Abrí mis ojos y contemplé la maravilla de la creación. El paisaje era espectacular.
Una pared interminable de elevaciones montañosas discurría por todos los lugares prolongándose interminablemente, macizos de tierra cuya silueta se recortaba frente al cielo de la mañana, dejando ver un contraste de azules profundos y suaves blancos de nubes que el sereno matutino había dejado desperdigados.
El viento, a grandes bocanadas, corría por el fondo de la barranca provocando
cambios en el espectáculo; abría y cerraba huecos que, de momento, dejaban ver el verde de la vegetación y casas que desde esa altura se veían pequeñísimas. En otros instantes, el mismo aire diseminaba las nubes y cubriendo todo de nuevo, semejando estar en el cielo.
De improviso, el cálido dorado de la luz solar atravesó el horizonte. Se coló
primero levemente y lo invadió todo. Triunfante sobre el blanco tacto que había predominado hasta entonces, se apoderó de la escena. La Sierra Tarahumara dejo ver su grandeza sagrada. Cada punto de la tierra tocado por el sol se transformó en un espejo de cobre, brillos multiplicados por cientos, miles, que colorearon la montaña.
Desde el lugar donde me encontraba, se vislumbraba la sima de la cordillera como
un golpe en la conciencia. ¿Cómo describir el impacto del vacío y la grandeza del espacio? Sólo a través de saberse humildemente breve en la línea de la creación del cosmos. Mis ojos se humedecieron. Me incliné y agradecí.