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Presentación
Al cumplir ochenta
Mi vida como un eco*
Carta de Lawrence Durrell a Alfred Perlès
Cronología
Bibliografía Mínima
ÍNDICE
Presentación

Al cumplir ochenta

Mi vida como un eco*


Carta de Lawrence Durrell a Alfred Perlès


Cronología

Bibliografía Mínima


Presentación
Al final de su luenga vida el escritor norteamericano Henry
Miller comentó varias veces que había librado una batalla a favor de
la libertad sexual y que la había ganado; por consiguiente esperaba
que los escritores jóvenes encontraran algún otro motivo de
rebelión más importante sobre el cual escribir. En efecto, a Henry
Miller se le identifica comúnmente como a un escritor erótico (para
algunos francamente pornográfico), humorístico, rebelde,
aventurero, iconoclasta, notoriamente anárquico y provocador. Sus
novelas, y en particular Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio,
al igual que La crucifixión rosada (Sexus, Nexusy Plexus) son obras
desparpajadas, irreverentes, con una fuerte carga de placer sexual
en las que el personaje principal, que responde al nombre de Henry
Miller, actúa como una especie de vagabundo, cloran, exiliado,
amante, escritor, filósofo e innovador literario: “Esto no es un libro
en el sentido tradicional de la palabra -escribe en uno de los
primeros párrafos de Trópico de Cáncer-. No, éste es un prolongado
insulto, un gargajo a la cara del arte, una patada en los bajos de Dios,
del hombre, del destino, del tiempo y de la belleza... de lo que sea.
Voy a cantar para ti, acaso un poco fuera de tono pero te voy a
cantar”.
Este tono profundamente personal, chusco, irreverente,
panteístico, feliz y sensual a la vez refleja, entre sus muchos
antecesores, ni más ni menos que a su paisano poeta Walt Whitman
quien en su Canto a mí mismo escribe:

Me festejo y me canto
Y todo lo que yo asuma lo habrás de asumir tú,
Pues cada átomo mío es tuyo también.
[...],
Dejo credos y escuelas en suspenso,
Me vuelvo atrás un momento sin olvidarme de lo que son,
Para bien o para mal zarpo y me permito hablar ante cualquier
peligro,
Natura sin freno, con energía primigenia.

Whitman es uno de los precursores de Miller en tanto paladín


de la individualidad, de la libertad y de la identificación con el
mundo representado en “una brizna de hierba” que se atreve a
cantar con furor dionisiaco su amor por la naturaleza y por el ser
humano sin distinción de raza u origen. A pesar de que Henry Miller
escribió la mayoría de sus novelas importantes en Europa, su obra
se inscribe dentro de la más pura tradición norteamericana del
individualismo, la confianza en uno mismo, el derecho a disentir y la
búsqueda de la democracia como forma más justa de gobierno. Sus
otros precursores son Benjamin Franklin, Henry David Thoreau y
Ralph Waldo Emerson. A pesar de que los tres constituyen parte de
la fundación de la cultura norteamericana, cada uno fue, en sus
respectivos momentos, disidente, rebelde y desafiante del espíritu
gregario y del status quo. Recordemos que Franklin publicó a los
dieciocho años su “Disertación sobre la libertad y la necesidad, el
placer y el dolor” y, contra la imagen convencional del hombre
bueno, apacible y ordenado vale la pena recordar que nunca tuvo
hábitos frugales en la comida, que a los setenta años se lanzó a la
revolución de su país y que fue un hombre que gozó de enorme éxito
entre las mujeres. En una de sus cartas más famosas muestra
también su aspecto sensual, que no era poco, cuando le aconseja a
un joven que, de no casarse, se relacione con mujeres mayores dado
que el pecado es menor y además “el placer corporal es el mismo si
no es que superior pues cada gracia se mejora con la práctica”.
Emerson y Thoreau, considerados como filósofos
trascendentalistas, entre otras razones por rebelarse contraía
inmediatez de lo aparente, llámese sociedad, gobierno o estímulos
materiales, fueron también grandes disidentes que se opusieron a
las presiones materialistas de la civilización industrial. En su ensayo
“El trascendentalista” Emerson contempla la naturaleza, la literatura
y la historia como fenómenos meramente subjetivos. Por su parte
Thoreau, en su famoso ensayo sobre la desobediencia civil, afirma
que “la única obligación que me planteo a mí mismo es la de hacer
en cualquier momento aquello que yo considero correcto”. En todos
ellos hay en el fondo una cierta mística que los emparienta con las
doctrinas orientales en donde el individuo aspira de algún modo a
trascender los límites del mundo.
Al cumplir ochenta, que hoy presentamos como parte de la
colección Pequeños Grandes Ensayos, está constituido por dos
textos de carácter autobiográfico: “Al cumplir ochenta” y “Mi vida
como un eco” de Henry Miller, más una carta escrita por su amigo de
toda la vida,
Lawrence Durrell, a Alfred Perlès cuando todavía no se
levantaba el veto a la obra novelística de Miller en los Estados
Unidos por considerarla pornográfica. Estos tres textos ofrecen una
visión poliédrica sobre la personalidad y la obra, original y
fascinante, de Hemy Miller.
El primer ensayo ofrece una vital y melancólica reflexión sobre
las principales convicciones de Miller, decantadas a lo largo de
ochenta años de experiencia. Miller inició su carrera tardíamente, a
los cuarenta años, cuando decidió abandonar los Estados Unidos, su
país, así como un trabajo estable, para vivir en París y entregarse
por completo a escribir, a gozar la vida en toda su intensidad y a
convertir su propia vida en obra literaria. A través de sus novelas,
narradas en primera persona y basadas en sus experiencias
personales, fue construyendo poco a poco una visión del mundo que
hace única su voz entre los escritores del siglo xx. El segundo texto,
“Mi vida como un eco”, nos cuenta algunos hitos importantes en la
formación de su personalidad y resulta interesante en relación con
“Al cumplir ochenta” pues Miller lo escribió cuando estaba por
cumplir setenta años. Muchos lectores tienen la idea de que la
literatura de Henry Miller se circunscribe al mundo del sexo y la
pasión erótica, pero en realidad ese aspecto, sin duda muy
importante, constituye tan sólo uno de los elementos que integran la
visión más amplia y más compleja de su mundo íntimo. Ésa es la
idea que sostiene Lawrence Durrell en su carta que hemos incluido
para motivar a nuestros lectores a adentrarse en la obra de Miller.
“Mis libros no versan sobre sexo sino sobre el proceso de la
autoliberación”, comentó en alguna ocasión el propio autor. Miller el
escritor, al igual que su personaje del mismo nombre, es un ser
enamorado del mundo, de la joie de vivre y del impulso vital que nos
hace disfrutar de los muchos placeres que ofrece la vida; es un
hombre que no se toma demasiado en serio, que sabe que el sexo y
la obscenidad tienen algo en común con la risa y el humor y que
constituyen un elemento catártico indispensable para el ser humano
ya que con frecuencia lo conducen a un conocimiento más intenso
de sí mismo. En cierto sentido su obra es más cómica que trágica
pues capta el aspecto humorístico de todo aunque con la
profundidad necesaria para adentramos en los resquicios de la
mente y del cuerpo sin temor a las sorpresas, algunas felices, otras
trágicas, que a todos nos depara la vida.
Por eso lo que más llama la atención de estos dos breves
ensayos es la enorme vitalidad que de ellos emana y el gusto por la
vida que puede conservar un hombre incluso cerca del fin de sus
días. “Saludo a un gran espíritu libre”, escribió el conde Keyserling a
Henry Miller después de haber leído Trópico de Cáncer. La visión del
mundo que Miller nos ofrece en su obra se basa fundamentalmente
en la negación del ego, en el disfrute de la vida en todas sus facetas,
en la preservación de la libertad por encima de todo
convencionalismo, en vivir el presente (carpe diem), en mantener la
capacidad de asombro y conservar el sentido de la compasión, en
concebir el amor como el más alto de los ideales, en cultivar la
amistad y en aceptar la vida tal como es. Miller aborrece la
competencia, la envidia, el miedo y la malicia. No se opone a la
felicidad pues considera que hay que atraparla durante esos raros
momentos en que la tenemos cerca: el lema de su vida es “siempre
contento y siempre luminoso”. Parte de su proyecto consistió en
vivir intensamente, corriendo riesgos, tratando de encontrarse a sí
mismo aun cuando para ello tuviera que padecer infortunios y
penalidades. Miller intentó nutrirse de otros autores como Knut
Hamsun, Dostoievski, Nietzsche, Cendrars que, como él, poseían una
enorme energía y no temieron internarse en los lados oscuros de la
vida. Pese a ello en su literatura no se parece ni a Hamsun ni a
Dostoievksi pues ningún escritor que se precie de serlo se contenta
con ser un epígono. Miller encontró su voz cuando decidió escribir
acerca de sí mismo. En ese sentido tal vez resulte más significativa la
influencia de las viejas filosofías de Oriente como la del budismo
zen, Lao-tse y el Tao Te King, los Vedas y la de algunos teóricos del
arte como Otto Rank, Spengler o John Cowper Powys. Tenemos pues
ante nosotros a un autor que pasó la primera parte de su vida
anclado a los convencionalismos sociales y deberes cotidianos pero
que en un momento de revelación, justo a la mitad de su vida,
decidió seguir siendo joven hasta el día de su muerte.

