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28.3.

2020 ATEÍSMO

ATEÍSMO
DicPC

I. LAS DIFICULTADES DE UNA DEFINICIÓN. El término ateísmo (del


griego a privativa y theos = Dios) es uno de los más ambiguos del
lenguaje filosófico. Su único contenido definido viene dado por el
prefijo a con el que se expresa una negación. Pero, ¿de qué es
negación el ateísmo? Si nos atenemos a la etimología arriba
indicada, el ateísmo es la negación de Dios. Ahora bien, en este
supuesto, y dado que el contenido concreto de la idea de Dios no es
el mismo en las diversas religiones y filosofías, es claro, en frase de
K. Rahner, que «determinar dónde se encuentra el verdadero
ateísmo depende del concepto preciso de Dios que se presupone».
El ateísmo, así entendido, tiene, pues, más un alcance polémico,
que debe ser determinado en cada caso, que un significado teórico
definido: lo que para uno es afirmación de Dios, puede ser para
otro expresión de ateísmo. Los primeros cristianos fueron tenidos
por ateos, porque se negaban a sacrificar a los dioses paganos.
Otros, en cambio, se consideran ateos, porque confunden a Dios
con una imagen tan maltrecha de Él, que les parece imposible que
pueda existir.

Si, ateniéndonos ahora al significado inmediato del término,


definimos el ateísmo como la negación del teísmo, el panorama se
clarifica notablemente, pero a costa de una serie de drásticas y
problemáticas exclusiones. Por teísmo se entiende efectivamente la
doctrina que reconoce la existencia de un Dios personal y
trascendente, que actúa sobre el mundo que Él mismo ha creado.
En este sentido se puede decir, en general, que el ateísmo niega lo
que el teísmo afirma. Pero entonces tanto el deísmo (que afirma la
existencia de Dios creador, pero niega su influjo sobre el mundo),
como el panteísmo (que niega además, en sentido estricto, la
creación y la ->trascendencia de Dios respecto del mundo) han de
ser considerados expresamente como doctrinas ateas. Ahora bien,
si el panteísmo, al menos en la medida en que identifica el ser de
Dios y el del mundo, merece ser denominado con Schopenhauer un
ateísmo disfrazado, no puede decirse lo mismo del deísmo, el cual
confina estrechamente con el teísmo y, si exceptuamos el rechazo
del influjo de Dios sobre el mundo, coincide casi con él. De hecho,
la diferencia fundamental entre el deíslrio y el teísmo, consiste en
que el primero se opuso históricamente al cristianismo, como la
religión racional y natural a la revelada y sobrenatural.

II. NATURALEZA Y FORMAS DEL ATEÍSMO. Lo de menos es disponer


de una definición redonda del fenómeno ateo y lo de más conocer
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de algún modo su naturaleza y los rostros diversos que ha tomado


en la historia. Suele distinguirse a este respecto entre el ateísmo
teórico y el práctico. Para caracterizarlos de algún modo, partiremos
como dato de hecho de la idea de Dios, tal como suele concebirlo la
tradición religiosa de la humanidad, a saber, como un ser
trascendente, del que dependen en definitiva el mundo y el
'hombre. En este supuesto, el ateísmo teórico consiste
sencillamente en la negación expresa de la existencia de Dios.

Por su parte, el ateísmo práctico consiste en vivir como si Dios no


existiera, organizando decididamente la vida según un sistema de
valores del que Dios está ausente. Ni que decir tiene que desde el
punto de vista religioso el ateísmo práctico tiene mayor alcance que
el teórico. En efecto, dada la relación existente entre Dios y el
orden moral, cuando una persona orienta su vida desde la exigencia
absoluta del bien, la orienta en definitiva hacia Dios, el Bien
absoluto. Así, en fuerza de un acto de ->libertad radical que tiene
por objeto el bien moral, un hombre, sin conocer teóricamente a
Dios, lo reconoce prácticamente y tiende de hecho hacia Él. Por ello,
nada impide que un ateo teórico, negando explícitamente a Dios, lo
afirme implícitamente en ese acto radical de libertad, por el que se
compromete totalmente y elige el sentido de su vida. Como
tampoco nada impide que un supuesto creyente, afirmando en
teoría a Dios, lo niegue implícitamente en un acto radical de libertad
de signo contrario. En definitiva, en frase de J. Maritain, el
verdadero lugar del hombre se halla en la encrucijada entre el -
>bien y el mal.

