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Escuela Preparatoria Jorge H.

Bedwell

ANTOLOGÍA DE TEXTOS DE

CIENCIA FICCIÓN

Esmeralda León Díaz 2° F

Taller de redacción II

Catedrático:

Javier Guadalupe Hernández López

Arriaga, Chiapas a martes 22 de junio de 2021


ÍNDICE

INTRODUCCIÓN…………………………………………………………………………. 2

LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS………………………..…………. 3

EL OTRO…………………………………………………………………………..……...11

NELLTHU…………………………………………………….…………………………...15

LOS COLONIZADORES……………………….………………………………………..17

REPARANDO UNA NAVE ESPACIAL………………………..……………………... 18

EL DRAGÓN………………………….…………………………………………………..19

LA GUERRA DE LOS MUNDOS……….……………………..……………………… 23

CONCLUSIÓN…………………………………………………………………………... 27

BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………….. 28

1
INTRODUCCIÓN

El presente trabajo pretende presentar una antología de textos literarios, la cual


contiene una serie de textos del género ciencia ficción, con el fin de que el lector
pueda conocer más obras sobre este género.

Dicho eso, la ciencia ficción es un género literario cuyos contenidos tratan de las
posibles consecuencias de previsibles o hipotéticos logros e inventos científicos y
técnicos. Este género se caracteriza por tener cierto margen de predicción
tecnológica, atribuible más que nada a que este género indaga en los sueños y
fantasías de la humanidad que la ciencia se empeña en hacer realidad.

En general se considera ciencia ficción a los cuentos o historias que versan sobre
el impacto que producen los avances científicos, tecnológicos, sociales o culturales,
presentes o futuros, sobre la sociedad o los individuos.

Es importante mencionar que este género contiene narraciones imaginarias que no


pueden darse en el mundo que conocemos, debido a una transformación del
escenario narrativo, basado en una alteración de coordenadas científicas,
espaciales, temporales, sociales o descriptivas, pero de tal modo que lo relatado es
aceptable como especulación racional.

La acción puede girar en torno a un abanico grande de posibilidades y ésta puede


ser en tiempo pasado, presente o futuro, o, incluso, en tiempos ajenos a la realidad
conocida, y tener por escenario espacios físicos o el espacio interno de la mente.

Los personajes en este género son muy diversos: a partir del patrón natural humano,
recorre y explota modelos antropomórficos hasta desembocar en la creación de
entidades artificiales de forma humana (robot, androide, cíborg) o en criaturas no
antropomórficas.

Como ya se sabe, la antología es una recopilación de obras literarias y puede


contener diversos artículos, poesías, escritos diversos, cuentos, entre otros. Puede
contener principalmente novelas, como también poemas, cuentos, leyendas, mitos,
historias. En este caso solo contendrán textos de ciencia ficción, dejando a un lado
los demás géneros.
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LOS NUEVE BILLONES DE NOMBRES DE DIOS

The Nine Billion Names of God- Arthur C. Clarke

(1953)

-Esta es una petición un tanto desacostumbrada -dijo el doctor Wagner, con lo que
esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez
que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un
monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar
que en su… ejem… establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina.
¿Podría explicarme qué intentan hacer con ella?

-Con mucho gusto -contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando


cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la
equivalencia entre monedas-. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier
operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para
nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido
modificados los circuitos de producción, la máquina imprimirá palabras, no
columnas de cifras.

-No acabo de comprender…

-Es un proyecto en el que hemos estado trabajando durante los últimos tres siglos;
de hecho, desde que se fundó el lamaísmo. Es algo extraño para su modo de
pensar, así que espero que me escuche con mentalidad abierta mientras se lo
explico.

-Naturalmente.

-Hemos recopilado una lista que contendrá todos los posibles nombres de Dios.

-¿Qué quiere decir?

-Tenemos motivos para creer -continuó el lama, imperturbable- que todos esos
nombres se pueden escribir con no más de nueve letras en un alfabeto que hemos
ideado.

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-¿Y han estado haciendo esto durante tres siglos?

-Sí; suponíamos que nos costaría alrededor de quince mil años completar el trabajo.

-Oh -exclamó el doctor Wagner, con expresión un tanto aturdida-. Ahora comprendo
por qué han querido alquilar una de nuestras máquinas. ¿Pero cuál es exactamente
la finalidad de este proyecto?

El lama vaciló durante una fracción de segundo y Wagner se preguntó si lo había


ofendido. En todo caso, no hubo huella alguna de enojo en la respuesta.

-Llámelo ritual, si quiere, pero es una parte fundamental de nuestras creencias. Los
numerosos nombres del Ser Supremo que existen: Dios, Jehová, Alá, etcétera, solo
son etiquetas hechas por los hombres. Mediante una permutación sistemática de
las letras, hemos intentado elaborar una lista con todos esos posibles nombres.

-Comprendo. Han empezado con AAAAAAA… y han continuado hasta ZZZZZZZ…

-Exactamente, aunque nosotros utilizamos un alfabeto especial propio. Modificando


los tipos electromagnéticos de las letras, se arregla todo, y esto es muy fácil de
hacer. Un problema bastante más interesante es el de diseñar circuitos para eliminar
combinaciones ridículas. Por ejemplo, ninguna letra debe figurar más de tres veces
consecutivas.

-¿Tres? Seguramente quiere usted decir dos.