Hernán Lara Zavala


Al cumplir ochenta
Si a los ochenta años no estás ni tullido ni invalido y gozas de
buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida
sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si
las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres
de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la
noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En
cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a
punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir
de tu jefe -en silencio, claro- “¡Al carajo con ese fulano, no es mi
dueño!” Si no te has quedado culiatomillado y si te sigue
emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía
puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por
el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a
ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar
volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas
de gane.
Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o
el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú
que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra
que los genios viven felices; todo lo contrario, da gracias por ser del
montón.
Si tuviste una buena trayectoria, como es de suponer que yo la
tuve, los últimos años podrían ser los más infelices de tu vida (salvo
que hayas aprendido a tragarte tus mentiras). El éxito, desde el
punto de vista mundano, es la plaga del escritor que aún tiene algo
que decir, pues cuando llega la época en que podría disfrutar un
poquito del ocio, resulta que está más ocupado que nunca porque se
ha vuelto víctima de admiradores y adeptos y de todos los que
desean explotar su nombre. Aquí se enfrenta otro tipo de lucha: el
problema consiste en mantenerse libre y hacer sólo lo que uno
quiere.
Con todo y una visión del mundo que es producto de gran
experiencia, con todo y una filosofía elaborada para la vida diaria,
uno cae en la cuenta de que los tontos se vuelven más tontos y los
pelmazos más pelmazos. De uno en uno la muerte se lleva a tus
amigos o a los grandes hombres que reverenciabas; mientras más
viejo, más pronto se te mueren. Al final te quedas solo y ves a tus
hijos o a los hijos de tus hijos cometer los mismos errores absurdos,
esos errores casi siempre lamentables que cometiste tú a su edad, y
ni lo que digas ni nada de lo que hagas podrá evitarlo. Sin duda al
observar a los jóvenes se termina por comprender lo idiota que uno
mismo fue en su momento (y tal vez lo siga siendo).
Hay algo que para mí se vuelve cada vez más claro: en lo
fundamental la gente no cambia con los años. Salvo raras
excepciones la gente no evoluciona ni se transforma: un roble sigue
siendo roble, un cerdo cerdo y un zopenco zopenco. Lejos de
mejorar, el éxito por lo general acentúa las faltas o fracasos. No es
raro que los tipos brillantes de la escuela en cierta medida dejen de
serlo una vez que salen al mundo. Si en tu grupo te disgustaban
ciertos chicos o si los despreciabas, después te parecerán peores
convertidos en hombres de negocios, estadistas o generales de cinco
estrellas. La vida nos obliga a aprender ciertas lecciones pero no
necesariamente a crecer. Aquí entre nos, con dificultad cuento a una
docena de individuos que logró aprender las lecciones de la vida; la
gran mayoría no sabría ni su nombre si yo lo pronunciara.
En cuanto al mundo en general, no sólo no lo veo mejor que
cuando era yo un niño de ocho años sino mil veces peor. Un escritor
famoso alguna vez lo resumió de este modo: “el pasado me parece
horrible, el presente gris y desolado y el futuro totalmente
espeluznante”. Por fortuna, no comparto este sombrío punto de
vista. En primer lugar, no me interesa el futuro; en cuanto al pasado,
bueno o malo, le he sacado el mayor partido; lo que me quede de
futuro es producto de mi pasado. El futuro del mundo se lo dejo a los
filósofos y visionarios. Lo único que tenemos todos es el presente,
pero muy pocos lo vivimos alguna vez a plenitud. No soy pesimista
ni optimista; para mí el mundo no es ni esto ni aquello sino todo al
mismo tiempo y así será para cada quien en su propia medida.
A los ochenta creo que soy una persona mucho más alegre que
cuando tenía veinte o treinta años. Para nada querría ser
adolescente otra vez: la juventud puede parecer gloriosa pero
también duele sobrellevarla. Es más, lo que llamamos juventud no es
tal, en mi opinión se trata más bien de algo así como una vejez
prematura.
Con la maldición o la bendición de haber vivido una
adolescencia eterna, alcancé cierta madurez pasados los treinta
años. No fue sino hasta los cuarenta que comencé a sentirme joven
en serio; para entonces ya estaba listo (Picasso dijo alguna vez: “uno
comienza a volverse joven a los sesenta pero para entonces ya
resulta demasiado tarde”). En esa época había perdido muchas
ilusiones, pero por suerte mantenía el entusiasmo, la dicha de vivir y
una curiosidad inagotable. Tal vez fue esa curiosidad -por todo y por
cualquier cosa- lo que me convirtió en el escritor que soy. La
curiosidad nunca me ha faltado y hasta el peor pelmazo me puede
provocar interés (si aún tengo el ánimo de escuchar).
Con este atributo viene otro que valoro sobre todos los demás:
el sentido del asombro. Sin importar qué tan limitado pueda
volverse mi mundo, no me lo imagino sin mi capacidad de asombro;
en cierto sentido creo que puedo definir esta capacidad como mi
religión. No me pregunto de qué manera surgió la creación en que
nos hallamos sumergidos, sólo la disfruto y la valoro. Rabiando por
la condición de la vida y la forma en que la vivimos, ya dejé de creer
