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De la manipulación a través del discurso político al

control de los asuntos públicos: el rol de la


verdadera participación ciudadana
Por José Enrique Achúe Zapata

El  discurso  público (en especial el político)  suele estar dominado  por


declaraciones grandilocuentes (en reiteradas oportunidades carentes
de propuestas o reflexiones significativas) que exacerban las
capacidades y virtudes de los oradores, lideres o banderas políticas,
sociales o culturales que promueven. Discursos plagados de
referencias abstractas a determinadas creencias o supuestos valores
compartidos o por referencias acerca de la bondades, grandezas y del
pasado.
De la misma manera es muy frecuente en este tipo de comunicación la
apelación manipulativa de los mensajes intimidatorios (más o menos
velados), sobre la perversidad del adversario y por los peligros
apocalípticos que amenazan a la sociedad y lo que denominan, sus
valores predominantes. El discurso político, especialmente
latinoamericano, ha sido tradicionalmente un discurso imaginativo y
creativo que defiende determinados intereses, sirviéndose, en muchos
casos, de la distorsión o la manipulación más que de la verdad y
recurriendo a mecanismos que buscan exaltar las emociones – desde
la ira e indignación al júbilo o las esperanzas de la audiencia a quien
va dirigido más que a resortes lógicos, pues el objetivo es impulsar o
neutralizar cursos de acción dependiendo de los fines que persiga. Sin
embargo, frente a cierta tradición que atribuye un estado de pasividad
por parte de dicha audiencia, los modo y estrategias a la hora de de
proceder en la utilización del discurso político no es unidireccional,
pues el discurso del orador está, y es a su vez, influido por las
percepciones, visiones y expectativas de la audiencia a quien quiere
dirigirse pero siempre estará al servicio de unos intereses específicos,
sean estos más o menos velados, sean estos más o menos legítimos
o vinculados a los intereses y necesidades de esa audiencia objetivo.
Como el artista sobre el escenario, el discurso político se centrará en
lo que tiene éxito, en lo que el auditorio le pide, en lo que (él ve que)
agrada a su auditorio, en lo que a su vez le seduce y le garantice al
líder o causa que defiende los mayores réditos o beneficios para el
logro de sus objetivos.
En esa lógica, el discurso tratará de presentar “buenas razones” a
favor de la causa (creencia o acción) que desea defender y, si puede,
influir en las decisiones que espera que su interlocutor adopte. Pero, si
no tiene intención de manipular, no se preocupa de ocultar sus
estrategias para que ese interlocutor sea consciente de su modo de
proceder y objetivos. La manipulación fructifica cuando el manipulado
no se percata de que está siendo manipulado. Para conseguir su
objetivo, el manipulador se interesará por las preocupaciones de sus
interlocutores, para pasar a elaborar su estrategia, tras sedimentarla
en ese conocimiento. Esta manipulación, comenzará anulando o
neutralizando la mucha o poca capacidad de su audiencia para
“pensar críticamente”, actuando inmediatamente sobre su estado
afectivo y sus sentimientos, y tergiversando cualquier atisbo de
razonamiento de que pueda ser capaz.
Es aquí donde queremos centrar la presente reflexión, en la necesidad
de concientizar acerca de los riesgos de manipulación que enfrenta el
ciudadano tanto individual como colectivamente hablando frente a los
escenarios de manipulación del discurso político pero también en la
necesidad de materializar y asegurar los medios para fortalecer de
dicha capacidad de pensamiento crítico y asegurar que la acción
política responda a sus necesidades y no a los intereses de la
dirigencia política cualquiera sea su signo, color o ideología.
En estos tiempos tanto de supresión de las más elementales garantías
democráticas así como de intentos reiterados por restituir el curso de
la nación hacia derroteros de democracia, es esencial el centrar la
atención no solo a la inevitable e inmediata evolución del acontecer
político sino poder reflexionar y aunar esfuerzos acerca de los
procesos que subyacen en las causas de la presente crisis estructural
de la sociedad venezolana en todas sus áreas y dimensiones, desde
lo claramente político a lo social, económico y cultural, con las que la
primera esta intrínsecamente interrelacionada tanto como causa como
consecuencia.
En este sentido, la capacidad crítica de los ciudadanos para subvertir
las estrategias de manipulación discursiva y ejercer su natural rol
contralor de la acción pública es esencial en el aseguramiento de las
condiciones de gobernabilidad que a su vez le garanticen las
condiciones de vida y su derecho a la participación en los asuntos que
le conciernen. A la común descalificación de la acción política y de sus
representantes por parte de los ciudadanos, la respuesta más que de
desprecio por la política, es a la toma de conciencia acerca del rol de
los ciudadanos como contralores de dicha acción política. La política
es inevitable e intrínseca a la vida en sociedad, entendida como todos
aquello procesos e intereses vinculado con lo público, con lo común,
con lo que tenemos y debemos compartir y de los cuales no nos
podemos eximir por ser referentes en nuestra vida diaria y a las
posibilidades de satisfacción de nuestras necesidades y anhelos
presentes y futuros. El ciudadano privado está básicamente enfocado
a sus actividades e intereses personales pero todos esos intereses
están vinculados y en gran medida determinados por las dinámicas de
la vida pública. La política y su vinculación con el ciudadano no es un
problema de gusto por la política, es como la medicina, puede a uno
no gustarle los temas médicos pero si nos importa nuestra salud y la
de nuestros seres queridos.

