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LAS RAÍCES DEL PECADO:

SOBERBIA Y SENSUALIDAD

La Cuaresma es un tiempo propicio para revisar


nuestra vida, hacer un buen examen de conciencia y
acercarnos al Sacramento de la Confesión.

Nuestro examen particular, como sabemos muy bien,


tiene por objeto ayudarnos a distinguir aquellos vicios
en los que más caemos, y que pueden conducirnos
incluso al pecado, así como también, trabajar las virtudes
que hemos de adquirir, para reflejar cada vez mejor a
Cristo que vive en nosotras.

Para ello, es necesario conocer las raíces del pecado: la


soberbia y la sensualidad, identificar de qué manera se
manifiestan, así como las virtudes que nos ayudarán,
con la gracia de Dios y una firme determinación de
nuestra parte, a combatirlas, y así parecernos cada vez
más a nuestro Divino Maestro.

La soberbia, se manifiesta muchas veces como


autosuficiencia, haciéndonos creer que no necesitamos
de Dios ni de los demás. Otras veces, nos hace auto
alabarnos o tener una actitud despreciativa respecto a
los demás. Nos lleva a ser vanidosos, aparentando lo

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que no somos, e incluso a hablar para quedar bien, aún a
costa de la verdad.

Nos hace buscar ser especiales para presumir o llamar


la atención. Querer tener privilegios o derechos que los
demás no tienen.

Otras veces, la soberbia nos lleva al desaliento, es


decir, a desanimarnos ante los propios errores o fracasos
y tomar una actitud de pesimismo y de reproche; no
estar conformes con nosotros mismos, e incluso, a
reclamar a Dios por ser como somos.

También nos hace sentir envidia, mirando con malos


ojos las cualidades o éxitos de otros, y rebelarnos cuando
las cosas no salen como queremos, o cuando nos
contradicen. Nos hace ser tercos, necios, querer imponer
nuestro propio juicio y que todos acepten y aprueben
nuestras opiniones, gustos o iniciativas.

También puede manifestarse como timidez, pues


tememos fallar, o no tener éxito, o a caer mal a los
demás. Ser inseguros, dando muchas vueltas y
complicando las cosas más de lo que son. A usar más la
razón, queriendo entenderlo todo, incluso los misterios
de fe.

La soberbia nos lleva muchas veces a la crítica,


manifestando abiertamente fallos, errores o defectos de

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los demás, con intención de dejar mal a la otra persona,
ante otros.

Para combatir la soberbia

Hemos de reconocer ante todo, con humildad, que


Dios es nuestro Señor, que nos ha creado y nos ha
regalado gratuitamente su amor de Padre y su gracia; y
que los demás son también sus hijos, por tanto, nuestros
hermanos, y así poder valorarlos y reconocer sus
cualidades y opiniones.

Hemos de cultivar una sana autocrítica, para


reconocer con realismo las propias cualidades y defectos
y atribuir lo bueno a los dones recibidos de Dios. Tener
bondad en el trato con los demás, sencillez y flexibilidad;
pureza de intención y transparencia en el obrar y actuar,
ser sencillamente lo que soy.

Reconocer, aceptar y alabar los éxitos de los demás,


con objetividad y libertad interior, así como aceptar con
humildad y realismo las propias limitaciones (sin
agrandarlas) y tomar una actitud de lucha y superación
con confianza en Dios y sano optimismo.

Cimentar la seguridad personal en el amor de Dios,


aprender a ver con objetividad todas las cualidades

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propias, verse desde Dios y no desde la opinión de otros
o de una imagen soñada.

Desprendimiento personal y flexibilidad para abrirse


a lo que es diferente, a los cambios, a los demás, etc.

Apertura de mente y de espíritu para aceptar


diversidad de opiniones y criterios. Bondad de corazón
para comprender a los demás. Juzgar siempre por el
lado positivo.

Caridad y generosidad, desprendimiento personal y


actitud de escucha para acoger iniciativas, opiniones,
con disposicion de adaptarse a los demás.

Pureza de intención. Humildad para enriquecer al


prójimo. Buscar beneficios para otros y no solo para uno
mismo. Hablar sólo de los hechos que conocemos con
certeza la verdad objetiva, e informarnos siempre antes
de emitir un juicio.