que yo tengo el remedio. Quizá pueda modificar hasta cierto punto
mi propia situación pero nunca la de los demás. Ni veo que nadie, en
el pasado o el presente, por grande que fuera, haya podido
realmente alterar la condition humaine.
El mayor temor de la gente al pensar en la vejez es que será
incapaz de hacer nuevos amigo, mas quien tuvo alguna vez la
facultad de cultivar nuevas amistades, no la perderá por viejo que
sea. En mi opinión, después del amor, la amistad es lo más valioso
que nos ofrece la vida. Nunca he tenido problemas para hacer
amigos; de hecho, aveces esa facilidad se ha convertido en un
obstáculo. Dice el dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”,
pero mucho he reflexionado yo qué tan cierto es esto. Toda la vida
tuve amigos provenientes de mundos totalmente disímiles, tuve y
sigo teniendo amistad con personas que no son nadie y debo
confesar que se cuentan entre mis mejores amigos. He sido amigo de
criminales y de ricos despreciables. Mis amigos me mantienen vivo,
me han dado ánimo para proseguir y también, muchas veces, me han
aburrido hasta las lágrimas. En lo único que insisto con todos mis
amigos, sin importar su clase social o su condición, es que hablen
con la verdad; si no puedo ser abierto y franco con un amigo, o él
conmigo, no me interesa.
La capacidad de ser amigo de una mujer, en particular de la
mujer a la que amas es, para mí, la mayor de las proezas. El amor y la
amistad rara vez van de la mano. Es más fácil ser amigo de un
hombre que de una mujer, sobre todo si es atractiva. En toda mi vida
he conocido apenas unas cuantas parejas que son amigos además de
amantes.
Tal vez lo más alentador de envejecer con gracia sea la
capacidad cada día mayor de no tomar las cosas demasiado en serio.
Una de las grandes diferencias entre un sabio genuino y un
predicador radica en la jovialidad: cuando el sabio ríe la risa sale de
la panza; cuando se ríe el predicador (raras veces) le sale de la
mejilla equivocada. Al hombre sabio de verdad -¡incluso al santo!- no
le interesa la moral; está por encima y más allá de tales
consideraciones, tiene un espíritu libre.
Con la edad mis ideales, que por lo general niego tener, se
alteran en forma definitiva. La idea es vivir sin ideales, sin
principios, sin ismos ni ideologías. Quiero sumergirme en el océano
de la vida como un pez en el mar. De joven me interesaba
enormemente el estado del mundo; hoy, aunque todavía pataleo y
me enfurezco, me contento con sólo deplorar el estado de las cosas.
Puede sonar petulante hablar así pero en realidad significa que me
he vuelto más humilde, más consciente de mis limitaciones y de las
de mis semejantes. Ya no intento convertir a la gente a mi propia
visión, ni sanarla, ni me siento superior porque no muestra gran
inteligencia. Uno puede combatir el mal, pero contra la estupidez no
existe arma posible. Creo que la condición ideal de la humanidad
sería vivir en un estado de paz en el amor fraterno, pero debo
confesar que no conozco forma alguna de producir tal condición. He
aceptado el hecho, sumamente difícil, de que los seres humanos se
inclinan a portarse de una forma que ruborizaría a los propios
animales. Lo irónico, lo trágico, es que muchas veces nos
comportamos de manera innoble en nombre de los que
consideramos motivos sublimes. La bestia no se disculpa por matar
a su presa; la bestia humana, en cambio, llega a invocar la bendición
de Dios cuando masacra a su prójimo, olvida que Dios no está de su
lado sino a su lado. Aunque sigo siendo lector, cada día me abstengo
de más libros. Mientras que en los años mozos buscaba en ellos
instrucción y orientación, hoy leo sobre todo por placer. Ya no me
tomo tan en serio ni los libros ni a los autores, en especial los libros
de “pensadores”. Hoy su lectura me parece letal y cuando en
realidad emprendo la lectura de lo que se podría llamar un libro
serio, busco más corroboración que ilustración. El arte puede ser
terapéutico, como dijo Nietzsche, pero sólo de modo indirecto.
Todos necesitamos estímulo e inspiración, pero éstos nos llegan por
distintos caminos y casi siempre en una forma que escandalizaría a
los moralistas. Cualquier camino que uno elija será como caminar en
la cuerda floja.
Tengo muy pocos amigos o conocidos de mi edad o de edad
cercana. Aunque suelo sentirme incómodo en compañía de ancianos,
me despiertan gran respeto y admiración dos hombres muy viejos
que parecen eternamente jóvenes y creativos. Me refiero a Pablo
Casals y a Pablo Picasso, ambos hoy de más de noventa años. Esos
nonagenarios juveniles ponen en vergüenza a los jóvenes, a
hombres y mujeres de mediana edad y clase media, decrépitos en
verdad, cadáveres vivientes, por así decirlo, esclavos de sus
cómodas rutinas que imaginan que el status quo ha de durar
siempre, o que tienen tanto miedo de que sea otro el desenlace que
se retiran a sus refugios mentales para esperar el fin.
Jamás he sido parte de ninguna organización religiosa, política
ni de ninguna otra índole. Nunca en mi vida he votado; he sido
anarquista filosófico desde mi adolescencia. Soy un exiliado
voluntario que tiene hogar en todas partes salvo en su propia casa.
De niño tuve muchos ídolos y hoy, a los ochenta, aún tengo algunos:
la capacidad para admirar a otros -aunque no necesariamente
implique hacer lo mismo que ellos- me parece de suma importancia;
pero importa más tener un maestro, el punto es cómo y dónde
encontrarlo; casi siempre habita entre nosotros pero no lo
reconocemos. Por otro lado he descubierto que tal vez uno pueda
aprender más de un niño pequeño que de un maestro acreditado.
