Está en la página 1de 3

Hoy en día se oye hablar mucho de que debemos «salir de nuestra zona de confort».

Confieso que cada


vez que oigo eso me siento incómoda, pues a mí me agrada estar dentro de mi zona de seguridad. No
me gusta aventurarme a hacer cosas nuevas, sobre todo las que no entiendo o que me imagino que no
me saldrán bien. Últimamente, sin embargo, me he visto obligada con bastante frecuencia a salir de mi
zona de confort. Cuando pienso en la magnitud de un nuevo proyecto o empresa, me echo atrás
mentalmente y me achico por dentro.

Estaba conversando sobre uno de esos proyectos con un amigo, y él me comentó sus ideas. Es el tipo de
persona que piensa a lo grande y a largo plazo. Está claro que no le asusta tener que trabajar duro o
asumir riesgos. De hecho, para él, mientras más grande y disparatado sea un emprendimiento, mejor. A
medida que me iba explicando su plan, fue aumentando mi desconcierto. Se me nublaron los ojos, y él
lo notó.

—¿Qué te pasa?

—Es que… —respondí tartamudeando, aunque tratando de transmitirle mi apoyo—. Es un buen plan,
pero lo veo muy ambicioso, y me resulta un poco abrumador.

—¿Sabes? En este momento todo parece abrumarte. Tal vez lo que necesitas es un poco más de fe.

Aunque era cierto lo que me decía, yo no quise admitirlo.

Más tarde, cuando hablé del asunto con el Señor, Él me confirmó que yo era un poco cobarde en el
tema de la fe. Así que me esbozó el siguiente plan para aumentar mi fe. Consta de tres fases:

1. Alimentar mi fe. Así como mi cuerpo no puede sobrevivir con un régimen de comida chatarra o con
apenas una que otra comida sana, mi fe no va a sobrevivir, y menos prosperar, si no consumo
regularmente buenos alimentos espirituales(V. Romanos 10:17).

Si tengo el corazón lleno de promesas de Dios, mi fe no temblará fácilmente.


2. Fortalecer mi fe. La fe no crece cuando todo marcha como de costumbre y sin sobresaltos, cuando
todas mis necesidades están cubiertas, cuando puedo encargarme del trabajo por mi cuenta o cuando
sé a qué atenerme. En esas circunstancias me va de lo lindo. En cambio, cuando las cosas se ponen
difíciles, cuando no puedo llevar la carga a solas, cuando tengo que encomendar la situación a Dios y
poner en Sus manos lo que no puedo hacer por mí misma, entonces mi fe se fortalece. «Confía en el
Señor con todo tu corazón; no dependas de tu propio entendimiento. Busca Su voluntad en todo lo que
hagas, y Él te mostrará cuál camino tomar»(Proverbios 3:5,6; NTV). Siempre que dependa de Dios y
confíe en Sus promesas, mi fe se fortalecerá.

3. Estirar mi fe. Una vez que mi fe se ha fortalecido, es hora de lanzarme a hacer cosas que pueden
resultarme abrumadoras; o lo que viene a ser lo mismo, salir de ese espacio en que me siento cómoda y
segura. Una vez más, la fe no tiene ocasión de crecer cuando todo fluye como de costumbre. Aunque a
veces las dificultades y exigencias vienen por sí solas, si realmente quiero que mi fe crezca, tengo que
decidirme a probar cosas nuevas, buscar desafíos, actividades que me exijan.

En la Biblia algunas personas se encontraron en situaciones difíciles que las obligaron a estirar su fe;
pero otras tomaron la iniciativa, pues esperaban mayores respuestas de Dios; y Él no las defraudó.
Algunas de las cosas más increíbles sucedieron cuando alguien actuó por fe e hizo algo que para todos
los demás parecía una locura.

Por ejemplo, una vez los discípulos de Jesús estaban en una barca a varios kilómetros de la costa cuando
Jesús se les acercó caminando sobre las aguas. Ese fue un gran milagro que reforzó la fe de los
discípulos. Pedro, no obstante, fue más lejos: dio literalmente un paso de fe al salir de la barca, poner
los pies sobre el agua y dirigirse hacia Jesús. No tenía por qué hacerlo; pero estoy segura de que caminar
sobre el agua, aunque fuera solo por un momento, le inspiró muchísima fe(V. Mateo 14:22–32).

En vista de todo eso, ¿qué sentido tiene fortalecer nuestra fe? Jesús enseñó que una fe del tamaño de
un grano de mostaza puede hacer portentos. Cuando nuestra fe no llega a ser mayor que una diminuta
semilla de mostaza, Él se sirve de lo poco que tenemos. Pero creo que Él no desea que nuestra fe
permanezca tan pequeña. Creo que espera que crezca a medida que lo vemos obrar en favor nuestro
una y otra vez.

Dios tiene grandes planes para cada uno de nosotros y nos pone en situaciones que nos preparan para
esos planes. Sin embargo, nos hace falta fe para lanzarnos, para actuar y empezar a construir lo que Dios
dispuso para nosotros. Si esperamos a que todo parezca seguro, es posible que desaprovechemos
alguna oportunidad.

Una de las definiciones de fe es «confianza en la capacidad ajena». Tener fe es hacer lo que Dios nos
pide aunque sepamos que somos incapaces, porque confiamos en Su capacidad para obrar a través de
nosotros. «No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros
mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios»(2 Corintios 3:5). «[Jesús] me ha dicho:
“Bástate Mi gracia; porque Mi poder se perfecciona en la debilidad”»(2 Corintios 12:9).

Salir de nuestra zona de confort – estar incómodos

1. Nos ayuda a estar dispuestos (Lucas 22:46)

Amar a Dios es un acto de servicio y para poder aceptarlo con verdad, necesitamos habitar la
incomodidad de la manera en que él lo pide. Salir de nuestra zona de confort es precisamente el primer
paso. Tal cómo un montañista qué necesita escalar caminos vertiginosos para llegar a la cima y disfrutar
de una vista irreemplazable. Es nuestro esfuerzo lo qué nos lleva hasta la cima.

Debemos estar dispuestos a la entrega total, con todo lo que esa palabra significa. Sufrir a causa de una
verdad, orar, ayunar, sacrificar y amar, de eso se trata la pasión y para poder llegar a la meta debemos
abordarla con compromiso.

Ninguna guerra es ganada estando cómodo mirando la televisión en la sala de estar. Ningún explorador
puede conocer algo, sí no hace un viaje primero. Nada de lo que vemos ahora podría haber existido sí no
hubiesen personas dispuestas a salir de su zona de confort por un bien mayor.

También podría gustarte