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Paul Auster El Palacio de la Luna Traduccién de Maribel de Juan EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Tttulo de la edicion original: Moon Palace Viking Nueva York, 1989 Disefio de la coleccién: Julio Vivas Tlustracién de Angel Jové Sexta edicion en Se i750 Séptima edicion en «Compactos»: enero Octava edicion en «Compactos»: state 1999 © Paul Auster, 1989 © EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1996 Pedré de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 84-339-1454-5 Depésito Legal: B. 37230-1999 Printed in Spain A&M Grafic, S.L., 08130 Santa Perpétua de Mogoda, Barcelona Esa fue la unica vez en que le respondi en lo referente a ese tema, pues me sent{ tan dolido por su comentario que no pude Si le interesa otro idioma —dije—, estaré encantado de com- placerle. Qué le parece el latin? Le hablaré en latin de ahora en adelante, si quiere. Mejor atin, le hablaré en latin vulgar. As{ no tendré ninguna dificultad en entenderlo. Era un comentario estipido, y Effing me puso répidamente en mi sitio. —Cillese y hable, muchacho —dijo—. Cuénteme cémo son las nubes. Descrfbame cada nube que hay en el cielo hacia el oeste, una por una hasta, donde alcance su vista. Para poder hacer lo que Effing me pedfa, tuve que aprender a separarme de él, Lo esencial era no sentirse agobiado por sus érdenes, sino transformarlas en algo que yo hacia por gusto. No habfa nada inherentemente malo en aquella actividad, después de todo. Considerado de la forma adecuada, el esfuerzo de describir las cosas con exactitud era precisamente la clase de disciplina que podfa ensefiarme lo que més deseaba aprender: humildad, pacien- cia y rigor. En lugar de hacerlo. simplemente para cumplir con una obligacién, empecé a considerarlo como un ¢jercicio espiri- tual, un método para acostumbrarme a mirar al mundo como si lo descubriera por primera vez. ¢Qué ves? Y eso que ves, gcémo lo expresarfas con palabras? El mundo nos entra por los ojos, pero no adquiere sentido hasta que desciende a nuestra boca. Empecé a apreciar lo grande que era esa distancia, a comprender lo mucho que tenfa que viajar una cosa para llegar de un sitio a otro. En términos reales no eran més que unos centimetros, pero teniendo en cuenta los muchos accidentes y pérdidas que podian producirse por el camino, era casi como un viaje de la tierra a la luna, Mis primeros intentos con Effing fueron terriblemente vagos, simples sombras que cruzaban fugazmente un fondo borro- so. Yo habfa visto todo esto anteriormente, me decfa, eeémo podia tener dificultad para describirlo? Un extintor de incendios, un taxi, un chorro de vapor que salfa de la acera, eran cosas que me resultaban tremendamente conocidas, me parecfa que me las sabia de memoria. Pero eso no tomaba en consideraci6n la 131 Se mutabilidad de las cosas, la forma en que cambiaban dependien_ do de la fuerza y él Angulo de la luz, la forma en que su aspecty quedaba alterado por Io que sucedfa a su alrededor: una persong que pasaba por allf, una repentina réfaga de viento, un _ extrafio. Todo estaba en un flujo constante, y aunque dos ladrillos de una pared se pareciesen mucho, nunca se pod{a afirmar que fuesen idénticos. Mas atin, el mismo ladrillo no era nunca real. mente el mismo. Se iba desgastando, desmoronfndose impercep. tiblemente por los efectos de la atmésfera, el frio, el calor, las tormentas que lo atacaban, y si uno pudiera mirarlo a lo latgo de los siglos, al final comprobarfa que habfa desaparecido. Todo lo inanimado se desintegraba, todo lo viviente moria. Cada vez que pensaba en esto notaba latidos en Ja cabeza al imaginar log furiosos y acelerados movimientos de las moléculas, las incesantes explosiones de la materia, el hirviente caos