Pienso que el Maestro (con mayúscula) tiene la misma calidad
del sabio y el profeta. Es una pena no poder criar ese tipo de
ejemplares. Lo que suele llamarse educación para mí es una tontería
absoluta que impide el crecimiento. A pesar de todos los cataclismos
sociales y políticos por los que pasamos, los métodos educativos
aceptados en todo el mundo civilizado siguen siendo, al menos a mi
modo de ver, arcaicos y estúpidos; sólo contribuyen a perpetuar los
males que nos hacen inválidos. William Blake dijo: “Los tigres de la
ira son más sabios que los caballos de la educación”. Yo no aprendí
nada de valor en la escuela; dudo que pudiera pasar un examen de
primaria en cualquier materia incluso hoy. Aprendí más de los
idiotas y de los don nadie que de los profesores de esto y de aquello.
La vida es el maestro, no el Consejo de Educación. Por extraño que
parezca, me inclino a coincidir con aquel miserable nazi que dijo:
“Cuando escucho la palabra Kultur me dan ganas de empuñar mi
revólver”.
Nunca me han interesado los deportes organizados; me
importa un carajo quién rompe ese récord o aquél. Los héroes del
béisbol, el fútbol y el básquetbol me son prácticamente
desconocidos. Me disgustan los juegos de competencia: uno no debe
jugar para ganar sino para disfrutar el juego, sea lo que sea. Prefiero
jugar en vez de hacer ejercicios y hacerlo solo en vez de formar
parte de un equipo. Nadar, andar en bicicleta, caminar en el bosque
o jugar ping pong satisface toda mi necesidad de ejercicio. No creo
en las lagartijas, ni en levantar pesas ni en el fisioculturismo; no creo
que haya que hacer músculos a menos que se utilicen para algún fin
vital. Creo que las artes de autodefensa deberían enseñarse desde
una edad temprana y utilizarse sólo como tales (y si la guerra es el
orden del día para las generaciones futuras, entonces debemos dejar
de mandar a nuestros hijos al catecismo y mejor enseñarles a
convertirse en asesinos profesionales).
No creo en la alimentación sana ni en las dietas; lo más seguro
es que no haya comido adecuadamente durante toda mi vida y estoy
bien. Como para disfrutar mi comida; haga lo que haga, primero ha
de ser para disfrutar. No creo en los exámenes médicos: si algo me
falla prefiero no saberlo, pues sólo me preocuparía y agravaría mi
mal. Con frecuencia la naturaleza se encarga de nuestras dolencias
mejor que cualquier médico. No creo que exista receta médica
alguna para una larga vida; además, ¿quién quiere vivir cien años?,
¿qué caso tendría? Una vida breve y alegre es mucho mejor que una
larga vida sustentada por el miedo, la cautela y la perpetua
vigilancia médica Con todo y el progreso de la medicina aún
tenemos todo un santoral de enfermedades incurables; las bacterias
y microbios siempre parecen tener la última palabra. Cuando todo
falla, el cirujano sale a escena, nos corta en pedazos y nos despoja
hasta del último centavo, ¿es eso el progreso?
Lo que le falta a nuestro mundo actual es grandeza, belleza,
amor, compasión y libertad. Se fueron los días de los grandes
hombres, los grandes líderes, los grandes pensadores. Para
sustituirlos creamos un engendro de monstruos, asesinos,
terroristas, que parecen inoculados de violencia, crueldad,
hipocresía. Al citar los nombres de las figuras ilustres del pasado,
como Pericles, Sócrates, Dante, Abelardo, Leonardo da Vinci,
Shakespeare, William Blake o aun el loco de Luis de Baviera, se
olvida uno de que aun en tiempos más gloriosos hubo extrema
pobreza, tiranía, crímenes inconfesables, horrores de guerra,
malevolencia y traición. Siempre han existido el bien y el mal, la
fealdad y la belleza, lo noble y lo innoble, la esperanza y la
desesperación. Parece imposible que los contrarios dejen de
coexistir en lo que llamamos mundo civilizado.
Si no podemos mejorar las condiciones en que vivimos
podemos al menos ofrecer una salida inmediata y sin dolor. Hay una
forma de escape mediante la eutanasia, ¿por qué no se le ofrece a los
millones de miserables desahuciados que carecen de toda
posibilidad de disfrutar siquiera una vida de perros? No pedimos
nacer; ¿por qué negársenos el privilegio de dejar el mundo cuando
las cosas se vuelven insufribles? ¿Debemos esperar a que la bomba
atómica nos acabe a todos juntos?
No me gusta terminar con una nota amarga. Como bien lo
saben mis lectores, mi lema de toda la vida ha sido “siempre
contento y siempre luminoso”. Tal vez por eso nunca me canso de
citar a Rabelais: “para todos tus males te doy la risa”. Al mirar hacia
el pasado, veo mi vida llena de momentos trágicos pero la
contemplo más como una comedia que como una tragedia. Una de
esas comedias en las que mientras te doblas de risa también sientes
que se te quiebra el corazón. ¿Qué mejor comedia podrá haber? El
hombre que se toma demasiado en serio no tiene salvación.
La tragedia que vive la gran mayoría de los seres humanos es
otro asunto: para ello no veo elemento de alivio alguno. Cuando
hablo de una salida sin dolor para los millones de personas que
sufren no hablo con cinismo o como quien no ve esperanza alguna
para la humanidad. En sí, la vida no tiene nada de malo: es el océano
en el que nadamos y se trata de adaptarse o hundirse, pero nuestra
capacidad como seres humanos radica en no contaminar las aguas
de la vida, no destruir el espíritu que nos infunde aliento.
Lo más difícil para un individuo creativo es evitar el impulso de
ver el mundo según su propia conveniencia y aceptar al prójimo por
lo que es, malo o bueno o indiferente. Uno tiene que poner todo su
esfuerzo aunque nunca resulte suficiente.

