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Un aumento en las cifras de población, potenciado por insuficientes pero satisfactorios

rituales, no basta para convertir una aldea en ciudad. Para que esto sucediera era
imprescindible un desafió exterior, que permitiera el surgimiento de un objetivo
“situado más allá de la mera supervivencia” (Mumford: 41) Tal desafío nunca fue una
respuesta para la mayor parte de la población mundial, incluso en la actualidad.

La ciudad surgió en el paleo neolítico, con un aumento en la masa poblacional, pero


sobre todo con una nueva configuración que altera sus propiedades, por ejemplo “la
posibilidad de desarrollo de vida orgánica a partir de la materia “muerta” relativamente
estable e inorgánica” (Mumford:41) Los antiguos elementos aldeanos fueron
incorporados a esta nueva unidad urbana, pero fueron reorganizados de forma “más
complejas e inestables” (Mumford:41), en una forma que promovió aún más
transformaciones.

Además del “cazador, el labriego y el campesino” (Mumford:41), engrosaron la nueva


ciudad “el minero, el leñador y el pescador que introdujeron, así, las herramientas, las
habilidades y los hábitos de vida constituidos bajo otras presiones” (Mumford:41) Así
surgieron en barquero, el ingeniero y el marino, que aportaron a esta nueva
configuración nuevas técnicas, permitiendo el desarrollo de otros profesionales, “el
militar, el banquero, el mercader y el sacerdote” (Mumford:42)

La nueva ciudad permitió una enorme expansión de las capacidades humanas, se dio
así “movilización de mano de obra, el control de los transportes con largos recorridos,
la intensificación de la comunicación a largas distancias en el espacio y en el tiempo,
un estallido del espíritu inventivo conjuntamente con el desarrollo en gran escala de la
ingeniería civil y, lo que no es menos importante, la promoción de un gigantesco
desarrollo ulterior de la productividad agrícola” (Mumford: 42)

Transformación urbana que fue precedida por efusiones similares del inconciente
colectivo. Los dioses familiares y locales, apegados al fuego del hogar, fueron
abrumados, en parte reemplazados en jerarquía por los dioses telúricos, identificados
con el “sol, la luna, las aguas de la vida, el trueno y el desierto” (Mumford:42) El jefe
local se convierte en rey, en sacerdote con poderes divinos, alejado de los vecinos de
la aldea, cuya condición es ahora la de súbditos, supervisados por “funcionarios
militares y civiles, por gobernadores, visires, recolectores de impuestos y soldados”
(Mumford:42)
Los antiguos hábitos y costumbres se modificaron en obediencia a mandatos tomados
como divinos, los excedentes del agricultor, antes de su propiedad, eran ahora
tomados por las autoridades, pues los nuevos amos eran “ávidos comelones” En la
“nueva sociedad urbana, la sabiduría de los ancianos ya no poseía autoridad”
(Mumford: 42)

Fueron los jóvenes de Uruk quienes apoyaron a Gilgamesh para que atacara a Kish.
Las relaciones familiares, que aun eran importantes, cedieron a la fuerza y audacia
juvenil, sobre todo si estas últimas contaban con el favor del rey. La cultura aldeana
cedió a la sociedad urbana. “Creatividad y control”, “expresión y represión”, “tensión y
descarga”, esas son las manifestaciones exteriores de la ciudad histórica.

La ciudad puede ser descrita como “una estructura equipada especialmente para
almacenar y transmitir los bienes de la civilización” (Mumford:43). Ciudad capaz de un
ensanche estructural que da lugar para las nuevas necesidades y formas complejas
de una sociedad en crecimiento. Dicha transformación fue llamada por Gordon Childe
revolución urbana. Expresión que indica la importancia crítica y el papel activo de la
ciudad, pero que no explica el proceso por el que se dejan atrás las cosas y se
trastocan las instituciones. En lugar de relegar elementos primitivos de la cultura, la
ciudad los reúne aumentando su eficacia y alcance, así se dio que la agricultura de las
aldeas en sumer, por ejemplo, se siguiera practicando al interior de los muros de la
ciudad.