-Tres es lo correcto. Temo que me ocuparía demasiado tiempo explicar por qué,
aun cuando usted entendiera nuestro lenguaje.

-Estoy seguro de ello -dijo Wagner, apresuradamente-. Siga.

-Por suerte, será cosa sencilla adaptar su computadora de secuencia automática a


ese trabajo, puesto que, una vez ha sido programado adecuadamente, permutará
cada letra por turno e imprimirá el resultado.

El doctor Wagner apenas oía los débiles ruidos de las calles de Manhattan. En las
remotas alturas de su lejano país, aquellos monjes habían trabajado con paciencia,
generación tras generación, llenando sus listas de palabras sin significado. ¿Había

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algún límite a las locuras de la humanidad? No obstante, no debía insinuar siquiera
sus pensamientos. El cliente siempre tenía razón…

-No hay duda -replicó el doctor- de que podemos modificar el Mark V para que
imprima listas de este tipo. Pero el problema de la instalación y el mantenimiento ya
me preocupa más. Llegar al Tíbet en los tiempos actuales no va a ser fácil.

-Nosotros nos encargaremos de eso. Este es uno de los motivos de haber elegido
su máquina. Si usted la puede hacer llegar a la India, nosotros proporcionaremos el
transporte desde allí.

-¿Y quieren contratar a dos de nuestros ingenieros?

-Sí, para los tres meses que se supone ha de durar el proyecto.

-No dudo de que nuestra sección de personal les proporcionará las personas
idóneas -el doctor Wagner hizo una anotación en la libreta que tenía sobre la mesa-
. Hay otras dos cuestiones… -antes de que pudiese terminar la frase, el lama sacó
una pequeña hoja de papel.

-Este es el saldo de mi cuenta del Banco Asiático.

-Gracias. Parece ser… hum… adecuado. La segunda cuestión es tan trivial que
vacilo en mencionarla… pero es sorprendente la frecuencia con que lo obvio se
pasa por alto. ¿Qué fuente de energía eléctrica tienen ustedes?

-Un generador diesel que proporciona cincuenta kilovatios a ciento diez voltios. Fue
instalado hace unos cinco años y funciona muy bien. Hace la vida en el monasterio
mucho más cómoda, pero, desde luego, en realidad fue instalado para proporcionar
energía a los altavoces que emiten las plegarias.

-Desde luego -admitió el doctor Wagner-. Debía haberlo imaginado.

La vista desde el parapeto era vertiginosa, pero con el tiempo uno se acostumbra a
todo. Después de tres meses, George Hanley no se impresionaba por los dos mil
pies de profundidad del abismo, ni por la visión remota de los campos del valle
semejantes a cuadros de un tablero de ajedrez. Estaba apoyado contra las piedras

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pulidas por el viento y contemplaba con displicencia las distintas montañas, cuyos
nombres nunca se había preocupado de averiguar.

Aquello, pensaba George, era la cosa más loca que le había ocurrido jamás. El
“Proyecto Shangri-La”, como alguien lo había bautizado en los lejanos laboratorios.
Desde hacía ya semanas, el Mark V estaba produciendo acres de hojas de papel
cubiertas de galimatías. Pacientemente, inexorablemente, la computadora había ido
disponiendo letras en todas sus posibles combinaciones, agotando cada clase antes
de empezar con la siguiente. Cuando las hojas salían de las máquinas de escribir
electromagnéticas, los monjes las recortaban cuidadosamente y las pegaban a unos
libros enormes. Una semana más y, con la ayuda del cielo, habrían terminado.
George no sabía qué oscuros cálculos habían convencido a los monjes de que no
necesitaban preocuparse por las palabras de diez, veinte o cien letras. Uno de sus
habituales quebraderos de cabeza era que se produjese algún cambio de plan y
que el gran lama (a quien ellos llamaban Sam Jaffe, aunque no se le parecía en
absoluto) anunciase de pronto que el proyecto se extendería aproximadamente
hasta el año 2060 de la Era Cristiana. Eran capaces de una cosa así.

George oyó que la pesada puerta de madera se cerraba de golpe con el viento al
tiempo que Chuck entraba en el parapeto y se situaba a su lado. Como de
costumbre, Chuck iba fumando uno de los cigarros puros que lo habían hecho tan
popular entre los monjes, que, al parecer, estaban completamente dispuestos a
adoptar todos los menores y gran parte de los mayores placeres de la vida. Esto era
una cosa a su favor: podían estar locos, pero no eran tontos. Aquellas frecuentes
excursiones que realizaban a la aldea de abajo, por ejemplo…

-Escucha, George -dijo Chuck con urgencia-. He sabido algo que puede significar
un disgusto.

-¿Qué sucede? ¿No funciona bien la máquina? -esta era la peor contingencia que
George podía imaginar. Era algo que podría retrasar el regreso y no había nada
más horrible. Tal como se sentía él ahora, la simple visión de un anuncio de
televisión le parecería maná caído del cielo. Por lo menos representaría un vínculo
con su tierra.

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-No, no es nada de eso -Chuck se instaló en el parapeto, lo cual era inhabitual en
él, porque normalmente le daba miedo el abismo-. Acabo de descubrir cuál es el
motivo de todo esto.

-¿Qué quieres decir? Yo pensaba que lo sabíamos.