Para ahondar en la naturaleza del ateísmo teórico es útil clasificarlo


ulteriormente en positivo y negativo. El ateísmo negativo se limita a
rechazar la existencia de Dios, sin poner nada en su lugar. Se trata
de un ateísmo superficial, como el de los libertinos del siglo XVII,
que deja obviamente un vacío en el centro de una concepción de las
cosas, que se había estructurado en torno a Dios, pero sin asumir la
tarea de cambiarla. En cambio, el ateísmo positivo es un esfuerzo
heroico y, en ocasiones, desesperado por reconstruir el entero
universo humano, con todos sus valores, de acuerdo con el cambio
radical que supone la negación de Dios. Tal es, para citar dos
ejemplos bien conocidos, el ateísmo optimista y revolucionario de
Marx y el trágico de Nietzsche.

El rasgo peculiar de este ateísmo es su carácter postulatorio.


Aunque mantiene, como es obvio, una vertiente intelectual, su raíz
está en la voluntad. Como dijo Unamuno en su época: « La mayoría
de nuestros ateos quieren que Dios no exista». Y ello no por
comodidad, sino por una pretendida exigencia de la propia dignidad
humana. El punto de partida del ateísmo positivo es entonces un
acto radical de libertad, que se sitúa en los antípodas de aquel, por
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el que el hombre se orienta hacia Dios. Se trata, al contrario, de un


acto de elección moral, por el que una persona, al tomar postura
ante el ,"sentido de su vida, confunde el paso al estado adulto con
el rechazo, no sólo de la subordinación infantil, sino de toda
subordinación, y se decide a abordar el bien y el mal en una
experiencia total y absolutamente libre, de suerte que la posición
del hombre como señor absoluto de su destino coincida
exactamente con el rechazo de Dios. El ateísmo teórico encuentra
así su propio ámbito de actuación práctica y deviene con ello
ateísmo absoluto: por vez primera en la historia de la humanidad,
se nos pone delante un ateísmo plenamente consciente y
consecuente, que niega tan verdaderamente a Dios, que exige del
hombre que lo destierre totalmente de su pensamiento y de su
vida. Pero esto que acabamos de describir ¿qué otra cosa es sino
una especie de acto de fe invertido? La toma de postura atea difiere
del acto de fe del creyente en que, en lugar de ser una entrega libre
a Dios, es un desafío libre a este mismo Dios trascendente. Como
observa Maritain, el ateísmo absoluto es en el fondo una especie de
compromiso religioso de gran estilo.

III. HISTORIA DEL ATEÍSMO. Un ateísmo así, en su tremenda


radical dad, es un fenómeno poscristiano. Ni en la antigua Grecia ni
en las grandes culturas orientales se encuentra nada parecido. Hay,
sin duda, apuntes ateos en el hinduismo, concretamente en el
sistema Samkhya, y en la filosofía griega, particularmente en la
sofística y el epicureísmo. Pero hay motivos para preguntarse si se
trata en todo ello de un auténtico ateísmo, ya que falta el punto de
referencia: un Dios trascendente y personal de quien pueda
negarse la existencia. Un ateísmo plenamente consciente de sí
mismo se da por vez primera en la Ilustración francesa, p.e. en J.
de La Mettrie (1709-1751) y el barón P H. d'Holbach (1725-1789),
aunque sea todavía en función, respectivamente, de una concepción
mecanicista y naturalista del mundo. El corte radical en la historia
del ateísmo moderno lo lleva a cabo L. Feuerbach (18041872) con
su teoría de la proyección religiosa. El hombre se convierte ahora
en el auténtico contenido del concepto Dios. El hombre, en efecto,
crea a Dios a su imagen y semejanza, de acuerdo con sus deseos y
necesidades. Dios es entonces algo así como el espejo soñado, en
el que el hombre se mira a sí mismo, pero en forma de Otro. De ahí
la acusación de alienación que Feuerbach hace ala conciencia
religiosa. En la religión el hombre real está separado de sí mismo:
adora en Dios a su propia esencia, considerada como un ser distinto
de él. Hay que devolver, pues, al hombre lo que es suyo y
reconocer que el único Dios del hombre es el mismo hombre, pero
no como individuo, sino como especie. ¡Homo homini Deus!

