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Los Estados Unidos de América

Autor. Adams, Willi Paul (comp)

7. De la guerra mundial a la sociedad de la abundancia, 1941-1961

La segunda guerra mundial alteró radicalmente el carácter de la sociedad americana y puso en


tela de juicio sus valores más permanentes. La guerra definió de nuevo las relaciones entre el
gobierno y los particulares y las de éstos entre sí; y abrió una serie de interrogantes acerca de las
relaciones entre los civiles y los militares, entre la libertad y la seguridad y entre los intereses
específicos y los objetivos nacionales, que aún hoy no han sido plenamente aclarados. Pearl
Harbour fue algo más que el fin de una década: significó el fin de una era.

Richard Polenberg, War and society: the United States,


1941-1945 Nueva York, 1972, p. 4

I. El Fin Del New Deal Y El Impacto De La Guerra Sobre La Sociedad Americana

Hasta fecha relativamente reciente los historiadores han ignorado casi por completo el impacto de
la segunda guerra mundial sobre la sociedad americana, centrando su atención sobre los aspectos
militares del conflicto o sobre las cuestiones de política exterior que planteó. Esta tendencia ha
sido combatida sobre todo por tres estudios sobre la situación del “frente nacional”: Don't you know
there's a war on?, de Richard Lingeman (1970); War and society, de Richard Polenberg (1972), y
Days of sadness, years of triumph, de Geoffrey Perret (1973). En ellos se mantiene la tesis de que
la conflagración mundial transformó profundamente la sociedad americana. Perret llega a sostener
que los seis años de guerra trajeron consigo un deseable cambio social mayor aún que el aportado
por los seis de vigencia del New Deal; afirma también que durante los años bélicos se produjo en
los Estados Unidos “lo más parecido a una auténtica revolución social”. A fin de poder estimar la
significación de la guerra para el desarrollo de la sociedad americana tenemos que estudiarlo en el
contexto de la crisis económica mundial y la guerra fría. Es muy importante no ver sólo los
cambios que se produjeron, sino comprobar también hasta dónde llegaron estas modificaciones en
los años de la posguerra.

Cuando el conflicto estalló en Europa en 1939, seguían sin empleo 10 millones de americanos y
aunque los organismos del New Deal continuaban funcionando, se había agotado ya el impulso
reformista. Por aquel entonces la reforma social estaba muriendo a manos de una sólida coalición
conservadora en el Congreso y de las luchas intestinas en el seno de la Administración de
Roosevelt. Simultáneamente, la situación europea obligaba tanto al presidente como a los
ciudadanos a desviar su atención hacia la política exterior. Los Estados Unidos habían movilizado
su industria y sus fuerzas armadas incluso antes de 1941. En los años inmediatamente anteriores
al ataque de Pearl Harbour, el gobierno creó una serie de organismos en previsión de los
acontecimientos futuros: la National Defense Advisory Commission; la Office of Production
Management y la Office of Price Administration. En septiembre de 1940 fue aprobada la primera
ley sobre servicio militar obligatorio en tiempos de paz y las fuerzas armadas empezaron a reforzar
sus efectivos, habilitándose cien nuevos campamentos militares. También la industria comenzó a
prepararse para la guerra, y en agosto de 1940 las ciudades que contaban con fábricas de
armamento habían iniciado ya su marcha hacia el florecimiento económico. En 1941 el 15 por 100
de la producción industrial se orientaba hacia la satisfacción de las necesidades bélicas. Los

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preparativos eran visibles incluso en las escuelas y en los colegios: la universidad de Columbia
organizó cursos sobre los efectos de la guerra en la sociedad, la de Chicago otro sobre balística, y
en centenares de centros los alumnos estudiaban las causas de la guerra, la historia de la guerra y
la psicología de la guerra.

La atmósfera de expectación en América se reflejaba en los sondeos de opinión. En el verano de


1941, una encuesta Gallup mostraba que el 85 por 100 de los interrogados opinaba que los
Estados Unidos se verían arrastrados al conflicto. A pesar de la existencia de una poderosa
fracción aislacionista en el Congreso, el 68 por 100 de los entrevistados en la encuesta Gallup
creía que era más importante derrotar a Alemania que mantener a los Estados Unidos al margen
de la conflagración. Aun cuando el gobierno americano era oficialmente neutral, Roosevelt estaba
firmemente decidido a ayudar a Gran Bretaña; el acuerdo de préstamo y arriendo de marzo de
1941 facilitó a Inglaterra la ayuda que tanto necesitaba, y la Carta del Atlántico, de agosto del
mismo año, no fue sino una declaración conjunta de los objetivos de guerra británicos y
americanos. La opinión pública, por su parte, respaldaba firmemente estas iniciativas.

No cabe, pues, duda de que los americanos esperaban entrar en guerra y de que estaban
parcialmente preparados para ello; aunque el modo en que empezó el 7 de diciembre de 1941 les
sorprendiera. A partir de aquel momento, lo sucedido fue muy similar a lo que aconteció en Gran
Bretaña. El gobierno fue aumentando sus poderes a fin de controlar al máximo el esfuerzo bélico y
movilizar a la población para una guerra total.

A pesar de que los Estados Unidos no fueron víctima de una agresión directa —con la excepción
del bombardeo de la costa del Pacífico por un submarino y de un bosque de Oregón por un solo
avión— el pueblo americano no dejó por ello de sentir el impacto de la guerra: más de 14 millones
de hombres y mujeres sirvieron en las fuerzas armadas; otros 10 millones se sumaron a la masa
laboral en puestos de trabajo civiles, y el coste de la guerra —320.000 millones de dólares— fue
diez veces superior al de la primera guerra mundial. Para poder dirigir este gigantesco despliegue
el gobierno creó una multitud de comités y organismos, en número muy superior al de los
establecidos por el New Deal, por medio de los cuales intervenía en prácticamente la totalidad de
los aspectos de la vida civil. En enero de 1942 Roosevelt creó una dirección de la producción de
guerra (War Production Board) bastante similar a la War Industries Board de la primera guerra
mundial; presidida por el industrial Donald Nelson, le fue encomendada la movilización económica
del país, la conversión de la industria para la producción militar, la distribución del material y la
asignación de cuotas de producción. La distribución de los recursos humanos entre la industria y
las fuerzas armadas fue confiada a la War Manpower Commission, dirigida por Paul V. McNutt,
antiguo gobernador de Indiana y jefe de la Federal Security Agency desde 1939. La National War
Labor Board, creada también en 1942, se ocupaba principalmente de la resolución de los
conflictos laborales planteados en las industrias de armamento y del control de los salarios. El
control de los precios y, más tarde, del racionamiento, correspondía a la Office of Price
Administration. Si durante la primera guerra mundial el gobierno había asumido el control total de
los ferrocarriles, durante la segunda instrumentó un procedimiento más sutil, pero igualmente
eficaz, de dirección centralizada bajo la Office of Defense Transportation, que respetó la
independencia de las diversas compañías. A partir de mayo de 1943, los diversos departamentos y
organismos fueron supervisados y coordinados por la Office of War Mobilization. Su director era

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James Byrnes, antiguo senador por Carolina del Sur, pero a la cabeza de la mayoría de los
restantes organismos figuraban hombres de negocios, que también integraban sus efectivos. En
su conjunto, se trataba de un sistema de capitalismo bajo dirección estatal semejante al de Gran
Bretaña; el tipo de organización que Albert Speer intentó implantar en Alemania.

El control gubernamental fue más allá de las exigencias económicas y militares de la conducción
de la guerra. La Office of War Information actuaba como intermediario entre la prensa y el gobierno
y elaboraba los comunicados para la prensa nacional, así como la propaganda para el exterior. La
Office of Censorship censuraba la totalidad de la correspondencia en ambas direcciones, las
películas y las emisiones de radio. La Office of Civilian Defense hizo los preparativos necesarios
en previsión de eventuales bombardeos, y en 1942 contaba en sus filas con cerca de 10 millones
de personas; aun cuando las ciudades americanas nunca llegaron a ser bombardeadas, este
organismo para la defensa civil contribuyó a mantener alta la moral de la población. Mayor
importancia tuvo la Office of Scientific Research and Development, que inició y coordinó los
proyectos de investigación y desarrollo de los armamentos y el material de guerra, estableciendo
acuerdos con universidades, institutos de investigación, departamentos científicos industriales e
incluso con particulares y organizando en cierto modo un ejército de científicos. Esta estrecha
colaboración entre el gobierno y la ciencia formaría parte más adelante del “complejo militar-
industrial” que desempeñó un lugar destacado en los años de la posguerra.

Al compás del rápido crecimiento de los nuevos organismos gubernamentales y de la


concentración en el esfuerzo bélico, la importancia de los organismos del New Deal fue
disminuyendo. Entre 1942 y 1943 fueron liquidados el Civilian Conservation Corps, la Works
Progress Administration y la National Youth Administration; otros, como la Farm Security
Administration, dejaron de funcionar o fueron absorbidos por organismos creados durante el
período bélico, del mismo modo que el “Dr. Win-the-War” sustituyó al “Dr. New Deal”. En gran
parte, el New Deal ya no era necesario; el crecimiento de la industria de armamentos y de las
fuerzas armadas significaba que ya no se trataba de encontrar puestos de trabajo para los
hombres, sino hombres para los puestos de trabajo. Pero si el conflicto logró acabar con el paro,
también retrasó, e incluso desvirtuó, importantes reformas sociales. Apenas hubo entrado América
en la guerra, cuando los procesos anti-trust, al amparo de la ley Sherman, prácticamente
desaparecieron por miedo a desorganizar la producción de armamento. Del mismo modo, y como
consecuencia de la escasez de mano de obra, los empresarios no dudaron en violar las cláusulas
de la Fair Labor Standards Act de 1938 relativas al trabajo infantil. En 1944 eran ya 19 los estados
que habían modificado su legislación ampliando la jornada laboral de los niños, y el número de
trabajadores comprendidos entre los catorce y los diecisiete años pasó de un millón en 1940 a
cerca de tres millones en 1945. Aun cuando la mayor parte de estos nuevos trabajadores
encontraron empleo en boleras, drugstores y restaurantes, el Children's Bureau descubrió que
también eran muy numerosos los que trabajaban en la industria manufacturera.

A pesar de que algunos “liberales” (véase cap. 5, nota 1) mantenían que el mejor modo de ganar
la guerra consistía en llevar más adelante las reformas, pues así merecería más la pena defender
América, Roosevelt y sus colaboradores dieron prioridad a otros procedimientos más directos.
Para el presidente se trataba ante todo y sobre todo de ganar la guerra —de aquí que los gastos
militares prevalecieran sobre la inversión en programas domésticos—, por lo que se negó a

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respaldar las propuestas en favor de un plan sanitario nacional o a sancionar un aumento de los
salarios mínimos, que habría fomentado la inflación. El Congreso, por su parte, no cedió a los
intentos de reforma de la seguridad social y del seguro de desempleo, llegando incluso a congelar
el volumen de la contribución a la seguridad social, aplazando así un aumento que ya estaba
previsto. La importancia de la industria durante la etapa bélica y la inclusión de hombres de
negocios en el gobierno invirtieron la corriente dominante en el New Deal, durante el cual los
empresarios se habían mantenido a la defensiva. Al desaparecer el énfasis en la reforma, muchos
partidarios del New Deal abandonaron por completo el servicio del Estado siendo reemplazados
por ejecutivos de las empresas, más habituados a la administración de los recursos productivos. A
algunos de estos hombres les fue permitido permanecer en las nóminas de sus antiguas
compañías mientras trabajaban para el gobierno, y no pocos liberales afirmaron que así podían
aprovecharse de su nuevo empleo para seguir atendiendo a sus respectivos intereses industriales.

Ello no quiere decir, sin embargo, que el impacto de la guerra fuese totalmente negativo. Muchos
americanos conservaban un recuerdo vivo y amargo de la depresión y sufrían de “psicosis de
depresión”, es decir, temor a que la guerra fuera inevitablemente seguida de huelgas y un
desempleo masivo. De aquí el éxito alcanzado por los proyectos que ofrecían seguridad en el
puesto de trabajo y bienestar en tiempo de paz: del Beveridge Report, proyecto británico de
reforma social, se vendieron cuarenta mil ejemplares en los Estados Unidos. En 1943, la National
Resources Planning Board elaboró el equivalente americano del Beveridge Report, el New Bill of
Rights. Este documento contenía disposiciones sobre mantenimiento del pleno empleo, salario
justo, asistencia médica, seguros de vejez y de enfermedad y oportunidades educativas Aun
cuando el Congreso rechazó entonces estas propuestas y recortó el presupuesto de la National
Resources Planning Board hasta el punto de que ésta dejó de funcionar, las lecciones de la guerra
no podían ser ignoradas. La guerra demostró de una vez por todas la validez de los principios
económicos keynesianos y forzó a muchos de sus antiguos oponentes a aceptar la idea del gasto
deficitario; si el gobierno podía gastar un total de 320.000 millones de dólares en tiempo de guerra,
parecía razonable que pudiera invertir una fracción de dicha cantidad en tiempo de paz con el fin
de garantizar el pleno empleo y la prosperidad permanente. Este argumento estaba implícito en el
mensaje al Congreso sobre derechos económicos (Economic Bill of Rights) de 1944: que
incorporaba algunas de las primitivas sugerencias de la National Resources Planning Board. Dos
años más tarde, el Congreso aprobó una ley sobre regulación del empleo (Employment Act), que,
aun sin aceptar la totalidad de las propuestas presidenciales, sancionaba el gasto deficitario;
también reconocía la responsabilidad del gobierno federal en la prevención del paro masivo y
creaba un consejo de asesores económicos (Council of Economic Advisers) que le asistieran en la
formulación de la política económica nacional.

En cierto sentido, la ley de empleo de 1946 fue una recompensa a la participación civil en el
esfuerzo bélico. Más obvio fue el premio, o la compensación, a quienes participaron militarmente
en él, a través de la ley de reincorporación de los veteranos de guerra (Servicemen's
Readjustment Act) de 1944. La “G. I. Bill of Rights”, como se la llamó, no se concibió entonces
como un programa de asistencia social, pero a la larga acabó por alcanzar los mismos resultados.
Al amparo de esta ley, los veteranos de las fuerzas armadas tenían derecho a una asignación
durante el período de readaptación; a préstamos para la adquisición o la mejora de viviendas y
para la compra de explotaciones agrícolas o de negocios, y a bolsas de estudios y pensiones

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alimenticias que les permitieran regresar a la escuela de segunda enseñanza o a la universidad. El


impacto de estas medidas fue espectacular; en 1950 un tercio de la población total se había
beneficiado en una u otra forma del programa de asistencia a los veteranos. Entre 1945 y 1952, el
gobierno invirtió 13500 millones de dólares tan sólo en educación y escolarización, lo que permitió
a 8 millones de veteranos regresar a la escuela o a la universidad. A lo largo del mismo período
fueron concedidos también 4500.000 préstamos para la adquisición de viviendas. A pesar de que
no se adoptaran medidas semejantes a su favor, los trabajadores civiles salieron beneficiados de
su participación en el esfuerzo bélico, aunque en ello no tuviera intervención directa el gobierno.