La ciudad permitió mantener a los pobladores en un estado de tensión dinámica


integradora, en una unión casi impuesta por los muros de la ciudad, las partes ya
establecidas de la proto ciudad, “el santuario, la fuente, la aldea, el mercado, la
fortaleza”, fueron participes de la ampliación y concentración generales en número, y
se diferenciaron en estructura, que dio formas reconocibles en las fases siguientes de
la cultura. La ciudad no sólo fue un medio d e expresar el poder sagrado y secular,
sino que extendió todas las dimensiones de la vida, pues representando el cosmos, la
ciudad trajo el cielo a la tierra, utópicamente…

El elemento dinámico procedía de los nuevos gobernantes, con sus prácticas


cinegéticas, que “los habían acostumbrado a un horizonte más amplio que el que la
cultura aldeana habitualmente veía” (Mumford:44) Los primeros recolectores de grano
del cercano oriente, según los arqueólogos, eran cazadores que juntaban las raciones
mucho antes de siquiera saber como plantarlas. La movilidad, el espíritu del juego y la
aceptación de los riesgos, la capacidad para enfrentar la muerte, eran elementos que
tenía el cazador, que le permitían ejercer el mando con seguridad, rasgos que fueron
la base del dominio de la aristocracia citadina. La audacia individualista se veía
entonces como éxito, en vez de la comunidad agrícola que requería del esfuerzo
mancomunado.

Los cambios sociales, producidos por los perfeccionamientos mecánicos y agrícolas,


requerían mando unificado, por lo que la sabiduría popular acumulada era necesaria
para superar las crisis que se presentaban. Las nuevas fuerzas eran controladas por
personas con espíritu aventurero y arriesgado, que permitían fines antes
inconcebibles. La familiaridad neolítica no era ya necesaria, pues las aldeas fueron
cada vez menos adaptativas, así como las arcaicas formas de mando y obediencia,
sustituidas poco a poco por el gobierno de la ciudad.

Los gobernantes de las ciudades imponen a los aldeanos el gobierno bajo la égida de
lo sagrado, como acontece entre Marduk y Tiamat. Imaginación y audacia fueron
canalizadas políticamente para ejercer así el dominio de grandes territorios, apoyados
en la estética paleolítica. Los esfuerzos heroicos se aplicaban a todo esfuerzo físico,
pues con el fervor de los dioses, una ciudad obediente a su voluntad podría lograr
cualquier cosa: “no sólo las fieras serían sometidas: ahora también ríos y montañas,
ciénagas y masas de hombres serían atacados colectivamente por mandato del rey y
sometidos al orden” (Mumford:45) Nuevos esfuerzos se emprendieron, el cazador
héroe, “desde Gilgamesh hasta Hércules”, fueron el ejemplo con sus “actos
sobrehumanos” Cualquiera podía ser héroe, aunque esto fuera por escapar al látigo.

Ampliación de las energías, la especialización y diferenciación fueron aspectos del


surgimiento de la civilización. Las cristalizaciones posteriores indican claramente tales
transformaciones. Tanto técnica, como política y religión tuvieron grandes
protagonismos, sobre todo la religión. Aspectos que en la ciudad se vieron separados
y los que cedieron a la primacía religiosa, ya que tanto fantasías como proyecciones
dominaban la realidad, la cual era solo aprehensible en tanto cumplía con los órdenes
religiosos o espirituales. El exorbitante poder material fue acompañado del exorbitante
poder del subconsciente, lo cual se evidencia en las formas estéticas predominantes
en las primeras ciudades. Proceso que llevó miles de años, del paleolítico al neolítico,
por ello las instituciones conocidas (como el sacrificio human) tuvieron el tiempo
necesario para prosperar y ser eliminadas en Egipto y Mesopotamia.
El lapso entre las primeras fundaciones del rió Jordán y las ciudades Sumeria dio
tiempo para cambios profundos, y en unos cuantos siglos surgieron grandes
transformaciones, como por ejemplo el surgimiento de la monarquía, “dentro de los
límites de unas cuantas generaciones” (Mumford:46), tan poco tiempo como 7 siglos.