El paradigma antropológico, introducido por Feuerbach, será llevado


por Karl Marx (1819-1885) y S. Freud (1856-1939) al terreno de la
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sociología y la psicología profunda. Marx critica la concepción


abstracta del hombre en Feuerbach y la sustituye por una
concepción concreta e histórica: el hombre como conjunto de
relaciones sociales. Estas relaciones, en la situación de alienación
humana, propia de la sociedad capitalista, producen la religión
como una conciencia invertida del mundo, porque son ellas mismas
un mundo invertido. La alienación religiosa, de la que hablaba
Feuerbach, no es tanto la causa como el efecto de esta más honda
alienación humana. Es indicio de una carencia y está destinada a
desaparecer tan pronto como se instaure una praxis
socioeconómica que colme aquella carencia. No es preciso, pues,
matar a Dios para que el hombre viva: basta con hacer posible que
el hombre viva y Dios morirá por sí mismo. El ateísmo deja de ser
una doctrina y se convierte en un hecho. Freud, por su parte,
explica la génesis de la idea de Diosa partir de la ambivalencia
afectiva de amor y temor presente en la relación hijo-padre. «El
Dios personal no es más que el padre transfigurado». En cualquier
caso, la religión es una ilusión y una ilusión dañina, ya que
mantiene al individuo en el estadio de sujeción infantil y le impide
hacerse adulto y asumir, austera y responsablemente, la existencia
en toda su dureza.

En este contexto, el grito de F. Nietzsche (1844-1900): «¡Dios ha


muerto!» constituye a la vez un punto final y un nuevo comienzo.
Un punto final, porque la muerte de Dios se concibe como el acto
humanizador por excelencia: el hombre no deviene hombre hasta
que no empuña en su mano el cuchillo deicida. Un nuevo comienzo,
porque el ateísmo deja de ser optimista y deviene trágico. No basta
con vencer a Dios: hay que vencer también la nada, que su muerte
acarrea. Muerte de Dios y nihilismo son como las dos caras de un
mismo acontecimiento, cuyo concreto despliegue constituye la
puesta en obra de la lógica interna de la historia occidental. Y así
Nietzsche se queda entre el temor y la esperanza. La esperanza del
ultrahombre, el heroico anticristo y antinihiiista que vencerá a Dios
y a la nada. Y el temor al último hombre, el más despreciable y a la
vez el más inextinguible, el que ha vencido a Dios, pero no ha
podido vencer a la nada.

El talante humanista del ateísmo del siglo XIX afecta incluso al de


A. Comte (1798-1857), un autor que representa en principio al
positivismo. Comte ha pasado a la historia como inventor de la
célebre ley de los tres estadios: el teológico, en el que el hombre
explica los fenómenos por medio de fuerzas trascendentes, divinas
o demoníacas; el metafísico, en el que dichas fuerzas,
despersonalizadas, se convierten en principios racionales; y el
positivo, que se queda en la averiguación y comprobación científica
de las leyes dadas en la experiencia. El sentido del proceso es
trasparente: la ciencia positiva reemplaza a la ->teología y a la
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metafísica como intento de explicación del mundo. Sin embargo, la


sociedad humana no funciona sin ->religión, y en la moderna
sociedad, regida por la ->ciencia, no cabe más religión que la
religión del hombre. La humanidad, como entidad no trascendente,
constituye entonces el objeto inevitable de un culto que niega, en
cambio, a Dios como ser trascendente.

