado Mecencio, tan cruel y osado

como aquel, tomó la posta para enfrentar a los troyanos. Pero se topó con el

implacable Eneas. Mecencio arrojó su lanza contra el héroe. Eneas, bien


plantado, la interceptó con su escudo, dio un salto gigante y atravesó la

armadura de Mecencio con su espada. La sangre brotó del guerreo abatido.

Cuando Eneas se disponía a ultimarlo, Lauso, el joven hijo del caído, se

interpuso.

- ¡Apártate, muchacho! – ordenó el jefe troyano.

Pero Lauso no obedeció, y Eneas, ciego de ira, hundió su espada en el

pecho del joven.

La inocente y atónita mirada del joven causó un profundo impacto en el

alma de Eneas. Pensó en Ascanio y soltó un gemido, imaginando cómo se

rompería su corazón si perdiera a quien más quería en el mundo. Entonces

tomó en sus brazos el cuerpo de Lauso y, respetuosamente, lo entregó a los

latinos.

Mecencio, que se había alejado apenas para recuperar fuerzas, advirtió que

los soldados traían el cuerpo sin vida de su hijo. Embargado de furia y

dolor, se incorporó sobre su muslo destrozado, montó su caballo y, armado

hasta los dientes, galopó al encuentro de Eneas.

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