n el siglo XIX, el pensador inglés John Stuart Mill
(1806-1873) también pensó que todo hombre desea
la felicidad, y agregó que la comunidad en la que vive debe ayudarlo a procurársela. En su concepción de la virtud, Mill sigue a Platón y Aristóteles, aunque también a Epicuro, pues considera que es a través de la virtud que puede conseguirse la felicidad. Además sigue a Kant, al señalar que es necesario apelar a la razón para determinar qué es lo moralmente bueno, aunque agrega algunos elementos de la ética de Hume; por ejemplo, considera, al igual que el empirista Hume, que la sensibilidad es una fuente relevante –tan relevante como la racionalidad– cuando se trata de elaborar metas genuinas para el ser humano. Mill concibe al hombre como un ser sensible-racional, por lo tanto todo planteo moral debe tener en cuenta este doble aspecto para poder comprender y postular una moralidad realmente accesible al hombre.
El filósofo Anthony Kenny (1931) lo explica así: “Como ser
humano, dice Kant, no soy solo un fin en mí mismo, sino también miembro de un reino de fines, una unión de seres racionales sometidos a leyes comunes. Mi voluntad es racional en la medida en que sus máximas puedan convertirse en leyes universales. El reverso de esta proposición es que la ley universal es una ley establecida por voluntades racionales como la mía. Un ser racional ‘está sujeto solo a leyes que han sido hechas por él y, sin embargo, son universales’. En el reino de los fines somos todos a la vez legisladores y súbditos. (…) Kant concluye la exposición de su sistema moral con un panegírico de la dignidad de la virtud. En el reino de los fines, todo tiene un precio o un valor. Si una cosa tiene un precio, puede intercambiarse por alguna otra. Lo que tiene valor es único e inalienable; está más allá de todo precio. Hay, dice Kant, dos clases de precios: los precios del mercado, que corresponden a la satisfacción de necesidades