El ateísmo de la primera mitad de nuestro siglo, en su doble


dirección humanista y científico-positiva, aparece todavía como
heredero de los grandes ateísmos del siglo XIX. El modelo de
ateísmo humanista es ulteriormente desarrollado por J. P. Sartre
(1905-1980) y A. Camus (1913-1960). Para Sartre la negación de
Dios es el presupuesto de un humanismo eficaz. Al margen de que
Dios como unión del en sí y del para sí, de la plenitud del ser y el
vacío de la conciencia, es un ideal imposible, su admisión
significaría para el hombre degradarse al nivel del objeto, dejarse
determinar desde fuera por la ética del ser, abandonar la libertad a
la que ha sido condenado. Camus, en cambio, rechaza a Dios como
protesta contra el sufrimiento. «Allí donde sufre un niño inocente,
no puede haber ningún Dios». El ateísmo es entonces la condición
para una protesta activa contra el "sufrimiento y contra el mal, que
constituye el destino que ha de asumir el hombre rebelado contra
un mundo absurdo. Por su parte, el ateísmo de signo científico-
positivo, liberado definitivamente de cualquier resabio metafísico,
pervive en el neopositivismo lógico, una corriente de pensamiento
dominada por el formalismo lógico-matemático, en la que no hay
lugar para Dios. Así, para R. Carnap (18911970), la palabra Dios es
sólo una reunión insignificante de letras. De modo sin-filar A. J.
Ayer (1910) considera el juicio: «Dios existe», a la par que su
contrario: «Dios no existe», como una expresión privada de
sentido.

Todo esto es hoy, hasta cierto punto, historia transcurrida. La crisis


contemporánea de los grandes discursos afecta también a los
grandes discursos ateos. De hecho, como señala G. Vattimo, hoy
hay que considerar caducos todos los esquemas que daban por
liquidado, de una vez para siempre, el problema religioso de
Occidente. Si ya no es tan seguro, como pensaba el positivismo,
que la ciencia alcance la realidad misma de las cosas, ya que está
siempre condicionada por paradigmas históricoculturales, tampoco
lo es que la fe religiosa haya de declararse en bancarrota ante la
razón científica. Y si entre la fe en Dios y sus condicionamientos
sociológicos o psicológicos no pueden establecerse aquellos nexos
rígidos definidos por Marx o por Freud en términos de efecto y
causa, tampoco se puede desenmascarar sin más la religión como
reflejo ilusorio de la injusticia social o de la neurosis humana. La
única objeción atea que se mantiene en pie con renovado vigor, es
la que se apoya en la experiencia del "mal. Ante el sufrimiento de
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los inocentes fracasa todo intento redondo de explicación teológica.


Sólo la cruz de Cristo señala un camino para superar
teológicamente el ateísmo de la protesta, pues desde la muerte de
Jesús en la cruz el sufrimiento ya no se experimenta como algo
extraño a Dios mismo.

IV POSIBILIDAD Y LÍMITES DEL ATEÍSMO. Que el ateísmo es


posible lo muestra su misma realidad. No hay que entender, pues,
de tal modo la tesis teológica de la esencial referencia del hombre a
Dios, que se niegue la existencia de verdaderos ateos y sólo se
admita la existencia de hombres que se creen ateos. De hecho, la
referencia esencial del hombre a Dios se da implícita, pero
realmente, en todo acto radical de libertad como algo aceptado con
amor o, por el contrario, como negado. No es correcto, pues,
convertir a todo ateo en creyente malgré lui. Por otra parte, no se
puede olvidar que el ateísmo no es nunca lo primero. Lo primero es
la afirmación de Dios. De ahí se deduce que no puede darse un
ateísmo que descanse tranquilamente en sí mismo, ya que, por su
mismo carácter secundario, se replantea necesariamente la
cuestión de Dios como condición de posibilidad de su misma
negación. Como ya advertimos anteriormente, la imposibilidad de
un ateísmo despreocupado se muestra especialmente en el ámbito
de la experiencia moral. En toda afirmación absoluta del bien -y lo
mismo hay que decir de todo amor real al prójimo-, late una
afirmación implícita de Dios, por mucho que el individuo en cuestión
no logre objetivarla conceptualmente en un teísmo explícito. Por
eso la teología ya no da hoy simplemente por probado que un
ateísmo explícito sea siempre expresión de culpa moral. Más aún,
reconoce en principio la posibilidad de salvación, también en
hombres que se profesan ateos, mientras sean fieles a las
obligaciones indispensables de la conciencia moral.