El cultivo de cereales, arado, la rueda de alfarero, el barco de vela, el telar, la


metalurgia del cobre, las matemáticas, la astronomía, el calendario, la escritura y otros
modos de discurso, surgieron hacia el año 3000 a.C. Los vestigios urbanos más
antiguos, exceptuando a Jericó, corresponden a este periodo. Lo que constituyó una
“expansión tecnológica del poder humano” (Mumford:46), comparable sólo al cambio
visible en la época moderna. En ambos casos las personas se comportaron como
dioses, cuyas divinidades eran tan neuróticas como ellas mismas. La primera
expansión de la civilización trajo consigo una implosión de energía, se acumuló
energía bajo los gigantescos muros de la ciudad, “decenas de miles de hombres se
ponían en acción como una sola máquina bajo un control central y construían
acequias, canales, montículos urbanos, ziggurats, templos, palacios y pirámides, en
una escala hasta entonces inconcebible” (Mumford:47)

Como resultado de la “nueva mitología del poder”, la máquina había quedado


inventada, aunque la substancia de la que estaba hecha eran los cuerpos humanos.
La ciudad mantuvo unida las fuerzas implosionadas, y sirvió para intensificar las
reacciones internas y elevar el nivel de realizaciones. Esto ocurre en el mismo
momento en que la zona de intercambio se extiende por medio de incursiones,
trueques y expropiaciones. Encontrándose bajo presion, fue reunida una zona urbana
concentrada, es decir, se producieron coaliciones e interacciones sociales en un lapso
de tiempo corto, “las pequeñas células aldeanas comunales, indiferenciadas y simples,
cada una de las cuales cumplía por igual cada función, se convirtieron en estructuras
complejas organizadas de acuerdo con principio axial, con tejidos diferenciados y
órganos especializados, y con una parte, el sistema nervioso central, que pensaba por
el conjunto y lo dirigía” (Mumford:48).

La figura del cazador protector, que se convierte en el jefe recolector de tributos,


“asumió proporciones sobrehumanas”, los súbditos ya no poseían voluntad propia y no
tenia vida a parte de la de su señor. Fue Henri Frankfort quien sugirió que el factor
más importante que intervino en la transformación de la aldea a la ciudad fue la
institución de la realeza. Diferente que lo que se puede considerar hoy, la
industrialización y la comercialización fue un fenómeno subordinado que aparece
quizás posteriormente, sin embargo, se sugiere que uno de los atributos del antiguo
dios egipcio Ptah, es la fundación especifica de los reyes. Las funciones del poder
divino de la ciudad y el control unificado se pueden evidenciar en un antiguo himno de
Nippur. “En la implosión urbana el rey esta en el centro: es el imán que atrae al
corazón de la ciudad y pone bajo control del palacio de templo todas las nuevas
fuerzas de la civilización” (Mumford:49). A veces el rey fundaba ciudades, a veces
transformaba viejas poblaciones, en ambos casos introducía cambios en su forma y
contenido.

Estas transformaciones urbanas dan lugar al margen de las historia escrita, la simple
ampliación de sus partes no convertían la aldea en la nueva imagen la urbe, la ciudad
era un nuevo universo simbólico que representaba pueblos y cosmos enteros junto
con sus dioses. En la medida que el poder aumentaba debido a la cooperación en el
dominio de la naturaleza, ésta se mostraba más atenta, sometida al dominio de las
personas.