Para el obrero industrial, el beneficio más evidente de la guerra fue la creación de puestos de
trabajo. En tanto que la producción total prácticamente se duplicó en el curso del conflicto, el
servicio militar absorbió a cerca de 13 millones de hombres perfectamente aptos, con el
resultado no ya sólo de la aparición de nuevas oportunidades de trabajo, sino incluso de
escasez de mano de obra. En 1943, el paro se había reducido a la cifra de 800.000 personas, y
quienes disfrutaban de un empleo trabajaban y ganaban más que nunca. En 1940, la cifra total
de asalariados era de 54 millones; en 1945, de 64 millones. Este cambio, por supuesto, no se
produjo de manera inmediata; a pesar de la rápida expansión de las industrias de armamento, a
principios de 1942 el número de parados ascendía todavía a 3,5 millones. Si hubieron de
transcurrir cuatro años hasta alcanzar el pleno empleo, parece razonable pensar que sin el
estímulo de la guerra este plazo habría sido aún más largo; la guerra triunfó ciertamente allí
donde el New Deal parecía haber fracasado.

Como consecuencia del mayor número de puestos de trabajo y de la escasez de mano de obra,
los salarios y los sueldos fueron en aumento; entre 1939 y 1944, la masa salarial pasó de 52.600
millones de dólares a cerca de 113.000 millones; también crecieron los niveles salariales, que de
una media semanal de 23,86 dólares en 1939 pasaron a 44,39 en 1945, aumento considerable
habida cuenta incluso de la subida de los precios. A pesar de que un sector considerable de la
población seguía percibiendo unos ingresos muy bajos, hacía mucho tiempo que los americanos
en su conjunto no disfrutaban de un nivel de vida semejante. El subsiguiente crecimiento de su
poder adquisitivo se produjo en un momento en que se disponía de menos artículos de consumo, y
esta situación provocó fuertes tensiones inflacionistas. El gobierno se dispuso a luchar contra ella,
encomendando a la War Labor Board la tarea de reducir paulatinamente los incrementos
salariales. En el curso de la resolución de un conflicto surgido en la industria del acero en 1942, la
War Labor Board adoptó la fórmula “Little Steel”, que permitía la elevación de los salarios en un 15
por 100 sobre su nivel de enero de 1941 con objeto de compensar el aumento del coste de la vida.
Esta fórmula fue aplicada a continuación a la totalidad de las restantes industrias y aceptada por
los sindicatos porque no impedía los aumentos de salarios ni limitaba otros ingresos adicionales,
tales como horas extraordinarias, dietas o ascensos. Es más, este mecanismo regía tan sólo en
caso de conflicto; los patronos que quisieran eran libres de pagar sueldos más altos.

La venta de bonos de guerra contribuyó también a absorber las rentas y a financiar el coste de la
guerra; pero lo más eficaz para hacer frente a las cargas bélicas fue el sistema de impuestos, que
al mismo tiempo ayudó a frenar la inflación. La ley de impuesto sobre la renta de 1940 redujo las
exenciones fiscales en un 25 por 100, y la de 1942 integró en el sistema impositivo a casi todos los
americanos, estableciendo las bases de la moderna estructura fiscal. Los impuestos sirvieron

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también para lograr una redistribución de las rentas; si el límite de los salarios en 25.000 dólares
anuales —aprobado por una orden del ejecutivo frente a la oposición del Congreso— tuvo escasas
consecuencias, una fiscalidad progresiva permitió que los más ricos pagaran más. Mientras que en
1939 el 23,7 por 100 de la renta estaba en manos de tan sólo un 5 por 100 de la población, en
1944 aquel porcentaje había bajado al 16,8 por 100; entre 1941 y 1945, los ingresos familiares del
estrato inferior de la sociedad habían crecido en un 68 por 100, mientras que el porcentaje de
incremento para el estrato superior fue sólo del 20 por 100. Otra transformación que también se
produjo durante la guerra fue la de la composición de los estratos inferiores; en 1935-1936, el 43,5
por 100 de todas las familias percibía ingresos que no llegaban a los 1.000 dólares anuales, en
tanto que diez años más tarde únicamente el 8,8 por 100 tenía rentas tan bajas y casi el 75 por
100 superaba los 2.000 dólares.

Aunque parezca paradójico, la escasez y el racionamiento contribuyeron también a la


transformación de los Estados Unidos en una sociedad más igualitaria. A comienzos de 1942, el
Congreso autorizó a la Office of Price Administration a controlar los precios máximos, que a
partir de abril del mismo año fueron estabilizados a los niveles de marzo de 1942. Al mismo
tiempo el citado organismo impuso determinadas restricciones sobre los alquileres de viviendas
privadas, congelándolos o reduciéndolos en veinte áreas seleccionadas. Estas medidas fueron
progresivamente ampliadas a otras zonas y acabaron por favorecer a un total de 86 millones de
inquilinos. Aun cuando el racionamiento no tuvo de por sí nada de beneficioso, salvo en el caso
de los estraperlistas, sí ayudó a reducir las diferencias de clase. El racionamiento de la gasolina
comenzó en diciembre de 1942, siguiéndole el del azúcar, café, carne, mantequilla y productos
alimenticios en conserva. Otros artículos se vieron afectados por la escasez; las bebidas
alcohólicas no fueron racionadas, pero en 1944 prácticamente no se encontraba whisky al
haberse agotado las existencias y no poderlas cubrir nuevamente las destilerías, dedicadas a la
producción de alcoholes industriales; también escaseó la cerveza en lata como consecuencia de
la falta de estaño. Estas restricciones de alimentos y bebidas causaron indudables privaciones,
pero al menos permitieron que todos se sintieran más iguales cualesquiera que fuesen su
fortuna y su posición social. Paralelamente, la escasez de determinados productos alentó la
fabricación de sucedáneos, como el caucho sintético, las fibras artificiales y los plásticos; las
dificultades de transporte y la falta de estaño produjeron una notable expansión de la
elaboración de alimentos congelados y deshidratados; y la investigación con fines militares dio
importantes pasos hacia el futuro descubrimiento de la televisión, los transistores, el plasma
sanguíneo, la penicilina, los antibióticos y el D.D.T.

De igual modo que muchos de estos adelantos se consideran hoy en día dudosas bendiciones,
también muchos de los avances logrados durante la guerra tenían sus limitaciones. Para los
sindicatos la guerra fue ciertamente un arma de dos filos. La escasez de mano de obra fortaleció
su posición negociadora, y el aumento generalizado del empleo condujo a la expansión del
número de sus afiliados. En 1940 había 8.900.000 personas sindicadas; en 1945 su número
ascendía a 14.800.000. La importancia del sector laboral durante la guerra justificó la inclusión de
representantes sindicales en diversos organismos gubernamentales, como la War Production
Board y la War Labor Board, así como su participación en diferentes comités integrados por
empresarios y trabajadores. Con el fin de reducir la conflictividad en la industria, la War Labor
Board estableció en el verano de 1942 un “plan de mantenimiento de la afiliación” que prác-

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ticamente garantizaba a los sindicatos creados en el seno de las industrias de armamento el


derecho a hacer obligatoria la afiliación.

Pero los sindicatos también tuvieron que hacer concesiones. Durante el período de emergencia
fueron ignoradas las disposiciones relativas a la limitación de la jornada de trabajo. En febrero de
1943, Roosevelt decretó un mínimo de cuarenta y ocho horas semanales para los obreros de las
fábricas de municiones, y si la jornada semanal media se prolongó hasta cuarenta y cinco horas,
en ciertas industrias llegó a ser de cincuenta o sesenta. Mayor gravedad revestían las restricciones
impuestas a las actividades sindicales y a la libertad del obrero. Ya en diciembre de 1941 los
sindicatos aceptaron dejar en suspenso su derecho de huelga, siendo respetado este compromiso
de manera general a lo largo de la guerra. De 1942 a 1944, la media anual de días de trabajo
perdidos ascendió a 8.600.000, casi la mitad que en tiempos de paz, y en 1942 el número de días
perdidos fue sólo de 4.180.000. Pero a medida que el coste de la vida iba subiendo, las
limitaciones impuestas por la fórmula “Little Steel” resultaban cada vez más irritantes para los
sindicatos, que comenzaron a dudar de las ventajas de renunciar a la huelga.

Ello explica que en 1943 se produjeran huelgas en diferentes industrias, siendo la más grave la de
la industria del carbón, donde los mineros, bajo la dirección de John L. Lewis, desafiaron la
reglamentación salarial del gobierno. De conformidad con la fórmula “Little Steel” los mineros no
tenían derecho a una subida, pero la mencionada fórmula no había tenido en cuenta la vertiginosa
alza de los precios en las aisladas zonas mineras; como diría Lewis, “cuando los hijos de los
mineros piden pan, no se les puede calmar con la fórmula “Little Steel”. Tras una serie de paros en
la primavera de 1943, el gobierno se hizo cargo de las minas, poniéndolas bajo el control del
secretario del Interior, Harold Ickes. Pero una nueva oleada de huelgas en aquel otoño puso de
manifiesto su impotencia, habida cuenta de la urgente necesidad de carbón durante el conflicto. El
propio Ickes reconoció que no había cárceles suficientes para dar cabida a todos los mineros y
que, además, los mineros encarcelados no podían extraer carbón. En noviembre, negoció con
Lewis un acuerdo que daba satisfacción a prácticamente la totalidad de las reivindicaciones de los
trabajadores, reconociéndoles una subida de 1,50 dólares diarios.

Aun cuando los mineros alcanzaron una importante victoria, sus huelgas y las que se produjeron
en otras ramas de la industria repercutieron negativamente sobre el conjunto de los trabajadores.
A lo largo de 1943, diversos estados aprobaron leyes restringiendo el derecho a crear piquetes,
prohibiendo las contribuciones de los sindicatos a los partidos políticos y de éstos a los sindicatos
y permitiendo el acceso a sus libros. Las diversas crisis laborales animaron también al Congreso a
resucitar determinadas disposiciones tendentes a reducir la influencia de los sindicatos, que
habían caído en desuso en 1941. En junio de 1943 el Congreso aprobó una ley (War Labor
Disputes Act, llamada también ley Smith-Connally), haciendo caso omiso del veto presidencial, en
virtud de la cual el presidente estaba facultado para hacerse cargo de las industrias de guerra
amenazadas por movimientos huelguísticos, declarándose ilegal cualquier actividad destinada a
fomentar los paros en dichas industrias. En las fábricas sin interés militar, los representantes
sindicales estaban obligados a observar un plazo de “enfriamiento” de treinta días y a contar con el
apoyo de la mayoría de sus afiliados antes de declarar la huelga. A pesar de que la satisfactoria
conclusión de la huelga de mineros pusiera de relieve sus insuficiencias, la ley representó una
grave amenaza para los sindicatos más pequeños y, consecuentemente, menos poderosos.

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Otra de las consecuencias del pleno empleo acarreado por la guerra fue la exacerbación de
determinados aspectos de las relaciones entre empresarios y sindicatos; uno de ellos fue el factor de
desorganización introducido por la demanda de mano de obra. Alentados por las necesidades de la
industria militar, los movimientos migratorios del campo a la ciudad y del Sur al Norte y al Oeste
experimentaron una fuerte aceleración durante la década de 1940. A lo largo de los cinco años que
duró la guerra, más de cinco millones y medio de personas se desplazaron de las zonas rurales a las
urbanas y un 10 por 100 de la población se trasladó de un Estado a otro; algunas familias
abandonaron sus primitivos hogares para estar cerca de los padres o maridos en filas, pero lo que la
mayor parte de los emigrantes perseguía era encontrar trabajo y ganar dinero. California, donde se
concentraba cerca de la mitad de la industria naval y aeronáutica del país, atrajo a 1.400.000 per-
sonas, de las cuales 500.000 se instalaron en el área de la bahía de San Francisco; medio millón
más se dirigió hacia el Norte, hacia la zona Detroit-Willow Run, para trabajar en las reconvertidas
fábricas de automóviles y aviones. Sin perjuicio de que las grandes corrientes migratorias se
dirigieran, principalmente hacia el Norte y el Oeste, determinadas ciudades situadas a lo largo de la
costa del Atlántico y del golfo de México, como Norfolk, Mobile y Charleston, experimentaron también
importantes incrementos de población debido a su industria naval.

Pese a que estas migraciones discurrían por unos cauces establecidos desde hacía ya veinte años,
eran muy escasas las zonas urbanas en condiciones de absorber las tasas de crecimiento sin
precedentes de la guerra. El problema más acuciante fue el del alojamiento de los recién llegados; el
número de propietarios de inmuebles aumentó de hecho durante la guerra de 15 millones en 1940 a
20 millones en 1945, pero no todo el mundo estaba en condiciones de adquirir una vivienda incluso
aunque dispusiera del dinero necesario para ello. En todas partes escaseaban las casas. El gobierno
trató de encontrar alojamiento a los obreros empleados en las industrias de guerra creando en 1942
la National Housing Administration, encargada de elaborar un programa en este sector Los 2.300
millones de dólares que gastó sobrepasaron con mucho cualquier otra inversión estatal previa en
vivienda, pero siguieron siendo insuficientes. La mayor parte de las construcciones así financiadas
tenía carácter temporal, pero sobre todo no era suficiente para atender todas las necesidades. Las
familias se veían obligadas a mudarse a casas abarrotadas y en pésimo estado o a alojarse en los
numerosos barrios de caravanas y barracones que surgieron en las inmediaciones de las zonas
industriales, muchos de los cuales carecían de las debidas instalaciones sanitarias y constituían una
amenaza para la salud. Todos los alojamientos estaban superpoblados; así no era nada insólito
hallar viviendas ocupadas por 25 personas o familias de once miembros habitando destartalados
barracones de 8 metros cuadrados de superficie. En algunas partes el sistema de “cama caliente”
era un rasgo característico: el obrero que hacía el turno de día dejaba libre su cama al que regresaba
del turno de la noche anterior.

El gobierno fue absolutamente incapaz de impedir la dislocación de la vida comunitaria y familiar


que las migraciones, la situación de la vivienda y las exigencias de la guerra trajeron consigo. De
por sí, la ausencia del padre alistado o empleado en alguna industria alejada ya era suficiente
motivo de tensión. En 1940, el número de familias que se hallaban en esta situación ascendía a
770.000; en 1945 la cifra había subido a 2.770.000. Para las familias que se mudaban, el cambio
de un ambiente rural a otro urbano y superpoblado significaba una serie de dificultades
adicionales. Surgían fricciones entre los recién llegados y los antiguos residentes. Un indicio de la
inestabilidad de aquellos tiempos fue el aumento experimentado por el índice de divorcios; en

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1944 se producían 27 divorcios por cada 100 matrimonios, frente a sólo 16 cuatro años antes. Este
aumento obedecía en parte al elevado número de matrimonios celebrados durante la guerra; la
tasa de matrimonios creció en 1940 en cerca de un 14 por 100, y en 1941 en más del 7 por 100.
La prosperidad y la seguridad financiera que proporcionaba el pleno empleo fomentó los
matrimonios y las posibilidades de separación porque el reclutamiento precipitó la boda de muchas
jóvenes parejas; el indudable apresuramiento de estas uniones, seguidas inmediatamente de
separaciones prolongadas, se reflejó en los índices de divorcio. No cabe duda, por supuesto, de
que muchas de ellas hubieran fracasado de todos modos y de que la guerra no fue más que la
excusa o el acicate para la ruptura definitiva. Pero al mismo tiempo la amenaza del peligro o de la
desaparición como consecuencia de la guerra pudo también contribuir a unir más a las familias y a
los matrimonios, fortaleciendo sus relaciones. De aquí que el aumento del número de matrimonios
y tal vez el impacto emocional del conflicto repercutieran sobre la tasa de natalidad, que desde
1920 se había reducido manteniéndose a un nivel de alrededor del 18 por 1.000 en 1930, y que
creció hasta el 22 por 1.000 entre 1940 y 1945.

