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Ejercicio - Un Libro Significativo
Ejercicio - Un Libro Significativo
Llegó de un modo inesperado, pero del mismo en que las cosas solían llegar a las manos de
mis padres. Como ya conté, un vendedor de puerta en puerta, con carrito de metal, ofrecía
casa por casa el Martín Fierro. Una edición pesada, con tapas de madera sobre las que se
observan ilustraciones talladas, gauchescas, extremadamente feas. Ahora, de alguna manera,
me parece lógico que ese primer libro tuviera la apariencia de otra cosa, de cajita
extravagante, de adorno sofisticado. Mi madre de vez en cuando, me dejaba hojearlo y yo
pasaba una a una sus pesadas hojas con cuidado, como si estuviera jugando con un jarrón.
Un buen día, luego de algunos años de cara al objeto, dejé de hojearlo…y me largué a leerlo. Y
lo leí unas cuantas veces. Pero no porque el Martín Fierro me hubiese gustado, pues en
realidad me gustó muy poco, sino porque descubrí, con ese libro, que me gustaba leer, y, como
por muchos años el extenso poema de José Hernández fue el único libro que tenía a mano, no
me quedaba otra opción. Si quería leer tenía que leer el Martín Fierro. Recuerdo que por
entonces yo intuía una relación secreta entre el gaucho Fierro y la Mujer Biónica, por nada en
especial.
Tal vez porque leía el poema cuando terminaba la serie. Nada más que por eso. Casi no puedo
pensar en ellos por separado. Cruz/Mujer Biónica; Moreno/ Mujer Biónica; Malones/Mujer
Biónica; Pampa/ Ciudad de la Mujer Biónica; la soledad de los héroes; Fierro, desintegrándose
en la monotonía verde de su escenario; la Mujer Biónica dando saltitos al vacío, siempre
exitosos y tan bien acompañados por esa musiquita antigua de redoblante electrónico. El
televisor se apagaba y por unos segundos quedaba un puntito blanco en el centro de la
pantalla. Y yo me levantaba en busca de la cajita extravagante…sin dudarlo, le pedía permiso a
mi madre y la sacaba del mueble del living sobre el que estaba como adorno…y me ponía a
leer.
Última pregunta que ese libro que ahora hojeo nunca me contestará: ¿cómo llegó
a mis manos? ¿Me lo habrá regalado mi primo aquel verano? ¿Lo habré heredado? Sé
que cuando nos avisaron que había muerto fui a la casa, todavía no habían pasado a
recoger el cuerpo, mi tía me llevó a verlo: estaba en la cama, lindo como siempre, y
parecía dormido. Creo también que mi tía me dijo que eligiera un libro de Charlie para
llevarme de recuerdo “you like to read as much as he did”. Quizá haya elegido este libro
porque me traía tantos recuerdos; o porque me enseñó a leer poesía. Pero puede ser que
esté inventando.
De todos modos, es evidente que Eliot dejó alguna marca en mí. Recuerdo que
en uno de mis primeros intentos de escritura, como me costaba arrancar en español,
recurrí a la cita y la parodia: “You've missed the ponit completely, Julia:/ There were no
tigers. That was the point”. No sé cómo seguiría mi texto en español ni qué hacía con
los tigres, por suerte el resultado de ese laborioso experimento no sobrevivió.
Me gustó mucho que mis compañeros se exhibieran como lectores pasionales, que
hablaran de los personajes, que se identificaran con ellos, que se preguntaran tanto
acerca de ese pasaje entre un leer solo en el presente y un leer proyecto de vida.
¿Cómo hacían para identificar un momento en que se habían convertido en lectores?.
¿Cuánto habían pensado anteriormente en eso?.
Sobre todo eso: hablar de los textos. porque yo reconozco como esencial en mi
relación con los libros el producir discurso sobre ellos. Doble movimiento: producir
discurso y callar palabras porque no se dispone de ellas.
¿Cuál fue el libro sobre el que más hablé? Esa fue la pregunta que me permitió
localizar el libro que llevé a clase, El guardián en el centeno. Ya que, tal vez, yo
reconozca en ese instante, el instante en que el texto pasa de ser un territorio privado
a un espacio abierto, mi constitución como lector: cuando puedo compartir con otros el
amparo en las palabras, las que he leído, las que, sobre lo leído, me atreve a articular.
de un registro de clase
Yo tendría cinco años, calculo, porque mi abuelo estaba vivo todavía. Siempre lo
veía leer y eso me producía una especie de fascinación. Entonces, un día fui, subí a
una silla, agarré un libro de la biblioteca de mi abuelo y me senté en el umbral de la
puerta de mi casa. Nosotros vivíamos en Adrogué, en una calle que estaba muy cerca
de la estación. Aunque el barrio era muy tranquilo, la gente que venía de la Capital
pasaba por la puerta de mi casa. Cada media hora, un mundo de gente que había
tomado el tren. Evidentemente, yo me senté ahí para que los que pasaran me vieran
leer. Y, desde luego, yo no sabía leer. Pero estaba ahí sentado mirando ese libro para
que vieran cómo leía y de repente apareció una sombra que me dijo que yo tenía el
libro al revés.
