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Sandra Moreno Muñoz sandramorevvamesia@blogspot.

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¡CON VIENTO FRESCO!

El día que Paquita hizo la maleta, los cimientos de su casa temblaron. Fue
la tarde que recibió su última paliza.

Como era habitual en los últimos años, Miguel su marido, volvía borracho
hasta las trancas, y con ganas de jaleo. Ella, rozando ya los cincuenta, y cansada
de una vida con más pena que gloria, resistía sus envites capoteando el mal
carácter. Miguel a su vez, achacaba sus problemas a la pérdida de empleo (hacía
ya varios años), y ahogaba su coraje, primero en alcohol de bar en bar, y luego
en la espalda de Paquita.

Atrás quedaron los tiempos en los que la pareja, paseaba su amor de la


mano por las calles de la ciudad. Si bien, es cierto que hubo señales, ella no
pudo verlas y cuando quiso reaccionar no supo cómo hacerlo. Fueron bastantes
años de noviazgo en los que apenas hubo discusión, y mientras se acatase la
voluntad de Miguel, todo marcharía sobre ruedas.

Sin embargo, estando ya casados y con una hija de por medio, la mujer
observó que su vida no era como la del resto de féminas de su alrededor.

Toda ellas, después de dar a luz, y contando los hijos con uno o dos años,
recuperaban su vida con cierta normalidad. Volvían al trabajo, se relacionaban
en torno a las actividades de los bebés, hacían cosas en familia, etc.

Pero Paquita no, Miguel nunca estaba disponible y ella tenía prohibido
trabajar, o hacer algo distinto a cuidar de su hija y mantenerse en casa. Cosa
que, por otro lado, ella aceptaba como positiva o normal, aunque con cierta
reticencia. Si hasta ahora, tanto de novios como casados, había trabajado ¿Por
qué no podría hacerlo siendo madre? Pronto lo averiguaría.

La niña cumplía 3 años y daba comienzo el colegio, más tiempo para


Paquita. Podría buscar empleo y ayudar a la economía doméstica. Otro sueldo
nuca vienen mal y obviamente, ella tenía inquietudes profesionales, más allá de
cuidar de la familia.

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Primer baño de realidad para Paquita. La tarde que propuso a su marido


que recuperaría su trabajo, al menos a jornada parcial, y que así ella dispondría
también de un sueldo. La reacción de este no fue la esperada, en un alarde de
“superioridad de macho ibérico” puso el grito en el cielo, diciendo que bajo ningún
concepto ella volvería a trabajar. Comenzó así una discusión de pareja, que
pudiendo acabar en bronca familiar pasajera, o pelea de matrimonio común, dejó
a Paquita agazapada en un rincón del sofá, con su primer moflete marcado.

Detrás de esa primera acción desmesurada, llegaron de parte de Miguel,


días de arrumacos y atenciones hacia Paquita. Esto empezaba a crear en ella
sensaciones de confusión, mezcladas con pena hacia él, además de culpabilidad
e incertidumbre.

“Bueno ha sido un calentón, los dos dijimos cosas que no sentíamos y


habré provocado en él tanta rabia, que no habrá sabido contenerse”. Esos eran
los intentos de Paquita, por justificar en su propia cabeza, el bofetón recibido por
parte de su esposo semanas atrás.

Pasado esto, la vida transcurría con aparente normalidad, y el matrimonio


continuaba con la crianza de su hija. La madre pasaba la mayor parte del tiempo
sola en casa, enredada con las tareas propias del hogar, y satisfaciendo las
necesidades de los miembros de su pequeña familia. Por otro lado, el padre cada
vez más ausente, no solo por su empleo, sino por su nulo interés en inmiscuirse
en los asuntos de la casa, vivía ajeno a cualquier acontecimiento, fuese el que
fuese. Para él, solo importaba que, al llegar al hogar, sus mujeres estuviesen allí,
y en lo posible, con todo listo para recibirle. No se mostraba desagradable pero
tampoco era muy atento y colaborativo, a no ser claro, que hubiese metido la
pata en algo recientemente.

Es cierto que Paquita, por ciertas circunstancias de la vida, había sido


madre un poco tardía, y no era coetánea del resto de madres de la clase de su
hija. Pero lo que a priori, parecía motivo para no congeniar con ellas, se fue
convirtiendo en una ventaja. Puesto que al ser algo mayor que muchas, solían
acudir a ella para pedirle opinión o consejo en diferentes aspectos.

