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Con

la inauguración del subterráneo en 1912 (Plaza de Mayo-Plaza Miserere,


la primera línea instalada en toda América del Sur), presumo que se habrá
suscitado la ilusión de dominar, a fuerza de modernidad y a fuerza de
tecnología, el mundo de debajo del suelo. La luz y la velocidad suplían, en la
imaginación y en los hechos, al reino de las catacumbas.

Con esa ilusión, esta otra: que los arroyos aplastados, contenidos, reprimidos
ahí abajo, pudiesen ya no existir más. Darlos no ya por entubados, sino por
extinguidos. Y que la ciudad de Buenos Aires transcurriera, así sin más, como
si abajo no hubiese huecos, agua corriendo, una antigua cartografía hídrica,
canales y recovecos, tácitos túneles.

Pero basta con asomarse a algunos sótanos, por ejemplo, para comprobar en
las filtraciones continuas, en el acecho palpable de los años de humedad, que
los arroyos de esta geografía siguen ahí. O basta con que llueva, pronto y
mucho, en Buenos Aires, para que brote el agua en la superficie, trepe sobre
las veredas, raspe las casas, sacuda los autos, restablezca viejos cauces,
recupere su cielo abierto.

Ezequiel Martínez Estrada escribió que la pampa, aplastada por la gran urbe,
negada por la ciudad, emergía desde lo profundo y conquistaba
(reconquistaba) Buenos Aires. Algo así, del mismo orden, pasa a veces con los
arroyos. Cuando no, corren callados, parece fácil su olvido. La vida normal se
desarrolla en la superficie, aboliendo mentalmente esa subciudad de galerías
oscuras y latentes. Nadie piensa en ese subsuelo. Nadie se fija. Hay que ver
qué es lo que pasa arriba cuando lo sumergido emerge, cuando la ciudad
clandestina socava a la visible, cuando el curso reprimido retorna hacia lo que
reprime.

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