Los más afectados por las dislocaciones motivadas por la guerra fueron los niños. La prolongada
ausencia de uno o de ambos padres perturbó seriamente a muchos de ellos, en tanto que a otros no
se les prestó la necesaria atención, debido a la falta de espacio en las escuelas situadas en las
congestionadas zonas industriales, y a la escasez general de maestros. Los adolescentes no fueron
menos inmunes que sus hermanos y hermanas más jóvenes a las tensiones emocionales y
psicológicas de los años de guerra; para muchos de ellos, la sensación de inestabilidad, de
ansiedad, de tensión y de excitación generada por el conflicto coincidía con los problemas propios de
su edad creando un difícil período de reajuste que se reflejó en el aumento de la delincuencia juvenil,
tanto más alarmante cuanto que había disminuido el índice de criminalidad entre los adultos. Tan
sólo en 1943, las detenciones de menores aumentaron en un 20 por 100. Más grave aún era el
incremento experimentado por las cifras de actos de violencia cometidos por menores y por la
delincuencia femenina en particular. Para las muchachas, la delincuencia era de carácter sexual, y
en 1943 el número de menores de diecisiete años detenidas por practicar la prostitución aumentó en
un 68 por 100. Estas jóvenes, que hacían la carrera en las terminales de los autobuses, en las
estaciones, en los drugstores o en los alrededores de los campamentos militares, eran conocidas
como las V-girls; algunas no tenían más de doce o trece años. Aun cuando la delincuencia juvenil no
era una novedad en la sociedad americana, la guerra la fomentó y la hizo más visible.

No cabe duda de que la guerra tuvo consecuencias buenas y malas sobre la estructura social de
los Estados Unidos. Por una parte, llevó consigo un pleno empleo relativo, una redistribución de
las rentas, una mayor prosperidad y una urbanización acelerada; pero, por otra, contribuyó a la
superpoblación de muchas zonas industriales, a la escasez de viviendas, a una insuficiente
escolarización, al auge de la delincuencia juvenil y a la perturbación de la vida familiar. Para
muchos la guerra significó sobre todo, cualesquiera que fuesen sus beneficios, la desaparición del
padre, esposo, hijo o hermano; más de 300.000 americanos perdieron la vida en el curso de la
conflagración y cerca de 700.000 sufrieron heridas. Aunque estas cifras son pequeñas si se las
compara con las de alemanes o rusos muertos, 2 6 3 millones y 7 millones, respectivamente, no
por ello dejaron de tener gran importancia para la sociedad americana.

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II. Mujeres Y Otros Grupos No Privilegiados

Si la guerra afectó de una u otra forma a la totalidad de los americanos, para los grupos minoritarios
fue un período de particular trascendencia. El sentimiento de unidad y solidaridad nacional y la
necesidad de una movilización de todas las fuerzas dieron a los grupos generalmente ignorados o
marginados la posibilidad de tomar parte en la vida del país incorporándose a las grandes corrientes
de la sociedad americana. Como consecuencia de su trabajo en las industrias de guerra o del
alistamiento de sus maridos, las mujeres americanas alcanzaron un nivel de independencia eco-
nómica y de libertad sin precedentes. Tres millones de mujeres, que en circunstancias normales
habrían permanecido en sus hogares, los abandonaron para ir a trabajar; el número de mujeres
empleadas pasó de 12 millones a más de 16 millones, que paulatinamente fueron desempeñando
tareas tradicionalmente reservadas a los hombres: trabajaban en talleres, siderurgias, fábricas de
aviones y astilleros. Y varios millones más se alistaron en los cuerpos femeninos de las fuerzas
armadas donde prestaron servicios auxiliares, pero no por ello menos esenciales.

Al realizar trabajos masculinos, parecía justo que las mujeres fueran pagadas como los hombres.
En noviembre de 1942 la War Labor Board reconoció el principio de “a trabajo igual, salario igual”
mediante una disposición permitiendo a los patronos elevar los salarios de las mujeres al mismo
nivel que el de los hombres. Pero como su aplicación quedó en manos de los empresarios,
muchas industrias ignoraron aquella normativa o procedieron a una nueva clasificación de los
puestos de trabajo para “mujeres”, pagándolas menos que antes, en tanto que otras, como los
fabricantes de automóviles, les subieron inmediatamente los salarios; incluso en los astilleros
federales el salario diario más elevado a que podía aspirar una mujer era de 6,95 dólares, frente a
los 22 de un hombre. Por término medio, el salario de una mujer era inferior en un 40 por 100 al de
un hombre. Pero en cualquier caso, la mujer pudo participar en una creciente serie de actividades
y ganar más que antes de la guerra, lo que no significa, sin embargo, que se produjeran grandes
cambios en su actitud o en la de los varones. Concretamente, a muchas de ellas les preocupaba
más no poder comprar determinadas cosas que la falta de igualdad de derechos. Una canción
como la siguiente pretendía expresar los deseos de la mujer del pueblo.

Se pueden decir o escribir muchas cosas tristes, pero la más triste de todas es que no quedan
hombres.

La publicidad seguía exigiendo a las mujeres que resultaran atractivas y femeninas; una mujer
guapa y bien vestida contribuiría sin duda a elevar la moral de su hombre dándole algo por qué
luchar. La moda prestaba también atención a las exigencias de las fábricas y a la necesidad de
consumir menos material con el fin de contribuir al esfuerzo común. El temor de que las mujeres
continuaran trabajando, privando a los hombres de trabajo, resultó injustificado; al término de la
guerra más de 2 millones de trabajadoras abandonaron sus puestos y el porcentaje de mujeres en
la población activa descendió del 36 al 29 por 100. Este porcentaje seguía siendo superior al 25,5
por 100 de la etapa prebélica, lo que pone de relieve que aquellas que habían trabajado no podían
olvidar completamente la emancipación temporal de que disfrutaron.

Los efectos de la guerra se dejaron sentir también sobre los grupos étnicos y raciales minoritarios
de América, que participaron así de algunos de sus beneficios. A diferencia de lo que ocurrió en la

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primera guerra mundial, durante la segunda no se produjeron ataques histéricos contra los
americanos de origen alemán o italiano; tan sólo 3.000 alemanes y 85 italianos fueron
considerados suficientemente peligrosos como para justificar su detención. En todo caso la
animosidad pública fue siempre escasa. Es más, si para algo sirvió la guerra fue para acelerar la
integración de aquellos grupos en la sociedad americana. Las hostilidades interrumpieron la
difusión de todo tipo de noticias y propaganda extranjeras, lo que condujo a que hubiera menos
periódicos en otros idiomas y a que los recién llegados adoptaran más deprisa las costumbres de
su nueva patria. Finalmente su participación en las fuerzas armadas demostró su lealtad y su
trabajo en las industrias de guerra les aportó seguridad financiera y la incorporación a la clase
media americana.

La gran excepción, sin embargo, fueron los extranjeros de origen japonés, concentrados en su
mayoría en la costa occidental. El temor al espionaje y a los actos de sabotaje, unido a un evidente
racismo y al resentimiento económico, llevó al pueblo y a las autoridades locales de California a
solicitar el traslado de los japoneses; este temor a actividades “quintacolumnistas” fue fomentado
por los periódicos de la cadena Hearst, por el fiscal general y el gobernador de California, así
como por representantes del estamento militar. En febrero de 1942, el presidente Roosevelt
accedió finalmente a estas demandas promulgando una orden por la que se autorizaba al ejército
a señalar determinadas zonas militares de las que podían ser excluidas algunas o todas las
personas. Una de estas zonas fue California, y en marzo del mismo año fue creada la War
Relocation Authority, encargada de organizar los campamentos donde habían de ser internados
los evacuados japoneses. Más de 110.000 japoneses, muchos de ellos nacidos en América,
fueron reunidos y llevados a estos campamentos, situados en regiones desérticas de Arkansas,
Utah, Arizona y otros estados. En ellos las condiciones de vida distaban mucho de ser
satisfactorias y por el alambre de espino y los guardianes armados que los custodiaban
recordaban a los campos de concentración. Una consecuencia de esta evacuación fue la pérdida
de bienes muebles e inmuebles valorados en 400 millones de dólares. El hecho de que 12.000
internados se ofrecieran como voluntarios y fueran aceptados por las fuerzas armadas no influyó
para nada en la actitud oficial. En 1944, el reclutamiento se hizo extensivo a los japoneses
estuviesen o no internados. Cuando en uno de los campamentos de Wyoming se inició un
movimiento de resistencia contra el reclutamiento forzoso, 63 de los implicados en él fueron
sentenciados a tres años de prisión. Pero el Tribunal Supremo declaró anticonstitucional el
confinamiento permanente de dudadanos leales, viéndose obligado el gobierno a levantar en
enero de 1945 las restricciones que pesaban sobre los ciudadanos americanos de origen japonés.

Los americanos de origen mexicano eran discriminados desde hacía largo tiempo tanto en la costa
occidental como en el sudoeste; al igual que los negros americanos eran segregados, insultados y
forzados a realizar los peores trabajos, pero a diferencia de los japoneses habían sido incapaces
de crear las bases de una estructura económica urbana. Las necesidades de mano de obra para
los astilleros y fábricas de aviones durante la guerra les permitieron disfrutar por primera vez de un
empleo en la industria, de tal forma que si en 1941 no había un sólo obrero mexicano en los
astilleros de Los Angeles, en 1944 su número era de 17.000. Por otra parte, gracias al acuerdo
firmado entre los Estados Unidos y México, que permitía la importación de trabajadores con
destino a la industria de guerra, pudo el gobierno americano adoptar determinadas disposiciones
en cuanto a la reglamentación de sus salarios y condiciones de empleo lo que les permitió

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alcanzar el nivel de vida americano mínimo. El servicio en las fuerzas armadas les granjeó también
el reconocimiento oficial y, lo que era más importante, les dio seguridad en sí mismos y
respetabilidad. La “G. I. Bill of Rights”, finalmente, hizo posible que muchos de ellos recibieran
educación o capacitación profesional al término de la guerra; varios representantes de los
intereses de los americanos de origen mexicano en la posguerra eran veteranos de guerra.

El hecho de que estas transformaciones contribuyeran a suavizar los efectos de la discriminación


racial no significa en absoluto que los prejuicios antimexicanos desaparecieran de la noche a la
mañana; bien al contrario, ya que el desplazamiento de los “chicanos” hacia las áreas urbanas
intensificó en determinados aspectos la tensión. En junio de 1943 Los Angeles fue sacudida por el
ataque de un grupo de marineros y civiles blancos contra jóvenes mexicanos. La juventud
mexicana se enfrentaba a idénticos problemas que la blanca, pero tenía que soportar además los
prejuicios de sus conciudadanos. Con el fin de hallar seguridad y manifestar su identidad muchos
jóvenes se reunían en bandas, se vestían de forma extravagante, y provocaban a los otros, en
especial a los soldados. El motín fue la culminación de un período de creciente tensión y duró
cuatro días durante los cuales cierto número de mexicanos fueron golpeados salvajemente o
detenidos. Incidentes similares, aunque en menor escala, se produjeron en otras ciudades del
Oeste poniendo así de manifiesto que la guerra no había resuelto en absoluto todos los problemas
de la sociedad americana.

Para los 13 millones de negros americanos la experiencia fue muy similar: avances en algunos
terrenos entremezclados de violentas explosiones de tensión racial. Cuando en 1940 se inició la
movilización del país para la guerra, parecía que los negros iban a quedar prácticamente excluidos
de ella. La depresión había afectado particularmente a los afroamericanos debido a su condición
de ciudadanos de segunda clase, lo que implicaba que eran los últimos contratados y los primeros
despedidos. El porcentaje de negros en paro era muy superior, a veces el doble, que el de los
blancos. La circunstancia de que siguiera habiendo gran cantidad de obreros blancos sin empleo,
unida a los prejuicios de muchos patronos, limitó la participación negra en el “arsenal de la
democracia”. Si el porcentaje de blancos en paro disminuyó del 17 por 100 al 13 por 100 entre
abril y octubre de 1940, el de los negros se mantuvo en un 22 por 100 6. Algo semejante ocurría
con la situación de los negros en las fuerzas armadas, donde también se reflejaba la actitud
general de la sociedad. A pesar de que los negros habían servido con honor en las guerras
anteriores; también allí prevalecían la segregación y la discriminación. En 1940 solamente existían
cuatro unidades del ejército en las que podían servir los afroamericanos: los cuatro regimientos
creados por el Congreso al término de la guerra civil, integrados totalmente por negros a
excepción de los oficiales que eran blancos en su mayoría. Solamente existían cinco oficiales
negros, de los cuales tres eran capellanes; en la Marina los negros únicamente podían prestar
servicios en las cocinas y en los comedores, no pudiendo acceder a la Infantería de Marina, al
servicio de guardacostas ni a las fuerzas aeronavales.

Los dirigentes negros protestaron vigorosamente contra la virtual exclusión de los afroamericanos
del esfuerzo defensivo. A partir de 1939 y 1940, a las diversas organizaciones en favor de los
derechos civiles, como la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) y
la National Urban League, se agregaron otros organismos constituidos con el propósito específico
de conseguir la participación de los negros en el esfuerzo bélico militar e industrial. Sus gestiones,

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y el hecho de que el partido republicano explotara las críticas lanzadas contra la Administración en
el curso de las elecciones de 1940, lograron que acabaran introduciéndose ciertos cambios en la
política militar al respecto. En 1940 el gobierno se avino a admitir a los negros en todas las ramas
del ejército sobre una base proporcional, a crear campamentos de entrenamiento para oficiales
negros y a establecer una academia de aviación para negros; un coronel negro, Benjamin O.
Davis, fue ascendido a general, el primero en la historia de los Estados Unidos; otro
afroamericano, el coronel Campbell C. Johnson, fue nombrado asesor del director del Servicio
Militar Obligatorio; y William H. Hastie, representante legal de la NAACP, fue designado ayudante
civil del ministro de la Guerra. Pero estas medidas no eran más que paliativos; el principio de la
segregación fue mantenido y en la práctica continuaba la discriminación en el seno de las fuerzas
armadas. A pesar de una serie de nuevas concesiones en 1942, como la admisión de los negros
en los servicios generales de la Marina y de la infantería de Marina, William Hastie dimitió de su
puesto un año más tarde ante la negativa de las fuerzas armadas a modificar su enfoque de las
cuestiones raciales. La insuficiencia de efectivos durante la ofensiva alemana de las Ardenas en
diciembre de 1944, sin embargo, obligó al ejército a integrar pelotones negros en unidades
blancas; estas unidades integradas combatieron satisfactoriamente a lo largo de 1945, y aunque
más tarde fueron disueltas, sirvieron para demostrar que la integración era una posibilidad real.
Otro tanto ocurrió en la Marina, donde la escasez de hombres hizo también necesaria la
integración de los negros en la flota auxiliar, de tal modo que poco antes de acabar la guerra
aquélla se disponía a eliminar por completo la segregación.

Cuando las negociaciones para lograr alguna mejora en el terreno industrial fracasaban,
aumentaban el nivel y el carácter de la protesta negra. En 1941, A. Philip Randolph, dirigente del
sindicato negro de empleados de coches-cama, convocó una marcha de protesta de 10.000
afroamericanos sobre la capital federal para presionar al gobierno a fin de que pusiese término a la
discriminación en las industrias de guerra; otros dirigentes de organizaciones negras se adhirieron
a su iniciativa, fracasando todos los intentos que se hicieron para cancelar la manifestación. Ante
la amenaza de una protesta gigantesca a las puertas del gobierno, Roosevelt cedió. El 25 de junio
de 1941, cinco días antes de la fecha fijada para iniciar la marcha, promulgó una orden poniendo
fin a aquella forma de discriminación; se preveía la inclusión de cláusulas de no discriminación en
los contratos suscritos en las industrias de armamento y se creaba un comité (Fair Employment
Practices Committee) encargado de investigar las reclamaciones presentadas por violación de
aquella normativa. La orden del ejecutivo fue la primera en su especie desde 1875; por primera
vez en el siglo XX el gobierno federal había adoptado una actitud definida frente a los prejuicios
raciales. Como no podía ser menos, los negros la consideraron una gran victoria y la
manifestación fue cancelada. El movimiento de la marcha sobre Washington subsistió durante
cierto tiempo bajo la dirección de Randolph, y aun cuando el respaldo que recibió tras su éxito
inicial fue disminuyendo, siguió siendo un símbolo de la militancia negra.

