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Hebe Uhart, Guiando La Hiedra
Hebe Uhart, Guiando La Hiedra
Aquí estoy acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras,
ni tengan partes muertas, ni hormigas. Me produce placer observar cómo
crecen con tan poco; son sensatas y se acomodan a sus recipientes; si éstos
son chicos, se achican, si tienen espacio, crecen más. Son diferentes de las
personas: algunas personas, con una base mezquina, adquieren unas
frondosidades que impiden percibir su real tamaño; otras, de gran corazón
y capacidad, quedan aplastadas y confundidas por el peso de la vida. En
eso pienso cuando riego y trasplanto y en las distintas formas de ser de las
plantas: tengo una que es resistente al sol, dura, como del desierto, que
tomó para sí sólo el verde necesario para sobrevivir; después una hiedra
grande, bonita, intrascendente, que no tiene la menor pretensión de
originalidad porque se parece a cualquier hiedra que se puede comprar en
todos lados, con su verde tornasolado. Pero tengo otra hiedra, de color
verde uniforme, que se volvió chica; ella parece decir: «Los tornasoles no
son para mí»; ella responde creciendo muy lentamente, umbría y segura en
su cautela. Es la planta que más quiero; de vez en cuando la guío, yo
comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero
guiar. A la hiedra tornasolada a veces le digo «estúpida» porque hace unos
arabescos al pedo; a la planta del desierto la respeto por su resistencia,
pero a veces me parece fea. Pero me parece fea cuando la veo con la
mirada de otras personas, cuando viene visita: a mí en general me gustan
todas. Por ejemplo hay una especie de margarita chica, silvestre, que la
llaman flor de bicho colorado; no sé con qué criterio se la distingue de la
margarita. A veces miro mi jardín como si fuera de otro y descubro dos
defectos: uno, que pocas plantas caen graciosamente, con cierta
frondosidad y movimientos sinuosos: mis plantas son como quietitas,
cortitas, metidas en su maceta. El segundo defecto es que tengo una gran
cantidad de macetitas chicas, de todos los tamaños, en vez de grandes
macizos estructurados, bien pensados; porque fui demorando mucho esa
tarea de tirar lastre, digamos y la misma expresión, tirar lastre, o sanear,
referida a mis plantas, tiene algo de maligno. Fui demorando todo lo
posible el uso de la malignidad necesaria para sobrevivir, ignorándola en
mí y en otros. Vinculo la malignidad a la mundanidad, a la capacidad de
discernir inmediatamente si una planta es flor de bicho colorado o
margarita, si una piedra es preciosa o despreciable. Vinculo o vinculaba
malignidad a desprecio electivo en función de algunos objetivos que ahora
no me son extraños: el trato con gente, con mucha gente, los rencores, la
reiteración de personas y situaciones; en fin, el reemplazo del asombro por
el espíritu detectivesco me contaminó a mí también de maldad. Pero me
siguen asombrando algunas cosas. Yo hace cuatro o cinco años había
rogado a dios o a los dioses que no me volviera drástica, despreciativa. Yo
decía: «Dios mío, que no me vuelva como la madre de “Las de
Barranco”». La vida de esa madre era un perpetuo aquelarre; invadía los
asuntos de los que la rodeaban, vivía su vida a través de ellos, de modo
que no se sabía cuáles eran sus verdaderos deseos; no tenía otro placer que
no fuera la astucia. Yo, antes de ser un poco como la de Barranco, miraba a
ese modelo como algo espantoso y una vez incorporado, me sentí más
cómoda: la comodidad de dejar lastre y olvidar, cuando hay tanto para
recordar que no se quiere volver atrás. Ahora a la mañana pienso una cosa,
a la tarde, otra. Mis decisiones no duran más allá de una hora y están
exentas del sentimiento de ebriedad que las solía acompañar antes; ahora
decido por necesidad, cuando no tengo más remedio. Por eso otorgo escaso
valor a mis pensamientos y decisiones; antes mis pensamientos me
enamoraban; yo quería lo que pensaba; ahora pienso lo que quiero. Pero lo
que quiero se me confunde con lo que debo y perdí la capacidad de llorar;
debo distraerme mucho de lo que quiero y debo, o simplemente estoy en
una especie de limbo donde se sufre un poco: algunas contrariedades (cuyo
efecto puede ser previsto), pequeñas frustraciones (susceptibles de ser
analizadas y compensadas). Descubrí la parte de invento que tienen las
necesidades y los deberes: pero los respeto en seco, sin gran adhesión,
porque organizan la vida. Si lloro, es más bien sin mi consentimiento,
debo distraerme de lo que quiero y debo; sólo permito que aflore un
poquito de agua. Los sentimientos hacia las personas también han
cambiado; lo que antes era odio, a veces por motivos ideológicos muy
elaborados, ahora es sólo dolor de barriga, un aburrimiento se traduce en
dolor de cabeza. Perdí la inmediatez que facilita el trato con los chicos y
aunque sé que se recupera con tres carreritas y dos morisquetas, no tengo
ganas de hacerlas, porque envidio todo lo que hacen ellos: correr, nadar,
jugar, desear mucho y pedir hasta el infinito. Últimamente me he pasado
gran parte del tiempo criticando la educación de los chicos porteños con
quien fuese, y sobre todo con los taximetreros. En general nos ponemos de
acuerdo; sí, los chicos porteños son muy mal educados. Pero es un acuerdo
tan triste, que a partir de ese tema no cunde ninguna conversación.