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PREMIO NACIONAL DE CRÍTICA.

NO-LUGARES: figuraciones de un “cuerpo fallido nacional”


en Obregón, Caballero, Rojas.

Seudónimo: Miguel Angel Caballero Obregón.

Categoría: Ensayo breve.

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NO-LUGARES: figuraciones de un “cuerpo fallido nacional”

en Obregón, Caballero, Rojas1

La casa, lo que todos en la familia llamaban pomposamente la casa,


no era nada distinto a un montón de fieles y voluntariosos escombros.

Héctor Rojas Herazo, Respirando el verano.

Cuanto más se habla de Patria, menos existe ésta.

W. G. Sebald, Pútrida Patria.


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“Todos estamos en un cuerpo que no es nuestro”, me dijo una vez alguien a raíz de ya no se qué.

Amplificado el sentido individual que tiene el referente cuerpo, a un sentido colectivo, puedo

decir que no estoy en el mío. Hablo de la soledad, la orfandad que significa habitar –y decir- un

país -una patria- que no fue. Esa suerte de exilio sin estar en otro lado.

Si bien el cuerpo hoy persiste en lo que siempre ha sido: materia sígnica que dice su decir cuando

la razón instrumental calla, materia de reivindicación de lo otro que nos abre a horizontes

epistémicos no normativos, es también objeto de ciframientos, codificaciones que buscan

administrarlo y que llegan hasta el crimen. En esa perspectiva, el cuerpo (hablo de un cuerpo

real y de un cuerpo metafórico) es hoy también territorio de la distopía. El de nosotros,

contradice los vacíos entusiasmos bicentenaristas que hoy se dan.

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La esquela que acá escribo, es la síntesis anticipada de un trabajo de investigación que por estos días estoy apenas
esbozando, y que espero poder llevar a cabo en el semestre que viene.

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Pienso en tres coordenadas que posibilitan un balance sobre eso: “La Violencia” (1962), de

Obregón; el “Gran Telón” (1990), de Caballero; el “David” (2005), de Miguel Ángel Rojas. Más

allá de sus aparentes divergencias, estas obras permiten dibujar itinerarios, prácticas y

problemáticas actuales. En esencia, son topografías ético-estéticas que comparten una misma

perspectiva axiológica en la que el cuerpo humano como trama sígnica y las fuerzas de lo

erótico, lo tanático y lo traumático invadiendo esa materia humana, son la base de lo que se

quiere decir; se trata de una axiología “crepuscular” sin la cual es imposible comprender ni la

historia del arte nacional –en el caso de que haya algo llamado así-, ni –en caso de que eso

pudiera hacerse- nuestro perfil existencial. Las obras hacen figuraciones de nuestras catástrofes

íntimas “colectivas”: hallan al sujeto –y al sujeto nacional, para más señas- en las márgenes, en

ese espectro que va desde la ubicación en la frontera en la cual se le señala pero no se le

reconoce, hasta el confinamiento en la frontera más radical: la del exterminio.

Configurando el cuerpo como una especie de no-lugar, el cuerpo como topos en el que se

realiza la escritura del desastre, las obras de las que hablo ofrecen entonces la representación

crítica y poética de lo que llamo un “cuerpo fallido nacional”. Sobre esos pilares –siempre

ambiguos, a veces difusos- busco construir coordenadas de reflexión sobre las fracturas

contemporáneas de [en] un sujeto individual y un sujeto colectivo nacionales.

Como corresponde a toda revisión sobre lo que uno es –y con todo lo trillado que parezca- hay

que pensar en el ayer para pensar en el hoy: el ayer de hoy, hace de la historia moderna

colombiana la historia de una herencia normativa, “superyoica”. Hablo de la estirpe clerical y el

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humanismo señorial de un proyecto de Nación que se consagra en 1886 con un acto discursivo

igualmente “superyoico”. Bajo el registro gramatical del lenguaje bursátil y sectario de la

“Ciudad letrada”, y desde los preceptos de una religión policiva, ese proyecto -carente de

verdaderas significaciones colectivas- imaginó un cuerpo individual y un cuerpo nacional

metafóricos que sintetizaran los principios de su axiología “deserotizada”; y, claro, desde una

pomposa retórica sobre la idea de patria, lo que imaginaba era la configuración de cuerpos –y,

por eso mismo, subjetividades- deserotizados en el sentido amplio del término, asépticos,

disciplinados que, a la postre, condujeron a un cuerpo catastrófico, un cuerpo objeto de [hecho

de] incansables inscripciones violentas.

Esa, justamente, es la experiencia que salta al primer plano cuando en 1962, apenas poco después

de que en el escenario nacional se pusiera fin -y poner fin es sólo una forma de decir- a nuestro

más ejemplar periodo trágico, Obregón gana el XIV Salón Nacional de Artistas con esa tremenda

alegoría pictórica que es La Violencia. Vista a la luz del entusiasmo y del ánimo revisionista

bicentenarios, esa obra es la expresión anticipada de la meta incumplida. Y cómo no!, si la

disposición anímica que plasmó le venía de una experiencia brutal: el derrumbe de un país que

caía atravesado por las balas y los machetazos que venían de todas partes y cuyos estragos –el

talante de lugar común que tiene esta afirmación no le quita su verdad dramática- todavía

seguimos viviendo, sintiendo en cada cuerpo propio. Una paleta de grises, un cuerpo [que son

dos] fallido, una árida línea como único horizonte: anticipo tremendo de la vivencia actual de lo

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quebradizo, Obregón hizo de la catástrofe del cuerpo nacional una experiencia incluso más allá

de la carne: una experiencia de resonancias metafísicas.

