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Dentro de un rato tendrán que pararse frente a su/s biblioteca/s

y seleccionar un libro significativo en sus historias lectoras.


Uno entre, quizás, varios, muchos. Uno solo. Pero antes de
encarar esta tarea

lean este florilegio de escenas de lectura que en una de esas


lxs inspiran, ayudan, acompañan en esa decisión.

Llegó de un modo inesperado, pero del mismo en que las cosas solían llegar a las manos de
mis padres. Como ya conté, un vendedor de puerta en puerta, con carrito de metal, ofrecía
casa por casa el Martín Fierro. Una edición pesada, con tapas de madera sobre las que se
observan ilustraciones talladas, gauchescas, extremadamente feas. Ahora, de alguna manera,
me parece lógico que ese primer libro tuviera la apariencia de otra cosa, de cajita
extravagante, de adorno sofisticado. Mi madre de vez en cuando, me dejaba hojearlo y yo
pasaba una a una sus pesadas hojas con cuidado, como si estuviera jugando con un jarrón.

Un buen día, luego de algunos años de cara al objeto, dejé de hojearlo…y me largué a leerlo. Y
lo leí unas cuantas veces. Pero no porque el Martín Fierro me hubiese gustado, pues en
realidad me gustó muy poco, sino porque descubrí, con ese libro, que me gustaba leer, y, como
por muchos años el extenso poema de José Hernández fue el único libro que tenía a mano, no
me quedaba otra opción. Si quería leer tenía que leer el Martín Fierro. Recuerdo que por
entonces yo intuía una relación secreta entre el gaucho Fierro y la Mujer Biónica, por nada en
especial.

Tal vez porque leía el poema cuando terminaba la serie. Nada más que por eso. Casi no puedo
pensar en ellos por separado. Cruz/Mujer Biónica; Moreno/ Mujer Biónica; Malones/Mujer
Biónica; Pampa/ Ciudad de la Mujer Biónica; la soledad de los héroes; Fierro, desintegrándose
en la monotonía verde de su escenario; la Mujer Biónica dando saltitos al vacío, siempre
exitosos y tan bien acompañados por esa musiquita antigua de redoblante electrónico. El
televisor se apagaba y por unos segundos quedaba un puntito blanco en el centro de la
pantalla. Y yo me levantaba en busca de la cajita extravagante…sin dudarlo, le pedía permiso a
mi madre y la sacaba del mueble del living sobre el que estaba como adorno…y me ponía a
leer.

Diego Meret (2009) En la pausa. Buenos Aires: Mansalva.


Amigos
Un buen día, primero en el Journal de Mickey y poco después en el cine, aparece Peter
Pan. En un abrir y cerrar de ojos vuela hacia el País de Nunca Jamás, seguido por los
niños en pijama. El País de Nunca Jamás se parece al primer libro animado: es un
paisaje mío, que me hace olvidar todo lo demás. Se confunde en mi recuerdo con la Isla
de los Placeres de Pinocho, con sus paredes de chocolate y de bizcocho, en la que brota
jugo de naranja de las fuentes. ¡Qué hermoso sería vivir allí! 
Me encantó leer Peter Pan. Ya no estaba sola, ahora estaba con Peter, y mi libro
ilustrado era una ventana por la que yo atravesaba al otro lado. Cada noche, trepada en
los radiadores o agarrándome a los tubos de la calefacción central, caminaba de una
habitación a otra, al borde del precipicio. N o le temía al cocodrilo ni al capitán Garfio.
Ellos no tenían comparación con esos ogros atroces que había encontrado en los cuentos
y que se escurrían por todas partes. Garfio y el reptil eran risibles y estaban confinados a
una ensenada o una caleta. Además Peter era invencible porque era sumamente astuto.
Podía incluso ser cruel al luchar pues le había cortado la mano al terrible capitán.
Obviamente, a diferencia de él yo no volaba, estaba condenada a quedarme cerca del
suelo. Obviamente él era varón mientras que yo era una niña. 
Me pregunto si existe una sola niña en el mundo que haya podido identificarse con
Wendy, la insípida hermana mayor, atareada con el quehacer mientras sus hermanos
bailan con los indios, o con Campanita, la presumida insoportable. Gracias a la
androginia de Peter (su cabello un poco largo para la época, su camisa ajustada a la
cintura que se ensanchaba después como una falda), podía deslizarme fácilmente en su
papel. 
Durante meses creí ser él y le pedí a mi madre que me hiciera un sombrero exactamente
igual al suyo. Me encantaba el color verde de su traje, precisamente ese verde, el color
de la alegría.
 Muchos años después leí los ensayos de los críticos o los psicoanalistas que
descubrieron al niño triste detrás del vagabundo alegre, analizando el destino trágico de
James Barrie, quien pasó años tratando de consolar a su madre desesperada por la
muerte de su hermano. Me pregunté si había sentido una familiaridad inconsciente con
ese hombre que dedicó toda su vida a curar sus heridas infantiles. Pero si intento
quedarme más cerca de la niñita que fui, me parece que lo que me gustaba de Peter Pan
es que abría otro espacio posible, una tercera dimensión. Esa soledad, esos ogros
terroríficos, esos osos de ojos tristes y bondadosos, ese lúgubre destino, no eran lo único
que había en el mundo. No sólo estaban los padres inaccesibles, el miedo a los castigos
en la escuela y la sombra de la guerra. Estaba también ese impulso hacia otro lugar. Yo
encontraba en la historia una fuerza. (...)