oculto bajo la superfi- cie de todas las cosas. Era lo que Effing me habfa advertido en nuestro primer encuentro: No des nada por sentado. Después de Ja indiferencia, pas¢ por una etapa de intensa alarma. Mis descrip- ciones se volvieron excesivamente minuciosas, pues tratando desesperadamente de captar cada posible matiz de lo que vela, mezclaba los detalles en un disparatado revoltijo para no omitir nada. Las palabras salfan de mi boca como balas de ametralladora, un asalto con fuego rapido. Effing tenfa que decirme continua- mente que hablara mds despacio, quejindose de que no podia seguirme. El problema no era tanto de velocidad como de enfo- que. Amontonaba demasiadas palabras unas sobre otras, de modo que en vez de revelar lo que tenfamos delante, lo oscurecfa, lo enterraba bajo una avalancha de sutilezas y de abstracciones geométricas. Lo importante era recordar que Effing era ciego. Mi misién no era agotarle con largos catdlogos, sino ayudarle a ver las cosas por si mismo, En ultima instancia, las palabras no importaban, Su funcién era permititle percibir los objetos lo tnés rapidamente posible, y para eso yo tenfa que hacerlas desaparecer no bien pronunciadas. Me costé semanas de duro trabajo simplifi- car mis frases, aprender a distinguir lo superfluo de lo esencial. Descubri que cuanto mds aire dejara alrededor de una cosa, mejores eran los resultados, porque eso le permitia a Hffing hacer 132 el trabajo fundamental: construir una imagen sobre la base de unas cuantas sugerencias, sentir que su mente viajaba hacia las cosas que yo le describia. Descontento con mis primeras actuacio- nes, me dediqué a practicar cuando estaba solo, por ejemplo, tumbado en la cama por la noche, repasaba los objetos de la habitacidn para ver si pod{a mejorar mis descripciones. Cuanto més trabajaba en ello, mds en serio me lo tomaba. Ya no lo veia como una actividad estética, sino moral, y comencé 2 sentirme menos molesto por las criticas de Effing y a preguntarme si su impaciencia ¢ insatisfaccién no servirfan a un fin mds alto. Yo era un monje que buscaba Ja iluminacién y Effing era mi cilicio, el létigo con el que me flagelaba. Creo que no hay la menor duda de que mejoré, pero eso no quiere decir que estuviera totalmente satisfecho de mis esfuerzos. Las exigencias de las palabras son demasiado grandes; uno conoce el fracaso con excesiva frecuencia para poder enorgullecerse del éxito ocasional. A medida que transcurrfa el tiempo, Effing se hizo més tolerante con mis descripciones, pero no estoy seguro de que eso significara que se acercaban més a lo que él deseaba. Tal. vez habfa renunciado a la esperanza o tal vez habfa perdido interés. Me era dificil saberlo. También puede ser que se estuviera acostumbrando a mf, simple- mente. Durante el invierno, generalmente limitdbamos nuestros pa- seos a las calles més préximas. West End Avenue, Broadway, las bocacalles de las Setenta y las Ochenta. Muchas de las personas con las que nos cruzdbamos reconocian a Effing y, contrariamen- tea lo que yo habfa pensado, parecian alegrarse de verle. Algunos incluso se paraban a saludarle: fruteros, vendedores de periédicos, ancianos que también iban de paseo. Effing los reconocfa a todos por el sonido de su voz y les hablaba de. una manera cortés aunque algo distante: el noble que ha bajado de su castillo para mezclarse con los habitantes de la aldea. Parecfa inspirarles respe- to, y en las primeras semanas le hablaron mucho de Pavel Shuni, a quien al parecer todos conocfan y querfan. Eri el barrio todo el mundo conocia la historia de su muerte (algunos incluso habfan presenciado el accidente) y Effing soporté muchos apretones de mano y muestras de condolencia, recibiendo estas atenciones con 133

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