Tino había nacido en Betfagué, en un hogar muy humilde, y su destino
habría sido trágico si Yaco e Isabel, su mujer, no hubieran llegado a su vida. Yaco e Isabel vivían en una aldea cercana, y el destino de estos esposos también habría sido trágico de no haber llegado Tino a sus vidas. Ellos no podían tener hijos, y eso en Israel era una verdadera desgracia. Siendo Tino muy pequeño aún, sus padres murieron. Yaco e Isabel adoptaron al niño y lo criaron con verdadero amor. Tino creció feliz y confiado. Yaco, un campesino rudo de buen corazón, tenía un asna de suave pelaje y color pardo, llevaba siempre su cabeza en alto y las orejas erguidas. El asna era para Yaco y su mujer el único medio de sustento. Yaco podía trabajar con ella transportando alguna carga, trasladando personas o abriendo la tierra de una parcela para cultivar, la dura tierra de aquellos lugares, que requerían de mucho esmero por parte de los hombres para lograr algún fruto. Desde que tuvo edad suficiente, Tino los acompañaba siempre. La mujer de Yaco, Isabel, se sintió renovada con la llegada de Tino, una gran felicidad la colmaba y no había mejor momento para ella como aquel en que con la mesa preparada los veía regresar a casa luego de la jornada de trabajo. Y llegó el tiempo en que el asna quedó preñada y Yaco y su mujer la cuidaron mucho hasta que nació un hermoso pollino. Para Yaco y su mujer significó una seguridad para su sustento y para Tino la llegada de un amigo. El pequeño asno y él aprendieron a jugar y acompañarse muy bien. Cierto día Tino se levantó más tarde que de costumbre. Miró a través de la ventana, los primeros brotes de primavera se dejaban ver. De pronto notó que el asna y su pollino no estaban en el establo; ¿qué habría pasado? Ya en la cocina encontró a sus padres hablando animadamente sobre algo que había acontecido: dos hombres habían venido, desataron el asna y su pollino y cuando les preguntaron por qué los desataban les respondieron: “El Señor los necesita y luego los devolverá” Confiaron en que se los devolverían, pero presentían que algo importante sucedería y movidos por una gran curiosidad, entonces decidieron ir a la bajada del monte de los Olivos para cerciorarse de ello. Tino los acompañó. Cuando llegaron, era tanta la gente que ya estaba allí, que Tino que era bajito, sólo podía moverse entre la multitud sin ver más que piernas que iban de aquí para allá. De pronto escuchó cánticos y voces jubilosas que decían palabras que nunca había oído pronunciar: “¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Hosana en las alturas! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas! ¡Era una fiesta! Había muchos niños. La gente enarbolaba hojas de palmera. Tino quería ver más, corrió hacia un claro y vio montada sobre un asna (¡El asna de Yaco acompañada por su pollino!) una figura humana que irradiaba una luz especial, su gesto era sereno, su porte, de una nobleza indescriptible. A su paso, la gente cubría la calle con sus mantos. Tino sintió que su corazón latía muy fuerte. -¿Será éste el Señor? – se preguntó. En un momento observó un grupo de hombres oscuros que hablaban entre sí y miraban esa bella figura con enojo. Tino se acercó un poco más, pues no quería perderse detalle de la situación, pero el ruido y la algarabía del momento no le permitieron escuchar lo que decían. Después que todo hubo pasado, Tino buscó a sus padres, que estaban preocupados por él, así es que cuando lo vieron se aliviaron. Los tres regresaron en silencio. Cuando tino vio que el asna y su pollino estaban de nuevo en casa, corrió a abrazar a su amigo. Yaco y su mujer se quedaron conversando hasta muy tarde por la noche, y por lo que hablaban, Tino comprendió que lo acontecido ese día había sido, en verdad, muy importante. FIN