A los lectores de lengua española 


De niña, cuando veía a mi madre o mi padre leer y perderse en alguna ensoñación, me
preguntaba a dónde se habían ido. Tal vez para resolver ese misterio empecé a
aventurarme en los libros. Y tal vez también a eso se debió que, muchos años después,
me haya convertido en antropóloga de la lectura: mis preocupaciones infantiles se
transformaron en temas de investigación. En la actualidad, la historia se ha invertido: lo
que me resulta más sorprendente es el rostro de los niños cuando están inmersos en un
libro. A veces dejan escapar alguna frase que aclara un poco lo que ocurre entre ellos y
las páginas que están leyendo. Casi siempre nos quedamos en el umbral, y así está muy
bien. Como dijo la personita a la que le dediqué el presente libro: “la lectura es tu
pequeño secreto”. Para acercarnos a él siempre está la posibilidad de leer recuerdos de
infancia. Los escritores suelen transmitir muchos, y los mediadores lo hacen cada vez
con mayor frecuencia: en toda América Latina, maestros, bibliotecarios y promotores de
la lectura están rememorando las leyendas de sus primeros años o su descubrimiento del
mundo de lo escrito. De México, de Argentina, de Colombia me llegan, de tiempo en
tiempo, autobiografías de lectores que ellos han tenido la feliz idea de enviarme. Esos
escritos me fascinan. Algunas de las obras que citan marcaron mi propia infancia, o mi
adolescencia; otras poseen la extrañeza de las tierras lejanas, como esos mitos de La
Llorona, El Mohán o El Lobizón, o ese Tesoro de la juventud que siempre me he
preguntado qué aspecto tenía. Escribí Una infancia en el país de los libros porque
deseaba comprender qué era lo que buscaba entre líneas cuando yo misma fui niña. Esos
recuerdos son la cara oculta de mis investigaciones, en particular de las que hablan
sobre la lectura en “espacios en crisis”. Al publicarlos, no hago sino pagar parte de mi
deuda con aquellos y aquellas que nutrieron mis trabajos al contarme su historia. Espero
que los títulos o los autores desconocidos que encontrarán en estas páginas tengan para
ellos el mismo encanto exótico que tuvo para mí el Tesoro de la juventud, de nombre
tan acertado. Y espero también que sigan enviándome sus propios recuerdos para que
juntos exploremos ese misterio: el niño que lee. 
París, 16 de enero de 2008
Petit, Michele (2008) Una infancia en el país de los libros. Madrid: Océano.

Lector y maestro, in memoriam


Mis hábitos de lectura cambiaron un verano al borde del Atlántico en la ciudad
de Miramar. Tendría yo unos trece años, ya no me interesaban tanto las series para
adolescentes que, como mis compañeras de colegio, antes devoraba en inglés. Mis
padres habían alquilado una casita en las afueras del pueblo y no en el centro donde
solían hacerlo y yo me sentía desorientada. Vino a pasar unos días con nosotros uno de
mis primos por parte de padre, es decir uno de mis primos “ingleses”. Era mayor que
yo, pelirrojo, muy lindo, y había venido desde Buenos Aires en motocicleta cargando
una mochila. La familia se reía de él porque, decían, no podía vivir sin tener un libro
cerca. De chico tenía prohibido leer durante las comidas en familia. De grande comía
solo, con un libro delante el plato.