La guerra como institución establecida, permitió la evolución de la fortaleza, sin


embargo, no siempre las murallas indicaban protección de la guerra, y sí definían los
“limites sagrados del témenos”, mantenía a la raya los malos espíritus. La ciudadela
era mas bien un lugar de deposito, donde el botín del jefe era en grano y mujeres, el
cual estaría protegido de ataques lanzados por aldeanos resentidos. “El que
controlaba el excedente agrícola anual ejercía poderes de vida y muerte sobre sus
vecinos” (Mumford:50). En medio de la creciente abundancia, la creación artificial de
escasez fue uno de los primeros triunfos de la nueva economía de explotación
civilizada, opuesta a la de las aldeas. Sin embargo, este sistema tenía limitaciones
inherentes, el poder físico, respaldado por terrorismo sistemático, no produce un
movimiento suave de circulación de los artículos de consumo, ni una dedicación a la
empresa productora. El totalitarismo logra la obediencia con la creación de la
apariencia de beneficencia, lo que cree la lealtad necesaria para su mantenimiento. La
religión desempeñaba así un necesario papel en los cambios, el jefe, sin la ayuda de
los sacerdotes, no podría controlar las fuerzas cósmicas. El desarrollo fue acentuado
por un desarrollo sobrenatural, que modificó el, “contenido y significado mismo del
proceso entero” (Mumford:50) Poder sagrado y temporal se inflaron al absorber las
creaciones de la civilización, se le concedió más autoridad a los consagrados a la
inteligencia o al control. Sacerdote o monarca reunidos en una misma figura, magia y
fuerza bruta unidas para el control.
La ciudad trastocó el universo simbólico, pues situó las bases de su poderío en los
cielos. La i.e. en el cielo y en el infinito, en la omnisencia, factores que consiguieron
exaltar las posibilidades humanas. Concentrar loa voluntad para superar las
limitaciones humanas, esa era la estrategia seguida por los líderes. Ciudadela y
santuario se unieron paulatinamente hasta ser una misma cosa, y según Childe los
santuarios eran centrales en las protoaldeas de la mesopotamia, y en un momento
dado, o fueron trasladados a la ciudadela, o las ciudadelas se construyeron alrededor
de los santuarios, convirtiéndolas en un recinto sagrado en inviolable.

Palacio, granero y templo, son esas las tres estructuras dominantes de esta época de
las ciudades, y las exageradas construcciones muestran el objetivo de realizarlas
como logares de culto, lo que después mostraría su eficacia como lugar de defensa
militar, pues, “sólo por sus dioses se esfuerzan los hombres de un modo tan
extravagante” (Mumford:51) Las castas surgieron, dividiendo así las personas en sus
funciones especializadas, y el monarca y el sacerdote sobresalieron. El poder real
reclamó y recibió un poder sobrenatural, siendo el rey un mediador entre los poderes
sagrados y los mundanos.

La fusión de poder secular y sagrado produjo una explosión de poder humano, pues
de esta unión “salieron las fuerzas que unieron todas las partes incoadas de la ciudad
y les permitieron una nueva forma, más visible y más asombrosa” (Mumford:52), pues
los señores de la ciudadela no sólo se dedicaron a gobernar sobre su territorio sino
que se dedicaron a imponer un nuevo molde, el de la civilización, que “reunían la
máxima diferenciación social y profesional que fuera compatible con los de cada vez
más vastos procesos de integración y unificación” (Mumford:52)

Realeza y sacerdocio, fundidas, adquirieron cada vez más poder al interior del
sistema, lo que se evidencia en la construcción de grandes templos, en los que los
sacerdotes median el tiempo, delimitaban el espacio y predecían los acontecimientos.
“Quienes habían dominado el tiempo y el espacio podía controlar grandes masas de
hombres” (Mumford:53) Surgía así la clase intelectual, escribas, médicos, magos y
adivinadores, también funcionarios de palacio. Por su apoyo los reyes dieron a estos
representantes del “poder espiritual”, “ocios, seguridad, posición social y viviendas
colectivas de gran magnificencia” (Mumford:53)
El templo era organizado como taller y depósito, y sin duda, la aprobación de los
sacerdotes y dioses era necesaria para la autoridad del rey. “La erección de un gran
templo, en sí mismo imponente tanto arquitectónica como simbólicamente, sello esta
unión” (Mumford:53) Por ello, la reconstrucción y reconstrucción de un templo antiguo
fue un establecimiento de continuidad legal, así como “la revalidación del “pacto”
original entre el santuario y el palacio”, el templo da testimonio de los poderes del dios
y del rey.