El nivel y la fuerza de la protesta negra durante el período bélico marcaron un nuevo rumbo en la
lucha por los derechos civiles que se libró en los años de la posguerra. Los dirigentes negros se
percataron de que la igualdad de participación en el esfuerzo de guerra había de fortalecer sus
reivindicaciones en las restantes esferas de la vida, y también de que el conflicto ofrecía una
situación de crisis favorable para luchar con éxito por los derechos civiles. Como era lógico,
utilizaron la propaganda americana y aliada en provecho de su causa; el lema del diario negro de

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Pittsburgh, The Courier, la “doble v” de la victoria para la democracia en el interior y en el


extranjero, resumía perfectamente sus objetivos. Pero no todos los afroamericanos estaban
dispuestos a participar en el esfuerzo bélico en aquellas circunstancias; hombres como Ernest
Calloway, Lewis Jones y Winfred Lynn se negaron a servir en las fuerzas armadas mientras fueran
segregados, siendo detenidos; otros, más extremistas, se negaron a hacerlo en cualquier
circunstancia afirmando que América era un país de blancos y que la guerra nada tenía que ver
con los negros. Los miembros de otras organizaciones, como los musulmanes negros, que habían
abandonado toda esperanza de solucionar los problemas mediante la integración y defendían
ideas separatistas, se opusieron al reclutamiento, siendo encarcelados varios cientos de ellos,
incluido su dirigente Elijah Muhammad. Aun cuando estas gentes fuesen una minoría dentro de
una minoría, y otros negros desaprobasen su actitud, no por ello dejaban de formar parte de la
creciente toma de conciencia política y social de los negros.

A medida que la guerra avanzaba y que los negros iban obteniendo triunfos, sus reivindicaciones
disminuían, al menos temporalmente. Aunque el Fair Employment Practices Committee no tuvo el
éxito que algunos han pretendido, sí consiguió ciertos resultados positivos. El mero hecho de su
existencia significó algo nuevo en las relaciones raciales y obligó a la gente a tomar en consideración
la discriminación económica. Aun cuando no disponía de los necesarios recursos humanos y
materiales estudió gran cantidad de reclamaciones en una amplia gama de industrias, logrando
resolver satisfactoriamente muchas de ellas. Su mayor fracaso lo tuvo con las compañías ferroviarias
del Sur, dieciséis de las cuales se negaron a poner fin a sus prácticas discriminatorias. Como el
comité carecía de la autoridad necesaria para imponer la aplicación de sus mandatos, los casos
acabaron siendo sobreseídos. Desde un principio, este comité tropezó con una fuerte oposición del
Congreso, al tiempo que recibía escaso apoyo del presidente y de los organismos gubemamentales;
al cabo de una agitada vida, fue disuelto en 1946 cuando algunos senadores sudistas impidieron que
se le asignaran los fondos que precisaba. Pero sentó un precedente para el futuro.

La mayor parte de los progresos efectuados por los negros en materia de empleo durante la
guerra no obedecieron a las actividades de ningún comité, sino a la escasez de mano de obra
surgida a partir de 1942. En enero de aquel año sólo el 3 por 100 de los obreros empleados en las
industrias de guerra eran negros, en tanto que en 1944 ya representaban el 8 por 100.
Significativamente, más de la mitad de este avance se logró allí donde la escasez de mano de
obra era particularmente aguda. Sea cual fuere la razón, lo cierto es que entre 1940 y 1944 la cifra
total de afroamericanos con trabajo pasó de 4.400.000 a 5.300.000, disminuyendo el número de
parados en idéntico período de cerca de un millón a 151.000. El cambio se produjo, además, tanto
en cantidad como en calidad, y el número de negros empleados en trabajos cualificados y
semicualificados casi se duplicó. Ello no obsta, por supuesto, para que en su mayoría siguieran
siendo obreros sin cualificación alguna, condenados a efectuar trabajos duros y peligrosos, y para
que sus salarios, a pesar de aumentar globalmente, se mantuvieran muy por debajo de los
percibidos por los blancos. En 1945, los ingresos medios de las familias negras representaban la
mitad de los de las blancas; ciertamente era un nivel jamás alcanzado antes, pero había de
mantenerse invariable durante cierto tiempo.

El progreso racial tropezó con la oposición tanto en el terreno militar como en el industrial y, en
ocasiones, con la violencia. Desde un primer momento los soldados negros fueron víctimas de los

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ataques de soldados y civiles blancos, en especial situados en el Sur. En 1943, el número de estos
incidentes aumentó en forma alarmante al responder los negros a las vejaciones de que eran
objeto. Las informaciones de la prensa contribuyeron a incrementar las tensiones que se estaban
incubando en los sectores civiles y en particular en las grandes ciudades del Norte. Al igual que los
blancos, gran número de afroamericanos se había desplazado al Norte y al Oeste en busca de
empleo en las zonas industriales; de hecho, la migración de los negros superó a la de los blancos,
afectando al 14 por 100 de su volumen total. Más de 1.800.000 negros abandonaron sus
respectivos estados durante la guerra; en algunas ciudades, como Los Angeles, San Francisco,
Buffalo, Syracuse y otras, la población de color creció en más del 100; también atrajeron gran
cantidad de nuevos inmigrantes negros que como Chicago y Detroit, disponían ya de importantes
núcleos negros. En todas ellas la afluencia de recién llegados agravó los problemas de vivienda
existentes y los negros, víctimas de los prejuicios de las autoridades locales responsables de la
vivienda y de la discriminación de los propietarios, se vieron hacinados en sórdidos ghettos.

La competencia entre blancos y negros por encontrar alojamiento se sumó a las tensiones
producidas por las largas jornadas de trabajo, por el racionamiento y por la preocupación acerca
de la suerte de los amigos y parientes alistados, a lo que había que añadir los prejuicios raciales
que muchos inmigrantes llevaron consigo del Sur a las ciudades del Norte. En 1943, estas
tensiones estallaron en 242 motines raciales que se produjeron en 47 ciudades diferentes. El más
violento de todos se produjo en Detroit donde, al cabo de cinco días de lucha, murieron 34
personas (25 negros y 9 blancos), resultaron heridas más de 1.000 y la producción de guerra se
interrumpió por completo. Fue necesaria la intervención de las tropas federales para restaurar el
orden. Dos meses más tarde, en agosto, se produjo otro motín en Harlem, barrio negro de Nueva
York, pero aquí no se trató de un enfrentamiento entre miembros de las dos razas, sino de un
estallido de rencor y de frustración de los negros, dirigido sobre todo contra las propiedades de los
blancos; fueron saqueadas tiendas, se cometieron actos de pillaje y los daños causados se
estimaron en 5 millones de dólares, resultando 5 negros muertos, 500 heridos y otros tantos
detenidos. Este fue el último gran motín del período bélico y también el último en gran escala hasta
la década de 1960.

No cabe duda de que durante los años de la guerra, los negros hicieron importantes avances
sociales, económicos y políticos, a pesar de los evidentes indicios de creciente tensión social,
hasta el punto de que a menudo la violencia no era sino resultado de los progresos efectuados. A
medida que a los negros se les hacía concesiones, sus aspiraciones y expectativas iban en
aumento, y también su sentimiento de frustración; paralelamente, la oposición a aquellos cambios
se manifestaba con mayor fuerza en determinados sectores de la población blanca. Pero en su
conjunto, el impacto de la guerra contribuyó a suavizar las diferencias raciales, étnicas y sexuales.
El conformismo y el anonimato eran consustanciales al servicio militar y también, aunque en
menor medida, al trabajo en la industria de guerra. Muchas mujeres, por ejemplo, conseguían
puestos de trabajo normalmente atribuidos a los hombres, llevaban pantalones y no se
maquillaban, y en ocasiones percibían el mismo salario que aquéllos. La creciente influencia del
gobierno en la sociedad, con independencia de la clase social, de la raza y del sexo, contribuyó
también a introducir un desacostumbrado nivel de uniformidad. Pero el factor más importante en
este proceso fue la existencia de un enemigo exterior y la prioridad dada a la lucha y a la victoria.

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III. Los Problemas De La Posguerra: Reconversión, Conservadurismo Y “Fair Deal”

La totalidad de los americanos, pero en particular los grupos minoritarios, esperaban al fin de la
guerra con cierta ansiedad, muchos de ellos temían la vuelta al desempleo masivo ante la
perspectiva de una súbita y masiva desmovilización unida a un drástico descenso de la
producción. Esta “psicosis de depresión” se veía fomentada por cierto número de previsiones
económicas. La más pesimista de éstas estimaba que al término del conflicto serían despedidos
entre 8 y 10 millones de trabajadores, mientras que los cálculos más cautelosos hablaban de 5
millones. Estos temores no se vieron confirmados por los hechos; a pesar de la desmovilización de
10 millones de soldados entre 1945 y 1946, el número de parados ascendió tan sólo a 2 millones,
el 3,9 por 100 de la población activa, y en 1948 se había reducido de nuevo.

Son varias las razones que explican esta transición comparativamente indolora de la guerra a la
paz. Una de ellas fue la rápida reconversión de la producción de material de guerra a la de
artículos de consumo, alentada por las reducciones de impuestos y la supresión de controles y el
mantenimiento de un elevado nivel de gastos gubernamentales. Mayor importancia tuvo el
desencadenamiento de una demanda muy activa de bienes de consumo por parte de la población.
Las estadísticas de compras de automóviles son un buen índice del gasto de la posguerra: si en
1940 el número de vehículos matriculados era de 27 millones, en 1950 la cifra se había disparado
hasta alcanzar los 40 millones. Tras un cierto número de despidos, se mantuvo el elevado nivel de
empleo y producción. La “G. I. Bill, of Rights” ayudó a gran número de soldados a encontrar
empleo o reanudar sus estudios, facilitando de este modo su reincorporación a la vida civil. La
retirada de más de 2 millones de mujeres de la masa laboral entre 1945 y 1946 permitió también a
muchos hombres encontrar empleo y reflejó el carácter temporal de las conquistas logradas por
aquéllas durante la guerra, lo que no obsta para que el porcentaje de mujeres trabajadoras en
1946, el 29 por 100, fuera considerablemente más alto que el del período prebélico. Otro tanto
ocurrió con los afroamericanos. Aun cuando retrocedieran en la escala económica, sus
oportunidades globales de empleo y el volumen de sus rentas se mantuvieron muy por encima de
los niveles de 1940, y sus expectativas siguieron siendo optimistas gracias a la sostenida
prosperidad de los años de la inmediata posguerra.

El verdadero problema de la posguerra fue la inflación, no la depresión. Bajo la presión del


Congreso, en 1946 el presidente Truman (1945-1953) suprimió a regañadientes la totalidad de los
controles de los precios, a excepción de los que recaían sobre los alquileres, el azúcar y el arroz.
Si los empresarios aspiraban a una elevación de los precios, los trabajadores, tras años de
sacrificio durante la guerra, exigían mayores salarios. Esto dio lugar aquel año a una serie de
huelgas en algunas de las más importantes industrias, como las del automóvil, el acero, la minería
y los ferrocarriles.

Cuando en 1946 los obreros siderúrgicos pidieron un aumento de 25 centavos por hora, los
patronos se negaron a concederlo a menos que se les autorizara a subir el precio del acero en 7
dólares por tonelada. Truman propuso una solución de compromiso: un aumento de 4 dólares por
tonelada y una subida de 18,5 centavos por hora. El sindicato aceptó, pero no así las compañías
siderúrgicas, produciéndose la huelga. En las minas, el sindicato mantuvo la huelga incluso
después de que el gobierno hubiese asumido su control y a pesar de las multas impuestas por los

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tribunales federales; pero los mineros acabaron por triunfar en su empeño debido a la importancia
del carbón para la reconversión de la industria y la recuperación europea. El gobierno intervino
también en la industria ferroviaria, y ante la amenaza de una huelga Truman decidió hacerse cargo
de los ferrocarriles con el fin de prevenirla; como persistiera la actitud de los ferroviarios, el
presidente solicitó del Congreso autorización para militarizarlos, pero afortunadamente se llegó a
un acuerdo antes de que el Congreso adoptara una decisión al respecto, si bien lo ocurrido puso de
manifiesto la gravedad de la situación. En determinadas ramas de la industria del automóvil, por el
contrario, se llegó a un acuerdo amistoso donde entre otras cosas se estipuló que los salarios
evolucionarían siempre al compás del aumento de los precios y del crecimiento de la productividad.
Como es natural, la presión conjunta de los precios y los salarios incidió sobre el nivel general de
aquéllos, que entre 1946 y 1947 experimentaron una subida superior a la de toda la guerra. Entre
1945 y 1949, el coste de la vida aumentó en un 31,7 por 100, frente a un 28,4 por 100 en el período
comprendido entre 1940 y 1945. Pero el mantenimiento de un nivel relativamente elevado de empleo
hizo posible que continuara la prosperidad creada durante el conflicto. Fue precisamente el dinero
ganado y ahorrado durante los años de guerra lo que constituyó la base de la futura “sociedad de la
abundancia” (cf. John K. Galbraith, The affluent society, 2º ed., 1969).

Aun cuando la segunda guerra mundial no fue seguida de un estallido de histeria y de xenofobia
de la intensidad del de 1918-19, había signos evidentes de creciente intolerancia y conserva-
durismo. En las elecciones de 1946, por primera vez desde 1928, los republicanos obtuvieron la
mayoría en ambas Cámaras del Congreso. Una de las primeras decisiones de la nueva legislatura
conservadora fue restringir el poder de los sindicatos. En junio de 1947, el Congreso, obviando el
veto del presidente Truman, aprobó la ley Taft-Hartley, inspirada en gran medida en la legislación
vigente durante la guerra, en virtud de la cual se declaraban ilegales los closed shops, es decir, la
obligación de que todos los trabajadores de una fábrica se afiliaran a un sindicato, se obligaba a
los sindicatos a respetar un plazo de sesenta días de “enfriamiento” antes de ir a la huelga, se
exigía la publicidad de la contabilidad de los sindicatos y se les declaraba personas jurídicas,
responsables ante los tribunales.

Aunque la ley Taft-Hartley fue ante todo una reacción frente a la oleada de huelgas de 1946, los
acontecimientos exteriores también influyeron sobre la opinión pública americana. La
intensificación de la guerra fría indujo a muchos americanos a identificar y a perseguir a sus
compatriotas comunistas. La ley Smith (Alien Registration Act) de 1940 había condenado ya la
propaganda de la revolución violenta y borrado toda distinción entre doctrina (por ejemplo, teoría
marxista) y actuación política. En 1947, Truman dispuso una investigación de la lealtad de los
funcionarios federales con el propósito de excluir de la administración pública a los elementos
“desleales y subversivos”. El hecho de que en 1952 no se hubiera descubierto todavía ningún caso
de espionaje no impidió que la práctica de investigar las actividades de los funcionarios federales
—siquiera limitada a los miembros del ejecutivo— sentara un importante precedente y alimentara
los peores instintos. También contribuyeron a exacerbarlos las acusaciones lanzadas en 1948
contra Alger Hiss, antiguo funcionario del departamento de Estado, y el juicio de 11 dirigentes del
partido comunista americano en 1949. La condena de los comunistas, por propugnar el
derrocamiento del gobierno, y la de Hiss en 1950 por perjurio aumentaron el temor popular y
prepararon el terreno a Joseph McCarthy.