-Cierto, sabíamos lo que los monjes están intentando hacer. Pero no sabíamos por
qué. Es la cosa más loca…

-Eso ya lo tengo muy oído -gruñó George.

-…pero el viejo me acaba de hablar con claridad. Sabes que acude cada tarde para
ver cómo van saliendo las hojas. Pues bien, esta vez parecía bastante excitado o,
por lo menos, más de lo que suele estarlo normalmente. Cuando le dije que
estábamos en el último ciclo me preguntó, en ese acento inglés tan fino que tiene,
si yo había pensado alguna vez en lo que intentaban hacer. Yo dije que me gustaría
saberlo… y entonces me lo explicó.

-Sigue; voy captando.

-El caso es que ellos creen que cuando hayan hecho la lista de todos los nombres,
y admiten que hay unos nueve mil millones, Dios habrá alcanzado su objetivo. La
raza humana habrá acabado aquello para lo cual fue creada y no tendrá sentido
alguno continuar. Desde luego, la idea misma es algo así como una blasfemia.

-¿Entonces que esperan que hagamos? ¿Suicidarnos?

-No hay ninguna necesidad de esto. Cuando la lista esté completa, Dios se pone en
acción, acaba con todas las cosas y… ¡listos!

-Oh, ya comprendo. Cuando terminemos nuestro trabajo, tendrá lugar el fin del
mundo.

Chuck dejo escapar una risita nerviosa.

-Esto es exactamente lo que le dije a Sam. ¿Y sabes qué ocurrió? Me miró de un


modo muy raro, como si yo hubiese cometido alguna estupidez en la clase, y dijo:

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“No se trata de nada tan trivial como eso”.

George estuvo pensando durante unos momentos.

-Esto es lo que yo llamo una visión amplia del asunto -dijo después-. ¿Pero qué
supones que deberíamos hacer al respecto? No veo que ello signifique la más
mínima diferencia para nosotros. Al fin y al cabo, ya sabíamos que estaban locos.

-Sí… pero ¿no te das cuenta de lo que puede pasar? Cuando la lista esté acabada
y la trompeta final no suene (o no ocurra lo que ellos esperan, sea lo que sea), nos
pueden culpar a nosotros del fracaso. Es nuestra máquina la que han estado
usando. Esta situación no me gusta ni pizca.

-Comprendo – dijo George lentamente-. Has dicho algo de interés. Pero ese tipo de
cosas ha ocurrido otras veces. Cuando yo era un chiquillo, allá en Luisiana,
teníamos un predicador chiflado que una vez dijo que el fin del mundo llegaría el
domingo siguiente. Centenares de personas lo creyeron y algunas hasta vendieron
sus casas. Sin embargo, cuando nada sucedió, no se pusieron furiosos, como se
hubiera podido esperar. Simplemente decidieron que el predicador había cometido
un error en sus cálculos y siguieron creyendo. Me parece que algunos de ellos creen
todavía.

-Bueno, pero esto no es Luisiana, por si aún no te habías dado cuenta. Nosotros no
somos más que dos y monjes los hay a centenares aquí. Yo les tengo aprecio, y
sentiré pena por el viejo Sam cuando vea su gran fracaso. Pero, de todos modos,
me gustaría estar en otro sitio.

-Esto lo he estado deseando yo durante semanas. Pero no podemos hacer nada


hasta que el contrato haya terminado y lleguen los transportes aéreos para llevarnos
lejos. Claro que -dijo Chuck pensativamente- siempre podríamos probar con un
ligero sabotaje.

-¿Estás loco? Eso empeoraría las cosas.

Lo que yo he querido decir, no. Míralo así. Funcionando las veinticuatro horas del
día, tal como lo está haciendo, la máquina terminará su trabajo dentro de cuatro

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días a partir de hoy. El transporte llegará dentro de una semana. Pues bien, todo lo
que necesitamos hacer es encontrar algo que tenga que ser reparado cuando
hagamos una revisión; algo que interrumpa el trabajo durante un par de días. Lo
arreglaremos, desde luego, pero no demasiado aprisa. Si calculamos bien el tiempo,
podremos estar en el aeródromo cuando el último nombre quede impreso en el
registro. Para entonces ya no nos podrán coger.

-No me gusta la idea -dijo George-. Sería la primera vez que he abandonado un
trabajo. Además, les haría sospechar. No, me quedaré y aceptaré lo que venga.

-Sigue sin gustarme -dijo, siete días más tarde, mientras los pequeños pero
resistentes burritos de montaña los llevaban hacia abajo por la serpenteante
carretera-. Y no pienses que huyo porque tengo miedo. Lo que pasa es que siento
pena por esos infelices y no quiero estar junto a ellos cuando se den cuenta de lo
tontos que han sido. Me pregunto cómo se lo va a tomar Sam.

-Es curioso -replicó Chuck-, pero cuando le dije adiós tuve la sensación de que sabía
que en realidad lo abandonábamos, pero que no le importó porque sabía también
que la máquina funcionaba bien y que el trabajo quedaría muy pronto acabado.
Después de eso… claro que, para él, ya no hay ningún después…

George se volvió en la silla y miró hacia atrás, sendero arriba. Era el último sitio
desde donde se podía contemplar con claridad el monasterio. La silueta de los
achaparrados y angulares edificios se recortaba contra el cielo crepuscular: aquí y
allá se veían luces que resplandecían como las portillas del costado de un
transatlántico. Luces eléctricas, desde luego, compartiendo el mismo circuito que el
Mark V. ¿Cuánto tiempo lo seguirían compartiendo?, se preguntó George.
¿Destrozarían los monjes la computadora, llevados por el furor y la desesperación?
¿O se limitarían a quedarse tranquilos y empezarían de nuevo todos sus cálculos?

