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Barrancas

Susana Argueta

Abrí mis ojos y contemplé la maravilla de la creación. El paisaje era espectacular.


Una pared interminable de elevaciones montañosas discurría por todos los lugares
prolongándose interminablemente, macizos de tierra cuya silueta se recortaba
frente al cielo de la mañana, dejando ver un contraste de azules profundos y
suaves blancos de nubes que el sereno matutino había dejado desperdigados.

El viento, a grandes bocanadas, corría por el fondo de la barranca provocando


cambios en el espectáculo; abría y cerraba huecos que, de momento, dejaban ver
el verde de la vegetación y casas que desde esa altura se veían pequeñísimas. En
otros instantes, el mismo aire diseminaba las nubes y cubriendo todo de nuevo,
semejando estar en el cielo.

De improviso, el cálido dorado de la luz solar atravesó el horizonte. Se coló


primero levemente y lo invadió todo. Triunfante sobre el blanco tacto que había
predominado hasta entonces, se apoderó de la escena. La Sierra Tarahumara
dejo ver su grandeza sagrada. Cada punto de la tierra tocado por el sol se
transformó en un espejo de cobre, brillos multiplicados por cientos, miles, que
colorearon la montaña.

Desde el lugar donde me encontraba, se vislumbraba la sima de la cordillera como


un golpe en la conciencia. ¿Cómo describir el impacto del vacío y la grandeza del
espacio? Sólo a través de saberse humildemente breve en la línea de la creación
del cosmos. Mis ojos se humedecieron. Me incliné y agradecí.

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