Yo quería lucirme ante él pero no lo conseguía. Charlie era implacable, con la


arrogancia que puede tener un muchacho de veinte años que ya ha leído lo que algunos
tardan una vida en leer. Se burlaba de mis lecturas; concretamente de la serie de Nancy
Drew, girl detective. Charlie me informó que se encargaría de hacerme leer literatura de
verdad en lugar de esas pavadas: “grow up, kid”, me dijo, “leé poesía”. (Yo no leía
poesía, la aprendía de memoria en el colegio: no es lo mismo que leer.) Cuando vació el
contenido de la mochila en la cama que le había tocado vi que él también viajaba con
libros, y con muy poca ropa. “Mañana vamos a leer juntos un poema de este libro”, me
dijo. Era la poesía de T. S. Eliot que, en efecto, leímos juntos diariamente durante su
breve estadía.

Conservo ese libro. En la primera página, en la esquina superior derecha, está mi


firma con indicación de lugar y fecha: París, 1959. Me sorprende ver que mi firma no
ha cambiado desde entonces. Más abajo, en el centro de la página, hay una notación
entre paréntesis a lápiz, también mía, con letra levemente distinta: (Charles Swain,
Miramar on or about 1952, I.M.). Me pregunto ¿cuál de las dos inscripciones habrá
venido primero? ¿El acto en que tomo posesión del libro firmándolo, en París, adonde
me lo he llevado? ¿O el registro del legado de mi primo, donde evoco aquellas
vacaciones on or about 1952 y también dejo constancia de su muerte, In Memorian,
pero no de la fecha?

De la lectura diaria de Eliot que hicimos juntos Charlie y yo no recuerdo gran


cosa, solo algunos versos sueltos de “Rhapsody on a Windy Night” que me divertían,
“The lamp hummed:/ ‘Regard the moon, / la lune ne garde aucune rancune [...]’”, y el
descubrimiento de que se podían mezclar las lenguas impunemente cuando fuera
necesario, y mezclar citas de otros escritores dentro del texto propio, descubrimiento
que ha animado mi escritura a lo largo de mi vida.

Última pregunta que ese libro que ahora hojeo nunca me contestará: ¿cómo llegó
a mis manos? ¿Me lo habrá regalado mi primo aquel verano? ¿Lo habré heredado? Sé
que cuando nos avisaron que había muerto fui a la casa, todavía no habían pasado a
recoger el cuerpo, mi tía me llevó a verlo: estaba en la cama, lindo como siempre, y
parecía dormido. Creo también que mi tía me dijo que eligiera un libro de Charlie para
llevarme de recuerdo “you like to read as much as he did”. Quizá haya elegido este libro
porque me traía tantos recuerdos; o porque me enseñó a leer poesía. Pero puede ser que
esté inventando.

De todos modos, es evidente que Eliot dejó alguna marca en mí. Recuerdo que
en uno de mis primeros intentos de escritura, como me costaba arrancar en español,
recurrí a la cita y la parodia: “You've missed the ponit completely, Julia:/ There were no
tigers. That was the point”. No sé cómo seguiría mi texto en español ni qué hacía con
los tigres, por suerte el resultado de ese laborioso experimento no sobrevivió.

Molloy, Silvia (2017). “Lector y maestro, In Memoriam” en Citas de lectura. Buenos


Aires: Ampersand.

Sebastián y El guardián entre el centeno.

Me gustó mucho que mis compañeros se exhibieran como lectores pasionales, que
hablaran de los personajes, que se identificaran con ellos, que se preguntaran tanto
acerca de ese pasaje entre un leer solo en el presente y un leer proyecto de vida.
¿Cómo hacían para identificar un momento en que se habían convertido en lectores?.
¿Cuánto habían pensado anteriormente en eso?.
Sobre todo eso: hablar de los textos. porque yo reconozco como esencial en mi
relación con los libros el producir discurso sobre ellos. Doble movimiento: producir
discurso y callar palabras porque no se dispone de ellas.

