Con gran agudeza, Mario Vargas Llosa escribió hace una década un
divertidísimo artículo sobre la huachafería. Ahí decía que, en el Perú, casi
todo era huachafo, desde la conducta de las personas hasta las festividades colectivas, incluida la procesión del Señor de los Milagros, y que, en literatura, él se reconocía bastante huachafo, pero no tanto como Alfredo Bryce, de quien decía que era un poco más huachafo que él, y mucho menos que Manuel Scorza, a su juicio, el más huachafo de todos, pues cuando este escribe “hasta las comas son huachafas” (¿alguien ha hablado de comas?, ¿por qué esta frase me suena tan conocida?). De quien más bien Mario diría que no pecaba de huachafo, para nada, dado su estilo sobrio y aséptico, era de Julio Ramón Ribeyro. A una semana de publicado dicho artículo, viajé por una casualidad a París y le comenté a Julio la opinión que tenía Mario. Julio ya estaba al tanto y se mostró muy indignado: “¡No sé qué carajo me está queriendo decir Mario!”, masculló. “¿Por qué dice que yo soy el único escritor que no es huachafo? ¿Me está diciendo que no tengo identidad nacional?”. Yo creo, finalmente, que hay una huachafería que mueve a desprecio y otra que mueve a ternura. Una chica que hace esfuerzos por vestir bien sin conseguirlo, ya sea debido a sus cortos recursos o la pobreza de su educación, nos enternece; una señora ostentosa y petulante, la típica nueva rica que cholea a la gente, nos enfurece. ¿Pero en qué posición se encuentra aquel que evalúa? ¿Este juicio, a su vez, no implica un sentimiento de superioridad? Mi conclusión es que la peor huachafería de todas es andar huachafeando a los demás.