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El día que Paquita hizo la maleta, los cimientos de su casa temblaron. Fue
la tarde que recibió su última paliza.
Como era habitual en los últimos años, Miguel su marido, volvía borracho
hasta las trancas, y con ganas de jaleo. Ella, rozando ya los cincuenta, y cansada
de una vida con más pena que gloria, resistía sus envites capoteando el mal
carácter. Miguel a su vez, achacaba sus problemas a la pérdida de empleo (hacía
ya varios años), y ahogaba su coraje, primero en alcohol de bar en bar, y luego
en la espalda de Paquita.
Sin embargo, estando ya casados y con una hija de por medio, la mujer
observó que su vida no era como la del resto de féminas de su alrededor.
Toda ellas, después de dar a luz, y contando los hijos con uno o dos años,
recuperaban su vida con cierta normalidad. Volvían al trabajo, se relacionaban
en torno a las actividades de los bebés, hacían cosas en familia, etc.
Pero Paquita no, Miguel nunca estaba disponible y ella tenía prohibido
trabajar, o hacer algo distinto a cuidar de su hija y mantenerse en casa. Cosa
que, por otro lado, ella aceptaba como positiva o normal, aunque con cierta
reticencia. Si hasta ahora, tanto de novios como casados, había trabajado ¿Por
qué no podría hacerlo siendo madre? Pronto lo averiguaría.
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Sandra Moreno Muñoz sandramorevvamesia@blogspot.com
Ella, siempre amable y cariñosa, se sentía halagada cada vez que recibía
una consulta sobre cualquier aspecto, incluso se sonrojaba si la conversación
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era más íntima de la cuenta. Pero jamás dejaba duda por contestar. El ratito de
dejar a su hija en el colegio, le parecía el evento más importante del día, ya que
el resto de mañana, la pasaba sola en casa o bien haciendo los recados que
fueran menesteres.
¡Qué ocurrencias tienen algunas! Se decía para sí. “Pues no quieren que
dejemos a los niños en casa con los padres, para salir a cenar una noche juntas.
Y en caso de que mi Miguel aceptara, ¿Cómo me voy a vestir? Si al lado de ellas,
voy a parecer la madre de la mayoría”.
La tarde del viernes Paquita, casi con más nervios que entusiasmo,
comenzó su periplo para salir de cena con las mamis del colegio. El cachondeo
en el grupo del teléfono, ese día era abrumador. Y a ello se sumaba que, por fin,
la madre de Carlota les haría compañía. Poneos guapas que esta noche lo
partimos, no bebáis mucho para tener sed de alcohol en la cena, la peor vestida
paga… Y cientos de mensajes similares, que hacían que Paquita, se partiese de
risa, a la vez que, por momentos, sentía que podía estar fuera de lugar.
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Entre risas y algo de vino, la comida y una buena conversación, las horas
pasaron volando y el móvil comenzaba a sonar. Para asombro de Paquita, era
Miguel quien llamaba. Ella pensando que podría ser una urgencia, atendió el
teléfono medio nerviosa y confusa, y del otro lado del auricular oyó la voz del
marido recriminando su impuntualidad. En tono amenazante instó a la mujer a
abandonar el lugar y volver a casa, a lo que ella respondió que se iría cuando
todas lo hicieran.
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Ni que decir tiene, que Paquita no volvió a hacer planes con las madres
del colegio. Hubo quien quiso interesarse por su situación, y ella hábilmente
echaba balones fuera poniendo mil excusas, disculpando la actitud del marido
ante su salida repentina aquella famosa noche.
Los años pasaban sin pena ni gloria para ella. Su hija crecía y el
matrimonio se desgastaba. La situación para la pareja se volvió aún más difícil
cuando Miguel perdió su trabajo. Tras un largo período desempleado, viviendo
del subsidio, Paquita decidió que había que hacer algo. Buscó trabajo por todos
los rincones de la ciudad, y por fin encontró un empleo a media jornada en una
gran empresa. Puede que no fuese el puesto de su vida, pero al menos le
permitiría aportar dinero a casa, y sacar adelante a su familia.
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¡Esta vez no! Aquí acababan los años de tormento, las noches de
insomnio a causa de los dolores que le provocaban sus golpes. Paquita se iba
de casa, y ya nada la detendría. Mientras el marido asimilaba lo ocurrido, ella
hacía la maleta. Y sin fuerzas físicas, pero con la energía y el coraje que da el
hecho de poder decidir sobre su propio destino, metía en una maleta todo lo que
consideraba necesario. Ahí te quedas, pensaba ella, ahoga tu furia en alcohol y
a mí déjame tranquila, balbuceaba entre lágrimas de rabia y liberación.
Volvió de nuevo al salón y allí seguía Miguel, postrado en el suelo sin nada
que decir, siendo un mero espectador de la huida de Paquita. Esta, se situó junto
a la puerta de salida y en un arrebato de ira contenida, no sabe bien cómo, solo
alcanzó a decirle sus tres últimas palabras: “¡Con viento fresco!”.