¿Cuál fue el libro sobre el que más hablé? Esa fue la pregunta que me permitió
localizar el libro que llevé a clase, El guardián en el centeno. Ya que, tal vez, yo
reconozca en ese instante, el instante en que el texto pasa de ser un territorio privado
a un espacio abierto, mi constitución como lector: cuando puedo compartir con otros el
amparo en las palabras, las que he leído, las que, sobre lo leído, me atreve a articular.

de un registro de clase

Yo tendría cinco años, calculo, porque mi abuelo estaba vivo todavía. Siempre lo
veía leer y eso me producía una especie de fascinación. Entonces, un día fui, subí a
una silla, agarré un libro de la biblioteca de mi abuelo y me senté en el umbral de la
puerta de mi casa. Nosotros vivíamos en Adrogué, en una calle que estaba muy cerca
de la estación. Aunque el barrio era muy tranquilo, la gente que venía de la Capital
pasaba por la puerta de mi casa. Cada media hora, un mundo de gente que había
tomado el tren. Evidentemente, yo me senté ahí para que los que pasaran me vieran
leer. Y, desde luego, yo no sabía leer. Pero estaba ahí sentado mirando ese libro para
que vieran cómo leía y de repente apareció una sombra que me dijo que yo tenía el
libro al revés.

Piglia, Ricardo (2010) Radar, Página 12, 18 de julio.

Soriano y las costumbres de los tontos

Un grupo de fanas de San Lorenzo –no el club oficialmente ni su directiva sino la


Subcomisión de Hinchas, que existe y labura– inauguró ayer, 25 de mayo, en una casa
de dos plantas de Muñiz e Inclán, frente al predio donde estuvo el glorioso Gasómetro
y ahora medra un polirrubro internacional, una biblioteca. Fue de mañana, hacía frío
afuera en Boedo y estaba caliente el chocolate adentro. El acto fue sencillo y
emotivo; el eje de las numerosas intervenciones fue el laburo realizado, el por
realizar y la evocación del cuervo ilustre que –por decisión del tablón– le da su
nombre a la biblioteca: Osvaldo Soriano. Nada más justo.
La oportunidad nos sirvió para recordar anecdotario y talentos múltiples del Gordo,
cruzarnos con glorias veteranas y vigentes –el fugaz talento de Omar Higinio García,
la contundente elegancia de Facundo– y en algún caso –el personal– repensar el
sentido de estas bibliotecas de barrio, de pueblo, de esquina suburbana, que tanto
han hecho y hacen a contrapelo, hoy todavía, por resucitar una tonta costumbre.

Es que según el viejo refrán –menos cínico que burlón– entre los lectores y
frecuentadores de la palabra escrita se suelen detectar dos tipos de tontos: los que
prestan sus libros y los que los devuelven. Me han tratado de tonto a menudo –y a
veces con razón–, pero sólo me he sentido orgulloso de serlo cuando me consideraron
miembro de esa cofradía: prestador y devolvedor, tonto al cuadrado.

Recuerdo que mientras otros muchachos se avivaban con una mujer mayor –era la
época–, yo aprendí a ser tonto con otra, en la biblioteca pública de uno de los
pueblos de la provincia de Buenos Aires donde me crié. Amable, recatada y miope
hasta la parodia borgiana, la bibliotecaria, alma buena y minuciosa de cuyo nombre
no puedo acordarme, me enseñó los rudimentos, las leyes de la tontería a los quince
años. Ella hacía su papel, yo el mío; practicábamos una vez por semana, lo que
tardaba en leer el libro que me llevaba prestado. Ese verano, el del sesenta o del
sesenta y uno, me había comprado Cuentistas y pintores, una hermosa antología
editada por Eudeba –Payró, Güiraldes, Quiroga, Mateo Booz, Barletta, Arlt, Borges,
Cancela...– y buscaba libros de esos autores para seguir leyendo: Santa Fe mi país,
Cuentos de Pago Chico, Tres relatos porteños, Los desterrados..., hasta que un día
saqué del estante –me servía solo, revolvía– la edición de Anaconda de El jorobadito.
Ahí, por primera vez la señorita bibliotecaria miró por encima de los gruesos anteojos
y apretó los labios: Arlt no era para mí o yo no estaba todavía para Arlt, dijo o creo
que dijo mi prestadora. Me lo llevé igual: y lo devolví a la semana, bien leído, claro.
Los tontos de biblioteca sabemos que los libros están hechos para circular.