Aprender a silenciar los errores ajenos y saber


descubrir y alabar las cualidades o virtudes y saber
defender a los demás cuando se presencia una crítica.

Por su parte, la sensualidad es la inclinación a buscar


siempre la comodidad, lo más fácil, lo que implique
menos esfuerzo y por ello hacer las cosas a medias. Nos
conduce a la pereza, a perder mucho el tiempo o a hacer

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el mínimo esfuerzo posible por realizar nuestras
responsabilidades o compromisos.

La sensualidad nos hace ser impuntuales, apáticos,


carentes de disciplina, queriendo vivir solo según los
sentimientos o impulsos del momento; ser inconstantes,
incapaces de mantenernos fieles a los propósitos.

También nos lleva a la superficialidad, a vivir sin


profundizar en el verdadero sentido de la vida y de las
cosas, buscando solo el disfrute y la diversión fácil,
haciéndonos caer incluso en el pecado de la gula.

Para combatir la sensualidad

Es importante cultivar el espíritu de trabajo, formar


una voluntad firme, escoger siempre lo mejor, no lo más
fácil ni lo más cómodo.

Tener un espíritu de militancia en todo, poner


medios concretos para formar la voluntad mediante
pequeños retos o mortificaciones y aprovechar al
máximo el tiempo.

Tomar con madurez y seriedad los compromisos que


se tienen y sus exigencias; formarse en el orden y poner
medios concretos para acordarse de las cosas.
Imponerse un “plan de vida” tener un horario, un

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sistema de orden, de trabajo y de organización, evitando
las improvisaciones o las apatías y desganos.

Empezar por hacer pequeños propósitos y


esforzarnos por cumplirlos con fidelidad. Cumplir
puntualmente las exigencias de los propios deberes y
compromisos.

Hemos de procurar la disciplina mental, el esfuerzo


consciente, estar donde debemos estar con los
pensamientos, y trabajar la concentración.

Formarnos en la reciedumbre y firmeza de carácter,


afrontar lo costoso, con madurez y coherencia. Ser
personas de principios y actuar siempre conforme a
ellos. Tener dominio y voluntad, para manifestarnos
firmes y perseverantes a pesar de los sentimientos
negativos.

Hemos de aprender a juzgar los hechos con


objetividad, “desde fuera”. Juzgar las cosas, los
acontecimientos, según su valor objetivo,
independientemente del atractivo sensible que tenga.

Formarnos en la objetividad positiva; vivir con


madurez y coherencia el momento presente. Aceptar y
proyectar la propia persona en el marco del realidad.
Preocuparnos e interesarnos únicamente de lo que
realmente nos compete.

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Mortificar los sentidos, para obtener dominio
personal y fortalecer la voluntad, empezando con
pequeñas privaciones, con el fin de incrementar los
valores espirituales más profundos y centrar en ellos la
propia vida.

Convencernos de la inutilidad y pérdida de tiempo


que implica la curiosidad. Fomentar el hábito de la
reflexión profunda. Ahondar en los valores e ideales
auténticos de la vida. Dar tiempo a reflexionar sobre la
propia vida, el sentido que se le quiere dar. Dar
respuesta a estos interrogantes y vivir coherentemente.

Descubrir el valor de la auténtica vida interior y de la


templanza. Buscar momentos de silencio, de oración, de
reflexión personal, para alimentar los ideales profundos
y no dejar que se “sofoquen”.

No darle más importancia a la comida de la que tiene.


Cimentar una profunda y auténtica seguridad personal
y afrontar con decisión los problemas, sin buscar escapes
que no solucionan nada.

Si hay carencias afectivas, profundizar en el valor del


verdadero amor, en el amor de Jesús... para buscar el
verdadero amor y no una mera compensación que llene
momentáneamente un hueco.

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Aprender a encauzar y dominar los impulsos de la
afectividad. Valorar y buscar conductas más ecuánimes
en tu ser natural y en tu ser espiritual. Poner el peso del
amor en las actitudes interiores, y en la donación
afectiva, en la entrega al otro y no tanto en lo externo.

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