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Partido de la guerra, a mucha honra

Por Ignacio Varela

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Lo ha dicho Javier Cercas más corto y claro que nadie: esta es la primera
confrontación bélica a gran escala entre la democracia y el
nacionalpopulismo. La primera, pero, ¡ay!, no la última. Lo que se incubó
durante dos décadas como guerra cultural, intoxicación cibernética masiva
o desestabilización de las democracias liberales globalmente concertada y
ejecutada desde dentro, se presenta por primera vez con el rostro salvaje
de la guerra sin apellidos. Y los colaboracionistas del mundo, voluntarios e
involuntarios, levantan el banderín de enganche de una causa
nominalmente noble: no a la guerra. Que, en términos prácticos, debe
traducirse en este caso como sí a la rendición y sí a la victoria del agresor.
Es importante informar al público de dos noticias que tienen importancia:
primera, Ucrania no ha declarado la guerra a Rusia. Segunda, la OTAN no
ha invadido Ucrania. Lo que sucede es que una dictadura imperialista ha
irrumpido bestialmente en un pacífico país vecino, sin mediar
provocación alguna por parte de este, con el propósito de aplastarlo
primero y anexionarlo después. Se trata de la misma potencia y el mismo
tirano que llevan años alimentando y financiando todos los movimientos
populistas, extremistas y secesionistas que atentan contra las
democracias: el mismo que manipuló las elecciones en Estados Unidos
para que ganara Trump, el que ampara a Maduro, a Bolsonaro y a Daniel
Ortega, el que contribuyó subterráneamente al Brexit, el que financió el
'procés' en Cataluña y alimenta a toda la extrema derecha europea. El
que tiene por costumbre encarcelar y/o asesinar a sus adversarios
internos. El que hoy amenaza con desatar el apocalipsis nuclear si alguien
se opone a sus designios.
Es obvio que, además de someter Ucrania, Putin pretende poner a prueba la
capacidad de aguante y autodefensa de lo que en el siglo pasado se llamó
'el mundo libre'. Entre otras cosas, provocando un éxodo masivo de
millones de ucranianos aterrorizados para crear en Europa Occidental una
nueva crisis migratoria inmanejable. Su enemigo directo es la Unión
Europea, igual que el enemigo de su socio chino son los Estados Unidos.
No va solo a por Ucrania, viene contra todos nosotros. Por eso es tan
decisivo que reciba una respuesta a la altura de la magnitud del desafío:
está en juego lo que suceda con la libertad en el mundo en el segundo
tercio del siglo. ¿Qué hacemos, plantamos cara o agachamos la cabeza?
Para empezar, ha encontrado un primer obstáculo que quizá no esperaba:
la resistencia heroica del pueblo de Ucrania. Pues bien, resulta que, para
algunos, quienes envían armas a la resistencia son “el partido de la
guerra”. Se ve que para formar parte del 'partido de la paz' hay que
recomendar a los ucranianos que renuncien a defenderse y levanten
bandera blanca ante al supermatón.

La lógica del colaboracionismo es siempre igual. Para muchos, Churchill


representó el partido de la guerra cuando, en mayo de 1940, se negó a
capitular ante Hitler (“lucharemos en las playas, en los campos, en las
ciudades, en el aire y en los mares”…). También entonces le pedían que
buscara “soluciones diplomáticas” frente a quien no admitiría otra cosa que
la rendición. De Gaulle y la Resistencia francesa eran 'el partido de la guerra'
frente al invasor nazi (quizás 'el partido de la paz' sería el Gobierno traidor
de Vichy). O los republicanos españoles que hicieron frente al gorilazo de
Franco: se ve que ellos también eran 'el partido de la guerra'. ¿Cuántas
veces hemos reprochado a las democracias europeas que dejaran la
República española abandonada a su suerte con el pretexto de apaciguar a
la fiera y no propiciar una escalada bélica en Europa? También serían 'el
partido de la guerra' los que resistieron con las armas en la mano el
genocidio de Pol Pot en Camboya, o quienes trataron de impedir la matanza
de Srebrenica en Bosnia. Salvando todas las diferencias de contexto, el
lenguaje y la construcción argumental de quienes hoy reclaman 'vías
diplomáticas' —sin explicar jamás en qué consistirían exactamente— son
muy parecidos a los de quienes aquí exigen 'vías políticas' para el conflicto
de Cataluña y tampoco explican cuáles serían esas vías. En ambos casos
es fácil ver el truco: en un caso, las vías diplomáticas de Belarra y Montero
consisten en maniatar al pueblo de Ucrania y entregar esa parte de Europa
a Putin a cambio de una vaga promesa —que no cumplirá— de darse por
satisfecho con esa pieza. Igual que la vía política de Puigdemont y
Junqueras solo contempla un final aceptable para ellos: acepten la
independencia de Cataluña y habremos alcanzado la solución política.
Cualquier otra cosa será 'continuar la escalada del conflicto'.

Qué peligroso es el fetichismo de las palabras. Qué bien suena corear 'no a
la guerra' donde realmente se quiere decir 'no a la resistencia', o pedir vías
diplomáticas cuando lo que se patrocina es la capitulación. O, en el caso de
Cataluña, oponer soluciones políticas a soluciones constitucionales. Qué
efectista y tramposo es aceptar que la ley ceda frente a la fuerza y hacerlo
con la palabra 'paz' en los labios. Si al menos aplicaran la misma lógica a
todos los casos… Pero habría que escuchar a los Iglesias y compañía si,
como ha ladrado Trump en una de sus bravuconadas, los Estados Unidos
entraran en México a sangre y fuego como Putin lo ha hecho en Ucrania.
¿Cuál sería para ellos entonces el partido de la guerra? ¿Pedirían también
soluciones diplomáticas para apaciguar al invasor o reclamarían
solidaridad y ayuda irrestricta al país agredido? Si hay algo que me repugna
de esta izquierda inquisitorial es la obscena asimetría moral que practica
todos los días del año.

La historia nos ha enseñado que hay guerras justas, como hay paces
indignas e insoportables. No habrá en Ucrania —ni en Europa— una vía
hacia una paz digna de tal nombre hasta que Putin se convenza de que el
precio de su aventura es inasumible para él. Que lo aprenda para el
presente y también para el futuro. Y eso pasa, en primer lugar, por ayudar
con todo —también con armas— a la resistencia ucraniana. Si hay que
hacer algo en el terreno diplomático, habrá que hacerlo con China, que es
quien lo ampara y protege. También los chinos, que son los verdaderos
patrocinadores del tinglado nacionalpopulista mundial, deben convencerse
de que ni esta guerra ni ninguna parecida les serán rentables. Ojalá esta vez
vuelva a ser cierto aquello de que las dictaduras provocan las guerras y las
democracias las ganan. Para una vez que Pedro Sánchez hace lo correcto,
no veo por qué tiene que molestarse por que lo sitúen en el mismo campo
donde están todos los líderes democráticos del mundo. Todos ellos son,
para Belarra y compañía, el partido de la guerra. No es eso lo que debería
preocuparle, sino tener dentro del Gobierno a quienes, objetiva y
subjetivamente, trabajan para el enemigo.

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