En buena lógica, se podría llegar a suponer que hay también dos tipos de vivos: los
que no prestan los libros (suyos) y los que no los devuelven (los ajenos). Claro que no
son bibliotecarios ni van a la biblioteca: juntan en su casa, cosechan en la ajena.
Estiban y almacenan, compran por metro, forran y enfilan. Los libros de esos vivos no
son suyos ni de nadie: están muertos. Los tontos aprendimos en la biblioteca –pese a
ser tontos o precisamente por eso– que un libro es mío sólo cuando (y porque) lo he
leído y aunque no duerma siempre en casa. Es su modo de vivir. Si no, está muerto.
En los años cincuenta y sesenta, en los pueblos donde me crié yo o se crió el Gordo
Soriano que recordábamos ahí, no había una librería en serio. Sólo en el kiosco de
revistas, en la papelería, asomaban algunos títulos nuevos, best sellers que ni sabían
su nombre aún, clásicos “para el colegio”, esas cosas. Ni librerías de viejo ni nada
para revolver. Ni mucha plata tampoco, como siempre, para comprar los pocos
nuevos. Pero estaba la biblioteca, donde los tontos hechos y los pibes aprendices de
tontos hacíamos la gimnasia semanal del toma y daca, llevo y traigo.

Ahora me doy cuenta, me di cuenta una vez más, este 25 de Mayo frío afuera y cálido
de chocolate adentro, entre cuervos fervorosos: leer en biblioteca es como tomar
mate, ese ir y venir, ese ritual de sacarle el gusto a la cosa y hacer lugar y tiempo
para que comparta el otro. Exactamente así, maravillosamente así. Una tonta
costumbre.

Sasturain, Juan (2006) “Soriano y las costumbres de los tontos” en Página 12, 26 de
mayo.

En el curso son todos varones. Al entrar en la clase la profesora ve algunas


basuras en el suelo (aú n cuando la pulcritud de este curso adelantaba en mucho a
los otros cursos que yo había visitado), con una referencia que no llegué a
entender, la profesora, mientras los alumnos juntan los papeles, les hace recordar
una historieta que vieron y les habla del lenguaje icó nico. Vuelto el orden sacan
todos Los ojos del perro siberiano. Después de tres cursos observados y de
sorprenderme por có mo se las arreglaban en grupitos de a tres para leer novelas
desde los celulares, me sorprendo al ver que todos los chicos tienen el libro.
Rá pidamente comienzan a hacer una recapitulació n, también a diferencia de otras
clases, ante las preguntas que la profesora hace para ir recordando, no hay
espacios en silencio ni repregunta o replanteo de la profesora, los chicos
responden, varios a la vez pero sin que se genere alboroto y la diná mica de esta
primera parte me deja un poco afuera de lo que sucede. Si no hubiera ido a
observar esta clase sin casi aviso previo, sospecharía que es todo una puesta en
escena bien ensayada. Surge a partir de la novela el tema de los libros y ella pide
ejemplos. Seis o siete alumnos responden, con tanta rapidez que llego só lo a
registrar que se mencionó Moby Dick, Harry Potter y Percy Jackson.
Ahora hablan sobre la mú sica, sobre Beethoven. De la misma forma que antes van
reflexionando sobre la mú sica y porqué es importante que ellos escuchen la mú sica
de la que habla el protagonista. Luego les pregunta qué mú sica escuchan y de a uno
responden: “Ismael Serrano”, “Rock de acá ”, “La renga”, “Soda Stereo”. La profesora
intercala algú n comentario como respuesta, yo creo que es importante que lo haga
porque los chicos pueden compartir sus experiencias y valorizarlas, en tanto a
todos se los respeta y escucha. (Las clases observadas con anterioridad tenían un
ritmo muy diferente y eran muy pocas las ideas que podían trabajarse en las dos
horas, la diná mica de la clase parecía una lucha a contrarreloj para aprovechar los
momentos de silencio de los chicos a favor del tema que se quería ver. En esta clase
sucede todo muy rá pido pero soy la ú nica que tiene problemas para seguir el
ritmo).