Finis

traducción de Zulai Marcela Fuentes


Mi vida como un eco*
La crítica inglesa ha señalado reiteradamente que sólo escribo
sobre mí mismo. Y hasta el momento tiene razón. He escrito varios
miles de páginas en más de una docena de mis llamados “romances
autobiográficos”. Estoy harto de oír hablar de mí aunque sea yo el
que hable. Pero como me pusieron el reto de escribir algunas
páginas más sobre mi persona debo aceptar de buen talante aun
bajo el riesgo de aburrir al lector. Así que, ahí les va...
Se acostumbra comenzar estas cosas con algunos datos
pertinentes -fecha y lugar de nacimiento, estudios, estado civil, etc.-;
me pregunto si es necesario. El año próximo cumpliré setenta años,
en otras palabras, tengo edad suficiente para que hasta un lector
común se haya enterado de algunos aspectos importantes en mi
vida, si es que acaso soy lo que se rumora: un escritor con éxito
efímero en el terreno de la obscenidad, la farsa, el misticismo y el
oscurantismo. Aunque nací en Yorkville, Manhattan, un poco tarde
para convertirme en regalo de navidad y aunque reconozco el
distrito 14 de Brooklin como mi país, da lo mismo si hubiera nacido
en los Himalaya o en la isla de Pascua. Norteamericano por todos
lados, me siento en casa en cualquier lugar menos en mi propio país.
Soy una anomalía, una paradoja, un desadaptado; vivo casi siempre
en marge. Mi ideal es volverme absolutamente anónimo, todo un
don nadie, o simplemente Juan, como el lechero. Para abreviar, me
encanta que nadie me conozca ni me reconozca, es decir, pasar por
uno más del montón.
Fue a mediados de la década de 1930 cuando leí por primera
vez acerca del zen y empecé a percibir la deliciosa eficacia de ser un
don nadie. No es que jamás haya deseado ser alguien, no, lo único
que yo le pedía al Creador era que me permitiera ser escritor, ni
siquiera un escritor sensacional ni tampoco muy reconocido.
Simplemente escritor. Porque ya había hecho casi de todo sin éxito:
fui recolector de basura, cavé tumbas y ni en eso mostré habilidades
extraordinarias. El único empleo que desempeñé con cierto grado de
éxito (aunque mis jefes no lo reconocieran) fue el de director de
personal en la compañía telegráfica Western Union de Nueva York.
Los cuatro años que pasé contratando y despidiendo a los pobres
diablos que conformaban el cuerpo de mensajeros en esa
organización fueron los más importantes de mi vida desde el punto
de vista de mi futuro papel de escritor: ahí entré en contacto directo
con el cielo y el infierno. Fue para mí lo que Siberia para Dostoievski;
además, trabajando como director de personal hice mis primeros
intentos de escribir. Ya era hora, pues tenía treinta y tres años y,
como lo anuncia el título de mi trilogía, estaba por experimentar mi
crucifixión rosada.
A decir verdad, mi suplicio comenzó un poco antes de ingresar
al servicio de Western Union: empezó con mi primer matrimonio y
se prolongó hasta el segundo. (El lector extranjero debe tener en
cuenta que a los treinta y tres años un norteamericano es de cierto
modo un adolescente; en realidad son pocos los que, aunque vivan
cien años, superan la adolescencia.) Es obvio que la causa de mi
sufrimiento no fueron los matrimonios, o al menos no la única causa.
Yo fui la causa, mi propia naturaleza rebelde: nunca estuve
satisfecho con nada, nunca estuve dispuesto a comprometerme,
nunca me adapté (palabra abominable que los norteamericanos
recogieron para convertirla en apoteosis).
Fue hasta que llegué a Francia, donde ajusté cuentas conmigo
mismo, cuando descubrí que nadie más que yo era responsable de
todas las desgracias que me habían sucedido. El día en que desperté
a esa verdad -y me llegó como un destello- me liberé de la carga de
culpa y sufrimiento. Qué enorme descanso fue dejar de culpar a la
sociedad o a mis padres o a mi país. Ahora podía exclamar:
“¡Culpable, su señoría!, ¡culpable, su majestad!, ¡culpable de todas las
cosas!”, y eso me hacía sentir bien.
Por supuesto que desde entonces he sufrido muchas veces y,
sin duda, volveré a sufrir... pero de otro modo. Ahora soy como esos
alcohólicos que, después de años de abstinencia, finalmente
aprenden a beber una copa sin temer emborracharse. Me refiero a
que ya hice las paces con el sufrimiento. El sufrimiento forma parte
de nosotros igual que la risa, la alegría, la traición o lo que sea; una
vez que se percibe su función, su valor, su utilidad, uno deja de
temerle a ese sufrimiento eterno que todo mundo anhela evadir a
toda costa; viéndolo a la luz del entendimiento se convierte en otra
cosa. A este proceso de transmutación en mí le puse por nombre
“crucifixión rosada”. Lawrence Durrell, que en ese tiempo me
visitaba (en Villa Seurat), lo expresó de otra manera: me puso el
apodo “de ahora en adelante” de La roca feliz.
¡Convertirme en escritor! Cuando le pedía al Creador esa
bendición ni en sueños concebía el precio que tendría que pagar por
semejante privilegio. Nunca me imaginé tratar con tanto idiota y
tanto necio como los que se han cruzado en mi camino durante los
últimos veinte años o más. Al escribir mis libros pensaba que me
dirigía a espíritus como el mío, nunca me di cuenta de que me
aceptarían -y por las peores razones- las masas no pensantes que
leen con el mismo entusiasmo las tiras cómicas, las noticias
deportivas y los reportes financieros del Wall Street Journal. Todos
los que han leído mi libro sobre Big Sur (donde he vivido los últimos
catorce años) saben que en este remoto y aislado lugar llevo la vida
de una ardilla enjaulada: perpetuamente a la vista, perpetuamente a
disposición de todos y cada uno de los buscadores de curiosidades,
cazadores de autógrafos, reporteros baratos. Quizá la premonición
de tal absurdo me haya llevado a incluir en mi primer libro, Trópico
de Cáncer, una larga cita de Un uomo finito de Papini. Hoy en día,
muy al estilo de Einstein, siento que si volviera a vivir preferiría ser
carpintero o pescador, lo que sea menos escritor. Los pocos a
quienes les llegan nuestras palabras, para quienes tienen sentido
estas palabras y les brindan paz y alegría, serán lo que son, lean o no
nuestros libros. Todo el engorroso asunto de un libro tras otro, una
línea tras otra, se reduce a un paseo por el parque, a unos cuantos
saludos con el sombrero y a un “Buenos días, Tom, ¿qué tal?” “Pues
bien... ¿y tú?” Nadie se vuelve más inteligente, más triste ni más feliz.
C’est un travail du chapeau, voilá tout!
Entonces, cabría preguntarse, ¿por qué uno lo sigue haciendo?
La respuesta es muy sencilla. Yo escribo en este momento porque lo
disfruto; me da placer. Soy adicto, un adicto feliz. Ya perdí la ilusión
en cuanto a la importancia de las palabras. Lao-tse puso toda su
sabiduría en unas cuantas páginas indestructibles, Jesús nunca
escribió una sola línea; en cuanto a Buda, se le recuerda por su
sermón sin palabras en el que sostenía una flor para que su público
la observara (o escuchara). Las palabras, como otros desperdicios,
terminan yéndose por el desagüe. Los actos perduran; actos como
los de los apóstoles, bien entendu, y no toda esa actividad de
avispero que ahora pasa por acción.
Acción. A menudo pienso en ella de esta manera: yo y mi
cuerpo. Uno desperdiga su cuerpo (por aquí y por allá, por todos
lados) pero uno sigue siendo el mismo, hasta hubiera podido