El desarrollo de la monarquía va acompañado del transito de los ritos de la fertilidad al


culto del poder físico. Se da una perdida de la comprensión de las necesidades de la
vida y una excesiva valoración del poder de lo físico y el control como factores de la
vida comunal en la rutina diaria. Por la fuerza militar, la palabra del rey era ley. “El
poder de mandar, de incautarse de los bienes, de matar, de destruir” (Mumford:54),
son esos los poderes soberanos. “Así, una estructura psíquica paranoide fue
conservada y transmitida por la ciudad amurallada: la expresión colectiva de una
personalidad demasiado pesadamente acorazada” (Mumford:54)

Tal mitología del poder estéril y hostil a la vida, encontró en la guerra su expresión
más cabal. Según Frazer, Hocart, en todas las partes del mundo se hallan ritos
totémicos para asegurar los alimentos, tales ritos indican un culto a la fertilidad, más
antiguo que la agricultura. El nacimiento y la muerte de lo vegetal se asocian al
nacimiento y muerte del dios del grano, señor de las artes humanas del sembrar y
plantar, y como con la realeza, dios y rey, son intercambiables, el rey acepto la
responsabilidad de ser el señor de la existencia biológica y cultural de su comunidad.

Con el crecimiento poblacional bajo la agricultura neolítica, la comunidad protourbana,


fue más dependiente de las fuerzas naturales, una inundación o una plaga causaban
sufrimientos o muertes en urbes demasiado grandes para evacuar o para
proporcionarles alimentos desde lugares distantes. “Cuanto más complejo e
interdependiente sea el proceso de asociación urbana, tanto mayor será el bienestar
material, pero, así mismo, tanto mayor la expectativa de bienestar familiar y tanto
menor la posibilidad de que la gente acepte su interrupción, por lo cual tanto más
difundida resultara la angustia con respecto a su posible desaparición” (Mumford:55),
por ello el rey se atribuye poderes sagrados, sólo así podría movilizar estas fuerzas.
Algunos miles de años después, “el nombre del faraón egipcio no podía pronunciarse
sin introducir la plegaria: “¡Vida! ¡Prosperidad! ¡Salud!” (Mumford: 55)
Los ritos de fertilidad se realizaban por medio de sacrificios humanos, y es muy
probable que en un principio el sacrificado fuera el rey-sacerdote, “al infligir
voluntariamente la muerte, la magia primitiva trataba de evitar la cólera divina y de
retomar el control sobre las fuerzas de la vida” (Mumford: 55)

La escritura se inventó cuando las ciudades ya estaba desarrolladas, por lo que no


queda registro escrito de estos sacrificios de reyes sacerdotes, pero sí de los
sacrificios de niños, cautivos, y animales, o de encontrar un replazo al rey que fuera
sacrificado, lo que asegurara el nacimiento de la nueva vegetación en el año venidero.

Aunque guerra y sacrificios rituales no están directamente relacionados, la guerra


permitió niveles de sacrificios nunca antes vistos, “el objeto de los primitivos
intercambios de golpes entre hombres armados no era la mataza de una multitud de
personas o el saqueo y la devastación de su aldea, sino, en cambio, la selección de
unos pocos cautivos vivos destinados al sacrificio ritual y a su eventual ingestión en
una fiesta caníbal, que, en sí misma, constituía un rito mágico-religioso” (Mumford:57)