Los chicos hablan sobre la informació n que tenían que llevar sobre perros
siberianos, muchos tienen hojas impresas, algunos buscan en el celular, la
profesora les dice que es bueno usar el celular para otras cosas también. Ante la
queja de uno de los chicos de que no tuvo internet ella le responde que en el
colegio hay una biblioteca, y alguno le responde que no es muy grande, entonces
ella les dice que es verdad y les cuenta sobre otras bibliotecas que pueden visitar,
la Biblioteca Nacional, la del Ministerio de Educació n. Ademá s de la informació n
sobre animales leen la informació n que llevaron sobre el violoncello.

Toman los libros y comienzan a leer. Sin que la profesora asigne los turnos de
lectura me sorprendo al ver el método de lectura que tienen, uno comienza
leyendo, al terminar el pá rrafo, sin pausa ni interferencia comienza a leer algú n
otro, y así todos van leyendo voluntariamente, tanto los que leen fluidamente como
los que se traban, y mientras todos escuchan y está n atentos para volver a leer.
Cuando en un pá rrafo coinciden dos o má s, no se detiene la lectura, sino que se
dejan a uno solo, ya que luego podrá n leer en otro pá rrafo. Surge en el texto el
tema de la enfermedad del protagonista, los chicos se detienen y algunas cabezas
se levantan. La profesora les dice “quedaron un poco shockeados, ¿no?”, ellos
asienten y hablan de las enfermedades, de la sociedad, siempre haciendo
intercambio entre los alumnos y la profesora, los chicos parecen conmovidos por
este tema, hay una apertura por parte de ellos para hablar de estos temas, y veo
que la literatura a estos chicos les sirve para pensar en los problemas de la
sociedad. Prosiguen con la lectura, y cada tanto frenan y hablan de lo que allí
encuentran, relacioná ndolo con la sociedad, con sus experiencias personales, con el
feriado; la profesora guía este proceso, las reflexiones de los chicos impresionan,
por la profundidad de los sentimientos que expresan, como por la capacidad de
seguir el razonamiento de la profesora, como cuando les hace asociar la
impersonalidad de los shoppings (tema tratado en el libro) con el verbo Hay y la
palabra ¡Ay!, que los chicos reconocen como paró nimos (no dejo de
sorprenderme). Cuando se toca el tema de la discriminació n, luego de varias
participaciones de los chicos surge el tema de los problemas raciales en la segunda
guerra mundial, suena el timbre del recreo, los chicos se levantan y van saliendo,
un grupito sale hablando, escucho a uno explicarle a los demá s sobre Hitler.

Estoy un poco emocionada, ignoro que en la siguiente hora me emocionaré aú n


má s, junto con la profesora, e intuyo que también algunos de los alumnos, cuando
en la sala de usos mú ltiples escuchemos en silencio la Suite nº 1 para chello de
Bach (que define un momento clave en Los ojos del perro siberiano).

de un registro de observació n de clases

Tras los rastros del amor en El equipo de los sueños


En Escribir la lectura, Roland Barthes habla de “leer levantando la cabeza”, acto al que describe
como “una lectura irrespetuosa, porque interrumpe el texto, y a la vez prendada de él, al que
retorna para nutrirse”. Pensé en esta propuesta de Barthes cuando armé el proyecto de lectura y
escritura para 2º año B de la escuela Técnica Nº 4 del Barrio Ejército de los Andes con El equipo
de los sueños, novela de Sergio Olguín, pero fui descubriendo, a medida que íbamos leyendo,
qué era eso de leer levantando la cabeza con adolescentes, los viernes a desde las 7:40 a.m y
los martes llegando al mediodía, con sueño y con hambre, con monoblocks descoloridos como
paisaje y muchas expectativas, mía y de ellxs, por leer un “cuento largo” de principio a fin, por
primera vez en la escuela.

Si tuviera que clasificar la novela de Olguín por temas diría que los preponderantes son la
amistad, el trabajo en equipo y el fútbol. Como subtemas que aparecen a lo largo de la novela
nombraría los estereotipos sociales, el adentro y el afuera de la villa, la delincuencia juvenil, el
gatillo fácil, y el amor. Así, en último lugar, yo pondría el amor.