quedarse inmóvil. Si lo que tiene que suceder, lo que hay que
aprender, no se da en esta vida, ya será en la próxima, o en la tercera
o la cuarta. Tenemos todo el tiempo en nuestras manos, lo que
necesitamos descubrir es la eternidad. La única vida es la eterna,
pero no tengo recetas para alcanzarla.
Sin duda, algunas de las observaciones precedentes son
enormemente difíciles de digerir, especialmente para aquellas almas
ignorantes que desean prenderle fuego al mundo. Me pregunto si no
se dan cuenta de que el mundo siempre ha estado en llamas y así
seguirá. ¿Acaso no están conscientes de que el infierno en el que
vivimos es más real que el que vendrá (si uno cree en semejantes
tonterías)? Por lo menos deberían de sentirse un poco orgullosos
por el hecho de haber colaborado en la construcción de este
infierno. La vida en la Tierra, siempre será un infierno, el antídoto
no es el más allá que se conoce como Cielo, sino una nueva vida aquí
abajo: “el nuevo Cielo y la nueva Tierra” que surjan de la total
aceptación de la vida.
Pero me estoy apartando de mi tema: yo. Es obvio que otros
temas me resultan más atractivos; en ocasiones hasta la teología me
absorbe. Créanme, llega a pasar, aunque hay que cuidarse de la
tentación de creerse teólogo. Incluso la ciencia puede resultar en
algunos aspectos interesante, siempre y cuando no se la tome
demasiado en serio. Cualquier teoría, cualquier idea, cualquier
especulación puede aumentar el gusto por la vida en tanto no se
cometa el error de creer que llegará uno a algún lado. No llegamos a
ninguna parte porque (hablando metafísicamente) no hay a dónde
ir. Ya estamos ahí, hemos estado ahí desde siempre. Sólo
necesitamos despertar a ese hecho. Me tardé unos sin-cuenta años
en despertar, pero incluso ahora no estoy bien despierto, porque si
lo estuviera no escribiría estas extrañas palabras. No obstante, una
de las cosas que se aprenden en el camino es que las tonterías
también tienen su lugar. Las verdaderas tonterías, por supuesto, se
disfrazan con nombres tan rimbombantes como ciencia, religión,
filosofía, historia, cultura, civilización, entre otros. El sombrerero no
es un clochard miserable tirado en la banqueta con una botella junto
al pecho, sino su excelencia, el respetable pájaro bobo de la corte de
su majestad, que finge habernos convencido de que, armado con las
palabras adecuadas, las credenciales adecuadas, el sombrero y los
argumentos adecuados puede aplacar, domar o someter a cualquier
tipo de monstruo que se disponga a engullir el mundo en nombre
del árbol de Bodhi1 o en nombre de Cristo o de la cantaleta en curso.
Francamente, si vamos a jugar con la idea de salvar al mundo,
puedo decir que al pintar una acuarela que me agrade (a mí y no
necesariamente a ti) hago lo que me corresponde mejor que
cualquier ministro que tenga o no cartera política. Pienso que
incluso su santidad, el papa, con lo poco que creo en él, también
puede estar cumpliendo con lo suyo. Aunque si ya lo incluí a él,
tendría también que incluir a Al Capone o a Elvis Presley, ¿por qué
no?, ¿podría alguien demostrarme que no?
Como les iba diciendo, renuncié al Departamento de
Empleados de Mensajería después de haber sido cavador de tumbas
y pepenador, bibliotecario, vendedor de libros, agente de seguros,
recolector de boletos, empleado de un rancho y cien oficios más de
la misma importancia (espiritualmente hablando); llegué a París,
pronto me quedé sin un centavo -me habría vuelto padrote o gigolo
de haber tenido con qué- y terminé siendo escritor. ¿Qué más
quieren saber? Lo que no puedo hacer aquí es llenar los intersticios,
porque ya usé todo el relleno en mis “romances autobiográficos”
que, por si no se lo había advertido al lector, hay que tomarlos con
un poco de sal. En ocasiones ya no sé si dije e hice las cosas que
cuento o si las soñé. De cualquier manera, siempre sueño la verdad;
si miento un poco de vez en cuando lo hago principalmente en aras
de la verdad. Lo que quiero decir es que intento pegar mis partes
rotas. El soñador que viola o asesina en sus sueños es la misma
persona que trabaja todo el día sentado en el banco contando el
dinero de alguien más o que funge como presidente de una
república, ¿o no? ¿Están acaso todos los delincuentes de este mundo
tras las rejas o hay algunos disfrazados de secretarios de Hacienda?
Tal vez sea momento de observar que por fin estoy llegando a
la terminal de mi prolongado paseo autobiográfico en trineo. La
primera mitad de Nexus se acaba de publicar en Éditions du Chêne,
en París. La segunda mitad, que debí haber escrito hace seis meses,
pero que quizá ni siquiera empezaré en los próximos cinco años,
será la culminación de lo que planeé y proyecté en el año de 1927.
En aquella época pensé que para la historia de mi vida (que en
realidad sólo es el registro de siete años de mi vida, los años
cruciales antes de irme a Francia) bastaría con un tomo gigantesco:
La historia de mis desgracias escrita por Henry Abélard Miller.2 Así
habría dicho lo mío para luego sepultarme; mas no fue tan sencillo,
nada es sencillo excepto para los sabios: quedé atrapado en mi
propia telaraña, por así decirlo. Lo que tengo que aprender ahora es
si puedo romperla o no. “La telaraña y la roca”,3 ¿acaso no son lo
mismo?
Nunca olvidaré la impresión que me causó El arte y el artista de
Otto Rank; especialmente la parte en la que habla del tipo de
escritor que se pierde en su obra; el escritor que, en otras palabras,
convierte su obra en su tumba; y, según Rank, ¿quién hizo esto a la
perfección? Shakespeare. Yo también incluiría a Hierony- mus Bosch
de cuya vida sabemos casi tan poco como de la de Shakespeare.
Siempre estamos luchando desesperadamente (“nos urge” sería
mejor expresión) por descubrir tras el artista al hombre. Como si el
hombre llamado Charles Dickens, por ejemplo, fuera una entidad
absolutamente independiente del escritor. Nuestro anhelo de
atrapar al ser completo pesa menos que nuestra duda de que el
artista y el hombre sean uno mismo. En mi caso, por ejemplo, hay
amigos que me conocen íntimamente (o que por lo menos me tratan
como si así fuera) y que sostienen que no comprenden una sola
palabra de lo que he escrito o, peor aún, tienen la osadía de decirme
que lo he inventado todo. Afortunadamente tengo irnos cuantos
amigos -los cuento con los dedos de una mano- que me conocen y
me aceptan como escritor y como hombre. De no ser así, dudaría
mucho de mi verdadera identidad; para ser escritor, por principio,
se debe tener una personalidad escindida pero cuando llega uno al
momento de recoger su sombrero para salir a tomar aire fresco hay
que estar seguro de que toma uno su sombrero, camina con sus
piernas y se llama Henry Miller, no Mahatma Gandhi.
En cuanto al mañana, no existe. Ya viví todos mis ayeres y
todos mis mañanas; por el momento sólo me mantengo a flote.
Si llego a escribir más libros, libros que nunca pensé escribir,
me disculparé considerándolos un paseo por el parque... “Buenos
días, Tom, ¿qué tal?” “Bien... ¿y tú?”; en otras palabras, ahora
permanezco con la boca cerrada. Con su permiso, me retiro, no es
necesario que me despidan con bombos y platillos, si saben a qué
me refiero. Francamente, ni yo mismo lo sé, pero, como se dice en mi
tierra, por ahí va la cosa.