Sabía exactamente lo que estaba pasando en lo alto de la montaña en aquel mismo


momento. El gran lama y sus ayudantes estarían sentados, vestidos con sus túnicas
de seda e inspeccionando las hojas de papel mientras los monjes principiantes las
sacaban de las máquinas de escribir y las pegaban a los grandes volúmenes. Nadie

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diría una palabra. El único ruido sería el incesante golpear de las letras sobre el
papel, porque el Mark V era de por sí completamente silencioso mientras efectuaba
sus millares de cálculos por segundo. Tres meses así, pensó George, eran ya como
para subirse por las paredes.

-¡Allí esta! -gritó Chuck, señalando abajo hacia el valle-. ¿Verdad que es hermoso?

Ciertamente lo era, pensó George. El viejo y abollado DC3 estaba en el final de la


pista, como una menuda cruz de plata. Dentro de dos horas los estaría llevando
hacia la libertad y la sensatez. Era algo así como saborear un licor de calidad.
George dejó que el pensamiento le llenase la mente, mientras el burrito avanzaba
pacientemente pendiente abajo.

La rápida noche de las alturas del Himalaya casi se les echaba encima.
Afortunadamente, el camino era muy bueno, como la mayoría de los de la región, y
ellos iban equipados con linternas. No había el más ligero peligro: solo cierta
incomodidad causada por el intenso frío. El cielo estaba perfectamente despejado
e iluminado por las familiares y amistosas estrellas. Por lo menos, pensó George,
no habría riesgo de que el piloto no pudiese despegar a causa de las condiciones
del tiempo. Esta había sido su última preocupación. Se puso a cantar, pero lo dejó
al cabo de poco. El vasto escenario de las montañas, brillando por todas partes
como fantasmas blancuzcos encapuchados, no animaba a esta expansión. De
pronto, George consultó su reloj.

-Estaremos allí dentro de una hora -dijo, volviéndose hacia Chuck. Después,
pensando en otra cosa, añadió-: Me pregunto si la computadora habrá terminado
su trabajo. Estaba calculado para esta hora.

Chuck no contestó, así que George se volvió completamente hacia él. Pudo ver la
cara de Chuck: era un óvalo blanco vuelto hacia el cielo.

-Mira -susurró Chuck; George alzó la vista hacia el espacio. (Siempre hay una última
vez para todo.)

Arriba, sin ninguna conmoción, las estrellas se estaban apagando.

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EL OTRO

The Other- Katherine Mclean

(1966)

Sombras de árboles se movían sobre el gris linóleo del piso del hospital, oscilando
como verdaderas hojas y ramitas. Joey entrecerró los ojos para quejas sombras de
las hojas se volvieran verdes.

Unos pasos amortiguados por la gomaespuma estremecieron levemente el piso, y


atravesando la luz del sol apareció una sombra con forma humana. Ese era el doctor
Armstrong. Era bondadoso. Siempre caminaba despacio, y después se detenía y
arrastraba los pies cuando tenía la esperanza de que uno no advirtiera su presencia.

Los pies se arrastraron esperanzados. Cuando Joey se concentraba en la sombra


del médico, podía lograr que la cabeza se volviera rosada en parte, como una cara.

La voz del doctor Armstrong dijo algo. Era una leve voz agradable de tenor, un poco
ansiosa.

—¿Qué dijo? —preguntó Joey al otro, quien dentro de su cabeza, escuchaba,


calculaba y explicaba.

—Preguntó ¿Cómo te va?

—¿Qué quiso decir?

—Quiere que te levantes y trajines como él —respondió el sereno consejo del Otro,
su guardián y consejero. Es lo que quieren todos.

—Ahora no. Estoy mirando las hojas. ¿Qué le decimos?

—Dile: Más o menos igual.

Joey hizo el esfuerzo y habló, oyendo su propia voz muy cerca de sus oídos. Ya
estaba listo para volverse y mirar por la ventana, pero los pies del doctor estaban a
su lado, exigiendo ansiosamente su atención, temiendo que él se apartara.

—¿Qué dijo? —preguntó Joey al Otro.

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Hubo una pausa, una barrera, una renuencia a hablar; después la voz tranquila
respondió:

—Preguntó por mí.

—¿Acaso él...? —se alarmó Joey. La gente interfería. Y sin embargo el doctor
Armstrong siempre había sido amable; hasta entonces nunca había criticado—.
No... no quiero saberlo. Bueno... dime algo.

La voz era confusa.

—Preguntó con quién hablas... cuando tú... antes de hablarle a él, afuera.

—Dile que eres tú —dijo Joey, confiado y animoso. La voz era su amiga y el doctor
Armstrong también. Debían conocerse. La voz ayudaba al doctor Armstrong—. Dile
que eres tú.

—¿Qué nombre le doy? La gente con autoridad necesita nombres para las cosas
que existen. Sin nombres no entienden.

—¿Qué eres tú?

—Soy una invención. Tú me hiciste.