La política y el discurso político, en su término más corriente, está


plagada con los vocablos (frases, lemas, llamados por algunos
mantras) más o menos eficaces para enmarcar a figuras y causas
públicas con agendas específicas que adquieren cierto grado de
credibilidad en un contexto dado. Así nacen o se difunden términos y
mensajes con significados vacíos que van utilizándose a discreción del
emisor y que en casos se administran en dosis exageradas que
terminan por normalizar su uso sin reconocer, con efectividad, para
qué y de qué sirven pero si muy eficaces en lograr efectos
emocionales convenientes y predeterminados por parte de la
audiencia a quien va dirigido.

En los últimos tiempos se han popularizado, por parte de la


generalidad de los actores políticos, los exhortos y odas a la
participación ciudadana: democracia protagónica y participativa, poder
popular, gobierno popular, cabildo abierto, o más sofisticados
referentes como ciudad compacta, ciudad justa, derecho a la ciudad,
planificación participativa, etc. Dichos términos y referentes per se
apelan a necesidades reales de la sociedad o estados de gobernanza
relacionados con una verdadera ciudadanía y un estado democrático .
La advertencia se centra en la conciencia y alerta por parte de los
ciudadanos a su uso manipulativo escondiendo intereses que no
necesariamente están en consonancia con lo que pregonan ,
conviértendose en herramientas para básicamente legitimar posturas
políticas e intereses más o menos velados.

Es quizá en el escenario actual de pérdida de credibilidad hacia las


instituciones que la idea de participación ciudadana ha ido tomado
más vigencia y resulta, sin duda, relevante para contrarrestar la
corrupción en la administración pública a la que se enfrenta nuestro
país. Es así que se habla de procesos participativos en proyectos de
reconstrucción de las instituciones de la república, en re-creación de
políticas públicas, sin embargo, pocas veces somos críticos sobre lo
que nos ofrecen, como ciudadanos, en nombre de la participación.
Esto nos ha llevado a normalizar, a aceptar como lógico e inevitable, el
que se ejecuten procesos bajo la etiqueta de “participativo”, sin que
cumplan siquiera con transparencia de información o que fomenten un
diálogo equitativo entre los distintos actores que participan en el
proceso. 

Dichas estructuras y procesos van desde grupos pequeños a través de


comités vecinales donde no existen efectivos procesos de
retroalimentación, ni diálogo. U otros donde hay “terapias”
asistencialistas donde la fotografía de los dirigentes estrechando la
mano de un ciudadano se considera participativo. 

Los ejercicios participativos son procesos de largo plazo en donde los


ciudadanos tienen y deben tener acceso a información de manera
permanente, transparente, actualizada y lo más completa posible para
poder efectivamente ejercer su voz, su derecho a participar activa y
conscientes desde puntos tempranos en el planteamiento del proyecto
o iniciativa. Es decir, en donde su participación se lleva a cabo desde
el diagnóstico que da pauta a la generación de programas o proyectos
que permitan dar respuesta a las problemáticas identificadas, hasta la
evaluación de estos. Esto permite que la población, como usuarios y
beneficiarios directos, puedan apropiarse de las propuestas y darles
seguimiento a largo plazo, sin depender de los cambios de
administración pública. Es una falacia de ingenuidad reducir la
valoración de la acción política a la calificación y distinción infantil
entre buenos o malos, héroes o villanos. Traidores o
colaboracionistas. Los dirigentes políticos no son intrínsecamente
buenos o malos, el poder contralor de unos ciudadanos con suficiente
capacidad crítica basada a su vez en información confiable y
conocimiento cierto de la situación, de sus derechos y deberes y de
los canales de participación es un regulador imprescindible y por
excelencia para el logro de una participación real y efectiva y para el
logro de los fines de utilidad colectiva para los cuales han sido
diseñados.

La participación en tiempos de redes sociales y la diversificación y


acceso casi irrestricto a la información plantea no solo oportunidades
sino también retos al ciudadano al desarrollar conciencia crítica acerca
de su verdadero rol como contralor y cuya acción y posición tiene un
valor inédito en el devenir de la sociedad en la que vive y tiene sus
intereses. La capacidad crítica del ciudadano a la hora de acceder,
exigir y valorar la información que recibe y la posición que asume en
los diferentes procesos es crucial.

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