traducción de Leticia García




Notas

1Es el árbol de los budistas, también conocido como árbol de la

sabiduría o árbol pipal.


2Ésta es una alusión a la Historia calamitatum, obra
autobiográfica del filósofo del siglo xn Pedro Abelardo. Miller juega
no sólo con el título de la obra, sino también con la autoría al
intercalar el nombre del filósofo entre los suyos.
3Alude a The Web and the Rock, novela autobiográfica del
norteamericano Thomas Wolfe en la que el protagonista, un joven
originario de un pequeño poblado, se convierte en novelista.
Carta de Lawrence Durrell a Alfred Perlès
Mi querido Joe,

Esta carta que le envío la comencé mentalmente hace unos


cuatro años, cuando la casualidad me indujo a pasar unas pocas
horas en París, de camino para Yugoslavia. Nació precisamente
durante un paseo vespertino entre una docena de acuarelas de París
pintadas en prosa por Henry Miller, reunidas en la serenidad de un
atardecer que tomaba sus colores de uno de esos enjoyados párrafos
de Trópico de Cáncer. ¿Necesito decirle que estaba en Villa Seurat,
donde pasamos juntos unos meses tan interesantes? La pequeña
vespasienne de hojalata con sus anuncios de Quinquina todavía se
alza en la bocacalle. Lo mismo el farol bajo el cual, cierto neblinoso
atardecer, vi al cher maître detenerse fascinado por las páginas de
Niyinski que yo acababa de traer de Londres y que estaba leyendo
en la calle. Creo que fue la noche en que usted destruyó la cañería de
madame Kalf y en que el editor chino del Booster huyó corriendo
entre las sombras para desaparecer definitivamente privándonos
del artículo que nos había prometido sobre “Ciertas confusiones
confucianas”... Caminar en este atardecer lechoso mientras el humo
se eleva del bistro: cliqueteo de bolas de billar, golpeteo de vasos de
vino blanco sobre el zinc, chasquido de bolas de billar y quién sabe
dónde una radio fantasmal que toca una antigua melodía de jazz
preservada en el afecto de los franceses por cierta caprichosa
ternura de las palabras...
Desde entonces han pasado muchos años y ahora estoy en un
sitio distinto, la lluvia se filtra entre los sarmientos y la voz de Henry
(registrada en discos) suena cálida como siempre en el atardecer; la
voz de un académico norteamericano cuyas obras no pueden entrar
en su propio país... ¿podría concebirse una mejor caracterización del
ser anglosajón? ¡Allí está la solitaria águila norteamericana en su
nido de Big Sur, escribiendo todavía para los franceses y los
japoneses! No tenemos más remedio que echamos a reír, aunque
con un poco de tristeza. ¿Qué hizo el pobre Henry que Colón no haya
hecho? Su viaje ha sido mucho más heroico, pues al cabo de él se
descubrió a sí mismo... descubrió la ignota América del alma
norteamericana. Pero para alcanzar su objetivo se vio obligado a
ultrajar la sensibilidad de sus contemporáneos, tuvo que forzar los
cierres de acero del tabú, tuvo que golpear y sacudirse como una
ballena herida, que retorcerse e inclinarse y martillar... ¡Y ahora que
lo consiguió, lo canonizan! Se afirma que es la mayor expresión del
genio norteamericano desde Whitman pero... ¡todavía no dejan
entrar sus libros!
Estaba pensando en la injusticia de esta situación y me
preguntaba si entre nosotros no podríamos hacer algo para ofrecer
al lector anglosajón una visión coherente de la totalidad de la obra
de Miller. ¿Cómo estimaríamos el valor de Lawrence si se permitiera
la circulación sólo de sus libros de viajes? Todo cuanto se conoce de
Henry chez nous es una serie de antologías de cuentos cortos y
ensayos... sin duda densos y ricos, pero la lista no incluye las dos
grandes trilogías. Así, uno puede repasar una reseña de 5 000
palabras de la literatura norteamericana moderna sin tropezar ni
una vez con su nombre -y la actual literatura norteamericana
comienza y acaba en el sentido de lo que él hizo- No deseo rebajar a
Faulkner, a Hemingway, etc., pero ellos no son más que hombres del
oficio literario, como nosotros mismos. Hay una diferencia
cualitativa entre el poder obsesivo del genio y nuestros artificios
mentales. Ello no significa que atribuya un papel negativo al hombre
del oficio... por el contrario, forma el humus en el que puede florecer
el genio. Se necesita un centenar de individuos como nosotros para
constituir el subsuelo en el que puede desarrollarse un genio.
Mientras caminaba por estas sórdidas y amadas calles pensé
que podría enviarle unas líneas para ver si lograba tentarlo a iniciar
una correspondencia que diera por resultado un retrato -no del
hombre, porque eso usted ya lo ha hecho- sino del artista reflejado
en su obra. Después de todo, usted y yo estamos en la situación de
los afortunados clérigos que gozaron de la intimidad de Rabelais.