—No podemos decirle eso. La gente me castiga por inventar gente. —Joey sintió
un dolor en la cintura, cerca del estómago y del corazón; le costaba respirar—. Mami
—gritó y lloró.

—No le diremos eso —accedió la voz.

Joey se sintió más tranquilo. La voz era buena; tenía que haber un nombre para
ella, un nombre que los otros de afuera aprobasen.

—Podemos encontrarte un nombre. Hay tantas palabras. ¿Qué más eres?

—En parte soy tu padre y tu madre, y también fragmentos y sentimientos de todo


aquel que alguna vez se preocupó por ti. Y me hiciste adulto para hablar contigo.

—No me molestes con eso ahora —lo interrumpió Joey, retirándose dentro de su
cabeza para alejarse de la voz y no tener que escucharla—. Explícale al doctor

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Armstrong que estás de su parte, que eres adulto como él, y dime qué hacer. No sé
cuándo levantarme ni qué quiere la gente... Se enfurecerían conmigo.

—Los médicos no quieren hablar conmigo. Quieren hablar contigo, Joey. No


preguntan cómo haces algo; preguntan cómo te sientes.

—No puedo hablar. Me verían. Lloraría, querría tocar brazos, frotar mejillas.
Háblame. Diles que eres médico. Usa sus palabras.

Joey oyó su voz cerca, aunque demasiado queda y mascullada. La obligó a


elevarse.

—...imagen paterna, doctor Armstrong. Me dice lo que hay que decir. Es muy
estricto, por eso está bien.

Qué bien sonaba eso. No parecía haber peligro en decirlo. Joey oyó la musical voz
de tenor del doctor Armstrong, ansiosa, bien intencionada. Sin duda eran elogios.

—No escuches eso, Joey. No es...

El dolor y la congoja le golpearon el vientre, haciéndolo doblarse. Hay que alejarse


rápido o morir. Hacer que no suceda. Huir al pasado, a la penumbra, a la
consoladora penumbra, antes de que la gente pudiera quitarle su cariño. Estaba
tendido en el suelo, acurrucado sobre si mismo, y la tibia oscuridad lo envolvía como
una manta.

Pero los pies seguían allí, moviéndose nerviosos. Joey aspiró profundamente, hizo
un esfuerzo para gritar, oyó su lejano alarido y lo dejó atrás, resonando eternamente
como un silencioso signo en el muro de una estación ferroviaria abandonada, en un
lejano lugar del tiempo.

—Dijo lo que no debía. Dile que se marche.

La gente de afuera no conoce los caminos y senderos que hay dentro del mundo de
las imágenes: pasan por entre esas frágiles cosas tropezando, pisoteando y
destruyendo. Decidió que no tenía por qué escuchar y contestar. Cuando llegara el
momento de volver desde las tinieblas al mundo de la luz, estaría callado.

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El doctor Armstrong, un médico de veinticuatro años de edad, al que se consideraba
brillante, entró en su pequeña oficina del hospital. Una vez adentro, cerró
cuidadosamente la puerta y comprobó que el pasador estuviera corrido.

Apoyó la cara en las manos. (Dijo lo que no debía. Dile se que se marche.) Según
el artículo referente a las técnicas de Rosen, éste hablaba sin trabas con sus
pacientes, discutiendo con ellos sus mundos imaginarios como si fuesen reales y
explicándoles el sentido de los símbolos. Tal vez debería ver una demostración de
esto antes de intentarlo de nuevo.

¡Dios! Joey había caído de la silla, y al llegar al suelo ya estaba hecho un ovillo, con
las rodillas pegadas a la barbilla y los ojos cerrados, como aturdido y muerto. Tal
vez no se hiciera daño. Mañana, una pregunta casual a las enfermeras... Las
enfermeras le echarían la culpa por Joey. ¿Por cuántos errores más lo culpaban
ya?

¿Por qué estaba sentado así, con la cara entre las manos?

Estoy cansado, pensó. Simplemente cansado.

El doctor Armstrong apoyó la cara en las manos pesadamente, con los codos
afirmados en el escritorio, como si estuviese cansado. Unas lágrimas se escurrieron
entre sus dedos abiertos y cayeron sobre la revista de psiquiatría que tenía encima
del escritorio.

No soy yo el que llora, pensó. Yo soy el estudioso sereno y lógico, observador de


conductas humanas. También puedo observarme a mi mismo, y esa observación
demuestra que mi cuerpo llora. Así se pierde un tiempo que yo podría utilizar en
estudiar y pensar. Las lágrimas se escurrían entre sus dedos abiertos y caían sobre
la revista de psiquiatría.

No soy yo quien llora, pensó. Yo soy un adulto, un hombre de ciencia. El que llora
es el otro, el que no creció, al que debemos ocultar del mundo.

—Nadie te ve —dijo al Otro—. Puedes llorar cinco minutos. Este espasmo pasará.

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NELLTHU

Anthony Boucher

(1955)

Con comodidad, Alisa había sido la chica más hogareña y con menos talento de la
Universidad, así como también la más lógica y con sentido común.

Ahora, veinticinco años después, era la mujer más atractiva que Martin hubiera visto
alguna vez y, a juzgar por las cosas que les rodeaban, también la más rica.

Tan afortunada de verte otra vez después de tantos años. -Decía, con esa voz
indescriptiblemente sensual.

Conoces de editores y me puedes aconsejar qué hacer con esta novela.

Me cansé del piano...