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En los primeros años de la posguerra se produjeron también indicios de una creciente tensión racial.
En 1946 se registraron varios casos de negros atacados por blancos: En Columbia (Tennessee)
fueron asesinados dos negros, y en Athens (Alabama) 50 sufrieron heridas; en Filadelfia y en
Chicago se produjeron pequeños estallidos de violencia. El asesinato de dos negros, uno de ellos
veterano de guerra, y de sus esposas, en Georgia, horrorizó a la opinión pública. No pocos soldados
de color fueron acogidos violentamente cuando, licenciados, regresaron a sus hogares. En uno de
estos incidentes, que mereció gran publicidad, un soldado perdió la vista al ser agredido por un
encolerizado agente de policía. Cuando los dirigentes negros y destacados liberales blancos
llamaron la atención del presidente sobre estas vejaciones, Truman reaccionó creando un Civil
Rights Committee. En diversos discursos ante el Congreso y con ocasión de una concentración de la
NAACP frente al Lincoln Memorial en 1947, Truman insistió en la necesidad de una acción federal en
materia de relaciones raciales. Simultáneamente, el presidente tomó también diversas iniciativas
para acabar con la discriminación en las fuerzas armadas ante el temor de que se produjeran nuevas
protestas por parte de militantes negros encabezados una vez más por A. Philip Randolph, y ante las
críticas formuladas contra las prácticas raciales del estamento militar por el Civil Rights Committee
en su informe de octubre de 1947. En julio de 1948, Truman promulgó una orden del ejecutivo
prohibiendo la discriminación en el seno de las fuerzas armadas y creando un nuevo comité
encargado de velar por su cumplimiento.

Con anterioridad a 1948 ningún presidente había adoptado una postura tan clara y decidida sobre
la cuestión racial. Ello no obstó para que algunos mantuvieran entonces, y sigan haciéndolo, que
su actitud en esta cuestión no era más que una maniobra política para ganarse el voto negro en
las elecciones presidenciales de 1948. De ser cierta esta hipótesis, el presidente hizo entonces
una arriesgadísima jugada, porque, como era de suponer, los demócratas del Sur reaccionaron
violentamente contra las medidas y las declaraciones presidenciales. Varios delegados sudistas
abandonaron la Convención Demócrata al incluirse en el programa electoral una declaración
favorable a los derechos civiles; aquellos delegados formarían más tarde el States Rights Patty y
presentarían sus propios candidatos presidenciales. A esta defección se añadió la de algunos
demócratas del ala “liberal”, que se unieron a Henry Wallace para integrar el Progressive Party. A
pesar de estas divisiones, Truman alcanzó inesperadamente una considerable victoria sobre su
contrincante republicano, Thomas E. Dewey, y lo hizo con la ayuda, entre otras, de la mayoría de
los votantes negros.

Truman interpretó su victoria como un mandato popular en favor del liberalismo y como un rechazo
del conservadurismo del 80.° Congreso. Ya presidente por derecho propio, presentó al Congreso
un programa legislativo destinado a llevar adelante el New Deal y a dar a todos y a cada uno de
los americanos un “Fair Deal”, un “trato justo”. Las medidas del “Fair Deal” comprendían una
legislación sanitaria a escala nacional, una ley de derechos civiles, disposiciones relativas a la
construcción estatal de viviendas, subsidios agrícolas, controles de precios y de salarios y la
abrogación de la ley Taft-Hartley. La coalición que se había formado en el Congreso entre los
republicanos y los demócratas conservadores reaccionó alarmada contra las propuestas del
presidente, al que acusaron de pretender aumentar la autoridad federal a costa de los estados, de
intentar constituir un Estado benefactor y de recurrir a métodos totalitarios. El Congreso bloqueó el
proyectado plan de subsidios agrícolas y también el del seguro de enfermedad, tras fuerte presión
de la American Medical Association. El programa de derechos civiles cayó víctima del filibuster,

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táctica obstruccionista consistente en la intervención de un número ilimitado de oradores, y la


derogación de la ley Taft-Hartley fue rechazada. A pesar de todo, Truman consiguió en 1949 y
1950 que se introdujeran determinadas enmiendas a la Fair Labor Standards Act de 1938,
elevando el salario mínimo de 40 a 75 centavos por hora. En 1950 fue aprobada una nueva ley de
seguridad social, que aumentó en 10 millones el número de beneficiarios, y en 1949 el Congreso
promulgó también una ley de la vivienda (Nacional Housing Acte) que preveía la desaparición del
chabolismo y la construcción de 810.000 viviendas financiadas por el Estado a lo largo de un
período de seis años; el principal objetivo de esta ley consistía en proporcionar “una vivienda
decente y un entorno humano a cada familia americana”. El gobierno federal pondría a disposición
de las autoridades locales, municipales y estatales, los fondos necesarios, pero dejaría en manos
de estas últimas la elaboración de los programas concretos: el gobierno suministraba la ayuda
financiera, pero no tomaba iniciativas. De aquí que numerosas autoridades no secundaran la
acción gubernamental y que el programa de construcción de viviendas no alcanzara los objetivos
deseados. En 1964 sólo se habían construido 356.000.

No fue sólo 1949 el año de las dificultades legislativas de Truman, sino también aquel en que se
produjo la primera recesión grave desde el final de la guerra. El paro afectó a cerca de 4.500.000
trabajadores, es decir, el 7 por 100 de la población activa, al tiempo que el producto nacional bruto
disminuía en unos 9.000 millones de dólares. Una reducción de los impuestos, con el consiguiente
aumento de los gastos de consumo, atajó este movimiento de descenso, pero factor de mayor
influencia en la recuperación fue el incremento del gasto estatal resultante del comienzo de la
guerra de Corea en 1950.

IV. La Guerra Fría, La Guerra De Corea Y El Mccarthysmo

Una de las consecuencias más importantes de la segunda guerra mundial fue la conversión de los
Estados Unidos de una gran potencia en la gran potencia. En tanto que los restantes participantes
habían quedado devastados y agotados por el conflicto, los Estados Unidos sufrieron pérdidas
insignificantes. La guerra, además, había llevado la opulencia a América y en 1945 los Estados
Unidos concentraban las tres cuartas partes del capital invertido en el mundo y las dos terceras
partes de su capacidad industrial. El pueblo americano era más rico y estaba mejor alimentado
que cualquiera de los pueblos europeos: en tanto que ninguno de ellos superaba los 800 dólares
de renta per cápita, en los Estados Unidos se habían alcanzado prácticamente los 1.500 dólares.
Y, al mismo tiempo, América era la más poderosa potencia militar del mundo.

América seguía siendo la única potencia nuclear, a pesar de la rápida desmovilización de las
fuerzas armadas y la reconversión de las industrias de guerra al término de la conflagración; por
otra parte, su participación en el conflicto y en la subsiguiente elaboración de la paz, junto con su
evidente fortaleza militar y económica, hacían imposible la vuelta al relativo aislacionismo del
período de entre-guerras. Solamente los Estados Unidos podían llenar el vacío de poder producido
en el panorama político mundial por la división y el debilitamiento de Europa y la extensión de las
fronteras de la Unión Soviética; pero los americanos carecían de una clara visión de lo que
significaba su nuevo papel, por lo que transformaron el anticomunismo dentro y fuera de sus
fronteras en una ideología, surgiendo así la guerra fría.

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Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre los orígenes y el desarrollo de la guerra fría. La
versión ortodoxa, mantenida por autores como William H. McNeill y Herbert Feis en la década de
1950 y por Louis J. Halle, Norman A. Graebner y Arthur Schlesinger Jr. en la de 1960, afirma que la
actitud americana fue la respuesta del hombre libre a la expansión y agresión comunistas. La tesis
“revisionista”, defendida por Denna F. Fleming, William Appleman, David Horowitz, Gar Alperovitz y
otros, sostiene, por el contrario, que el gobierno americano abandonó deliberadamente la política de
colaboración con la Unión Soviética, rechazó la noción de esferas de influencia en Europa oriental y
trató de imponer el concepto de democracia americano con el fin de aumentar su propio poder
político y económico. Cada una de estas interpretaciones contradictorias encierra parte de la esencia
de la guerra fría: fue en gran medida una consecuencia de los errores de cálculo, equivocaciones y
falsas interpretaciones tanto de los rusos como de los americanos acerca de las intenciones del
contrario. Rusia, debilitada por la devastación de la guerra y más preocupada por su seguridad que
por la expansión, temía que América se empeñara en una política de dominación ideológica y militar;
los americanos, y la mayoría de sus aliados europeos, pensaban que la Unión Soviética pretendía la
ruina del capitalismo y la imposición del comunismo en todo el continente. El temor sirvió de base a
la guerra fría y a su prolongación.

En 1947, al tiempo que solicitaba fondos al Congreso para ayudar a Grecia y a Turquía, Truman
declaró que los Estados Unidos debían apoyar a todo país amenazado por las presiones
comunistas, fueran internas o externas, siempre que estuviera resuelto a hacerlas frente. Esta
política, junto con la idea de contener a la Unión Soviética, revistió en 1947-48 la forma de un plan,
elaborado por el ministro de Asuntos Exteriores George C. Marshall, de ayuda económica a
Europa: El Plan Marshall, conocido también como European Recovery Programm, pretendía no
sólo proporcionar asistencia económica a aquellos países que efectivamente luchaban contra las
fuerzas comunistas, sino también a los países de Europa no controlados por la Unión Soviética
para acelerar su recuperación industrial y hacer así frente a la amenaza que representaban sus
respectivos partidos comunistas. Los 12.000 millones de dólares facilitados por América a las
economías europeas en virtud de las disposiciones del Plan Marshall impidieron su quiebra
económica y estimularon su expansión industrial. En 1949 Truman dio un paso más en su política
de ayuda económica con su “programa de cuatro puntos”, que afectaba esta vez a los países
subdesarrollados del Tercer Mundo. Se pensaba que al proporcionarles ayuda financiera, técnica,
científica y militar, estos países serían capaces de luchar contra la pobreza, desarrollar
instituciones políticas democráticas y resistir a las incitaciones del comunismo. De este modo, la
política de contención (containment), originalmente confinada a Europa, se convirtió en una
estrategia global. En 1950, con ocasión de la invasión de Corea del Sur desde el Norte, Truman
envió tropas americanas al mando del general MacArthur para auxiliar a los surcoreanos; a ellas
se unirían más tarde fuerzas de las Naciones Unidas en una guerra que había de prolongarse por
espacio de tres años.

No resulta fácil hacer un balance de la reacción del pueblo americano frente al nuevo papel
asumido por los Estados Unidos en la política mundial. No cabe duda de que muchos americanos
se mostraron apáticos y desinteresados, cansados como estaban de lucha y de tensión después
de la guerra; se produjo también cierto recrudecimiento del aislacionismo de la preguerra y de la
xenofobia entre quienes deseaban que su país se apartase una vez más de los problemas
exteriores. Pero, por otra parte, desde 1917 se abrigaban fuertes sospechas en torno al

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comunismo y a Rusia, que salieron a la superficie en la década de 1940, debido tal vez a la
retórica de los políticos. En 1946, un 58 por 100 de los encuestados en un sondeo de opinión
pensaba que Rusia estaba tratando de convertirse en la potencia mundial preponderante, en tanto
que sólo un 29 por 100 estimaba que lo que intentaba era defenderse; en 1948, a raíz del golpe de
Estado en Checoslovaquia, la proporción era del 77 por 100 y del 12 por 100, y en 1950, tras el
estallido de la guerra de Corea, aquellos porcentajes eran, respectivamente, del 81 por 100 y del 9
por 100. Por otra parte, si bien es cierto que antes de 1950 la mayoría de los americanos parecían
contrarios a la expansión militar y al compromiso internacional, a los programas de ayuda al
extranjero estaban también asociados fuertes intereses americanos. Así, el Plan Marshall recibió el
apoyo de muchos grandes industriales y de la AFL y el CIO. La relativamente escasa oposición
que despertó provenía principalmente de la prensa perteneciente a la cadena Hearst y del
American Labor Party. La ayuda a Europa y a otras regiones contribuyó ciertamente a crear
mercados para los productos americanos y, consiguientemente, a la prosperidad económica de la
pos-guerra en los Estados Unidos. El estallido de la guerra de Corea mostró en cualquier caso que
la aprobación pública a la política del presidente Truman era general, si bien el entusiasmo fue en
disminución a medida que aquélla se prolongaba.

Aun cuando la guerra de Corea fuese un conflicto “limitado”, su impacto sobre América fue muy
similar al producido por la segunda guerra mundial. En 1952 había ya cerca de 4 millones de
hombres en las fuerzas armadas y los gastos militares habían aumentado de 22.500 millones de
dólares en 1950 a 44.000 millones en 1952. Durante el mismo período el producto nacional bruto
pasó de 264.000 millones de dólares a 339.000 millones y el paro cayó por debajo de los dos
millones. Los negros americanos y las mujeres volvieron a encontrar nuevas oportunidades de
trabajo y la afiliación a los sindicatos experimentó un alza, tal y como ocurriera durante la segunda
guerra mundial. Y, también como entonces, estas consecuencias económicas beneficiosas han de
ser contrastadas con el hecho de que más de 33.000 americanos perdieron la vida en Corea y de
que las muertes y las separaciones provocaron sufrimientos y perturbaciones de la vida familiar.
Pero el carácter localizado del conflicto hizo que su impacto fuera menor que el de la conflagración
mundial; se trataba de un pequeño conflicto por el cual la totalidad del pueblo americano no estaba
dispuesta a hacer grandes sacrificios. Tanto los sindicatos como las empresas se resistían a
aceptar el control por el gobierno de los precios y los salarios. A finales de 1951, los obreros
siderúrgicos amenazaron con ir a la huelga y, al fracasar la mediación, Truman ordenó al
secretario de Comercio que se hiciera cargo de las fábricas. La Youngstown Sheet and Tube
Company demandó al secretario de Comercio, demanda que fue aceptada por el Tribunal
Supremo; ante esta decisión y la urgente necesidad de acero, Truman se vio obligado a ceder. El
público, por otra parte, previendo la aparición de escaseces como consecuencia de la guerra, se
lanzó a gastar frenéticamente; sólo en 1950, los gastos de los consumidores crecieron en 13.100
millones de dólares. Como resultado de estas diferentes presiones, la inflación amenazó con poner
fin a la estabilidad económica. En 1950-1951 el coste de la vida subió a un ritmo mensual medio
del 1 por 100 y los precios al por mayor en un 2 por 100 mensual. Al fracasar todos los
llamamientos a la imposición de controles voluntarios, la Administración congeló obligatoriamente
los salarios y los precios, contribuyendo asimismo a reducir las tensiones inflacionistas el
incremento de la presión fiscal.