Con la ciudad, en vez de buscar victimas aisladas, se impuso la exterminación y


destrucción en masa. Del sacrificio mágico-religioso, un acto irracional que promovía
un objetivo racional a la ostentación de poder de una comunidad, bajo las órdenes de
un dios iracundo y un rey sacerdote, “a fin de controlar, someter, o exterminar por
completo a otra comunidad” (Mumford:57)

En la época de los registros históricos se nota que la guerra adquiere un matiz


económico, debido a tensiones políticas provocadas por controversias de límites o
derechos sobre las aguas. “Tanto en los tiempos más remotos como en nuestros
propios días, las consiguientes perdidas humanas y económicas estarían
absolutamente desproporcionadas en relación con las ganancias concretas
perseguidas” (Mumford:57)

La guerra urbana, con sus raíces en la magia de la sociedad primitiva, se convirtió de


un seño pueril en una pesadilla de adultos. “Este trauma de la infancia subsistió y
torcido el desarrollo de todas la sociedades siguientes” (Mumford:57) La guerra es un
sacrificio ritual al por mayor, y el rey, como agente central, desempeña el oficio de
acumular, conservar y expresar el poder mediante actos de destrucción criminal. Así el
rey no podía proceder mal. En un curioso acto de inversión, la ceremonia que era la
invocación de una vía abundante, se convierte en su extremo opuesto, “instigo al
control militar centralizado, el latrocinio y parasitismo económico” (Mumford:58) Las
ganancias obtenidas por las asociaciones más amplias y la labor comunal de la
ciudad, fueron contrapesadas por la actividad económica negativa que es la guerra.
“Ese desorden cíclico estaba incrustado en la constitución misma de la ciudad antigua”
(Mumford:58)

Las ciudades que en un inicio extraían tributos de las poblaciones más primitivas, se
saqueaban mutuamente. La guerra se expandió, llevando nuevas técnicas y nuevas
armas, así que monarquía, ciudad y guerra adquirieron difusión universal, la violencia
paso a ser cosa normal y se difundió mucho más allá del centro donde se instituyeron
las grandes cacerías de hombres y las orgías rituales. Esclavitud, trabajo forzado y
destrucción han acompañado a la civilización.

Existen serias dudas sobre la hipótesis de una beligerancia heredada biológicamente o


de un pecado original como causa de la guerra, sin embargo, “en el curso de cinco o
seis mil años, muchos de los linajes más suaves, gentiles y dispuestos a la
colaboración fueron exterminados, o por lo menos tendieron a renunciar a la
procreación, en tanto que los tipos más agresivos y belicosos sobrevivían y
prosperaban en los centros de civilización. “La guerra y la dominación, en vez de la
paz y la cooperación, estaban inscriptas en la estructura original de la ciudad antigua”
(Mumford:59) Pero, “una vez institucionalizada la guerra, el principal enemigo de la
ciudad fue otra ciudad, con otro dios que aspiraba a iguales poderes” (Mumford:59)
Siendo una expresión de angustia y agresión intensificadas, la ciudad amurallada
reemplazó una imagen de tranquilidad rural y paz. Por supuesto, esa época mítica no
existió jamás y, sin duda, los mismos sumerios tenían oscuramente conciencia de este
hecho. Pero los animales ponzoñosos y peligrosos cuya presencia suscitaba sus
temores habían adquirido, con el desarrollo del sacrificio humano y la guerra sin freno,
una nueva forma: simbolizaban las realidades del antagonismo y la enemistad entre
los hombres. En el acto de extender todos sus poderes, el hombre civilizado les dio a
estas criaturas salvajes un lugar en su propia configuración.

El hombre primitivo, inerme, expuesto y desnudo, tuvo bastante astucia para dominar
a todos sus rivales naturales. Pero ahora, por fin, había creado un ser cuya presencia
provocaría una y otra vez el terror en su alma: el "enemigo humano", su otro yo y
contrapartida, poseído por otro dios, congregado en otra ciudad, capaz de atacarlo
como Ur fue atacada, sin provocación.

