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de Raimundo Lulio
Lower right in plate: Moncornet ex.; across bottom in plate: B. Raymvndvs Lullivs Philosophvs
Doctrinam Pandit Raymund Lullius omnem, ...
15 de octubre de 1937
Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su
lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta
en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucis et umbrae.
Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna
mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera
rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el
propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros.
Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las
más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar
quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser
el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar.
La invención de la máquina
Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele)
cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-
1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la
simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros.
Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La
letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D
la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria.
Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por
diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan
entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que
el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o
bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente
libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera, etcétera.
Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos
esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince
o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y
planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora;
sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema.
En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne
fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el
«verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los
discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y
gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul,
azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se
arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se
irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo,
muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los
arcanos del mundo.
Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina
de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor.
Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es un armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un
dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados
de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada
vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o
trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me
señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito
organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias».
Vindicación final