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En muchos aspectos, las consecuencias psicológicas de la guerra de Corea tuvieron mayor


importancia que su repercusión económica. Tras conocerse la noticia del éxito de una prueba
nuclear rusa en 1949 y hacerse público que el científico británico Klaus Fuchs había pasado
secretos atómicos a la Unión Soviética en 1950, el recelo anticomunista fue en aumento; y la
condena de Hiss por perjurio aquel mismo año, así como el programa de lealtad aplicado por el
gobierno federal, en lugar de aquietar los temores, no hicieron más que intensificarlos. Se explica
así que cuando en febrero de 1950 el senador republicano por Wisconsin, Joseph McCarthy
anunció que tenía conocimiento de la existencia de comunistas en el departamento de Estado, se
vieran confirmadas las sospechas de muchos americanos. Por otra parte, el paso de la guerra fría
a la caliente de Corea contribuyó a crear una atmósfera en la que las acusaciones indiscriminadas,
y a menudo inadmisibles, de McCarthy no sólo tuvieron audiencia, sino incluso respaldo popular.
La circunstancia de que los soldados americanos estuvieran luchando contra el comunismo en
Corea animó a muchos compatriotas suyos a buscar y calumniar a los comunistas y a sus
simpatizantes dentro del país.

Las acusaciones de McCarthy dieron pie a la constitución de un subcomité senatorial que llegó a la
conclusión de que eran falsas y fantásticas. Pero el senador encontró suficientes oyentes como
para seguir adelante con su campaña, haciendo en las elecciones de 1950 una demostración de
su fuerza al contribuir a la derrota del presidente del comité investigador, Millard Tydings, de
Maryland. McCarthy sabía utilizar h mente la prensa, la radio y la televisión, que informaban sobre
incluso cuando no tenía nada que decir. Sus acusaciones eran complejas y generalizadas,
mezclas de verdades, medias verdades y sospechas que no eran fáciles de desvirtuar y que
llevaban los sentimientos anticomunistas a niveles próximos a la histeria. La pertenencia, presente
o pasada, a cualquier organización reformista, liberal o internacionalista resultaba sospechosa. En
septiembre de 1950, el Congreso aprobó una ley de seguridad interior (International Security Act o
ley McCarran), haciendo caso omiso del veto presidencial, en la que se autorizaba a la
Subversives Activities Control Board a investigar las actividades comunistas en los Estados
Unidos. Dos años más tarde, fue aprobada una segunda ley McCarran (Inmigration and Nationality
Act), vetada también por el presidente, por la que se exigía a todos los visitantes extranjeros una
prueba de su lealtad.

Las dos disposiciones McCarran constituían una amenaza contra las libertades civiles reconocidas
por la Constitución, pero ambas fueron confirmadas por el Tribunal Supremo. En 1951, el Tribunal
confirmó la constitucionalidad de la ley Smith de 1940, que prohibía la enseñanza de las doctrinas
revolucionarias de Marx y Lenin; simultáneamente, diversos subcomités del Congreso hurgaban en
los antecedentes y en las vidas privadas de los funcionarios del gobierno y de otros sectores de la
población. Si bien fueron muy escasos los comunistas procesados, mucha gente perdió su puesto de
trabajo. Incluso las personas totalmente inocentes sufrieron de resultas de aquellas investigaciones.

Dentro de este clima de histeria y de temor, la mediocridad, el conformismo y la hipocresía


lograron imponerse. Los primeros sospechosos eran los intelectuales, lo que redundó en perjuicio
del ala liberal del partido demócrata. Cuando Adlai Stevenson se presentó como candidato
presidencial demócrata en 1952, fue tachado inmediatamente de “cabeza de huevo” y acusado por
sus contrarios de contemporizar con el comunismo. Determinadas revelaciones de corrupción en
el seno de la Administración Truman debilitaron aún más las esperanzas demócratas, al tiempo

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que la guerra de Corea, que presentaba pocas perspectivas de rápida solución, incidía también
negativamente sobre aquéllas. Cansado de controversias y tensiones, cruzadas y crisis, el pueblo
americano, que estaba más preocupado por la conservación de sus logros económicos que por
nuevos programas de reformas, volvió sus ojos hacia el conservadurismo y la integridad personal del
candidato republicano, Dwight D. Eisenhower. En un primer momento Eisenhower (1953-61) no se
esforzó por contrarrestar la influencia del senador por Wisconsin; sus primeras medidas como
presidente fueron precisamente de apaciguamiento. El programa de lealtad fue ampliado,
extendiéndose a la totalidad de los organismos gubernamentales, y el primitivo criterio de “lealtad”
fue sustituido por el más amplio de “riesgo para la seguridad”, que abarcaba el consumo de alcohol,
las relaciones sexuales, la dependencia de la droga, etc. El propio secretario de Estado, John Foster
Dulles (1953-59), nombró a un partidario de McCarthy para el puesto de jefe de los servicios de
seguridad de su Departamento. Pero el fin de la guerra de Corea, en julio de 1953, restó mucho
impulso a McCarthy. Sus ataques contra el supuesto espionaje en las fuerzas armadas, en diciembre
de 1953 y enero de 1954 fueron televisados, lo que precipitó su caída; en diciembre de 1954, el
Senado le censuró por su conducta, acabando así con su carrera. Murió en 1957.

V. Eisenhower Y El Conservadurismo De La Década De 1950

La elección de Eisenhower en enero de 1953 puso fin a veinticuatro años de gobierno demócrata,
pero su victoria no significó un paso atrás. Del mismo modo que el gobierno conservador británico
tuvo que aceptar en 1953 la infraestructura básica del Estado benefactor, también fue aceptado en
América el principio de que el gobierno federal era responsable del bienestar de los ciudadanos.
En consecuencia ni el New Deal ni el Fair Deal fueron atacados directamente, lo que no obstó para
que se produjera un profundo cambio en el papel del ejecutivo. Eisenhower se oponía al estilo de
dirección “a base de puñetazos en la mesa” y al concepto de un presidente fuerte; presidía en el
verdadero sentido del vocablo y ejercía su autoridad sólo cuando otros no lo habían conseguido,
tratando de plegarse a las opiniones de los miembros de su gabinete e interviniendo únicamente si
se producía desacuerdo entre ellos. Para hacer frente a los problemas que tenía planteados la
sociedad de la posguerra, Eisenhower ofreció su conservadurismo “dinámico” o “moderno” que,
aun aceptando gran parte de la anterior legislación demócrata, implicaba una reducción en la
actividad del gobierno federal y la vuelta a los presupuestos equilibrados. Con el tiempo, sin
embargo, su dirección resultó ser más conservadora que dinámica, produciéndose un inequívoco
cambio tanto en el contenido como en la forma del gobierno.

La estrecha cooperación entre el gobierno y las empresas, que se había desarrollado durante la
segunda guerra mundial, se intensificó durante la Administración Eisenhower. La mayoría de los
miembros del gabinete eran hombres de negocios a quienes dominaba el secretario del Tesoro,
George M. Humphrey, un industrial conservador de Ohio. El secretario de Defensa era Charles E.
Wilson, antiguo presidente de la General Motors; fue él quien afirmó que lo que era bueno para el
país era bueno para la General Motors y viceversa. Alguien dijo que aquel gabinete estaba
compuesto por “ocho millonarios y un fontanero”; el fontanero era Martin Durkin, funcionario del
sindicato de fontaneros, que ostentaba el cargo de secretario del Trabajo. Su nombramiento suscitó
diversas objeciones por parte del ala más conservadora del republicanismo, pero Durkin las acalló
dimitiendo ocho meses más tarde al no haber podido abrogar la Administración la ley Taft-Harley.

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Habida cuenta de las estrechas relaciones entre los industriales y el gobierno, a nadie sorprendió
que la Administración favoreciera a los empresarios. Los impuestos que gravaban a las grandes
compañías fueron reducidos en 1954; los tipos de descuento reducidos y las condiciones para
contabilizar las pérdidas a efectos impositivos suavizadas. Las empresas privadas tuvieron
prioridad sobre las públicas, en particular en lo relativo a la utilización de las riquezas del subsuelo
y la energía. Las centrales atómicas pasaron a manos de compañías privadas, como la General
Electric, aun cuando la investigación en el terreno de la energía nuclear siguiera financiada por el
gobierno. También fue modificada la política seguida hasta entonces en materia de prospecciones
petrolíferas en la costa; en tanto que Truman sostenía que aquel petróleo pertenecía a la totalidad
de la nación y no a los estados individuales, Eisenhower firmó en 1953 una ley (Submerged Lands
Act) que reconocía todos los derechos a los estados ribereños. La empresa privada fue también
favorecida en lo relativa a la energía hidroeléctrica. La oposición de Eisenhower a la Tennessee
Valley Authority (véase p. 309), que mencionaba como uno de los ejemplos típicos de “socialismo
disfrazado”, dio lugar a que se recortaran sus asignaciones y a la negativa a autorizar su
expansión. Antes que permitir que la TVA construyera una central eléctrica, la Administración
prefirió contratarla con una empresa privada, el grupo Dixon-Yates, en condiciones particularmente
favorables para esta última; pero cuando se insinuó que el acuerdo había sido logrado gracias a la
corrupción de alguno de los departamentos gubernamentales, la Administración se vio forzada a
cancelarlo so pretexto de que no era de interés público. A pesar de su postura un tanto
contradictoria en el asunto Dixon-Yates, Eisenhower siguió mostrándose partidario de las
empresas privadas y del laissez faire gubernamental. Se opuso así a un proyecto de ley de
construcción de escuelas y a una serie de enmiendas a la ley de seguridad social, afirmando que
redundarían en una indebida extensión de la autoridad federal; idéntico argumento fue utilizado
para acabar con los controles de precios y alquileres introducidos durante la segunda guerra
mundial, pero hubo que limitar también las facilidades de crédito para contrarrestar la inflación.

El intento de transferir las actividades y los gastos federales a los diferentes estados tropezó con
serias dificultades, al negarse aquéllos a asumirlas a pesar del llamamiento personal de
Eisenhower en la conferencia de gobernadores de 1957. Afortunadamente las dimensiones y la
estructura del gobierno federal y el volumen de sus recursos impidieron la reducción de sus
atribuciones. Tras una ligera disminución en el número de funcionarios del gobierno al término de
la guerra de Corea, su cifra se mantuvo estable, ligeramente por debajo de los 2.500.000, para
incrementarse paulatinamente después. Habiendo contraído determinadas responsabilidades, el
gobierno federal no podía ignorarlas entonces y las recesiones de 1953-1954 y de 1957-1959 le
obligaron a intervenir. Fue reducida la presión fiscal y aumentados los subsidios de paro y las
asignaciones de la seguridad social. A la postre, el gobierno Eisenhower únicamente logró cerrar
equilibrados tres de sus ocho presupuestos, acumulando un déficit total de más de 18.000 millones
de dólares; en 1957 presentó al Congreso el mayor presupuesto de todos los tiempos de paz, y
dos años más tarde el mayor déficit también en tiempos de paz.

Estos datos estadísticos bastan para poner de manifiesto algunas de las contradicciones
inherentes a la Administración Eisenhower entre su declarada política conservadora, de una parte,
y su aceptación del nuevo papel y posición del gobierno federal, de otra. Las enmiendas
introducidas en la legislación sobre seguridad social y desempleo en el curso del mandato
republicano demostraron que las medidas reformistas originales se habían convertido en

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instituciones aceptadas. En 1954 fueron incluidos en la seguridad social 10 millones de


beneficiarios más, empleados sobre todo en actividades domésticas, agrícolas y burocráticas; más
de 4 millones de trabajadores consiguieron el derecho al seguro de desempleo; y en 1955 el
salario mínimo fue subido a 1 dólar por hora. Al comienzo de su segundo mandato presidencial, en
1956, Eisenhower sometió al Congreso un programa que incluía subvenciones a los agricultores,
más carreteras construidas con ayuda federal, fondos federales para educación y vivienda,
ampliación de la legislación sobre seguridad social y el perfeccionamiento de la legislación laboral.
Numerosos miembros de su partido le acusaron de ser más demócrata que republicano, y
llamaron la atención sobre los nocivos resultados de un excesivo gasto federal. Al final, gran parte
de la proyectada legislación no vio la luz debido al enfrentamiento que se produjo entre el
presidente y el Congreso, dominado por los demócratas que pedían reformas más profundas. Pero
ello no fue obstáculo para que nuevas enmiendas a la ley de seguridad social elevaran las
prestaciones de los ancianos y los incapacitados y aumentaran las asignaciones federales en favor
de las madres y los niños.

La creación en 1953 de un nuevo departamento ministerial de sanidad, educación y bienestar


(Departament of Health, Education and Welfare), proporciona un ejemplo típico de las dificultades
a que conducían las contradicciones políticas de los republicanos. De un lado, el nuevo
departamento tenía por objeto racionalizar y coordinar las diferentes políticas nacionales en
aquellas materias, tal y como sugería el informe de la comisión Hoover sobre reorganización
ministerial de 1949; al mismo tiempo, reflejaba la alarma causada por la declaración de ineptitud
para el servicio militar de muchos jóvenes durante la segunda guerra mundial y la guerra de Corea
debido a su deficiente salud o educación. Pero en 1953, el titular del nuevo Departamento, la
señora Oveta Hobby se opuso a la distribución gratuita de vacuna contra la poliomielitis
argumentando que semejante precedente llevaría a la socialización de la medicina, hasta que las
protestas de la opinión pública obligaron al Congreso a votar los créditos necesarios para la
distribución de la vacuna. La señora Hobby presentó su dimisión en 1955, siendo sustituida por
Marion Folsom, más liberal que su predecesora.

El gobierno Eisenhower tuvo también que modificar su política con el fin de paliar la difícil situación
de los agricultores. La creciente eficacia de los métodos de cultivo introducidos en las décadas de
1940 y 1950 se tradujo en un superávit de productos alimenticios básicos. Los precios agrícolas
cayeron en un tercio entre 1948 y 1956 debido al aumento de la productividad, y los agricultores
recibieron una proporción menor de la renta nacional. Alarmado ante el volumen de las
subvenciones que el gobierno debía pagar para la adquisición de tos excedentes, Eisenhower se
inclinó en 1954 por una escala móvil de precios, en lugar de unos precios fijos; y cuando esta
iniciativa fracasó no tuvo más remedio que aceptar, en 1956, la idea del senador demócrata
Hubert Humphrey, de que el gobierno pagara a los agricultores para que éstos dejaran sus tierras
en barbechos (Soil Bank Bill); como resultado de estas medidas, los gastos federales en la
agricultura fueron, en 1958, seis veces superiores a los de 1952.

Si la situación de los agricultores y de los obreros agrícolas se deterioró, la del obrero industrial,
por el contrario, siguió mejorando. A pesar de las breves, pero no por ello menos graves,
recesiones de 1953-1954 y 1957-1959, el conjunto del panorama económico mostraba un relativo
pleno empleo y una creciente prosperidad. En 1960, el producto nacional bruto anual era ya de

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500.000 millones de dólares, y la renta anual media de una familia americana ascendía a 6.819
dólares. Los salarios semanales medios subieron regularmente de 76,52 dólares en 1955 a 80
dólares en 1956 y 90 dólares en 1960. La proporción de renta invertida en artículos de lujo, en
lugar de en alimentos y vestimenta, era mayor que nunca, y entre 1950 y 1960 el número de
vehículos matriculados pasó de 20 millones a 61,5 millones, que recorrían cerca de 720.000
millones de millas. Simultáneamente, el recurso a los vuelos interiores era cada vez más corriente.
Otro rasgo característico de la “sociedad de la abundancia” era el aparato de televisión, presente
en 1960 en 45 millones de hogares americanos, calculándose que cada familia dedicaba cinco
horas diarias a verla.