¡Sus conversaciones! ¿Qué no daría el mundo por algunos detalles
agregados a los pocos que ahora tiene a su alcance?
Mi idea se afirma un tanto a través de la lectura de su retrato
de Henry, porque en esa obra usted evita los problemas de carácter
puramente crítico, las valoraciones, con el fin de concentrarse mejor
en la apariencia del hombre. Usted reconoce que existe un elemento
de mis- terio y deja ahí el problema, ¿y quién podría afirmar que
está usted en un error? Ciertamente no es posible circunscribir del
todo el misterio fundamental de una personalidad creadora. Pero si
tenemos en cuenta toda la amplitud y la riqueza de su obra, desde
Trópico de Cáncer hasta la última acuarela japonesa sobre el sexo,
¿no podríamos -informalmente y sin preciosismo- acercamos un
poco más al problema? Supongo que las diferencias
temperamentales explican el ángulo desde el cual cada uno enfoca a
una persona dada. Al leer esa antología, La roca feliz, me impresionó
profundamente el número de diferentes rostros de Henry que
surgían de la obra; es verdad que todos correspondían a Henry...
pero refractados por el observador. ¿También yo soy culpable de la
refracción intencional cuando subrayo cuán diferente de sí mismo es
el Henry de los libros? La gente que me pregunta se sorprende
cuando trazo el retrato de un hombre tan genial, leal y tierno, ¡un
hombre de tan delicada sensibilidad que si alguna vez yerra lo hace
como consecuencia de sus propios nervios! ¡Las amables e infantiles
cualidades que incluían la capacidad de dejarse abatir por el más
ligero desaire! Luego, el aspecto positivo... las agresiones y los
salvajismos que siempre se exacerban bajo la tensión del trabajo
creador, el retorcido complejo de deformaciones y de temores
infantiles, ¡la amargura que acompaña siempre a la risa más feliz
que yo haya oído jamás!
No, lo que yo me proponía no era tampoco un intercambio de
anécdotas. Aunque de tanto en tanto también ellas podrían
contribuir a la descripción... ¡como el relato que usted hizo de la
primera conferencia pública de Henry! Pero yo me peguntaba
vagamente si podía ofrecerse el esbozo de otro tipo de imagen... la
que me asaltaba cuando caminaba por esas calles. ¿El arte es siempre
un ultraje?... por su naturaleza misma ¿ha de ser un ultraje?
Era hora de tomar el tren pero yo me demoraba renuente bajo
la iglesia de Alesia, reflexionando sobre la naturaleza de la lucha
personal de Henry con la tinta y el papel. Su violencia misma incluye
una lección que el lector discreto será capaz de interpretar para sí
mismo. ¡La “Verdad” a la que quiero llegar, la Verdad acerca de mí
mismo!
¿Cuánta o cuán poca verdad halló Henry en su camino... en el
largo camino que va de la condición de un Villon norteamericano a
la de Chuang-tse?
¿Lograrán estas líneas tentarlo para que se acerque a su
máquina de escribir, en ese Hampstead barrido por el viento?

Larry

traducción de Aníbal Leal


Cronología

1891 Henry Miller nace en Nueva York el 26 de diciembre


1909 Se gradúa de la escuela secundaria y entra al City College
de Nueva York
1924 Abandona su trabajo en la compañía Western Union de
Nueva York para dedicarse a escribir
1930 Se marcha a París huyendo de la Gran Depresión
norteamericana
1934 Publica en París Trópico de Cáncer
1939 Publica en París Trópico de Capricornio; pasa un año en
Grecia invitado por Lawrence Durrell
1940-1941 Viaja por los Estados Unidos y se instala en Big
Sur, California
1941 Publica coloso de Marusi donde plasma sus impresiones
de Grecia
1945 Publica Pesadilla de aire acondicionado una aguda crítica
de los Estados Unidos, producto de su viaje por todo el país
1961 Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio se publican
por primera vez en su país
La Suprema Corte rechaza finalmente los alegatos de
obscenidad interpuestos en contra de las dos novelas
Se publica en Estados Unidos su trilogía La crucifixión rosada
(Nexus, Sexus y Plexus)
1980 Muere el 7 de junio en Pacific Palisades, California
Bibliografía Mínima

Henry Miller, Trópico de Cáncer, Cátedra, Madrid, 1988; Trópico


de Capricornio, Cátedra, Madrid, 1988; La crucifixión rosada, Rueda,
Buenos Aires, 1979; El coloso de Marusi, Seix Barral, Barcelona,
1992; Lawrence Durrell, Henry Miller y Alfred Perlés, Arte y ultraje.
Correspondencia, La Pléyade, Buenos Aires, 1972; Lawrence Durrell
y Henry Miller, Cartas Durrell-Miller. 1935-1980, Edhasa, Barcelona,
1992; Anáis Nin y Henry Miller, Una pasión literaria.
Correspondencia (1932-1953), Siruela, Madrid, 2003; Gilberte
Brassaï, Henry Miller. Los años en París, México, Fondo de Cultura
Económica, 2002; Norman Mailer, Genio y lujuria. Un recorrido a
través de las principales obras de Henry Miller, Barcelona, Grijalbo,
1979

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