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La crisis económica provocada por la pandemia de Covid-19 no tiene precedentes en varios aspectos.

Primera inédita por su naturaleza. Es el resultado de un doble choque de oferta y demanda que ha
socavado sectores enteros de la economía de muchos países. Sin precedentes entonces por su escala,
habiendo revelado contundentemente los riesgos de dependencia inherentes a la desindustrialización y
la fragmentación de los procesos productivos. Esta crisis ha confirmado que los países menos
industrializados y más dependientes del abastecimiento exterior no son capaces de asegurar todas las
necesidades primarias de su población, particularmente en el campo de la salud. Francia, donde la
pandemia ha venido a recordarnos el hándicap dejado por cincuenta años de desindustrialización, no ha
escapado a la escasez de mascarillas y respiradores, por ejemplo, pero también de componentes
electrónicos. Pero la crisis también ha puesto de relieve el papel de “base” que juega la industria local,
mientras los flujos internacionales se desorganizan, y la importancia de su resiliencia, es decir, de su
capacidad de absorción. Por lo tanto, la respuesta del gobierno ha dado naturalmente prioridad a las
políticas industriales.

Si bien es demasiado pronto para evaluar los efectos de estas políticas industriales, ya podemos
establecer que la crisis del Covid-19 habrá marcado un regreso sin precedentes de la industria a las
preocupaciones de las autoridades públicas. Palanca esencial para la resiliencia, la industria ha ocupado
un lugar especial en el plan de recuperación francés.

Las medidas implementadas no se limitan a apoyar la actividad en el corto plazo. Sientan las bases para
una nueva estrategia proactiva destinada a reindustrializar Francia y, por lo tanto, enfrentar los desafíos
de la transición energética y digital.

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