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El signo

Acaso, la levísima puntada, el dolor de cabeza incipiente. Desde otro lugar, una

música chirriante, rastrera.

Miró, sin mayor esperanza, el desordenado escritorio y el teléfono mudo. Vio una

carta sin abrir, vio unas cuartillas desperdigadas, a medio llenar con su escritura irregular y

vacilante, vio un cenicero desbordado de colillas, vio una pluma fuente (que no utilizaba

jamás) vio un encendedor azul, vio la fotografía de un rostro preciso, vio un diccionario

descuadernado, vio una libreta de teléfonos, vio un reloj detenido en las nueve y cinco, vio

un libro en rústica, de cubierta azul con letras amarillas y blancas.

Como una opresión, lo abrumó la certeza de que todos esos objetos eran, de algún

modo, inexplicables (o lo que es peor aún, inútiles).

Pensó que el universo no era sino una inepta acumulación de objetos prescindibles,

en el que no cabía justificación alguna. Pensó que su propia existencia no era mas lógica, ni

mas necesaria, que la de aquellas cosas; como la obra de un pintor inhábil, que

irresponsablemente se empecinara en saturar el lienzo con una profusión de formas y

figuras disímiles, inarmónicas, sin centro ni objeto.

Esto lo sintió ya casi como un malestar físico, como una nausea.

Encender un cigarrillo, juguetear (quizás) con esa pluma inútil.

Las espirales de humo azulado dibujan un rostro imposible.

Desde la calle le seguía llegando aquella música vil, y también la luminosidad

sanguinolenta de un sol ya casi poniente.


Intentó garabatear unas líneas en el primer pliego casual que le vino a las manos.

Quiso recordar un perfil entrevisto en el metro, el encabezado de un diario, las líneas

restallantes de unos muslos y de unas caderas, esas manos que desde la oscuridad de un

tenducho le habían tendido una cajetilla de cigarrillos.

Transformarse, acaso, en pájaro o en piedra.

El lápiz inútil rueda de los dedos. Justo en medio de la hoja de papel ha aparecido el

dibujo preciso de una forma obscena.

Un instante para cerrar los ojos, menos de un instante para volverlos a abrir. Lo

apresuró el sordo golpe que había sonado muy cerca de su cabeza, un “plop” blando y

repulsivo, seguido de algo que quizás fue un chillido agudo y breve, y también (pero esto

no es seguro) de unos aletazos espasmódicos.

Al volverse y mirar no entendió que era ese círculo escarlata en el cristal sucio de la

ventana, esa especie de escupitajo sangriento justo a la altura de sus ojos.

Fue preciso que abriera la ventana y se reclinara sobre el antepecho para que pudiera

descubrir la lave. Allí, sobre la estrecha cornisa, a poco mas de un metro de distancia, yacía

un pájaro de plumaje negroazulado, aún sacudido por las últimas conmociones de una

agonía aparatosa. El choque contra el vidrio le había dejado la cabeza casi aplastada, pero

no era tan difícil advertir las largas agujas de acero con las que alguien le había vaciado los

ojos.

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