Como fenómeno poscristiano, el moderno ateísmo constituye el


punto final del proceso de desmitificación del mundo y de liberación
del sujeto, que tienen su origen histórico en la fe bíblica en Dios, y
se presenta, paradójicamente, como un rechazo consciente de la
misma fe que lo hizo posible. En este rechazo el ateísmo se
comporta en ocasiones como ideología pseudorreligiosa de
salvación, y se convierte así en expresión ilegítima del proceso
desmitificador y liberador que la fe propició. Sin embargo, por
enorme que sea en sí mismo este rechazo del Dios salvador, el
ateísmo presenta también para la fe aspectos positivos, que es de
justicia subrayar. Ante todo, el ateísmo constituye una prueba
negativa de la inevitabilidad de Dios. Plantearse la cuestión de Dios,
aunque sea para negar su existencia, es un hecho específicamente
humano. Además, el ateísmo surge muchas veces como reacción
crítica a los excesos antropomórficos del discurso religioso, y obliga
así a los creyentes a purificar su imagen de Dios en la línea del
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Deus semper maiot: Finalmente, el ateísmo, sobre todo en la forma


absoluta que le dieron Nietzsche y Sartre, ha puesto de relieve, de
modo impresionante, que la muerte de Dios, para decirlo con L.
Kolakowski, es la herida mortal del espíritu europeo, ya que
juntamente con Dios caen también todos los grandes valores
humanos. De este modo, el ateísmo ha liberado al hombre del mito
de la autosalvación, dejándolo, como experimentó hondamente M.
Heidegger, a solas con su ->nada, nostálgico del Dios perdido en la
misma medida en que lo echa en falta. En este sentido, como
apunta F. Morra, más grave que el ateísmo de la negación absoluta
es el actual ateísmo de la indiferencia, que nace de la insensibilidad
ante el problema de Dios y de la religión.

La obscuridad de Dios, su absoluta trascendencia, que se esconde


en el misterio, hacen del ateísmo una dramática posibilidad del ser
humano. Pero esta misma posibilidad es, como ya vio Marx, una
especie de reconocimiento de Dios en negativo, una contraprueba
de lo que X. Zubiri denominó la religación, como condición
ontológica del ser personal. La existencia atea es una existencia
desligada, porque, engañada por su aparente autosuficiencia, no ha
llegado hasta el fondo de sí misma. En definitiva, como enseñó el
Concilio Vaticano II, «todo hombre resulta para sí mismo un
problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad. Nadie en
ciertos momentos, sobre todo en los acontecimientos más
importantes de la vida, puede escapar del todo al interrogante
referido. A este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente
cierta» (GS 21).

VER: A , A , D , N ,
S .

BIBL.: BLoCH E., El ateísmo en el cristianismo, Taurus, Madrid


1983; GARDAVSKI V., Dios no ha muerto del todo. Reflexiones de
un marxista sobre la Biblia, la religión y el ateísmo, Sígueme,
Salamanca 1972; GIRARDI G. (ed.), El ateísmo contemporáneo, 5
vols., Cristiandad, Madrid 1971; LACROIx J., El ateísmo moderno,
Herder, Barcelona 1968; LuBAC H. DE, El drama del humanismo
ateo, EPESA, Madrid 1949; MARTTAIN J., Significado del ateísmo
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problema político, Sígueme, Salamanca 1973; MuÑoz ALONSO A.,
Dios, ateísmo, fe, Sígueme, Salamanca 1972; RAHNER K.-KóNIG F.,
Secularización-ateísmo, San Pablo, Madrid 1969; SECRETARIADO
PARA LOS NO CREYENTES (ed.), Fe y ateísmo, BAC, Madrid 1990.

E. Colomer

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