Martin había escuchado sus grabaciones de piano y eran soberbias, así como
también lo habían sido sus grabaciones vocales.

Las pinturas no figurativas antes de ellas, y los diseños de modas, y ese asombroso
artículo sobre los números primos.

También sabía que el beneficio producido por todo esto junto apenas podría haber
alcanzado para amueblar el Salón Plateado en donde cenaron, o el Salón Dorado
en el cual, más tarde, él leyó la novela (que por supuesto era soberbia), o el Salón
cuyo color nunca se le reveló porque no durmió solo (y la palabra soberbia era
insuficiente).

Existía sólo una respuesta posible.

Martin se sintió satisfecho al observar que el sirviente que traía el café no tenía
sombra bajo el sol de la mañana.

Mientras Alisa aún dormía (soberbiamente), Martin dijo:

-Así que eres un demonio.

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-Naturalmente, señor.-dijo el sirviente sin sombra, sus ojos puestos con adoración
sobre la durmiente.

Nellthu, a su servicio.

-Pero ella tiene fortuna, belleza, juventud, fama, una considerable variedad de
talentos, ¿todo con tres deseos?

-En realidad sólo uno, señor. Ah, la engañé muy bien con los dos primeros.-Nellthu
sonrió, recordando.

-Belleza, pero no especificó, y la convertí en la centenaria más hermosa del mundo.

-Riqueza más allá de los sueños de avaricia, y, por supuesto, no hay nada más allá
de esos sueños, así que no obtuvo nada.

-¡Ah, aquel día estaba en forma, señor! Pero el tercer deseo...

-¡No me diga que intentó el viejo-Para mi tercer deseo, deseo tres deseos más-!
Pensé que era ilegal.

-¡Lo es, señor! Las paradojas envueltas van aún más allá de nuestros poderes. ¡No,
señor! -dijo Nellthu, con cierta clase de admiración desconsolada.

-Su tercer deseo fue más fuerte que eso. Dijo: Deseo que te enamores permanente
y desinteresadamente de mí.

-Siempre fue lógica admitió Martin. Así que por su propio bien tenía que hacerla
hermosa y... con talento, y desde entonces se ha visto obligado a satisfacer cada
uno de...

Se interrumpió. Miró primero a la cama y luego al demonio.

-¡Qué suerte para mí que haya incluido desinteresadamente!

-Si, señor -dijo el demonio.

16
LOS COLONIZADORES

Ray Bradbury

(1950)

Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque
no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los
Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía
una razón diferente. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades
odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar
algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños
nobles o sin sueños. El dedo del gobierno señalaba desde letreros a cuatro colores,
en innumerables ciudades: HAY TRABAJO PARA USTED EN EL CIELO. ¡VISITE
MARTE! Y los hombres se lanzaban al espacio.

Al principio sólo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos
aun antes que el cohete dejara la Tierra. Y a esta enfermedad la llamaban la
soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce hasta tener el tamaño de un
puño, de una nuez, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una
estela de fuego, uno siente que nunca ha nacido, que no hay ciudades, que uno no
está en ninguna parte, y sólo hay espacio alrededor, sin nada familiar, sólo otros
hombres extraños.

Y cuando los estados de Illinois, lowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar


de nubes, y más aún, cuando los Estados Unidos son sólo una isla envuelta en
nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces
uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca
de un mundo que es imposible imaginar. No era raro, por lo tanto, que los primeros
hombres fueran pocos.

Crecieron y crecieron en número hasta superar a los hombres que ya se


encontraban en Marte. Los números eran alentadores. Pero los primeros solitarios
no tuvieron ese consuelo.

17
REPARANDO UNA NAVE ESPACIAL

Adrián Castañeda

(2016)

Hace muchos años, cuando Kevin estaba disfrutando de un día estupendo en su


jardín, un objeto bastante extraño se aproximaba hasta su posición, de forma muy
torpe.

Cuando el objeto estuvo al alcance de su vista, descubrió que se trataba de una


nave espacial, cuyo tripulante tenía bastantes problemas para controlarla.

Tras unos momentos llenos de incertidumbre, la nave aterrizó de forma brusca en


el jardín de Kevin. Tal fue la violencia del aterrizaje, que una de las patas que la
sustentaban quedó seriamente dañada

Un daño, que alarmó enormemente a su ocupante, un joven extraterrestre de color


grisáceo, al que Kevin se acercó muy despacio para evitar que se asustara mucho
más.

Cuando llego a su altura, se sorprendió enormemente al ver como las lágrimas


surcaban su rostro.

-Ya sé que la rotura de tu nave te parece algo terrible, pero no es nada que no pueda
repararse en un par de horas.

Decidido a ayudar a su nuevo amigo, se marchó hasta el garaje de sus padres, para
buscar los materiales y herramientas necesarias para dejar la nave espacial, como
si nunca le hubiera pasado nada.

Al ver que el humano cumplía con su palabra, el extraterrestre dejó de llorar,


acercándose hasta Kevin para ver qué es lo que estaba haciendo.

Pasado el tiempo acordado, tanto la pata como la nave, estaban como nuevas,
permitiendo al pequeño ponerla en marcha, no sin antes expresarle todo su
agradecimiento a Kevin desde una de las ventanas de la nave.

18
EL DRAGÓN

The dragon- Ray Bradbury

(2009)

La noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento.
Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún
pájaro.

Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo.


Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el
desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las
venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.

Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en
los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración
débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con
la espada.

—¡No, idiota, nos delatarás!

—¡Qué importa! —dijo el otro hombre—. El dragón puede olernos a kilómetros de


distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.

—Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...

—¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!

—¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al
pueblo vecino.

—¡Que se los devore y que nos deje llegar a casa!

—¡Espera, escucha!

Los dos hombres se quedaron quietos.

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Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los
caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata
de los estribos, suavemente, suavemente.

—Ah... —el segundo hombre suspiró—. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí.
Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, ¡escucha!
Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se le ve
arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el
pasto.

Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas
monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se
conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol, aparecen dispersas
aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido
a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?

—¡Suficiente, te digo!

—¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en que año estamos.

—Novecientos años después de Navidad.

—No, no —murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados—. En este páramo
no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el
pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían
cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún
en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos
los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos ampare!

—¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!

—¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en


la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos
ataviados.

Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió


la cabeza.

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En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón
mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que
usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles
negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del
horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera
blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro.

El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en
una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni
hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades
y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde; el inmenso ventanal
descendente, el relámpago.

Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un
susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor,
en un tiempo frío.

—Mira... —murmuró el primer hombre—. Oh, mira, allá.

A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.

Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un


monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se
acercó y se acercó todavía más.

La deslumbrante mirilla amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro y, en


seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del
cerro y se hundió en un valle.

—¡Pronto!

Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.

—¡Pasará por aquí!

Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los
caballos.

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—¡Señor!

—Sí; invoquemos su nombre.

En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en


los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos.
Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia prosiguió
su carrera.

—¡Dios misericordioso!

La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El
dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro jinete
a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca.

Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y


debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo
enceguecedor.

—¿Viste? —gritó una voz—. ¿No te lo había dicho?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!

—¿Vas a detenerte?

—Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo.
Me pone la carne de gallina. No sé que siento.

—Pero atropellamos algo.

El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.

Una ráfaga de humo dividió la niebla.

—Llegaremos a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?

Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de
fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre
la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo
negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

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LA GUERRA DE LOS MUNDOS

War of the Worlds-H. G. Wells

(1898)

Fragmento del capítulo I: La víspera de la guerra

En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos
humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más
desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras
los hombres se ocupaban de sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el
sabio estudia a través del microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y
multiplican en una gota de agua.

Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones sobre este
globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es muy posible que
los infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo.

Nadie supuso que los mundos más viejos del espacio fueran fuentes de peligro para
nosotros, o si pensó en ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable
la idea de que pudieran estar habitados. Resulta curioso recordar algunos de los
hábitos mentales de aquellos días pasados.

En caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que tal vez hubiera
en Marte seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a recibir de
buen grado una expedición enviada desde aquí.

Empero, desde otro punto del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes que
son en relación con las nuestras lo que éstas son para las de las bestias,
observaban la Tierra con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes
contra nuestra raza. Y a comienzos del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.

Casi no necesito recordar al lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una
distancia de ciento cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la
mitad de la luz y el calor que llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la
hipótesis corriente sobre la formación del sistema planetario, debe ser mucho más

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antiguo que nuestro mundo, y la vida nació en él mucho antes que nuestro planeta
se solidificara. El hecho de que tiene apenas una séptima parte del volumen de la
Tierra debe haber acelerado su enfriamiento, dándole una temperatura que
permitiera la aparición de la vida sobre su superficie.

Tiene aire y agua, así como también todo lo necesario para sostener la existencia
de seres animados. Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que
hasta fines del siglo diecinueve ningún escritor expresó la idea de que allí se pudiera
haber desarrollado una raza de seres dotados de inteligencia que pudiese
compararse con la nuestra.

Tampoco se concibió la verdad de que siendo Marte más antiguo que nuestra Tierra
y dotado sólo de una cuarta parte de la superficie de nuestro planeta, además de
hallarse situado más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está más distante
de los comienzos de la vida, sino también mucho más cerca de su fin.

El enfriamiento que algún día ha de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto


muy avanzado en nuestro vecino.

Su estado material es todavía en su mayor parte un misterio; pero ahora sabemos


que aun en su región ecuatorial la temperatura del mediodía no llega a ser la que
tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos.

Su atmósfera es mucho más tenue que la nuestra, sus océanos se han reducido
hasta cubrir sólo una tercera parte de su superficie, y al sucederse sus lentas
estaciones se funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las zonas
templadas.

Esa última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente


remota, se ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La presión
constante de la necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus poderes
perceptivos y endureciendo sus corazones.

Y al mirar a través del espacio con instrumentos e inteligencias con los que apenas
si hemos soñado, ven a sólo treinta y cinco millones de millas de ellos una estrella
matutina de la esperanza: nuestro propio planeta, mucho más templado, lleno del
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verdor de la vegetación y del azul del agua, con una atmósfera nebulosa que indica
fertilidad y con amplias extensiones de tierra capaz de sostener la vida en gran
número. Y nosotros, los hombres que habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos
tan extraños y poco importantes como lo son los monos y los lémures para el
hombre.

El intelecto del hombre admite ya que la vida es una lucha incesante, y parece que
ésta es también la creencia que impera en Marte. Su mundo se halla en el período
del enfriamiento, y el nuestro está todavía lleno de vida, pero de una vida que ellos
consideran como perteneciente a animales inferiores.