¿Quién era el enemigo? Todo aquel que rendía culto a otro dios; que rivalizaba con el
poder del rey u ofrecía resistencia a su voluntad. Así, la simbiosis cada vez más
compleja que tenía lugar en el seno de la ciudad y en su vecino dominio agrícola fue
contrapesada por una relación destructiva y predatoria con todos los posibles rivales; a
decir verdad, a medida que las actividades de la ciudad se hacían más racionales y
benignas en su interior, se tornaban, casi en el mismo grado, más irracionales y
malignas en sus relaciones exteriores.

El propio poder real medía su fuerza y el favor divino por sus capacidades no tan sólo
para la creación sino incluso más para el pillaje, la destrucción y el exterminio. "En
realidad", declararía Platón en las Leyes, "cada ciudad está en un estado natural de
guerra con todas las demás". Esto era un simple hecho de observación. Así, las
perversiones originales del poder que acompañaron los grandes avances técnicos y
culturales de la civilización, han minado y con frecuencia anulado los grandes logros
de la ciudad hasta nuestros propios días. ¿Es simplemente por azar que las más
remotas imágenes subsistentes de la ciudad, las que aparecen en las paletas egipcias
predinásticas, representen su destrucción?

En el acto mismo de trasformar laxos grupos de aldeas en poderosas comunidades


urbanas, capaces de mantener un comercio más vasto y de construir estructuras
mayores, cada parte de la vida se convirtió en una lucha, una agonía, un encuentro de
gladiadores que se combatía contra una muerte física o simbólica.
Si bien las prácticas aldeanas, con un sentido de mayor cooperación, mantuvieron su
vigencia en el taller y los campos, es precisamente en las nuevas funciones de la
ciudad donde el látigo y la cachiporra -llamada cortésmente cetro- se hicieron sentir.
Con el tiempo, el cultivador aldeano aprendería muchas mañas y evasivas para resistir
la coerción y las exigencias de los representantes del gobierno; hasta su aparente
estupidez sería, a menudo, un procedimiento para no oír órdenes que se proponía no
cumplir. Pero los que estaban atrapados en la ciudad, casi lo único que podían hacer
era obedecer, tanto si eran abiertamente esclavizados como si eran dominados más
sutilmente. Para conservar su respeto por sí mismo, en medio de todas las nuevas
imposiciones de las clases dominantes, el súbdito urbano, quien aún no era un
ciudadano pleno, identificaría los propios intereses con los de sus amos. Aparte de
oponerse con éxito a un conquistador, lo mejor que puede hacer es unírsele y esperar
que a uno le toque algo del botín en perspectiva.

Casi desde su primer momento de existencia, la ciudad, a pesar de su apariencia de


protección y seguridad, fue acompañada no sólo de la previsión de un asalto desde
afuera sino también de una lucha intensificada en su interior: un millar de pequeñas
guerras se hicieron en la plaza del mercado, en los tribunales, en el juego de pelota o
en la arena. Tiene algo de sorprendente que el hombre arcaico volviera su memoria
hacia el período "anterior" a la ciudad como si se tratara de una Edad de Oro.