En medio de esta prosperidad y relativa estabilidad económica, los sindicatos se fueron haciendo
cada vez más conservadores. A partir de la segunda guerra mundial, la tasa de crecimiento de los
sindicatos disminuyó, situándose en una media de 100.000 nuevos miembros anuales, con
excepción del período de la guerra de Corea, en que la afiliación sindical pasó de 14.300.000 a
casi 17.000.000, estabilizándose a partir de entonces en torno a los 16 6 17 millones, es decir, sólo
la cuarta parte de la población activa total. También contribuyó a hacer más difícil el crecimiento
del número de afiliados a los sindicatos el cambio que se produjo en el mercado de trabajo en el
curso de la posguerra. La cifra de personas dedicadas a actividades profesionales y trabajos de
oficinas fue aumentando desde la segunda guerra mundial, de tal manera que en 1956 el número
de “cuellos blancos” (oficinistas) superaba ya al de “cuellos azules” (obreros industriales). La
vitalidad de las organizaciones sindicales se vio perjudicada igualmente por el nuevo papel del
gobierno no Federal en las relaciones entre empresarios y sindicatos. A partir del New Deal el
gobierno había reconocido sistemáticamente la importancia de los sindicatos para la economía,
incluyéndolos cada vez más en las instancias decisorias. Es más, muchos de los objetivos
perseguidos por los trabajadores, como los convenios colectivos, los salarios mínimos, la limitación
de la jornada laboral y los subsidios de paro ya habían sido aceptados y plasmados en leyes. La
única amenaza contra la seguridad de los sindicatos seguía siendo la ley Taft-Hartley.

En 1955, la AFL y el CIO se fusionaron, en parte para hacer frente a aquella amenaza,
combinando sus fuerzas, y en parte también porque las diferencias entre ambos organismos
eran ya menores de lo que habían sido originalmente. El nuevo sindicato, AFL-CIO, se fijó
objetivos más limitados: salario mínimo anual garantizado, acuerdos sobre productividad y
participación de los trabajadores en los beneficios y en la gestión de las empresas. Los
sindicatos dejaron de ser una fuerza combativa militante, convirtiéndose en un cuerpo
conservador y en parte integrante del proceso económico. Su estancamiento, y las dimensiones
de algunos de ellos, dieron pie a acusaciones de corrupción y de mala administración financiera;
al término de las investigaciones llevadas a cabo por un comité senatorial, fue promulgada, en
1959, una ley (Labor Management Reporting and Discloure Act) que trataba de hacer más
transparente la lucha por el poder dentro de los sindicatos y refrenar el gangsterismo y la
corrupción. Otro de los motivos que explica el conservadurismo de los sindicatos es el
mccarthysmo. Si bien a partir de 1954 el Tribunal Supremo dictó algunas sentencias devolviendo
a los sindicatos parte de los derechos perdidos años atrás, la agudización de las tensiones en
las relaciones exteriores a partir de 1958 llevó al Tribunal a sancionar nuevamente las medidas
restrictivas so pretexto de que eran precisas para la seguridad nacional. Pero si la postura del
Tribunal Supremo no era siempre inequívoca en la cuestión de las libertades civiles, no había

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duda alguna de cuál era su actitud ante el problema racial y sus decisiones a este respecto
tuvieron importantísimas repercusiones.

VI. Los Orígenes Del Nuevo Movimiento A Favor De Los Derechos Civiles En La
Década De 1950

Eisenhower se negó a seguir el ejemplo de Truman y a actuar enérgicamente como presidente


para solucionar el problema racial. El comité de derechos civiles creado por Truman, en su informe
To secure these rights, de 1947, solicitaba la adopción de amplísimas medidas en la cuestión
racial, atacaba el principio de segregación y pedía el fin de la discriminación en la educación, la
vivienda y el empleo; pedía, asimismo, que se dieran los pasos necesarios para garantizar el
derecho de voto de los negros. Pero la aprobación de la oportuna legislación por el Congreso fue
obstaculizada por la coalición de los demócratas sudistas y los republicanos conservadores.
Cuando a partir de 1950 los sudistas obtuvieron la mayoría de los escaños Demócratas en la
Cámara de Representantes y quedaron a falta de uno sólo para alcanzarla también en el Senado,
las perspectivas de que saliera adelante aquella legislación fueron aún más remotas. Al propio
tiempo, el miedo que se desencadenó durante la era de McCarthy ejerció también una influencia
negativa al crear una atmósfera tal que nadie se atrevía a defender la igualdad de derechos por
temor a ser tachado de “comunista”. De aquí que, a la vista del peso de estas fuerzas, fuera
imposible iniciar acción alguna sin un fuerte respaldo presidencial, a lo que se resistía Eisenhower.
Al margen de su concepción de la naturaleza del ejecutivo, no estaba en absoluto convencido de
que las leyes pudieran modificar las actitudes y los prejuicios de los hombres.

Ello no obstante, subsistía suficiente número de indicios favorables como para que los negros
conservaran sus esperanzas y expectativas. En la década de 1940, el Tribunal Supremo había
declarado anticonstitucionales los contratos de alquiler y compras con cláusulas racistas, así como
las elecciones primarias exclusivamente reducidas a los blancos, y en 1950 declaró que
segregación en los vagones restaurante constituía una carga indebida sobre la circulación entre
los diversos estados. Simultáneamente había comenzado a desaparecer la segregación en los
transportes públicos de Washington D. C., desde siempre un bastión de los prejuicios raciales.
También contribuyeron a alimentar las esperanzas de la población negra las promesas hechas por
Truman en sus mensajes sobre los derechos civiles. Pero lo más importante fue el mantenimiento
de un elevado nivel de empleo y la prosperidad general, que permitieron a los negros conservar,
sino incrementar, las ventajas económicas logradas durante la guerra. La guerra de Corea significó
un nuevo paso adelante; una vez más aumentaron las oportunidades de empleo, y aún cuando
Truman se negó a crear otro comité de vigilancia de las prácticas laborales, si autorizó la inclusión
de cláusulas que prohibían la discriminación racial en los contratos de trabajo suscritos con las
industrias de armamento. En el terreno militar, finalmente, la necesidad de efectivos en Corea
acabó con las últimas barreras que se oponían a las órdenes de Truman para abolir la segregación
racial en el ejército.

La elección de Einsenhower en 1952 y el final de la guerra de Corea un año más tarde marcaron el
fin de una era en materia de derechos civiles y el comienzo de otra. En la línea de sus anteriores
sentencias, el Tribunal Supremo proclamó en 1954 que la segregación en las escuelas públicas

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Texto. Los Estados Unidos de América

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era anticonstitucional; con esta decisión, recaía en el caso Brown contra la junta escolar de
Topeka, el Tribunal concluía una serie de procesos entablados por la NAACP. Un año después
ordenaba que la integración había de efectuarse “con la mayor rapidez posible”.Una abrumadora
mayoría de la población blanca del Sur reaccionó de forma fulminante y abrumadora. Cien
miembros de la Cámara de Representantes denunciaron la actitud del Tribunal Supremo haciendo
un llamamiento a la resistencia contra su decisión; el Ku-Klux-Klan reapareció y se establecieron
consejos de ciudadanos blancos (White Citizens Councils) en defensa de la respetable clase
media. En algunas ciudades de Texas, Tennessee, Kentucky y Alabama las turbas se agolparon
para impedir la entrada de niños negros en las escuelas de los blancos y, en 1956, una multitud
encolerizada de estudiantes y ciudadanos blancos impidió la admisión de una mujer negra en a
universidad de Alabama, en Tuscaloosa.

Cualesquiera que fuesen sus sentimientos personales sobre esta cuestión, que siempre mantuvo
secretos, el presidente Eisenhower no tuvo más remedio que intervenir en 1957. Cuando un
tribunal federal ordenó la abolición de la segregación en las escuelas de Little Rock (Arkansas), el
gobernador del Estado, Orval Faubus, llamó a la guardia nacional para evitar el acceso de nueve
niños negros a la escuela de segunda enseñanza. Ante este desafío a las leyes y a los tribunales
federales, Eisenhower asumió el mando de la guardia nacional y envió tropas federales para
restaurar el orden y proteger a los niños negros. Esto no impidió a la población blanca de Arkansas
poner de manifiesto sus simpatías al reelegir a Faubus, permitiéndole así proseguir su política
segregacionista. Aun cuando los tribunales ordenaron que se pusiera fin a las tácticas dilatorias
empleadas en el Sur, carecían de la autoridad necesaria para hacer cumplir sus fallos, y a falta de
una decisiva intervención del presidente o del Congreso, los estados continuaron retrasando la
integración racial en las escuelas públicas. Seis años después de haberse pronunciado el Tribunal
Supremo, no se había producido aún la integración en ninguna escuela de Carolina del Sur,
Georgia, Alabama, Misisipí y Luisiana.

Al mismo tiempo que los americanos blancos del Sur se disponían a hacer frente a cualquier
intento de modificar su statu quo racial, los negros comenzaron también a luchar contra la
discriminación y los prejuicios. En cierto modo, una actitud era resultado de la otra: a medida que
crecía la resistencia blanca aumentaba la exasperación de los negros y su resolución de proseguir
en su empeño, y, a su vez, la militancia negra tropezaba con una creciente reacción blanca. En
tanto que la NAACP proseguía con sus ataques jurídicos, cuidadosamente preparados, contra la
segregación, una nueva táctica, y a la larga no menos importante, hizo su aparición en
Montgomery (Alabama), en 1955: el boicot. A raíz de un incidente en que se vio envuelta una
mujer negra. Allí los negros, dirigidos por Martin Luther King, organizaron un boicot a las líneas de
autobuses de la ciudad que, como en casi todas las ciudades del Sur, sólo admitían pasajeros
negros en la parte trasera. Al cabo de un año, la compañía de autobuses puso fin a su política de
segregación y admitió a pasajeros blancos y negros en igualdad de condiciones. Con aquella
campaña Martin Luther King se hizo famoso en todo el país, y creó la Southern Christian
Leadership Conference con el fin de organizar acciones similares en otras partes. El ejemplo de
Ghandi de la resistencia no violenta, con la que los negros habían amenazado durante la segunda
guerra mundial se hizo realidad y su éxito motivó la generalización del movimiento.

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Siguiendo el ejemplo del boicot de Montgomery, los negros de Tallahassee (Florida) lanzaron una
campaña contra las compañías de autobuses locales, y en otros lugares boicotearon las tiendas
cuyos propietarios eran miembros de organizaciones racistas blancas, se manifestaron en favor
del derecho de voto y participaron en las protestas contra la segregación en las escuelas. La
respuesta del Sur fue violenta. La NAACP fue tachada de “comunista” y en diversos estados
sudistas las actividades de los colaboradores de la NAACP fueron restringidas; y cuando
fracasaron las medidas semilegales se recurrió a la intimidación. En 1955 varios dirigentes negros,
que se habían destacado por su participación en las campañas a favor del voto, fueron asesinados
en Misisipí, y un miembro negro de la NAACP resultó gravemente herido de un disparo,
produciéndose además gran número de incidentes menores en todo el Sur. Ante la gravedad de la
situación, el presidente Eisenhower hizo lo necesario para que en 1957 fuera aprobada una ley de
derechos civiles (Civil Rights Act). Esta nueva disposición perseguía tan sólo la protección del
derecho de voto y, a pesar de ser la primera de esta índole desde 1875, para los negros era
insuficiente y tardía. La lentitud con que se progresaba no hizo más que aumentar la irritación y la
impaciencia de los jóvenes afroamericanos, habida cuenta, sobre todo, de que, entre 1957 y 1965,
treinta y seis antiguas colonias africanas habían recibido la independencia. El escritor negro James
Baldwin resumía sus sentimientos con estas palabras: “Al ritmo al que van las cosas, toda África
será libre antes de que podamos tomarnos una maldita taza de café”.

Pero lo que más influía en el pesimismo y en la militancia de los negros era el deterioro de su
situación económica. Las recesiones de la década de 1950 afectaron especialmente a los
afroamericanos como consecuencia de los prejuicios que todavía subsistían en la industria. Entre
1953 y 1954, el índice de desempleo entre los negros pasó del 4,5 por 100 al 9,9 por 100, llegando
al 12,6 por 100 en 1958; a partir de entonces se mantuvo por encima del 10 por 100, más del
doble que el de los blancos. Las diferencias entre los niveles de renta y ocupación de blancos y
negros, que se habían ido reduciendo lentamente hasta 1952, empezaron a ahondarse al tiempo
que desaparecían las ventajas alcanzadas en los años anteriores. En 1960 el porcentaje de
familias negras con rentas inferiores a los 3.000 dólares había aumentado al 20,8 por 100, siendo
así que los negros constituían únicamente el 10-12 por 100 de la población. Finalmente, de los
3.600.000 negros que trabajaban, el 40 por 100 lo hacían como trabajadores no especializados, en
empresas de servicios, como porteros o conserjes. La prosperidad general que les rodeaba hacía
a los negros más conscientes de su situación, lo que unido a la relación de los blancos contribuyó
a agudizar el carácter de su protesta. Así se inició un nuevo movimiento dispuesto a llevar más
adelante aún la protesta no violenta. El 1 de febrero de 1960 cuatro estudiantes negros tomaron
asiento en la barra del restaurante, reservado exclusivamente a los blancos, de unos grandes
almacenes de Greensboro (Carolina del Norte) y pidieron ser atendidos. Al cabo de unas
semanas, el Sur fue sacudido por una oleada de “sentadas”. Aquel mismo año, los negros del
Norte fijaron su atención en la segregación que de facto imperaba en sus ciudades. Con este
ataque simultáneo a la segregación de iure en el Sur y a la que de facto se producía en el Norte,
se inició la “revuelta negra”; y una vez que se puso en marcha ni siquiera la nueva ley de derechos
civiles, aprobada en 1960, fue suficiente para detenerla.

La explosión de protesta de los negros significó un cambio radical en la imagen que los
afroamericanos tenían de sí mismos y del lugar que ocupaban en América. En vez de esperar
pasivamente la reforma, ahora la exigían. Su actitud hizo de las relaciones raciales uno de los

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Autor. Adams, Willi Paul (comp)

problemas más importantes de la política interior, hasta el punto de que en las elecciones
presidenciales de 1960 los derechos civiles se habían convertido en una cuestión que ningún
partido podía desconocer. Aunque ambos partidos manifestaron su propósito de acabar con la
discriminación y con los prejuicios, fue el candidato demócrata, John F. Kennedy, quien se puso
inequívocamente del lado de los negros. Cuando Martin Luther King fue encarcelado en Atlanta,
después de una “sentada”, Kennedy testimonió a la señora King su simpatía y preocupación, y su
hermano Robert pidió al juez de Georgia la liberación del dirigente negro, que fue puesto en
libertad al día siguiente. Esta actitud granjeó a los Kennedy las simpatías de un considerable
sector de la población negra, cuyos votos desempeñaron un papel decisivo en la estrecha victoria
de Kennedy. Los afroamericanos, por su parte, confiaban en que el nuevo presidente tomaría las
medidas que Eisenhower no había sabido adoptar.

VII. La Sociedad Americana A Mediados Del Siglo Xx

Para América, los años cincuenta fueron años de paz y de relativa tranquilidad. Las transformaciones
provocadas o aceleradas por la segunda guerra mundial se afirmaron a partir de 1945, al tiempo que
algunos factores exteriores —como la ayuda a Europa, la guerra fría, la guerra de Corea y la carrera
de armamentos con la Unión Soviética— contribuían a los progresos económicos y sociales de los
Estados Unidos. A pesar de los problemas planteados por las periódicas recesiones e inflaciones,
aquélla fue en términos generales una época de crecimiento y prosperidad. La guerra de Corea
terminó en 1953 y no hubo más guerras; desapareció el miedo provocado por el mccarthysmo y el
panorama político era menos conflictivo de lo que lo había sido en los últimos tiempos. Los adjetivos
más utilizados entonces para describir aquella sociedad eran los de “opulenta” y “homogeneizada”, lo
que, al menos superficialmente, parecía bastante exacto. Subsistían, sin embargo, amplias zonas de
pobreza y de sufrimiento, como ponían de relieve las explosiones que se producían en las relaciones
interraciales, que los políticos de entonces desconocían o aparentaban ignorar. Muchos de los
problemas de la posguerra debían ser todavía diagnosticados o resueltos.

