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El otro

Alguien avanza de entre la oscuridad sesgada que yace a la orilla del edificio

pintado de un gris sucio y canceroso. Veo primero el cuerpo como un bulto de sombras

entre sombras, pero de improviso cae sobre él la luz del alumbrado y las formas estallan

con crudeza puntual.

Es una muchacha jovencita, casi una niña, pero lo desvergonzado de su vestimenta y

los labios teñidos de escarlata sangriento no me dejan dudas acerca de su condición.

Aquella putita infantil se me ofrece casi sin descaro, con ademanes que parecen

serle ya habituales. Miro sus párpados coloreados de azul y la camiseta roja muy escotada y

la falda que le descubre los muslos delgados y morenos. Casi no tiene pechos, pero bajo la

tela se le marcan los pezones abultados y puntiagudos. Exhala un penetrante tufo perfume

malo y debajo de este a sudores ajenos y a fluido seminal.

– No, no, otro día – le respondo al pasar, solo atento a borrar su imagen.

No alcanzo a alejarme demasiado, pues me detiene la imprecisa sensación de haber

dejado pasar algo o de que algo está por suceder. Esa impresión se me hace tan imperiosa

que me obliga a volverme y mirar hacia aquella esquina.

La calle sigue mas o menos igual de vacía. Desde un bar cae sobre el pavimento una

luz turbia, y hay también música y gritos de borrachos y mas lejos dos mujeres muy

pintarrajeadas que riñen; la que parece mas vieja tiene unos pechos grandes y péndulos que

le llegan casi hasta la cintura. Por el medio de la calle anda un perro astroso y tuerto

entretenido en aullar y ladrarle a los pocos automóviles que pasan a esa hora. La muchacha

sigue en el mismo lugar, en idéntica postura que antes, en igual expectación, pero ahora
está acompañada. El hombre es alto y quizás algo obeso y la mira con intensidad golosa,

deforme, pero aparte de esta mirada no alcanzo a definir sus rasgos, como si su cara fuera

solo ojos y acaso también algún resabio de boca.

Algo hay en ese hombre que hace que me resulte muy vagamente familiar, como si

ya lo conocido antes.

La muchacha camina hacia el callejón y él la sigue. Y yo voy detrás de ellos. ¿Por

qué? No tengo idea. Pero hasta tengo miedo de perderlos en la oscuridad. La muchacha

camina rápido y el hombre la sigue dos pasos atrás. En comparación con ella es muy alto y

sobre todo ancho, a ratos me la oculta por completo, con facilidad esa niña cabría dentro de

su cuerpo abierto en canal. Una sorda ira me recorre ante semejante aberración.

Por suerte no era mucho lo que había que caminar, veinte metros a lo sumo. Han

entrado por un zaguán que hiede a orines y a cubil de fiera. Al fondo hay luz y alguna

gente en movimiento y una música desastrada, cloqueante.

El hombre está hablando con un individuo bajo y aculebrado que viste con lujo

rastrero y abundantes alhajas. Tiene los dedos tan saturados de anillos que a la distancia

parecen emitir destellos parpadeantes. Su rostro se parece bastante, quizás demasiado, al de

la muchacha; no es imposible que sea su padre o su hermano.

Ella espera mientras los otros cierran el trato.

– ¿Estás solo, amor? – oigo de una boca casi sin labios, muy próxima, olorosa a

dientes picados y a ron.

Una puerta se abre, entran la muchacha y el hombre, una puerta se cierra. Es la

tercera de izquierda a derecha, me digo mentalmente. No puedo ir mas lejos, pienso,

aunque no estoy aún convencido. O quizás si.


Me desprendo de los brazos viscosos que pugnan por retenerme y me precipito

contra esa puerta cerrada sin pensarlo mas y sin que nadie haga el intento de evitarlo. La

hoja se abate casi sin que tenga que tocarla.

Entro justo en el momento en el que la espalda, el torso sudoroso, se derrumba sobre

la niña, que permanece perniabierta y con la mirada fija en la pared. Su pubis es casi

lampiño, cubierto apenas de una pelusilla rala, y en sus pechos incipientes resaltan con

crueldad los pezones puntiagudos y amoratados. Ninguno de los dos parece notar mi

presencia, a pesar de que les estoy gritando.

Les grito una y otra vez. Pero ¿qué?

Nadie intenta sacarme de esa habitación.

Ella se queja quedamente, como para si, mientras el hombre bufa y resopla.

Vuelvo a gritar.

No me oyen, fingen no oírme. Las ropas del hombre yacen en desorden sobre una

silla. Son iguales a las que yo visto.

Antes de darme cuenta la niña ya se está vistiendo y se encuentra sola en el cuarto,

pues su acompañante ha desaparecido. Pero ¿por donde ha podido salir? En ningún

momento me he movido del umbral.

¿Por donde se ha ido?

La muchacha me mira y no parece sorprendida por mi presencia. El sudor le

borronea un poco el maquillaje recargado, lo que la hace parecer aún mas infantil.

Y las envuelve una nueva capa de transpiración ajena, que no me es difícil

reconocer.
– Espero que la halla pasado bien – me dice con su sonrisa sesgada el hombrecillo

aculebrado al pasar junto a él, y es como si ya antes hubiera oído esa voz siseante y servil –.

Vuelva pronto, que aquí estamos para darle gusto a la gente.

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