Es que según el viejo refrán –menos cínico que burlón– entre los lectores y
frecuentadores de la palabra escrita se suelen detectar dos tipos de tontos: los que
prestan sus libros y los que los devuelven. Me han tratado de tonto a menudo –y a
veces con razón–, pero sólo me he sentido orgulloso de serlo cuando me consideraron
miembro de esa cofradía: prestador y devolvedor, tonto al cuadrado.
Recuerdo que mientras otros muchachos se avivaban con una mujer mayor –era la
época–, yo aprendí a ser tonto con otra, en la biblioteca pública de uno de los
pueblos de la provincia de Buenos Aires donde me crié. Amable, recatada y miope
hasta la parodia borgiana, la bibliotecaria, alma buena y minuciosa de cuyo nombre
no puedo acordarme, me enseñó los rudimentos, las leyes de la tontería a los quince
años. Ella hacía su papel, yo el mío; practicábamos una vez por semana, lo que
tardaba en leer el libro que me llevaba prestado. Ese verano, el del sesenta o del
sesenta y uno, me había comprado Cuentistas y pintores, una hermosa antología
editada por Eudeba –Payró, Güiraldes, Quiroga, Mateo Booz, Barletta, Arlt, Borges,
Cancela...– y buscaba libros de esos autores para seguir leyendo: Santa Fe mi país,
Cuentos de Pago Chico, Tres relatos porteños, Los desterrados..., hasta que un día
saqué del estante –me servía solo, revolvía– la edición de Anaconda de El jorobadito.
Ahí, por primera vez la señorita bibliotecaria miró por encima de los gruesos anteojos
y apretó los labios: Arlt no era para mí o yo no estaba todavía para Arlt, dijo o creo
que dijo mi prestadora. Me lo llevé igual: y lo devolví a la semana, bien leído, claro.
Los tontos de biblioteca sabemos que los libros están hechos para circular.
En buena lógica, se podría llegar a suponer que hay también dos tipos de vivos: los
que no prestan los libros (suyos) y los que no los devuelven (los ajenos). Claro que no
son bibliotecarios ni van a la biblioteca: juntan en su casa, cosechan en la ajena.
Estiban y almacenan, compran por metro, forran y enfilan. Los libros de esos vivos no
son suyos ni de nadie: están muertos. Los tontos aprendimos en la biblioteca –pese a
ser tontos o precisamente por eso– que un libro es mío sólo cuando (y porque) lo he
leído y aunque no duerma siempre en casa. Es su modo de vivir. Si no, está muerto.
En los años cincuenta y sesenta, en los pueblos donde me crié yo o se crió el Gordo
Soriano que recordábamos ahí, no había una librería en serio. Sólo en el kiosco de
revistas, en la papelería, asomaban algunos títulos nuevos, best sellers que ni sabían
su nombre aún, clásicos “para el colegio”, esas cosas. Ni librerías de viejo ni nada
para revolver. Ni mucha plata tampoco, como siempre, para comprar los pocos
nuevos. Pero estaba la biblioteca, donde los tontos hechos y los pibes aprendices de
tontos hacíamos la gimnasia semanal del toma y daca, llevo y traigo.
Ahora me doy cuenta, me di cuenta una vez más, este 25 de Mayo frío afuera y cálido
de chocolate adentro, entre cuervos fervorosos: leer en biblioteca es como tomar
mate, ese ir y venir, ese ritual de sacarle el gusto a la cosa y hacer lugar y tiempo
para que comparta el otro. Exactamente así, maravillosamente así. Una tonta
costumbre.
Sasturain, Juan (2006) “Soriano y las costumbres de los tontos” en Página 12, 26 de
mayo.
Los chicos hablan sobre la informació n que tenían que llevar sobre perros
siberianos, muchos tienen hojas impresas, algunos buscan en el celular, la
profesora les dice que es bueno usar el celular para otras cosas también. Ante la
queja de uno de los chicos de que no tuvo internet ella le responde que en el
colegio hay una biblioteca, y alguno le responde que no es muy grande, entonces
ella les dice que es verdad y les cuenta sobre otras bibliotecas que pueden visitar,
la Biblioteca Nacional, la del Ministerio de Educació n. Ademá s de la informació n
sobre animales leen la informació n que llevaron sobre el violoncello.
Toman los libros y comienzan a leer. Sin que la profesora asigne los turnos de
lectura me sorprendo al ver el método de lectura que tienen, uno comienza
leyendo, al terminar el pá rrafo, sin pausa ni interferencia comienza a leer algú n
otro, y así todos van leyendo voluntariamente, tanto los que leen fluidamente como
los que se traban, y mientras todos escuchan y está n atentos para volver a leer.
