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EL CORAZÓN ARPONEADO

Alejandro Rodríguez

Conoció a Roberto en la playa, un día en el que las atarrayas, rebosantes de robalos y

lisas, hacían necesarias varias manos para arrastrarlas a la orilla. Los cuerpos

semidesmudos de aquellos pescadores, templados por el golpeteo incesante del sol y

cincelados por el susurro de la brisa, invitaban a la aventura: a perderse en un barco

pirata; nadar sin ropa; gemir y acallar los bajos instintos en la playa; saciar el deseo y

consumar la lujuria. Todos esos hombres de agua salada tenían algo de atractivo; pero

fue el más feo quien llamó su atención.

Roberto sólo tenía 7 dientes; cabello escaso revuelto por el viento; panza inflada por la

ingesta reiterada de Coronas y cazuelas de mariscos preparadas por su mujer; piel

tostada por la resolana y, en su brazo derecho, un finísimo tatuaje del logotipo de los

Tiburones Rojos.

Desde siempre Dani ha sido una persona muy tímida. Es de esas gentes que parecen

esconder un secreto que se llevarán a la tumba. incluso le costaba trabajo platicar

conmigo, a pesar de que nos conocemos desde muy niños. Es por eso que le fue difícil

acercarse a él; pero no desistió y se convirtió en su sombra: lo seguía a todas partes,

se hacían a la mar, muchas veces comió en su casa y otras tantas hasta le cocinó

aquel pescado empapelado que le salía tan bien.

Ocurrió un día de tormenta. Horas antes se había anunciado por los medios locales que

Karl tocaría tierra y las autoridades prohibieron la navegación marítima; pero no les

importó. Zarparon de Punta Gorda, la playa más hedionda del Puerto, en una lancha

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con motor fuera de borda. La furia de la naturaleza los arrastró hasta dónde no había

llegado nadie… más allá de las escolleras, sin ningún barco a la vista.

Juntaron sus cuerpos como para darse calor. Ante la inminente muerte que les

esperaba Dani se armó de valor y se lo confesó todo. Grande fue su sorpresa al

enterarse que el sentimiento era mutuo.

Se salvaron y desde entonces comenzaron a verse a escondidas para evitar las

murmuraciones de la gente. Todos los días, después de tomar un par de cervezas en la

palapa de Doña Ofelia, se iban a la playa y, bajo el pretexto de que a las mojarras les

gusta salir de madrugada, se dejaban llevar por el idilio.

Pronto descubrieron que las redes del deseo son más poderosas que aquellas que

tiraban todos los días al mar y quedaron enredados en la pasión como un par de

langostinos. Fuera del mundo, y de las reglas de la sociedad, podían ser lo que ellos

quisieran; mirarse a los ojos y saber que se sus almas eran una; olvidar que al otro día

tendrían que partirse el lomo buscando que comer. Teniendo a la luna de plata como su

única testigo, sobraba tiempo para quererse sin empacho y sentir la ausencia del

mañana, ignorar que tenían que pagarle derecho de piso a los narcos; que la

remodelación de la Costera estaba matando a los peces, que el Mercado de pescadería

estaba a punto de cerrar y que pronto se quedarían sin trabajo; que nacieron entre la

prole, desnudos y con frío.

Fue entonces que la realidad les cayó como un balde agua fría. No podían dejarse

llevar por el canto de las sirenas, Roberto era un hombre casado y con hijos. Debía

hacer lo correcto.

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Una noche, después de concluir el acto amoroso, el viejo pescador pronunció aquella

sentencia que marcaría el principio del fin: “Lo nuestro no puede ser”. Dani sintió un

fuerte golpe en el estómago, la sangre le empezó a hervir, sus dientes castañearon, la

cabeza se le envolvió en lumbre. Lo escuchaba, pero no alcanzaba a comprender lo

que decía, pronto simplemente dejó de sentir. Las palabras de Roberto taladraron su

cerebro, habían roto algo ahí dentro, sólo alcanzaba a ver sus labios moverse, pero ya

no distinguía frase alguna. Un enorme zumbido le martillaba los sesos.

Tras discutir por un largo lapso, y al darse cuenta que sus suplicas no valían nada,

montó en cólera. Para antes de que Roberto se subiera los pantalones el asesinato ya

había sido consumado: el juguete con el que ambos se demostraban su amor fue el

arma homicida.

Luego de confesarme su crimen sale corriendo de mi casa…Daniel, mi Dani, se perdió

para siempre entre las sombras. Autoexiliado de esta sociedad de máscaras y

apariencias, purgando su dolor en el último rincón del mundo, o tal vez en el otro, es

algo que no sé a ciencia cierta y prefiero no descubrir nunca.

Roberto por su parte acabó sus días con la honra mancillada. Su muerte fue

mencionada con lujo de detalle en la sección de sucesos del Notiver, con una foto en

primer plano de su ano escurriendo sangre y un enorme encabezado que rezaba:

“Muere pescador de un arponazo”.

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