Pero resulta que leer bajo este método barthesiano me llevó a descubrir que lxs lectorxs
encontraron otros sentidos al texto, otros intereses que surgieron de sus propios deseos.
Durante la lectura del primer capítulo, en el que Ariel describe cómo se enamora a primera vista
de Patricia, una chica que pasa por la verdulería junto a sus hermanitxs –la llama la
“Blancanieves villera”- Daira interrumpió desde el fondo, escondida bajo su capucha negra, y
lanzó un murmullo poco audible que tuve que insistir que repitiera. “Ese pibe además de un
cheto me parece un tarado. Perdón profe, lo siento así”, dijo y una carcajada unísona rompió la
solemnidad del aula a las 8:30 am del viernes. El comentario de Daira habilitó la lectura
“irrespetuosa” que hasta el momento había sido más bien “vigilante” de mi parte, ya que todos
mis comentarios apuntaban a la comprensión y no a una reflexión sobre la lectura para
apropiarse y producir sentido sobre lo que se está leyendo.

Las chicas se enojaron con los comentarios “machistas” –así lo enfatizaron- como “las mujeres
son un problema” o “si te sentás con mujeres van a decir que sos maricón”, y los varones
coincidieron en que las apreciaciones del amor romántico que despliega Ariel “ya fueron”. A su
vez, el aula se fue llenando de interjecciones y suspiros a medida que iban apareciendo los
cuerpos sexuados de lxs personajes: besos de lengua, roces, pieles encendidas, una remera
cortita, el bretel del corpiño.

Hasta esta lectura compartida con ellxs no me había percatado de que la dimensión de deseo
ocupa gran parte de las páginas de la novela. Mi “preocupación” estaba puesta en el impacto
que iba a tener la villa o la delincuencia, y no había pensado en la ESI cuando planifiqué las
clases. La ESI apareció a partir de un despliegue de sentidos que encontraron en el texto,
gracias a esta “levantada de cabeza” que habilitó a lxs lectorxs a compartir sus asociaciones
personales, ideas e interpretaciones que se materializaron en un acto en el que todxs lxs
participantes pudieron socializar significados.

El ejercicio de levantar la cabeza también tuvo un revés para mí. Mientras leía me preocupaba
qué estarían pensando lxs chixs sobre las escenas de la villa –hay una parecida a la que
describe Olguín detrás de los monoblocks despintados que se ven desde la ventana-, pero luego
comprendí, a partir de un comentario de Nazareno, que lxs lectorxs habían trazado su propio
recorrido de lectura –uno que no había sido el mío al momento de planificar- y que esperaban
ansiosxs los encuentros entre Ariel y Pato. Casi al final de la novela Ariel recuerda a Pato en una
breve línea, y Nazareno dice: “Al fin apareció la piba”. La villa, el vino caliente que prueban en un
rancho, el partido en el potrero, la formación del equipo de los sueños y la pelota de Maradona
no les importaban, querían que volvieran la historia de amor y los besos, el roce de las pieles, los
breteles del corpiño y la santa patrona de los verduleros.

En esa lectura placentera, en esas ganas de lxs alumnxs de leer de principio a fin una novela o
un “cuento largo”, como dijo Leandro, me reconocí por primera vez como profesora lectora
dentro del aula, y volví a disfrutar del placer de la lectura, lugar que habito desde hace mucho
antes de practicar la enseñanza de la literatura.

T.M. (junio 2019) fragmento de una memoria profesional

Lean la bibliografía propuesta para este encuentro:


roland barthes, “sobre la lectura”

jean-marie privat, “socio-lógicas de las didácticas de la


lectura”

Ahora sí. Encaren la vista de su/s biblioteca/s. Quizás estas


no estén conformadas únicamente de los libros en papel que están
delante de sus ojos y sean superficies más extendidas que se
entraman con recuerdos de libros que por algún motivo ahora no
tienen al alcance de la mano. Quizás unos libros lleven a otros,
quizás mirando los estantes o las pilas o las cajas o los
placares se activen escenas de lectura, momentos,
descubrimientos en los que no se detuvieron a pensar antes.

De su/s biblioteca/s (físicas o recordadas) elijan un libro. Uno


solo. Un libro que resulte significativo en sus autobiografías
lectoras.

Con ese libro en la mano (o muy presente en la memoria) escriban


un texto de 300 palabras en el que den cuenta de cómo/ por qué
ese libro constituye un momento fundamental en la historia de
lxs lectores que hoy son.

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