En 1990, la vida en Colombia seguía siendo “asesinada en primavera”. En ese mismo año -y a

pesar de todo, siempre a pesar de todo- se respiraba cierto entusiasmo colectivo en el aire

nacional, pues una iniciativa popular llamada la Séptima Papeleta, le daba al país la sensación de

que realmente manejaba su destino; y ahí estarían la Asamblea Constituyente y, un año después,

la nueva Constitución simbolizando ese destino (repito: “simbolizando”). Justo en esos

momentos de efusividad contradictoria, Luis Caballero inicia la última etapa de todo. Lo hace

con esa vasta obra conocida como el Gran Telón, “cifra” de una búsqueda en la que el artista

siempre persistió. “El cuerpo lo dice todo” decía, y en esa obra intenta una experiencia

totalizante, en la que “cupiera” todo lo que sus cuerpos habían dicho y tuvieran por decir.

Dijeron lo mismo, claro; pero con una intensidad amplificada: las paradójicas e insoportables

fuerzas que nos hacen hombres. Dicen los entendidos que Caballero retrocedió hasta Miguel

Ángel; en el fondo, el viaje es mas allá: al origen del encuentro entre lo apolíneo y lo dionisiaco:

las emociones opuestas que se repelen y se abrazan. Es de ese topos ambiguo que pudo perfilar

el horror cifrado en medio de los cuerpos que se debaten en el agón erótico. Ese retorno le servía

para apreciar la realidad de un país –el suyo- que se filtraría veladamente en el Gran Telón. La

realidad es una, mejor dicho dos: por un lado, la errancia del deseo, la búsqueda (siempre

insatisfecha?) del significante (siempre diferido?) que intente decir lo esencial de una experiencia

o una emoción; la errancia buscando llenar un [el] vacío; por otro, lado la experiencia terrible, la

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del país que -sin hastío- persistía en el exterminio como forma de acción de una política violenta,

y la masacre como forma de encuentro con lo colectivo. 470 x 580, una vastedad para otro

estremecimiento de tonos casi metafísicos. En esa superficie estremecida se intenta decir todo;

que uno diga más es una vanidad; sólo una cosa: recordar la imagen del crepúsculo.

En el 2005, en un edificio en “construcción”, se muestra el David de Miguel Ángel Rojas.

El registro atmosférico del local operaba en realidad un sentido contrario: el de un edificio en

ruinas; en lugar de la de génesis, era la evocación de la entropía. Ese estremecimiento

atmosférico, era sólo un prólogo para el drama inquietante que Rojas nos mostraría: la

experiencia de un cuerpo-territorio cifrado por una ausencia que nos incomoda y que grita. La

doble experiencia adquiría una connotación especial al contrastarla con lo que pasaba afuera: en

ese año todo el país vivía en un estado de embelesamiento que hoy no termina, y del cual no se

sabe si pueda llegar a despertar en al menos un mediano plazo. La figura mesiánica causa de ese

hechizo colectivo, sintetizó el momento actual de nuestra historia en una fórmula que se puede

exponer así: “o yo, o la hecatombe”, remake del axioma fundacional de 1886: “Regeneración o

catástrofe”. En contraste con esos discursos salvacionistas, el artista mostraba, efectivamente, la

catástrofe en la figura alegórica de un soldado mutilado. Territorio de una falla insimbolizable.

Ilusión fallida. Figuración local del desastre, la pregunta que cabía y nos horrorizaba era, como

en Primo Levi, ¿esto es un hombre? El horror a esa pregunta nos convertía a nosotros mismos –

ese es el efecto que según Kristeva nos produce todo lo horroroso- en abyectos.

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Cuerpo erótico, traumático, tanático. Cuerpo fallido y que, sin embargo, se busca en medio de

las brumas. Estos gestos ético-estéticos de Obregón, Caballero y Rojas, son crepusculares

porque son terminales: representan una emoción culminante que dialoga con momentos

terminales de la historia “colectiva”. Son también focos de resistencia; ese es el carácter tal vez

más relevante de todo el arte que incorpore la negatividad a su axiología. Y es que parece haber

ahí, en las obras que he nombrado, una mitificación de la desdicha –encargada de desvelar los

despojos del mito fundacional-; puede ser, pero también es más allá. Dice Georg Sebald: “la

melancolía, el reflexionar sobre la infelicidad existente, no tiene nada en común sin embargo,

con el ansia de muerte. Es una forma de resistencia. Y, a nivel artístico, su función es por

completo distinta de la simplemente reactiva o reaccionaria”, y dice más: “la explicación de

nuestra infelicidad personal y colectiva ofrece la experiencia de que, aunque sea a duras penas,

puede lograrse todavía lo contrario de la infelicidad”, lo contrario de la no-significación del

Cuerpo-Nación que habitamos. Estas obras, señalando su ausencia, presagian una Patria –la que

no se encuentra en nuestros eslóganes vacíos de tarjeta postal para turistas-, la presagian en el

miembro que falta, en el dolor del cuerpo que se retuerce, incluso en el silencio del cuerpo

aniquilado. En el decir ausente. Desde esa perspectiva de resistencia, lo que le queda a la

persona colectiva que somos, es probar que es capaz de ver la mueca obscena que se ha puesto a

manera de rostro; que es capaz de decirse a sí misma sus traiciones y frustraciones seculares para

intentar salir de ellas. Preguntarse, al menos, dónde –o cuándo- estará -o encontraremos- el

cuerpo legítimo que somos.

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