Uno de los cambios más espectaculares se produjo en la propia población. En 1940 los Estados
Unidos contaban con 123 millones de habitantes; en 1951, con 151 millones, y en 1960, con 179
millones. La razón de esta sorprendente expansión era simplemente el crecimiento del índice de
natalidad y la disminución del índice de mortalidad. Durante la segunda guerra mundial el primero
había aumentado rápidamente hasta alcanzar un 22 por 1.000; en 1947, el baby boom llegó a la
cota máxima del 27 por 1.000 y, a partir de 1949, la media fue de un 25 por 1.000 anual. Las
presiones emocionales de la guerra, seguidas de la seguridad que proporcionaba la prosperidad
de la posguerra, animaron a los americanos a casarse antes y a tener más hijos. Paralelamente,
los avances conseguidos por la medicina, tales como la penicilina, las sulfamidas y las vacunas
contra la poliomielitis, se tradujeron en el descenso de la mortalidad infantil y en el aumento de la
esperanza media de vida, que si en 1940 era de 64,2 años para los blancos, en 1960 subió a 70,6
años (si bien la de los negros era de 53,1 y 63,6 años, respectivamente, lo que pone nuevamente
de relieve las diferencias de sus condiciones de vida). La población no sólo creció, sino que
también se desplazó del Norte al Oeste, del campo a la ciudad y de los centros urbanos a las
zonas residenciales suburbanas. Los movimientos migratorios que se produjeron durante la guerra
continuaron en tiempos de paz. Atraída por el clima y por las oportunidades económicas, la

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población de California aumentó en un 50 por 100 en la década de 1950, frente a sólo el 12 por
100 en los estados del Este, de tal forma que en 1964 California superó al Estado de Nueva York
en número de habitantes.

Eran cada vez más numerosos los que abandonaban el campo por la ciudad. En 1960 un 70 por
100 de la población vivía en grandes y pequeñas ciudades, aunque entre 1950 y 1960 las
principales ciudades experimentaron un retroceso en su población. En Nueva York, por ejemplo, la
población del centro disminuyó en un 1,4 por 100, en tanto que la que residía en su área
suburbana crecía en un 25 por 100. Lo mismo ocurrió en la mayoría de las restantes ciudades de
más de un millón de habitantes, como Chicago, Detroit, Filadelfia y Los Angeles. Las clases
medias huían de los cascos urbanos en busca de una vivienda adecuada a su posición y mejores
servicios públicos. El radio de la ciudad de Los Angeles se extendió cada vez más hasta abarcar
una superficie de 5.000 millas cuadradas. Se decía que Los Angeles era un conglomerado de
suburbios en busca de un centro urbano. Otras grandes ciudades comenzaron a extenderse,
fundiéndose unas con otras; en 1960 se habían configurado tres áreas urbanas bien definidas:
Chicago-Detroit, Boston-Nueva York-Washington y San Francisco-Los Angeles.

El anonimato y la uniformidad de la vida en las zonas suburbanas tenían su equivalente en la


industria. Las gigantescas compañías seguían creciendo y dominaban cada vez más el mercado.
Las 200 mayores empresas en 1945 lo eran también en 1960, con la diferencia de que eran aún más
grandes. A medida que crecían, éstas, las compañías dirigidas por “hombres de traje gris” eran cada
vez más impersonales y más burocráticas, al tiempo que se hacían más eficientes, más productivas
y recurrían más a la automación. Los fabricantes lanzaban al mercado artículos de poca duración,
asegurando así su rápida eliminación y una demanda estable; simultáneamente creaban
“necesidades”, invirtiendo enormes sumas en la publicidad de unos productos mayores y mejores, o
simplemente de calidad superior que los de sus competidores. En 1955 la General Motors, uno de
los tres grandes fabricantes de automóviles, gastó más de 162 millones de dólares en publicidad; y
Procter and Gamble invirtió 93 millones en anunciar sus sales de baño y sus jabones; aquel mismo
año se emplearon también cerca de 9 millones de dólares para anunciar el alka-seltzer, remedio de
los dos grandes males típicos de la sociedad de la abundancia: la indigestión y la resaca. Estas
transformaciones tuvieron, asimismo, repercusiones igualitarias. La expansión y concentración de la
producción y la distribución alentaron el desarrollo del sector servicios y, consecuentemente, del
número de personas dedicadas a actividades administrativas y directivas. El empleo de la tecnología
y de la mecanización en la: industria manufacturera requería un número mayor de obreros
especializados. Desaparecieron así muchas de las divisiones de clase, a medida en que crecía la
gran masa amorfa de los “trabajadores de camisa blanca”, los oficinistas y los especialistas. En
1960, aproximadamente 35 millones de personas trabajaban en oficinas, como vendedores,
administradores y directores, y en profesiones liberales, frente a menos de 32 millones en la agricul-
tura, la industria o la minería. Al producir para un mercado de consumo masivo, la industria se orientó
progresivamente hacia la estandardización de sus artículos, ya fuesen productos alimenticios o
automóviles. Esto también redundó en una difuminación de las distinciones de clase, a medida que
se reducían los diferentes estilos de vida a un denominador común. Todos compraban productos
básicamente idénticos, independientemente de las distintas marcas, en idénticas cadenas de
almacenes o supermercados. Pero el factor más importante fue la participación de un sector de la
población cada vez mayor en la abundancia a partir de la segunda guerra mundial; entre 1947 y

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1960 el porcentaje de familias con rentas superiores a los 6.000 dólares anuales pasó del 29 por 100
al 47 por 100, y el de aquellas que disponían de más de 7.500 dólares, del 17 por 100 al 31 por 100.
La mayor parte de los obreros contaban con pensiones de retiro, trabajaban una media de cuarenta
horas semanales y podían pagarse mejores y más largas vacaciones. La mayoría de las familias
disponían de automóvil, televisión y refrigerador. Esta prosperidad generalizada creó un sentimiento
de satisfacción muy extendido e hizo posible que muchos olvidaran las injusticias aún existentes en
la sociedad americana.

Los cambios producidos en la posguerra trajeron también consigo numerosos inconvenientes. La


automación desplazó de la industria a muchos obreros que, carentes de cualificación, tuvieron
dificultades para encontrar nuevo empleo; como consecuencia de los nuevos métodos de
producción, más de un millón de trabajadores perdieron su puesto de trabajo en la industria
manufacturera entre 1955 y 1961, y muchos de ellos quedaron en paro. En 1960, el 5,6 por 100 de
la población activa, cerca de 4 millones de personas, carecía de trabajo. Los desplazamientos a
las zonas suburbanas también plantearon problemas. El éxodo de los más ricos privó a muchas
ciudades de una parte importante de los ingresos procedentes de sus impuestos, con el resultado
de que los servicios públicos en los centros urbanos se deterioraron. Los centros urbanos fueron
ocupados por los grupos menos privilegiados, como los negros y puertorriqueños, debido a que ni
ellos ni las autoridades locales tenían dinero suficiente, el casco de las ciudades se deterioró
lentamente. Las personas que vivían en el extrarradio utilizaban sus automóviles como medio de
transporte, con el consiguiente incremento del gasto en carreteras por parte de las autoridades
locales, estatales, y federales, y el consiguiente descuido de los transportes públicos. Los que
sufrían las consecuencias de estas transformaciones eran siempre los pobres, muy numerosos a
pesar del generalizado bienestar. El número exacto de “pobres” en la América de 1960 fue, y sigue
siendo, objeto de debate. El desacuerdo estriba en lo que se entiende por pobreza: en tanto que
unos se limitaban a los niveles de renta, otros tomaban en consideración las condiciones de
vivienda, la vestimenta, la alimentación y el estilo de vida en general; según uno u otro criterio, las
cifras de pobres oscilaban entre 20 y 40 ó 50 millones. Pero, en cualquier caso, todos coincidían
en que la pobreza seguía siendo un fenómeno masivo, tanto más escandalizador y alarmante
cuanto que estaba inmerso en una riqueza tan grande. La redistribución de la riqueza, que se
había iniciado durante la segunda guerra mundial, se estancó hacia 1950, y si el porcentaje de
familias con ingresos comprendidos entre los 6.000 y los 15.000 dólares aumentó del 29 por 100 al
47 por 100 entre 1947 y 1960, el de aquellas con menos de 4.000 dólares sólo disminuyó del 37
por 100 al 23 por 100. En 1959, de los dos millones largos de familias que vivían en Nueva York, la
mitad (49 por 100) tenía ingresos inferiores a los 6.000 dólares, y un 25 por 100 percibía de hecho
menos de 4.000. Estas estadísticas cobran todo su significado si tenemos en cuenta que el
departamento de Trabajo calculaba que una familia de cuatro miembros necesitaba entre 5.000 y
6.000 dólares anuales para asegurarse un nivel de vida “aceptable”.

Aun cuando los pobres estaban concentrados sobre todo, aunque no exclusivamente, en las zonas
urbanas, muchos trabajadores del campo percibían salarios por debajo de los niveles de
subsistencia, y había regiones “olvidadas” en los Apalaches, Virginia Occidental y Kentucky, donde
se instaló la pobreza a raíz de la decadencia de la industria minera. También carecían de los
ingresos necesarios gran cantidad de ancianos, sin pensiones o ahorros y sin familia que los
ayudara. Finalmente, los grupos minoritarios eran los más afectados por la pobreza. Dado que no

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tenían una igualdad de oportunidades, muchos de ellos carecían de preparación o especialización


en una época en que tales cualificaciones eran condición indispensable para conseguir un buen
trabajo. Pero incluso sin estos obstáculos, los prejuicios raciales bastaban para que muchos no
encontraran empleo. Como diría alguien, aunque la mayoría de los pobres no eran negros, la
mayoría de los negros eran pobres. La pobreza, fuera de los blancos o de los negros, llevaba
aparejadas la mala salud y unas deficientes condiciones de alojamiento. El censo de 1960 revela
que cerca de 9 millones de viviendas, de un total de 53 millones, carecían de retrete privado, de
baño y de agua corriente. Una de las extrañas paradojas de la sociedad de la abundancia
consistía en que había más casas dotadas de televisión que de una adecuada instalación
sanitaria. Y, sin embargo, cuando se sometió, en 1950, al Congreso un proyecto de ley destinado
a facilitar fondos federales para la construcción de instalaciones depuradoras, Eisenhower lo vetó
pretextando que semejante medida ahogaría la iniciativa local.

La uniformidad y conformidad predominante en la sociedad de la década de 1950 no fueron


aceptadas por todos. Muchos sentían un vacío en sus vidas y una sensación de alienación y de
soledad no obstante su creciente bienestar material. De aquí que diversos escritores hicieran un
análisis crítico del papel y del significado del hombre en la sociedad de masas, como David
Riesman en The lonely crowd (1952), C. Wright en White collar (1951) y William White en The
organization man (1957). Paralelamente, los novelistas tendían a subrayar la importancia del
individualismo. Las novelas de Saul Bellow y de J. D. Salinger, The adventures of Augie March
(1953) y Catcher in the rye (1951), trataban precisamente de la búsqueda de identidad, que otros
escritores asociaban al reconocimiento de las distintas subculturas étnicas: Philip Roth y Bernard
Malamud escribieron sobre los problemas de la existencia judía en América, y Ralph Ellison y
James Baldwin, sobre la conciencia negra. Pero si algunos novelistas y escritores se interrogaban
acerca de la sociedad, lo que los lectores deseaban era aliento, consuelo y una visión positiva.
Muchas personas retornaron a la religión y a las Iglesias. Entre 1945 y 1958, el número de
miembros de una u otra Iglesia pasó de 70 a más de 100 millones. Las novelas de tema religioso,
como The robe y The big fisherman, de Lloyd Douglas, alcanzaron un extraordinario éxito, y en
1953, seis de los ocho libros más vendidos trataban de temas religiosos. El propio Eisenhower
demostraba públicamente la importancia que daba a la religión, hasta el punto de que siempre
abría las reuniones de su gabinete con una oración.

Aunque en la década de 1950 el número de estudiantes que acudía a las escuelas de enseñanza
superior y a las universidades era muy elevado, la población estudiantil mantenía, sin embargo,
una actitud sorprendentemente poco crítica frente a la sociedad que la rodeaba. La única
excepción fue un pequeño movimiento que rechazaba los valores establecidos por la clase media
blanca. La beat generation, como se la llamó, se inclinó por el budismo Zen y por el estilo de vida
de los negros americanos, adoptando el misticismo, el lenguaje, la música y las costumbres del
ghetto, en un intento de hallar o crear su propia identidad. Gran parte de su rebelión carecía de
objetivos, siendo su máxima preocupación que cada uno pudiera desarrollarse y expresarse
libremente. El talante y el comportamiento de los beats fue captado por Jack Kerouac en su novela
On the road (1957), y por Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginzberg en sus poesías.
Sus estrellas cinematográficas —aunque sin duda no habrían aceptado esta expresión— fueron
los antihéroes y los rebeldes sin causa encarnados por James Dean y Marlon Brando.

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Muchos americanos podían permitirse ignorar las duras críticas de los beats, pero los
acontecimientos de los últimos años de la Administración Eisenhower les obligaron a someterse,
tanto individual como colectivamente, a un análisis y a un examen. En 1957, la Unión Soviética
lanzó el primer satélite artificial, el “Sputnik” quebrantando así la seguridad que en sí mismos
tenían muchos americanos; un nuevo golpe al prestigio de los Estados Unidos sobrevino en 1958,
cuando el vicepresidente Nixon fue atacado, insultado, e incluso apedreado por las multitudes en
el curso de su gira por diversos países sudamericanos. En 1960, un avión U-2 de los Estados
Unidos en misión de vigilancia fue abatido sobre la Unión Soviética, y ese mismo año los
japoneses pidieron al presidente Eisenhower que cancelara su proyectada visita a Japón ante la
posibilidad de que se produjeran manifestaciones antiamericanas. La pérdida de influencia
americana fuera y dentro del país, la intensificación de la crisis de las relaciones raciales, la
persistencia del estancamiento económico y el creciente desempleo pusieron de manifiesto la
gravedad de los problemas sociales y económicos, ocultos largo tiempo por la abundancia.

La segunda guerra mundial acabó con la depresión, creando las bases de la prosperidad de los
tiempos de paz. Muchos de los acontecimientos causados o acelerados por la guerra se
prolongaron una vez terminado el conflicto. Pero es posible que al demostrar el éxito del sistema
americano, la guerra impidiera ver sus defectos y debilidades. La prosperidad económica de la
posguerra fomentó esta tendencia a la arrogancia y a la autoconfianza, pero en 1960 ya eran
evidentes varias de aquellas lacras: empobrecimiento a largo plazo de determinadas capas de la
población, desempleo periódico de gran envergadura, inflación, deterioro de las condiciones de
vida en las ciudades y dificultades en las zonas rurales. El mandato de Eisenhower fue una etapa
en la que se consolidaron los avances del pasado y se redujeron las tensiones, pero también fue
testigo de la aparición de muchos de los problemas que se plantearían en la década de 1960. Si
los años cincuenta fueron años de prosperidad, también lo fueron de aplazamiento.

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