Ella, siempre amable y cariñosa, se sentía halagada cada vez que recibía
una consulta sobre cualquier aspecto, incluso se sonrojaba si la conversación

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era más íntima de la cuenta. Pero jamás dejaba duda por contestar. El ratito de
dejar a su hija en el colegio, le parecía el evento más importante del día, ya que
el resto de mañana, la pasaba sola en casa o bien haciendo los recados que
fueran menesteres.

¡Qué ocurrencias tienen algunas! Se decía para sí. “Pues no quieren que
dejemos a los niños en casa con los padres, para salir a cenar una noche juntas.
Y en caso de que mi Miguel aceptara, ¿Cómo me voy a vestir? Si al lado de ellas,
voy a parecer la madre de la mayoría”.

Evidentemente, a las primeras convocatorias no acudió. Pero conforme


pasaban los años, a Paquita, la propuesta de la cena le parecía una idea cada
vez menos descabellada. Ella forjaría alguna amistad que podría llegar a
consolidarse con el trascurso de las etapas académicas de su hija. Además, le
permitiría salir por unas horas, de la rutina en la que se veía envuelta
últimamente. Así que, en este cambio de ciclo, unos días antes del evento, y
aprovechando el buen humor que Miguel traía, de donde fuera que viniese, la
mujer expuso sus planes.

El marido, haciendo honor a sus ideas patriarcales, cada vez más


definidas, y tirando de su habitual humor sarcástico, alcanzó a decir que le
parecía bien. Siempre y cuando fuese como Cenicienta, “a las 12 para casa, no
vaya a ser que se estropee tu magia”. Ella, acostumbrada a sus constantes
estupideces, lo tomó a medio broma y no se habló más del asunto.

La tarde del viernes Paquita, casi con más nervios que entusiasmo,
comenzó su periplo para salir de cena con las mamis del colegio. El cachondeo
en el grupo del teléfono, ese día era abrumador. Y a ello se sumaba que, por fin,
la madre de Carlota les haría compañía. Poneos guapas que esta noche lo
partimos, no bebáis mucho para tener sed de alcohol en la cena, la peor vestida
paga… Y cientos de mensajes similares, que hacían que Paquita, se partiese de
risa, a la vez que, por momentos, sentía que podía estar fuera de lugar.

Una vez superado el momento peinado y vestuario, y habiendo dejado a


su hija y a Miguel bien organizados en casa. Se dirigió al portal, donde parte del
grupo la esperaba para encaminarse al restaurante. Madre mía, si parece que te
has quitado años de encima, le decían, deberías arreglarte más seguido. Por

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instantes, la autoestima de Paquita se vio reforzada como hacía tiempo que no


pasaba.

Todo transcurría con normalidad, excepto algún mensaje de Miguel en


plan gracioso como “no olvides ser puntal” o “tu carruaje te espera”. A los cuáles
ella no hizo mucho caso, más que con una escueta respuesta escribiendo algún
jaja, por no ser descortés.

Entre risas y algo de vino, la comida y una buena conversación, las horas
pasaron volando y el móvil comenzaba a sonar. Para asombro de Paquita, era
Miguel quien llamaba. Ella pensando que podría ser una urgencia, atendió el
teléfono medio nerviosa y confusa, y del otro lado del auricular oyó la voz del
marido recriminando su impuntualidad. En tono amenazante instó a la mujer a
abandonar el lugar y volver a casa, a lo que ella respondió que se iría cuando
todas lo hicieran.

“No me hagas entrar ahí y montar un espectáculo” fue lo siguiente que


escuchó, y acto seguido la voz adormilada de su hija le decía que la esperaban
afuera en el coche, para volver juntos a casa. No se lo podía creer, si era el
colmo que Miguel hubiese ido a buscarla, peor aún era que interrumpiese el
sueño de la niña por semejante cabezonería.

Acto seguido, Paquita se despedía de todas y abandonaba el lugar,


muerta de vergüenza. Unas lágrimas furiosas mojaban sus mejillas, y en el más
absoluto silencio, abría la puerta y se metía en el coche. Su hija, entre sueños la
recibía agarrando su mano y Miguel, con un semblante altanero, le volvía a
recriminar lo tarde que era.

En el trayecto no se medió palabra, pero una vez llegado a casa, y


habiendo acomodado a la pequeña en su cama, la bronca comenzó. Pese al
carácter apacible de Paquita, y que no le gustaba demasiado armar follón, no
tuvo más remedio que encararse con Miguel. Sus continuos insultos, y la
desorbitada reacción de éste provocaban en ella el impulso de maldecir el
momento de haberse conocido. Fue entonces cuando en décimas de segundos,
y sin capacidad de reacción, la mujer notó, primero en la cara y luego en su
espalda, los tensos puños del marido.