Cuando en un pá rrafo coinciden dos o má s, no se detiene la lectura, sino que se
dejan a uno solo, ya que luego podrá n leer en otro pá rrafo. Surge en el texto el
tema de la enfermedad del protagonista, los chicos se detienen y algunas cabezas
se levantan. La profesora les dice “quedaron un poco shockeados, ¿no?”, ellos
asienten y hablan de las enfermedades, de la sociedad, siempre haciendo
intercambio entre los alumnos y la profesora, los chicos parecen conmovidos por
este tema, hay una apertura por parte de ellos para hablar de estos temas, y veo
que la literatura a estos chicos les sirve para pensar en los problemas de la
sociedad. Prosiguen con la lectura, y cada tanto frenan y hablan de lo que allí
encuentran, relacioná ndolo con la sociedad, con sus experiencias personales, con el
feriado; la profesora guía este proceso, las reflexiones de los chicos impresionan,
por la profundidad de los sentimientos que expresan, como por la capacidad de
seguir el razonamiento de la profesora, como cuando les hace asociar la
impersonalidad de los shoppings (tema tratado en el libro) con el verbo Hay y la
palabra ¡Ay!, que los chicos reconocen como paró nimos (no dejo de
sorprenderme). Cuando se toca el tema de la discriminació n, luego de varias
participaciones de los chicos surge el tema de los problemas raciales en la segunda
guerra mundial, suena el timbre del recreo, los chicos se levantan y van saliendo,
un grupito sale hablando, escucho a uno explicarle a los demá s sobre Hitler.
Si tuviera que clasificar la novela de Olguín por temas diría que los preponderantes son la
amistad, el trabajo en equipo y el fútbol. Como subtemas que aparecen a lo largo de la novela
nombraría los estereotipos sociales, el adentro y el afuera de la villa, la delincuencia juvenil, el
gatillo fácil, y el amor. Así, en último lugar, yo pondría el amor.
Pero resulta que leer bajo este método barthesiano me llevó a descubrir que lxs lectorxs
encontraron otros sentidos al texto, otros intereses que surgieron de sus propios deseos.
Durante la lectura del primer capítulo, en el que Ariel describe cómo se enamora a primera vista
de Patricia, una chica que pasa por la verdulería junto a sus hermanitxs –la llama la
“Blancanieves villera”- Daira interrumpió desde el fondo, escondida bajo su capucha negra, y
lanzó un murmullo poco audible que tuve que insistir que repitiera. “Ese pibe además de un
cheto me parece un tarado. Perdón profe, lo siento así”, dijo y una carcajada unísona rompió la
solemnidad del aula a las 8:30 am del viernes. El comentario de Daira habilitó la lectura
“irrespetuosa” que hasta el momento había sido más bien “vigilante” de mi parte, ya que todos
mis comentarios apuntaban a la comprensión y no a una reflexión sobre la lectura para
apropiarse y producir sentido sobre lo que se está leyendo.
Las chicas se enojaron con los comentarios “machistas” –así lo enfatizaron- como “las mujeres
son un problema” o “si te sentás con mujeres van a decir que sos maricón”, y los varones
coincidieron en que las apreciaciones del amor romántico que despliega Ariel “ya fueron”. A su
vez, el aula se fue llenando de interjecciones y suspiros a medida que iban apareciendo los
cuerpos sexuados de lxs personajes: besos de lengua, roces, pieles encendidas, una remera
cortita, el bretel del corpiño.
Hasta esta lectura compartida con ellxs no me había percatado de que la dimensión de deseo
ocupa gran parte de las páginas de la novela. Mi “preocupación” estaba puesta en el impacto
que iba a tener la villa o la delincuencia, y no había pensado en la ESI cuando planifiqué las
clases. La ESI apareció a partir de un despliegue de sentidos que encontraron en el texto,
gracias a esta “levantada de cabeza” que habilitó a lxs lectorxs a compartir sus asociaciones
personales, ideas e interpretaciones que se materializaron en un acto en el que todxs lxs
participantes pudieron socializar significados.
El ejercicio de levantar la cabeza también tuvo un revés para mí. Mientras leía me preocupaba
qué estarían pensando lxs chixs sobre las escenas de la villa –hay una parecida a la que
describe Olguín detrás de los monoblocks despintados que se ven desde la ventana-, pero luego
comprendí, a partir de un comentario de Nazareno, que lxs lectorxs habían trazado su propio
recorrido de lectura –uno que no había sido el mío al momento de planificar- y que esperaban
ansiosxs los encuentros entre Ariel y Pato. Casi al final de la novela Ariel recuerda a Pato en una
breve línea, y Nazareno dice: “Al fin apareció la piba”. La villa, el vino caliente que prueban en un
rancho, el partido en el potrero, la formación del equipo de los sueños y la pelota de Maradona
no les importaban, querían que volvieran la historia de amor y los besos, el roce de las pieles, los
breteles del corpiño y la santa patrona de los verduleros.
En esa lectura placentera, en esas ganas de lxs alumnxs de leer de principio a fin una novela o
un “cuento largo”, como dijo Leandro, me reconocí por primera vez como profesora lectora
dentro del aula, y volví a disfrutar del placer de la lectura, lugar que habito desde hace mucho
antes de practicar la enseñanza de la literatura.