Ese ciclo de expansión indefinida de ciudad a imperio es fácil de seguir. A medida que
la población de la ciudad aumentaba, se hacía necesario extender la superficie
inmediata de producción de alimentos o bien extender las líneas de abastecimiento y
aprovechar los artículos de consumo de otra ciudad, ya por cooperación, trueque o
comercio, ya por tributo forzado, expropiación o exterminio. ¿Rapiña o simbiosis?
¿Conquista o cooperación? Un mito de poder sólo conoce una respuesta. Así, el
mismo éxito de la civilización urbana sancionó los hábitos y reclamos belicosos que
continuamente la minaron y anularon sus beneficios. Lo que empezó como una gotita
se hinchó forzosamente hasta constituir una iridiscente pompa imperial de jabón,
imponente por sus dimensiones, pero frágil en proporción a su tamaño. Carentes de
una cohesión interna, las capitales más guerreras se veían presionadas para continuar
la técnica de la expansión, a fin de que el poder no volviera a la aldea autónoma y los
centros urbanos donde floreciera inicialmente. Este proceso se produjo, de hecho,
durante el interregno feudal en Egipto.
Las formas cooperativas de convivencia urbana fueron minadas y viciadas desde el
comienzo por los mitos destructivos y fanáticos que acompañaron, y tal vez en parte
causaron, la exorbitante expansión de poderío físico y de destreza tecnológica. La
simbiosis urbana positiva fue reiteradamente desplazada por una simbiosis negativa,
igualmente compleja. Tan conscientes eran los gobernantes de la Edad de Bronce de
esos desastrosos resultados negativos que a veces contrapesaban sus abundantes
fanfarronadas de conquistas y exterminio con alusiones a sus actividades en bien de la
paz y la justicia.

Así, la más preciosa invención colectiva de la civilización, la ciudad, a la que sólo


precede el lenguaje en la transmisión de la cultura, se convirtió desde el principio en el
receptáculo de destructoras fuerzas internas, orientadas hacia el constante exterminio.
Como consecuencia de esa tan arraigada herencia, la supervivencia misma de la
civilización o, para ser más exactos, de alguna parte considerable e incólume de la
especie humana, está ahora en duda; y durante largo tiempo puede seguir en duda,
cualquiera sean los arreglos provisionales que se hagan

Por último, considérese la inscripción de Senaquerib sobre la aniquilación total de


Babilonia: "La ciudad y (sus) casas, desde los cimientos hasta los techos, yo destruí,
yo devasté, yo quemé con fuego. El muro y la muralla exterior, los templos y dioses,
las torres de ladrillo y tierra de los templos, todas cuantas había arrasé y tiré al canal
de Arakhtu. Por el medio de esa ciudad cavé canales, inundé su solar con agua, y los
fundamentos mismos de ella destruí. Hice su destrucción más completa que si hubiera
habido un diluvio". Tanto el acto como su moral anticipan las feroces extravagancias
de nuestra época nuclear; de lo único que carecía Senaquerib era de nuestra veloz
destreza científica y de nuestra maciza hipocresía que nos permite ocultar, hasta de
nosotros mismos, nuestras intenciones.

No obstante, una y otra vez las fuerzas positivas de la cooperación y la comunión


sentimental han hecho que las gentes volvieran a los solares urbanos devastados,
"para reparar las ciudades en ruinas, la desolación de muchas generaciones". Es
irónico -pero también es consuelo- que las ciudades hayan sobrevivido reiteradamente
a los imperios militares que, en apariencia, las destruyeron para siempre. Damasco y
Bagdad, Jerusalén y Atenas siguen en los mismos solares que inicialmente ocupaban,
vivas, aunque poco más que fragmentos de sus antiguos cimientos queden a la vista.
Los desmanes crónicos de la vida en la ciudad bien podrían haber causado su
abandono, hasta podrían haber llevado a una renuncia generalizada de la vida urbana
y todos sus dones ambivalentes, de no haber sido por un hecho: el constante
reclutamiento de nueva vida, fresca y tosca, procedente de las regiones rurales, vida
llena de fuerza muscular elemental, de vitalidad sexual, de celo de procrear, de fe
animal. Estas gentes de campo vuelven a llenar las ciudades con su sangre y, más
todavía, con sus esperanzas. Incluso hoy mismo, según el geógrafo francés Max
Sorre, las cuatro quintas partes de la población del mundo vive en aldeas,
funcionalmente más próximas a su prototipo neolítico que a las metrópolis muy
organizadas que han empezado a hacer entrar a la aldea en sus órbitas y, cada vez
con más rapidez, a minar su antiguo modo de vida. Pero no bien permitamos que la
aldea desaparezca, este antiguo factor de seguridad se desvanecerá. La humanidad
todavía tiene que reconocer este peligro y eludirlo.

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