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Una vez más, se veía agachada y arrinconada a merced del déspota de


Miguel, a quien cada día aborrecía más. Eso no podía ser amor, pero volvían a
pasar los días, las semanas, los meses y mientras la aparente normalidad,
reinase en casa, todo fluía sin contratiempos.

Ni que decir tiene, que Paquita no volvió a hacer planes con las madres
del colegio. Hubo quien quiso interesarse por su situación, y ella hábilmente
echaba balones fuera poniendo mil excusas, disculpando la actitud del marido
ante su salida repentina aquella famosa noche.

Los años pasaban sin pena ni gloria para ella. Su hija crecía y el
matrimonio se desgastaba. La situación para la pareja se volvió aún más difícil
cuando Miguel perdió su trabajo. Tras un largo período desempleado, viviendo
del subsidio, Paquita decidió que había que hacer algo. Buscó trabajo por todos
los rincones de la ciudad, y por fin encontró un empleo a media jornada en una
gran empresa. Puede que no fuese el puesto de su vida, pero al menos le
permitiría aportar dinero a casa, y sacar adelante a su familia.

El marido no tuvo más remedio que aceptar lo que acontecía, y como en


breve se quedarían sin ingresos, ya no era tan mala idea que su esposa
trabajara. Eso sí, la espiral en la que caería pronto lo llevaría a su propia ruina
personal. No paraba nunca en casa, siempre estaba borracho y eso ya no era
vida para nadie.

La niña, ya no tan niña, comprendía que su situación familiar, poco tenía


que ver con la de una familia convencional. Y esto no tendría nada de malo, de
no ser por las peleas y agresiones que sufría su madre, cuando el padre lo
consideraba oportuno. A ella nunca la tocó, pero el poco afecto que podía
despertarle lo perdía, cada vez que veía a Paquita con un nuevo golpe en la piel.

Por su parte, la madre, quien estaba aferrada en proporcionar a Carlota la


mayor estabilidad posible, y una vida plena. No se quejaba en ningún momento,
aunque si es cierto que ya comenzaba a rebelarse ante ciertas situaciones
desagradables, protagonizadas por su marido. En algún momento, ella comentó
en el trabajo que su vida matrimonial se estaba yendo al traste. Su compañera
no era ciega, y los constantes moratones delataban una situación, cuando menos
controvertida.

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Paquita estaba ganando confianza e independencia. El empleo le servía


como válvula de escape. Se relacionaba con gente, se sentía útil y lo más
importante VALORADA.

La gota que colmó el vaso, fue la tarde de la discordia. Lógicamente,


Miguel ya no atraía a su esposa en ningún aspecto posible, se había ganado a
pulso tanto la repulsa, como el odio que ella le iba procesando. Y ese día,
después de comer, estando su hija fuera, el marido insinuó a Paquita sus ganas
de mantener sexo. Cosa que, las pocas veces que sucedía, era un mero trámite
para la mujer, además de un desagradable momento. Así que esta vez se negó.

En ese instante, la furia de Miguel se desató. Arremetió contra Paquita


con toda su rabia, y tras tirarla de una bofetada al suelo, la pateó una y otra vez
mientras la insultaba y maldecía. Pero hoy sería su última paliza, en un descuido
del marido, ella agarró la silla junto a la que estaba agachada y la estampó contra
él. Un hilillo de sangre le brotaba por la cabeza, mientras caía de rodillas al suelo.
Miguel miraba asombrado a su esposa, la cual, a duras penas se ponía de pie.
Entonces el hombre comenzaba a llorar y a pedirle de nuevo perdón. Parecía
que el golpe, lo había sacado del estado de cólera en el que se encontraba cinco
minutos atrás.

¡Esta vez no! Aquí acababan los años de tormento, las noches de
insomnio a causa de los dolores que le provocaban sus golpes. Paquita se iba
de casa, y ya nada la detendría. Mientras el marido asimilaba lo ocurrido, ella
hacía la maleta. Y sin fuerzas físicas, pero con la energía y el coraje que da el
hecho de poder decidir sobre su propio destino, metía en una maleta todo lo que
consideraba necesario. Ahí te quedas, pensaba ella, ahoga tu furia en alcohol y
a mí déjame tranquila, balbuceaba entre lágrimas de rabia y liberación.

Volvió de nuevo al salón y allí seguía Miguel, postrado en el suelo sin nada
que decir, siendo un mero espectador de la huida de Paquita. Esta, se situó junto
a la puerta de salida y en un arrebato de ira contenida, no sabe bien cómo, solo
alcanzó a decirle sus tres últimas palabras: “¡Con viento fresco!”.

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