Así, pues, su única esperanza de sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde
varias generaciones atrás reside en llevar la guerra hacia su vecino más próximo.

Y antes de juzgarlos con demasiada dureza debemos recordar la destrucción cruel


y total que nuestra especie ha causado no sólo entre los animales, como el bisonte
y el dido, sino también entre las razas inferiores.

A pesar de su apariencia humana, los tasmanios fueron exterminados por completo


en una guerra de extinción llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante un
lapso que duró escasamente cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan
misericordiosos como para quejarnos si los marcianos guerrearan con las mismas
intenciones con respecto a nosotros? Los marcianos deben haber calculado su
llegada con extraordinaria justeza—sus conocimientos matemáticos exceden en
mucho a los nuestros—y llevado a cabo sus preparativos de una manera perfecta.

De haberlo permitido nuestros instrumentos podríamos haber visto los síntomas del
mal ya en el siglo dieciocho. Hombres como Schiaparelli observaron el planeta
rojo—que durante siglos ha sido la estrella de la guerra—, pero no llegaron a
interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan bien asentaron sobre sus mapas.
Durante ese tiempo los marcianos deben haber estado preparándose.

Durante la oposición de mil ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la
parte iluminada del disco, primero desde el Observatorio Lick. Luego la notó
Perrotin, en Niza, y después otros astrónomos.

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Los lectores ingleses se enteraron de la noticia en el ejemplar de Nature que
apareció el dos de agosto. Me inclino a creer que la luz debe haber sido el disparo
del cañón gigantesco, un vasto túnel excavado en su planeta, y desde el cual
hicieron fuego sobre nosotros.

Durante las dos oposiciones siguientes se avistaron marcas muy raras cerca del
lugar en que hubo el primer estallido luminoso. Hace ya seis años que se descargó
la tempestad en nuestro planeta. Al aproximarse Marte a la oposición, Lavelle, de
Java, hizo cundir entre sus colegas del mundo la noticia de que había una enorme
nube de gas incandescente sobre el planeta vecino.

Esta nube se hizo visible a medianoche del día doce, y el espectroscopio, al que
apeló de inmediato, indicaba una masa de gas ardiente, casi todo hidrógeno, que
se movía a enorme velocidad en dirección a la Tierra. Este chorro de fuego se tornó
invisible alrededor de

las doce y cuarto. Lavelle lo comparó a una llamarada colosal lanzada desde el
planeta con la violencia súbita con que escapa el gas de pólvora de la boca de un
cañón. Esta frase resultó singularmente apropiada. Sin embargo, al día siguiente no
apareció nada de esto en los diarios, excepción hecha de una breve nota publicada
en el Daily Telegraph, y el mundo continuó ignorando uno de los peligros más
graves que amenazó a la raza humana.

Es posible que yo no me hubiera enterado de lo que antecede si no hubiese


encontrado en Ottershaw con el famoso astrónomo Ogilvy.

Éste se hallaba muy entusiasmado ante la noticia, y debido a la exuberancia de su


reacción, me invitó a que le acompañara aquella noche a observar el planeta rojo.

A pesar de todo lo que sucedió desde entonces, todavía recuerdo con toda claridad
la vigilia de aquella noche: el observatorio oscuro y silencioso, la lámpara cubierta
que arrojaba sus débiles rayos de luz sobre un rincón del piso, la delgada abertura
del techo por la que se divisaba un rectángulo negro tachonado de estrellas…

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CONCLUSIÓN

Después de realizar este trabajo, puedo concluir que el género ciencia ficción es
muy interesante pese a la gran variedad de obras de este género, que hay para
elegir.

La ciencia ficción tiene una gran importancia, ya que ha tenido gran relevancia en
la historia de la humanidad, porque, aunque no parezca, muchos libros, escritos,
películas y demás de este género sirvieron de inspiración para muchos de los
inventos actuales, y es por eso que ha sido de gran importancia para la evolución
del hombre y de la tecnología.

Además de lo mencionado, la ciencia ficción promueve el aprendizaje, despierta la


imaginación y nos permite entender más la ciencia. También contribuye a la
imaginación, por ejemplo, que hay mundos que son posibles dentro de la lógica, o
que ubica a la humanidad en un lugar y posición dentro del universo infinito, además
de hacernos cuestionar hechos acerca de la realidad y la mente.

Concluyo además que este género no sólo cuestiona los límites de la ciencia, sino
que también demuestra la débil construcción de nuestras creencias morales y
éticas, además de la necesidad de hacerlas capaces de ajustarse a nuestra realidad
actual y futura.

Me gusta bastante este género, ya que sus temas son de mi interés personal, por
eso es que disfruto leer o mirar obras relacionadas con la ciencia ficción. Se me
hace verdaderamente maravillosa la creatividad que tienen los autores que escriben
estas obras, ya que el simple hecho de que conciban ideas que están fuera de la
realidad de nuestro planeta, o que se inventen sus propias reglas dentro de un
universo, es simplemente increíble y fabuloso.

Finalmente, este género está lleno, claramente, de ficción, la cual es muy


entretenida y considero que es un género muy popular y utilizado aún en la
actualidad, ya que siendo sincera, la tecnología está evolucionando de manera
rápida, y no sería sorpresa que algún día, la ciencia ficción deje de ser simplemente
ficción.

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